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Historia de la Iglesia Edad Media: IX. OCASO DE LA EDAD MEDIA

 

Emiliano Jiménez

Páginas relacionadas 

 

1. De la universalidad al nacionalismo

2. El exilio de Aviñón

3. El cisma de Occidente

4. Conciliarismo

5. Herejías de Wiclef y Hus

6. Clamor de Reforma y el Renacimiento

 

Historia de la Eda Media

 

 

Ya al comienzo del siglo XIV, los hombres se dan cuenta de que algo está cambiando en el modo de entender la vida, el arte, la literatura, la política, la teología y hasta la piedad. Dante escribe un libro, cuyo título es significativo: Vita nuova. Es decir, se está ya gestando una vida nueva, una Edad nueva. La edad Media llega a su ocaso. Se está derrumbando el edificio que la unidad Iglesia-Estado ha construido, la universalidad que los teólogos y universidades han levantado en sus sumas, la piedad común que las órdenes y el pueblo han admirado y, de algún modo, vivido. El ámbito unitario de Occidente se abre y rompe con las nuevas rutas del comercio y los descubrimientos de nuevas tierras por españoles y portugueses. La cristiandad pierde por un momento hasta su centro geográfico de unidad: el Papa deja Roma por Aviñón. El Imperio se divide con el nacimiento de los nuevos estados nacionales. El mismo poder unitario y universal de la Iglesia es contestado por las herejías antieclesiales de Wiclef y de Hus. Y, desde dentro de la misma Iglesia, por todas partes surge un clamor de reforma, de vida nueva en la Cabeza y en los miembros. Es hasta el grito de los concilios de la época. Todos estos brotes culminarán en el humanismo del Renacimiento, que caracterizará la Edad Moderna.

Historia de la Iglelsia Edad Media: Nacionalismo

 

A) DE LA UNIVERSALIDAD AL NACIONALISMO

La Edad Media fue la época del universalismo, representado en el Imperio universal y en el Papado. Pero al final, surgen un conjunto de fuerzas disgregadoras, que buscan fines individualis­tas. La unidad lograda de los pueblos germanos no fue tan profunda como para que se eliminara la división, que ahora brota en forma de nacionalismo, que condujo a la formación de los Estados nacionales. Y con ellos se volvió a las diferentes formas, que habían sido superadas, de las iglesias territoriales, ahora en forma de iglesias nacionales. Aunque el Papado intentó seguir afirmando sus aspiraciones universalistas en lo político-eclesiástico, en realidad no consigue esa universalidad princi­palmente por su dependencia de Francia (exilio de Aviñón) y, más tarde, por las aspiraciones dinásticas en el mismo Estado pontificio.

A principios del siglo XIV, filosofía y teología dan un giro en redondo. De manera general este giro se caracteriza por la disolución del universalismo y objetivismo, que habían hallado su expresión grandiosa en las sumas de la Escolástica. A las síntesis filosóficas y teológicas sucedió la investigación crítica de los problemas particulares. Si hasta entonces se había reducido todo a lo universal, del que participan las cosas particulares, el interés se dirige ahora a cada cosa concreta, que es inmediatamente cognoscible, sin necesidad de dar el rodeo de lo universal para llegar a ella. Se recalca fuertemente lo individual, y el sujeto cognoscente se hace a sí mismo objeto de su conocimiento.

En el campo intelectual y en el espiritual se impuso, pues, cada vez con más fuerza el juicio personal, subjetivo, del individuo. Es el punto disgregador de la última escolástica y también de los movimientos espirituales incontrolados (ambos aspectos culminarán en el Protestantismo). Frente al clericalismo irán surgiendo fuerzas independientes de espiritualidad desliga­das del control de la jerarquía. Todas estas conmociones de la conciencia nacional que despierta, de la crítica subjetiva, de la seculari­zación como reacción a la clericalización y fruto de la expansión del comercio y de la nueva burguesía que se está formando, llevan a una especie de democracia ideológica y popular que no sólo penetraron en el pueblo cristiano, sino también en la misma jerarquía de la Iglesia. Podemos enumerar algunas expresiones de esta nueva situación.

El Papado de Aviñón dependiente de la Francia nacional; los Papas del cisma de Occidente que se excomulgan unos a otros, rompiendo la unidad de la Iglesia; la Escolástica tardía manifestó la disolución de la armonía entre fe y razón, al mismo tiempo que defendió la crítica subjetiva; en la misma línea actúan los movimientos heréticos nacionales de Inglaterra y de Bohemia. Los mismos concilios, con su teoría conciliar, rompen la comunión con el Papa. Todos estos fenómenos manifiestan cómo las ideas disgregadoras lograron penetrar incluso en el interior de la Iglesia.

 

Historia de la Iglelsia Edad Media:  Exilio en Avignon

B) EXILIO DE AVIÑON

Desde los tiempos de Gregorio VII la evolución del Papado medieval se había centrado en la idea de poder, que se expresó en la fórmula de los canonistas del siglo XIII reconociendo el poder absoluto de los papas sobre lo terreno. Este concepto del poder absoluto político-eclesiástico del Papa se elaboró de acuerdo con la idea de que el Imperio occidental era un feudo pontificio. La fundamentación bíblica se estableció a base de la interpretación alegórica de varios textos como el de "las dos espadas" (Lc 22,38), "yo te coloco sobre pueblos y reinos" (Jr 1,10), "el hombre espiritual todo lo juzga, pero no es juzgado por nadie" (1Cor 2,15)...

Resumiendo las diversas etapas de la historia del Papado en relación al poder temporal, podemos señalar que desde el año 800 al 1046 el Papado sufre una fuerte dependencia del Imperio; desde 1046 hasta 1215, después de una dura lucha por la indepen­dencia, el Papado consigue una cierta supremacía política sobre el Imperio, al menos en teoría y en cierta medida en la práctica; pero desde 1215 las afirmaciones teóricas de la autoridad política del Papado y de su superioridad sobre el Imperio son más radicales y absolutas que nunca, pero en la práctica la autoridad real del Papado disminuye cada vez más.

El poder absoluto del Papado, proclamado y pretendido por los Papas, suscitó una lucha cada vez más virulen­ta. Y fue puesto en tela de juicio con la elección y renuncia a los cinco meses del Papa Celestino V. Era un caso único en la historia de la Iglesia. La impresión causada por esta renuncia voluntaria fue enorme. ¿Era compatible con los fundamentos teocráticos de la plenitud de poderes? De no ser posible la renuncia, el nuevo Papa elegido, Bonifacio VIII (1294-1303), no ocupaba legítimamente la sede pontificia. En las luchas entre Bonifacio VIII y Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, éste lo defenderá así.

Felipe IV representó el apogeo de la monarquía francesa y Bonifacio VIII fue el último Papa representante de la soberanía pontificia específicamente medieval. Entre ellos se va a jugar la más dura batalla entre el Imperium y el Papado. Entre los nacientes poderes políticos particulares no había ninguno tan avanzado como Francia, cuya consolidación nacional se manifestó en la acentua­ción del poder central en la persona del rey. Los Papas habían buscado amparo en Francia y, por ello, había aumentado considera­blemente el número de franceses en el colegio cardenalicio. Esto hizo que el Papado entrara en peligrosa dependencia del poder francés. El enfrentamiento de Bonifacio VIII con la Francia "nacional" de Felipe IV fue una derrota no sólo personal del Papa, sino que significó la derrota de la tesis por él defendida del dominio universal del Papado.

La celebración del primer Año jubilar fue una impresionante demostración de la plenitud de poder del Papa sobre el mundo. Pero fue sólo eso: una manifestación, que duró lo que duró el Año jubilar. En el colegio cardenalicio, Bonifacio se enfrentó con la fuerte oposición de los cardenales Colonna (tío y sobrino). Bajo la dirección de estos, una minoría de cardenales quiso anular la elección de Bonifacio VIII. Este enfrentamiento interno tuvo repercusiones políticos en el exterior. Los miembros de la familia Colonna pidieron un concilio general. Bonifacio los excumulgó. Entonces los Colonna se refugiaron en Francia.

Felipe IV, hombre sin escrúpulos, frío y calculador, a quien lo único que le interesaba era el poder nacional, se opuso al Papa, y sus legistas redactaron el programa de la nueva autoridad estatal, independiente de la Iglesia. Felipe IV, apoyado en estos juristas y en algunos teólogos opuestos al Papa, rechazará diversas imposiciones de Bonifacio VIII, argumentando que el gobierno de su reino en los asuntos temporales es exclusivamente de su incumbencia y que en ello no reconocía a nadie como superior suyo.[1] De conflicto en conflicto entre los dos, el Papa, en su ofensiva, en 1303 escribió la bula Unam sanctam, en la que se establecía que el rey debía ser excomulgado en Anagni el día de la Natividad de María y sus súbditos declarados exentos del juramento de fidelidad. Pero un día antes irrumpieron en Anagni mercenarios franceses que, en una escena vergonzosa, cogieron prisionero al Papa para ser llevado a Francia y ser juzgado allí. Los encargados de la bofetada de Anagni fueron el canciller francés Nogaret y Sciarra Colonna. El papado quedó profundamente humillado, aunque el Papa pudo ser liberado por los italianos y entrar solemnemente en Roma, donde a las cinco semanas murió.

Felipe el Hermoso no quedó satisfecho con su victoria. Quiso un reconocimiento oficial de sus ideas: la Iglesia, su suprema representación en el Concilio y su supremo jefe, el Papa, debían hacer constar que su proceder había sido justo y, al mismo tiempo, condenar al difunto Papa Bonifacio VIII. El sucesor de Bonifacio VIII, Benedicto XI (1303-1304), hombre espiritual, aunque trató de defender la memoria de Bonifacio VIII, fue muy condescendiente con las exigencias del rey francés, revocó los decretos de su predecesor, absolvió al rey de la excomunión, sobreseyó las severas condenas contra la familia Colonna, pero excomulgó nominalmente a Nogaret y a Sciarra Colonna, autores del atentado sacrílego de Anagni.

Tampoco esta vez quedó satisfecha la ambición de Felipe IV: el papado debía estar en permanente dependencia de Francia. Y hasta esto logró. Tras una sede vacante de once meses, fue elegido Papa Clemente V (1305-1314), un hombre débil, de nacionalidad francesa, anterior arzobispo de Burdeos. Felipe logró de él no sólo que asistiera a su coronación en Lyón, sino también que trasladara su residencia de Roma a Francia. Al elegirlo en Perugia, donde se celebró el cónclave, los cardenales lo invitaron a que fuera a Roma para la coronación, pero él lo rechazó por las continuas revueltas de los romanos y mandó a los cardenales que se presentaran en Lyón para coronarlo allí. Después de estar durante cuatro años pasando de ciudad en ciudad -Burdeos, Lyón, Poitiers, Toulouse-, desde el año 1309 Clemente V fijó su residencia en Aviñón. Con Clemente V aumentó considera­ble­mente el número de los cardenales france­ses, que llegaron a tener la mayoría de los dos tercios. Felipe el Hermoso, el gran enemigo de Bonifacio VIII logró que Clemente V, enfermizo y débil de carácter, rehabilitase a los autores del atentado de Anagni, rebocase para Francia la Bula Unam Sanctam y hasta abriera un proceso contra el Papa Bonifacio, que logró más tarde suspender pero a costa de la supresión de los Templarios, cuyas inmensas riquezas ambicionaba Felipe el Hermoso.[2]

También el sucesor de Clemente V, Juan XXII (1316-1334), elegido después de dos años de orfandad en el solio pontificio, hombre erudito y enérgico, pero como buen francés se dejó influir por los intereses de la política francesa y determinó residir en Aviñón. Y su sucesor, Benedicto XII (1334-1342), aunque al principio pensó en regresar a Roma, ante los desórdenes allí reinantes renunció a ello y construyó en Aviñón el palacio de los papas. Como cisterciense que era, fue austero en su vida y en su corte. Reformó la curia pontificia mandando a sus diócesis a muchos de los clérigos que merodeaban por la curia de Aviñón a la expectativa de algún beneficio eclesiástico.

El reverso de la medalla fue su sucesor, Clemente VI (1342-1352), abad benedicti­no y obispo francés, amante del lujo y del boato. Clemente VI fue una clara expresión de la crisis de la Iglesia durante la cautividad del Papado en Aviñón. La atmósfera mundana de su vida puede verse incluso hoy contem­plando los frescos murales de sus habitaciones en el palacio papal de Aviñón.[3] El fue quien compró la ciudad de Aviñón para la Santa Sede a la reina Juana de Nápoles. En la curia de Aviñón se desarro­lló una economía financiera impropia de eclesiásticos, que perjudicó gravemente a la Iglesia. A ella se unió frecuente­mente la simonía y el desmedido nepotismo de los papas. Y más culpables que los papas,  -alguno intentó oponerse a tantas inmoralidades- fueron los curiales, que vivían de la curia pontificia.[4] El aparato adminis­trativo, sin más interés que el comercial, aumentó considera­ble­mente. Para todos los cargos eclesiales se impuso cada vez más esta convicción: el oficio es el beneficio. Por ello, se perseguía el oficio por el beneficio que proporcionaba.

No es necesario descender a más detalles, no por ocultar nada, sino por no alargar más este punto. Para un cristiano , que acepta a la Iglesia como madre, los males le demuestran que la Santa Iglesia, como se anuncia en el evangelio, es también una Iglesia de pecadores. La posterior superación de estos males nos permite reconocer lo imperecedero de la Iglesia. Su esencia es divina y ha permanecida intacta en medio de la corrupción. Para San Bernardo, San Francisco, Santa Brígida de Suecia, Santa Catalina de Siena los abusos, que se daban en la Iglesia y que ellos censuraron como nadie, no disminuyeron, sino que inflamaron su fidelidad a la Madre Iglesia. Ellos iniciaron la reforma en sí mismos y, al censurar la corrupción, no querían nada para ellos, sino que estaban impregnados del celo misionero del Evangelio.

Tras Clemente VI fue elegido Inocencio VI (1352-1362), hombre sencillo y pacífico, bastante contrario a su predecesor. Expulsó de nuevo a los clérigos, que habían invadido Aviñón. Prohibió además que los clérigos poseyeran más de un beneficio. Por medio del cardenal español Gil de Albornoz devolvió la paz a los Estados de la Iglesia, que se hallaba en una difícil situación por las revueltas de Cola di Rienzo. Durante este pontificado, Carlos IV fue coronado en Roma por un legado pontificio y, con ocasión de ello, publicó la célebre Bula de Oro, en las que fija las relaciones entre el Papado y el Imperio, haciendo depender la elección imperial de la mayoría de votos y no del Papa.

A Clemente VI le sucedió Urbano V (1362-1370), benedictino, que reformó la curia, dando sabias disposiciones contra la simonía. Regresó a Roma, pero no correspondió a los deseos de los romanos, que deseaban que se quedara allí. De nuevo regresó a Aviñón, donde murió a los pocos meses. Es considerado como beato.

 Siete papas, durante setenta años, residieron en Aviñón, todos ellos franceses y, con la excepción de Benedicto XII e Inocencio VI, los demás fueron propiamente "obispos de la corte de Francia" o como se ha dicho "simples capellanes del rey de Francia". Este tiempo fue un duro golpe tanto para la fuerza interna como para el prestigio externo del papado. La presión del monarca francés logró que los papas nombrasen para supremo senado de la Iglesia una mayoría de cardenales franceses, que se enseñorearon del papado; es lo que se ha llamado el afrancesa­miento de la Santa Sede. El ideal de la libertad de la Iglesia, que se había tardado siglos en obtener, acabó en la mayor dependencia. Ingleses, en guerra con Francia, italianos y alemanes protestaban por la pérdida de la universalidad del Papado. El Papado, con su sumisión y, a veces, servilismo al ambicioso rey francés, fue perdiendo su autoridad.

Historia de la Iglelsia Edad Media: Cisma de Occidente

 

        C) CISMA DE OCCIDENTE

El ardiente deseo de la cristiandad de que el Papa regresara a Roma se vio, finalmente, realizado con Gregorio XI que, movido por las oraciones de Santa Catalina de Siena y otros personajes ilustres y, sobre todo, por la necesidad de la Iglesia y de su Estado, en 1377 devolvió a Roma definitivamente la Sede Pontifi­cia. Pero Gregorio XI murió a los dieciocho meses de su regreso a Roma. Los cardenales presentes en Roma para la elección del nuevo Papa eran en su mayoría franceses. El temor de que eligieran a un Papa favorable al retorno a Aviñón hizo que los romanos se reunieran en torno al Vaticano, repitiendo durante el Cónclave: "Romano lo volemo, Romano lo volemo o almeno italiano, se non che tutti vi uccideremo". Y la prueba de que no eran meras palabras fue su irrupción violenta en el palacio del Cónclave. Los cardenales, aterrorizados, eligieron al italiano Urbano VI (1378-1389), de rigurosa moralidad personal, celoso de la reforma de la Iglesia, contrario al sistema aviñonés y gran impugnador de la simonía. 

Pero, con estos deseos, Urbano VI poseía también el deseo de mantener la idea del poder absoluto del papa. De aquí que fracasara en su impetuosa ambición de poder político y en sus exigencias de reforma de los cardenales.[5] En muy poco tiempo Urbano VI, con su brusco temperamento, se enajenó las voluntades de los cardenales, que le habían reconocido públicamente como Papa. Los cardenales france­ses, el partido aviñonés, eran muy potentes. Y como estaban irritados con las diatribas del Papa, elegido no muy canónicamen­te, declara­ron nula su elección y en el mismo año 1378 nombraron al antipapa Clemente VII (1378-1394), emparentado con la casa real francesa. Bajo escolta militar, Clemente marchó a Aviñón, donde se habían quedado algunos cardenales y parte de las autoridades curiales. Reorganizó la curia y nombró nuevos cardenales. Algunos cardena­les más se separaron de Roma y se pusieron de su lado. Así surgió el cisma de Occidente. Dos Papas estaban ya uno frente a otro.

A su muerte, ambos Papas tuvieron sucesores. La cristiandad se dividió en dos obediencias papales prácticamente iguales, una romana y otra aviñonesa. La decisión de cada uno de los países a favor de uno u otro papa se hizo más por motivos políticos que eclesiales. Del lado de Aviñón estaban el monarca francés, Saboya, Escocia, Nápoles, Navarra, Aragón, Castilla, partes del oeste y noroeste de Alemania y casi todos los territorios de los Habsburgo. La Sorbona, dada su estructura internacional, permaneció del lado de Urbano hasta que el rey de Francia les obligó a aceptar Aviñón. Con Roma estaban: el Estado Pontificio, el norte de Italia, la mayor parte del Imperio, Inglaterra, Dinamarca, Noruega. Pero dentro de estas preferencias nacionales se dieron inmensas escisiones. Hasta en el seno de los obispados, abadías, parroquias e incluso familias se enfrentaban los partidarios de ambos papas. La confusión fue indescriptible y hubo no pocas dudas de conciencia, porque al final nadie sabía quién era el papa legítimo. San Vicente Ferrer, por ejemplo, se adhirió al papa de Aviñón y Santa Catalina a Urbano.

A pesar del deseo de volver a la unidad, que rápidamente creció por todas partes, algunos de estos papas, especialmente Bonifacio IX (1389-1404), no hicieron nada por lograrlo. Antes bien los dos papas, el de Roma y el de Aviñón, se conformaron con excomulgarse mutuamente. La Iglesia parecía que iba a dividirse en dos, pero la Iglesia, a la que Jesucristo no abandonó, logró superar la crisis más pesada que nunca antes en sus más de mil años había sufrido.

En esta situación dentro de la Iglesia se suscitó un auténtico anhelo de unidad y un deseo de verdadera reforma de la Iglesia, en la Cabeza y en los miembros. Desde la universidad de París se insistía en la necesidad de un Concilio general, como suprema instancia de la Iglesia, para lograr la unidad. Como la situación con Benedicto XIII (Pedro Luna 1394-1417) y con el papa romano Gregorio XII (1406-1415) se hacía insoportable y la obstinación de los papas cada vez era más escandalosa, los dos partidos de los cardenales acabaron reuniéndose en Livorno y decretaron un Concilio General en Pisa. Este concilio (1409)[6] resolvió el problema de la unidad del papado deponiendo como cismáticos y herejes a los dos papas reinantes y eligiendo a Alejandro V (1409-1410), de origen griego, esperando de este modo prestar también un servicio a la causa de la reunificación con la Iglesia griega. Pero ni Gregorio XII ni Benedicto XIII cedieron, con lo que en vez de dos, hubo tres papas, residentes en Roma, Aviñón y Bolonia.

Junto al lago de Constanza, gracias al rey de Alemania Segismundo, se reunió un nuevo Concilio General, llamado de Constanza (1414-1418), que fue uno de los concilios más brillan­tes de la historia de la Iglesia y una verdadera expresión del Occidente cristiano. El Concilio se propuso como tareas la unidad y la reforma de la Iglesia. El concilio no logró nada en cuanto a la reforma de la Iglesia, pero sí en el punto de la unidad. El Concilio depuso a Juan XXIII y a Benedicto XIII y, Gregorio XII (de Roma) se retiró voluntariamen­te. Entonces se eligió al cardenal Otón Colonna, que tomó el nombre de Martín V (1417-1431).

El Concilio de Constanza, en su quinta sesión, había proclamado el principio de la superioridad del concilio sobre el papa. Es la teoría conciliar: "El sínodo de Constanza, como legítimo concilio general, recibe su poder inmediatamente de Dios y todo el mundo, incluso el papa, está obligado a obedecerle". Entonces, sin duda, obraron así por la necesidad del momento, pero sentaron un principio erróneo, que contradice la estructura de la Iglesia, tal como Cristo la fundó sobre Pedro. Cuando el Papa Martín V dio su confirmación a los decretos del concilio, eliminó esa frase. Se dio cuenta de los peligros del conciliaris­mo. Martín V es el último papa claramente medieval. Su sucesor Eugenio IV (1431-1447), un ermitaño de San Agustín, debido a sus diez años de residencia en Florencia, mantuvo vivo contacto con la cultura del Renacimiento, que por entonces ya había florecido allí. Con él entró el renacimiento en Roma. Con su sucesor, Nicolás V (1447-1455) entramos de lleno en la época del Renaci­miento. En su pontificado cayó Constantinopla, fecha máxima del final de la Edad Media.

 

Historia de la Iglelsia Edad Media:  Conciliarismo

 

D) CONCILIARISMO

Las ideas de los valdenses, de los apocalípticos y, sobre todo, de los franciscanos extremistas o fraticelli, con sus sueños fantásticos en torno a la próxima era de los monjes, y las luchas en torno a la pobreza de Cristo, fueron creando un ambiente de rebeldía y abierta oposición al Papa durante todo el siglo XIV.

La impugnación del primado del Papa, hecha por el poder político, favorecida por la actuación del papado en el período del cisma de Occidente, se fue plasmando en los escritos de los juristas y teólogos. Su desarrollo científico quedó plasmado tanto en los escritos polémicos político-sociales de Ockam, como en el famoso escrito de Marsilio de Padua y Juan de Jandún: Defensor pacis. Este libro defendía no solamente la legítima idea de un Estado independiente, sino también el poder absoluto del Estado incluso en cuestiones eclesiásticas; e igualmente, no sólo defendía la inmediata procedencia divina del Obispo, sino que los obispos tienen el mismo poder directo de Cristo que el Papa y que el Concilio ecuménico es la suprema instancia de la Iglesia. Este libro es el germen y base del conciliarismo.[7] En definitiva, Marsilio de Padua defiende la democratización de la Iglesia. El Papa recibiría el poder de la universalidad de los fieles y, por tanto, éste debe estar sujeto al Concilio que representa a toda la Iglesia.

Desde el punto de los canonistas y de los teólogos, el conciliarismo se fundaba en la posibilidad de herejía de los Papas. El Papa, argumentaban, no puede ser juzgado por nadie sino en caso de herejía. Ahora bien, únicamente el Concilio universal puede decidir si un Papa es o no hereje. Desde esta perspectiva el Concilio es superior al Papa.

En los innumerables escritos, que trataron la desastrosa situación de la Iglesia durante el cisma de Occidente y de la necesidad de una reforma en la Cabeza y en los miembros, afloraba más y más la idea del Defensor pacis de que un concilio general, como suprema instancia de la Iglesia, era la única solución. Esta idea se actuó, aunque fuera bien intencionada, en el concilio de Constanza. La teoría conciliar estaba inficionada de conceptos nacionalistas y democráticos, que subrepticiamente se iban introduciendo en la organización interna de la Iglesia, modifi­cando su estructura jerárquica. No se trataba de dar importancia a la colegialidad de los Obispos, sino que se trataba de negar el primado de Pedro. Y la Iglesia no es un parlamento donde gobierna la mayoría.

 Historia de la Iglelsia Edad Media: Wyclef     Historia de la Iglelsia Edad Media:  Hus

 E) HEREJIAS DE WICLEF Y HUS

Si bien el cisma de Occidente no significó la ruptura de la unidad de la Iglesia sacramental, visible y jerárquicamente estructurada bajo la cabeza suprema del Papa, sin embargo la unidad de la Iglesia se vio grandemente amenazada y debilitada. Incluso los santos se vieron confundidos sin saber dónde estaba la verdadera Iglesia, cuál era la verdadera cabeza, si el Papa de Aviñón o el de Roma.

En medio de esta confusión, en el campo de la teología, nos encontramos con las teorías de Ockam y de Marsilio de Padua, que sembraron la semilla de las herejías de los dos eclesiásticos precursores de la Reforma Protestante: Juan Wiclef en Inglaterra y Juan Hus en Bohemia. Una nota distintiva, como signo de los tiempos, era su colorido nacional, especial­mente en Hus. Pero lo decisivo era su contenido y, como se presentaba bajo forma espiritual y bíblica, daban la sensación de seriedad religiosa en sus críticas a la jerarquía.

La oposición, desatada en Inglaterra contra la intervención de Inocencio III en los bienes de la Iglesia inglesa, creció en el siglo XIV con el aumento de la conciencia nacional-inglesa y con los grandes gastos que la Guerra de los Cien Años supuso para el país, además de la desconfianza ante los papas franceses de Aviñón. En 1366 el Parlamento retiró al Papa el impuesto feudal. A esta oposición anticlerical y antirromana el predicador y profesor Juan Wiclef (+1384) le dio una base científica. Wiclef hizo suya la exigencia de interiorización religiosa de la Iglesia y de sus jefes. Para él, el poder temporal y las riquezas son una ruina para la Iglesia. El Estado debe incautarse de las posesio­nes eclesiásticas. Con ello, las tendencias nacionalistas de la Iglesia de Inglaterra encontraron en él un ferviente defensor y propagandis­ta. Enseñó que el Estado puede juzgar a la Iglesia. Esta crítica, al principio más bien político-eclesial, le condujo poco a poco a un concepto teológico erróneo respecto a la Iglesia: la Iglesia es invisible y su única Cabeza es Jesucristo. La Iglesia no la compone la sociedad visible -jerarquía y fieles- sino la sociedad invisible de los predestinados. Con este error se desprendie­ron otros: El destino eterno de la humanidad está fijado por la predestinación divina; los hombres ya están predestinados al cielo o al infierno, por tanto, no hacen falta ni el monacato ni las indulgencias, ni la confesión; la excomu­nión del Papa sólo afecta a aquel que ya ha sido excomulgado por Dios. La Biblia es la única fuente de la fe, con ella basta. El celibato sacerdotal y monacal lo consideró como inmoral y nocivo para la Iglesia.

Wiclef destruyó el concepto de sacramento, rechazó el sacerdocio y acabó negando la transubstanciación: pan y vino se convierten sólo espiritualmente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La Iglesia no puede de ninguna manera influir (con las misas por los difuntos) en el más allá. El celibato, "que no es bíblico", las indulgencias, la confesión, la veneración de los santos, reliquias e imágenes, junto con las peregrinaciones, no son cristianos. Todos los impuestos que percibe la curia son simonía. El papado es innecesario, más aún, es cosa de anticris­to.[8]

Estos conceptos dogmáticos guardaban una íntima relación con las reivindicaciones económicas nacionales. Esto le proporcionó una gran éxito. La crítica de Wiclef al régimen de beneficios de la curia pasó de este punto de vista práctico y concreto a la impugnación dogmática. La predicación de Wiclef halló amplio eco en todos los estratos de la población, incluso entre la nobleza y en la corte. Aunque sus doctrinas fueron condenadas por Roma y también en la misma Inglaterra, él personalmente no fue molestado, sólo después de muerto, en 1427, sus huesos fueron desenterrados y quemados.

También en Bohemia, en el siglo XIV, la vida nacional había alcanzado un alto nivel, tanto política como culturalmente. En la cuestión de la reforma de la Iglesia, la conciencia nacional checa, de la mano de Juan Hus tuvo repercusiones similares a las de Wiclef en Inglaterra. La vida entera de Hus estuvo estrecha­mente vinculada a Praga y muy en especial a su universidad. En ella realizó sus estudios y en ella fue profesor, predicador y rector. En 1403 en la universidad protestó contra la condena de cuarenta y cinco tesis de Wiclef, promovida por la universidad alemana. Pero ya en la gran capilla de "Belén", fundada para la predicación checa, Hus, elocuente y enérgico predicador de la reforma, había atacado duramente al clero, por la riqueza y vida poco espiritual de los prelados alemanes, teniendo un gran eco entre los oyentes. A pesar de la excomunión del Arzobispo y, luego, del Papa Juan XXIII, Hus siguió predicando y atacando al Papa. Sólo la gran excomunión posterior, acompañada del entredi­cho, hizo que Hus buscara amparo en el castillo de los Caballeros de Kozi-Hvadek en Tebos, donde en el año 1413 escribió su principal obra De la Iglesia. En esta obra reproduce muchas de las doctrinas de Wiclef, aunque no admitió todas sus herejías.

El rey Segismundo, que quería ser rey de Bohemia, trató de acabar con los desórdenes y la creciente división y, para ello, hizo que Hus se presentara en Costanza en el año 1414 para  "dar testimonio de Cristo y de su ley" ante el Concilio. Pero, a pesar del salvoconducto imperial, apenas llegó fue arrestado, juzgado con interrogatorios públicos durante tres días ante el emperador, condenado como hereje e, inmediatamente después, quemado. Sus cenizas fueron esparcidas en el Rin (1415).

Junto con un resto de valdenses de tiempos anteriores, la devotio moderna de los checos se integró en el movimiento de reforma husita. El fin terrible de Hus les exasperó terriblemente como exasperó a todos los bohemios. El movimiento espiritual checo, apoyado por gran parte de la nobleza, del pueblo y de la corte exigió una organización nacional de las relaciones eclesiásticas. Una de las exigencias principales fue la comunión bajo las dos especies (que se había ido perdiendo en la Iglesia a partir del siglo XII); así el cáliz de los laicos se convirtió en símbolo del movimiento espiritual checo. En el Concilio de Basilea, a los husitas moderados se les concedió la comunión bajo las dos especies, a condición de que también reconocieran la presencia real de Cristo en la sola especie del pan.

 Historia de la Iglelsia Edad Media:  Renacimiento - Reforma

F) CLAMOR DE REFORMA Y EL RENACIMIENTO

El despertar general de los pueblos de Occidente encendió el ansia de renovación eclesiástica y civil. Se reflexionó sobre los valores de la lengua popular y se dirigió la mirada a la propia historia. En los pueblos de Italia se despertó el interés por la antigua cultura de Roma, anhelando un nuevo florecimiento o renacimiento de su grandeza. Por todas partes se piensa que puede ser fecunda una mirada retrospectiva al pasado. Un sinnúmero de movimientos de la más diversa procedencia se entrecruzan, se combaten, se disuelven, pero siempre buscando algo nuevo en todos los campos del saber, -de la economía, del arte, de la teología, de la espiritualidad-, inundan todo Occidente. El terreno para el nacimiento de una nueva época y una nueva cultura estaba abundantemente abonado. Un mundo completa­mente diferente y prácticamente independiente aparece ante la Iglesia con sus reivindicaciones y con repercusio­nes en el interior mismo de la Iglesia. Dentro y fuera de la Iglesia late el mismo espíritu de reforma, de renacimiento. Desde todos los ángulos de la cristiandad se levantó un clamor incesante que pedía la reforma de la Iglesia.

Como es natural, el período de los siglos XIV y XV presenta en muchos aspectos un doble rostro. Pervive aún el Medioevo y el nuevo mundo ya puja por salir a la luz. Dante fue un ejemplo claro de este doble espíritu en Italia. Y para Alemania lo fue el cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464), gran místico, teólogo reformista, misionero predicador de jubileos, legado episcopal y pontificio, filósofo, estadista, matemático y geógrafo astrónomo. Nicolás de Cusa pasó de partidario de la teoría conciliar a defensor del papado. Profunda­mente convencido de la indestructible fuerza de la Iglesia esperó y luchó por su reforma mediante innumerables viajes, sermones, negociaciones y sínodos.

Nicolás de Cusa poseyó todo el saber de su tiempo y una genuina piedad medieval. Pero toda su actitud era la de un espíritu de los nuevos tiempos. El sujeto, y no el objeto, se convierte en el punto de partida de su filosofía y el hombre es el espejo del mundo y no el mundo el del hombre. La multiplicidad de lo real en la naturaleza y en la historia, en el saber, en la cultura y en la religión ya para él no es un adorno casual del ser, sino parte esencial del ser. Pero, hombre aún medieval, la multicidad debe estar englobada en la unidad. De ahí que su especulación se caracterice por la elaboración de la doctrina de la coincidentia oppositorum (la coincidencia de los contrarios). Desde esta coincidencia de los contrarios intenta fundamentar y reorganizar la unidad espiritual, eclesiástica y política de Occidente. No sin razón se le ha llamado el portero de la Edad Moderna. Aunque este gigante de la ciencia en todos los campos era plenamente consciente de la limitación del conocimiento humano. Y esta conciencia de su ignorancia es lo que le lleva, a través del amor y la contemplación, a Dios.

Así, pues, en el final de la Edad Media resonó con insisten­cia el clamor de la reforma, proclamado ya por Inocencio III en el Concilio de Letrán de 1215 y elegido como lema en sus luchas contra la Iglesia por Federico II. Desde dentro y desde fuera de la Iglesia, por teólogos, fundadores de órdenes religiosas y movimien­tos heréticos era deseado y proclamado este clamor de Reforma. Este fue el objetivo de los concilios de Vienne (1312), de Constanza (1414-1418) y de Basilea (1431-1438). Y como consecuencia del cisma de Occidente se redobla el clamor de reforma por medio de los grandes predicadores que recorren las ciudades anatematizando los vicios. Y es cierto que el pueblo, como siempre, necesitaba reforma, la conversión de sus pecados. Pero la reforma miraba de un modo particular al clero y a la curia romana. El clero no cumplía con su ministerio pastoral y ésta era la causa de la escasa vida cristiana de los fieles. Y si el clero no cumplía con su misión, la culpa estaba en los Obispos, que no visitaban sus diócesis y no se preocupaban mas que de cobrar las rentas de sus beneficios. Y así, se iba subiendo, hasta la curia pontificia y hasta la cabeza de la Iglesia, el Papa, que con su ejemplo inducía a los demás a descuidar las funciones pastorales, entregado como estaba a los asuntos temporales. Por todas partes se insistía en la reforma desde el vértice hasta los demás estratos de la Iglesia: "In capite et in membris".  



     [1] Lo mismo se repetirá muy pronto en Alemania, Inglate­rra...La soberanía papal del Medioevo había desaparecido.

     [2] Los Templarios tenían su punto de apoyo en Francia y constituían algo así como un reino dentro del reino francés. Esto y las riquezas acumuladas después de las Cruzadas, que les habían convertido en la entidad bancaria más fuerte de Europa, suscitaron el odio y el apetito de Felipe el Hermoso, que logró a base de calumnias infamantes su supresión y la confiscación de sus bienes.

     [3] Un mérito hay que reconocer a Clemente VI y es su actuación durante la peste negra, una de las calamidades mayores que afligieron a Europa, hasta casi diezmarla.

     [4] Los libros de cuentas de la cámara apostólica nos dan cuenta de vez en cuando de la vida alegre y despreocupada que reinaba en esta corte clerical. Los gastos están distribuidos bajo títulos como: cocina, panadería, bodegas, caballerizas, vestidos y tejidos, objetos de arte y adorno, biblioteca, construcciones, oficio del sello, sueldos, limosnería y varios.

     [5] Urbano VII no sólo reprochó a los cardenales su lujo, sino que repetidamente les insultó, sin hacer caso a los consejos de Santa Catalina, que le aconsejaba: "Dulce Padre mío, haced vuestras cosas con moderación, que el obrar sin moderación estropea más que arregla; con benevolencia y con corazón tranquilo...elegid una buena brigada de cardenales italianos".

     [6] El 5 de junio de 1409 el Concilio dictó esta sentencia: "El Sínodo santo y universal, que representa a toda la Iglesia, promulga, decreta, define y declara que Angel Corario (Gregorio XII) y Pedro de Luna (Benedicto XIII), que se disputan el papado, han sido y son cismáticos notorios, herejes notorios y se han alejado de la fe, y que por ello han sido invalidados y privados de su autoridad".

     [7] Las ideas del Defensor pacis las usaran los reformadores protestantes en su lucha contra el papado; y más tarde sus ideas rebrotarán en el galicanismo, josefinismo y febronianismo.

     [8] ¡Leyendo a Wiclef uno cree que está escuchando a los Reformadores posteriores!

Historia de la Iglelsia Edad Media:


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