Historia de la Iglesia Edad Media: Índice y Presentación
Emiliano Jiménez
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Cristiandad y Edad media (P. A- Saenz)
2. Etapas de la historia de la Iglesia
I. CAIDA DEL IMPERIO ROMANO DE OCCIDENTE
2. La conversión de los francos
3. Evangelización de los germanos
2. Carlomagno: El Sacro Imperio Romano
3. La "edad de hierro" del Pontificado
5. Nuevas
formas de vida contemplativa
4. Cisma
definitivo de Miguel Cerulario
VI. CONTROVERSIAS, HEREJIAS E INQUISICION
VII. PENSAMIENTO MEDIEVAL CRISTIANO
1. Primeras
manifestaciones teológicas
3. El nacimiento
de las universidades
VIII. ASPECTOS DE LA VIDA CRISTIANA
1. Vida cristiana
en la Edad Media
2. La
liturgia, sacramentos y devociones
4. Formación y
celibato del clero
5. Arte
medieval: del románico al gótico
La revelación de Dios y la encarnación de Cristo son la base de la
historia de la Iglesia. Dios se ha revelado a través de hechos y de
palabras: "El plan de la revelación se realiza por hechos y palabras
intrínsecamente ligados; los hechos que Dios realiza en la historia de
la salvación manifiestan y confirman el mensaje y las realidades que las
palabras significan; a su vez, las palabras proclaman los hechos y
explican su misterio" (DV,n.2).
En la historia de la Iglesia podemos otear la acción que el Espíritu
Santo viene obrando sobre la tierra y el dinamismo que ha creado en los
cristianos a través de los tiempos. Es la historia de la salvación,
pues Dios es el Señor de la historia y como tal la conduce. La
encarnación de Dios (Jn 1,14) es la base de la Iglesia y el principio de
su historia. Cristo anunció la extensión de su reino con un crecimiento
inesperado (Mt 13,31;Mt 28,19s). El crecimiento de la Iglesia sobre el
fundamento de los apóstoles y profetas (Ef 2,10) y bajo la dirección del
Espíritu Santo (Jn 16,13) es la fuerza que guía la historia de la
Iglesia. Este desarrollo de la Iglesia se manifiesta en el culto, en la
teología, en la administración, en la doctrina y en la compresión de sí
misma, siempre mayor a lo largo de los siglos. El contacto con los
diversos pueblos y culturas ha provocado en la Iglesia cambios
profundos. Este desarrollo no siempre ha seguido una línea recta: "Dios
escribe derecho con líneas torcidas", pues este desarrollo se ha llevado
a cabo bajo la asistencia del Espíritu Santo (Mt 16,18;28,20). Pretender
eliminar las innumerables debilidades, deficiencias y tensiones de la
historia de la Iglesia equivaldría a querer limitar el dominio de Dios
sobre ella.
La Constitución GS nos recuerda que "la Iglesia, por virtud del Espíritu
Santo, se ha mantenido como fiel esposa de su Señor y nunca ha cesado de
ser signo de salvación en el mundo", sin embargo, la Iglesia sabe muy
bien que "no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos
sus miembros, clérigos o laicos, fieles al Espíritu de Dios" y sabe
también que aún hoy día "es mucha la distancia que se da entre el
mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de sus mensajeros, a
quienes está confiado el Evangelio".
La Iglesia desde el principio está llamada a extenderse en todos los
pueblos "hasta los confines de la tierra" (Mt 28,19s). Sólo al fin de
los tiempos irrumpirá el reino de Dios con toda su plenitud. Hasta
entonces es Iglesia de pecadores, necesitada de renovación todos los
días. Pero en su esencia, a lo largo de su historia, la Iglesia
permanece fiel a sí misma, infalible en su núcleo e inequívocamente
inmutable. Esta realidad divina, inmutable de la Iglesia, es perceptible
en la fe y es lo que hace de la historia de la Iglesia teología, lo que
no significa que la teología tenga que modificar los hechos históricos,
sino que da una luz para interpretar los acontecimientos tal como han
sucedido.
Somos, al mismo tiempo, herederos y protagonistas de la historia de la
Iglesia. Es nuestra historia, con lo que de ella nos gusta y con lo que
no nos agrada tanto. En ella conocemos nuestros orígenes. La Iglesia es
el cuerpo de Cristo. Somos sus miembros con todo lo que somos, con
nuestras cualidades y defectos. Nada extraño que en su historia nos
encontremos con deficiencias y pecados. Pero en esa historia está la
acción de Dios, "pues el Espíritu de Dios, que con admirable providencia
guía el curso de los tiempos, está presente en esta evolución"
(GS,n.26). Para mirar al futuro con esperanza necesitamos ahondar en
nuestras raíces, conocer la historia, con sus grandezas y miserias, de
la que procedemos. Amar a nuestra Madre, la Iglesia, significa asomarnos
a su historia, conocer el ayer de nuestra comunidad de fe, esperanza y
de amor, que nos engarza a través de las diversas generaciones con
Jesucristo, nuestro Señor. Tantos santos, tantos misioneros han
mantenido viva la tradición de la Buena Noticia para que llegara hasta
nosotros:
Cristo, el único mediador, instituyó y mantiene continuamente en la
tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un
todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia... La
Iglesia "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios",[1]
anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga. Se
vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y
con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas
y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre
penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo
esplendor (LG,n.8).
El nombre de Jesucristo y su salvación se han ido transmitiendo de
generación en generación durante veinte siglos hasta llegar a nosotros.
Esta transmisión se realiza, no a través de un libro escrito, sino en la
comunidad de los que escucharon la llamada de Dios proclamada por
Jesucristo, es decir, por la Iglesia. Por eso, nos encontramos con Jesús
en la tradición de la Iglesia, en la historia de la Iglesia. Los
acontecimientos y personas, que constituyen la historia de la Iglesia,
nos interesan hoy a nosotros, que entramos en esa historia de
salvación. La historia no es el pasado, sino el pasado que llega vivo
hasta el presente. Ciertos acontecimientos, fuerzas e ideas del pasado
mantienen esta pervivencia. Para que algo sea historia no basta con que
sea cierta su existencia histórica, sino que es necesario que tenga
repercusión histórica.
La presencia de la Iglesia en el mundo no puede ser concebida sino en
clave de historia de salvación, es decir, dentro del plan salvífico que
Dios ha querido para la humanidad y que se realiza en el tiempo que
llamamos historia. Acontecimientos y personalidades, hechos externos
van unidos a las manifestaciones de la vida interna de la Iglesia; la
vida interna y el acontecer externo esclarecen, en su relación
recíproca, la plenitud viva del misterio de la Iglesia. La historia de
la Iglesia es teología, pues es historia de salvación, misterio de la
salvación de Dios, Señor de la historia, que la conduce por caminos
insospechados y no se deja vencer por el pecado de los hombres con
quienes hace esa historia.
La historia de la Iglesia no puede olvidar que es historia de la
Iglesia, que tiene su origen en Jesucristo, con un orden jerárquico y
sacramental establecido por El, que camina en el tiempo asistida por el
Espíritu Santo y se orienta a la consumación escatológica. Esta
identidad de la Iglesia se mantiene a través de todos los cambios de
forma en que se manifiesta a lo largo de todas las épocas.
El tiempo que media entre Cristo y su parusía es el tiempo de la Iglesia
en el mundo. Tiempo misterioso de crecimiento y de lenta madurez,
semejante al grano de mostaza de la parábola evangélica. Como el grano
de trigo germina y brota, echa tallo y espiga, pero permanece siempre
trigo, así la Iglesia realiza su ser y misión en el proceso histórico
con formas diversas, pero permanece siempre igual a sí misma. La
semilla sembrada por Cristo está madurando hasta llegar a su plenitud
"para completar en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo" (Col
1,24). Es el camino del hombre hacia Dios. La Iglesia no es otra cosa
que la presencia del Espíritu de Cristo continuada en el mundo a través
de la predicación de la fe y la actuación de la comunión con Cristo por
parte de su pueblo, con toda la libertad del hombre y la gracia de
Dios. Cristo quiso que la Iglesia fuera comunidad de hombres, bajo el
gobierno de hombres, sujeta, pues, a las flaquezas humanas. Sin embargo,
no la abandonó a sí misma. Su fuerza vital, interior, es el Espíritu
Santo que la preserva de error, crea y mantiene en ella la santidad y la
puede acreditar con milagros.
Dentro de esta historia caben todas las manifestaciones de la Iglesia:
las externas, que hacen referencia a su propagación en el mundo
(misiones), al encuentro con las religiones no cristianas, con la
sociedad y con los Estados; y las internas, como el desarrollo del dogma
por parte del magisterio de la Iglesia, el anuncio de la fe mediante la
predicación y la catequesis, la vivencia de la fe en la liturgia y vida
sacramental...Es la continuación de los Hechos de los Apóstoles, donde
la Iglesia aparece como acontecimiento de salvación que se realiza en el
tiempo y en el espacio.
En la historia de la Iglesia, como consecuencia de la encarnación, nos
encontramos con la coexistencia de lo divino y lo humano. Más aún, la
Iglesia es la historia de lo divino en lo humano. Mediante la
encarnación de Jesucristo, Dios ha querido participar en la historia
humana. Por eso, la historia de la Iglesia, cuerpo de Cristo formado de
hombres, se halla bajo la desconcertante ley de la debilidad humana con
sus tensiones y deficiencias. La historia de la Iglesia ayuda a
formarse una idea justa de la Iglesia, cuerpo visible, histórico, que es
a un mismo tiempo -solo hay una Iglesia- divina, guiada por el Espíritu
Santo. La Iglesia, sacramento de salvación, es la Iglesia real, visible,
como aparece en la historia. No se puede idealizar a la Iglesia. Cuanto
sucede en el tiempo es de Dios, hasta llevarnos a confesar el felix
culpa del pregón pascual. Es cierto que el error es error; la cizaña,
cizaña; el pecado, pecado; todo ello es la antítesis reprobable de lo
anunciado y querido por Dios. Pero la voluntad salvífica de Dios
gobierna el mundo y hace que incluso el error de los hombres entre en su
designio de salvación.
La Iglesia, comunidad de santos, se presenta como un cuerpo en continuo
crecimiento. Es el cuerpo de Cristo. Cristo es la cabeza y nosotros sus
miembros. La Historia de la Iglesia llegará a su término cuando la obra
comenzada por Dios Padre en la creación se realice plenamente y se
cumpla el designio de la voluntad salvífica de Dios: recapitular todas
las cosas en Cristo. El cuerpo de Cristo es, pues, el verdadero sujeto
de la historia.
San Agustín ve la historia del hombre, que camina hacia Dios entre dos
fuerzas que se contraponen, como el contraste entre dos ciudades: la
"ciudad de Dios" y la "ciudad terrena". "La ciudad terrena es la ciudad
humana donde el hombre, olvidando su vocación a lo eterno, queda
anclado en su finitud y se entrega, como único fin de su acción, a lo
que debería ser solamente un medio o a lo más un fin secundario,
subordinado a otro más elevado. O lo que es lo mismo, es la ciudad donde
el hombre, olvidándose de Dios, se hace idólatra de sí mismo". Distinta
es la ciudad celeste, por donde "dos ciudades, la de los pecadores y la
de los santos recorren la historia desde la creación de la humanidad
hasta el final del tiempo".
El crecimiento de la Iglesia en el tiempo a veces ha sido torpedeado
desde el interior y desde el exterior. Lejos de presentarse siempre
como la esposa sin mancha ni arruga, en ocasiones se presenta cubierta
del polvo de los siglos, sufriendo por los fallos de los hombres o
perseguida por sus enemigos: es una historia que recorre el camino de la
cruz. Siendo santa, la Iglesia aún no presenta su perfección
escatológica; continuamente necesita renovarse. Sigue siendo peregrina
en la tierra a la espera del cumplimiento definitivo. Cuando éste
llegue, en la parusía, el camino histórico recorrido aparecerá a plena
luz, viendo cómo confluyen la historia de la Iglesia, del mundo y de la
salvación. Todo lo que acontece en el tiempo es de Dios. También el
error y la culpa se integran en la historia de la salvación. A veces da
la impresión de que el pecado, más aún que la gracia, es el principal
motor de la historia; de hecho el mal es más visible que el bien. Pero
el error y el pecado Dios los hace redundar en el cumplimiento de su
voluntad, en línea torcida que termina en el designio de Dios. Cada
época está ligada a Dios, cada generación está equidistante de la
eternidad (L. Ranke).
Si la misión de la Iglesia es transmitir al mundo la salvación del
Evangelio, recorriendo su historia no podemos limitarnos a la mera
relación de algunos hechos externos, sino que es preciso llegar a lo más
hondo de las actuaciones cristianas a lo largo de los siglos. El objeto
de la historia de la Iglesia es "la indagación y exposición del curso
real del cristianismo como se manifiesta en su organización visible a
través de los tiempos, en toda la amplitud de su campo de acción y en
todos los órdenes de la vida" (Alberto Ehrhard).
Esta es la historia de la Iglesia, de los cristianos en el mundo. Por
ello habrá que evocar de alguna manera ese mundo en el que viven los
cristianos, con breves alusiones a los acontecimientos políticos,
sociales y económicos, que forman el marco en el que vivió la Iglesia.
Para revivir el pasado de la Iglesia actual nos fijaremos en las huellas
que la Iglesia ha dejado de su paso por el tiempo y el espacio:
edificios, templos, baptisterios, obras de arte, estatuas, frescos. La
arqueología sigue revelándonos cada día nuevas huellas de la vida de los
cristianos, que nos han precedido. Y con estas huellas están los textos
escritos, que nos han dejado los cristianos, como testimonio de su
pensar y de su vida.
2. Etapas de la historia de la Iglesia
La historia de la Iglesia se suele dividir en tres grandes secciones: la
Antigüedad cristiana, la Edad Media y la Edad Moderna. Pero hay que
advertir que en la historia, como en toda vida, nunca una época acaba
completamente y al punto se inicia otra nueva, separada del todo de la
anterior. En la época que llega a su fin, y partiendo de ella, se
desarrollan gérmenes que se convierten en factores determinantes de la
nueva época. Así las épocas se entrecruzan. La expresión Edad Media es
una etiqueta que se mantiene rutinariamente para la etapa de la
historia que estudiamos. En realidad, cualquier época es sólo una "edad
media", un período de transición entre el pasado y el futuro. Pero
llamaremos así al período de transición entre la agonía de la
civilización mediterránea clásica y la gestación de la civilización
europea moderna.
a) La edad antigua corre desde el s. I al s. V (o VII) y se caracteriza
por la primera difusión y por las formas de vida que asume la Iglesia en
el mundo helenístico-romano. Lo más sobresaliente es el principio de
unidad interna y externa que en esta época presenta la Iglesia. Con esta
unidad sobrepasa los límites del suelo nativo de Judea y se difunde por
el Imperio hasta los confines de Oriente, aunque no sea reconocida por
el poder civil y sea perseguida por él hasta los tiempos de Constantino
el Grande.
Desde el s. IV aparece ya como Iglesia del Estado. Su organización
metropolitana se apoya en las regiones en las que estaba dividido el
Imperio; los concilios ecuménicos llevan el sello de concilios
imperiales y la posición preeminente del obispo de Roma mantiene la
comunión con los patriarcas orientales.
Con los apologistas griegos del s. II, el cristianismo entra en contacto
con la cultura y religión helenístico-romana oriental, se sirve de la
filosofía griega para la formulación del dogma trinitario y
cristológico en los cuatro primeros concilios ecuménicos y adopta formas
de expresión clásicas en el culto y en el arte.
A continuación, como consecuencia de las controversias
cristológicas de los siglos IV y V, las Iglesia nacionales que nacen más
allá de los confines orientales del Imperio se separan de la Iglesia de
Bizancio, mientras que en Occidente los nuevos reinos germano-cristianos
se constituyen, unos en la observancia arriana (ostrogodos y visigodos)
y otros en la católico-romana (francos y anglosajones).
La organización eclesiástica, específicamente romana, de San Gregorio Magno y la invasión árabe del s. VII son ya expresión de un nuevo período: languidecen o desaparecen las florecientes Iglesias de Siria y del Africa septentrional, y Bizancio se va distanciando cada vez más del Occidente cristiano.
b) Durante la Edad Media (s. V-XIV) la Iglesia aparece como un principio
vital de la comunidad de pueblos europeos, en los que predomina la idea
de cristiandad y la unión del Imperio y el Pontificado. Mientras la
Iglesia griega se concentra en la conservación del patrimonio cristiano
primitivo, en Occidente la fe católica romana es acogida por los
germanos y se dan los primeros pasos para la alianza entre la Iglesia y
el Estado. Esto ayuda a la compenetración del espíritu cristiano con la
comunidad de los nuevos pueblos europeos y la trasmisión a éstos del
legado cultural antiguo (renacimiento carolingio y otoniano).
La gran migración de los pueblos en los siglos IV, V y VI hace
derrumbarse el marco en que se había desenvuelto hasta entonces la
historia de la Iglesia, en el antiguo Imperio Romano. Estos hechos
reducen -con el retroceso de los límites del Imperio- y amplían a la
vez el escenario de la historia de la Iglesia y, sobre todo, hacen
entrar en la escena de la historia universal como factores activos a
pueblos enteramente nuevos, brindando a la semilla de la Palabra de Dios
una tierra diferente: los jóvenes pueblos germánicos de Europa central
y Escandinavia y, más tarde, los eslavos de los Balcanes, Rusia y
Polonia. La maduración de estos pueblos nuevos en estrecho contacto con
la Iglesia (y también en múltiples tensiones con ella) llena la historia
de la Edad Media. El avance del Islam desde el Sureste y luego su
dominio del Mediterráneo hizo más profunda la disolución de la unidad
del Imperio Romano.
El Medioevo nace de la fusión del elemento romano con el germánico; no
es el ocaso de una vieja cultura, sino el principio de una nueva
civilización. Se puede afirmar que la Iglesia y los pueblos germánicos
crecen juntos hasta formar, en una compenetración recíproca cada vez
más íntima, esa realidad cristiana que llamamos occidente cristiano
medieval: Europa es cristiana desde sus raíces. Por efecto de una vida
interna muy floreciente (monacato, liturgia, arte, teología, derecho y
piedad popular), la Iglesia se dedica con gran dinamismo al campo de la
vida exterior. Los siglos V, VI y VII fueron de transición, durante
ellos la vida siguió las leyes de la antigua civilización romana. En el
siglo VIII la Iglesia vuelve sus ojos hacia la cultura y la integra
completamente en la vida cristiano-eclesiástica; pasan a primer plano
los problemas de política eclesiástica, esto es, las cuestiones
relativas a su constitución, así como los referentes a las relaciones
entre la Iglesia y el Estado.
Cuando llegan la grandes invasiones, aquellos pueblos que invaden Europa
entran en contacto con una cultura superior, a la que, lejos de
destruirla, aportan elementos nuevos, que dan lugar a cambios
fundamentales. El campo se impone a la ciudad, la cultura agraria y
feudalística a la civilización marítima mediterránea.
La joven Europa, que está naciendo, se nutre de lo que había quedado de
la civilización romana: el derecho, la lengua, las instituciones y hasta
la moneda; y de los elementos germanos: la idea de monarquía, nuevo
concepto de la familia, sentido del honor, el vasallaje, la caballería
y la cruzada...; y de la base moral del cristianismo, que funde a unos y
otros en una misma fe comunitaria, les ofrece idénticos principios de
moral y procura, a pesar de sus deficiencias, la reforma de costumbres.
En el orden feudal, que la Iglesia encuentra organizado, domina la
monarquía teocrática, un cesarismo a la antigua usanza bajo el "dominio
de los laicos". Sólo a partir del s. XI el papado alcanza la hegemonía
y la curia romana se convierte en el instrumento eficaz para conseguir
un gobierno más centralizado de la Iglesia.
Aparecen entonces movimientos contestatarios que claman contra el poder
temporal de los papas y contra la riqueza de los eclesiásticos. Se habla
mucho de desprendimiento y de pobreza evangélica. La piedad se vuelve
más individualista y subjetiva; la escolástica y la canonística esbozan
un sistema de pensamiento cristiano y de ordenamiento eclesiástico, que
será perfeccionado después en las universidades. Las órdenes mendicantes
del s. XIII recogen la idea de la pobreza y se dedican preferentemente a
la acción pastoral.
Otros hechos configuran el último período de la Edad Media. Mientras en
Occidente proliferan los estudios y las universidades, y las cruzadas
alargan el campo visual europeo, la anexión de Rusia por Bizancio y el
cisma oriental acrecientan el aislamiento de la Iglesia de Roma. Sólo
la invasión mongólica hace posible una ruptura temporal del cinturón
islámico y las tentativas misioneras en el Extremo Oriente.
Así el mundo moderno, que se abre con el Renacimiento, el humanismo y el
ascenso de los Estados nacionales, hace que la Iglesia conozca un largo
período de reformas - a la vez que la Reforma protestante- y se abra a una
acción misionera ya a escala moderna y organizada.
Son diez siglos, mil años de vida de la Iglesia, los que engloban el período
conocido como Edad Media. Es la época de las catedrales, las cruzadas,
luchas contra el Islam...es la época de la cristiandad, de la formación de
la civilización europea basada en el cristianismo. Es el tiempo de la
Evangelización de los países eslavos por Cirilo y Metodio...