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Historia de la Iglesia Edad Media: 4. ORIENTE SE SEPARA DE ROMA

 

Emiliano Jiménez

Páginas relacionadas 

 

1. Recelos y diferencias

2. Los iconoclastas

3. Cisma de Focio

4. Cisma definitivo de Miguel Cerulario

 

Historia de la Iglelsia Edad Media

 

 

a) RECELOS Y DIFERENCIAS

 

Durante varios siglos, al menos a partir del VI, la Iglesia Oriental siguió su propio camino, cada vez más alejada de Occidente. La separación se fraguó a base de muchos elementos que, sumados, acabaron en el cisma definitivo del 1054. El mismo carácter de griegos y latinos les distanciaba. Los griegos son más teóricos, orgullosos de su superioridad intelectual, propensos a las sutilezas...; los latinos se muestran más prácticos, amantes del derecho, más sobrios y positivos...Los Orientales desprecian a los Occidentales como bárbaros; los romanos devuelven el desprecio, acusando a los griegos de orgullosos y presuntuosos. Sin absolutizar estas notas caracteriales, en las relaciones de las dos Iglesias, el talante de las dos Iglesias era raíz de recelos y malentendidos.

La diversidad de lengua acentuaba la recíproca incomprensión. En Roma no se estudia ya el griego y en Constantinopla se ignora el latín. Lo mismo ocurre con el culto y la disciplina eclesiástica. En Occidente la Iglesia se ha sentido fuertemente influenciada por el derecho y costumbres germanas, que Oriente no llegó siquiera a conocer. Fiestas, días de ayuno, hábito eclesiástico, leyes matrimoniales eran distintas en una y otra parte de la Iglesia.

La Iglesia Oriental -greco bizantina- logró una síntesis teológica y una organización altamente desarrolladas en la Edad Antigua. Pero se quedó ahí estancada, sin vivir todo el proceso que vive la Iglesia de Occidente en la Edad Media. La Iglesia de Oriente, durante estos siglos, vive anclada en la tradición antigua. No se producen ni modificaciones ni avances en la reflexión teológica, en las formas de culto o en la organización eclesiástica. La presencia y presión sobre sus fronteras del Islam lleva a la Iglesia de Oriente, como forma de defensa y de autoafirmación, a replegarse sobre sí misma, acentuando los valores de su tradición. Constantinopla, capital del cada vez más reducido Imperio de Oriente, constituyó durante toda la Edad Media, gracias a la solidez de sus muros, la valla protectora que defendió al Occidente cristiano de las oleadas de "infieles".[1]

Con relación al Primado, la Iglesia de Oriente reconocía una cierta primacía a la Sede Romana, pero reducida a un Primado de honor, rechazando las pretensiones romanas de intervenir en cuestiones locales. La autoridad suprema, para la Iglesia oriental, no la tiene el Papa, sino que la poseen colegialmente los cinco patriarcados: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Las Iglesias de Oriente tuvieron, pues, desde muy pronto una gran independencia de la Iglesia de Occidente. Especialmente por su fundación apostólica, gozaban de ciertos derechos particulares. Esto hace que, a pesar de mantenerse la comunión de fe entre Oriente y Occidente, las culturas de ambas mitades del Imperio vivieron bastante distanciadas. Constantino levantó, para capital de todo el Imperio, una nueva ciudad junto al Bósforo. La llamó "nueva Roma", aunque muy pronto cambió su nombre por el de Constantinopla en honor a su fundador. Este traslado de la capital imperial supuso para los papas una mayor independencia, pero muy pronto surgieron las envidias del patriarca de la "nueva Roma" en relación al Papa de Roma. El crecimiento por separado tuvo un fundamento político en esta rivalidad entre la nueva Roma y la vieja Roma. En concreto, la rivalidad del todavía joven patriarcado de Constantinopla con el primado de Occidente hizo que tal situación penetrara de inmediato en el ámbito eclesiástico.

El patriarca de Constantinopla se oponía al dominio supremo del Papa en la Iglesia. Pretendía para sí la suprema autoridad eclesiástica en todo el Oriente, con independencia del romano Pontífice. Pero, mientras acentuaron su independencia eclesiástica de Occidente, las Iglesias de Oriente se vieron cada vez más dependientes del Emperador. Al Emperador, el rey-sacerdote según el orden de Melquisedec, se le reconocía como el único representante de Dios, con autoridad incluso sobre la Iglesia, aunque los "asuntos internos" de la Iglesia quedaran reservados a la jerarquía. Pero, en realidad, la teología, la liturgia, el culto y la administración de la Iglesia están en manos del Emperador (es el cesaropapismo)[2]. Por eso la firme actitud tomada por los Papas romanos con ocasión del Iconoclasmo -y en otras controversias dogmáticas- contra los emperadores bizantinos agudizó la separación entre el Emperador y el Papa y, consecuentemente, entre ambas Iglesias.

Es cierto que el Oriente, a pesar de la ingerencia del Emperador, al mantenerse cerca del cristianismo primitivo, conservó una significativa piedad litúrgico-sacramental. Pero la identidad de la Iglesia de Oriente se fue perdiendo. La autonomía, que reclama respecto a Occidente, no le dio un sentido crítico respecto a la dependencia del Emperador. La exigencia de libertad desde Roma provocarían las tensiones y luchas que marcan los siglos VIII-XI. La historia de estos cuatro siglos es la historia de un conflicto, es decir, de las tensiones, malentendidos y divergencias entre Roma y Constantinopla [3]. En los cánones del Concilio Quinisexto (692) quedó reflejada la profunda aversión de la Iglesia Oriental por las costumbres eclesiásticas de Occidente. Y este conflicto, nunca resuelto, se sellará con el drama de la separación en el año 1054, excomulgándose mutuamente.

Este conflicto se agudizó con la fundación de los Estados pontificios a base de los territorios bizantinos en Italia, que los emperadores bizantinos no dejaron de pretender como propios. La alianza del Papa Esteban II (752-757) con los francos (con Pipino y con Carlomagno) tuvo una gran repercusión en las relaciones de Oriente y Occidente. Por entonces, Italia pertenecía nominalmente al Imperio de Oriente; en Rávena residía el representante del Emperador, aunque su influencia política se había debilitado enormemente. Pero, no obstante esta pérdida de poder real, el Papa continuaba siendo súbdito político de Bizancio. Pero, al coronar el Papa a Pipino y, más tarde, a Carlomagno, estaba rompiendo de hecho con Bizancio, transfiriendo al rey de los francos y a su casa el título de patricius, hasta entonces exclusivo del Emperador de Bizancio y, lo mismo, la función protectora, antes propia del exarca de Rávena. El Papa se colocaba políticamente bajo la protección de los reyes francos. Los francos ocuparon el lugar de los "griegos", con la diferencia de que los francos sentían una profunda veneración por Pedro, el portero del cielo y, por ello, reconocían realmente a sus sucesores, los Papas, sentimientos que no tenían los orientales.

Desde el comienzo del siglo VIII hasta la ruptura hay tres momentos de especial intensidad y violencia en las relaciones Roma-Constantinopla: la lucha de las imágenes, las controversias bajo el patriarcado de Focio y el cisma definitivo de Miguel Cerulario.

Historia de la Iglelsia Edad Media:

b) LOS ICONOCLASTAS

El culto de las imágenes es tan antiguo como la Iglesia. Pero la veneración a las imágenes de Jesucristo, de la Virgen y de los santos, adquirió, con la paz constantiniana, una espléndida floración en todas las artes plásticas, sobre todo en la pintura y en la escultura. Desde el siglo IV, las imágenes cobran diversos sentidos; son un medio de embellecer los templos y basílicas, a la vez que instruyen  y estimulan la devoción de los fieles. Algunas imágenes se hacen famosas, como la del Salvador del Sancta Sanctorum del Laterano. Pero desde muy pronto el culto o veneración de las imágenes estuvo expuesto a ciertos riesgos. San Gregorio I señala ya sus cautelas y advertencias.[4]. El riesgo de desviaciones supersticiosas era obvio y de hecho se dieron abusos. Ya el concilio de Elvira advierte sobre estos peligros. En este contexto aparece el problema de la iconoclasia en el siglo VIII. El culto de las imágenes se había desarrollado sobre todo en la Iglesia griega, aunque siempre hubo en Oriente enemigos de este culto, por temor a caer en la idolatría. La lucha contra el culto de las imágenes durará más de un siglo. En realidad no es una lucha entre Oriente y Occidente; es más bien una lucha interna de la Iglesia Oriental, que se defiende de la ingerencia imperial, sin embargo tuvo graves repercusiones para las relaciones de Oriente y Occidente. Roma sufrió varias represalias por su defensa de la Ortodoxia con lo que se la empujó a buscar apoyo en los Francos, desligándose de Oriente.

La primera medida contra el culto de las imágenes la dio el emperador León III (717-741), que en el 726 dio un edicto exigiendo quitar las imágenes de las iglesias y cubrir las pinturas y mosaicos. En el año 730 el Emperador depone al patriarca Germán de Constantinopla y lo sustituyó por el patriarca Anastasio, con cuyo consentimiento promulgó otro decreto ordenando que las imágenes fueran destruidas, comenzando por la veneradísima imagen del Salvador de la misma puerta del palacio imperial. Las razones aducidas para explicar esta actitud iconoclasta son muchas, pero, en el fondo, la raíz es teológica: representar a Cristo en imágenes era insistir demasiado en su humanidad, corriendo el riesgo de caer en el nestorianismo, que separa las dos naturalezas de Cristo de tal modo que hay que admitir la existencia de una persona humana en Cristo. Otro motivo que movió a León III -secundado o secundando a los Obispos de Asia Menor- fue el hecho de que el Imperio bizantino se hallaba rodeado de musulmanes, que son enemigos de la representación de Dios en imágenes. Por ello pensó que, destruyendo las imágenes, podía reconciliar a los musulmanes con el cristianismo y liberar al Imperio de las guerras de religión. Y quizás no menos importante fue el deseo de reducir la influencia enorme de los monjes y apropiarse de sus bienes.

León III aplicó drásticamente el decreto. Los iconos desaparecieron de las iglesias, los frescos fueron cancelados, los ornamentos litúrgicos con reproducciones artísticas fueron confiscados, las reliquias se quemaron. La reacción del pueblo y de los monjes fue violenta. El poder y la influencia de los monjes, defensores de las imágenes, no era únicamente de orden espiritual, sino también social y económico, por el alto número de monjes y por la enorme riqueza de los monasterios. La gran masa de los fieles estaba con los monjes. Sólo una minoría del clero estaba con el emperador en contra de las imágenes. Pero a la violenta reacción del pueblo el emperador respondió con toda severidad, apoyándose en el ejército. Hubo destierros, prisión, castigos corporales, etc. La persecución afectó sobre todo a los monjes y sus monasterios, pero también se dirigió contra las mismas imágenes y los templos. Además del sacrificio de personas, monjes y también monjas martirizadas, fueron innumerables las obras valiosas de arte destruidas. En favor del culto de las imágenes se levantó, desde Jerusalén, la voz de San Juan Damasceno, -árabe de noble familia, criado en la corte del califa que, finalmente siguió en Jerusalén su vocación de monje-, la figura más brillante del pensamiento en la Iglesia Oriental de todo el siglo. En su escrito Orationes pro sacris imaginibus escrito entre los años 726-730 y en otros tratados elaboró una inicial teología sobre el culto a las imágenes y reliquias. En Occidente la cuestión doctrinal ya la había solucionado San Gregorio Magno: "Una cosa es adorar las imágenes y otra distinta venir en conocimiento, por medio de ellas, de lo que se debe adorar. Lo que la Escritura es para el lector, eso mismo es la imagen para aquellos que no saben leer".

El Papa Gregorio II intervino amonestando al emperador que no se metiera en asuntos dogmáticos. Y su sucesor, Gregorio III (731-741), en el mismo año de su elección, convocó un sínodo en Roma en el que se amenazó con la excomunión la destrucción y profanación de las imágenes. El Emperador reaccionó contra el Papa confiscando el patrimonio de la Iglesia romana en Constantinopla y en la marca bizantina del sur de Italia, incorporando estos territorios a la jurisdicción del patriarca de Constantinopla.

Las medidas contra el culto de las imágenes fueron aún más duras bajo el sucesor de León III, Constantino V Coprónico (741-775). El Emperador, metido a teólogo, reunió sus ideas en un escrito remitido a todos los obispos, como preparación para un concilio. El miedo llevó a los 338 obispos a aprobar las ideas del Emperador. Se declaró ilícito el culto de las imágenes como idolátrico. Incluso las miniaturas de los códices se destruyeron en esta ocasión. Los defensores del culto de las imágenes, el ex-patriarca Germán y San Juan Damasceno, fueron excomulgados. Muchos monjes, ante la violenta persecución, huyeron a Occidente y algunos de ellos fueron martirizados, como el abad Esteban. Las reacciones de Roma para atenuar la obsesión contra las imágenes y las persecuciones no tuvieron ningún efecto. La condenación del Papa Esteban II del concilio llegó ya en los últimos años del reinado de Constantino y no cambió en nada la situación de Constantinopla.

A la muerte del Emperador, los monjes que habían huido pudieron volver, pues aunque seguían vigentes las disposiciones iconoclastas, León IV (775-780) se mostró más tolerante que su padre. Y, sobre todo al morir él, cambió la situación con su esposa, la emperatriz Irene, que tomó la regencia por su hijo menor de edad, Constantino VI (780-790). La emperatriz era devota de las imágenes, cuyo culto había practicado en secreto. Ella ordenó que cada cual pudiera fabricar y venerar las imágenes y con la colaboración del patriarca Tarasio de Constantinopla y con la aprobación del Papa Adriano I (772-795) convocó el Concilio ecuménico de Nicea (787) al que asistieron 350 obispos, muchos de ellos arrepentidos de la participación en el sínodo del 754. Inaugurado en Constantinopla ante la princesa Irene y su hijo, el concilio fue interrumpido por una algarada militar organizada por los iconoclastas; el Concilio se trasladó a Nicea. En él se repudió el sínodo iconoclasta del año 754 y, en base a la tradición, se declaró legítimo el culto y veneración de las imágenes, "porque esta veneración va dirigida a quienes representan".

El concilio de Nicea fue un gran éxito en el campo religioso y en el político. En él quedó fijada la doctrina sobre las imágenes como patrimonio común de la Iglesia. Por otra parte Oriente y Occidente se sintieron unidos por un tiempo. Las actas del concilio habían sido firmadas, antes que por los obispos orientales, por los Legados del Papa. El Papa Adriano trabajó, pues, para que el Concilio fuera reconocido en todo Occidente. Pero encontró una fuerte oposición en Carlomagno. Esta oposición se debió, por un lado, a una deficiente traducción de las actas del Concilio, en la que no se distinguía bien entre veneración y adoración. Y, por otro lado, la oposición de Carlomagno se debió a su oposición a Bizancio, dada su aspiración a ser el protector supremo de la Iglesia. Carlomagno no aceptaba como obligatoria para toda la Iglesia una decisión en la que no había tomado parte la iglesia franca. Hizo, pues, examinar las actas de Nicea a Teodulfo de Orleans y hacer una amplia crítica (Libros carolinos), en la que se repudiaba tanto el sínodo iconoclasta del 754 como el Concilio de Nicea; el primero porque consideraba ídolos a las imágenes y el segundo porque mandaba tributarles adoración. Su decisión era: las imágenes ni se deben destruir ni adorar, porque son un ornamento de las iglesias y sirven para recordar acontecimientos pasados. Estos libros fueron enviados al Papa Adriano, quien defendió de nuevo el Concilio de Nicea. Carlomagno volvió a rechazar el Concilio y el Papa no insistió, pero una vez hecha una buena traducción de las actas el Concilio fue aceptado también en Francia.

Pero Irene es desposeída del trono en el año 802, muriendo al año siguiente. En este período Teodoro, abad del monasterio de Studios, al frente de sus mil monjes, se destacó con sus escritos en defensa de las imágenes. Pero en el año 815 el Emperador León V el Armenio (813-820) renovó los decretos iconoclastas, con graves consecuencias para los monjes y con la destitución del patriarca Nicéforo de Constantinopla. La misma situación se prolongó con los emperadores Miguel el Tartamudo (820-829) y Teófilo (829-842). Sólo cambió esta situación gracias, una vez más, a una mujer, la emperatriz Teodora, madre de Miguel, que en su calidad de regente renovó los decretos nicenos, que permitían el culto de las imágenes, en el sínodo celebrado en Constantinopla en el 843 con la ayuda del patriarca Metodio, que ostentaba en su mismo rostro las heridas que le habían infligido por su fidelidad al Concilio de Nicea. Como recuerdo del triunfo del culto de las imágenes se instituyó la fiesta de la ortodoxia, celebrada por primera vez el 11 de marzo del 843 en la basílica de Santa Sofía

Con la victoria de los defensores del culto a las imágenes, la Iglesia de Oriente vivió una etapa de renovación espiritual y un nuevo florecimiento artístico. Los monjes conocieron un momento de gran esplendor. Pero la lucha iconoclasta dejó un saldo muy negativo: la lucha firme de los Papas contra los Emperadores favoreció la alianza entre el Papado y los Francos y ahondó la separación de Roma y de Bizancio.

 Historia de la Iglelsia Edad Media: Cisma de Focio

c) CISMA DE FOCIO

El éxito de los monjes en la lucha de las imágenes, les hizo sentirse fuertes, considerándose la conciencia de la Iglesia y los censores de los Obispos y de cuantos se habían doblegado a la voluntad de los emperadores. Exigían que en la designación de Obispos se excluyera a cuantos se habían opuesto al culto de las imágenes. El Patriarca Metodio, que quiso optar por una vía moderada en la provisión de las diócesis, se encontró con la abierta oposición de los monjes. Las medidas tomadas contra los monjes por Metodio sólo lograron consumar la división entre el patriarcado y los monjes. Las consecuencias fueron inmediatas. Los monjes, apoyados por la emperatriz Teodora, forzaron la elección como patriarca de Constantinopla del monje Ignacio, hijo del Emperador Miguel II. Ignacio era muy piadoso, pero muy poco político. Ignacio aceptó los rumores de que Cesar Bardas vivía incestuosamente con su nuera, viuda, y actuó con firmeza, negándole públicamente la comunión el día de Epifanía. Casar Bardas, ciertamente llevaba una vida escandalosa, pero era tío del Emperador Miguel III. A Ignacio se le obligó a dimitir en el 858, deportándolo a la isla de Terebinto. Para ocupar la sede patriarcal fue elegido Focio, que era Secretario de Estado y comandante de la guardia imperial, el hombre más sabio de todo Oriente en aquel tiempo.

Focio era un gran político, hábil y astuto. Para quienes deseaban un cristianismo más flexible, Focio era el patriarca ideal. Como, al momento de su elección, era laico, en cinco días recibió todas las órdenes de manos del arzobispo de Siracusa, Gregorio Asbetas, que había sido anteriormente excomulgado por el patriarca Ignacio. Pero Ignacio tenía muchos partidarios, sobre todo entre los monjes, que no estaban de acuerdo ni con su abdicación ni con la nueva orientación eclesiástica de Focio. Estos se reunieron en la iglesia de Santa Irene y declararon a Focio usurpador del patriarcado, lo depusieron y excomulgaron, restituyendo a Ignacio como patriarca. Por su parte, Focio y los suyos, en otro sínodo celebrado en la iglesia de los Santos Apóstoles, excomulgaron a Ignacio y a sus partidarios (859).

Ante esta situación, el Emperador Miguel III invitó al Papa Nicolás I a enviar Legados para que un Concilio solucionara el asunto. Al mismo tiempo, Focio escribió su "carta sinódica" explicando al Papa las circunstancias de su elección y consagración y de la "dimisión" de Ignacio, precedida de una profesión de fe. La ortodoxia de Focio no suscitó sospechas en Roma, pero sí las circunstancias de todo lo ocurrido. El Papa mandó dos Legados, que se dejaron atraer por Focio, sancionaron la sentencia de deposición de Ignacio dictada, que significaba el reconocimiento de Focio como Patriarca, en contra de la expresa voluntad del Papa Nicolás I, que se había reservado para sí la sentencia. Los partidarios de Ignacio recurrieron al Papa. Y Nicolás I destituyó a los Legados y declaró a Focio privado de toda dignidad eclesiástica. En caso de desobediencia, Focio y sus partidarios serían excomulgados. Al mismo tiempo se mandaba reponer a Ignacio en su sede.

La sentencia del sínodo romano no tuvo efecto alguno, porque Focio contaba con el apoyo imperial, que reclamó ante el Papa. Nicolás I se mantuvo firme en su decisión, aunque dispuesto a revisar el asunto si Focio e Ignacio le enviaban a Roma sus legados. Pero, al anexionar la Iglesia romana los territorios de Bulgaria, los bizantinos se indignaron y Focio rompió la comunión con Roma. En una carta dirigida a los tres patriarcas de Oriente (867), Focio lanzó graves acusaciones contra los latinos, sobre las costumbres introducidas entre los búlgaros y sobre sus doctrinas heréticas acerca de la procesión del Espíritu Santo (filioque). En ese mismo año 867 se celebró un sínodo oriental en presencia de la corte imperial, que contra todo derecho depuso y excomulgó "como herético y davastador de la viña del Señor" al Papa Nicolás I, quien murió antes de que le llegara la noticia. Pero el cisma estaba consumado. Todo el Occidente estaba con el Papa y Oriente con Focio y el Emperador Miguel III, que también había escrito una carta en tono insultante y arrogante contra Roma, contra el latín y contra todo lo romano.

Pero también la situación de Focio cambió de repente. Diez días después de la muerte del Papa, Focio era depuesto. Basilio el Macedonio se apoderó del Imperio, después de haber asesinado a Miguel III y a su tío Bardas. A los pocos días de su coronación, el emperador obligó a dimitir a Focio y repuso como patriarca a Ignacio. En colaboración con el Papa Adriano II (867-872), el Emperador convocó un concilio ecuménico para Constantinopla. El Papa envió tres Legados para presidirlo. Los participantes, muy pocos en realidad, condenaron y excomulgaron a Focio y a sus partidarios, reduciendo al estado laical a los eclesiásticos ordenados por él. Pero en el mismo Concilio, los Legados pontificios tuvieron que sufrir la aversión de los Orientales por los latinos. El mismo patriarca Ignacio se negó a conceder a Roma la jurisdicción de los búlgaros.

Focio siguió intrigando y se ganó las simpatías del emperador Basilio, que le nombró maestro de sus hijos. Se reconcilió incluso con el patriarca Ignacio. De aquí que, al morir Ignacio, Focio volviera a ocupar la sede de Constantinopla (877). En el año 879 se reunió un sínodo en Constantinopla (sínodo fociano), en el que se borraron las anteriores condenas contra Focio. El Papa Juan VIII reconoció a Focio, con algunas reconvenciones, y lo mismo hicieron sus sucesores, a pesar de que Focio, en su Mystagogia Spiritus Sancti, emprendió de nuevo la polémica contra los latinos. Este éxito obtenido por Focio no hacía presagiar su próximo y definitivo fracaso. Pero en la política del Imperio bizantino lo imprevisible era la clave de su propio devenir. El nuevo Emperador, León VI el Filósofo, aunque había tenido a Focio como maestro, lo depuso para conferir la dignidad del patriarcado a su propio hermano de dieciséis años, el príncipe Esteban. Focio fue recluido en el monasterio de Skepe, donde vivió oscuramente, dedicado al estudio y composición de sus libros hasta su muerte en el año 892.

Focio y los episodios de su vida constituyen una etapa más en el proceso de ruptura entre Roma y Constantinopla. Esta vez el cisma se debió abiertamente al rechazo de Bizancio a reconocer a Roma el derecho de intervenir como última instancia en una cuestión de la Iglesia de Constantinopla. Esto se consideró como una ingerencia indebida de un patriarca en los asuntos de otro patriarca. Incluso después de la reconciliación con Roma, los bizantinos no cambiaron sus ideas.

Historia de la Iglelsia Edad Media:  Cisma definitivo

 

d) CISMA DEFINITIVO DE MIGUEL CERULARIO

La división de la Iglesia de Oriente y de Occidente se superó en tiempo de Focio. Pero entre ambas Iglesias no volvió a reinar una verdadera comunión [6]. El distanciamiento tenía raíces muy hondas y se acentuaba cada vez más. Diversidad de lengua, de carácter, de costumbres eclesiásticas, de liturgia e incluso, en algunos puntos, de teología. Durante siglo y medio las dos iglesias contemporizaron, en parte debido a la decadencia del Papado en el "siglo de hierro" de la Iglesia latina, que no permitía al papado mantener una actitud rígida frente a Oriente y, por otra parte, con la decadencia de la dinastía carolingia desapareció uno de los principales motivos del antagonismo entre Oriente y Occidente. Otro hecho contribuyó a mantener los lazos entre ambas Iglesias. El Emperador León VI, al morir su tercera esposa, quiso contraer cuartas nupcias, pero se vio obstaculizado en su deseo por el patriarca Nicolás, el místico, que le prohibió la entrada en la iglesia [7]. En este conflicto el Emperador recurrió al Papa Sergio III (904-911), que le dio la razón contra el patriarca, concediéndole la dispensa. Nicolás fue depuesto y recluido en un monasterio. En su lugar se entronizó a otro monje, Eutimio, que aceptó la situación, pues tratándose del Emperador, la excepcionalidad lejitimaba los hechos consumados.

Una ruptura de Oriente respecto a Occidente sin el apoyo del Emperador resultaba imposible. Había que esperar unas circunstancias más propicias, aunque, en la práctica, a partir de la segunda mitad del siglo X, cuando el papado se unió a la dinastía otoniana, Bizancio ya estaba separado de Roma. La coronación imperial de Otón el Grande en el año 962 significó para Bizancio lo mismo que la coronación de Carlomagno en el año 800. El pontificado quedaba sometido a otra potencia y, por tanto, Bizancio no podía pensar en el ejercicio de ninguna autoridad sobre Occidente. Bastó la decisión de un solo hombre para que la división se consumara. Y este hombre fue Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla desde 1043 a 1058.

Miguel Cerulario (mercader de la cera) desde muy joven se había dedicado a la política, con aspiraciones al trono imperial. Personalidad singular, autoritario, poco atractivo, pero ambicioso e impulsivo, Cerulario participó en una conjura contra el Emperador Miguel IV. Descubierta la conjura, Cerulario fue desterrado. Se hizo monje y entonces encauzó sus ambiciones hacia el campo religioso. Fue elegido patriarca por el Emperador Constantino IX, el Monómaco. Investido de la dignidad patriarcal, en su arrogancia no se sentía "inferior ni a la púrpura  ni a la diadema". Aspiraba a ser el "Papa de Oriente".

Cerulario  desató su ofensiva contra los latinos, planteando un problema en el que sabía que iba a ser secundado por el pueblo: la defensa de los ritos. Encargó dos escritos o libelos en los que se denunciaban los errores de los latinos, como comulgar con pan ázimo, comer carnes sofocadas, suprimir el aleluya en Cuaresma, ayunar en sábado o no llevar barba los sacerdotes, etc. A pesar de la poca importancia de las acusaciones, logró que Roma contestara a estos ataques poniendo de manifiesto los errores de los griegos. El cardenal Humberto, hombre completamente entregado a la reforma de la Iglesia, inteligente y de firme carácter, pero de muy escasa diplomacia, fue el encargado de ello. Comenzó por señalar el primado del romano Pontífice, acusando luego a los griegos de adúlteros y de nicolaítas por admitir el sacerdocio de los casados y de macedonianismo por haber suprimido el filioque del Credo.

Cerulario respondió cerrando las iglesias de los latinos en Constantinopla. Los encargados de hacerlo llegaron a pisotear las formas consagradas por los latinos. El Emperador Constantino IX, partidario de la alianza con Roma, pidió al Papa León IX que enviara Legados a Constantinopla. Fueron elegidos Humberto da Siva Cándida y el arzobispo de Amalfi, Pedro de Lorena, futuro Papa Esteban IX, que era tan intransigente o más que Humberto. Llegados a Constantinopla estos dos Legados papales, se dejaron arrastrar a discutir las minucias bizantinas. El patriarca Cerulario se mostró despótico con los Legados pontificios y soliviantó al pueblo contra ellos, llegando a prohibirles celebrar la misa en Constantinopla. Ante esta situación, Humberto recurrió a medidas extremas. Seguros de la aprobación del Papa -quien había muerto ya el 19 de abril-, el día 16 de julio de 1054 depositaron sobre el altar de Santa Sofía, ante el clero y el pueblo reunido para los oficios religiosos, una bula de excomunión contra el patriarca Cerulario, redactada por Humberto en términos durísimos, acusándolo de arriano, donatista, nicolaíta, pneumatómaco y maniqueo. Depositada la bula, se marcharon de la ciudad. Los Legados esperaban que Cerulario se sometiese o que fuese depuesto por el Emperador. Pero se equivocaron. El pueblo estaba de su parte. Constantino IX, preocupado por su política del sur de Italia e interesado, por ello, en la alianza con Roma, quiso arreglar el asunto, pero un motín popular suscitado por Cerulario contra él le disuadió de ello. Una tentativa de mediación del santo Patriarca Pedro de Aquitania también fue rechazada por Cerulario. La bula de excomunión fue quemada en la plaza pública.Y en un sínodo reunido por Cerulario se rubricó el final de la ruptura "hiriendo con el anatema a cuantos blasfemaron contra la fe ortodoxa".

El ejemplo de Constantinopla fue seguido muy pronto por todas las demás iglesias de Oriente. Los pueblos evangelizados por los Orientales -Serbia, Bulgaria, Rusia, Rumania, etc- siguieron su ejemplo. La división estaba consumada. Luego el abismo de separación entre Oriente y Occidente aumentará aún con ocasión de las Cruzadas, sobre todo cuando los francos saquearon Constantinopla en el año 1202. El 7 de diciembre de 1965 el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras anularon las respectivas excomuniones, pero el cisma aún perdura.



     [1] El Islam, entre los años 640 y 690, invadió, haciendo desaparecer, los gloriosos patriarcados de Jerusalén, Antioquía y Alejandría. Esto hizo que el Patriarca de Constantinopla se convirtiera en cabeza, sin rivales, de la Iglesia de Oriente.

     [2] Frente al cesaropapismo reaccionaron, reclamando la independencia de la Iglesia, San Juan Crisóstomo en el s. V, Máximo el Confesor en el VII, Juan Damasceno en el VIII, Teodoro Estudita en el IX y los monjes en general. Pero muchos Obispos y el clero inferior con frecuencia fueron simples instrumentos del poder imperial.

     [2] A finales del siglo VI el Patriarca de Constantinopla se arrogó el título de patriarca ecuménico, contra lo que protestó Gregorio Magno, que desde entonces quiso llamarse servus servorum Dei.

     [2] Cartas IX, 105;XI,13.

     [2] El filioque introducido en la fórmula del Credo en Occidente en el siglo V para indicar la procesión del Espíritu Santo, del Padre y del Hijo, la introdujo también en Francia Carlomagno. Los monjes francos residentes en el monasterio del Monte de los Olivos, en Jerusalén, también la usaron. Por esta innovación fueron considerados como herejes por los Orientales. El Papa León III, por consideración a los orientales, pidió a Carlomagno que se desistiera del uso del filioque, pero los francos no aceptaron el deseo del Papa. Más tarde, la misma Iglesia romana aceptó la fórmula en tiempo de Benedicto VIII en 1014.

     [2] Al comienzo del s. XI los patriarcas de Constantinopla cancelaron el nombre del Papa de los dícticos, es decir, de las listas de la plegaria litúrgica.

     [2] La disciplina canónica griega prohibía las terceras y cuartas nupcias.

 


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