Tratado de la Paciencia Capítulo 10: La paciencia, enemiga de la venganza
Otro muy grande estímulo para la impaciencia es la pasión de la venganza,
tanto la que se pone a defensora del honor como la que se comete por maldad.
Esta clase de honra es siempre tan vana, como la maldad es siempre odiosa
ante Dios. Y lo es muy especialmente en este caso en que uno, provocado por
la maldad de otro, se constituye a si mismo en juez con el fin de ejecutar
la venganza. Esto es pagar con un nuevo mal; es duplicar el que se había
cometido tan sólo una vez. Entre los malvados la venganza es considerada
como un consuelo; pero entre los buenos se la detesta como un crimen. ¿Qué
diferencia hay entre el provocador y el que a sí mismo se provoca? Que aquél
comete el pecado antes, y éste lo comete después. Pero tanto el uno como el
otro, son reos de crimen ante Dios, que prohibe y condena cualquier clase de
maldad.
Ser el primero o el segundo en pecar no establece diferencia; ni el lugar
distingue lo que iguala la semejanza del crimen. Porque de un modo absoluto
está mandado que no se devuelva mal por mal (Rom., XII, 17). Por tanto, a
iguales acciones corresponde igual merecido. ¿Cómo observaremos, pues, este
precepto si de veras no despreciamos la venganza? A más de esto, si nos
apropiamos el arbitrio de nuestra defensa, ¿qué clase de honor tributamos a
Dios, que es nuestro Señor?
Cualesquiera de nosotros -con ser vasos quebradizos- nos sentimos muy
ofendidos cuando nuestros siervos se toman ellos mismos venganza contra sus
compañeros. Por el contrario, no sólo alabamos a los que, recordando su
humilde condición y el respeto debido a los derechos de su señor, nos
ofrecen su paciencia dejando una satisfacción mucho más grande que aquella
que ellos hubieran podido exigir. Ahora bien, ¿y esto mismo se lo negaremos
nosotros a Dios, que es tan justo en ponderar y tan poderoso en realizar?
¿Qué cosa pensamos de este juez si no lo consideramos capaz de hacernos
justicia? Y sin embargo, esto es lo que precisamente nos exige cuando dice:
"Dejadme la venganza, que yo me vengaré" (Deut., XXXII, 35, y Rom., Xll,
19). Es decir: dame tu paciencia que yo la he de premiar
16.
Y cuando nos dice: "No quieras juzgar para no ser juzgado" (Mat., VIl, 1),
¿no nos exige la paciencia? ¿Y quién es el que no juzga a otro, sino el que
es paciente y no se defiende? Además, ¿quién es el que juzga para perdonar?
Porque si perdona, entonces se libra de la impaciencia propia del juez y
roba, por tanto el honor al único juez, esto es a Dios
17. En verdad,
¡cuántos desastres causa la impaciencia! ¡Cuántas veces hubo que
arrepentirse de haberse vengado! ¡Y en cuántas otras, la fuerza de la
venganza fue más dañosa que las ofensas que la motivaron! Porque nada
comenzado por la impaciencia ha podido concluir sin violencia. ¡Ni nada hay
realizado por la violencia que no ofenda, que no arruine y que no caiga
precipitadamente! Por otro lado, si la venganza es menor que la ofensa, te
enloqueces; y si mayor, te abrumas. ¿Para qué, pues, la venganza si la
impaciencia de su dolor no me deja dominar su violencia?
Si, por el contrario, descanso sobre la paciencia, no sufriré, y no teniendo
de qué sufrir no tendré tampoco de qué vengarme.