Historia de la Iglesia Edad Media: III. LAS ORDENES RELIGIOSAS
Emiliano Jiménez
5. Nuevas formas de vida
contemplativa
Las órdenes religiosas tienen un papel importante y providencial en la
historia de la Iglesia. Sus fundadores se sienten animados por el deseo
de renovar la Iglesia. En ellos es como si la conciencia de la Iglesia
se despertara en su deseo de fidelidad a Dios. Siempre que la vida de
la Iglesia se inclina hacia lo que en ella es periférico y accidental,
subrayando la ley sobre el espíritu, entonces Dios ha suscitado estos
heraldos suyos. Son los profetas del Nuevo Testamento, que han hecho
presente la voz de Dios en el mundo y el grito de la humanidad ante
Dios. Las órdenes religiosas son las ayudas extraordinarias y visibles
que el Señor manda a la jerarquía para dar un nuevo impulso a la
Iglesia, bajo la dirección y aprobación de los guías establecidos por el
Señor. Carisma y ministerio unidos dan a la Iglesia estabilidad y
vitalidad, continuidad y renovación. El carisma salva la vitalidad de la
relación personal con Dios con la imprevisibilidad típica del soplo del
Espíritu; la estructura, la institución, el ministerio jerárquico salva
la estabilidad y continuidad de la Iglesia.
La vida religiosa nace espontáneamente en la Iglesia por el deseo de una
fidelidad mayor a Cristo y al Evangelio. El deseo de una entrega total a
Cristo en la vida religiosa se ha comparado a veces al martirio. Con
este significado apareció desde el principio en la Iglesia el celibato
voluntario, aunque se viviera en medio del mundo, sin abandonar la
familia de origen. Después irán apareciendo diversas formas de vida
monacal o eremítica. Veremos a grandes rasgos estas manifestaciones de
vida religiosa a lo largo de la Edad Media, aunque partamos de antes,
para buscar sus raíces.
En la mitad del siglo III, en Egipto, por el deseo de una vida más
perfecta nace y se desarrolla una floreciente vida eremítica. El primer
eremita del que tenemos noticia es Paulo, cuya vida escribe San
Jerónimo. Pero el más célebre es Antonio, nacido hacia la mitad del
siglo III de una familia acomodada también en Egipto. Hacia los veinte
años abandona la familia,
vende sus bienes y se retira, primero a un lugar cercano a su pueblo
natal, después a una localidad más alejada, terminando por asentarse en
el desierto entre el Nilo y el Mar Rojo, donde permaneció hasta su
muerte hacia el 356. Antonio apenas se movía, si no era para visitar a
sus discípulos, que se habían instalado no muy lejos de él a lo largo
del curso del Nilo. Antonio no era sacerdote ni clérigo, pero eran
muchos los que se dirigían a él buscando consejo. En sus últimos años se
le unieron otros ascetas para tomar de él consejo y dirección. Así
surgieron los primeros impulsos para la vida comunitaria (cenobitismo)
de estos ermitaños: "Una gran cantidad de hombres santos, que se
concentran en lugares inhabitables, como en una especie de paraíso",
los define San Jerónimo.
El siglo IV es el siglo del monacato. Creación del Egipto cristiano,
tuvo su primera floración general en Oriente y de allí pasó a Occidente,
donde se convirtió en guía durante la Edad Media. En Oriente mantuvo con
mayor rigor su separación radical del mundo y, salvo en las
controversias doctrinales, raras veces intervino en el curso de la
historia, aunque con su renuncia al mundo y el cultivo de la liturgia y
el arte sacro se constituyó en fuente fecunda de vida para toda la
Iglesia.
Con la libertad de la Iglesia, terminada la época de las persecuciones,
se dieron las conversiones en masa y esto hizo que descendiera el nivel
de la vida religiosa y moral de la cristiandad. Entonces es cuando
surge el monacato para mantener vivo el radicalismo del Evangelio. Al
comienzo, los eremitas vivían al margen de la Iglesia visible,
desconectados de los sacramentos y del ministerio sacramental,
entregados sólo a la meditación de la Palabra de Dios y a la penitencia.
Pero su oración y su palabra inspirada sirvió a muchos de apoyo, de
fuerza nutricia para la vida de la Iglesia.
Antonio tuvo muchos imitadores, cuya vida conocemos por los escritos
recogidos en los libro Vidas de los Padres, Historias de los
Monjes y las colecciones de dichos de los Padres. El más importante,
para el conocimiento de la vida eremítica es el libro escrito por
Atanasio Vida de San Antonio. El mismo Atanasio difundió esta
obra en Occidente durante su exilio. San Agustín se hace eco de ella en
sus Confesiones. En general los eremitas llevaban una vida
ascética bastante dura. La perfección era vista en la penitencia física.
Pero tampoco faltaba una sincera piedad, nutrida de oración continua, de
la participación a los sacramentos, de humildad, paciencia, caridad y
amor al trabajo. Muchos "dichos de los Padres" atestiguan su profunda
vida interior.
Gran importancia en la evolución del manacato tuvo Pacomio. Licenciado
del servicio militar, permaneció tres años bajo la dirección del eremita
Palemon y después fundó una pequeña comunidad en el alto Egipto hacia
el año 320. Pacomio dio forma a un sistema de vida que pretendía
conservar los valores de la vida anacoreta, añadiéndole los frutos de la
comunión: "La voluntad de Dios es que te pongas al servicio de los
hombres para invitarlos a ir a El", sintió que le decían en su interior.
En la oración el Señor le aclaró: "Reúne todos los monjes jóvenes,
habita con ellos y dales leyes, según las normas que te dictaré". En
seguida se multiplicaron los monasterios. La novedad introducida por
Pacomio fue la de la vida común bajo la guía de un abad, con la
ventaja sobre la vida eremítica de recibir una edificación mutua entre
los monjes, llevar una vida más equilibrada sin tantas singularidades
y buscar la perfección en el sacrificio del propio yo a través de la
obediencia. Junto a la oración, el trabajo ocupaba una buena parte del
día. La vida en comunidad hizo necesario un reglamento. Pacomio lo
escribió, naciendo así la primera regla monástica, que sirvió de
modelo para otras reglas posteriores. Lo que Pacomio desea es que la
comunidad viva a imagen de la primitiva comunidad de Jerusalén "con un
solo corazón y una sola alma". Por eso, los hermanos se ayudan
mutuamente a imagen de Cristo, que se hizo servidor de todos: "El amor
de Dios -decía- consiste en sufrir unos por otros".
La vida monástica comunitaria en la soledad pasó de Egipto a Palestina y
Siria. Se debe a San Basilio en el Asia Menor, a finales del siglo IV,
un progreso ulterior en la concepción de la vida monástica. San Basilio
atenúa las mortificaciones físicas y pone como base de la vida religiosa
la obediencia: la perfección ya no se hace consistir en el
esfuerzo físico, sino en el sacrificio de la propia voluntad mediante la
obediencia, que es considerada como la primera virtud y fuente de las
demás. Pero no es que con San Basilio desaparecieran las otras formas de
vida eremítica, con sus excesos o formas singulares y extrañas como la
de los estilitas, que pasaban la vida o largos períodos sobre
una columna, como San Simeón el Viejo. El criterio fundamental para
reconocer la autenticidad de estos carismas era, como lo ha sido
siempre, la humildad y la obediencia a la jerarquía. Simeón el Viejo,
por ejemplo, apenas recibió la orden del Obispo de abandonar la
columna, sin la menor duda se dispuso a descender de ella. Superada la
prueba, el Obispo le autorizó a continuar sobre ella.
En Occidente, el monacato se difundió a partir de la vida de san Antonio escrita por Atanasio, que fue exiliado de Oriente a Roma y Tréveris. Se fundan varios eremos en las islas del Mediterráneo, suscitando sospechas y desprecios. Más tarde aparecieron comunidades cenobitas, que dedicaban gran parte de la jornada al estudio y la caridad. Así aparece un cenobio en Roma bajo la guía de san Jerónimo, que defendió la vida monástica contra todos los detractores. San Jerónimo de Roma se trasladó a Belén. San Agustín instituyó en Africa, en Hipona, una forma de vida común, escribiendo él mismo las bases de una regla monástica, que ejerció un gran influjo en varios institutos religiosos de la Edad Media.
En Francia el monje más conocido es sin duda San Martín de Tours. Nacido
en el año 316, prestó primero servicio militar en el ejército romano y a
los dieciocho años recibió el bautismo, ejerció como exorcista con San
Hilario de Poitiers, se hizo monje y terminó como obispo de la diócesis
de Tours. Incluso como Obispo trató de conciliar los deberes pastorales
con la vida monástica, que promovió en Galia, España y Britania.
En la Galia meridional, San Honorato, Obispo de Arlés, fundó hacia el
año 410 el famoso monasterio de Lerín (cerca de Niza), del que salieron
muchos Obispos. El monasterio de Lerín no sólo fue semillero de Obispos,
sino también de escritores, como Silvano de Marsella, Fausto de Riez y
Vicente de Lerín, conocido sobre todo por su doctrina sobre la evolución
del dogma, distinguiendo entre cambio y progreso.
Poco después, Casiano, que se había formado en un monasterio de Belén y
había pasado varios años entre los anacoretas egipcios, fundó en
Marsella dos monasterios, convirtiéndose en puente entre el monacato
oriental y el occidental. En la mitad del siglo VI, Cesáreo de Arlés
escribió unas excelentes reglas para monjes y monjas: muy rígido en
cuanto a la clausura, los ayunos, oficios, pero sin olvidar subrayar el
valor de la obediencia y la caridad.
San Benito, nacido en Norcia hacia el 480 de familia noble, comenzó sus
estudios en Roma, pero muy pronto se retiró a Affile y luego a Subiaco
como anacoreta "scienter nescius et sapienter indoctus" (San Gregorio
Magno). Desde Subiaco, San Benito reunió en doce monasterios a las
personas que aspiraban a una vida monástica bajo su dirección. Ante la
hostilidad del clero local tuvo que alejarse de Subiaco y, en el año
529, llegó a Monte Casino donde edificó un monasterio conforme a sus
deseos. Allí murió en el año 547.
San Benito fue quien dio al monacato de Occidente una organización
estable. El mayor mérito de San Benito fue la composición de la regula monachorum moderada en su contenido y clara en su forma
literaria. Benito se inspiró sobre todo en la Sagrada Escritura y en los
Santos Padres latinos, sirviéndose además para su composición de las
muchas reglas monásticas ya existentes, imprimiéndolas un nuevo
espíritu. En la regla se subraya la autoridad del Abad, pero éste se
parece más al pater familias que al señor feudal. Por parte de
los monjes se señala fuertemente la obediencia como la virtud más
necesaria para el monje "como la vía más segura para llegar al Señor".
Es esencial para el monje la permanencia estable en la abadía en que ha
ingresado, oponiéndose en esto a la tendencia bastante común de los
religiosos giróvagos sin ocupación fija y sin el freno de la autoridad.
El monasterio de San Benito es también un vasto organismo, posee todo lo
necesario para vida con autonomía material: agua, molino, huerto, horno
y artes diversas. Con esto se evita todo pretexto de salida del
monasterio, aunque la pobreza está a la base de la vida del monje, que
ha de renunciar a cuanto posee, pasando todo a ser propiedad del
monasterio. San Benito se muestra moderado en relación a la comida y al
descanso nocturno. El fin principal del monje es el opus Dei, a
lo que se subordina todo lo demás. El rezo del oficio divino está
minuciosamente reglamentado; a él se añade la oración personal, es
decir, la lectura meditada de la Escritura. Además de la oración, los
monjes se dedican al trabajo en los campos o en casa, según las
necesidades: "De este modo serán verdaderamente monjes, si viven del
trabajo de las propias manos, como nuestros Padres y los Apóstoles. Pero
todo esto hágase con moderación, para no desanimar a los pusilánimes".
"Ora et labora" es la enseña de los benedictinos. La lectura y el rezo
del oficio divino suponen la existencia de libros en el monasterio y
también la necesidad de enseñar a leer a quienes ingresan sin saberlo.
Esto será la base del desarrollo de la actividad literaria de los
monjes. Así, estos lugares de huida del mundo se convirtieron en centros
de configuración del mundo para la Iglesia, el Estado y la ciencia. El
haber introducido directamente el trabajo intelectual en el
programa de los monasterios se debe en gran parte a Casiodoro (+ hacia
el año 583), que quiso fundar en Roma una universidad cristiana bajo el
Papa Agapito I. En sus posesiones de Calabria fundó monasterios, a los
que encomendó como tarea especial el estudio y transcripción de
manuscritos y miniaturas.
Un punto importante de la regla benedictina es el de la hospitalidad:
"Todos los huéspedes que llegan al monasterio serán acogidos como
Cristo". Para acoger a los huéspedes, los monasterios tienen la
hospedería y el abad come con ellos. Gradualmente, hacia mitad del
siglo VIII, la regla benedictina se impuso en los monasterios
occidentales y San Benito fue considerado como "cabeza e inspirador de
todos los monjes occidentales". Todas las ramas de monjes occidentales
que surgieron después acogieron y practicaron la regla de San Benito.
Desde Lerín la vida monástica subió hasta Irlanda con San Patricio.
Nacido en Bretaña, raptado a los dieciséis años fue llevado a Irlanda,
de donde huyó, volviendo a su patria. Estudió en Francia, en Lerín y en
Auxerre. Consagrado Obispo, regresó a Irlanda, donde evangelizó por unos
treinta años con abundantes frutos. A su muerte, toda la isla era
cristiana, con una fuerte marca monástica. Los monasterios eran el
centro de toda la vida religiosa y cultural. Característica de estos
monasterios fue la movilidad de sus monjes; innumerables monjes fueron
misioneros itinerantes. Los monjes irlandeses que habían recibido la fe
cristiana del continente se convirtieron en los activos y celosos
misioneros de la Europa central y septentrional.
El más famoso monasterio irlandés es el de Bangor (junto a Belfast).
Desde él en el siglo VII, el siglo de mayor esplendor de los monasterios
irlandeses, partió San Columbano con sus doce compañeros en una gran
misión por Bretaña, Suiza e Italia... La regla de San Columbano era
rigidísima; por ello poco a poco fue sustituida por la de San Benito.
Como hemos visto, el feudalismo influyó de modo negativo en la vida de
muchos monasterios con el sistema de las iglesias propias, erigidas y
fundadas por un laico que nombraba su titular, con el derecho de
disponer en su propio favor de la mayor parte de las rentas del
monasterio y de nombrar un prior que dirigiera realmente a los monjes.
La decadencia de los monasterios era algo bastante generalizado por el
sometimiento de la Iglesia al poder laico. Sólo rompiendo estas cadenas,
reconquistando la propia independencia, la Iglesia podía levantarse de
nuevo, liberándose de los obispos, prelados y abades mundanos y con
frecuencia concubinarios. La renovación se inició en el momento en que
la crisis parecía haber llegado a un punto sin salida, al comienzo del
siglo X, "el siglo oscuro", "siglo de hierro del pontificado".
Era preciso hacer en la Iglesia una reforma radical. Esta renovación
partió de Cluny, donde en el año 910 el Duque Guillermo de Aquitania
fundó el monasterio, donando sus terrenos. Cluny quiso renovar
plenamente el espíritu benedictino de su fundador, reivindicando la
absoluta independencia del poder feudal, aunque fuera un obispo, y
marcando la separación del mundo y el papel fundamental del oficio
divino en la vida del monje. Para asegurar la independencia del
monasterio, Guillermo de Aquitania había donado el monasterio a los
príncipes de los Apóstoles Pedro y Pablo, es decir, lo había puesto
bajo la dependencia directa del Papa, renunciando irrevocablemente para
sí y para todos sus sucesores a todo derecho sobre la abadía.[1]
Esto fue un paso fundamental, pues rompía con la idea germana de
donación, asegurando la libertad de Cluny contra la intromisión de
cualquier otro poder, tanto temporal como espiritual. Aunque en aquel
momento los Papas no fueran realmente ejemplares, sin embargo sólo
estrechando la unión con Roma su pudo encontrar la fuerza suficiente
para resistir a la intromisión laical.
En Cluny se trató de hacer una reforma genuinamente monástica y
auténticamente religiosa, que llegó a crear un nuevo ideal de Iglesia y
una determinada conciencia eclesiástica universal. El movimiento de
Cluny pasó del ámbito monacal al papado y al episcopado, influyendo en
la tendencia necesaria de buscar la liberación de la Iglesia de manos de
los seglares. Cluny se esforzó por comprender y vivir de una forma
adecuada la perfección cristiana, buscando comprender cuál es la
esencia del mensaje evangélico. Así, en Cluny revivió nuevamente, y de
forma plena, el antiguo rigor monástico. Los cluniacenses querían volver
a ser realmente monjes según la Regla de San Benito. Este programa de
renovación espiritual fue llevado a cabo por una serie de grandes abades
con largos períodos de gobierno, que les permitió crear una gran
tradición.
La vida de Cluny se centró en el opus Dei de la liturgia, el
tiempo dedicado al oficio divino, hasta hacer de él casi la única
ocupación de los monjes. Los cluniacenses hicieron del oficio coral una
especie de oración perenne. La alabanza de Dios, de ser la función
central y más elevada de la vida monástica, se convirtió en casi la
única actividad de los monjes. Esto llevó al esplendor de la liturgia
comunitaria y una vida casi ininterrumpida de oración. Con el rezo en
común del coro iba anejo otro factor importante de formación religiosa:
la lectura espiritual en común. En los monasterios cluniacenses se ponía
empeño en que cada año se leyera toda la Sagrada Escritura. A ello se
añadía la lectura de los escritos de los Santos Padres, vidas de santos
y las passiones de los mártires. La lectura del coro se
prolongaba en muchos casos en el refectorio. Pero lo fundamental era la
salmodia en el coro. Los salmos luego ocupaban un puesto importante
incluso fuera del rezo coral. El que aprendía a leer lo hacía con los
salmos, hasta el punto que la expresión psalmos discere
significaba aprender a leer. Uno de los escritos ascéticos más
importantes del siglo IX es el tratado De psalmorum usu,
atribuido a Alcuino, que da instrucciones sobre la aplicación de los
salmos a las más variadas situaciones de la vida. Los salmos eran
puestos a la luz de su cumplimiento en el Nuevo Testamento; hay
manuscritos del salterio en los que a cada salmo precede un título
explicativo: vox Christi o vox Ecclesiae.
La extensión del rezo coral en los monasterios cluniacenses tuvo también ciertas consecuencias negativas, como el predominio de la cantidad sobre la cualidad, un ritualismo exagerado, una menor estima de la oración personal y el abandono del trabajo del campo (y el intelectual), con una pérdida del ideal de pobreza. La función religiosa solemne y pública -el doble de lo prescrito por San Benito- se convirtió en una especie de título de derecho sobre las abundantes ofrendas de los fieles, lo que condujo a la modificación de las condiciones de propiedad y, con ello, del ideal de pobreza. El oficio divino, en forma de salmodia perenne y la lectura excesivamente extensa de la Escritura, con el tiempo llegó a sustituir el estudio paciente y meditado de los textos sagrados
Pero de todos modos Cluny vivió un período de gran florecimiento
monástico, convirtiéndose además en estímulo para toda la Iglesia, una
invitación a buscar la libertad y la independencia del poder temporal.
Cluny fue el alma de la reforma de la Iglesia, el centro de la historia
de la Iglesia de los siglos X y XI. Muy pronto los Papas y los señores
de las iglesias privadas, como también numerosos Obispos, llamaron a los
cluniacenses para reformar los conventos a ellos sometidos. Así es como
Cluny, bajo los santos abades Odo, Odilio y Hugo experimentó una
difusión extraordinaria. Hubo conventos directamente subordinados a
Cluny y otros que simplemente aceptaron la reforma cluniacense.
Aproximadamente mil seiscientos conventos admitieron, junto con la
reforma, el espíritu de Cluny, viviendo y propagando a su vez los usos
y costumbres cluniacenses, impregnando de este modo toda la Iglesia de
su tiempo: Además de Francia, Italia, España, Inglaterra y finalmente
Alemania. Bajo Pedro el Venerable, Cluny llegó a fundar incluso un
convento en las cercanías de Bizancio y dos abadías en Palestina,
alcanzando su influencia hasta Polonia y Hungría. Cluny, al difundir las
mismas ideas por todo el Occidente, promovió decisivamente la unidad
del Occidente cristiano, favoreciendo siempre la comunión con el Papa,
bajo cuyo patrocinio estaba Cluny. Es "como una capa blanca que se
extiende sobre la Iglesia" (Daniel Rops).
El gran movimiento cluniacense traspasó los confines del monacato.
Obispos y sacerdotes se adhirieron a este movimiento de reforma. La
reforma monástica de Cluny fue la precursora de la reforma del clero.
Las tendencias reformistas que se sentían en la Iglesia encontraron en
Cluny un fuerte impulso y muchos de los que sentían este deseo formaron
el partido de amigos de la reforma, muy ramificado y de enormes
consecuencias para la historia de la Iglesia. El espíritu de Cluny
llegó hasta las alturas de la jerarquía de la Iglesia. Con el Papa León
IX (1049-1054), el papa alemán elevado al solio pontificio por el
emperador alemán Enrique III, el celo religioso reformista llegó a
afectar hasta la suprema dirección de la Iglesia. León IX, siendo aún
Obispo de Toul, ya había estado en contacto con los cluniacenses. Cuando
se trasladó a Roma hizo su viaje pasando por Cluny y de allí se llevó
consigo a Hildebrando (el que sería más tarde el Papa Gregorio VII),
quien se había recluido en Cluny tras la muerte de Gregorio. Y también
varios Papas posteriores eran monjes benedictinos cluniacenses.[2]
El renacimiento litúrgico emanado de Cluny fue de incalculable
importancia para la piedad medieval. Esto exigió iglesias más grandes.
Así surgió la imponente arquitectura de la iglesia abacial de Cluny con
cinco naves, dos cruceros, siete torres y cinco capillas alrededor del
ábside. Era la Iglesia más larga del mundo. Pero con las crecientes,
inmensas donaciones de condes, príncipes y reyes, que buscaban su eterna
salvación, y del pueblo, la abadía de Cluny y los conventos de ella
dependientes se convirtieron en un factor económico de primer orden. La
riqueza hizo, por una parte, que el trabajo corporal prescrito por la
Regla benedictina se convirtiera en mera formalidad y, por otra, que
dentro de las consuetudines establecidas las prescripciones
referentes a la comida y al vestido sufrieran una reinterpretación tan
espiritualista que la misma ascética corría el riesgo de perder su
autenticidad. Los ásperos ataques de San Bernardo contra Pedro el
Venerable en el siglo XII eran debido a esto. En efecto, cuando la
disciplina se relajó, Cluny olvidó su fin originario: la liberación de
toda injerencia externa. Desde el año 1258 Cluny se puso bajo la
protección del rey de Francia (Luis IX), convirtiéndose en una de las
prebendas más apetecidas.
Sin embargo, muchos de los monasterios cluniacenses, entre ellos Cluny
mismo, que -bajo el gran abad Pedro el Venerable (1122-1156) alcanzó su
máxima propagación-, se abrieron a las nuevas ideas reformadoras. Pero,
ciertamente, el porvenir era de aquellas comunidades monásticas que
mantenían con más pureza el ideal de la vida evangélica. Su
propagación sorprendentemente rápida por todo Occidente, la seriedad de
su vida, su celo pastoral y misionero hicieron de ellas los factores más
influyentes de la historia de esta época. Ellas modelaron a fondo la
piedad cristiana, incluso del pueblo fiel. Fueron el puente que condujo
de la reforma gregoriana al florecimiento de las órdenes mendicantes.
e) NUEVAS FORMAS DE VIDA CONTEMPLATIVA
Los pueblos occidentales habían comenzado a penetrar cada cual a su modo
en el espíritu del cristianismo. Desde finales del siglo XI y principios
del XII la cristiandad experimentó una gran renovación espiritual. El
antiguo ideal de la vida apostólica se presentó con aspectos
nuevos, acabando por convertirse en el ideal del seguimiento radical de
Cristo en una vida según el Evangelio. El seguimiento del "Cristo pobre"
radicalizó el ideal de pobreza; el servicio al prójimo se extendió
gracias a la "predicación itinerante" de religiosos y seglares. Al lado
de esto germinó el anhelo por la vida eremítica, el deseo de la
renuncia al mundo como reacción a la demasiado clericalización y
superficial cristianización de la sociedad; hasta al mismo "convento"
protector se le consideraba "mundo". Surge, así, el deseo de tomar a la
letra el evangelio y la regla conventual. Junto a los círculos
monásticos, aparecen también nuevas formas de vida contemplativa, que
dieron a la Iglesia un fuerte impulso de reforma. Estas nuevas formas
tienen en común el alejamiento del mundo, la estima de la obediencia y
la vida en común. En vez de la vida en las celdas, se prefiere la
oración y también la comida en común. Como forma especial de su vida
piadosa hay que mencionar la gran devoción a los santos y en particular
la veneración de la Virgen María.[3]
Este resurgimiento interior sorprende por su plenitud creadora, aunque
envuelto en confusiones, cargado de tensiones en su fase inicial.
Seglares, clérigos y monjes abandonaron el "mundo" para vivir en la
soledad su nuevo ideal. Inspirándose en la regla benedictina, lo mismo
que habían hecho los cluniacenses, pero con un espíritu nuevo, San
Romualdo funda los Camaldonenses al comienzo del siglo XI. Romualdo, que
había sido educado en un convento cluniacense, reunió a los antiguos
eremitas orientales, organizándolos según la Regla de San Benito y se
dedicó con ellos a la cura pastoral. Con el fin de estimular
espiritualmente a sus miembros y servir al prójimo se fundaron los
Hospitalarios de San Antonio en 1095. Más originales, aunque siguieran
inspirándose en la regla benedictina, fueron los Cartujos, fundados por
San Bruno de Colonia al final del siglo XI. La vida mundana del Obispo
de Reims indujo a San Bruno de Colonia a dejar completamente el mundo y
a practicar una vida solitaria y austera. Renunció al honroso cargo de
escolástico catedralicio de Reims para servir únicamente a Dios junto
con otros seis compañeros. La regla cartujana, escrita por el quinto
prior, al comienzo del siglo XII, impone el silencio total y la
abstinencia casi total de carne, dividiendo el tiempo entre oración y
trabajo. Trataron de fundir el ideal anacoreta y el ideal cenobítico. De
esa colonia de eremitas, llamada "Carthusia", nació la Orden de los
Cartujos, que alcanzó su apogeo en el siglo XIV. Esta orden, a pesar de
su rigorismo, se mantuvo firme en su ideal de vida sin necesidad de
ninguna reforma.[4]
En este deseo de renovación hay que colocar también el extraordinario
florecimiento de los monasterios de mujeres en este tiempo. Casi
todas las órdenes religiosas masculinas se complementaron con
florecientes filiales de mujeres. Al lado de hombres como Bernardo de
Claraval y de los canónigos agustinos de San Víctor de París, la piedad
mística de esta época tiene una tercera expresión, perfecta en su
género, en la santa Hildegarda (+ 1179), maestra del monasterio de
Rupertsberg, que fue una de las guías espirituales de su época.
En la Edad Media no se puede hablar de crisis numérica del clero. Sacerdotes había demasiados, pero su formación intelectual era bastante pobre. Muchos eran capellanes de los señores feudales y se contentaban con decir la misa, sin pensar para nada en la educación cristiana del pueblo. En comparación con los monjes, el clero secular aparecía bastante defectuoso y gozaba de muy poca estima. Era un clero en general feudal, simoníaco y concubinario. Y el alto clero, rico y emparentado con los señores feudales, vivía como ellos, disfrutando de los placeres y siguiendo una política de poder.
En esta situación, la reforma del siglo XI se propuso, como uno de los
objetivos principales, mejorar la formación y la vida del clero dedicado
a la cura pastoral, pero los protagonistas de la reforma habían salido
de los monasterios y no pensaron ni en seminarios o instituciones
semejantes. Les pareció que la única forma de mejorar el clero era
introducir la vida común entre los sacerdotes, imponiéndoles la
obligación de observar los "consejos evangélicos". Algo parecido ya
habían hecho San Agustín y Eusebio. El Papa Nicolás II dio un nuevo
impulso a esta iniciativa. En muchas catedrales se formaron
comunidades de sacerdotes que practicaban los tres votos. A los
sacerdotes que aceptaron esta forma de vida se les llamó canónigos
regulares: canónigos por estar incardinados a una diócesis (no
giróvagos dependientes de una iglesia particular) y regulares por vivir
en común según una regla. Como la regla benedictina no se adaptaba a la
vida de estos sacerdotes, se optó por la regla de San Agustín, por los
que se les llamó Canónigos de San Agustín. De estos canónigos de San
Agustín surgieron los Victorinos (1113) en París, que tuvieron
una gran importancia para la escolástica y la mística medieval. El
principal maestro de esta escuela fue Hugo de San Víctor, el pensador
más eminente del siglo XII, gran conocedor de Platón y Aristóteles.
De los canónigos regulares surgieron también los Premostratenses,
cuya organización fue por completo la de una orden. Su fundador, en el
año 1120, fue Norberto de Xanten, que había sido un gran predicador
itinerante. Pero convertido en prior no destinó en principio a sus
canónigos a la predicación y a la práctica pastoral, sino a la "vida
eremítica en forma canónica", es decir, a una vida comunitaria con total
renuncia a los propios bienes. Pero, en general, los canónigos regulares
conservaron la conciencia de su misión pastoral. Y en este sentido la
fundación de los canónigos regulares significó una preparación de las
futuras órdenes dedicadas a la predicación y a la misión pastoral.
Los canónigos regulares significaron un maravilloso don de Dios a la
Iglesia. En la medida en que fue realizándose la reforma gregoriana
fueron surgiendo cada vez más obispos reformadores. Pero sus deseos
hubieran quedado en meros deseos sin la ayuda de presbíteros, que
atendieran realmente a mejorar la vida cristiana de los fieles. Para
ello los obispos contaron con los canónigos regulares, dedicados de
lleno a la pastoral parroquial.
Sin salirse del marco del monacato tradicional, pero con un fuerte impulso
de renovación, surgió el nuevo monasterio del desierto de Citeaux (1098),
cerca de Dijón, que superará en fecundidad a todas las otras fundaciones.
Sin tener intención de fundar lo que serán luego los cistercienses,
pero con un gran deseo de perfección, San Roberto funda el nuevo monasterio.
Lo que hoy conocemos como "Citeaux", en realidad no es obra suya, sino de
los abades que le siguieron: Alberico y Esteban. Ante la decadencia de la
reforma de Cluny, por los límites o excesos señalados, el Citeaux se
desarrolló rápidamente. Su regla recibió el nombre de Charta Charitatis.
El prestigio de esta nueva orden se debió a la entrada en ella, casi al
comienzo, de San Bernardo de Claraval. Esteban (autor de la Regla) y
Bernardo quisieron retornar a la letra de la regla benedictina, que en Cluny
no se había respetado por la excesiva importancia dada a la liturgia. De
esta manera intentaban salvar el espíritu de pobreza y el equilibrio entre
la oración y el trabajo.
Para los monjes de Citeaux el interés principal no era lo nuevo, que
para ser llevado a la práctica habría requerido la creación de otras formas
de vida, sino más bien la renovación del antiguo estado monacal.
Cluny, apelando al "espíritu" y a lo "espiritual", había dejado de lado
muchos aspectos de carácter "corporal" de la regla, que en Citeaux volvieron
a dar importancia, como garantía de fidelidad a la regla y al evangelio. El
vestido, el alimento, el modo de vida de los monjes, la propiedad y la
ordenación del culto divino experimentaron así una vuelta al primitivo rigor
de la regla. Citeaux renunció a las fuentes de ingresos eclesiásticas y
feudales (a las iglesias privadas, a las ofrendas, a los derechos de
enterramiento y a los diezmos, así como a los molinos, aldeas y siervos).
Para sus nuevas fundaciones buscaron lugares alejados de las ciudades,
contentándose con poseer la tierra suficiente para alimentar, mediante el
propio trabajo, a la comunidad de religiosos y a los pobres. Con ello se
volvió a rehabilitar el trabajo manual en su doble función corporal y
espiritual. La liturgia prescindió de toda pompa, reduciéndose el oficio
coral a los prescrito por la regla, y las iglesias, se despojaron de todo
adorno. Con esta falta de ornamentación en la arquitectura se resaltó con
mayor claridad la sublimidad de las líneas y de la configuración del
románico.
Con la rehabilitación del trabajo del campo, los monjes fueron los que,
talando y desecando tierras, hicieron cultivables muchos terrenos, elevando
el nivel de vida, por ejemplo, entre los eslavos y en los países situados
entre el Elba y el Oder. La reforma, pensada en orden a lo espiritual,
afectó sin proponérselo a toda la estructura económico-social de la época.
De capital importancia, para esta renovación, fue que hombres como Bernardo
de Claraval pidiera la admisión en
Citeaux con parientes y amigos (entre ellos cuatro hermanos). Dos
años después de su ingreso, Bernardo fue enviado a fundar Claraval. En ese
mismo año de 1115 se fundaron otras abadías-madre, en torno a las cuales se
agrupaban otras muchas filiales. Esta multiplicación es lo que provocó la
necesidad de constituirse en una nueva orden con su regla propia. A esta
tarea se entregó Esteban, tercer abad de Citeaux, redactando la Charta
Charitatis, que fue confirmaba en el año 1119 por el Papa Calixto III.
La finalidad de esta regla era obligar a las abadías particulares a vivir
según una única regla y unas mismas costumbres, garantizando así la unidad
del amor. La suprema autoridad de vigilancia y gobierno era el capítulo
general de todos los abades, bajo la presidencia del Abbas-Pater. Con
esta constitución tan clara a la que se unía la fuerza vinculante del amor,
vivificada por santos como Bernardo de Claraval, los cistercienses tuvieron
una grandísima difusión: al final del siglo XIV contaban con unas 600
abadías en Francia, Irlanda, Germania e Italia. Si los cluniacenses dominan
la Iglesia en los siglos X y XI, los cistercienses tuvieron su apogeo en
los siglos XII y XIII. Suscitar vocaciones monásticas fue para San Bernardo
una gran preocupación, que él organizaba en sus viajes como una auténtica
pesca de hombres.
Bernardo fue, en realidad, una de las figuras claves de la Edad Media en
general y de la historia de la Iglesia en particular. Nació hacia el año
1091 de la nobleza borgoñona cerca de Dijón. Tuvo una esmerada formación de
su madre y en la escuela capitular. En el año 1112 entró en Citeaux con
treinta compañeros. En 1113 hizo profesión solemne. En 1115 fue enviado
como abad, con doce monjes, a fundar Claraval, que quedó unido a su nombre.
En Claraval le siguieron cuatro de sus hermanos, un tío y un primo. A pesar
de sus frecuentes enfermedades, realizó innumerables viajes. Predicó la
segunda cruzada en Francia, Flandes y en el Rin. Enorme fue su actividad
como predicador y también como escritor de importantes tratados teológicos.
Con Pedro el Venerable, abad de Cluny, mantuvo una estrecha amistad, aunque
esta amistad tuvo que pasar por sus pruebas, ya que Bernardo censuró la vida
de los cluniacenses. Pero Pedro no sólo salvó la amistad, sino que aceptó
las críticas y recogió la influencia de Bernardo en la reforma de Cluny. San
Bernardo murió como abad de Claraval en 1153.
Profundamente arraigado en la piedad y el pensamiento del tiempo anterior,
es mérito particular de Bernardo el haber plasmado y propagado una íntima y
afectuosa veneración a la humanidad del Señor dentro de la devoción general
a Cristo: "Es insípido todo manjar espiritual que no esté condimentado con
este bálsamo...Tanto si escribes como si hablas, no me gusta si no resuena
el nombre de Jesús". Esta veneración a la humanidad de Cristo se traduce en
la unión nupcial del alma con la Palabra de Dios. La espiritualidad centrada
en el esposo divino, que entra y sale del alma del que está en gracia, es el
núcleo de sus inigualados sermones sobre el Cantar de los Cantares.
Intimamente unida a la veneración a la humanidad de Cristo está la devoción
a la Virgen; en ella ve realizado el perfecto seguimiento de Cristo en la
fe.
"Ultimo padre de la Iglesia", San Bernardo nos ha dejado un voluminoso
corpus literario de cartas, sermones y tratados, obras maestras de la
literatura espiritual, como por ejemplo De gradibus humilitatis et
superbiae. De su propia experiencia y de la de los monjes y otros amigos
de toda la Iglesia nos describió la unión mística con Dios, de la que fluía
su sabiduría y conocimiento de Dios. El presupuesto para esta unión con Dios
y para su conocimiento, según San Bernardo, es siempre la humildad,
que debe penetrar toda la vida espiritual. De la humildad arranca la
ascensión a Dios y ella condiciona todos los escalones posteriores, pues la
humildad fue en el fondo la actitud del mismo Cristo. Esta ascensión es un
crecimiento continuo de la caridad, una incesante búsqueda de la unión con
el Dios Trino.
Los Padres y la Escritura son las
fuentes de su inspiración teológica como predicador y como escritor. Pero
San Bernardo de Claraval, el hombre que propugnó la más enérgica huida del
mundo, el hombre de la oración contemplativa, de la más pura interioridad,
llegó a ser también el hombre más activo en la construcción del mundo, el
hombre de la más amplia y profunda actividad exterior. En una manera fuera
de lo común se halló envuelto en la política de la Iglesia, en las luchas
teológicas y monásticas y en la política de todo Occidente; durante muchos
años viajó por los caminos y ríos de Europa, aunque la soledad, la
mortificación y la plegaria fueron siempre la gran pasión de su vida.
Fue un hombre de la Iglesia y del Papado. Se vio plenamente envuelto en la
reforma gregoriana. Aunque la idea de poder de la Iglesia interviniendo en
la política él la entendió siempre en sentido espiritual. Con gran ímpetu
interior reconoció la grandeza única del Papado, pero no se olvidó nunca de
recordar al Papa como persona su perenne debilidad y pecaminosidad,
estigmatizando las múltiples anomalías de la Iglesia y del clero, en
especial de la curia papal. Para él, el poder pontificio es una verdadera
autoridad (potestas), que no debe confundirse con dominio
(dominatus): es una función de servicio, del administrador que sirve
y reparte, mas no la del "señor". Su misión no es la de autoafirmación, sino
la de servicialidad concreta, efectiva y útil: "presidir para ayudar". El
ideal medieval de íntima alianza entre el Reino y el Sacerdocio, como
expresión de la unión de las dos funciones en Cristo, Bernardo la acepta,
pero señalando que ambos poderes, unidos y apoyándose mutuamente, están
llamados a producir los frutos de la paz (Reino) y de la salvación
(Sacerdocio). De esto modo Bernardo señalaba la singularidad de ambas
esferas del poder, mostrando al mismo tiempo los peligros de su mezcla.
Indicó al Emperador sus límites cuando éste, reiterando la exigencia de la
investidura, puso en peligro la libertad e independencia de la vida
eclesial; pero, por otra parte, rechazó igualmente la intromisión
eclesiástica en la esfera terrena. Bernardo aparece como guía y juez de su
siglo. En él se puso de manifiesto la gran influencia que ejerce en la
historia la huida del mundo.
En otro orden, bastante diverso de los anteriores, aparecieron las órdenes
de caballería, fruto de las cruzadas. Estos institutos surgen, bajo el
influjo de los Cistercienses, para proteger a los peregrinos y defender
Tierra Santa de la amenaza islámica. La orden más antigua es la de los
Templarios, así llamados porque vivían en una habitación del palacio
real que se creía construido sobre el antiguo templo de Jerusalén. Los
Templarios fueron fundados en el año 1119 por ocho caballeros de Francia.
Se obligaban a la pobreza, la castidad, la obediencia y la protección de los
peregrinos. Vivían en comunidad, divididos en tres clases: caballeros,
sacerdotes y hermanos laicos.
Su regla procede esencialmente de San Bernardo de Claraval, quien los
defendió en sus escritos, diciendo de ellos: "Bajo la protección de la fe
están completamente seguros, no temiendo ni al diablo, ni a los hombres ni a
la muerte, mas deseando morir para vencer, combatiendo por Dios a los
enemigos de la cruz de Cristo". En su Loa de la nueva milicia, San
Bernardo dice que el caballero cristiano sigue a Cristo como a su rey; la
cruz es su bandera; la muerte, testimonio de su fe (martyrium) y
ganancia, pues es garantía de salvación. El soldado de Dios protege a la
Iglesia y sus bienes, lucha contra los paganos y erige abnegadamente el
orden de Dios sobre la tierra.
Los Templarios adoptaron el manto blanco de los cistercienses, añadiendo,
más tarde, la cruz roja sobre el manto. Inicialmente muy pobres,
adquirieron un enorme desarrollo y acumularon ingentes riquezas, que
suscitaron al comienzo del siglo XIV la envidia del rey francés Felipe el
Hermoso. Para entonces ya habían abandonado Jerusalén, que había caído bajo
el dominio de los Turcos y Felipe el Hermoso, mediante acusaciones en su
mayoría falsas, logró que el débil papa Clemente V los suprimiera.
Contemporáneos de los Templarios son los Hospitalarios, posteriormente
llamados Caballeros de Rodas o de Malta, debido a las islas en que
sucesivamente fijaron su residencia, retrocediendo en la medida en que iba
avanzando el Islam. Su regla revela un fuerte y activo amor al prójimo por
amor de Cristo. Los enfermos y los pobres eran los "señores" de los hermanos
legos. Al comienzo su misión fue casi exclusivamente la asistencia a los
enfermos; poco a poco, según fueron entrando en ella caballeros, se fue
añadiendo a esta misión, hasta prevalecer, el ejercicio de las armas,
introduciéndose la distinción entre los caballeros armados y los hermanos
sirvientes. Todas estas instituciones tuvieron sus méritos, pero estaban
demasiado ligadas al momento en que surgieron y, al pasar aquellas
circunstancias, terminó su misión. Lo mismo se puede decir
de los Trinitarios y de los Mercedarios, surgidos en los siglos XII y
XIII respectivamente para la redención de los cautivos.
Desde el comienzo de la Edad Media y luego desde el renacimiento de Cluny y sus instituciones paralelas, las diferentes órdenes habían realizado un trabajo de evangelización enorme. Pero también había crecido su poder y su riqueza; por eso estaban un tanto secularizadas y había disminuido su fecundidad. Citeaux, como rigurosa reforma monástica, había permanecido dentro del marco tradicional y transmitido una fuerza renovadora excepcional, pero su época creadora había pasado. Las órdenes caballerescas habían ido sustituyendo cada vez más el ideal de la piedad por objetivos políticos y militares
Al comienzo del siglo XIII, la sociedad europea, y de un modo particular la
italiana, se halla agitada; los municipios han reivindicado y defendido su
independencia, la burguesía ha adquirido mayor poder político, el comercio
se ha desarrollado proporcionando un mayor tenor de vida y el desarrollo
intelectual y artístico. Este flujo de riqueza genera un cierto
materialismo práctico y, como reacción, la aspiración a una pobreza más de
acuerdo con el Evangelio. Esto provoca el nacimiento de movimientos que se
oponen a la jerarquía y terminan en la herejía. En este contexto social y
eclesial surgen las órdenes mendicantes, por obra sobre todo de San
Francisco de Asís y de Santo Domingo de Guzmán. Las nuevas órdenes guardaron
cierta afinidad con el antiguo monacato, sin embargo se trataba de algo
nuevo y diverso, al unir oficialmente el estado de vida regular con el
ministerio pastoral, la predicación y la enseñanza.
Francisco (1182-1227) es el más grande santo de la Edad Media. Nacido en el
año 1182, hijo de un acaudalado comerciante de tejidos (Pedro Bernardone),
típico representante de la burguesía que entonces surgía en las ciudades
italianas, y de una madre (Pica) de distinguida familia francesa, después de
una juventud un tanto ligera, tras un tiempo de cautiverio en la guerra
entre Asís y Perusa y una enfermedad, en el 1206 (1207) renuncia a sus
bienes, entregando a su padre, en presencia del Obispo de Asís, Guido,
hasta sus vestidos. Reúne en seguida a unos cuantos discípulos y comienzan
a vivir en pobreza, dedicados a la predicación. A esta concepción de la
vida, desposado con la "dama pobreza", Francisco llegó pasando por la
cárcel y por una grave enfermedad. Las graves crisis interiores, por las
que pasó en esas circunstancias, abrieron su interioridad de tal modo que
pudo acoger la semilla del Evangelio con toda su fuerza. En San Damián, oyó
al crucifijo que le decía: "Francisco, ve y reconstruye mi casa que, como
ves, se desmorona". Esta fue su tarea, primero entendiendo estas palabras
en sentido material y, luego, en su verdadero sentido. Oyendo misa, escuchó
en el Evangelio el mandato de Jesús a sus discípulos a salir "sin nada" a
predicar el Evangelio. Esa fue desde entonces su misión: no poseer nada
y predicar el Evangelio. En el año 1209, con doce compañeros que se le
habían unido, Francisco se presentó en Roma ante Inocencio III, quien
confirmó verbalmente el programa de Francisco. Esta palabra del Papa fue
suficiente para el santo. Significaba la certeza de hallarse en el camino
recto. No quería una "regla" complicada y aprobada, sino, como él decía:
"vivir el Evangelio sin glosa alguna".
En su anhelo de seguir a Cristo y de anunciar a todos el evangelio, en el
año 1219 Francisco marchó a Oriente, no como cruzado, sino a predicar al
Sultán, que le escuchó con interés. Fue el comienzo de las misiones
franciscanas de ultramar y el abandono del espíritu de las cruzadas: el paso
de la conversión ofensiva, forzada, a la predicación de la buena nueva sólo
por espíritu de amor servicial en seguimiento de Cristo. Francisco no logró
su deseo de martirio, que era lo que en su misión en Oriente deseaba
realmente. Los primeros mártires franciscanos fueron los de Marruecos.
Cuando Francisco recibió la noticia, expresó algo que traducía su ideal:
"Ahora puedo decir en verdad que tengo cinco hermanos menores".
La resonancia que tuvo el franciscanismo en la Iglesia fue algo
extraordinario. Francisco, el Pobrecillo de Asís, pequeño, delgado y
vestido en la forma más pobre, silencioso, pero enamorado de Cristo,
deseoso de reproducir en su carne la vida de Cristo, impresionaba a todos de
un modo extraordinario por su amor a Cristo, a los hermanos y a todas las
criaturas. Ya en 1221 los frailes llegan al número de 5.000. Pero
precisamente esta rapidísima difusión es la causa de las tensiones que
surgen en el seno de la orden, provocando el martirio interior del Santo.
Durante su ausencia en Palestina, sobrevino entre los hermanos la
desavenencia por la que tanto tendría que sufrir.
Francisco ve que su obra, al crecer, se le escapa de las manos, pues
ya no podía conocer a todos ni guiarlos como padre. Renuncia al gobierno de
la Orden, aunque se entrega a la escritura de la regla definitiva, que
debe sustituir, no sólo a la primera regla aprobada por Inocencio III en
1209, compuesta de una serie de citas del Evangelio, sino también a la de
1212, en la que el elemento espiritual y ascético predominaba sobre el
jurídico. La regla de 1223, redactada con la ayuda del cardenal Hugolino,
después Papa Gregorio IX, y aprobada por el Papa Honorio III, es un
compromiso entre el ideal absoluto del Santo y las imposiciones
organizativas, a las que Francisco se ve obligado a ceder
[.5]
La primitiva idea concebida por Francisco, a la que toda su vida estuvo
ligado su corazón, preveía un pequeño círculo de hermanos, que podían vivir
sin casa ni iglesia propia, que anualmente se reunían y luego, al modo
evangélico (Cfr. Lc 10,1ss), eran enviados a predicar por todo el mundo. Su
rápido crecimiento hizo imposible su reunión anual, como también la renuncia
a las casas, al introducirse el noviciado. Pero, aunque Francisco no se
opuso a estas necesidades, mientras él vivió, los hermanos atendieron a su
rigurosa advertencia de que allí solamente podían estar como huéspedes,
extraños y peregrinos.
Desde el año 1224 Francisco estuvo casi siempre enfermo. Sufría enormes
dolores con su enfermedad de la vista y del estómago. En medio de estas
pruebas le llegó el momento de la suprema dicha; en el año 1224, en el monte
Albernia, recibió las llagas del Señor (stigmata); así se convirtió
también corporalmente en una imagen del Amor crucificado. En medio de sus
dolores compuso poco después el Cántico de las Criaturas, lleno de
alabanza y de acción de gracias a Dios. Murió pobre y desnudo el 3 de
octubre de 1226. Dos años después fue canonizado por Gregorio IX.
Con el discutido Padre Elías, hay que recordar al menos los nombres de San
Buenaventura y de san Antonio de Padua, fieles al Santo. Y también, entre
las clarisas, a su predilecta Santa Clara. Un capítulo merecerían también
los terciarios franciscanos, entre los que figuran Santa Rosa de Vitervo,
Santa Margarita de Cortona, la beata Angela de Foliño y tantos otros.
En los mismos años, y con un espíritu similar a San Francisco aunque
también con su muchas diferencias, Santo Domingo (1170-1234) poco a poco
termina por ser jefe de una comunidad de misioneros diocesanos. Aceptando la
regla de San Agustín, la adapta con la acentuación de la oración y de la
pobreza, y es también aprobada por Inocencio III, naciendo los Dominicos,
la Orden de los Hermanos Predicadores. Ya en el mismo nombre Ordo
Fratrum Praedicatorum está marcado el esbozo de su vida.
De la vida de Santo Domingo no se sabe mucho, se le conoce casi únicamente
por su obra. Nace en Castilla, es sacerdote miembro de un capítulo
catedralicio. Desde 1204 anduvo con su Obispo por el mediodía de Francia,
donde conoce la herejía cátara y lucha contra ella. Aunque de
momento fracasó en esta primera misión, sí aprendió de ella que la verdad
cristiana no podía imponerse por la fuerza, sino que, como aprendió de los
mismos herejes, había que emprender una misión de evangelización itinerante
en la pobreza, erigiendo casas e institutos para la educación de muchachas
y para la formación de predicadores. De esta predicación contra los herejes
nació una agrupación, una orden de sacerdotes que, según la idea de Domingo,
sin atenerse a ninguna iglesia concreta, viviendo de la mendicación, debía
dedicarse al cuidado pastoral bajo la dirección del Obispo diocesano.
Inocencio III les exigió la aceptación de una regla. Aceptada la regla de
los agustinos, Honorio III la confirmó después en 1216. La predicación era
la tarea principal de la orden. Desde Tolosa, donde él residía, Santo
Domingo enviaba a sus hermanos, de dos en dos, a predicar por las ciudades.
Pero como para la predicación de la fe (contra los herejes) se requería una
formación teológica, numerosos hermanos se dirigieron a París a estudiar
teología. El primer capítulo general adoptó la regla de rigurosa pobreza de
San Francisco y así los Dominicos formaron la segunda gran orden mendicante.
Santo Domingo murió el 6 de agosto de 1221 en Bolonia.
Después de la primera aprobación papal, Santo Domingo envió desde Tolosa
frailes a París y España, con lo que manifestaba su voluntad de hacer de sus
misioneros diocesanos predicadores de toda la Iglesia. En los últimos años
de su vida, él mismo viajó incansablemente de nación en nación, logrando
establecer la orden en Italia, Alemania e Inglaterra. En sus viajes recogió
experiencias y pudo defender los planes de evangelización interior y
exterior, asegurando además la aceptación de sus frailes en las
universidades, sobre todo de París y Bolonia. Este era para él un punto de
capital importancia, ya que su primer encuentro con los cátaros del sur de
Francia le había convencido de que la predicación requería un sólido saber
teológico, no sólo para sostener la controversia, sino también para la
catequesis dentro de la Iglesia. La intención de renovar la predicación de
la fe cristiana, partiendo de la teología, ganó para Santo Domingo a muchos
compañeros procedentes de las universidades.
La constitución de los Dominicos recalcaba la pobreza de los individuos y la
de la comunidad. Habían de vivir de la limosna, rechazando rentas fijas y
bienes raíces. Las iglesias debían ser tan sencillas como las de los
primeros tiempos de los cistercienses. Se fundaban sobre todo casas en las
ciudades universitarias, en las episcopales y en las de comercio activo.
Allí se hallaban los campos para las vocaciones, para la acción pastoral,
para el estudio y para el mismo sustento material. Se señala igualmente la
estricta subordinación al Papa y al episcopado de cada nación.
Santo Domingo imprimió a su orden los rasgos de su propio carácter. El vivió
"según la regla de los Apóstoles", fue "un hombre del Evangelio, que siguió
las huellas de su Redentor", como escribió Gregorio IX en la bula de
canonización. Pero no sólo quiso realizar en su propia vida este espíritu
evangélico, sino que "como hombre de la Iglesia" quiso anclar en ella las
formas de la vida apostólica de su orden. Conocía el derecho canónico y
afirmaba el universal poder jurisdiccional del Papa: Evangelio e Iglesia
jerárquica formaban para Santo Domingo una unidad.
En el mismo siglo XIII surgió una nueva orden mendicante, la de los eremitas
de San Agustín. En 1238 comenzaron a regresar a Europa, procedentes de
Tierra Santa, muchos monjes Carmelitas, (por proceder del Monte
Carmelo). En Occidente se transforman en una orden comunitaria y mendicante.
Características esenciales de las órdenes mendicantes, que diferencian al
fraile del monje, son la pobreza no sólo individual sino comunitaria: no
sólo el fraile no puede poseer nada, sino que tampoco puede poseer nada la
comunidad (aunque las dificultades prácticas hizo que esto desapareciera muy
pronto, al comienzo del siglo XIV); una segunda característica es la
importancia dada a la actividad pastoral y, por consiguiente, el abandono de
la estabilidad en el convento; los frailes son misioneros itinerantes; esto
exige una mayor centralización del gobierno; todas ellas cuentan con la
institución de una tercera orden, llamando a los laicos a colaborar
en el apostolado y mostrándoles la posibilidad de una vida cristiana
perfecta en su propio estado.
Un mérito singular de las órdenes mendicantes es haber encauzado en la
justa dirección las aspiraciones confusas de muchas gentes de aquel momento,
mostrándoles que la práctica de una verdadera pobreza se podía vivir
dentro de la Iglesia, aunque la Iglesia viviera en aquel momento, bajo
Inocencio III, en el apogeo de su poder y riqueza. Esto es algo que no
entendieron los Cátaros, los Valdenses y tantos otros herejes de aquella
época, que para vivir la pobreza se colocaron fuera de la Iglesia, en
oposición a ella. Otro mérito de las órdenes mendicantes es su actividad
misionera itinerante. Hasta ellos, los monjes se apoyaban en la propiedad
de un territorio, que era la base de la vida social, política, de donde no
se movían, esperando a quienes quisieran acercarse a ellos pidiendo un
servicio religioso. Estos monjes se imponían por su prestigio y eran más
temidos que amados. Los frailes, en cambio, se adaptaron a las condiciones
de la sociedad; se alejan de toda propiedad inmobiliaria, que ha perdido la
importancia que antes tenía; más libres ahora, se mueven con mayor
facilidad; no esperan que los hombres vayan hasta ellos, sino que son los
frailes quien salen en busca de los hombres; se dirigen a todo el pueblo,
niños, soldados, herejes, predicando incluso fuera del templo, en las
plazas o lugares públicos. Son más amados que respetados, cosa que más bien
no les interesa.
[1] Esta es el
acta fundacional: "Sea conocido, por tanto, a todos los que
viven en la unidad de la fe de Cristo, que por el amor de nuestro
Señor y Salvador Jesucristo traspaso de mi señorío al de los Santos
Apóstoles Pedro y Pablo la ciudad de Cluny juntamente con el feudo,
la capilla en honor de María Bienaventurada Madre de Dios y San
Pedro, príncipe de los apóstoles, juntamente con todo lo que les
pertenece: villas, capillas, siervos y siervas, viñas, campos,
prados, bosques, aguas y desagües, molinos, rentas e ingresos,
tierras labradas y por labrar en su integridad. Yo Guillermo y mi
esposa Ingelborda donamos todas estas cosas a los mencionados
apóstoles..En Cluny se construirá un monasterio regular, donde los
monjes sigan la orden de San Benito...Cada cinco años deberán pagar
a la Iglesia de los apóstoles de Roma cinco sólidos para su
iluminación...Los monjes no estarán sujetos a nosotros, nuestros
padres, el poder real o cualquier otra autoridad terrestre".