San Ambrosio y la fe en la Eucaristía
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Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap.
Ciudad del Vaticano, 29 de marzo de 2014
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Magno: La Fe en Jesucristo verdadero Dios y verdadero Hombre
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1. La reflexión sobre
los sacramentos
Junto al tema de la Iglesia, otro tema en el que se nota un progreso en el
paso de los Padres griegos a los latinos es el de los sacramentos. En los
primeros había faltado una reflexión sobre los sacramentos en sí, es decir,
sobre la idea de sacramento, aun habiendo tratado de manera excelente cada
uno de los misterios: bautismo, unción, Eucaristía .
El iniciador de la teología sacramentaria —es decir, de lo que, a partir del
siglo XII, será el De sacramentis— es nuevamente Agustín. San Ambrosio, con
sus dos series de discursos «Sobre los sacramentos» y «Sobre los misterios»,
anticipa el nombre del tratado, pero no su contenido. También él, en efecto,
se ocupa de cada uno de los sacramentos y no, todavía, de los principios
comunes a todos los sacramentos: ministro, materia, forma, modo de producir
la gracia…
¿Por qué, entonces, elegir a Ambrosio como maestro de fe de un tema
sacramentario como es el de la Eucaristía sobre el cual queremos meditar
hoy? El motivo es que Ambrosio, más que ningún otro, contribuyó a la
afirmación de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y puso
las bases de la futura doctrina de la transustanciación. En el De
sacramentis escribe:
«Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; cuando interviene la
consagración, de pan pasa a ser carne de Cristo [...] ¿Con qué palabras se
realiza la consagración y de quién son estas palabras? [...] Cuando se
realiza el venerable sacramento, el sacerdote ya no usa sus palabras, sino
que utiliza las palabras de Cristo. Es la palabra de Cristo la que realiza
este sacramento» .
En el otro escrito, Sobre los misterios, el realismo eucarístico es todavía
más explícito. Dice:
«La palabra de Cristo que pudo crear de la nada lo que no existía, ¿no puede
transformar en algo diferente lo que existe? No es menos dar a las cosas una
naturaleza del todo nueva que cambiar lo que tienen [...]. Este cuerpo que
producimos (conficimus) sobre el altar es el cuerpo nacido de la Virgen.
[...] Es, ciertamente, la verdadera carne de Cristo que fue crucificada, que
fue sepultada; es, pues, verdaderamente el sacramento de su carne [...]. El
mismo Señor Jesús proclama: “Esto es mi cuerpo”. Antes de la bendición de
las palabras celestes se usa el nombre de otro objeto, después de la
consagración se entiende cuerpo» .
Sobre este punto la autoridad de Ambrosio, en el desarrollo posterior de la
doctrina eucarística, prevaleció sobre la de Agustín. Éste cree ciertamente
en la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía pero, como hemos
visto en la anterior meditación, acentúa todavía más fuertemente su
significado simbólico y eclesial. Algunos de sus discípulos llegarán a
afirmar no sólo que la Eucaristía hace la Iglesia, sino que la Eucaristía es
la Iglesia: «Comer el cuerpo de Cristo no es otra cosa que hacerse cuerpo de
Cristo» . La reacción a la herejía de Berengario de Tours que reducía la
presencia de Jesús en la Eucaristía a una presencia sólo dinámica y
simbólica, suscitó una reacción coral en la que las palabras de Ambrosio
desempeñaron una parte importante. Él es la primera autoridad que aduce
santo Tomás de Aquino en su Suma en favor de la tesis de la presencia real .
La expresión «cuerpo místico» de Cristo, que hasta entonces había servido
para designar a la Eucaristía, pasó poco a poco a indicar la Iglesia,
mientras que la expresión «cuerpo verdadero» se reservó ya sólo a la
Eucaristía . Esta singular inversión marca, en cierto sentido, el triunfo de
la herencia de Ambrosio sobre la de Agustín. Expresiones como las del himno
Ave verum, en el que el cuerpo eucarístico de Cristo es saludado como «el
verdadero cuerpo, nacido de María Virgen, que fue inmolado en la cruz y de
cuyo costado brotaron agua y sangre», parecen casi copiadas de las palabras
arriba recordadas de Ambrosio.
Podemos resumir así la diferencia entre las dos perspectivas. De los tres
cuerpos de Cristo —el cuerpo verdadero o histórico de Jesús nacido de María,
el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial— Agustín une entre sí
estrechamente el segundo y el tercero, el cuerpo eucarístico y el de la
Iglesia, distinguiéndolos del cuerpo real e histórico de Jesús; Ambrosio
une, más aún, identifica el primero y el segundo, es decir, el cuerpo
histórico de Cristo y el eucarístico, distinguiéndolos del tercero, es
decir, del cuerpo eclesial.
En esta dirección se podía ir demasiado lejos, cayendo en un realismo
exagerado, casi que —como decía una fórmula contrapuesta a la herejía de
Berengario— el cuerpo y la sangre de Cristo estuvieran presentes sobre el
altar «sensiblemente y fueran, en verdad, tocados y partidos por las manos
del sacerdote y masticados por los dientes de los fieles» . Pero el remedio
a tal peligro estaba en la noción misma de sacramento ya clara en teología.
La eucarística no es una presencia física, sino sacramental, mediada por
signos que son, precisamente, el pan y el vino.
2. La Eucaristía y la beraká judía
Si hay un límite en la visión de Ambrosio, es la ausencia de cualquier
referencia a la acción del Espíritu Santo en la producción del cuerpo de
Cristo sobre el altar. Toda la eficacia reside en las palabras de la
consagración. Ellas son para él palabras creativas, es decir, palabras que
no se limitan a afirmar una realidad existente, sino que producen la
realidad que significan, como la frase «Fiat lux» de la creación. Esto ha
influido en el escaso relieve que ha tenido en la liturgia latina la
epíclesis del Espíritu Santo, que, como sabemos, desempeña en las liturgias
orientales un papel tan esencial como el de las palabras de la consagración.
Las nuevas Plegarias eucarísticas, con la invocación del Espíritu Santo que
precede a la consagración, han querido llenar precisamente esta laguna.
Pero hay una laguna mayor de la que se empieza a tener en cuenta y que no se
refiere sólo a Ambrosio y ni siquiera sólo a los Padres latinos, sino a la
explicación del misterio eucarístico en su conjunto. Más que nunca se ve
aquí cómo el estudio de los Padres no nos ayuda sólo a recuperar riquezas
antiguas, sino también a abrirnos a lo nuevo que aparece en la historia; a
imitarlos no sólo en los contenidos, sino también en el método que era el de
poner al servicio de la palabra de Dios todos los recursos y los
conocimientos disponibles en su contexto cultural.
El recurso nuevo que hoy disponemos para comprender la Eucaristía es el
acercamiento entre cristianos y judíos. Desde los primeros días de la
Iglesia, varios factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre
el cristianismo y el judaísmo, hasta contraponerlos entre sí, como hace ya
Ignacio de Antioquía . Distinguirse de los judíos —en la fecha de la Pascua,
en los días de ayuno y en muchas otras cosas— se convierte en una especie de
consigna. Una acusación a menudo dirigida a sus adversarios y a los herejes
es la de «judaizar».
En relación con la Eucaristía, el nuevo clima de diálogo con el judaísmo ha
hecho posible un mejor conocimiento de su matriz judía. Igual que no se
entiende la Pascua cristiana si no se considera como el cumplimiento de lo
que preanunció la Pascua judía, así no se entiende a fondo la Eucaristía si
no se la ve como el cumplimiento de lo que los judíos hacían y decían a lo
largo de su comida ritual. El nombre mismo, Eucaristía, no es otra cosa que
la traducción de Beraká, la oración de bendición y acción de gracias hecha
durante esa comida. Un primer resultado importante de este cambio ha sido
que hoy ningún estudioso serio sostiene ya la hipótesis de que la Eucaristía
cristiana se explique a la luz de la cena en boga según algunos cultos
mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un
siglo.
Los Padres de la Iglesia mantuvieron las Escrituras del pueblo judío, pero
no su liturgia, a la cual ya no tenían forma de acceder, tras la separación
de la Iglesia respecto de la Sinagoga. Así, para la Eucaristía, utilizaron
las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio
de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto litúrgico
concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, que era
la comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Seder) y
semanalmente en el culto sinagogal. El primer nombre con el que es designada
la Eucaristía en el Nuevo Testamento por Pablo es el de «comida del Señor»
(kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con referencia evidente a la comida judía
de la que se distingue ahora por la fe en Jesucristo.
Es la perspectiva en la que se sitúa también Benedicto XVI en el capítulo
dedicado a la institución de la Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús
de Nazaret. Siguiendo la opinión ya prevalente entre los estudiosos, él
acepta la cronología joánica según la cual la última cena de Jesús no fue
una cena pascual, sino que fue una solemne comida de despedida; con Louis
Bouyer, sostiene, además, que se pueda «trazar el desarrollo de la
eucaristía cristiana, es decir del canon, desde la beraká judía» .
Por diversas razones culturales e históricas, desde la escolástica en
adelante, se ha tratado de explicar la Eucaristía a la luz de la filosofía,
en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y de accidente.
Esto también era un poner al servicio de la fe los nuevos conocimientos del
momento y, por tanto, una imitación del método de los Padres. En nuestros
días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden, esta
vez, históricos y litúrgicos más que filosóficos.
Sobre la base de algunos estudios ya iniciados en esta dirección, sobre todo
el de L. Bouyer , quisiera tratar de mostrar la luz viva que cae sobre la
Eucaristía cristiana cuando situamos los relatos evangélicos de la
institución sobre el trasfondo de lo que sabemos de la comida ritual judía.
La novedad del gesto de Jesús no resultará disminuida, sino engrandecida al
máximo.
3. ¿Qué ocurrió esa noche?
Un texto que muestra el estrecho vínculo entre la liturgia judía y la cena
cristiana es la Didaché. Dicho texto no es otra cosa que una colección de
oraciones de la sinagoga, con la adición, aquí y allá, de las palabras «por
tu servidor Jesucristo»; por lo demás, es idéntico a la liturgia de la
sinagoga. El rito sinagogal estaba compuesto por una serie de oraciones
llamadas «berakah» que en griego se tradujo con «Eucaristía». La beraká
resume la espiritualidad de la Antigua Alianza y es la respuesta de
bendición y de agradecimiento que Israel da a la palabra de amor que su Dios
le había dirigido.
El ritual seguido por Jesús al dar la forma definitiva de la Eucaristía
acompañaba todas las comidas de los judíos, pero asumía una importancia
particular en las comidas en familia o en comunidad el sábado y los días
festivos. Es suficiente un primer vistazo sobre el rito para ambientar
adecuadamente la última Cena. Al comienzo de la comida, cada uno por turno
tomaba en la mano una copa de vino y, antes de llevarla a los labios,
repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi
literalmente en el momento del ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios
nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid». Es el
primer cáliz de vino.
Pero la comida comenzaba oficialmente sólo cuando el padre de familia, o el
jefe de la comunidad, había partido el pan que debía ser distribuido entre
los comensales. Y, en efecto, Jesús, inmediatamente después de la frase,
toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto
es mi cuerpo…». Y aquí el ritual, que era sólo una preparación, se convierte
en la realidad. Después de la bendición del pan, que era considerada como
una bendición general para toda la comida, se servían los platos habituales.
Si los precedentes de la Eucaristía se encuentran en la comida ritual de los
judíos, entonces ya no tiene significado especial saber si la fiesta de
Pascua coincidía con el Jueves Santo o con el Viernes Santo. Jesús no
vinculó la Eucaristía con ningún detalle propio de la comida de Pascua
(aparte del desajuste de la fecha, falta toda referencia a la manducación
del cordero y de las hierbas amargas), sino sólo con aquellos elementos que
forman parte del rito de cada día: es decir, la fracción del pan al comienzo
y con la gran oración de acción de gracias al final. El carácter pascual de
la última cena es innegable, pero es independiente de estas discusiones y se
explica con el nexo que Jesús plantea entre la Eucaristía («mi sangre
derramada por vosotros») y su muerte de cruz. Es allí donde se realiza la
figura del cordero pascual al que «no se le quiebra ningún hueso» (Jn
19,36).
Pero volvamos al ritual judío. Cuando la comida está a punto de terminar y
las viandas se han consumido, los comensales están listos para el gran acto
ritual que concluye la celebración y le confiere el significado más
profundo. Todos se lavan las manos, como al comienzo. Estaba prescrito que
el presidente recibiera el agua del más joven de los presentes y es quizá
Juan quien se la da a Jesús. Pero el maestro, en lugar de dejarse servir, da
una lección de humildad, al lavarles los pies. Acabado esto, teniendo
delante de sí una copa de vino mezclado con agua, invita a hacer las tres
oraciones de agradecimiento: la primera, por Dios creador; la segunda, por
la liberación de Egipto; la tercera, porque su obra continua en el presente.
Concluida la oración, la copa pasaba de mano en mano y cada uno bebía. Este
es el rito antiguo, realizado por Jesús muchas veces durante su vida.
Luca dice que, después de haber cenado, Jesús tomó el cáliz diciendo: «Este
cáliz es la nueva Alianza en mi sangre que se derrama por vosotros». Algo
decisivo ocurre en el momento en que Jesús añade estas palabras a la fórmula
de las oraciones de agradecimiento, es decir, a la beraká judía. Ese rito
era un banquete sagrado en el que se celebraba y se daban las gracias a un
Dios salvador, que había redimido a su pueblo para estrechar con él una
alianza de amor, sellada con la sangre de un cordero. La comida diaria
bendecía a Dios por esa alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que
Jesús decide dar la vida por los suyos como el verdadero cordero, él declara
concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando
litúrgicamente.
En ese momento, con unas pocas y simples palabras, él abre, ofrece y
estrecha con los suyos la nueva y eterna Alianza en su Sangre. Cuando Jesús
ofrece ese cáliz es como si dijera: «Hasta aquí, cada vez que habéis
celebrado esta comida ritual habéis conmemorado el amor de Dios salvador que
os ha redimido de Egipto. De ahora en adelante, cada vez que repitáis lo que
hemos hecho hoy, lo haréis no ya en conmemoración de una salvación de la
esclavitud material en la sangre de un animal; lo haréis en memoria de mí,
Hijo de Dios que da su Sangre para redimiros de vuestros pecados. Hasta aquí
habéis comido un alimento normal para celebrar una liberación material.
Ahora me comeréis a mí, alimento divino sacrificado por vosotros, para
haceros una sola cosa conmigo. Y me comeréis y beberéis mi sangre en el acto
mismo en que yo me sacrifico por vosotros. Esta es la nueva y eterna Alianza
en mi amor».
Al añadir las palabras: «Haced esto en memoria de mí», Jesús confiere un
alcance ilimitado a su don. Desde el pasado, la mirada se proyecta hacia el
futuro. Todo lo que él ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en nuestras
manos. Al repetir lo que él hizo, se renueva ese acto central de la historia
humana que es su muerte por el mundo. La figura del cordero pascual sobre la
cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos da como sacramento,
es decir, como memorial perenne del acontecimiento. El acontecimiento sucede
una sola vez (semel) (Heb 10,12); el sacramento, cada vez que lo queremos
(quotiescumque) (1 Cor 11,26).
La idea del «memorial» que Jesús retoma del ritual judío del sábado y de los
días festivos, referida en Ex 12, 14, encierra la esencia misma de la Misa,
su teología, su significado íntimo para la salvación. El memorial bíblico es
mucho más que una simple conmemoración, que un simple recuerdo subjetivo del
pasado. Gracias a él, interviene, fuera de la mente del orante, una realidad
que tiene una existencia propia, que no pertenece al pasado, sino que existe
y actúa en el presente y seguirá obrando en el futuro. El memorial que hasta
ahora era la prenda de la fidelidad de Dios con Israel, es ahora el cuerpo
partido y la sangre derramada del Hijo de Dios, el sacrificio del Calvario
«re-presentado» (es decir, hecho nuevamente presente) en la Eucaristía de la
Iglesia.
Aquí se descubre el sentido y la preciosidad de la insistencia de Ambrosio,
y tras él, en forma más evolucionada, de los teólogos escolásticos y del
Concilio de Trento, sobre la presencia «verdadera, real y sustancial de
Cristo» en la Eucaristía . En efecto, sólo así es posible conservar en el
«memorial» instituido por Jesús su carácter objetivo de don absoluto, sin
condiciones, independiente de todo, incluso de la fe de quien lo recibe,
como lo había sido su encarnación.
4. Nuestra firma sobre el don
¿Cuál es nuestro lugar en el drama humano-divino que hemos recordado?
Nuestra reflexión sobre la Eucaristía debe conducirnos precisamente a
descubrir esto. Por nosotros, en efecto, para implicarnos en su acción,
Jesús ha hecho de su don un «sacramento».
En la Eucaristía tienen lugar dos milagros: uno es el que hace del pan y del
vino el cuerpo y la sangre de Cristo; el otro es el que hace de nosotros «un
sacrificio vivo agradable a Dios», que nos une al sacrificio de Cristo, como
actores, y no sólo como espectadores. En el ofertorio hemos ofrecido pan y
vino, que para Dios no tenían, obviamente, ni valor ni significado por sí
mismos. Ahora, en la consagración, es Cristo quien pone ese valor que yo no
puedo poner en mi ofrenda. En este momento pan y vino se convierten en
cuerpo y sangre de Cristo que se entrega a la muerte en un supremo acto de
amor al Padre.
He aquí, entonces, lo que ha ocurrido: mi pobre don, carente de valor, se ha
convertido en el don perfecto para el Padre. Jesús, no se da solo en el pan
y el vino, nos toma también a nosotros y nos cambia (místicamente, no
realmente) en sí mismo, nos da también a nosotros el valor que tiene su don
de amor al Padre. En ese pan y en ese vino estamos también nosotros: «En lo
que ofrece, la Iglesia se ofrece sí misma», escribe Agustín .
Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la
celebración eucarística. Pensemos en una familia numerosa en la que hay un
hijo, el primogénito, que admira y ama desmedidamente a su padre. Por su
cumpleaños quiere hacerle un regalo valioso. Pero antes de presentárselo
pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que estampen su firma
sobre el regalo. Éste llega, pues, a manos del padre como signo del amor de
todos sus hijos, indistintamente, aunque, en realidad, uno sólo ha pagado el
precio del mismo.
Eso es lo que ocurre en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama
ilimitadamente al Padre celeste. A él le quiere hacer cada día, hasta el
final del mundo, el regalo más valioso que se pueda pensar, el de su propia
vida. En la Misa él invita a todos sus «hermanos» a que estampen su firma
sobre el don, de manera que llegue a Dios Padre como el don indiferenciado
de todos sus hijos, aunque uno sólo ya ha pagado el precio de dicho don. ¡Y
qué precio!
Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el
cáliz; nuestra firma, explica Agustín, es sobre todo el «amén» que los
fieles pronuncian en el momento de la comunión: «A lo que sois respondéis:
Amén y al responder lo suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de
Cristo, y tú respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea
verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois» . Toda la
eclesiología eucarística de Agustín que hemos recordado la vez pasada
encuentra aquí su campo de aplicación. Si no se puede decir que la
Eucaristía es la Iglesia (como llevaron a afirmar algunos de sus
discípulos), se puede y se debe decir que la Eucaristía hace a la Iglesia.
Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene luego el deber de honrar la
propia firma. Esto quiere decir que, al salir de la Misa, debemos hacer
también nosotros de nuestra vida un regalo de amor al Padre y para los
hermanos. Debemos decir también nosotros, mentalmente, a los hermanos:
«Tomad, comed; esto es mi cuerpo». Tomad mi tiempo, mis capacidades, mi
atención. Tomad también mi sangre, es decir, mis sufrimientos, todo lo que
me humilla, me mortifica, limita mis fuerzas, mi propia muerte física.
Quiero que toda mi vida sea, como la de Cristo, pan partido y vino derramado
por los otros. Quiero hacer de toda mi vida una Eucaristía.
He mencionado al comienzo la Didaché, como el documento que marca el
tránsito desde la liturgia judía a la cristiana. Terminamos con una de sus
oraciones que ha inspirado muchas plegarias eucarísticas posteriores de la
Iglesia:
«Como este pan fue repartido sobre los montes, y, recogido, se hizo uno, así
sea recogida tu Iglesia desde los límites de la tierra en tu Reino porque
tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, en los siglos. Amén» .
Notas
1. Cf. J. KELLY, Il pensiero cristiano degli
origini (Bolonia 1972) 415ss.
2. AMBROSIO, De sacramentis, IV,14-16 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN,
Explicación del símbolo; Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y
notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
3. AMBROSIO, De mysteriis, 52-53 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN,
Explicación del símbolo; Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y
notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
4.GUILLERMO DE SAINT-THIERRY: PL 184, 403.
5.Cf. S. Th., III, q. 75, aa. 1ss.
6.Es el proceso reconstruido por H. DE LUBAC, en Corpus Mysticum.
L’Eucharistie et l’Eglise au Maoyen Age (Aubier, París 1949) [trad. ital.
Corpus Mysticum. L’Eucaristia e la Chiesa nel Medioevo (Jaka Book, Milán
1996).
7.DENZINGER-SCHÖNMETZER, Enchiridion Symbolorum, n. 690.
8.IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Magnesios, 10,3.
9. J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011)
132-163 [trad. esp. Jesús de Nazaret (La Esfera de los Libros, Madrid
22011)]; cf. L. BOUYER, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière
eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y
espiritualidad de la Plegaria eucarística (Herder, Barcelona 1969)].
10.Además del libro citado de L. BOUYER, cf. A. BAUMSTARK, Liturgie comparée
(Chevetogne 1953); L. ALONSO SCHÖKEL, Meditaciones biblicas sobre la
Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); SEUNG AI YANG, Les repas sacrés
dans le Judaisme de l’époque hellénistique, en Encyclopedie de l’Eucaristie
(Du Cerf, París 2000) 55-59 [trad. esp. Enciclopedia de la Eucaristía
(Desclée de Brouwer, Bilbao 2004)].
11.Cf. CONC. TRIDENTINO, Canon 1 de SS. Eucharistiae sacramento: DS 1651.
12. AGUSTÍN, De civitate Dei, X, 6: CCL 47, 279 («In ea re quam offert, ipsa
offertur»).
13.AGUSTÍN, Sermo 272: PL 38,1247s.
14.Didache, IX,4.
San Ambrosio no admite al emperador Teodosio
a la Eucaristía hasta que haya hecho penitencia