Historia de la Iglesia Edad Media: I. CAIDA DEL IMPERIO ROMANO DE OCCIDENTE
Emiliano Jiménez
2. La conversión de los francos
3. Evangelización de los germanos
Hacia el 375 comienza la irrupción de los pueblos germánicos en el
Imperio Romano. En diversas oleadas, desde el este del Rin y desde el
norte del Danubio, pueblos radicalmente diversos, que se hostilizan
entre sí y se empujan unos a otros, se ven obligados a emigrar en masa
desde el noroeste hacia el sureste. Unos atraviesan Macedonia, Grecia,
Italia septentrional, Galia y España, hasta penetrar en el norte de
Africa. Otros apenas se desplazan más allá de sus fronteras, ocupando
Galia, Recia, el Nórico y también Bretaña. Este alud de pueblos nómadas
o seminómadas se desplazan desde el norte -bárbaros de las praderas y
de las selvas en que los viñedos no encontraban sol suficiente para
producir su fruto-, o desde el sur -bárbaros de los desiertos arenosos
o vastos pedregales donde el olivo sufría los ardores del sol sin
llegar a florecer.
En brevísimo tiempo, ciertos territorios se vieron repetidas veces
invadidos, conquistados y saqueados por un pueblo diferente. Por
ejemplo, Roma se vio amenazada en el transcurso del siglo V tres veces.
En el año 410 la saquearon los visigodos de Alarico; en el 451, el
papa León I logró evitar el saqueo de los hunos; en el año 455
irrumpieron en la ciudad eterna los vándalos de Genserico. Mientras el
Imperio romano de Oriente, siendo el primer objetivo de los pueblos
germánicos, apenas es hollado por los bárbaros (en los siglos VII y
VIII irrumpieron en él los eslavos servios y croatas), el Imperio
romano de Occidente tuvo que soportar toda su furia, quedando destruido.
En un continuo proceso de infiltraciones, fundiéndose en un primer
momento con los pueblos románicos, terminaron destruyendo las
estructuras de las provincias y la administración del Imperio. A
partir del año 476, cuando Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, último
emperador romano de Occidente, surgieron en el sur y suroeste de Europa
reinos étnicos germánicos, primero dependientes nominalmente de Roma
y, luego, cada vez más independientes.
Estas continuas guerras debilitaron el orden y las costumbres. Decayó
la vida espiritual y aumentó la miseria. No había tiempo para las
aspiraciones culturales. Desgarradora es la descripción que, desde
Belén, hace san Jerónimo de la caída del Imperio romano. Desde los
tiempos de Constantino los cristianos se habían formado la idea de que
Roma y la Iglesia constituían una estrecha unidad y que perduraría hasta
el fin de los siglos. Encuadrar este hecho en el marco de la
providencia divina fue producto de una larga reflexión sobre la
teología de la historia. A ella contribuyó grandemente La ciudad de
Dios de San Agustín, enseñando a ver en el cambio de las realidades
humanas un diseño divino, que sólo el último día nos será revelado.
La antigua civilización quedó arruinada. Pero la verdad es que hacía
tiempo que estaba corrompiéndose, ante todo, por el cansancio de la
vida y el consiguiente descenso de la población (J. Lortz). Este
proceso de descomposición y reconstrucción de Europa duró varios siglos.
Europa perdió su carácter antiguo y surgió, gracias a la savia joven de
estos pueblos, el Occidente medieval. En nuevas formas y con un
concepto más sano de la vida, la esperanza triunfó sobre el
escepticismo. A partir del siglo VIII se multiplicó tanto la
descendencia que los terrenos incultos, que en la Antigüedad se habían
ido extendiendo, pudieron ser de nuevo roturados y cultivados.
En este torbellino de guerras y cambios, la Iglesia fue la salvadora de
la cultura y el consuelo de los pobres. El papa León Magno en Roma, San
Severino, a finales del siglo V, en la región de la actual Salzburgo,
fueron los protectores de la población autóctona. En general los obispos
fueron quienes conseguían trigo y repartían grano, asistiendo a los
abatidos. En el eclipse de las leyes y de la filosofía antiguas, frente
a los adoradores de la fuerza y de la violencia, la Iglesia no dejó de
ser la voz de la bondad clamando en el desierto en favor de los
humildes, de los pobres, de los pacíficos. Esta voz de la Iglesia nada
la podría acallar.
San León Magno
(440-461) es el papa en esta época, cuando ya el Imperio romano se halla
dividido en Occidental y Oriental; Roma ya ha sido devastada por los
visigodos (410). En su tiempo Roma es amenazada de nuevo por Atila y es
saqueada por los visigodos (451 y 455). El Emperador de Occidente no es
ya más que una figura decorativa, en camino de desaparición. Odoacro,
rey de los hérulos, destronaría al último de ellos, Rómulo Augustulo,
dejando a Roma a merced de los más encontrados poderes y sin otra
defensa que los Papas. San León Magno hizo valer su autoridad para
salvar los restos de la cultura romana, al mismo tiempo que se dedicaba
a la evangelización de los diversos invasores de Europa. Su actividad
fue ante todo la de un misionero, poniendo, al mismo tiempo, las bases
de la liturgia romana. En relación a las controversias teológicas
heredadas del tiempo anterior, sus intervenciones fueron decisivas en
Occidente para superar los últimos restos del pelagianismo (Pelagio +
419), la antropología herética que atribuía la salvación a los méritos y
esfuerzos del hombre, posponiendo la necesidad de la gracia divina, en
la que tanto había insistido San Agustín. También combatió a la secta
priscilianista (Prisciliano + 385), que difundía un insoportable
rigorismo moral. Sermones y cartas de San León se siguen leyendo en la
Liturgia de las horas. En el concilio de Calcedonia (451), que había
congregado a más de 500 padres, se leyó su texto Tomus ad Flavianum,
que orientó la definición sobre el ser de Jesucristo, confesando la
identidad de naturaleza entre Cristo y el Padre, añadiendo que en la
única persona de Cristo coexisten la naturaleza humana y la naturaleza
divina, íntegras, completas, sin mezcla ni división, de modo que El es
consustancial al Padre en cuanto a la divinidad y consustancial a
nosotros en cuanto a la humanidad.
Desde el punto de vista religioso y eclesial, no obstante todo, el
cuadro de la historia durante los siglos VI y VII siguió llevando la
impronta del Imperio de Oriente. Esto, sobre todo, después de que
Justiniano (527-565), combatiendo con los ostrogodos en Italia y con los
vándalos en el norte de Africa, logró otra vez, en cierto modo, la
unidad del Imperio. La vida de la Iglesia estatal bizantina, de la
Iglesia siro-monofisita y de la Iglesia copta de Egipto superó
ampliamente la vida de la Iglesia occidental en profundidad espiritual
y religiosa, gracias sobre todo al florecimiento allí del monacato. Este
espíritu y fuerza de la fe oriental quedaron plasmados en las
maravillosas Iglesias de Rávena, en la frontera de la civilización
greco-romana. Aún hoy podemos contemplar, por ejemplo, la Iglesia de San
Vital: construcción de planta octogonal, con galería interna y
tribunas. Comenzó su construcción Teodorico en el año 521 y, tras la
conquista por los bizantinos, en el año 547, fue consagrada a San Vital
como señal del triunfo sobre los godos arrianos.
En Occidente, la cultura fue salvada por los monjes, que guardaron los progresos de la antigua agricultura y también custodiaron los tesoros de la cultura clásica mediante la lectura y transcripción de preciosos códices. Sin esta actividad de los monasterios la humanidad hubiera perdido infinidad de textos antiguos. Es cierto que en el campo de la cultura hay una laguna de cuatro siglos, del V al IX, en que propiamente no hay filosofía ni teología. El mundo quedó demasiado alterado con la caída del Imperio Romano. A la gran unidad política de la antigüedad sucedió el fraccionamiento; las oleadas de pueblos bárbaros se precipitaron sobre Occidente, constituyéndose una multitud de reinos bárbaros en las distintas regiones del Imperio y toda la cultura clásica quedó sumergida. Visigodos, suevos, ostrogodos, francos, en mutuo aislamiento, forman diversas comunidades inconexas, que tardarán mucho en crear vínculos comunes. Cuando esto se de, se formará Europa. Los elementos de la cultura antigua quedan, pues, perdidos o, al menos, dispersos. El interés de los hombres cultos de la época no fue crear, sino salvar y conservar, recopilando todo el saber anterior. En España, Francia, Alemania e Inglaterra, paralelamente, unos cuantos hombres van a recoger en libros enciclopédicos, nada originales, el saber greco-latino y patrístico. Una figura sobresaliente de este tiempo fue San Isidoro de Sevilla (570-646), que en los 20 tomos de sus Etimologías recogió los conocimientos religiosos, históricos, científicos, médicos, técnicos y de simple información anteriores a él. Algo parecido hizo en Italia Boecio con sus libros De consolatione philosophiae, De Trinitate, De duabus naturis in Christo, De hebdomadibus, cuyo principal interés consiste en las definiciones que tanto se utilizarán más tarde en la filosofía y en la teología. En Inglaterra se destaca en esta labor Beda el Venerable, que además de la Historia eclesiástica gentis Anglorum, escribió ocho tratados, en especial el De natura rerum. Hacia el año 500 ya habían aparecido los escritos místicos neoplatónicos del Pseudo-Dionisio que, traducidos al latín, se convirtieron más tarde en uno de los fundamentos de la teología occidental. Su influencia fue inmensa: es el más citado, como el "Areopagita" por Santo Tomás.
Con las invasiones de los bárbaros, el mundo europeo entró, pues, en un proceso de transición. La antigua unidad del Imperio como tal y su unión con la Iglesia imperial ya no existía. Es el comienzo de una edad nueva, la Edad Media de Occidente, creada y configurada por los obispos, el papado, la herencia teológica de San Agustín, el monacato y los pueblos germánicos. De estos elementos nacerá la cristiandad medieval.
Así la Iglesia, libre de las ataduras del Imperio romano, emprendió una
acción misional, religiosa y política, de la que nos quedan los escritos
De vocatione omnium gentium, atribuido a Próspero de Aquitania
(c. 455) o el De gubernatione Dei, de Salviano (c. 451). Estos
libros nos sitúan claramente en los umbrales de la Edad Media.
b) LA CONVERSION DE LOS FRANCOS
Tanto la Iglesia como los nuevos pueblos, se inclinaron por un pueblo
menos evolucionado pero más nuevo que el de los godos: los francos de
Clodoveo. Sin duda alguna, de todas las tribus germánicas establecidas
en el territorio del Imperio romano, hubo una que se colocó a la cabeza
y dominó el futuro gracias al Estado por ella creado: los francos.
Ayudó a ello el hecho de ser los únicos germanos que, por no proceder de
tierras lejanas, sino ser más bien vecinos inmediatos, recogieron la
herencia del Imperio romano, en sus infiltraciones pacíficas y también
en sus invasiones guerreras, pero sin abandonar su patria. Por otra
parte, mientras la mayoría de los otros germanos recibieron el
cristianismo como arrianismo, los francos lo recibieron directamente en
su forma católica. Esto les permitió integrarse en unidad con la
población romana nativa, que era católica.
El fundador del reino de los francos fue el merovingio
Clodoveo
(481-511) quien, conquistando la parte más extensa de la Galia y los
restos de la Germania, eligió París como capital y, al convertirse al
cristianismo, convirtió los francos, que poco tiempo atrás eran aún
paganos, en los adalides del catolicismo amenazado por el arrianismo.
Clodoveo estuvo desde el comienzo de su reinado en relaciones con
Remigio de Reims, cuyo nombre quedó ligado para siempre al suyo por
haberle administrado el bautismo.[2]
El bautismo de Clodoveo (498 o 499) estuvo preparado por su experiencia
del poder del Dios de los cristianos en la guerra de los alemanes y por
su mujer, católica, Santa Clotilde. También hubo razones políticas en
su conversión; para él era difícil separar religión y política.
Clodoveo, en su convivencia con los católicos galos, se convenció de las
ventajas políticas que el cristianismo podía aportar a su imperio,
dándole unidad y recibiendo apoyo interno del poder y autoridad de los
obispos. El paganismo, como profesión de fe, ya no tenía firmes
raíces.
El bautismo de Clodoveo tuvo una gran repercusión en la historia de la
Iglesia. Con Clodoveo surgió una iglesia nacional franca y, desde ella,
partió la evangelización católica de las otras tribus germánicas, que
fueron conquistando los francos. Las iglesias del norte de las Galias,
que habían sufrido graves daños a causa de la invasión de los bárbaros,
hallaron ahora un sólido respaldo. Pero, como toda iglesia nacional,
surgió llevando en su interior el germen de su decadencia. Clausurada al
exterior, tuvo una rigurosa organización en el interior bajo la
autoritaria dirección de los mismos reyes. Estos convocaban los
concilios imperiales o nacionales, decidiendo los temas a tratar y
promulgando los cánones que les placían como leyes obligatorias del
Imperio. Sólo con su permiso se accedía al estado clerical, permiso
basado en consideraciones fiscales o militares. Los reyes eran quienes
proveían los obispados. Los obispos elegidos y propuestos por el clero
y el pueblo, como los concilios habían exigido, el rey los tomaba sólo
como una propuesta que podía aceptar o rechazar. Como ya denunció San
Gregorio de Tours, esto no era sino un principio de simonía, porque
tanto el elegido como los electores, por lo general, corrían a obtener
el favor real mediante valiosos obsequios. El rey, además, podía
nombrar obispos directamente, y los eligió muchas veces entre los
seglares por simples motivos políticos.
Dada esta profunda dependencia, la reacción del episcopado contra el
gobierno de la Iglesia por parte del rey, nunca faltó, pero sin llegar a
ser unitaria. La resistencia de los obispos no se concretó en una
oposición radical, porque muchos consideraban la función de los reyes
como un modo de protección de la Iglesia, llegando a verla como un
deber de los reyes. Los padres conciliares reunidos en Orleans en el
año 511 llegaron a alabar el "espíritu sacerdotal" de Clodoveo y San
Remigio de Reims llegó a decir que al rey se le debía obediencia como
predicador y defensor de la fe.[4]
Si bien es cierto que el episcopado nunca estuvo sometido
incondicionalmente al rey y que los sínodos echaban en cara a los reyes
sus pecados y que el obispo Germano de París llegó incluso a excomulgar
al rey Chariberto por su matrimonio con una virgen consagrada a Dios,
sin embargo, la crítica al poder del rey nunca tuvo gran fuerza: "Si tú
caes en el error, ¿quién podrá censurarte? Nosotros, sí, te hablamos,
pero tú solamente nos escuchas cuando quieres", testifica el mismo
Gregorio de Tours. A partir de Dagoberto (+ 639) la decadencia del
Imperio franco, y con él de la Iglesia, se precipitaron juntos,
deteniéndose la evangelización y volviendo algunos pueblos, como los
frisones, completamente al paganismo. La dinastía merovingia, fundada
por Clodoveo, fue decayendo hasta llegar al espectáculo de los reyes
holgazanes, que entregaron el gobierno en manos de los mayordomos de palacio, hasta que Pipino el Breve se hizo coronar
rey, dando origen a la dinastía carolingia.
c) LA EVANGELIZACION DE LOS GERMANOS
La evangelización y conversión de los pueblos nuevos fue la tarea
fundamental de la Iglesia durante el primer período de la Edad Media
(Alta Edad Media). Algunos de estos pueblos no habían tenido antes
ningún contacto con el cristianismo. Otros habían sido ya tocados por su
presencia durante la época romana. Al comienzo, pues, de la Edad Media,
según el plan de Dios, la Iglesia y las tribus germánicas, con todas sus
posibilidades y patrimonio, estaban destinadas a vivir en mutua
relación. La Iglesia de Cristo, con toda su vocación misionera y
aquellos pueblos jóvenes con su indigencia cultural y religiosa se
encontraron en un mismo ámbito cultural. Si bien los germanos al
principio sólo fueron los educandos de los obispos y monjes, rápidamente
ocuparon su lugar y enseguida pudieron llevar a sus propios congéneres a
la fe. En este proceso de fusión se basa la Edad Media.
La escasez de cultura facilitó que la lengua de la Iglesia romana
unificase y configurase la liturgia de la mayor parte de Europa y, en
general y durante siglos, toda la vida espiritual de Europa. La lengua
latina, lengua de la liturgia, de todas las frases doctas y de buena
parte de las comunicaciones públicas, fue, junto con la única fe
cristiana, el más potente factor de cohesión de las múltiples tribus y
fuerzas germánicas disidentes hasta llegar a la cultura unitaria
eclesiástica del Medievo. Christianitas se identificó con
romanitas o latinitas, con sus consecuencias posteriores no
siempre positivas.
No hay que olvidar que los pueblos bárbaros se convirtieron masivamente
siguiendo a sus jefes: los visigodos con Recaredo, los francos con
Clodoveo, los longobardos con Teodolinda y lo mismo los otros pueblos:
"iban al bautismo como a la batalla, detrás de sus jefes". No se trató
de una conversión personal, con un camino catecumenal que precediera al
bautismo, sino de un paso como pueblos a la Iglesia, con la idea de que
poco a poco irían conociendo los rudimentos de la doctrina cristiana y
aceptando las exigencias morales de la fe. En las ciudades y, sobre todo
en el campo, el paganismo sobrevivió en múltiples formas, como
atestiguan los sermones de San Cesáreo de Arlés y los escritos de San
Martín de Braga o la correspondencia de Gregorio el Grande y los
Concilios de Toledo.
Ya antes de la caída del Imperio se había modificado el acceso al
bautismo, sin pasar por el proceso catecumenal. Durante la cuaresma, los
paganos se convertían en catecúmenos después de una ceremonia simbólica;
basta con conocer el Símbolo de los Apóstoles y el Padrenuestro para
acercarse a recibir el bautismo. En Alemania existía un comentario de
las dos oraciones, que servía a los sacerdotes para la iniciación de los
catecúmenos en su preparación al bautismo. Esto mismo se hará durante la
Edad Media. Convertidos y bautizados en la fe cristiana, acuden a la
iglesia, asisten a los servicios religiosos, participan en los
sacramentos, se sienten cristianos, están integrados en una sociedad
cristiana; pero individualmente con frecuencia viven una fe poco formada
y poco purificada. En su deseo de reforma de la vida de la Iglesia, San
Gregorio Magno insiste en la obligación de la predicación: "Por tu
predicación los ignorantes saben lo que Dios les recomienda". La tercera
parte de su Regula pastoralis es un verdadero tratado de
predicación dirigido a los obispos. Pero el obispo, a medida que el
número de los cristianos crece, delega a los sacerdotes esta tarea,
pidiéndoles que se inspiren en los Santos Padres.
Pero, dada la poca preparación de los sacerdotes, insisten más en las
obligaciones morales que en la adhesión al misterio divino. La
descripción del cristiano corresponde al que asiste regularmente a la
iglesia, vive castamente, enseña a sus hijos el Credo y el Padrenuestro,
les hace temer a Dios y huir de los principales vicios. La pobreza
doctrinal de los sermones es lo que llevó a la confección de
homiliarios, que agrupaban textos de los Santos Padres y que podían
fácilmente ser utilizados por los predicadores. Pero la verdad es que la
semilla del Evangelio, ya bastante crecida en todo el período anterior,
se encuentra con un campo nuevo, los germanos, pobres de cultura, pero
abiertos a recibir el anuncio del Evangelio y la catequesis de la
Iglesia. La Iglesia así implantó la fe de Jesucristo en Europa, aunque
a veces la predicación bíblica cristiana quedó algo ofuscada por las
ideas germánicas. En la evangelización cristiana, los germanos oyeron
hablar por primera vez del Dios creador, del Logos, de la gracia, de la
predestinación, de los sacramentos (que no son ninguna magia), del
infierno (que no es lo mismo que el reino de los muertos). La Iglesia
transmitió a estos pueblos en toda su integridad y sin reduccionismos
toda su fe, aunque estos pueblos carecieran de una cultura espiritual.
Algunos historiadores se preguntan si estas tribus, "simples, incultas,
bárbaras", tenían la posibilidad de una verdadera conversión. Pero esto
mismo se puede preguntar siempre. Los judíos de Palestina, con su larga
preparación de siglos bajo la acción reveladora de Dios, ante la
aparición de Jesucristo como Mesías, ¿estaban capacitados para acoger la
salvación de Dios manifestada en la debilidad de la cruz? Pese a su
preparación y a los tres años de predicación del Evangelio por
Jesucristo, el éxito de la acogida de Jesucristo inicialmente fue
insignificante...La misma dificultad tuvo el Evangelio cuando pasó al
Imperio romano: la vida de los cristianos, la aceptación de la muerte,
la debilidad y la cruz fue un escándalo y una necedad. Como en nuestro
tiempo escandalizó a Nietzche y a todos los "sabios e inteligentes".
Sin embargo la semilla pequeña del Evangelio sembrada en Israel se
extendió por todo el Imperio romano y penetró después en los pueblos
bárbaros, terreno aun virgen e inculto: "Hagámoslos cristianos para que
sean hombres", había dicho ya San Agustín.[5]
Es cierto que la fe cristiana se vio en la Edad Media mezclada con
muchos elementos germanos. En la formación de la liturgia e incluso en
las concepciones teológicas hubo grandes influencias. El cristianismo,
nacido en Oriente, formulado en la lengua griega, vertido después en la
ágil forma romana, era obviamente muy diferente de todo lo que podemos
llamar germano. En consecuencia, la cristianización de los
germanos, tras la primera fase de conversión de las masas, necesitó de
un largo y complicado proceso de crecimiento, hasta llegar a ser un
verdadero fermento de la nueva cultura naciente. El influjo de lo
germánico en lo cristiano se realizó principalmente por la vía del
sentimiento, de la fantasía, del afecto; sus primeras manifestaciones
se dieron en el campo del arte mucho más que en el campo de la teología,
por la que no hubo gran interés. La teología en Occidente no fue ni
mucho menos tan popular como lo había sido en Oriente entre las grandes
masas del pueblo, que tomaban postura respecto al nestorianismo,
monofisismo y la disputa de los iconoclastas. De aquí la distancia y
división entre la piedad popular y la teología erudita.
Consecuencia de esta separación de la piedad y la teología fue la
introducción de ciertas impurezas en la presentación del mensaje
cristiano, presentado con imágenes y conceptos inadecuados. El ejemplo
clásico en el campo de la doctrina de la fe es la concepción de Cristo
como un caudillo, un héroe victorioso y vencedor del demonio al que se
jura y mantiene fidelidad, un rey nacional alejado de su menesterosidad
humana, cuyos apóstoles aparecen como valerosos paladines de un
soberano o feudatario y ante quien lo primero que desaparece es la
figura sufriente del siervo de Dios.
También la moral del matrimonio tuvo un bajísimo nivel, debido, entre
otras causas, a la politización del matrimonio por la sucesión
hereditaria. A esto contribuyeron también ciertas leyes eclesiásticas,
que prohibían el matrimonio hasta el séptimo grado de parentesco en
línea colateral, ofreciendo así grandes posibilidades para la anulación
de matrimonios. Tampoco faltaron uniones sacrílegas con monjas.
La conciencia moral, en realidad, apareció con el cristianismo y no se
impuso en un día ni en un año. La crueldad, que no respetaba ni el
derecho de asilo, la embriaguez y la deshonestidad, la falta de respeto
a la vida del prójimo, que no valía apenas nada, estaban muy arraigadas
y sólo muy lentamente fue cambiando esta mentalidad. Por otra parte no
faltaron obispos y sacerdotes entre los degenerados ni entre los
asesinos. En el siglo VII la mayor parte de los obispos del Imperio
franco estaban casados y sus diócesis eran como un patrimonio familiar.
San Gregorio de Tours en su Historia Francorum recoge este estado
de cosas y quiere que se conozcan, pues al reconocerlas y
anematizarlas como pecados que claman al cielo "se está
prestando el mejor servicio a la verdad y a la inmutable ley divina".
Hay que señalar, por otro lado, que a estos crímenes y degeneraciones
seguían con frecuencia penitencias y expiaciones de sincera conversión.
La fe de la Iglesia era aceptada con toda objetividad y fidelidad pero
de una manera casi pasiva, sin penetrar apenas en la doctrina recibida
por la predicación. De aquí las características básicas de la fe de
toda la Edad Media: el espíritu de fe fiel a la Iglesia
(tradicionalismo y objetivismo), la uniformidad de toda la vida
religiosa espiritual y la superioridad cultural del clero, que lleva al
clericalismo medieval. El clero, en realidad, como representante de la
Iglesia, era el único que, al comienzo de la Edad Media, poseía las
fuerzas superiores religiosas, morales, intelectuales y culturales en
general (administración, técnica), de las que surge la vida medieval.
El elemento natural-instintivo de los germanos oscureció en parte la
espiritualidad del cristianismo en la vida de piedad de la gente. Los
germanos no tenían en sus dialectos, por ejemplo, una palabra del todo
equivalente a la gracia del Nuevo Testamento. Gracia vino
a ser favor, el favor del rey del cielo con quien uno contrae una
determinada relación de fidelidad para que se muestre propicio en las
vicisitudes de la vida humana. Surgió así la idea de mutua ayuda o
prestación recíproca. También para el pensamiento y el idioma germano
resultó difícil captar y expresar genuinamente lo sacramental. Se quedó
en la exterioridad o
ritualismo. La unión sacramental de la comunidad con Cristo, expresada
en el sacrificio eucarístico, quedó reducida a su presencia (la
eucaristía como presencialización). Y aún fue más difícil comprender la
sacramentalidad de la penitencia, reducida a la idea de reparación (las
tarifas de penas por los pecados). El perdón sacramental, esto es, la
remisión ganada por Cristo y regalada en El al penitente, quedó
obscurecida por la idea de expiación. Es esta la raíz del moralismo
germánico, que se difundió rápidamente gracias a la conversión de las
masas y que perdura hasta casi nuestros días.
Otra característica de la mentalidad germánica es la consideración del
pecado o de la virtud casi exclusivamente desde el punto de vista del hecho
sin ver la interioridad o intención. El pecado como perturbación de un orden
exige una reparación que no se da por un simple cambio de sentimientos. Este
realismo, que tiene su aspecto positivo, lleva a dar importancia a la
exteriorización y al fariseísmo. Decisivo para la aceptación por parte de
los pueblos germanos del cristianismo no fue la "verdad", sino la
superioridad del cristianismo, el "mayor poder del Dios de los cristianos".
En el himno Heliand (hacia el año 830) Jesucristo es ensalzado como
el "más fuerte de los nacidos, el más poderoso de todos los reyes, el héroe
más valeroso". La cuestión de la legitimidad de la vieja o nueva religión no
la toman en consideración los germanos, poco dados a la filosofía. La
cuestión no se plantea desde la verdad, sino desde el poder. El poder del
nuevo Dios ellos lo experimentan en la guerra y en el "juicio de Dios".
Por otra parte, la plegaria de estos pueblos de la primera Edad Media, no
se dirige preferentemente a Dios, sino a los santos, cuyas reliquias
conservaban y podían ver y tocar con todas las connotaciones supersticiosas.
La Iglesia, en su pedagogía intentó evangelizar a estos pueblos inmaduros
con medios adecuados a su capacidad de comprensión, llevándoles a veces a
una alta piedad, pero quedando también a veces la fe con la ganga y escorias
de la religiosidad natural. El culto se celebraba con regularidad y con
predicación al menos en los domingos y días festivos.
La conversión de los germanos abarca un período de unos ochocientos años,
con diferencias y peculiaridades de tiempo y de lugar. Pero, generalmente,
en la evangelización de los germanos las conversiones fueron masivas,
como consecuencia de la conversión de la nobleza o del príncipe. El cambio
interior de mentalidad y de vida, la conversión evangélica, en una
conversión masiva, no siempre se podía dar. Pero, cuando los germanos, se
convencen de la fuerza de Cristo, aunque fuera sin la posesión teórica de la
verdad de la revelación, El está realmente actuando en ellos. La aceptación
del reino de Dios no está reservada a los sabios ni a los que son capaces de
darse perfectamente cuenta teológica del contenido de la fe. El bautismo fue
para esos hombres, espiritualmente incultos, el comienzo de su conversión.
Los germanos fueron admitidos en la Iglesia, dispensadora de la vida
sobrenatural; primero les era entregada la fe (traditio) y luego,
durante largos períodos de tiempo, seguía la instrucción a cargo de los
misioneros, que intentaban llevarlos a la conversión interior. La confesión
cristiana fue, por lo general, aceptada, se consolidó y echó raíces cada
vez más profundas entre estos pueblos, aunque el modo de pensar de estos
pueblos jóvenes estuviera impregnado de utilitarismo y naturalismo, con
frecuencia, supersticioso.
Los misioneros itinerantes tuvieron una inmensa importancia en la
evangelización de los germanos. Estos misioneros estaban dispuestos a
arrostrar inimaginables penalidades para llevar a cabo su misión itinerante
en la Germania, poblada de bosques. En su tarea evangelizadora, destruyeron
santuarios paganos, comieron la carne de los animales sagrados y bautizaron
en el sagrado manantial de los dioses,
para demostrar así el poder de Dios y la impotencia de los ídolos. En
general siguieron las prudentes instrucciones pedagógicas y directrices
misioneras del papa Gregorio I. Pero, por encima de todo, los misioneros se
sentían impulsados por el mandato misionero de Jesucristo
[5]. Las inmensas
dificultades de la misión de aquellos tiempos sólo pudieron vencerlas por el
ardiente amor divino, que impregnaba su vida. La oración fue el sostén de la
misión de San Bonifacio.
Los visigodos, al tener su primer encuentro con Bizancio, entraron en
contacto también con el cristianismo. Pero entonces Bizancio era arriana.
Por ello, los visigodos, que asolaron Roma y marcharon luego a España para
establecerse en ella, ya eran en su mayor parte cristianos, pero arrianos.
De ellos recibieron otras muchas tribus germanas -suevos y burgundiosla fe
cristiana. El camino hacia la confesión católica no fue fácil.
Hermenegildo (+ 585), hijo del rey visigodo, estaba casado con una princesa
franca católica. Esta no sólo rehusó hacerse arriana, sino que su marido se
hizo católico y se rebeló contra su padre. Pero en la confrontación armada,
venció el rey arriano Leovigildo, quien mandó matar a su hijo prisionero.
Pero el hijo menor del rey, y su sucesor, Recaredo, se pasó igualmente al
catolicismo en el año 587. Bajo su gobierno, a finales del siglo VI, se
realizó la unión con la Iglesia.
En el breve período de tiempo hasta la invasión de los mahometanos (711), en
la Iglesia de España alcanzó un primer florecimiento la actividad
espiritual, como atestigua la imponente personalidad de San Leandro de
Sevilla y su hermano y sucesor en el arzobispado, San Isidoro de Sevilla (+
633), el escritor latino más célebre del siglo VII, compilador y transmisor
de la antigua ciencia eclesiástica. Su saber enciclopédico quedó plasmado en
su obra capital las Etimologías. Tras la muerte de San Isidoro, los
centros culturales se trasladaron de la zona mediterránea al interior de
Hispania, volviendo a florecer de nuevo Toledo con San Ildefonso y San
Julián de Toledo. El Liber de virginitate s. Mariae de San Ildefonso
representa un hito fundamental en la historia del culto a la Virgen María.
Y, después de la invasión de los árabes, los iberorromanos y godos
permanecieron en su mayoría fieles a la fe cristiana bajo el nombre de
mozárabes, con su rito propio. Sólo en Asturias se mantuvo un reino
cristiano independiente, desde el cual se inició más tarde la
"reconquista".
Sin embargo, para la historia de la Iglesia medieval, tuvieron mayor
importancia las dos Iglesias de las Islas Británicas. Ambas, con la
actividad evangelizadora de sus misioneros itinerantes, intentaron la
conversión de los germanos del continente. Al mismo tiempo tuvieron un
gran influjo en el monacato, en la organización de la penitencia y en la
organización de toda la vida cristiana del continente.
La Iglesia más antigua es la formada por la cristiandad celta de Britania,
nacida al tiempo de la conquista romana en el siglo II. Pero este
cristianismo se derrumbó como Iglesia celta al mismo tiempo que la soberanía
romana. En el año 410, con la retirada de las legiones romanas, los
cristianos celtas de la Isla, llegaron por primera vez al continente,
llegando en el siglo VI hasta España. Los encontramos en Galicia con sus
obispos británicos. En Inglaterra sólo quedó un resto de cristianos, que se
retiraron a la zona montañosa del Oeste.
De la vitalidad de este floreciente resto de la Iglesia británica dio
testimonio su fuerza misionera. De ella procedió la misión de Escocia y de
Irlanda. La conversión de Irlanda, la Isla Verde, fue obra del hijo de un
diácono británico, San Patricio. Raptado a los 16 años por los piratas
irlandeses fue llevado a la verde Erín. Allí encontró a Dios. Al cabo de
seis años logró huir al continente, llegando a Italia donde completó su
formación teológica, siendo consagrado obispo. De Italia, junto con otros
compañeros británicos y galos, partió a la misión de Irlanda hacia el año
431.
La organización de la Iglesia de Irlanda fue completamente monacal, aunque
no fuera ese el deseo de San Patricio. Pero las fuerzas monacales eran tan
preponderantes que, a partir del siglo VI, se impusieron en la constitución
eclesiástica. Los conventos, y no la diócesis, eran los únicos centros de
la administración eclesiástica. Y los monjes, en su calidad de obispos o
sacerdotes, fueron los encargados de la cura pastoral. La Iglesia de la
misión irlandesa era además una Iglesia completamente nacional y, hasta,
tribal. La parroquia monástica se correspondía con el distrito del clan,
cuyo jefe era el fundador, protector y propietario del monasterio. La
dignidad abacial pasaba por herencia de generación en generación a sobrinos
o primos. El clan se sentía responsable de la manutención y del crecimiento
de su comunidad monástica: todo décimo hijo pertenecía al convento. Y, a la
inversa, el convento servía a la tribu de iglesia y escuela.
Las abadías fueron centros de agrupaciones pastorales propias, que se
reunían en torno a la casa madre y a sus filiales, pero que desbordaban el
marco territorial de las antiguas diócesis, circunscritas a los pequeños
reinos. Y muchas de estas abadías no tenían como obispo a su abad, sino que
la consagración de obispo era conferida a uno de los monjes. Pero en ese
caso, no era el obispo, sino el abad quien regía la grey. Así los conventos
irlandeses dependieron en gran parte de abades que no eran sacerdotes y
hacían que los ritos de la consagración fueran celebrados por
obispos-monjes. Estos obispos sufragáneos, en sus peregrinaciones,
hicieron con frecuencia uso y abuso de sus facultades de consagración,
provocando numerosos conflictos con la jerarquía del continente. En
realidad, después de la retirada de las tropas romanas de Britania esta
Iglesia se sintió aislada, con muy pocas posibilidades de contacto con
Roma.
Sin embargo sus representantes no quisieron otra cosa que mantener en pie la
fe recibida de los príncipes de los apóstoles, por quienes sentían una
profunda veneración y cuyos sepulcros eran la meta de sus peregrinaciones.
En tiempos del papa Bonifacio IV (608-615), San Columbano el Joven,
misionero en el continente, atestigua la estrecha unión de la Iglesia celta
con la Cathedra romana. La Iglesia celta insular no estuvo, pues,
desligada de Roma, aunque en ella se afirmó el primado de lo pneumático
o espiritual sobre lo jurisdiccional durante más tiempo que en las
restantes Iglesia de Occidente. El mismo San Columbano, que atestigua la
unión de la Iglesia celta con Roma, echa en cara con toda franqueza al papa
el fallo de su predecesor Virgilio: "La importancia de la sede apostólica
lleva consigo la obligación de mantenerse alejada de toda impureza de la
fe, porque en caso contrario la cabeza de la Iglesia se convierte en
cola y los simples cristianos pueden juzgar al papado".
Así, pues, el cristianismo monástico de Irlanda alcanzó un apogeo
extraordinario y se convirtió en foco de amplia irradiación para la
historia de la Iglesia. Irlanda es la isla de los santos. En esta iglesia se
dio una síntesis de formación espiritual-cultural y actitud
ascético-religiosa. Los monasterios irlandeses desempeñaron un gran papel en
la conservación y transmisión de la cultura grecorromana. Aunque su
aislamiento favoreció también toda una serie de particularidades
eclesiásticas: cómputo de la Pascua, eucaristía, traje talar y peinado del
cabello y sobre todo en la práctica de la penitencia...Su superioridad
cultural se ve en el conocimiento de la lengua griega, cuando ya en otras
partes se había perdido, y en la presencia de aquellos personajes tan
doctos, llamados todos ellos Escoto: Escoto Eriúgena (+ hacia 877), Sedulio
Escoto (+ 858), Mariano Escoto (+1082) y Duns Escoto (+1308).
Muchos de estos monjes irlandeses, que habían sido pastores de almas en su
tierra, partieron en grupo de sus conventos hacia otras tierras. Y cuando se
encontraban entre paganos, se hacían misioneros. De ellos sobresalen, entre
otros, los dos Columbanos: el Viejo y el Joven (sin que haya parentesco
entre ellos, aunque lleven el mismo nombre). Columbano el Viejo (+ 597)
partió del convento de Jona y fue apóstol y evangelizador de los pictos de
Escocia. Y Columbano el Joven (+ 615) que partió del convento de Bangor de
Irlanda y fue el renovador de la Iglesia franca. Entre los años 590-612,
durante el pontificado de Gregorio I, fundó monasterios en la Galia, en la
zona de los alemanes y en Italia septentrional. Su monasterio más célebre es
el de Bobbio, donde murió en el año 615
[7].
Estos monasterios se convirtieron en planteles de misioneros galos y
francos, que ejercieron una gran influencia renovadora en toda la Iglesia
franca y, junto con los misioneros irlandeses, llevaron el cristianismo a
los germanos aún paganos, que habían caído bajo el dominio de los francos.
Así, las peculiaridades de la Iglesia irlandesa fueron trasplantadas en
primer lugar a la Galia y luego a Alemania, dando su impronta a la vida
monástica y a la ascética cristiana.
Los reyes merovingios no emplearon para la misión ninguna clase de medios de
coacción, pero sí promovieron directamente la restauración de la Iglesia y
la misión evangelizadora. Teodoberto II envió a San Columbano y a sus
compañeros a los lagos de Zurich y de Constanza y Dagoberto I destinó monjes
de Luxeuil a los campos francos de la Galia septentrional. Los clérigos y
monjes que trabajaban en la misión evangelizadora gozaban de la protección
regia y recibían ayuda material.
A principios del siglo VIII casi todos los pueblos alemanes habían oído la
predicación del Evangelio, aunque la iglesia no estuviera aún muy organizada
y la fe estuviera mezclada con muchas supersticiones. San Wilibrordo (+739)
fue el verdadero apóstol de los frisones desde la ciudad de Utrecht como
centro de su expansión misionera. Pero el más importante de todos los
misioneros anglosajones, fue San Bonifacio, nacido en Wessex en el 672,
monje de San Benito, misionero infatigable y organizador de la iglesia
alemana, con fracasos y persecuciones hasta morir martirizado con otros 52
compañeros en el año 754. Fue enterrado en el monasterio de Fulda.
Especialmente importante fue el influjo de todos estos monjes insulares en
la praxis de la penitencia. Con ellos se transformó la práctica de la
penitencia pública, vigente en la Iglesia antigua, en penitencia privada,
con una fuerte acentuación del aspecto de la satisfacción o expiación de
los pecados. De este modo se introdujo la confesión frecuente y se
difundieron los Libros penitenciales con sus tarifas reguladoras de
los distintos tipos de penitencia individual correspondientes a cada pecado.
También la vida ascética y sacrificada de estos monjes dio un fuerte impulso
a la profundización de la vida cristiana y entre los paganos se dieron
muchas conversiones. Pero debido, sobre todo, a sus peculiaridades propias,
no dejaron de ser considerados como extraños al continente y tuvieron que
sufrir continuos roces con los poderes temporales, que sospechaban que los
monjes estaban al servicio de los intereses francos. Estas misiones no
estaban muy planificadas. Los misioneros individuales o cada grupo de
misioneros no trabajaron muy unidos entre sí, ni quienes entre ellos eran
obispos se preocuparon de organizar obispados donde pudieran incardinarse
los sacerdotes por ellos ordenados. En general faltó la apertura a la
Iglesia universal, en concreto, su conexión con Roma. No obstante, Columbano
se dirigió a Roma, a Gregorio Magno, para conseguir apoyo contra los obispos
francos.
Con este apoyo contó la misión anglosajona, que tuvo resultados duraderos
entre los frisones y los francos. La conversión de los anglos y sajones, los
pueblos germánicos que irrumpieron en Inglaterra hacia el año 450, fue
iniciada primero por la Iglesia británica y poco después por la irlandesa.
Pero fueron los escoceses quienes convirtieron a la gran mayoría de los
anglosajones. La Iglesia británica estuvo estrechamente vinculada a Roma.
Ese es el mérito de Gregorio Magno. La Inglaterra cristiana es una creación
de sus enviados. Por eso esa Iglesia fue la más romana del Occidente. Y,
por eso, cien años después, desde ella, San Bonifacio reorganizó la Iglesia
franca, uniéndola estrechamente con el centro de la Iglesia.
La verdadera iniciativa de la evangelización de los anglosajones partió de
San Gregorio Magno. En el año 595 Gregorio Magno mandó al administrador del
patrimonio pontificio a la Galia hacer acopio de jóvenes anglosajones para
el servicio en los monasterios y un año después envió a las Islas
británicas a cuarenta benedictinos de su propio convento romano de San
Andrés. Y ya en el año 597 se produjo la primera conversión en masa.
En el año 601 se convirtió al cristianismo el rey Etelberto de Kent gracias
a su esposa católica, Berta. Sin embargo a la muerte del rey Etelberto y de
San Agustín se produjo una reacción pagana, que produjo un retroceso en toda
la misión anglosajona. Pero diez años después se abrieron nuevas
perspectivas a la evangelización en el norte de Inglaterra, donde reinaba el
rey Aedwin de Deira, casado con una hija de Etelberto. Con la reina fue al
norte de Inglaterra Paulino, uno de los misioneros de Kent, que fue
consagrado obispo. El rey Aedwin planteó a la gran asamblea de su reino la
cuestión de si había que abrazar el cristianismo. La asamblea optó por la
conversión colectiva. El rey se bautizó en pascua del año 627
[9].
Así se fue difundiendo el cristianismo. Los monasterios fueron
también aquí los centros principales de evangelización. Varios reyes y
reinas llegaron a abdicar de sus coronas para terminar su vida como monjes o
monjas.
A la muerte de Gregorio Magno surgieron varias controversias entre la
Iglesia romano-anglosajona y la iro-escocesa. Por una parte estaba el
tradicionalismo y terquedad celta y, por otra, la tendencia romana a la
uniformidad. En vano se intentó en los Concilios de la Unión (602-603) de
unificar el cómputo de la Pascua y los ritos del bautismo y la
confirmación. Se llegó a acusar de herejía hasta la forma de la tonsura
irlandesa... Un logro definitivo se consiguió en el sínodo de Whitby (664),
donde intervino y sancionó la discusión el rey Oswin, diciendo: "Y yo os
digo: puesto que éste (Pedro) es el portero, no quiero estar en
contradicción con él..., para que cuando llegue a la puerta del paraíso
haya allí alguien que me abra y no se me vaya precisamente el que tiene la
llave".
Con el apoyo real los anglosajones[10] emprendieron la guerra contra todos
los usos y costumbres irlandesas, regulando todo según el modelo romano. No
obstante, hasta los siglos XI-XII en que se logró la plena integración, los
irlandeses siguieron luchando por su independencia.
En la evangelización de Inglaterra participaron también de forma destacada
los monasterios de monjas, con sus abadesas de alto rango social y
espiritual. Cien años después de su fundación, la Iglesia inglesa fue la
más floreciente de todo el Occidente. Sus monasterios, cultural y
espiritualmente muy activos, dieron sabios, misioneros y santos. Entre los
sabios hay que destacar a Beda el Venerable (+735) que escribió una
historia eclesiástica de los ingleses (Historia ecclesiastica gentis
Anglorum) y selectas Questiones con capítulos teológicos, que le
hacen ser un precursor de la Escolástica.
Habría que reseñar también la evangelización de los países escandinavos: San
Ascario evangelizó Dinamarca; San Rimberto, Suecia. También hay que recordar
la evangelización de los pueblos de la Europa oriental, al menos a los
Santos Cirilo y Metodio: A partir del año 803 Carlomagno envió misioneros
desde Salzburgo a Moravia, pero el rey Ratislao, para evitar la influencia
alemana, los despidió y pidió misioneros a Bizancio. El emperador Miguel III
le envió a los hermanos Cirilo y Metodio, que lograron la conversión de todo
el pueblo. Introdujeron el idioma eslavo en la liturgia y tradujeron la
Biblia al eslavo, creando un alfabeto propio.
Llamados a Roma por Nicolás I en el año 867, Cirilo murió allí. Metodio fue
consagrado arzobispo y nombrado vicario apostólico. Murió en el año 885.
En medio de la confusión de los siglos VI y VII, la Iglesia, inmersa en la
barbarie de aquellos tiempos, no abandonó su tarea misionera, llegando a
todas partes. El papa Gregorio Magno (590-604) es el hombre que por sus
méritos históricos es considerado tan importante como el último gran papa de
la Antigüedad, San León Magno. Gregorio Magno es el primer gran papa del
nuevo mundo que despierta. Su obra fue decisiva para toda la Edad Media.
El, como romano, se dio cuenta en seguida del peligro enorme que acechaba en
las iglesias territoriales germánicas. El vio la necesidad de que el
sucesor de Pedro dirigiese a toda la jerarquía de la Iglesia para evitar la
escisión de la Iglesia. En su carrera anterior al servicio del Imperio y
como monje después, bajo la mesurada regla de San Benito, estaba preparado
para gobernar la Iglesia con su sabiduría cargada de humanidad. El vivió la
palabra del Evangelio: "el más grande de vosotros sea servidor vuestro" (Mt
23,11). Frente a los bárbaros dirigió personalmente la defensa de Roma,
pero sin olvidar su carácter sacerdotal, que le impulsaba a buscar a los
bárbaros para convertirlos a la verdadera fe.
Mucho tiempo y energías dedicó Gregorio Magno a mejorar la situación del
clero que, en todas partes, pero especialmente en Francia, había descendido
al más bajo nivel. Para el clero escribió su Regula pastoralis, donde
hace una significativa semblanza del verdadero pastor. Para él la acción
pastoral era "el arte de las artes": "ars est artium regimen animarum".
Durante siglos este libro gozó de una enorme estima entre el clero. Junto al
deber del examen cotidiano inculcaba al clero especialmente el celo por la
recta predicación de la fe. La predicación debía practicarse durante la
celebración de la Eucaristía, exponiendo sobre todo el evangelio del día. De
sus propias homilías sobre el Evangelio se han conservado unas 40. En un
lenguaje deliberadamente sencillo, lleno de ejemplos de la vida diaria,
quiere llegar al corazón de los fieles.
Como monje que había sido, siguió de Papa llevando el monacato en su mente.
Prestó ayuda económica a los monasterios caídos en la miseria y se preocupó
igualmente por renovar la vida monástica. A los monjes dirige su voluminosa
abra Moralia in Job, nacida de conferencias orales, refundidas
después. En esta obra y en las 22 Homilías sobre Ezequiel, también
dirigidas a los monjes, San Gregorio expresó sus ideas sobre la moral
cristiana, sobre la piedad y la aspiración a la perfección. Su piedad
personal, reflejada también en sus escritos, se alimentaba sobre todo en la
Escritura y en San Agustín.
Aunque estaba penetrado de la idea de que el mundo envejecido se acercaba
al fin, esta convicción no le alienó por un instante de su actividad,
incluso en medio de sus constantes dolencias. La tensión escatológica le
impulsó con fuerza a la obra evangelizadora de la Iglesia. La gloria
especial de Gregorio Magno en la historia de la Iglesia proviene de su
actividad misionera, dirigida particularmente a los anglosajones, sin
perder de vista a los francos. Su misión en Inglaterra la comenzó en el año
595. Desde entonces fue creando iglesias entre los pueblos de más allá del
Mar del Norte, pero fuertemente unidas con el centro, con Roma. Con su
humanismo romano, pensó que no se podía lograr de la noche a la mañana una
transformación interior, una conversión real de todo un pueblo. Por eso
defendió el principio de aceptar, en la medida de lo posible, los usos y
costumbres tradicionales de cada pueblo y, en vez de eliminarlos, llenarlos
de espíritu cristiano: "No se puede quitar todo a los incultos. Quien quiere
alcanzar la cota más elevada, sube paso a paso, no de una vez". Para
catequizar a las masas incultas, que no sabían leer, se sirvió de las
imágenes, cosa que tanto le criticará más tarde Calvino.
Con prudencia pastoral (y no siempre con la parresía apostólica), a
pesar de las anomalías que se daban en la Iglesia merovingia en la provisión
simoniaca de las sedes episcopales y las inmoralidades del clero, respetó
los derechos de los reyes en cuanto a la convocatoria de los concilios y el
cumplimiento de sus acuerdos, tratando de conseguir la reforma con ellos y
por ellos. De este modo, apoyado en la veneración que los germanos sentían
por San Pedro, Gregorio Magno se convirtió en una autoridad paterna para
ellos, llegando a llamar "hijos" a los poderosos reyes bárbaros y como
tales corregirlos. Sin menoscabo de la jurisdicción papal, respetó y alentó
también a los obispos y reyes de la Iglesia visigoda de España, que poco
antes de su pontificado se había convertido del arrianismo a la fe
católica. A su amigo San Leandro de Sevilla le envió el palio y al rey
Recaredo, en agradecimiento por su declaración de lealtad, le envió algunas
preciosas reliquias y un escrito sobre los deberes de un rey cristiano.
Pero, esta adaptación pastoral, que le llevó a respetar usos y costumbres de
los pueblos germanos, iba acompañada en él de una gran vida interior de fe.
Las raíces más hondas de su fortaleza no estaban en su formación romana,
sino en su vida de fe. Heredero de una rica familia, renunció a su
brillante carrera para entrar en el convento que él mismo había fundado en
su palacio romano. Su espíritu ascético está atestiguado en sus escritos,
algunos de los cuales dominaron toda la Edad Media: su regla pastoral para
el clero, sus homilías y más de 800 cartas. Naturalmente, la alta y
profunda espiritualidad de la antigua teología
ya se había perdido. En comparación, las obras de Gregorio, en su
contenido y en su forma, fueron de modesta categoría, pero para las gentes
de entonces (incluidos los monjes) fueron válidas y fecundas.
Muy en consecuencia con el carácter de Gregorio discurrió también la
organización del papado. En la línea que va de León Magno a Gregorio VII,
reivindicó para sí el primado de la Silla de Pedro, a la vez que rechazaba
el título de "obispo universal", como expresión de una indebida presunción.
El quería ser fiel a su exhortación al clero "más servir que mandar" (Cfr.
1Pe 5,1-3). Gregorio se llamaba a sí mismo servus servorum Dei,
entendiendo su primado como servicio y no como dominio sobre los demás
obispos. El rige la Iglesia en cuanto que sirve a los hermanos (Cfr. Lc
22,26ss). Gregorio VII, no obstante su indiscutible humildad y su
disposición de servicio, entenderá que su servicio a la Iglesia se expresa
en el hecho de regir a la Iglesia.
Gregorio Magno, tratándose de cuestiones de fe, no retrocede, pero en los
asuntos de orden disciplinar, que atañen por igual al orden secular y al
eclesiástico, asuntos políticos-eclesiásticos, entonces se contenta con una
obediencia tolerante al emperador, aunque le señale a veces que va en
contra de la voluntad de Dios. Para él, el emperador, como cristiano y como
protector de la Iglesia, debe ser personalmente responsable de su
determinación ante Dios.
Sobre San Gregorio Magno, aquejado de continuas enfermedades, que apenas
podía caminar -es el espíritu de fe el que vivifica-, recayó prácticamente
la dirección política de Roma, al haber desaparecido el Senado.
Además, con el incremento del patrimonio de Pedro, se acrecentó el poder
externo del Papa. Con la nueva ordenación económica del patrimonio de Pedro,
Gregorio puso de hecho los cimientos de los futuros Estados Pontificios. Sin
advertirlo y sin quererlo, el papa se convirtió en jefe político. Pero el
objetivo de su actividad económica, al disponer de trigo y de dinero, fue
atender a los necesitados, a los prófugos y a los prisioneros. Fue el padre
y el prototipo del obispo de la primera Edad Media.
[1] Aunque no
siempre los príncipes -el arriano Teodorico apoyó a los obisposy
pueblos arrianos persiguieron a los católicos, lo cierto es que el
arrianismo, junto a las continuas migraciones, dificultaban el
arraigamiento del mensaje cristiano. Pero, al mismo tiempo, con
tantos cambios materiales, económicos, morales, religiosos y
culturales, la Iglesia se vio impulsada a un cambio en su pastoral.
[2] El
bautismo lo administró San Remigio el día de navidad de 498 o 499.
El patetismo del momento aparece en la frase célebre de la alocución
de San Remigio: "Humilde inclina tu cuello, Sicombro; adora lo que
has quemado y quema lo que has adorado".
[3] No sólo
tuvo que vencer oposiciones externas, sino también sus dudas
interiores. Por deseo de su esposa Clotilde se bautizaron en la
religión católica sus dos primeros hijos, siendo Clodoveo aún
pagano. Pero inmediatamente después del bautismo, el primer hijo
murió. Supersticioso, Clodoveo lo achacó al bautismo: "Si el niño
hubiese sido consagrado en nombre de mis dioses, todavía viviría".
Es más, también el segundo hijo se enfermó; con rencor reprochará a
Clotilde: "No puede menos de sucederle como a su hermano: que
bautizado en nombre de vuestro Cristo, muera". Pero el hijo sanó.
Esto le devolvió la duda y esperó un signo positivo para aceptar el
catolicismo, signo que halló en la batalla contra los alemanes;
sintiéndose derrotado, invocó al Dios de los cristianos:
"Jesucristo, al que Clotilde proclama como Hijo del Dios vivo, tu
gloria y tu poder invoco: otórgame la victoria sobre estos enemigos
y creeré en ti y me bautizaré en tu nombre". Al vencer, se decidió a
bautizarse, considerando la victoria como una señal de Dios. Este es
el relato de San Gregorio de Tours en su Historia de los Francos.
[7]
Otros monjes célebres fueron San Gall, evangelizador del norte de
Suiza, que fundó el famoso monasterio que lleva su nombre (*640).
También hay que recordar a San Ruperto, apóstol de Baviera, que
fundó el monasterio de San Pedro en Salzburgo. Y con ellos San
Fridolín, misionero de la Selva Negra, San Severino, evangelizador
de Austria...
[8]
El relato de Beda el Venerable sobre la discusión de la gran
asamblea del reino es un importante monumento de la historia de la
evangelización de los germanos. Muestra que la decisión en favor del
cristianismo se debió a que éste respondía a la pregunta por el
sentido y la meta de la vida humana: "La vida presente del hombre
sobre la tierra, oh rey, decía uno de los grandes, se parece a un
gorrión que atraviesa volando tu casa, donde tú en invierno estás
sentado a la mesa con tus duques y tus servidores alrededor del
fuego en una habitación caldeada, mientras fuera braman por todas
partes los temporales de lluvia y de nieve. El gorrión entra volando
por un portal y en seguida vuelve a salir por otro. Mientras está
dentro, no le afecta la furia del invierno. Pero, en un abrir y
cerrar de ojos, ha pasado volando los exiguos momentos de alegre
despreocupación y ya desaparece de tus ojos, volviendo al invierno
de donde vino. Así parece la vida del hombre: un breve instante;
pero lo que pueda seguir, no lo sabemos.
Si, pues, esta doctrina aporta algo más de certeza sobre dónde vamos
y de dónde venimos, con razón habría que seguirla"
(Hª eccl. II,13).
[9]
Esto sucedió al menos unas 33 veces. Y desde el siglo VII al XI se
habla por lo menos de 23 reyes santos y de 60 reinas y princesas
santas en los siete reinos anglosajones.
[10]
En el sínodo de Whitby (664), el obispo franco Agilberto de Wessex y
su discípulo anglosajón, el abad Wilfrido de Ripon, sostenían el
punto de vista romano contra Colman de Lindisfarne. Cuando Wilfrido
invocó la autoridad de Pedro citando el pasaje de Mateo 16,18,
intervino el rey: "Colman, ¿verdaderamente el Señor dijo esto a
Pedro? El respondió: ¡Así es, oh rey! Luego preguntó el rey: ¿Tenéis
vosotros algo de tal fuerza que alegar en favor de vuestro
Columbano? Aquel respondió: Nada. Entonces dijo el rey: Así, pues,
¿estáis ambos de acuerdo sin discusión en que eso fue dicho en
primera línea a Pedro y que a él fueron entregadas por el Señor las
llaves del reino de los cielos? Ambos respondieron: Sí. Entonces
zanjó el rey la discusión: Y yo os digo: Este es el portero, al que
no quiero contradecir; más bien deseo obedecer en todo sus
disposiciones según mi saber y poder, no sea que si me presento ante
la puerta del cielo, no haya nadie para abrirme por haberse apartado
de mí el que, según consta, posee las llaves" (Beda, Hª eccl.
III,25).