SAN LEÓN MAGNO Y LA FE EN JESUCRISTO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE
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CIUDAD DEL VATICANO, 04 de abril de 2014
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1. Oriente y Occidente unánimes sobre Cristo
Hay diferentes vías, o métodos, para aproximarse a la persona de Jesús. Por
ejemplo, se puede partir directamente de la Biblia y, también en este caso,
se pueden seguir distintas vías: la vía tipológica, seguida en la más
antigua catequesis de la Iglesia, que explica a Jesús a la luz de las
profecías y de las figuras del Antiguo Testamento; la vía histórica, que
reconstruye el desarrollo de la fe en Cristo a partir de las distintas
tradiciones, autores y títulos cristológicos, o desde los distintos entornos
culturales del Nuevo Testamento. Se puede, por el contrario, partir de las
preguntas y de los problemas del hombre de hoy, o incluso desde la propia
experiencia de Cristo, y desde todo ello remontarse a la Biblia. Son todas
vías ampliamente exploradas.
La Tradición de la Iglesia elaboró, muy pronto, una vía suya de acceso al
misterio de Cristo, un modo suyo de recoger y organizar los datos bíblicos
que le afectan, y esta vía se llama el dogma cristológico, la vía dogmática.
Por dogma cristológico entiendo las verdades fundamentales en torno a
Cristo, definidas en los primeros concilios ecuménicos, sobre todo en el de
Calcedonia, las cuales, en sustancia, se reducen a los siguientes tres
pilares: Jesucristo es verdadero hombre, es verdadero Dios, es una sola
persona.
San León Magno es el padre que he elegido para introducirnos en las
profundidades de este misterio. Por una razón muy precisa. En la teología
latina estaba lista desde hacía dos siglos y medio la fórmula de la fe en
Cristo que llegará a ser el dogma de Calcedonia. Tertuliano había escrito:
«Vemos dos naturalezas, no confundidas, sino unidas en una persona,
Jesucristo, Dios y hombre»1.Tras una larga exploración, los autores griegos
llegan, por su parte, a una formulación idéntica en la sustancia; pero su
retraso o tiempo perdido fue algo muy distinto, porque sólo ahora se podía
dar a esa fórmula su verdadero significado, al haber puesto ellos de
relieve, entretanto, todas las implicaciones y resuelto las dificultades.
El papa san León Magno es quien se encontró gestionando el momento en que
las dos corrientes del río —la latina y la griega— confluyeron juntas y con
su autoridad de obispo de Roma favoreció su acogida universal. Él no se
conforma con transmitir simplemente la fórmula heredada de Tertuliano y
retomada entretanto por Agustín, sino que la adapta a los problemas surgidos
en el ínterin, entre la Iglesia de Éfeso del año 431 hasta Calcedonia del
año 451. Este es, a grandes líneas, su pensamiento cristológico, tal como lo
expone en el famoso Tomus a Flavianum2.
Primer punto: la persona del Dios-hombre es idéntica a la del Verbo eterno:
«El que se hizo hombre en la forma de siervo es el mismo que en la forma de
Dios creó al hombre». Segundo punto: la naturaleza divina y la humana
coexisten en esta única persona, que es Cristo, sin mezcla ni confusión,
pero conservando cada una sus propiedades naturales (salva proprietate
utriusque naturae). Él empieza a ser lo que no era, sin dejar de ser lo que
era3 . La obra de la redención exigía que «el único y mismo mediador entre
Dios y los hombres, el hombre Jesucristo, pudiera morir en lo referido a la
naturaleza humana y no morir en lo referido a la naturaleza divina». Tercer
punto: la unidad de la persona justifica el uso de la comunicación de
idiomas, por lo que podemos afirmar que el Hijo de Dios fue crucificado y
sepultado, y también que el Hijo del hombre vino del cielo.
Era un intento, en gran parte conseguido, de encontrar por fin un acuerdo
entre las dos grandes «escuelas» de la teología griega, la alejandrina y la
antioquena, evitando los respectivos errores que eran el monofisismo y el
nestorianismo. Los antioquenos encontraban en ello el reconocimiento, para
ellos vital, de las dos naturalezas de Cristo y, por tanto, de la plena
humanidad de Cristo; los alejandrinos, a pesar de algunas reservas y
resistencias, podían encontrar en la formulación de León el reconocimiento
de la identidad de la persona del Verbo encarnado y la del Verbo eterno, que
apreciaban más que cualquier otra cosa.
Basta recordar el eje de la definición de Calcedonia para darse cuenta de lo
presente que está en ella el pensamiento del papa León:
«Enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor
nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad;
verdaderamente Dios y verdaderamente hombre […]; nacido del Padre antes de
todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación,
nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la
humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en
dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La
diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino
que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y
confluyen en un solo sujeto y en una sola persona»4.
Podría parecer una fórmula técnicamente perfecta, pero árida y abstracta y,
en cambio, en ella se basa toda la doctrina cristiana de la salvación. Sólo
si Cristo es un hombre como nosotros, lo que él hace, nos representa y nos
pertenece, y sólo si él mismo es también Dios, lo que hace tiene un valor
infinito y universal, hasta el punto de que, como se canta enel Adoro te
devote, «una sola gota de sangre que ha derramado salva al mundo entero del
pecado» («Cuius una stilla salvum facere totum mundum qui ab obni scelere»).
Sobre este punto, Oriente y Occidente, son unánimes. Esta era la situación
de la humanidad antes de Cristo, escriben, con pocas diferencias entre sí,
san Anselmo entre los latinos y Cabasilas entre los ortodoxos. Por una parte
estaba el hombre que había contraído la deuda al pecar y que debía luchar
contra Satanás para liberarse, pero no podía hacerlo, al ser la deuda
infinita y al ser él esclavo de quien debía vencer; por otro lado, estaba
Dios que podía expiar el pecado y vencer al demonio, pero no debía hacerlo,
al no ser él el deudor. Era preciso que se encontraran unidos en la misma
persona quien debía luchar y quien podía vencer, y es lo que ocurrió con
Jesús, «verdadero Dios y verdadero hombre, en una persona»5.
2. El Jesús de la historia y el Cristo del dogma nuevamente unidos
Estas serenas certezas sobre Cristo, durante los últimos dos siglos, fueron
investidas por un ciclón crítico que tendía a quitarlas cualquier
consistencia y a calificarlas como puras invenciones de los teólogos. A
partir de Strauss, se ha convertido en una especie de grito de batalla entre
los estudiosos del Nuevo Testamento: liberar la figura de Cristo de los
cepos del dogma, para reencontrar al Jesús histórico, el único real. «La
ilusión de que Jesús haya podido ser hombre en sentido pleno y que, sin
embargo, como persona individual sea superior a la humanidad entera, es la
cadena que aún cierra el puerto de la teología cristiana al mar abierto de
la ciencia racional»6.Y esta es la conclusión a la que llega el estudioso:
«La idea del Cristo del dogma, por una parte, y el Jesús de Nazaret de la
historia, por otra, están separadas para siempre».
Se declara sin reticencias el presupuesto racionalista de esta tesis. El
Cristo del dogma no satisface las exigencias de la ciencia racional. El
ataque ha ido adelante, con soluciones alternas, casi hasta nuestros días.
Se ha convertido él mismo, a su manera, en un dogma: para conocer al
verdadero Jesús de la historia es preciso prescindir de la fe en él
posterior a la Pascua. En este clima han proliferado reconstrucciones
fantasiosas de la figura de Jesús en beneficio del espectáculo, algunas con
pretensiones de historicidad, pero en realidad basadas en hipótesis de
hipótesis, respondiendo todas a gustos o reivindicaciones del momento.
Pero ahora, creo, hemos llegado al final de la parábola. Es hora de tomar
nota del cambio ocurrido en este sector, de manera que se pueda salir de una
cierta actitud defensiva y avergonzada que ha caracterizado a los estudiosos
creyentes en estos años, y, más aún, para hacer llegar un mensaje a todos
aquellos que en estos años han divulgado a manos llenas imágenes de Jesús
dictadas por ese anti-dogma. El mensaje es que ya no se pueden escribir, en
buena fe, «investigaciones sobre Jesús» que tengan la pretensión de ser
«históricas», si prescinden, o más aún, excluyen de partida, la fe en él.
Quién personaliza de manera más clara el cambio que se está produciendo es
uno de los máximos estudiosos vivos del Nuevo Testamento, el inglés James
D.G. Dunn. Él ha resumido en un pequeño volumen titulado «Cambiar la
perspectiva sobre Jesús», los resultados de su monumental investigación
sobre los orígenes del cristianismo7. El autor ha minado desde las raíces
los dos presupuestos de fondo sobre los que se basó la contraposición entre
el Jesús histórico y el Cristo de fe: primero, que, para conocer al Jesús de
la historia hay que prescindir de la fe post-pascual; segundo, que para
conocer lo que verdaderamente dijo e hizo el Jesús histórico, es necesario
liberar la tradición de las capas y de los añadidos posteriores, y
remontarse hasta el estrato original, o a la primera «redacción», de una
cierta perícopa evangélica.
Contra el primer presupuesto, Dunn demuestra que la fe se inicia antes de la
Pascua; si algunos lo han seguido y se han hecho sus discípulos es porque
habían creído en él. Se trata de una fe aún imperfecta, pero de fe. En esta
fe, el acontecimiento pascual marcará sin duda un salto de cualidad, pero
saltos de cualidad, aunque menos determinantes, había habido ya antes de la
Pascua, en momentos especiales, como la transfiguración, algunos milagros
clamorosos, el diálogo de Cesarea de Filipo. La Pascua no constituye un
comienzo absoluto.
Contra el otro asunto, Dunn hace ver cómo, aun admitiendo que las
tradiciones evangélicas circularon durante un cierto período en forma oral,
los estudiosos aplicaban siempre a dicha tradición el modelo literario, como
se hace hoy cuando se quiere remontar, de edición en edición, al texto
original de una obra. Si se tienen en cuenta las leyes que regulan —también
en el presente, en ciertas culturas—, la transmisión oral de las tradiciones
de una comunidad, se ve que no hay necesidad de dar cuerpo a un dicho
evangélico, a la búsqueda de un hipotético núcleo originario, una operación
que abrió las puertas a todo tipo de manipulación de los textos evangélicos,
terminando por repetir lo que ocurre cuando se abre una cebolla a la
búsqueda de un núcleo sólido que no existe. Algunas de estas conclusiones
son las que los estudiosos católicos habían sostenido desde siempre8, pero
Dunn tiene el mérito de haberlas defendido con argumentos difícilmente
refutables desde dentro mismo de la investigación histórico-crítica y con
sus mismas armas.
El rabino americano J. Neusner, con el que Benedicto XVI instaura un diálogo
en su primer volumen sobre Jesús de Nazaret, da por descontado este
resultado. Partiendo de un punto de vista autónomo y, por así decir,
neutral, hace ver cómo es un intento vano separar al Jesús histórico del
Cristo de la fe post-pascual. El Jesús histórico, el de los evangelios, por
ejemplo el del sermón de la montaña, es ya un Jesús que requiere la fe en su
persona como a uno que puede corregir Moisés, que es señor del sábado, por
el cual se puede hacer una excepción también al cuarto mandamiento; en
definitiva, como uno que se sitúa en el mismo plano de Dios.
El estudio sobre el Nuevo Testamento se detiene aquí; llega a probar la
continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo del kerigma, no va más
allá. Queda por probar la continuidad entre el Cristo del kerigma y el del
dogma de la Iglesia. La fórmula de León Magno y de Calcedonia, ¿marca un
desarrollo coherente de la fe neotestamentaria, o representa una ruptura
respecto de ella? Ésta fue mi principal interés en los años en que me
ocupaba de la Historia de los orígenes cristianos y la conclusión a la que
llegué no se separa de la del Cardenal Newman en su famoso ensayo «El
desarrollo en la doctrina cristiana»9Ha tenido lugar, sin duda, el paso de
una cristología funcional (lo que Cristo «hace»), a una cristología
ontológica (lo que Cristo «es»), pero no se trata de una ruptura porque
vemos que el mismo proceso se da ya dentro del kerigma, por ejemplo en el
paso de la cristología de Pablo a la de Juan, y en Pablo mismo, en el
tránsito desde sus primeras cartas a las de la cautividad, Filipenses y
Colosenses.
3. Más allá de la fórmula
Esta vez el tema mismo exigía detenerse un poco más largamente en la parte
doctrinal del tema. La persona de Jesús es el fundamento de todo en el
cristianismo. «Si la trompeta no da sino un sonido confuso, ¿quién se
preparará para la batalla?», dice san Pablo (1 Cor 14,8); si no se tiene una
idea precisa de quién es Jesucristo, ¿qué vamos a anunciar al mundo? Pero
ahora nos queda hacer una aplicación práctica de la doctrina para la vida
personal y la fe actual de la Iglesia, que es el objetivo constante de
nuestro reexamen de los Padres.
Cuatro siglos y medio de formidable trabajo teológico han dado a la Iglesia
la fórmula: «Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; Jesucristo es
una sola persona». Más sintéticamente aún: él es «una persona en dos
naturalezas». A esta fórmula se aplicará a la perfección el dicho de
Kierkegaard: «La terminología dogmática de la Iglesia primitiva es como un
castillo mágico, donde yacen en un sueño profundo los príncipes y las
princesas más legendarias. Basta sólo despertarlos para que brinquen de pie
con toda su gloria»10. Nuestra tarea es, pues, la de despertar y dar nueva
vida a los dogmas.
La investigación sobre los evangelios —también en la apenas recordada de
Dunn— nos muestra que la historia no nos puede llevar al «Jesús en sí», al
Cristo como es en la realidad. Lo que alcanzamos en los evangelios es
siempre, en cada fase, un Jesús «recordado», mediado por la memoria que de
él conservaron los discípulos, aunque sea una memoria creyente. Sucede como
para su resurrección. «Algunos de los nuestros —dicen los dos discípulos de
Emaús— fueron al sepulcro y lo encontraron como les habían dicho las
mujeres, pero a él no lo vieron» (Lc 24,24). La historia puede constatar que
las cosas, respecto de Jesús de Nazaret, están como dijeron los discípulos
en los evangelios, pero a él no lo ve.
Lo mismo ocurre con el dogma. Nos puede llevar a un Jesús «definido»,
«formulado», pero Tomás de Aquino nos enseña que «la fe no termina en el
enunciado (enuntiabile), sino en la realidad (res)». Entre la fórmula de
Calcedonia y el Jesús real existe la misma diferencia que hay entre la
fórmula química H2O y el agua que bebemos o en la que nadamos. Nadie puede
decir que la fórmula H2O es inútil o que no describe perfectamente la
realidad; ¡sólo que no es la realidad! ¿Quién nos podrá conducir al Jesús
«real» que está más allá de la historia y detrás de la definición?
Y he aquí que nos viene al encuentro la gran noticia consoladora. Existe la
posibilidad de un conocimiento «inmediato» de Cristo: es el que nos da el
Espíritu Santo enviado por él mismo. Él es la única «mediación no-mediada»
entre nosotros y Jesús, en el sentido de que no hace de velo, no constituye
un diafragma o un trámite, al ser él el Espíritu de Jesús, su «alter ego»,
de su misma naturaleza. San Ireneo llega a decir que «el Espíritu Santo es
nuestra misma comunión con Cristo»11. En ello la mediación del Espíritu
Santo es diferente de cualquier otra mediación entre nosotros y el
Resucitado, tanto eclesial como sacramental.
Pero es la Escritura misma la que nos habla de este papel del Espíritu Santo
a efectos del conocimiento del verdadero Jesús. La venida del Espíritu Santo
en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de todo lo obrado por
Cristo y de su persona. Pedro concluye su discurso con esa especie de
definición «urbi et orbi» del señorío de Cristo: «Sepa, pues, con certeza
toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús al
que habéis crucificado» (Hch 2,36).
San Pablo dice que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia
mediante el Espíritu de santificación» (Rom 1,4), es decir, por obra del
Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor, si no es gracias a
una iluminación interior del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3). El apóstol
atribuye al Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que se le
dio a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5). Sólo
si son «fortalecidos por el Espíritu», —continúa el apóstol— los creyentes
serán capaces de «entender la anchura, la longitud, la altura y la
profundidad, y conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento»
(Ef 3,16-19).
En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito
respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo anunciará a los discípulos; les
recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su
relación con el Padre; le dará testimonio. Más aún, precisamente esto será,
de ahora en adelante, el criterio para reconocer si se trata del verdadero
Espíritu de Dios y no de otro Espíritu: si empuja a reconocer a Jesús venido
en la carne (cf. 1 Jn 4,2-3).
4. Jesús de Nazaret, una «persona»
Con la ayuda del Espíritu Santo, hagamos, pues, un pequeño intento de
«despertar» el dogma. Del triángulo dogmático de León Magno y de Calcedonia
—«verdadero Dios», «verdadero hombre», «una persona»— nos limitamos a tomar
en consideración sólo el último elemento: Cristo «una persona». Las
definiciones dogmáticas son «estructuras abiertas», es decir, capaces de
acoger significados nuevos, posibilitados por el progreso del pensamiento
humano. En su fase más antigua, «persona» (del latín personare, resonar)
indicaba la máscara que servía al actor para hacer resonar su voz en el
teatro; de aquí pasó a indicar el rostro, luego el individuo, hasta su
significado más alto de «sustancia individual de naturaleza racional»
(Boecio).
En el uso moderno el concepto se ha enriquecido con un significado más
subjetivo y relacional, favorecido, sin duda, por el uso trinitario de
persona como «relación subsistente». Es decir, indica al ser humano en
cuanto capaz de relación, de estar como un yo ante un tú. En ello, la
fórmula latina «una persona» se reveló más fecunda que la respectiva griega
de «una hipóstasis». «Hipóstasis» se puede decir de todo objeto individual
existente; «persona», sólo del ser humano y, por analogía, del ser divino.
Nosotros hablamos hoy (y también los griegos hablan) de «dignidad de la
persona», no de dignidad de la hipóstasis.
Apliquemos todo esto a nuestra relación con Cristo. Decir que Jesús es «una
persona» significa decir también que ha resucitado, que vive, que está
delante de mí, que puedo hablarle de tú como él me habla de tú. Es necesario
pasar constantemente, en nuestro corazón y en nuestra mente, del Jesús
personaje al Jesús persona. El personaje es uno del que se puede hablar y
escribir todo lo que se quiera, pero al cual y con el cual generalmente no
se puede hablar. Jesús, desgraciadamente para la mayoría de los creyentes,
es todavía un personaje, uno del que se discute, del que se escribe sin
parar, una memoria del pasado, un conjunto de doctrinas, de dogmas o de
herejías. Es un ente, más que un existente.
El filósofo Sartre, en una página famosa, describió el escalofrío metafísico
que produce el descubrimiento repentino de la existencia de las cosas y, en
esto al menos, podemos darle crédito:
«Estaba en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra,
precisamente bajo mi banco. Ya no me acordaba de que era una raíz. Las
palabras habían desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los
modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los hombres han
trazado sobre su superficie. [...] Y luego tuve este rayo de luz. Se me
cortó el aliento con ello. [...] . La existencia se oculta. Está allí,
alrededor de nosotros, no se pueden decir dos palabras sin hablar de ella y,
por último, no se toca. [...] Y luego, de golpe, estaba allí, clara como el
día: la existencia se había revelado de repente»12.
Para ir más allá de las ideas y las palabras sobre Jesús y entrar en
contacto con él, persona viva, hay que pasar por una experiencia de ese
tipo. Algunos exégetas interpretan el nombre divino «El que es», en el
sentido de «El que está», que está presente, disponible, ahora, aquí13. Esta
definición se aplica perfectamente también a Jesús resucitado.
Es posible tener a Jesús por amigo, porque, al haber resucitado, está vivo,
está a mi lado, puedo relacionarme con él como una persona viva con otra
viva, una presente con otra presente. No con el cuerpo y ni siquiera con la
sola fantasía, sino «en el espíritu» que es infinitamente más íntimo y real
que uno y otra. San Pablo nos asegura que es posible hacer todo «con Jesús»:
ya comamos, ya bebamos, ya hagamos cualquier otra cosa (cf. 1 Cor 10,31; Col
3,17).
Por desgracia, rara vez se piensa en Jesús como en un amigo y confidente. En
el subconsciente domina su imagen de resucitado, ascendido al al cielo,
remoto en su trascendencia divina, que volverá un día, al final de los
tiempos. Se olvida que al ser, como dice el dogma, «verdadero hombre», más
aún, la perfección humana misma, posee en sumo grado el sentimiento de la
amistad que es una de las cualidades más nobles del ser humano. Es Jesús
quien desea semejante relación con nosotros. En su discurso de despedida,
dando rienda suelta plena a sus sentimientos, dice: «Ya no os llamo siervos,
porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamados amigos, porque
os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre» (Jn 15, 15).
Yo he visto realizado este tipo de relación con Jesús, no tanto en los
santos (en los cuales prevalece la relación con el Maestro, el Pastor, el
Salvador, el Esposo…), cuanto en esos judíos que, de manera muy a menudo no
diversa de Saulo, llegan a aceptar hoy al Mesías. El nombre de Jesús de
golpe se muda de una oscura amenaza, al más dulce y amado de los nombres. Un
amigo. Es como si la ausencia de dos mil años de discusiones en torno a
Cristo jugara a su favor. Su Jesús no es nunca «ideológico», sino una
persona de carne y hueso. ¡De su sangre! Uno se queda conmovido al leer el
testimonio de algunos de ellos. Todas las contradicciones se resuelven en un
instante, todas las oscuridades se iluminan. Es como ver la lectura
espiritual del Antiguo Testamento que se realiza ante sus propios ojos
globalmente y como con acelerador. San Pablo dice que es como cuando un velo
cae de los ojos (cf. 2 Cor 3, 16).
En su vida terrena, aunque amaba a todos sin distinción, sólo con algunos
—con Lázaro y las hermanas y más aún con Juan, el «discípulo que él amaba»—
tiene Jesús una relación de amistad verdadera. Pero ahora que está
resucitado y ya no está sujeto a los límites de la carne, él ofrece a cada
hombre y a cada mujer la posibilidad de tenerlo como amigo, en el sentido
más completo de la palabra. Que el Espíritu Santo, el amigo del esposo, nos
ayude a acoger con asombro y alegría esta posibilidad que llena la vida.
Notas
1 Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11: CCL 2,
1199.
2 León Magno, Carta 28.
3 León Magno, Sermo 27,1.
4 DS 301-302.
5 N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5: PG 150,313; Cf. Anselmo, Cur Deus
homo, II, 18.20; Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 46, art. 1, c.
3.
6 D.F. Strauss, Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte,
1865.
7 J.D.G. Dunn, A New Perspective on Jesus. What the Quest for the Historical
Jesus Missed (Grands Rapids, Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús
de Nazaret: lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado
(Sígueme, Salamanca 2006)].
8 Dunn tiene muy en cuenta el estudio del exégeta católico alemán H.
Schürmann sobre el origen pre-pascual de algunos dichos de Jesús: o.c., 28.
9 Cf. mi estudio, Dal kerygma al dogma. Studi sulla cristologia del Padri
(Vita e Pensiero, Milán 2006) 11-51.
10 S. Kierkegaard, Diario, II, A 110 (ed.C. Fabro) (Brescia 1962) n. 196.
11 Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1.
12 J.-P. Sartre, La náusea (Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea (Alianza
Editorial, Madrid 2014)].
13 Cf. G. Von Rad, Teologia dell’Antico Testamento I (Paideia, Brescia 1972)
212 [trad. esp. Teología del Antiguo Testamento I (Sígueme, Salamanca
1978)].