San Agustín, «Creo en la Iglesia una y santa»
Páginas relacionadas
Segunda predicación de Cuaresma 2014
Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap.
CIUDAD DEL VATICANO, 21 de marzo de 2014
Las demás predicaciones:
Con Jesús en el desierto (2014)
San Ambrosio: Fe
en la Eucaristía
San León
Magno: La Fe en Jesucristo verdadero Dios y verdadero Hombre
San León Magno y
la inteligencia espiritual de las Escrituras
Estaba también con ellos
Judas Iscariote
Desde Oriente a Occidente
En la meditación introductoria de la semana pasada hemos reflexionado sobre
el sentido de la Cuaresma como un tiempo en el que ir con Jesús al desierto,
ayunar de alimentos y de imágenes, aprender a vencer las tentaciones y,
sobre todo, crecer en la intimidad con Dios.
En las cuatro predicaciones que nos quedan, prosiguiendo la reflexión
iniciada en la Cuaresma del año 2012 con los padres griegos, entramos en la
escuela de cuatro grandes doctores de la Iglesia latina —Agustín, Ambrosio,
León Magno y Gregorio Magno— para ver qué nos dice a nosotros hoy cada uno
de ellos, a propósito de la verdad de fe de la que ha sido especialmente
defensor es decir, respectivamente, la naturaleza de la Iglesia, la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, el dogma cristológico de
Calcedonia y la inteligencia espiritual de las Escrituras.
El objetivo es redescubrir, tras estos grandes Padres, la riqueza, la
belleza y la felicidad de creer, pasar, como dice Pablo, «de fe en fe» (Rom
1,17), de una fe creída a una fe vivida. Un mayor «volumen» de fe dentro de
la Iglesia será precisamente lo que construya luego la fuerza mayor de su
anuncio al mundo.
El título del ciclo está tomado de un pensamiento querido para los teólogos
medievales: «Nosotros –decían- somos como enanos que se sientan sobre las
espaldas de los gigantes, de modo que podemos ver más cosas y más lejos que
ellos, no por la agudeza de nuestra mirada o por la altura del cuerpo, sino
porque somos llevados más arriba y somos alzados por ellos a una altura
gigantesca»[1]. Este pensamiento ha encontrado expresión artística en
algunas estatuas y ventanas de las catedrales góticas de la Edad Media,
donde están representados personajes de estatura imponente que sostienen,
sentados a hombros, hombres pequeños, casi enanos. Los gigantes eran para
ellos, como son para nosotros, los Padres de la Iglesia.
Después de las lecciones de Atanasio, de Basilio de Cesarea, de Gregorio
Nacianceno y de Gregorio de Nisa, respectivamente sobre la divinidad de
Cristo, sobre el Espíritu Santo, sobre la Trinidad y sobre el conocimiento
de Dios, se podía tener la impresión de que quedaba muy poco por hacer a los
padres latinos en la edificación del dogma cristiano. Una mirada sumaria a
la historia de la teología nos convence enseguida de lo contrario.
Empujados por la cultura de la que formaban parte, favorecidos por su fuerte
temple especulativo y condicionados por las herejías que estaban obligados a
combatir (arrianismo, apolinarismo, nestorianismo, monofisismo), los padres
griegos se habían concentrado principalmente en los aspectos ontológicos del
dogma: la divinidad de Cristo, sus dos naturalezas y el modo de su unión, la
unidad y la trinidad de Dios. Los temas más queridos a Pablo —la
justificación, la relación ley-evangelio, la Iglesia cuerpo de Cristo—
habían quedado al margen de su atención, o tratados de paso. A su objetivo
respondía bastante mejor Juan con su énfasis sobre la encarnación, y no
Pablo que plantea el misterio pascual en el centro de todo, es decir, el
obrar más que ser de Cristo.
La índole de los latinos más inclinada (Agustín aparte) a ocuparse de
problemas concretos, jurídicos y organizativos, que de los especulativos,
unido a la aparición de nuevas herejías, como el donatismo y el
pelagianismo, estimularán una reflexión nueva y original sobre los temas
paulinos de la gracia, de la Iglesia, de los sacramentos y de la Escritura.
Son los asuntos sobre los que quisiéramos reflexionar en la presente
predicación cuaresmal.
2. ¿Qué es la Iglesia?
Comenzamos nuestro análisis por el más grande de los padres latinos,
Agustín. El doctor de Hipona ha dejado su huella en casi todos los ámbitos
de la teología, pero sobre todo en dos de ellos: el de la gracia y el de la
Iglesia; el primero, fruto de su lucha contra el pelagianismo; el segundo,
de su lucha contra el donatismo. El interés por la doctrina de Agustín sobre
la gracia ha prevalecido, desde el siglo XVI en adelante, tanto en el ámbito
protestante (a él se vinculan Lutero, con la doctrina de la justificación, y
Calvino, con la de la predestinación), como en el ámbito católico a causa de
las controversias suscitadas por Jansenio y Bayo1. En cambio, el interés por
sus doctrinas eclesiales es predominante en nuestros días, debido al
Concilio Vaticano II que ha hecho de la Iglesia su tema central, y a causa
del movimiento ecuménico en el que la idea de Iglesia es el nudo crucial que
hay que desatar. Al buscar en los padres ayuda e inspiración para el hoy de
la fe, nos ocuparemos de este segundo ámbito de interés de Agustín que es la
Iglesia.
La Iglesia no había sido un tema desconocido para los padres griegos y para
los escritores latinos anteriores a Agustín (Cipriano, Hilario, Ambrosio),
pero sus afirmaciones se limitaban la mayoría de las veces a repetir y
comentar afirmaciones e imágenes de la Escritura. La Iglesia es el nuevo
pueblo de Dios; a ella se le promete la indefectibilidad; es «la columna y
la base de la verdad»; el Espíritu Santo es su supremo maestro; la Iglesia
es «católica» porque se extiende a todos los pueblos, enseña todos los
dogmas y posee todos los carismas; siguiendo la estela de Pablo, se habla de
la Iglesia como del misterio de nuestra incorporación a Cristo mediante el
bautizo y el don del Espíritu Santo; ella ha nacido del costado traspasado
de Cristo en la cruz, como Eva por del costado de Adán dormido. 2
Pero todo esto se decía ocasionalmente; la Iglesia no es aún tratada como
tema. Quien estará obligado a hacerlo es precisamente Agustín que durante
casi toda su vida tuvo que luchar contra el cisma de los donatistas. Nadie
quizás hoy se acordaría de esta secta norteafricana, si no fuera por el
hecho de que ella fue la ocasión de la que nació lo que hoy llamamos
eclesiología, es decir, una reflexión sobre lo que es la Iglesia en el
designio de Dios, su naturaleza y su funcionamiento.
Alrededor del año311, un cierto Donato, obispo de Numidia se negó a
readmitir en lacomunióneclesialaaquellos que durante lapersecución de
Dioclecianohabían entregado los Libros Sagrados a las autoridades estatales,
renegando de lafepara salvar la vida. Enel año311fue elegido obispo de
Cartago un cierto Ceciliano, acusado (según los católicos, injustamente) de
haber traicionado la fedurante la persecución de Diocleciano. Un grupo
desetentaobispos norte-africanos, liderados por Donato, se opuso contra este
nombramiento. Ellos destituyeron Ceciliano y eligieron a Donato en su lugar.
Excomulgado por el papaMilcíadesenel año313, permaneció en su puesto,
produciendo uncisma, que creó en el Norte de África una Iglesia paralela a
la católica hasta la invasión de los vándalos que tuvo lugar un siglo
después.
Durante la polémica, habían intentado justificar su posición con argumentos
teológicos y, al refutarlos, Agustín va elaborando, poco a poco, su doctrina
de la Iglesia. Esto ocurre en dos contextos diferentes: en las obras
escritas directamente contra los donatistas y en sus comentarios a la
Escritura y discursos al pueblo. Es importante distinguir estos dos
contextos, porque dependiendo de ellos, Agustín insistirá más en algunos
aspectos o en otros de la Iglesia y sólo del conjunto se puede obtener su
doctrina completa. Veamos pues, siempre someramente, cuáles son las
conclusiones a las que el santo llega en cada uno de los dos contextos,
empezando por el directamente antidonatista.
A. La Iglesia, comunión de los sacramentos y sociedad de los santos.El cisma
donatista había partido de una convicción: no puede transmitir la gracia un
ministro que no la posee; los sacramentos administrados de este modo
carecen, pues, de cualquier efecto. Este tema, aplicado al principio a la
ordenación del obispo Ceciliano, se extenderá pronto a los demás sacramentos
y en particular al bautismo. Con él los donatistas justifican su separación
de los católicos y la práctica de volver a bautizar a quién se incorporaba a
sus filas.
En respuesta, Agustín elabora un principio que se convertirá en una
conquista para siempre de la teología y crea las bases del futuro tratado De
sacramentis: la distinción entre potestas y ministerium, es decir, entre la
causa de la gracia y su ministro. La gracia conferida por los sacramentos es
obra exclusiva de Dios y de Cristo; el ministro sólo es un instrumento:
«Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Juan bautiza, es Cristo quien
bautiza; Judas bautiza, es Cristo quien bautiza». 3 La validez y la eficacia
de los sacramentos no es impedida por el ministro indigno: una verdad que,
se sabe, el pueblo cristiano necesita también hoy recordar...
De este modo, neutralizada la principal arma de sus adversarios, Agustín
puede elaborar su grandiosa visión de la Iglesia, mediante algunas
distinciones fundamentales. La primera es aquella entre Iglesia presente o
terrestre, e Iglesia futura o celeste. Sólo esta segunda será una Iglesia de
todos y de sólo santos; la Iglesia del tiempo presente siempre será el
ámbito en el que estén mezclados trigo y cizaña, la red que recoge peces
buenos y peces malos, es decir santos y pecadores.
Dentro de la Iglesia, en su fase terrena, Agustín opera otra distinción:
entre la comunión de los sacramentos (communio sacramentorum ) y la sociedad
de los santos (societas sanctorum). La primera une entre sí visiblemente a
todos los que participan de los mismos signos externos: los sacramentos, las
Escrituras, la autoridad; la segunda une entre sí a todos y sólo a aquellos
que, más allá de los signos, tienen en común también la realidad escondida
en los signos (la res sacramentorum), es decir, el Espíritu Santo, la
gracia, la caridad.
Puesto que aquí abajo siempre será imposible saber con certeza quién posee
el Espíritu Santo y la gracia —y más todavía si persevera hasta el final en
este estado—, Agustín termina para identificar la verdadera y definitiva
comunidad de los santos con la Iglesia celeste de los predestinados.
«¡Cuántas ovejas que hoy están dentro, estarán fuera, y cuántos lobos que
ahora están fuera, entonces estarán dentro!»4.
La novedad, sobre este punto, también respecto de Cipriano, es que, mientras
éste hacía consistir la unidad de la Iglesia en algo exterior y visible —la
concordia de todos los obispos entre sí— Agustín la hace consistir en algo
interior: el Espíritu Santo. La unidad de la Iglesia se efectúa, así, por el
mismo que opera la unidad en Trinidad. «El Padre y el Hijo han querido que
nosotros estuviéramos unidos entre nosotros y con ellos, por medio de ese
mismo vínculo que les une a ellos, es decir, el amor que es el Espíritu
Santo»5. Él desempeña en la Iglesia la misma función que el alma ejerce en
nuestro cuerpo natural: es decir, es su principio animador y unificador. «Lo
que alma es para el cuerpo humano, el Espíritu Santo lo es para el cuerpo de
Cristo que es la Iglesia»6.
La pertenencia plena a la Iglesia exige las dos cosas juntas: la comunión
visible de los signos sacramentales y la comunión invisible de la gracia.
Pero ésta admite grados, por lo que nada dice que se debe estar por fuerza
dentro o fuera. Se puede estar en parte dentro y en parte fuera. Hay una
pertenencia exterior, o de los signos sacramentales, en la que se sitúan los
cismáticos donatistas y los malos católicos mismos y una comunión plena y
total. La primera consiste en tener el signo exterior de la gracia
(sacramentum), pero sin recibir la realidad interior producida por ellos
(res sacramenti), o en recibirla, pero para la propia condena, no para la
propia salvación, como en el caso del bautismo administrado por los
cismáticos o de la Eucaristía recibida indignamente por los católicos.
B. La Iglesia cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. En los
escritos exegéticos y en los discursos al pueblo encontramos estos mismos
principios basilares de la eclesiología; pero menos presionado por la
polémica y hablando, por así decirlo, en familia, Agustín puede insistir más
en aspectos interiores y espirituales de la Iglesia que aprecia mucho. En
ellos, la Iglesia es presentada, con tonos a menudo elevados y conmovidos,
como el cuerpo de Cristo (falta todavía el adjetivo místico que será añadido
a continuación), animado por el Espíritu Santo, hasta tal punto afín al
cuerpo eucarístico que coincide en rasgos casi totalmente con él. Escuchemos
lo que escucharon, en una fiesta de Pentecostés, sus fieles sobre este tema:
«Si quieres comprender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol lo que dice a
los fieles: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,27).
Por tanto, si sois el cuerpo y los miembros de Cristo, en la mesa del Señor
se coloca vuestro misterio: recibid vuestro misterio. A lo que sois
respondéis: Amén y respondiendo los suscribís. Se te dice, en efecto: El
cuerpo de Cristo, y tu respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo,
para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois»7.
El nexo entre los dos cuerpos de Cristo se basa, para Agustín, en la
singular correspondencia simbólica entre el devenir del uno y el formarse de
la otra. El pan de la Eucaristía es obtenido al amasar muchos granos de
trigo y el vino de una multitud de granos de uva, así la Iglesia está
formada por muchas personas, reunidas y fusionadas por la caridad, que es el
Espíritu Santo8 . Como el trigo disperso sobre las colinas fue primero
cosechado, luego molido, amasado en agua y cocido al horno, así los fieles
diseminados por el mundo han sido reunidos por la palabra de Dios, molidos
por las penitencias y los exorcismos que preceden al bautizo, sumergidos en
el agua del bautismo y pasados al fuego del Espíritu. También en referencia
a la Iglesia se debe decir que el sacramento «significando causat»:
significando la unión de muchas personas en una, la Eucaristía la realiza,
la causa. En este sentido, se puede decir que «la Eucaristía hace la
Iglesia».
3. Actualidad de la eclesiología de Agustín
Tratamos ahora de ver cómo las ideas de Agustín sobre la Iglesia pueden
contribuir a iluminar los problemas que ésta debe afrontar en nuestro
tiempo. Quisiera detenerme, en particular, sobre la importancia de la
eclesiología de Agustín para el diálogo ecuménico. Una circunstancia hace
que esta elección sea particularmente actual. El mundo cristiano se está
preparando para celebrar el quinto centenario de la Reforma protestante. Ya
empiezan a circular declaraciones y documentos conjuntos de cara al
acontecimiento9. Es vital para toda la Iglesia, que no se eche a perder esta
ocasión, permaneciendo prisioneros del pasado, tratando de verificar, quizá
con mayor objetividad e irenismo que en el pasado, las razones y las culpas
de unos y otros, sino que se haga un salto de calidad, como ocurre en la
«exclusa» de un río o de un canal, que permite luego a los naves proseguir
su navegación a un nivel más alto.
La situación del mundo, de la Iglesia y de la teología ha cambiado respecto
de entonces. Se trata de partir nuevamente desde la persona de Jesús, de
ayudar humildemente a nuestros contemporáneos a descubrir la persona de
Cristo. Debemos referirnos al tiempo de los apóstoles. Ellos tenían delante
un mundo pre-cristiano; nosotros tenemos delante un mundo en gran parte
post-cristiano. Cuando Pablo quiere resumir en una frase la esencia del
mensaje cristiano no dice: «Os anunciamos esta o aquella doctrina»; dice:
«Anunciamos a Cristo y Cristo crucificado» (1 Cor 1,23) y también:
«Anunciamos a Cristo Jesús Señor» (cf. 2 Cor 4,5).
Esto no significa ignorar el gran enriquecimiento teológico y espiritual
producido por la Reforma, o querer volver al punto anterior; significa
permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus logros, una vez
liberados de algunos forzamientos debidos al clima acalorado del momento y a
las sucesivas polémicas. La justificación gratuita mediante la fe, por
ejemplo, debería ser predicada hoy —y con más fuerza que nunca—, pero no en
oposición a las buenas obras, que es ya una cuestión superada, sino en
oposición a la pretensión del hombre moderno de salvarse por sí solo, sin
necesidad ni de Dios ni de Cristo. Estoy convencido de que si viviera hoy
esta sería la manera con que el mismo Lutero predicaría la justificación por
la fe.
Veamos cómo la teología de Agustín nos puede ayudar en esta empresa de
superar los obstáculos seculares. El camino a recorrer hoy es, en cierto
sentido, en dirección opuesta al seguido por él con respecto a los
donatistas. Entonces se debía partir de la comunión de los sacramentos hacia
la comunión en la gracia del Espíritu Santo y en la caridad; hoy debemos
partir desde la comunión espiritual de la caridad hacia la plena comunión en
los sacramentos, entre los cuales está, en primer lugar, la Eucaristía.
La distinción de los dos niveles de realización de la verdadera Iglesia —el
externo, de los signos, y el interno, de la gracia— permite a Agustín
formular un principio, que habría sido impensable antes de él: «Puede, por
lo tanto, haber en la Iglesia católica algo que no es católico, como puede
haber fuera de la Iglesia católica algo que es católico»10. Los dos aspectos
de la Iglesia —el visible e institucional y el invisible y espiritual— no
pueden ser separados. Esto es cierto y lo confirmó Pío XII en la Mystici
Corporis y el Vaticano II en la Lumen Gentium, pero mientras ellos, a causa
de separaciones históricas y del pecado de los hombres, por desgracia no
coincidan, no se puede dar mayor importancia a la comunión institucional que
a la espiritual.
Para mí, esto plantea un interrogante serio. ¿Puedo yo, como católico,
sentirme más en comunión con la multitud de los que, bautizados en mi misma
Iglesia, se despreocupan, sin embargo, completamente de Cristo y de la
Iglesia, o sólo se interesan de ella para decir de ella lo malo, de lo que
me siento en comunión con el grupo de aquellos que, aun perteneciendo a
otras confesiones cristianas, creen en las mismas verdades fundamentales en
las que creo yo, aman a Jesucristo hasta dar la vida por él, difunden su
Evangelio, se ocupan de aliviar la pobreza del mundo y poseen los mismos
dones del Espíritu Santo que tenemos nosotros? Las persecuciones, tan
frecuentes hoy en ciertas partes del mundo, no hacen distinción: no arden
iglesias y matan personas porque sean católicos o protestantes, sino porque
son cristianos. ¡Para ellos somos ya «una sola cosa»!
Esta es, naturalmente, una pregunta que deberían plantearse también los
cristianos de otras Iglesias respecto de los católicos, y, gracias a Dios,
es precisamente lo que está sucediendo en medida oculta pero superior a lo
que las noticias corrientes dejan adivinar. Un día, estoy convencido, nos
sorprenderemos, u otros se sorprenderán, de no haberse dado cuenta antes de
que el Espíritu Santo estaba actuando entre los cristianos en nuestro tiempo
al abrigo de la oficialidad. Fuera de la Iglesia católica hay muchísimos
cristianos que miran a ella con ojos nuevos y empiezan a reconocer en ella
sus propias raíces.
La intuición más nueva y más fecunda de Agustín sobre la Iglesia, como hemos
visto, ha sido individuar el principio esencial de su unidad en el Espíritu,
más que en la comunión horizontal de los obispos entre sí y los obispos con
el Papa de Roma. Igual que la unidad del cuerpo humano la da el alma que
vivifica y mueve todos los miembros, así es la unidad del cuerpo de Cristo.
Es un hecho místico, antes incluso que una realidad que se expresa social y
visiblemente hacia el exterior. Es el reflejo de la unidad perfecta que
existe entre el Padre y el Hijo por obra del Espíritu. Jesús fijó una vez
para siempre este fundamento místico de la unidad cuando dijo: «Que sean uno
como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La unidad esencial en la doctrina y en
la disciplina será el fruto de esta unidad mística y espiritual, nunca podrá
ser la causa.
Los pasos más concretos hacia la unidad no son, por ello, los que se hacen
alrededor de una mesa o en las declaraciones conjuntas (por importante que
sea todo esto); son los que se hacen cuando creyentes de distintas
confesiones se encuentran para proclamar juntos, en fraternal acuerdo, Jesús
es Señor, compartiendo cada uno su carisma y reconociéndose hermanos en
Cristo. Vale para la unidad de los cristianos lo que la Iglesia proclamó en
sus diversos mensajes para la jornada mundial de la paz, incluido el último
de este año: la paz empieza por el corazón de las personas, el fundamento de
la paz es la fraternidad.
4. ¡Miembros del cuerpo de Cristo, movidos por el Espíritu!
En sus discursos al pueblo, Agustín nunca expone sus ideas sobre la Iglesia,
sin sacar enseguida consecuencias prácticas para la vida cotidiana de los
fieles. Y es lo que queremos hacer también nosotros, antes de concluir
nuestra meditación, casi colocándonos entre las filas de sus oyentes de
entonces.
La imagen de la Iglesia cuerpo de Cristo no es nueva de Agustín. Lo que es
nuevo en él son las conclusiones prácticas que deduce de ella para la vida
de los creyentes. Una es que ya no tenemos más razón de mirarnos con envidia
y celos los unos a los otros. Lo que yo no tengo y los otros, en cambio, sí
tienen es también mío. Escuchas al Apóstol enumerar todos esos maravillosos
carismas: apostolado, profecía, sanaciones…, y quizás te entristeces
pensando que no tienes ninguno de ellos. Pero, atento, advierte Agustín: «Si
amas, no es poco lo que posees. En efecto, si amas la unidad, todo lo que de
ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también! Destierra la envidia y
será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que tú
posees»11.
Sólo el ojo en el cuerpo tiene la capacidad de ver. Pero, ¿Acaso ve el ojo
solamente para sí mismo? ¿No es todo el cuerpo el que se beneficia de su
capacidad de ver? Sólo la mano actúa, pero ¿acaso ella actúa sólo para sí
misma? Si un piedra está a punto de golpear el ojo, ¿acaso la mano permanece
inmóvil, diciendo que el golpe no se dirige contra ella? Lo mismo ocurre en
el cuerpo de Cristo: lo que cada miembro es y hace, ¡lo es y lo hace para
todos!
He aquí desvelado el secreto por el que la caridad es «el camino mejor de
todos» (1 Cor 12,31): me hace amar a la Iglesia, o a la comunidad en la que
vivo, y en la unidad todos los carismas, no sólo algunos, son míos. Pero hay
todavía más. Si amas la unidad más de lo que yo la amo, el carisma que yo
poseo es más tuyo que mío. Supongamos que yo tenga el carisma de
evangelizar; yo puedo complacerme o presumir de él, entonces me convierto en
«un címbalo que rechina» (1 Cor 13,1); mi carisma «no sirve para nada»,
mientras que a ti que escuchas, no dejará de beneficiarte, a pesar de mi
pecado. Para la caridad, tú posees sin peligro lo que otro posee con
peligro. La caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma de
uno el carisma de todos.
¿Formas parte del único cuerpo de Cristo? ¿Amas la unidad de la Iglesia?,
preguntaba Agustín a sus fieles. Entonces, si un pagano te pregunta por qué
no hablas todas las lenguas, ya que está escrito que aquellos que recibieron
el Espíritu Santo hablaban todas las lenguas, respóndele también sin dudar:
¡Cierto que hablo todas las lenguas! Pertenezco, efectivamente, a ese
cuerpo, la Iglesia, que habla todas las lenguas y en todas las lenguas
anuncia las grandes obras de Dios12.
Cuando seamos capaces de aplicar esta verdad no sólo a las relaciones
internas, a la comunidad en que vivimos y a nuestra Iglesia, sino también a
las relaciones entre una Iglesia cristiana y otra, ese día la unidad de los
cristianos será prácticamente un hecho consumado.
Recojamos la exhortación con que Agustín cierra muchos de sus discursos
sobre Iglesia: «Por tanto, si queréis vivir del Espíritu Santo, conservad la
caridad, amad la verdad, y alcanzaréis la eternidad. Amén»13.
[1] Bernardo de Chartres, en Juan de Salisbury, Metalogicon, III, 4: CCCM
98, 116.
1 A este ámbito de influencia de Agustín está dedicado el libro de H. de
Lubac, Augustinisme et théologie moderne (Aubier, París 1965) [trad. it.:
Agostinismo e teologia moderna (Il Mulino Bolonia 1968).
2 Cf. J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines (London 1968) cap. 15 [trad.
it.: Il pensiero cristiano delle origini (Bolonia 1972) 490-500].
3 Agustín, Contra epist. Parmeniani II,15,34; cf. todo el Sermo 266.
4 Agustín, In Ioh. Evang. 45,12: «Quam multae oves foris, quam multi lupi
intus!».
5 Agustín, Discursos, 71, 12, 18: PL 38,454.
6 Agustín, Sermo 267, 4: PL 38,1231.
7 Agustín, Sermo 272: PL 38,1247s.
8 Ib.
9 Cf. el documento conjunto católico-luterano «Del conflicto a la comunión»,
http://www.lutheranworld.org/sites/default/files/FCTC_ES-Del_conflicto_a_la_comunion.pdf
10 Agustín, De Baptismo , VII, 39, 77 .
11 Agustín, Tratados sobre Juan, 32,8.
12 Agustín, Discursos, 269, 1.2: PL 38,1235s.
13 Agustín, Sermo 267, 4: PL 38, 1231.