Historia de la Iglesia Edad Media: VIII. ASPECTOS DE LA VIDA CRISTIANA
Emiliano Jiménez
1. Vida cristiana en la Edad
Media
2. La liturgia,
sacramentos y devociones
4. Formación y celibato del
clero
5. Arte medieval: del
románico al gótico
A) VIDA CRISTIANA EN LA EDAD MEDIA
Los primeros siglos de la Edad Media se caracterizaron, como hemos
visto, por el encuentro de la Iglesia con los pueblos germánicos. La
Iglesia, con su vocación misionera, y los pueblos germánicos, todavía
jóvenes, pero ávidos de una formación cultural y religiosa, estaban en
las mejores condiciones para entablar un encuentro fructífero. Las
Iglesia, en medio de los problemas de las invasiones del Islam, de la
separación de la Iglesia de Oriente, de sus confusas relaciones con el
Imperio, se va a dedicar fundamentalmente a la educación y
evangelización de los pueblos germánicos: bautizar a los que todavía
eran paganos y reconciliar con la Iglesia Católica a aquellos que habían
sido bautizados en el arrianismo antes de su penetración en las
fronteras del Imperio romano.
Al hablar de la cristianización de los pueblos nuevos, que configuran el
Occidente, nos referimos a la aceptación de la fe cristiana, en sus
aspectos externos, eclesiásticos. Los nuevos pueblos se bautizaron,
incorporándose así a la Iglesia. Pero esto aún no basta para decir que
eran cristianos. En sentido bíblico, la cristianización supone la
conversión a Cristo, que conlleva un cambio interior del hombre, que se
manifiesta en la asimilación del evangelio y en una nueva vida moral.
Esta conversión se expresa en un cambio de costumbres y actitudes, en el
arte que crea, es decir, en una nueva vida en todas sus dimensiones. La
conversión, en este sentido, supone un largo proceso. Estos nuevos
pueblos llegan al cristianismo con la carga de sus tradiciones y el
encuentro con la fe va a suponer para ellos una profunda transformación
en su forma de entender la vida y de vivirla. La acción pastoral de la
Iglesia lenta, continuada y perseverante dará abundantes frutos a lo
largo del milenio de la Edad Media en la liturgia, la vida sacramental,
la teología, el arte, en la vida singular de tantos santos y en la vida
comunitaria de las órdenes religiosas y en la misma sociedad.
El cristianismo, en los primeros tiempos del Medioevo, fue penetrando
muy lentamente. Esta penetración fue más difícil cuanto más cerca se
encontraba la evangelización de los ámbitos de la antigua civilización
con sus tradicionales concepciones y supersticiones paganas. Pero la
Iglesia y sus representantes, los obispos, juntamente con los monjes y
órdenes religiosas constituyeron un factor importante en la vida
pública de la Edad Media. La vida pagana fue adquiriendo en todas sus
manifestaciones rasgos cristianos. Ya en la primera Edad Media, los
hombres de la Iglesia crearon una vida cristiana en su aspecto exterior
y, poco a poco, también en su realidad interior. El curso del año se
dividió según las fiestas y tiempos del calendario cristiano. El curso
de la semana comenzó con el domingo cristiano, en el que todos los
fieles se congregaban para la Eucaristía. Posteriormente, la imagen de
la ciudad o del pueblo comenzó a caracterizarse por la Iglesia y su
torre o por un convento dentro de la ciudad o en las afueras y, también,
por los hospitales. En el siglo VI se introdujeron las campanas,
procedentes de Oriente (muy pequeñas hasta el siglo XI), que anunciaban
el comienzo de la misa y del oficio divino, señalando así la
distribución del día (el toque del ángelus sólo a partir del siglo XIV).
Las casas se adornaron con motivos cristianos: imágenes conmemorativas
de Jerusalén, donde surgió el culto de la cruz; imágenes de la
crucifixión, (en aumento desde los siglos IV/V). La literatura se ocupó
de temas cristianos, durante mucho tiempo de temas teológicos. Las leyes
comenzaron a llevar en su encabezamiento la confesión de fe en el Dios
trino; los procesos judiciales adoptaron el juramento cristiano.
Hacia el año 556 en el Imperio franco se prohibió el culto pagano público;
se prescribió por ley el descanso dominical y festivo. En el ámbito
estrictamente religioso se introdujo la confesión al comienzo de la cuaresma
y la práctica de la comunión tres veces o, al menos, una vez al año. Pero
también se extendió la práctica de la comunión dominical, que se hacía bajo
las dos especies y en la mano. La participación de los fieles en la misa
dominical varió mucho según el mayor o menor celo de los obispos y la
efectividad de los sínodos y sus correspondientes prescripciones legales.
La vida moral, desde luego, ofrecía en la Edad Media grandes contrastes.
Junto a manifestaciones de crueldad, de egoísmo, de inmoralidad y
desenfreno, se podían ver actos heroicos de sacrificio y desinterés, severas
penitencias y clamorosas conversiones. Al lado de príncipes desenfrenados se
encontraban reyes Santos: al lado de Federico II, un San Luis el Santo o un
San Fernando; al lado de mujeres livianas se podían ver ejemplos de santidad
como Blanca de Castilla o Isabel de Hungría...Frente al pillaje y al afán de
poder y de dinero, incluso entre los eclesiásticos, en la Edad Media se
multiplicaron las instituciones de beneficencia y las asociaciones
caritativas.
Para los pueblos jóvenes, la Iglesia se convirtió en "la fuente de toda la
tradición política y jurídica, de toda la formación, de toda la cultura y la
técnica...Aquí la Iglesia configuró el Estado y lo dominó, y con su espíritu
reguló la ciencia y el arte, la familia y la sociedad, la economía y el
trabajo" (Troeltsch). Pero también la vida religiosa y espiritual.[1] La
predicación
fue constante, acomodada a las necesidades de los fieles, reiterativa,
aunque más moralizante que teológica. La predicación era siempre instrucción
de adultos; en ninguna parte se habla de una catequesis para niños. Y,
como muchos sacerdotes eran bastante ignorantes, se trató de ayudarles en
esta misión con la publicación de homiliarios o colecciones de
sermones. Una amplia difusión tuvieron las homilías de San Beda el
Venerable. Para estimular la predicación y facilitar su cumplimiento,
Carlomagno urgió la composición de un homiliario a Paulo Diácono, monje de
Montecasino, con extensa utilización de textos patrísticos. Tanto en los
monasterios como en las demás iglesias se debe predicar todos los domingos y
días de fiesta.
El espíritu del cristianismo penetró toda la sociedad medieval. Desde
finales del siglo XI y principios del XII la cristiandad experimentó un
vigoroso impulso interior y espiritual, que abarcó todos los estamentos de
la Iglesia. El ideal de la vida apostólica primitiva para seguir a Cristo
según el Evangelio fue algo general. El espíritu de renuncia al mundo, como
reacción a la clericalización y secularización de la Iglesia, contagió a un
inmenso número de fieles. Es la época de las congregaciones y órdenes, que
ya hemos visto. Las órdenes mendicantes con su predicación sencilla,
penetrante, sugestiva e inspirada en el Evangelio suscitaron y alimentaron
esta intensa vida espiritual en el pueblo cristiano. Los terciarios
son la expresión de este deseo generalizado de vida evangélica. Sus miembros
permanecían en el mundo, pero se obligaban a la mortificación, a
determinadas oraciones y a obras de misericordia.
En el siglo XII, frente al orden feudal agrario, aparece la comunidad urbana
con sus estamentos de patricios y artesanos. Al tráfico internacional, cada
vez más creciente, de los ejércitos, mercaderes y estudiantes universitarios
se añadió la emigración campesina a la ciudad. En estas comunidades urbanas
tiene gran resonancia la predicación de los clérigos ambulantes, a los que
se unían grandes grupos de fieles, que les acompañaban en su itinerancia.
Muy pronto estos fieles no se conformaban con la "predicación del ejemplo";
querían también ellos "predicar a todo el mundo el Evangelio" con la
palabra. De la profesión privada de su fe, brota la profesión pública en
forma de predicación.
En el siglo XIII, con los terciarios, también se convirtieron en foco de
irradiación de vida espiritual otras congregaciones de seglares, como las
hermandades del santo rosario, del escapulario, hermandades marianas...
Entre estas nuevas congregaciones destaca la de Los hermanos de la vida
común, fundada por el docto Geert Groot de Deventer (+1384), quien
dejando la vida del mundo, se dedicó a predicar la penitencia. Su deseo de
vida interior le llevó a una piedad personal, fervorosa y mística, que se
llamó la devotio moderna, que él cultivó en el seno de un pequeño
grupo en íntimos coloquios.
Esta transformación interior, que dominó directamente toda la vida
medieval, elevándola a su máxima altura y florecimiento, fue luego la causa
de la decadencia religiosa y eclesiástica. Al surgir una nueva cultura y
forma de vida necesariamente, con el rechazo de la anterior, rechazó también
el mensaje cristiano, tan unido a las formas de vida anterior. Cabe hacerse
la pregunta: ¿logró la Iglesia en la Edad Media la cristianización del mundo
o puso más bien las bases de la secularización de la fe cristiana?
B) LA LITURGIA, SACRAMENTOS Y DEVOCIONES
La liturgia alcanzó una etapa de esplendor en los momentos que siguieron a
la paz de la Iglesia y en toda la época patrística. En muchas iglesias
particulares se desarrolla una liturgia propia, que se despliega sobre la
base de anteriores tradiciones. Es el signo de la riqueza de los siglos de
la antigüedad tardía. Signo que se invierte en la Edad Media a favor de una
aceptación de la liturgia romana, como expresión de la tendencia hacia la
unidad de la Edad Media.
Así, pues, a lo largo de la Edad Media en Occidente se fue unificando la
Liturgia, al irse imponiendo en todas partes la Liturgia romana. En
Inglaterra se impuso en el sínodo de Cloveshove del año 747. Más tarde
durante el reinado de Margarita de Escocia (1069-1093) se impone en Escocia,
y a mediados del siglo XI, por obra del obispo Malaquías de Armagh (+1148)
se impone en Irlanda. En Francia, que tuvo sus particularidades litúrgicas,
al final, en el siglo X, se unificó, al ser introducidas sus liturgias en
la liturgia romano-galicana. En España se continuó usando la liturgia
visigótica hasta Gregorio VII, que logró cambiarla por la romana, aunque
permitiendo el uso de la visigótica o mozárabe en algunas capillas de
Toledo. En cambio en Milán se mantuvo la liturgia ambrosiana.
La liturgia de la Iglesia comprende la alabanza divina, o
sea, la oración pública y solemne de la Iglesia, el Oficio divino,
que adquiere una configuración plena y orgánica en la Edad Media. También se
configura totalmente en la Edad Media el año litúrgico. Y sobre todo la
liturgia se expresa en la vida sacramental.
El bautismo, conservando toda la importancia que le había concedido la
tradición anterior, se empobrece necesariamente con la conversión masiva de
los pueblos germánicos. Al no haber un ritual fijo en todas las iglesias, se
da una gran variedad de ritos y ceremonias. Sin embargo, muy pronto, se
percibe una tendencia a la simplificación y unificación. Esta intención
aparece muy clara en Carlomagno, al solicitar al Papa Adriano el envío del
ritual romano. Importante fue también la evolución en la preparación para el
bautismo. Una síntesis la ofrece Teodulfo de Orleans para que quien recibe
el bautismo tenga pleno sentido de su valor y significado. Teóricamente se
distinguen siete grados separados en el tiempo, pero en la práctica se
reducen a siete momentos identificados con los exorcismos o escrutinios. Y
en la época carolingia se incluyen en un sólo y único acto de preparación,
que tenía lugar en el cuarto miércoles de cuaresma. Las fechas
litúrgicamente señaladas para el bautismo eran el sábado santo y la vigilia
de Pentecostés. Amalario de Metz describe detenidamente los principales
ritos bautismales del sábado santo (PL 105,1039). El ministro en estos casos
era el obispo. Pero la verdad es que el bautismo era administrado
habitualmente por los presbíteros. El bautismo se seguía administrando por
inmersión.
Con el paso del bautismo de adultos al bautismo de niños, se dejó también la
preparación catequética de tipo catecumenal. En su lugar no se creó en la
Edad Media ninguna catequesis regular. No se habla nunca de la catequesis de
niños. Esta se recibía en la familia. A padres y padrinos se les inculca que
enseñen a los niños el Credo y el Padrenuestro. Al final de la Edad Media se
encuentran documentos en que se insiste en el deber de los padres,
-partícipes en eso del magisterio eclesiástico-, de realizar cuidadosamente
esa primera instrucción familiar. En obras de edificación como El guía
del alma se exhorta a la madre: "Debes signar al niño, enseñarle la fe y
llevarlo pronto a confesarse, e instruirlo en todo lo que necesita para
confesarse bien".
Dada la falta de catequesis, la mayoría aprendía la fe cristiana por la vida
y la experiencia, viviendo en un ambiente realmente impregnado de
cristianismo. Las imágenes en las paredes, ventanales y altares eran la
Biblia de los que no sabían leer ni escribir. Por medio de representaciones
de los misterios, por "autos" del nacimiento, de la pasión y de pascua y
otras representaciones escénicas se ponía ante los ojos de la gente la
historia de la salvación y se les inculcaba una recta conducta moral. Lo
malo fue que, al cambiar el ambiente, esta fe no resistió la crisis.
En relación a la liturgia eucarística, en lo siglos de la primera Edad Media
se da también un proceso de unificación que culminará al final de la Edad
Media, a pesar del principio que formula San Gregorio Magno: "Dentro de la
misma fe nada se opone en la Iglesia a las distintas costumbres".
En el siglo VII se dio una novedad: la introducción de la misa privada
(sin pueblo, con un acólito como representante de toda la comunidad) y la
multiplicación de su celebración. En los días de ayuno cada sacerdote
celebraba tres misas. Un concilio de 1022 tuvo que prohibir la
celebración de más de tres misas, porque algunos sacerdotes celebraban hasta
cinco o seis en un mismo día. Alejandro II (1065) prohibió la celebración de
más de una misa diaria, a excepción del día de Navidad en que se podían
celebrar tres. Otra novedad fue el hecho de que en las oblaciones, que
antes consistían en pan, vino y aceite, ahora consistían en dinero cuando la
misa se celebraba por una intención determinada de los fieles.
Esto era fruto de la nueva mentalidad germánica, más que por una mayor
devoción a la Eucaristía. Pues la participación disminuyó tanto que en los
sínodos de Chalons (813) y de Tours (858) se obligó a los fieles a comulgar,
al menos, en las fiestas de Navidad, Pascua y Pentecostés. Y el sínodo de
Maguncia (954) redujo la obligación a dos veces al año. Y ni estas
disciplinas se cumplían, por ello el Concilio IV de Letrán (1215) obligó a
los fieles a comulgar, por lo menos, una vez al año. La entrada masiva de
convertidos superficialmente y poco catequizados puede quizás explicar este
fenómeno. En cambio era frecuente la asistencia masiva del pueblo a otros
actos litúrgicos como vísperas o maitines. El Concilio de Coyaza aconseja
esta asistencia los sábados y domingos. En tiempo de Gregorio I el canto
litúrgico alcanza un desarrollo notable y una fijación que sirve de pauta
para los siglos posteriores. Del gran pontífice recibe el nombre de "canto
gregoriano".
En el siglo VIII se empezó a usar en Occidente el pan ázimo para la
Eucaristía en lugar del pan fermentado, modificándose con ello el rito de la
comunión. Hasta entonces el pan se daba en la mano, ahora se dará
directamente en la boca. Durante el primer milenio se comulgó bajo las dos
especies, pero luego se fue generalizando la comunión únicamente bajo la
especie del pan. La verdad es que en la práctica se dejó de comulgar, máxime
cuando en el siglo IX se comenzó a exigir la confesión para cada comunión.
Dentro de la fidelidad a las oraciones romanas tradicionales, en el siglo
IX siguieron las adaptaciones de la celebración eucarística, insertándose en
ella elementos dramáticos: incensaciones, solemne procesión para dar realce
a la proclamación del evangelio. Los cánticos sencillos del ordinario, que
antes cantaba todo el pueblo, se fueron enriqueciendo musicalmente y ahora
ya sólo podía cantarlos el coro de clérigos. El aleluya se desenvuelve en
secuencia. También se introduce el rezo en silencio del Canon, a ejemplo del
Antiguo Testamento, cuando sólo el sacerdote podía entrar en el sancta
sanctorum del canon. Carlomagno impulsó expresamente el ósculo de paz, que
debían recibirlo todos los presentes. En muchos caso el ósculo de paz se
consideró como una especie de sustitución de la comunión. Sin embargo,
pronto se formó la práctica de que sólo lo dieran y recibieran los
comulgantes, partiendo del altar y transmitido a los fieles.
Aunque el pueblo no entiende el latín, la liturgia se sigue celebrando en
latín, pues el culto divino "sólo se podía celebrar en las lenguas de la
inscripción de la cruz: hebreo, griego y latín". Así se fueron separando el
pueblo y el altar y pronto la separación se extendió a la misma arquitectura
del templo. El altar se coloca en la pared trasera, en el lugar que hasta
entonces se había destinado en las catedrales a la cátedra del
obispo. Así la misa fue siendo cada vez más una cosa exclusiva del
sacerdote. Esto llevó también a que se introdujeran en ella oraciones que no
tenían otro objeto que favorecer la devoción particular del sacerdote
celebrante; estas se decían por tanto en voz baja: al acercarse al altar, a
la incensación, al ofertorio, a la comunión y al final de la misa...Los
fieles se limitan a encargar a los sacerdotes misas por sus intenciones. En
los monasterios, cuyos monjes son en su mayoría sacerdotes, se multiplican
las misas privadas, por intenciones privadas, cada una con su oferta,
llevando a la decadencia a muchos monasterios.
En la segunda Edad Media, en respuesta a la herejía de Belisario, se
introdujo la costumbre de la elevación de la hostia. La elevación del
cáliz se introdujo más tarde, en Roma en el siglo XIV. Paralelamente se
incrementó también la adoración del sacramento del altar y, para la
consagración y comunión, la antigua postura cristiana ("de pie") fue
sustituida por la genuflexión ("de rodillas"). Algo más tarde, gracias a las
visiones de Juliana de Lieja, priora de un convento de monjas agustinas, se
introdujo la festividad del Corpus Christi, que el Papa Urbano IV
(1261-1264) extendió a toda la Iglesia y para la que escribió Santo Tomás de
Aquino el Oficio tan rico en ideas como en sentimientos.
En toda la primera Edad Media aún no había una teología muy clara acerca de
los sacramentos. No se distinguía muy bien la diferencia entre sacramento y
sacramental y ni el número septenario de los sacramentos estaba clarificado.
Fue la lucha contra los Cátaros y sectas afines, que negaban algunos
sacramentos, lo que contribuyó a sistematizar la teología septenaria,
conseguiéndose una perfecta distinción entre sacramento y sacramental. El
verdadero contenido de la palabra sacramento, que se aplicaba a todos
los misterios de la fe cristiana, quedó delimitado a "signo eficiente de la
gracia que significa" con la Escolástica, primeramente por obra de Hugo de
San Víctor (+1141) y de Pedro Lombardo (+1160).
Al final de la Edad Media se multiplican las formas externas del culto. Lo
individual y subjetivo pasó a primer término y se recalcó lo concreto
tangible y numerable. El carácter comunitario de la Eucaristía fue perdiendo
importancia y la misa privada dominó cada vez más. Desde el siglo XIII en
que se impusieron los misales completos en lugar de los sacramentarios, el
sacerdote leía él todo, en privado las partes del coro y también epístola y
el evangelio. La Eucaristía dejó de ser sentida como culto de toda la
asamblea, cuya participación antes se expresaba en la distribución de las
funciones entre el sacerdote, el coro y el pueblo. La Eucaristía era cosa
del sacerdote; los demás al máximo asistían a ella. Ni las lecturas
escuchaba el pueblo, al ser dichas en privado o en un latín, que los fieles
no comprendían, y muchas veces cubiertas por el toque del órgano.
Aparecieron los coros, que separaban el presbiterio de la nave de los
fieles, impidiendo así toda participación.
Al perderse la palabra, fue cobrando mayor importancia el rito, el
ceremonial externo. Pero el rito, sin la palabra, corría el riesgo de
vaciarse de sentido o de ser interpretado, mediante alegorías, en lo que
cada uno imaginaba. Lo que cuenta no es la participación, sino la
multiplicación de misas, surgiendo los sacerdotes altareros, cuyo oficio era
celebrar misas de altar en altar. Y ya que no había nada que oír, el ver y
mirar pasó a primer término. La piedad popular de la misa se concentró en la
mirada a la hostia en la elevación. "Ir a misa" llegó a significar "ir a la
consagración a mirar la hostia". Esto condujo a la aberración de correr de
altar en altar, en las iglesias que contaban con varios, para ver más veces
la elevación. Ya el legado pontificio Nicolás de Cusa se lamentaba, diciendo
que "la Eucaristía fue instituida como comida y no como espectáculo".
Como dice Jungmann: "Lo más santo que la Iglesia poseía no dejó desde luego
de ser centro de auténtica piedad, pero nieblas y sombras que envolvieron
ese centro, junto con otras circunstancias, hicieron que la institución de
Jesús, la fuente de vida de la que la Iglesia había bebido durante milenio y
medio viniera a ser irrisión y pudiera caer en el apasionado juicio de
condenación de pueblos enteros como abominable idolatría".
El número de fiestas aumentó considerablemente en la Edad Media. Por
primera vez se celebró en Lieja en el año 920 la fiesta de la Santísima
Trinidad, extendida a toda la Iglesia por Juan XXII (1316-1334).
La fiesta de los Apóstoles y Evangelistas ya se menciona en el año 760.
[3]
La fiesta de Todos los Santos se empezó a celebrar en Roma en el año 610, al
consagrar el Panteón a Santa María de los mártires. Gregorio IV la
trasladó al 1 de noviembre. La conmemoración de todos los difuntos la
introdujo en Cluny el abad Odilón y después fue admitida por la Iglesia
universal. Esta fiesta de todos los difuntos cobró una gran popularidad.
El pensamiento de la muerte hizo de la misa, más que una celebración del
misterio pascual, un medio muy solicitado en favor de los familiares
muertos. Este fue un motivo para fundar numerosos conventos e iglesias. El
enterramiento en las mismas iglesias se extendió grandemente: se quería
participar después de la propia muerte de las gracias de la misa que allí se
celebraba. El clero no se conformó con esta valoración popular de la misa.
En la ultima época de los carolingios intentó poner de relieve, por medio de
explicaciones alegóricas, la relación existente entre la Pasión de Cristo y
la misa.
La reforma gregoriana, que significó un cambio radical en la concepción de
la vida espiritual, distinguiendo el Reino de Dios del reino
temporal, significó también un cambio en la devoción a Cristo. Hasta
entonces, no distinguiéndose muy bien lo político de lo religioso, Cristo
era visto, sobre todo, como Rey y Juez y la relación de los fieles con El
era de tipo objetivo-jurídico. La nueva situación eclesial introduce una
nueva imagen de Cristo; se insiste más en el Cristo-hombre, y más que como
Juez se le ve bajo el aspecto de su misericordia; en vez de rodeado de
majestad, clavado en la cruz; la relación se hace más subjetivo-personal:
relación de amor y confianza. Este cambio aparece con San Bernardo y culmina
con San Francisco de Asís. Una expresión de esta nueva devoción es la
mística Santa Gertrudis. También tendrá una expresión externa visible en la
arquitectura gótica de las Catedrales.
Como consecuencia de las cruzadas, cobró nueva fuerza la devoción a la
pasión del Redentor. Aparecieron formas especiales de esta devoción que
aún perduran, como el viacrucis y varios himnos a las cinco llagas.
El origen de estas devociones estuvo en los relatos de los peregrinos. La
primera descripción de la práctica del viacrucis procede del año 1187; la
continuación de esta devoción se debió a los franciscanos, que tenían a su
cargo la custodia de los Santos Lugares de Palestina. La veneración a la
cruz, presente en la Iglesia desde sus comienzos, se extendió enormemente en
la Edad Media. La presencia de la cruz se hace total: en las personas, en
sus gestos y acciones, en los lugares tanto sagrados como profanos, en las
paredes, tumbas, puertas, monedas, adornos, joyas, armas, piedras, en el
campo, cerca de las fuentes, ríos, caminos... La cruz suplantó otros signos
de raigambre pagana, pero muchas veces fue un simple cambio material, pues
el alma mágica de los pueblos reinterpretaba la cruz en el sentido mágico de
los otros símbolos. En la primera Edad Media, en relación a la cruz, adviene
un hecho nuevo: la cruz se presenta con el crucificado. Las primeras formas
son desconcertantes y el crucificado es visto como un héroe. La época
carolingia es la que produce los primeros cristos del arte medieval, usando
como material marfiles, metales preciosos, joyas. Es el Cristo triunfador,
que evoca los éxitos de los emperadores carolingios. La cruz es un
estandarte, vexillum, un símbolo y signo de victoria.
Con el paso al segundo milenio, paso del románico al gótico, se va dando un
cambio. Las ideas pascuales, cuyo tema es la gloria de Cristo, van siendo
sustituidas por la devoción a Cristo en cuanto hombre. Gana importancia y
popularidad la fiesta de Navidad con su ciclo festivo, y del misterio
pascual de la redención se acentúan sobre todo los aspectos de la pasión: El
Christus passus et gloriosus es sustituido por el Christus patiens.
En Occidente el culto de la Virgen era superior al de todos los santos. Las
Iglesias dedicadas a la Virgen bajo diversas advocaciones se multiplicaron.
El Ave María se impuso como devoción en este período. En la segunda
Edad Media aún cobró nuevo esplendor con las Ordenes mendicantes, los
Carmelitas, los Siervos de María. Las fiestas, santuarios, las
peregrinaciones en honor de la Santísima Virgen se multiplicaron en todo
Occidente; se compusieron oraciones nuevas, como la Salve Regina; se
le dedicaron días de especial devoción y Santo Domingo de Guzmán propagó la
devoción del Rosario. Pero fue el siglo XII, gracias a San Bernardo,
el siglo del culto a la Madre de Dios. Todas las iglesias cistercienses
estaban dedicadas a la Virgen. Es también en este tiempo cuando se introduce
el recitado especial en honor de la Virgen llamado Oficio parvo. En
el siglo XIII se compuso el Stabat Mater. Y en las lenguas vernáculas
aparecen las composiciones poéticas marianas como las Cantigas de Santa
María de Alfonso X y Milagros de Nuestra Señora, El duelo de la
Virgen María de Gonzalo de Berceo. Los Franciscanos en 1264 comienzan a
celebrar la fiesta de la Inmaculada.
Y con la devoción de la Virgen María cobró gran importancia la devoción a
los Santos.
[4]
La vida cristiana, como aspiración a la santidad, es sentida fuertemente por
el pueblo cristiano. De aquí la veneración por los que el pueblo cree que
han llegado a ella. Y en la Edad Media, el cristianismo produjo una larga
constelación de hombres y mujeres, cuya calificación como santos,
expresa, en la apreciación popular, la certeza de que su vida fue conforme
al evangelio. La canonización, al principio, la hacía el Obispo
acogiendo el testimonio y la aclamación de los fieles. Luego los sínodos
extendían la veneración de dicho Santo a otras diócesis. Más tarde los Papas
empiezan a reservarse el derecho de la canonización de los santos.
El primer Santo canonizado por un Papa fue San Ulrico de Augsburgo (+973),
por Juan XV en 993. Alejandro III (1159-1181) las reservó todas a la Santa
Sede. Los Santos canonizados eran inscritos en el Martirologio.
[6]
Las fiestas de algunos santos fueron declaradas de precepto, como las de San
Nicolás, Santa María Magdalena, San Lorenzo, San Juan Bautista...
Una forma de veneración de los santos fue el culto a las imágenes. Las
imágenes fueron un medio de instrucción sobre el contenido de la predicación
cristiana para aquellos que no sabían leer; las imágenes narran la historia
sagrada, refuerzan la memoria y elevan la piedad, por lo que se habla de
ellas como "la Biblia de los pobres".
La piedad de estos primeros tiempos medievales cobró un colorido especial
por una muy acentuada veneración de los santos
en forma de veneración de sus reliquias. Los santos y sus
reliquias se convirtieron en auxiliadores para las necesidades de la vida
diaria. Había en esta veneración bastante de superstición. El santo, cuyas
reliquias descansan en la Iglesia, era el protector de la comunidad, el
"santo patrón". Por ello era también el dueño de los bienes de la parroquia,
por cuyo bienestar y malestar se preocupa. De aquí que la posesión de
reliquias fuese el mayor tesoro y tentación: "En el siglo VIII el robo de
reliquias fue algo usual en toda la cristiandad" (Schnurer). En realidad la
veneración de las reliquias constituyó una característica de toda la Edad
Media.
[6]
Esta piedad estuvo marcada por la exterioridad y por una cosificación
mágica.
Esta veneración de las reliquias, por otra parte, atrajo durante muchos
siglos a los santuarios a grandes oleadas de creyentes. Por ello otra
devoción que se extendió mucho en la Edad Media fueron las
peregrinaciones a los santuarios más célebres, como Tierra Santa, Roma,
Tours y Santiago de Compostela. El Camino de Santiago de Compostela unió a
España con el resto de Europa, de la que había quedado aislada después de la
invasión musulmana. Se hacen peregrinaciones a Roma, donde descansa San
Pedro, portero del cielo; a Santiago de Compostela, a Tours por San Martín
de Tours, famoso por haber repartido, siendo aún catecúmeno, su capa, que
luego se convirtió en una joya del Imperio sobre la cual se prestaban los
juramentos y que se solía llevar a las batallas. Fue el más glorioso apóstol
de la Galia, coronado con el éxito contra el arrianismo y contra los restos
del paganismo.
La Iglesia fomenta la veneración de las reliquias para apartar a los fieles
de la superstición, aunque esta misma devoción se convirtiera a veces en
fuente de nuevas supersticiones. Al mismo tiempo, el afán de lucro puso en
circulación innumerables reliquias falsas. Después de la caída de
Constantinopla en manos de los Occidentales (1204), Occidente se inundó de
reliquias. El deseo de poseer reliquias de algún santo no reparaba en medios
para conseguirlas: se robaban, se formaron incluso expediciones armadas para
apoderarse del cuerpo de algún santo.
La piedad medieval estuvo grandemente caracterizada por la penitencia.
En la Edad Media aún permanece en vigor la antigua penitencia
pública, pero sólo para los pecados públicos. La imponen los obispos en
las visitas pastorales y en los sínodos, incluso por la fuerza del brazo
secular.[7]
Los pecados ocultos y menos graves se expiaban por medio de la
penitencia privada con la confesión secreta. La difusión de la
confesión secreta y de la penitencia privada se debió en
Occidente a los monjes irlandeses y anglosajones, que desconocían la
penitencia pública. Así, pues, fue la joven cristiandad germánica la que
provocó la transformación de la penitencia en la forma típicamente medieval,
adaptando la institución de la penitencia de la primitiva Iglesia a las
necesidades del nuevo campo de las misiones. La penitencia en la forma en
que se practicaba en la Iglesia primitiva era prácticamente imposible debido
a las conversiones masivas sin el tiempo del catecumenado previo al
bautismo. Fue preciso abandonar en primer lugar el antiguo principio de
poenitentia una, es decir, de la irrepetibilidad de la penitencia una
vez recibida. Igualmente significó, con la pérdida del carácter público, la
supresión del orden de los penitentes. En adelante, los cristianos,
siempre que pecaban, confesaban sus faltas al sacerdote o al obispo,
aceptaban la penitencia que jurídicamente se les imponía y, una vez
cumplida, en un acto particular de reconciliación secreta, se les permitía
tomar parte en la eucaristía.
Esta práctica hizo que pasase a primer plano la confesión, que
antiguamente sólo había constituido una parte de la reconciliación, hecha
antes de entrar en el estado de penitente público. A partir del siglo VIII
la diferencia entre confesión y reconciliación había
desaparecido. La forma nueva, que el concilio de Toledo (589) había tildado
de "execrable corruptela", era muy sencilla: el penitente accedía al
confesor, quien le ayudaba en la manifestación de sus pecados. Le imponía la
penitencia y, cuando la había cumplido, le reconciliaba. Y a partir del año
1000 confesión y absolución se redujeron a un solo acto.
La cuaresma era el tiempo dedicado especialmente a la penitencia.
[8]
El
miércoles de Ceniza
se imponía la penitencia y el día de Jueves Santo se daba la absolución; los
penitentes eran presentados solemnemente al Obispo (Venite filii)
que los admitía de nuevo en la comunión de los fieles por la imposición de
manos y la oración. Para determinar las obras penitenciales y para que los
confesores tuvieran una orientación en la administración de la confesión
privada se pusieron de moda en los siglos VII y VIII los Libros
tarifarios. Cada pecado tenía su tarifa penitencial. Estos
manuales, que tuvieron una enorme difusión, son originarios de los
monasterios insulares donde se inicia la práctica de la penitencia privada.
Juntamente con los pecados que se detallan con parsimoniosa meticulosidad se
fija la penitencia que corresponde a cada uno de ellos. Estas penitencias,
inicialmente muy duras, consistían en ayunos, plegarias prolongadas,
limosnas, abstención de relaciones sexuales por un determinado tiempo o
peregrinaciones a los diversos santuarios. En el siglo VII se introdujo en
Irlanda una innovación consistente en suplir (redemptio) con
oraciones y limosnas otras penitencias canónicas. El sínodo de Rouen (1048)
tuvo que prohibir el aligerar las penitencias por avaricia de dinero. La
acumulación de penitencias hacía a veces imposible cumplirlas y esto llevó a
diversas aberraciones, como pagar a terceros para que las cumplieran ellos y
crear fundaciones de misas y estipendios con ese fin. A partir del siglo XI
entra, en sustitución de esta práctica, el sistema de las indulgencias.
También se multiplicaron en esta época la excomunión y el
entredicho. El Concilio IV de Letrán (1215) ordenó la confesión anual
con el propio párroco. Las penitencias se mitigan y, por algunos abusos, los
Papas se reservan las indulgencias plenarias.
El tipo de penitencia que alienta en el fondo de los libros penitenciales, a
partir de los llamados tarifarios, estaba orientado a aplicar un determinado
castigo en correspondencia con el pecado. De este modo el pecado quedó
cosificado y perdió seriedad teológica y otro tanto ocurrió con la
penitencia. La moralidad cayó en el legalismo, perdiéndose en parte la
conversión interior y la vida de la gracia. Al identificarse la penitencia
con la reparación o satisfacción quedó oscurecido el perdón sacramental y su
gratuidad.
En la piedad popular, por influjo de los monjes, tuvieron gran importancia
los salmos; se difundió mucho el salterio y, sobre todo, colecciones de
versículos selectos de los salmos. Pero ya a fines del siglo IX los salmos
empezaron a perder popularidad. Las oraciones que se imponían como
penitencia dejaron de expresarse en salmos, como se hacía antes: salmo 50,
150 salmos con otras tantas genuflexiones
[9] el
único salmo 50, el miserere o un sólo grito de oración repetido un
determinado número de veces, como Miserere mei Deus, o simplemente
el padrenuestro. De la repetición de cien veces del padrenuestro nació el
llamado salterio del padrenuestro que, más tarde, es sustituido desde el
siglo XII por el salterio mariano, a base de avemarías y que, en su forma
definitiva, será el rosario.
D) FORMACION Y CELIBATO DEL CLERO
En los comienzos de la Edad Media el nivel cultural del clero galo es
sumamente bajo. Sorprende que los sínodos de Orleans del año 533 y el
Narvona del año 589 exijan que no sea ordenado diácono quien no sepa leer y
escribir. Pero, al lado de dichos cánones, nos encontramos con la exigencia
de Cesáreo de Arlés de que todo futuro diácono debía haber leído cuatro
veces todos los libros de la Biblia. También en Hispania la legislación
conciliar se ocupó de la formación del clero. Así el concilio II de Toledo
del año 527 exigía que en la casa episcopal, bajo un director, se formasen
jóvenes lectores y se iniciasen en los conocimientos eclesiásticos. Pero aún
en el año 633, otro concilio de Toledo lamenta la ignorancia de muchos
sacerdotes; se decía que ésta era la causa de todos los errores, por lo que
los sacerdotes, que deben instruir al pueblo, deben estudiar y meditar
incesantemente las Sagradas Escrituras y los cánones. El concilio VIII de
Toledo del año 653 habla de que el clero debe saber de memoria todo el
salterio, los himnos y cánticos corrientes y el rito bautismal. La
ignorancia era mayor entre el clero rural que en el clero urbano, que podía
participar en las escuelas episcopales.
Más aún que de la formación, los sínodos se preocuparon de la moral de los
clérigos. En el año 583 en Orleans se estableció que los clérigos, del
diaconado en adelante, no debían dedicarse a negocios de préstamos con
intereses. En el concilio nacional de Epaone de 517 y en el de Macon del 585
se les prohibía poseer perros y aves de caza y participar en cacerías
clamorosas. El sínodo del 662 reunido en Burdeos prohibía a los clérigos
llevar armas o atuendos llamativos. Todas estas prohibiciones -como toda
prohibición- suponen que se hacía lo contrario.
Uno de los empeños más urgentes era sin duda el de unir lo más posible al clero rural. El peligro del aislamiento se daba sobre todo en los sacerdotes de iglesias de patronazgo y ellos precisamente, dada su deficiente formación y su situación de dependencia, necesitaban de constante inspección y aliento para sus funciones litúrgicas y pastorales y ni que decir tiene para su vida moral. Para ello, en los siglos VIII-IX se crearon decanatos. Los sacerdotes de cada decanato debían reunirse al comienzo de cada mes. En estas reuniones se comenzaba celebrando la misa en común y luego seguía la conferencia (collatio) bajo la presidencia del decano. En la conferencia se trataban temas sobre los deberes parroquiales, los sacramentos, cuestiones de fe y vida religiosa, corrección de los negligentes. Y se terminaba con la comida en común.
Un medio importante para mejorar la vida de los sacerdotes fueron las visitas pastorales de los obispos, en las que el obispo administraba la confirmación, predicaba y con la ayuda del arcediano o del arcipreste, (que a veces era quien hacía la visita en representación del obispo), examinaba el estado de la parroquia. Los deberes sobre los que se llama la atención a los sacerdotes atañen a la integridad de los bienes de la parroquia, al estado de los edificios y a la limpieza de la iglesia, que no debe emplearse como granero de trigo, la limpieza de los ornamentos y de los vasos sagrados. El atrio de la iglesia debe estar cercado y no se permiten en él danzas de mujeres. Se recuerda la obligación del descanso dominical que debe guardarse a vespera ad vesperam. Como libros que debe poseer el sacerdote se citan: el misal (sacramentario), leccionario, antifonario (para los cantos de la misa), homiliario y una exposición ortodoxa del Credo y del Padrenuestro y un martirologio (para anunciar a los fieles las fiestas ocurrentes de los santos). Los salmos deben sabérselos de memoria, lo mismo que las oraciones fijas de la misa, el Symbolum Quicunque y el formulario de la bendición del agua; los demás textos el sacerdote debe por lo menos poderlos leer sin error. Debe también ser apto para explicar al pueblo los domingos y fiestas algún fragmento del evangelio, de la epístola o de la Escritura en general. Debe procurar que todos sepan de memoria el Credo y el Padrenuestro. Los niños lo aprenderán de sus padrinos.
Pero es el tema del celibato el que mayor espacio ocupa en la legislación de los clérigos. La exigencia del celibato para el clero ya había sido formulada en el concilio del Elvira en el año 300, pero este concilio no ejerció una gran influencia en la situación real del clero. La exigencia del celibato aparece más bien hacia finales del siglo IV en los Papas Dámaso y Siricio. Al Papa Siricio se remitieron luego los Papas del siglo V Inocencio y San León Magno, que extendieron hasta el subdiaconado el imperativo del celibato. Lo que aún no significaba que no se ordenara a hombres casados, sino únicamente que antes de la ordenación debían pronunciar la promesa de no hacer ya vida conyugal con su esposa. Sin embargo, los Papas mostraron siempre reparos contra la ordenación de hombres casados, sobre todo si tenían hijos. El Papa Gregorio Magno se expresó abiertamente al respecto, declarando que los hombres casados, que recibieran las órdenes mayores, si bien no podían despedir a su esposa, en adelante debían vivir en absoluta continencia. Este boto se exigía también a las esposa de tales clérigos, de forma que, si moría el esposo, ya no podían volver a casarse. En España el voto de perfecta castidad no se exigió hasta el año 633 en el concilio IV de Toledo.
Apoyándose en 1Cor 7,5 se argumentaba que, si los mismos seglares deben
vivir en continencia para que sea escuchada su oración, tanto más los
sacerdotes que ejercen constantemente el ministerio delante de Dios y deben
orar por el pueblo. También son frecuentes las sanciones por transgresiones
de estas prescripciones. Son frecuentes los casos en que los sínodos se ven
obligados a censurar a los clérigos que, sin estar casados, tenían
relaciones con mujeres. También son frecuentes las normas sobre el gobierno
de la casa de los sacerdotes. En casa de un obispo o sacerdote sólo podía
haber parientes femeninos próximos, como la madre o la hermana, o personas
que no pudieran suscitar la menor sospecha. Por lo demás, los arciprestes de
zonas rurales debían cuidar de que en sus viajes les acompañasen otros
miembros del clero que pudiesen dar testimonio de su continencia.
San Gregorio Magno trató de reclutar obispos entre los monjes porque estos garantizaban un mínimum de formación intelectual y moral. Rodeado de un buen equipo de colaboradores, Gregorio Magno emprendió con fuerza la reforma contra el nicolaísmo y contra la simonía. En Roma, donde le resultaba más fácil actuar, prohibió a los fieles el trato con los sacerdotes incontinentes e hizo esclavas del palacio lateranense a las concubinas de sacerdotes romanos. La simonía, igualmente, era combatida porque traicionaba el misterio de la Iglesia. Los simoníacos impedían la libre acción del Espíritu Santo y falseaban la relación de Cristo con la Iglesia, rebajando la sponsa Christi a ramera venal, lo mismo que los nicolaítas deshonraban el desposorio espiritual del sacerdote con su iglesia.
Impresiona ver qué poco saber exigen al sacerdote los teólogos del siglo
XIII y con lo que los sacerdotes sin duda se conforman. El dominico Ulrico
de Estrasburgo (+1277) lo cifró en los puntos siguientes, que fueron
recogidos por los canonistas: "En cuanto el sacerdote está obligado a
celebrar el culto divino, debe saber la gramática necesaria para pronunciar
y acentuar rectamente las palabras y entender por lo menos el sentido
literal de lo que lee. Como administrador de los sacramentos debe saber cuál
es la forma necesaria de un sacramento y la recta manera de administrarlo.
Como maestro debe saber por lo menos la doctrina fundamental de la fe que
opera por la caridad. Como juez en cuestiones de conciencia debe saber
distinguir entre pecado y no pecado, entre pecado y pecado".
Dada la escasa formación del clero secular, se explica la acogida que tenía
la predicación de las órdenes mendicantes, que daban a sus miembros una
formación teológica general. Porque la predicación fue abundante y muy
acogida por el pueblo en los últimos siglos de la Edad Media. Junto a las
formas principales de sermones de domingo (de tempore) y de santos (de
sanctis), se tenían en esta época sermones de pasión, de cuaresma y de
catequesis, es decir, sermones sobre puntos de la doctrina cristiana, que
posteriormente se sintetizaron en el catecismo: artículos de la fe,
oraciones, los diez mandamientos y los siete sacramentos. Además estaban los
sermones sobre los siete pecados capitales, virtudes cardinales y otras
cuestiones de moral. Muy populares, por su atención a lo cotidiano de la
vida cristiana fueron los predicadores itinerantes de penitencia, como
Vicente Ferrer (+1419), Bernardino de Siena (+1456), Juan de Capistrano
(+1456), Roberto Caracciolo (+1495), Olivier Maillard (+1502), Gabriel
Barletta (+1480) y Jerónimo Savonarola (+1498), sin duda el más poderoso e
inflamado predicador de la Edad Media. Sabonarola unía la claridad de
pensamiento con la profundidad mística y el fuego de sentimiento. Predicaba
la Escritura, censurando con inaudita franqueza profética la vida del mundo
y de la Iglesia. Ciertamente los temas morales tenían más importancia para
él que los temas de la fe, rasgo que caracteriza toda la instrucción
religiosa de la baja Edad Media.
e) ARTE MEDIEVAL: DEL ROMANICO AL GOTICO
La Iglesia dio a los pueblos occidentales el cristianismo y, a una con él,
como expresión de esa fe, les transmitió una civilización cristiana. Uno de
los frutos del cristianismo fue el primer estilo artístico creado por
Occidente: el románico. Ya su nombre expresa su relación con el arte
romano antiguo. Pero esto no significa que este arte surgiera en los países
románicos. Desde el punto de vista espiritual-cultural y geográfico es más
bien de origen germánico, aunque por herencia de Roma y con grandes
influencias sirias y bizantinas (Rávena y Espoleto).
Aparte de los palacios imperiales, el arte románico tiene sus expresiones
más significativas en las iglesias, que se alejan bastante del arte
cristiano antiguo. Su arranque está en las basílicas, aunque el verdadero
arte románico no apareció hasta finales del primer milenio, cuando la paz
(relativa) favoreció la construcción de importantes obras arquitectónicas.
Para entonces las convicciones religiosas y la conciencia eclesial habían
logrado ser universales y podían dejar constancia de sí mismas en
muestras arquitectónicas históricamente significativas (a la arquitectura
acompaña la correspondiente pintura y ornamentación). Este estilo se
desarrolló tanto en Francia como en Italia, Alemania o España. En Italia el
arte se atuvo por más tiempo al estilo basilical, para pasar luego
rápidamente por el románico al renacimiento. En la parte central y
septentrional de Francia se desarrolló muy pronto el gótico. Y en Alemania,
especialmente en Renania, el románico clásico fue la expresión más propia y
genuina del estado de fuerzas espirituales, políticas y eclesiásticas. En
este proceso fue a la cabeza la última tribu ganada para el cristianismo,
los sajones. Hasta Worms, Augsburgo y Bamberg, las grandes catedrales fueron
construidas por los príncipes sajones.
El nuevo estilo se desarrolló paulatinamente. En la primera etapa
correspondiente al renacimiento carolingio, el arte no fue del todo
autónomo. Pero ya en ella la planta del templo comenzó a tomar la forma de
una cruz latina. La transformación completa tuvo lugar cuando el ábside,
antes adosado inmediatamente a la nave transversal, fue alejado un arco más
hacia el oriente. Así resultó una nave principal cortada por otra
transversal. De este modo resultó fundamental el crucero. La torre
también dejó de estar a un lado del edificio; se comenzó a levantar torres
orgánicamente en el mismo edificio y, luego, a darles una estructura más
ornamental. Con ello, y con una pieza sobrepuesta al crucero, se logró,
aparte de la interrupción del movimiento longitudinal, una nueva línea de
movimiento vertical. Tanto el interior como el exterior cobró un aspecto más
imponente. Las paredes tenían pocas aberturas y, de este modo, se disponía
de grandes superficies para las pinturas ornamentales. Bajo el ábside se
construía la cripta, de muy variadas formas.
La bóveda de medio punto sustituyó la cubierta plana de las antiguas
basílicas. El arco de medio punto, característico del estilo románico,
ejerce una especial fascinación gracias a su gran dignidad y particular
armonía. Se manifiesta, por ejemplo, en la puerta dorada de la catedral de
Freiberg de Sajonia, en la fachada del coro de los Santos Apóstoles de
Colonia, en las líneas redondas que espléndidamente se entrecruzan y
recíprocamente se responden en el vano que circunda el ábside oriental de
Spira.
La más radical innovación en la planta y en la ornamentación la introdujo San Bernardo con sus severas prescripciones, que desterraron de las iglesias conventuales de la propia orden todos los elementos de color y sólo ambientales, tan abundantes en las iglesias de los enriquecidos cluniacenses. El espíritu de pobreza y oración redujo los espacios a lo esencial, cobrando así una fuerza de impresión inmediata. La influencia de los cistercienses en la arquitectura de las iglesias fue enorme.
El efecto de conjunto de las iglesias románicas, tanto en el exterior como
en el semioscuro interior, es de una poderosa, grave y seria objetividad.
Hay hasta una especie de grandiosa dureza y misterioso rigor, en consonancia
con la liturgia, antigua en su forma y mística en su contenido, que expresa
la actitud sumisa de los germanos ante la divinidad. El románico respira el
espíritu de un orden firme y objetivo. En el ábside principal de muchas
iglesias se representa la Maiestas Domini, Cristo sentado en un trono
real. La misma representación del Señor crucificado, que ahora aparece con
mucha frecuencia, no es una reproducción realista del acontecimiento del
Gólgota, sino que el Crucificado está rodeado de figuras angélicas y de
otras figuras simbólicas, que ayudan a descubrir el significado profundo del
acontecimiento. Aparece el crucifijo románico en actitud victoriosa,
con la corona real en la cabeza
[12]
.
La cruz como signo de victoria, circundada ya del esplendor pascual, fue
tema favorito de pintores y poetas carolingios
[13].
Esta sensación de segura quietud y de misterio, esta atmósfera de cuasi
eternidad llegará un día, en las magníficas catedrales góticas, a ceder el
puesto a las creaciones de una época mucho más sensible a un dinamismo
tormentoso e impulsivo: la dinámica contra la estática.
Ejemplos sobresalientes de iglesias románicas, que entre los años mil y mil
doscientos cincuenta cubren toda la Europa cristiana, son: Gernrode,
Osterode, San Miguel de Hildesheim, la catedrales de Tréveris, Maguncia,
Bamberg, Limburgo, Spira, Worms; la iglesia de la abadía de María Laach; la
doble iglesia de Schwarzrheundorf, muchas iglesias de Colonia y de Münster,
Soest, Essen, Xanten, Gandersheim, Freckenhorrst; en Francia, la gran
cantidad de obras galo-germánicas al sur del país; Cluny, Vézelay; en París:
San Denis; en Tolosa, San Sernin; en Caen, San Etienne. En España, partes de
Santiago de Compostela, San Juan de la Peña, Santa María de Ripoll, San
Pedro de Roda; en Inglaterra, la catedral de Petersborough. En Italia, San
Zeno en Verona; San Ambrosio en Milán; la catedral de Módena...
Además de la arquitectura, hay que señalar en la primera Edad Media el arte
de la miniatura, cultivado de distintas formas en los escritorios de
los conventos. Las combinaciones de líneas y cordones de la escuela
irlandesa son inagotables. También en estas miniaturas encontramos
representaciones de escenas bíblicas, que nos dan testimonio de una
sorprendente riqueza espiritual. Motivos de una riqueza inagotable
encontramos también en las esculturas de la época, en los
capiteles y bassamentos de las columnas o en fundidos de bronce.
La impresión general queda enriquecida con la ornamentación escultural del
espacio y con los utensilios litúrgicos: cruces y altares portátiles,
relicarios, cálices, candelabros y puertas de bronce (Por ejemplo,
Bernward). Las imágenes del crucificado en madera y piedra, con su
monumental vigor, profundamente religioso, figuran entre lo más importante
que el arte ha creado.
Todas estas realizaciones nos demuestran la profundidad con que el mensaje
cristiano penetró en algunos lugares del mundo germánico. El contacto con lo
divino fue en muchos caso extraordinariamente intenso, lleno de temor
reverencial y de respetuosa cercanía. El arte románico es la expresión de
los profundos efectos que provocó el mensaje cristiano en el alma de los
jóvenes pueblos romano-germánicos.
El arte románico aún estaba fuertemente ligado a los estilos de épocas
anteriores. Por eso cuando la vida espiritual de Occidente maduró, se hizo
independiente, creando su estilo artístico propio: el gótico. Sin
duda, el gótico nació y creció a partir del románico, pero el resultado fue
nuevo, como expresión de una nueva situación. También este arte gótico,
expresión de la cultura de la Baja Edad Media, fue sobre todo religioso y
eclesiástico. Su manifestación más clara se encuentra en las iglesias, en
las catedrales góticas y en las esculturas de santos. En ellas se
reflejan todas las fuerzas fundamentales del siglo XIII eclesiástico: fe,
fuerza de fe, interioridad de fe, claridad de pensamiento, mística y
audacia.
El nombre de "gótico" proviene del Renacimiento que, no comprendiendo estas
maravillas de la arquitectura, las quiso tildar de "bárbaras". Hoy, con algo
menos de arrogancia, se reconoce en el gótico una de las más portentosas
creaciones del arte y, en concreto, del arte católico. Ya las catedrales
góticas eran una catequesis con su impresión de conjunto, con sus estatuas,
con las imágenes de las vidrieras y de los relieves, que en series
ininterrumpidas relatan la historia de salvación del Antiguo y del Nuevo
Testamento.
El estilo arquitectónico del gótico sigue, como la evolución de toda la vida
medieval, la tendencia a encontrar una síntesis. Lo que en el estilo
románico era ancho, masivo y estático, que sobrecargaba toda la planta y era
soportado por la solidez material de los gruesos muros, macizos y sin
aberturas, ahora se reduce, en una artística visión de conjunto, a unos
cuantos puntos de sostén. Bóvedas y columnas han pasado del estado de reposo
al de movimiento, en una circularidad de fuerzas que se apoyan mutuamente.
La impresión del edificio es la de una alada aspiración hacia arriba. Cada
uno de los elementos y grupos de motivos se enlazan y entrecruzan de
múltiples maneras, formando una unidad. En su coherente configuración, las
catedrales góticas son el correlato artístico de las sumas teológicas.
Su impulso ascensional y su ligereza, el encanto de su interior, en donde
penetra el sol a través de "místicos" rosetones y ventanales de misteriosos
colores, responde por entero al sentido medieval de la oración abismada en
Dios.
En el gótico se privilegia todo lo que implica dinamismo. Entre las
esculturas medievales hay piezas maestras como, por ejemplo, monumentos de
obispos, cuya esbelta figura parece tender hacia la "luz de lo alto", junto
a otras que, penosamente oprimidas, parecen preguntar por la causa de su
angustia. Hay otras (columnas de los Angeles de la catedral de Estrasburgo)
en las que el mismo dinamismo se manifiesta en un inagotable canto de
alabanza a Dios. De diversas maneras se expresa en el gótico un nuevo
sentimiento de la naturaleza, del mundo, de la vida, con un realismo que las
diferencia de las alegorías del románico.
La concentración del peso de la iglesia sobre unos pocos puntos obligó a la
reducción y perforación de las superficies. Donde esto no era posible o
conveniente, como en la bóveda, se resolvía utilizando materiales sutiles,
construyendo superficies muy ligeras. Esto dio a las construcciones del
gótico una impresión de ingravidez y dejó espacio, en las paredes laterales,
para grandes ventanales. La presión de la bóveda y los haces de columnas,
que la sustentan, se repartieron hacia el exterior por medio de arbotantes,
que -funcionales en un principio- se convirtieron en ornamentales sumamente
sugestivos y característicos de todo el conjunto, llegando a veces (como en
el coro de Nuestra Señora de París) a ser un himno en piedra viva. A la
ornamentación de estos templos contribuyen las vidrieras artísticas de los
ventanales y de los portales laterales y en los "rosetones" del portal
principal.
Las torres se remataron con penachos calados, que apuntan al cielo, a veces,
coronados con una cruz florida. El interior presenta tres naves (a veces
cinco), siendo en general más bajas las laterales. Los portales, los
arbotantes y el interior se adornan cada vez más con esculturas. La inmensa
cantidad de esculturas de esta época sólo es comprensible por el hecho de
que los artistas eran artesanos y los artesanos eran artistas.
El gótico apareció en el norte de Francia, donde la reforma de la Iglesia
arraigó muy pronto. San Denis es el primer templo gótico. Entre los más
importantes, se pueden señalar: La Sainte Chapelle y Notre Dame, en París;
San Quen y la catedral de Ruán, las catedrales de Chartres, Amiens, Friburgo
y Estrasburgo; en Alemania: Ulm, Viena y Colonia; la abadía de Westminster
en Londres y la catedral de Salisbury en Inglaterra; las catedrales de León,
Gerona, Burgos y Sevilla, en España.
[1]
La importancia dada a la predicación aparece en la afirmación de San
Cesáreo de Arlés (s. VI) cuando declara que la Palabra de Dios y su
exposición no es menos importante que el cuerpo de Cristo, es decir
la comunión.(Sermo 78,2). Contra la costumbre de salirse de la
Iglesia durante el sermón, San Cesáreo no sólo exhortaba a los
fieles a quedarse en la iglesia, sino que hacía cerrar las puertas
de la iglesia y no se abrían hasta después de la bendición final.
[1]
En la celebración litúrgica, en el siglo IX, el misterio pascual
queda desplazado por la devoción a la santísima Trinidad. La imagen
de Cristo, que ahora aparece no es el Christus passus et
gloriosus de los primeros tiempos cristianos, sino el
Christus patiens. La fe cristiana se designa preferentemente
como fides sanctae Trinitatis. El objeto principal de la fe
no es el misterio de Cristo, sino la doctrina de la santísima
Trinidad. El Symbolo Quicumque entra en el oficio diario.
[1]
En toda la Edad Media fueron importantes e innumerables las Vidas
de Santos que, a pesar de estar llenas de hechos maravillosos y
sorprendentes según el gusto del tiempo, nos muestran una atmósfera
general de santidad, al menos en la segunda parte de la Edad Media.
[1]
Por el mismo tiempo, a finales del siglo V, en Oriente surge la
devoción a los Iconos, que se diferencia de la piedad de Occidente,
pues el culto a los Iconos supone una comprensión de la realidad
venerada en la fe.
[1]
Los pecados sometidos a penitencia pública eran lo pecados públicos,
graves y escandalosos, como el homicidio, el perjurio, el incesto y
el adulterio público. Los ejemplos de casos que afectan a personas
públicas y a los mismos reyes fueron numerosos. El miércoles de
ceniza se echaba de la iglesia a los penitentes "como antaño a Adán
del paraíso", prohibiéndoseles entrar hasta el día de Pascua (puede
verse la escena en la puerta de Adán en la catedral de Bamberg).
[1]
Al introducirse la penitencia privada, pero manteniendo ciertas
formas de la penitencia pública, en el siglo IX, se comenzó a
imponer la ceniza a todos en el Miércoles de Ceniza.
[1]
Los ejercicios externos, gracias a los monjes irlandeses, cobraron
una gran importancia: genuflexiones, orar con los brazos en cruz...
[1]
Estas normas se hallan en los Capitula de Ghaerbaldo de
Leiden y en los Statuta Bonifatii II,4. Es evidente que este
conjunto de deberes que, durante los siglos VIII-X, poso ante los
sacerdotes durante sínodos diocesanos y las visitas pastorales, sólo
era un programa, al que no siempre respondía la realidad; pero este
era el deseo de la autoridad de la Iglesia.