Jesucristo, vida del alma: Economía del plan divino
PRIMERA PARTE
Economía del plan divino
1. Plan divino de nuestra predestinación adoptiva en Jesucristo
-Importancia para la vida espiritual del conocimiento del plan divino.
-1. Idea
general de este plan: la santidad a que Dios nos llama por la adopción
sobrenatural es una participación el la vida revelada por Jesucristo.
-2. Dios quiere hacernos partícipes de su propia vida para hacernos
santos y colmarnos de felicidad: en qué consiste la "santidad de Dios".
-3. La santidad en la Trinidad: plenitud de la vida a que Dios nos
destina.
-4.
Realización de este decreto por la adopción divina mediante la gracia:
carácter sobrenatural de la vida espiritual,
-5. El plan divino desvaratado por el pecado, restablecido por la
Encarnación.
-6. Universalidad de la adopción divina: amor inefable que manifiesta.
-7. Fin primordial del plan de Dios: la gloria de Jesucristo y de su
Padre en la unidad del Espíritu Santo
.
2. Jesucristo, modelo único de toda perfección. Causa exemplaris
-Fecundidad y aspectos diversos del misterio de Cristo.
-1. Necesidad de conocer a Dios, para unirse a El: Dios se revela a
nosotros en su Hijo Jesús: "Quien le ve, ve a su Padre".
-2. Cristo,
nuestro modelo en su persona: Dios perfecto; Hombre perfecto; la gracia,
signo fundamental de semejanza con Cristo, considerado en su condición de
Hijo de Dios.
-3.
Cristo nuestro modelo en sus obras y virtudes.
-4. Nuestra imitación de Cristo se realiza: a) por la gracia b) por esa
disposición fundamental de dirigirlo todo a la gloria de su Padre.
"Christianus alter Christus".
3. Jesucristo, autor de nuestra redención y
tesoro infinito de gracias para nosotros. Causa satisfactoria y meritoria
-Cristo, por sus satisfacciones, nos merece la gracia de la filiación divina
-1. Imposibilidad para el linaje humano,
descendiente de Adán pecador, de reconquistar la herencia eterna; sólo un
Dios hecho hombre puede dar una satisfacción plena y suficiente.
-2.
Jesús salvador; valor infinito de todos los actos del Verbo Encarnado. Sin
embargo de ello, de hecho, la Redención no se opera sino por el Sacrificio
de la Cruz.
-3. Cristo merece, no sólamente para sí, sino para nosotros.
Este mérito tiene su fundamento en la gracia de Cristo, constituído Cabeza
del género humano; en la libertad soberana y el amor inefable con que Cristo
arrostró su Pasión por todos los hombres.
-4. Eficacia infinita de las
satisfacciones y de los méritos de Cristo; confianza ilimitada que de ellos
dimana.
-5. Ahora, Cristo sin cesar aboga junto al Padre en favor
nuestro. Cómo glorificamos a Dios al hacer valer nuestros derechos a las
satisfacciones de su Hijo, 52.
4. Jesucristo, causa eficiente de toda gracia.
Causa efficiens
-1. Durante la existencia terrena de Jesucristo,
su humanidad era, como instrumento del Verbo, fuente de gracia y de vida.
-2. Cómo obra Cristo después de Ascensión. Medios oficiales: los
sacramentos producen la gracia por sí mismos, pero en virtud de los méritos
de Cristo.
-3. Universalidad de los sacramentos; se extienden a toda
nuestra vida sobrenatural; confianza ilimitada que debemos tener en estas
fuentes auténticas.
-4. Poder de santificación de la humanidad de Jesús
fuera de los sacramentos, por el contacto espiritual de la fe.
Importancia capital de esta verdad,.
5. La Iglesia, cuerpo místico de Jesucristo
-El misterio de la Iglesia, inseparable del
misterio de Cristo. Los dos no forman más que uno.
-1. La Iglesia,
sociedad fundada sobre los apóstoles: depositaria de la doctrina y de la
autoridad de Jesús, dispensadora de los sacramentos, continuadora de su obra
de religión. No se va a Cristo sino por la Iglesia.
-2. Verdad que pone
de relieve el carácter particular de la visibilidad de la Iglesia: Dios
quiere gobernarnos por los hombres: importancia de esta economía
sobrenatural, resultante de la Encarnación. Por ella se glorifica a Jesús y
se ejercita nuestra fe.- Nuestros deberes con la Iglesia.
-3. La
Iglesia, cuerpo místico; Cristo es la cabeza, porque tiene toda
primacía. Profundidad de esta unión; formamos parte de Cristo, todos una
cosa en Cristo. Permanecer unidos a Jesús y entre nosotros mismos por la
caridad.
6. El Espíritu Santo, espíritu de Jesús
-La doctrina sobre el Espíritu Santo completa la
explicación del plan divino: importancia capital de este asunto,.
-1. El
Espíritu Santo en la Trinidad: procede del Padre y del Hijo por amor, se le
atribuye la santificación, porque ésta es obra de amor, de perfeccionamiento
y de unión, 87.
-2. Operaciones del Espíritu Santo en Cristo:
Jesús es concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; gracia
santificante, virtudes y dones conferidos por el Espíritu Santo al alma de
Cristo; la actividad humana de Cristo dirigida por el Espíritu Santo.
-3.
Operaciones del Espíritu Santo en la Iglesia; el Espíritu Santo, alma de la
Iglesia.
-4. Acción del Espíritu Santo en las almas donde mora.
-5.
Doctrina de los dones del Espíritu Santo.
-6. Nuestra devoción al
Espíritu Santo: invocarle y ser fieles a sus inspiraciones, 103.
.
PRIMERA PARTE
Economía del plan divino
1
Plan divino de nuestra predestinación adoptiva en Jesucristo
Importancia para la vida espiritual del conocimiento del plan divino
Dios nos ha elegido en Cristo desde antes de la creación del mundo, para que
seamos santos e irreprensibles delante de El; según el beneplácito de su
voluntad, nos ha predestinado amorosamente para ser hijos suyos adoptivos
por Jesucristo, en alabanza de la magnificencia de su gracia, por la cual
nos ha hecho agradables a sus ojos, en su querido Hijo" (Ef 1,4-6).
En estos términos describe el plan divino sobre nosotros San Pablo, que
había sido arrebatado hasta el tercer cielo y fue escogido entre todos por
Dios para poner en "su verdadera luz" como él mismo dice, "la economía del
misterio escondido en Dios, desde la eternidad"; y vemos al gran Apóstol
trabajar sin descanso en dar a conocer este plan eterno, establecido para
realizar la santidad de nuestras almas. ¿Por qué se encaminan todos los
esfuerzos del Apóstol, como él mismo nos dice, "a poner bien de manifiesto
esta economía de los designios divinos"? (ib. 3,8-9).
Porque sólo Dios, autor de nuestra salvación y fuente primera de nuestra
santidad, podía darnos a conocer lo que de nosotros desea, para hacernos
llegar hasta El.
Entre las almas que buscan a Dios, hay quienes no llegan a El sino con mucho
trabajo.
Unas no tienen noción precisa de lo que es la santidad; ignoran o dejan a un
lado el plan trazado por la Sabiduría eterna, hacen consistir la santidad en
tal o cual concepción que ellas mismas se forman, quieren dirigirse
únicamente por su propio impulso, adhiérense a ideas puramente humanas,
elaboradas por ellas y que no sirven más que para extraviarlas. Podrá ser
que avancen, pero fuera de la verdadera vía por Dios trazada: son víctimas
de sus ilusiones, contra las cuales prevenía ya San Pablo a los primeros
cristianos (Col 2,8).
Otras tienen nociones claras sobre puntos menudos de poca importancia, pero
les falta la vista del conjunto; piérdense en los detalles sin llegar a
tener una visión sintética, sin poder salir nunca del atolladero; su vida
está llena de trabajos, y sometida a incesantes dificultades; se fatigan sin
entusiasmo, sin optimismo y con frecuencia con poco fruto, porque esas almas
atribuyen a sus actos una importancia mayor o les dan un valor menor que el
que deben tener en conjunto.
Es, pues, de extrema importancia correr "en el camino, no a la ventura"
(1Cor 9,26), como dice San Pablo, sino "de manera que toquemos la meta"
(9,24); conocer lo más perfectamente que podamos la idea divina de la
santidad, examinar con el mayor cuidado el plan trazado por Dios mismo para
hacernos llegar hasta El, y adaptarnos rigurosamente a ese plan. Sólo de
esta manera conseguiremos nuestra salvación y nuestra santidad.
En materia tan grave, en cuestión tan vital, debemos mirar y pesar las cosas
como Dios las mira y las pesa Dios juzga todas las cosas con plena
inteligencia, y su juicio es la norma última de toda verdad. "No hay que
juzgar las cosas según nuestro gusto, decía San Francisco de Sales, sino
según el de Dios: esto es capital. Si somos santos según nuestra voluntad,
nunca llegaremos a serlo de verdad; seámoslo según la voluntad de Dios"
(Carta a la presidenta Brulart, Sept. 1606: Obras, Annecy XIII, 213).
La Sabiduría divina sobrepasa infinitamente toda la sabiduría humana; el
pensamiento de Dios está dotado de fecundas energías que no posee ningún
pensamiento creado; por tanto, el plan establecido por Dios encierra una
sabiduría tal que nunca será frustrado por su insuficiencia intrínseca, sino
únicamente por culpa nuestra. Si dejamos a la "idea", divina entera libertad
para obrar en nosotros, si nos adaptamos a ella con amor y fidelidad, será
extraordinariamente fecunda y nos conducirá a la más sublime santidad
Contemplemos, pues, a la luz de la Revelación, el plan de Dios sobre
nosotros. Esta contemplación será para nuestras almas una fuente de luz, de
fuerza, de alegría.
Ante todo voy a daros una idea general del plan divino; después, siguiendo
las palabras de San Pablo citadas al principio de esta conferencia, me
ocuparé de los detalles.
1. Idea general de este plan: La
santidad a que Dios nos llama por la adopción sobrenatural es una
participación en la vida revelada por Jesucristo
La razón humana puede demostrar que existe un ser supremo, causa primera de
toda criatura, Providencia del mundo, remunerador soberano, fin último de
todas las cosas.- De este conocimiento racional y de las relaciones que
entre las criaturas y Dios nos descubre, se siguen para nosotros ciertos
deberes con respecto a El y con respecto a nuestro prójimo; deberes que en
conjunto constituyen la ley natural y en cuya observancia se funda la
religión natural.
Pero por muy poderosa que sea nuestra razón, no ha podido descubrir con
certeza nada de lo referente a la vida íntima del Ser Supremo: la vida
divina aparece infinitamente distante "en una soledad impenetrable" (1Tim
6,16).
La Revelación ha venido en nuestra ayuda con su esplendorosa luz.
Ella nos enseña que hay en Dios una Paternidad inefable.- Dios es padre: he
aquí el dogma fundamental que presupone todos los otros, dogma magnífico,
que llena de asombro a la razón, pero que cautiva a la fe y colma de gozo a
las almas santas. Dios es Padre.- Eternamente, mucho antes que la luz creada
brillase sobre el mundo, Dios engendró un Hijo, a quien comunica su
naturaleza, sus perfecciones, su beatitud, su vida: porque engendrar es
comunicar [por la donación de una naturaleza semejante] el ser y la vida.
"Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado" (Sal 2,7; Heb 1,5). "Antes de la
aurora de los tiempos, yo te he engendrado de mi seno" (Sal 109,3). La vida,
pues, está en Dios, vida comunicada por el Padre y recibida por el Hijo.-
Este Hijo, semejante en todo al Padre, llamado con toda propiedad
"unigénito" (Jn 1,18) es único, porque tiene [mejor, porque es] con el Padre
una naturaleza divina única e indivisible, y uno y otro, aunque distintos
entre sí (a causa de sus propiedades personales de ser Padre y de ser Hijo),
están unidos con un abrazo de amor poderoso y sustancial, del cual procede
la tercera persona, a quien la Revelación llama con un nombre misterioso: el
Espíritu Santo.
Tal es, en cuanto la fe puede conocerlo, el secreto de la vida íntima de
Dios; la plenitud y fecundidad de esa vida es la fuente de la felicidad
inconmensurable que posee la inefable sociedad de las tres divinas Personas.
Pero he aquí que Dios, no para acrecer su plenitud, sino para enriquecer con
ella a otros seres, va a extender, por decirlo así, su paternidad.- Esa vida
divina tan poderosa y abundante, que únicamente Dios tiene el derecho de
vivir, esa vida eterna, comunicada por el Padre al Hijo único y por los dos
a su común Espíritu, quiere Dios que sea participada también por las
criaturas, y por un exceso de amor que tiene su origen en la plenitud del
ser y del bien que es el mismo Dios, esa vida va a desbordarse del seno de
la divinidad para comunicarse y hacer felices, elevándolos sobre su
naturaleza, a los seres sacados de la nada. A esas puras criaturas, Dios les
dará el dulce nombre de hijos y hará que lo sean.- Por naturaleza, Dios no
tiene más que un Hijo; por amor, tendrá una muchedumbre innumerable: he ahí
la gracia de la adopción sobrenatural.
Este decreto de amor, realizado en Adán desde la aurora de la creación,
desbaratado después por el pecado de nuestro primer padre, que arrastra en
la desgracia a toda su descendencia, será restaurado por una intervención
maravillosa de justicia y de misericordia, de sabiduría y de bondad; porque
el Hijo único, que vive eternamente en el seno del Padre, se une en el
tiempo a una naturaleza humana, de una manera tan íntima, que esta
naturaleza, sin dejar de ser perfecta en sí misma, pertenece enteramente a
la persona divina a que está unida. La vida divina, comunicada plenamente a
esta Humanidad, la convierte en la Humanidad real del Hijo de Dios: tal es
la obra admirable de la Encarnación. De este Hombre que se llama Jesús,
Cristo, decimos con entera verdad que es el propio Hijo de Dios.
Pero este Hijo, que por naturaleza es "el único del Padre eterno", no
aparece en la tierra sino para llegar a ser el "primogénito de todos los que
le han de recibir" después de haber sido rescatados por El (+Rm 8,29).
Unigénito del Padre en los esplendores eternos, Hijo único por derecho, es
constituido cabeza de una multitud de hermanos, a quienes por su obra
redentora comunicará la gracia de la vida divina.
De manera que la misma vida divina que emana del Padre al Hijo y que pasa
del Hijo a la humanidad de Jesús, circulará por medio de Cristo en todos
aquellos que la quieran aceptar, y los impulsará hasta el seno beatificante
del Padre donde Cristo nos ha precedido (+Jn 14,2; 20,17), después de haber
dado por nosotros en la tierra su sangre como precio de ese don.
Toda la santidad consistirá, por tanto, en recibir de Cristo y por Cristo la
vida divina; El la posee en toda su plenitud, y ha sido establecido como
único mediador. Consistirá en conservar esa vida, en aumentarla sin cesar,
por una adhesión más perfecta, por una unión cada vez más estrecha con aquel
de quien procede.
La santidad es, pues, un misterio de la vida divina, comunicada y recibida:
comunicada, en Dios, del Padre al Hijo por una "generación inenarrable" (Is
53,8) comunicada fuera de Dios por el Hijo a la humanidad a que se unió
personalmente en la Encarnación; transmitida después por esta humanidad a
las almas, y recibida por cada una de ellas "en la medida de su
predestinación particular" (Ef 4,7). De suerte que Cristo es verdaderamente
la vida del alma, porque es la fuente y el dispensador de esa vida.
La comunicación se hará a los hombres en la Iglesia, hasta el día fijado por
los decretos eternos para la consumación de la obra divina sobre la tierra.
En ese día, el número de los hijos de Dios, de los hermanos de Jesús estará
ya completo; presentada por Cristo a su Padre (1Cor 15,24-28), la
muchedumbre incontable de los predestinados circundará el trono de Dios para
sacar de las fuentes vivas una felicidad sin mezcla y sin fin para exaltar
las magnificencias de la bondad y de la gloria de Dios. La unión será
eternamente consumada, y "Dios será todo en todos".
Tal es en sus líneas generales el plan divino; tal es, en resumen, la curva
descrita por la obra sobrenatural. Cuando en la oración considera el alma
esta magnificencia y las atenciones de que gratuitamente es objeto por parte
de Dios, siente necesidad de abismarse en la adoración y de cantar, en
alabanza del ser infinito que se inclina hacia ella para darle el nombre de
hija, un cántico de acción de gracias. "¡Qué grandes son tus obras, oh
Señor, qué profundos tus pensamientos!". "¡Oh, Dios mío!, ¿quién es
semejante a ti? ¡Has multiplicado tus maravillas y tus amorosos designios en
favor nuestro; nada hay que se te pueda comparar!" (Sal 91,6; ib. 39,6).
"¡Oh Dios, tú me regocijas con tus hechos y salto de gozo ante las obras de
tus manos!" (ib. 91,5-6). "Por esto te cantaré mientras viva, mientras tenga
un hálito de vida te ensalzaré" (ib. 103-32). "¡Esté mi boca llena de
alabanza a fin de que yo pregone tu gloria!" (ib. 70,8).
2. Dios quiere hacernos partícipes de su propia vida para hacernos santos y
colmarnos de felicidad: en qué consiste la "santidad" de Dios
Comencemos ahora la exposición en detalle, tomando por guía el texto del
Apóstol. Esta exposición tendrá inevitables repeticiones, pero confío que
vuestra caridad las disculpará a causa de la elevación y de la importancia
de las vitales cuestiones que nos ocupan. Sólo prolongando un poco la
contemplación, podemos vislumbrar bien la grandeza de estos dogmas y su
fecundidad para nuestras almas.
Como sabéis, en toda ciencia hay primeros principios, puntos fundamentales,
que hay que empezar por conocer, porque sobre ellos reposan todas las
explicaciones ulteriores y últimas conclusiones. Estos elementos primeros
necesitan ser tanto más profundizados y requieren tanta mayor atención
cuanto sus consecuencias son más vastas e importantes.- Es verdad que
nuestro espíritu está hecho de tal manera que se desanima fácilmente ante el
análisis o la meditación de las nociones fundamentales. Toda iniciación en
una ciencia, como las Matemáticas, en un arte, como la Música; en una
doctrina, como la de la vida interior, exige cierta atención, que nuestro
espíritu no siempre presta de buen grado. En su impaciencia natural, deseana
llegar inmediatamente a las ampliaciones para admirar el orden, y a las
aplicaciones para recoger y gustar los frutos; pero es de temer que si no
profundiza cuidadosamente los principios, falte la solidez en las
conclusiones, por muy brillantes que aparezcan, y con frecuencia sean
inestables y aventuradas sus aplicaciones.
Por eso, y aun a riesgo de repetirme, no dudo en volver a tratar con
vosotros sobre estas verdades fundamentales. ¿No opináis acaso vosotros que
solamente haciendo hincapié en el corazón del dogma, podremos sacar de él la
vida, la fecundidad y la alegría para nuestras almas?
Según el pensamiento de San Pablo, cuyas palabras os he citado al comenzar,
ese plan puede resumirse en pocas líneas: Dios quiere comunicarnos su
santidad: "Dios nos ha escogido para ser santos e irreprensibles". -Esta
santidad consiste en una vida de hijos adoptivos; vida cuyo principio y
carácter sobrenatural es la gracia: "Dios nos ha predestinado a ser hijos de
adopción". Finalmente y sobre todo, este misterio inefable no se realiza
sino "por Jesucristo".
Dios nos quiere santos; ésta es su voluntad desde toda la eternidad: por eso
nos ha elegido: "Nos ha elegido para que seamos santos e inmaculados en su
presencia" (Ef 1,4). "Dios quiere vuestra santificación", continúa San Pablo
(1Tes 4,3). Dios desea, con una voluntad infinita, que seamos santos; lo
quiere, porque El también es santo (Lev 11,44; 1Pe 1,16); porque ha cifrado
en esta santificación la gloria que El espera de nosotros (Jn 15,8) y el
gozo con que desea saciarnos (ib. 16,22).
Pero, ¿qué es "ser santo"? -Nosotros somos criaturas, nuestra santidad no
existe más que por una participación de la de Dios; debemos, pues, para
comprenderla, remontarnos hasta Dios. Sólo El es santo por esencia, o mejor,
es la santidad misma.
La santidad es la perfección divina, objeto de la contemplación eterna de
los ángeles. Abrid el libro de las Escrituras y comprobaréis que sólo dos
veces se ha entreabierto el cielo ante dos grandes profetas, el uno de la
Antigua Alianza, y el otro de la Nueva: Isaías y San Juan. Y ¿qué vieron?,
¿qué oyeron? Uno y otro vieron a Dios en su gloria; uno y otro vieron a los
espíritus celestiales alrededor de su trono; uno y otro los oyeron cantar
sin fin, no la belleza de Dios, ni su misericordia, ni su justicia, ni su
grandeza, sino su santidad: "Santo, Santo, Santo, es el Dios de los
ejércitos; llena está la tierra de su gloria" (Is 6,3; Ap 4,8).
Y bien: ¿en qué consiste esta santidad de Dios?
En Dios todo es simple; en El sus perfecciones son realmente idénticas a El
mismo; además, la noción de santidad no se le puede aplicar sino de una
manera absolutamente trascendente y sin rebasar los límites del lenguaje
analógico; no tenemos término propio que exprese de modo adecuado la
realidad de esta perfección divina; sin embargo de ello, nos está permitido
emplear un lenguaje humano.
¿Qué es, pues, la santidad en Dios? -Según nuestro modo de hablar, nos
parece que se compone de un doble elemento: primero, alejamiento infinito de
todo cuanto es imperfección, de todo lo que es criatura, de todo lo que no
es el mismo Dios.
Esto no es más que un aspecto "negativo"; hay otro elemento consistente en
que Dios se adhiere, por un acto inmutable y siempre actual de su voluntad,
al bien infinito (que no es otro que El mismo), hasta llegar a conformarse
adecuadamente a todo lo que es ese mismo bien infinito. Dios se conoce
perfectamente; su omnisciencia le presenta su propia esencia como la norma
suprema de toda actividad; nada puede querer, hacer o aprobar que no sea
regulado por su sabiduría soberana y de acuerdo con la norma última de todo
bien, esto es, la esencia divina.
Esta adhesión inmutable, esta conformidad suprema de la voluntad divina con
la esencia infinita como norma última de actividad, es perfectísima, porque
en Dios la voluntad es realmente idéntica a la esencia.
La santidad divina se confunde, pues, con el amor perfectísimo y la
fidelidad soberanamente inmutable con que Dios se ama de una manera
infinita.
Y como su sabiduría suprema muestra a Dios que El es toda perfección, el
único ser necesario, esto hace que Dios lo refiera todo a sí mismo y a su
propia gloria, y por esto los Libros Sagrados nos hacen escuchar el cántico
de los ángeles: "Santo, Santo, Santo... el Cielo y la tierra están llenos de
tu gloria". Que es como si dijesen: "¡Oh Dios, tú eres el muy santo, tú eres
la santidad misma, porque con una soberana Sabiduría te glorificas digna y
perfectísimamente".
De aquí que la santidad divina sirva de fundamento primero, de ejemplar
universal y de fuente única a toda santidad creada.- Comprenderéis,
efectivamente, que amándose de una manera necesaria, con infinita
perfección, Dios quiere, de una manera necesaria también, que toda criatura
exista para la manifestación de su gloria, y que sin sobrepasar su categoría
de criatura, no obre sino conforme a las relaciones de dependencia y de fin
que la Sabiduría eterna encuentra en la esencia divina. Por tanto, cuanto
mayor sea la dependencia de amor con respecto a Dios que haya en nosotros y
la conformidad de nuestra voluntad libre con nuestro fin primordial (que es
la manifestación de la gloria divina), más unidos estaremos a Dios, lo cual
no puede realizarse sino por el desprendimiento de todo lo que no es Dios,
cuanto más firmes y estables sean esa dependencia, esa conformidad, esa
adhesión, ese desprendimiento, más elevada será nuestra santidad.
[Santo Tomás (II-II, q.81, a.8) exige como elemento de la santidad en
nosotros la pureza (alejamiento de todo pecado, de toda imperfección,
desasimiento de todo lo creado) y la estabilidad de la adhesión a Dios; a
estos dos elementos corresponden en Dios la entera perfección de su ser
infinitamente trascendente y la inmutabilidad de su voluntad en la adhesión
a sí mismo].
3. La santidad en la Trinidad: plenitud de la vida a que Dios nos destina
La razón humana puede llegar a determinar la existencia de esta santidad del
Ser Supremo, santidad que es un atributo, una perfección de la naturaleza
divina, considerada en sí misma; pero la Revelación nos comunica a su vez
nueva luz.
Debemos aquí dirigir con reverencia la mirada de nuestra alma hacia el
santuario de la Trinidad adorable, debemos escuchar lo que Jesucristo ha
querido -tanto para alimentar nuestra piedad como para ejercitar nuestra fe-
bien revelarnos por sí mismo, bien proponernos por medio de su Iglesia,
acerca de la vida íntima de Dios.
En Dios, como sabéis, podemos contemplar al Padre al Hijo y al Espíritu
Santo, tres personas distintas con una esencia o naturaleza única.
Inteligencia infinita, el Padre conoce perfectamente sus perfecciones y
expresa este conocimiento en una palabra única, el Verbo, palabra viviente,
sustancial, expresión adecuada de lo que es el Padre. Al proferir esta
palabra, el Padre engendra a su Hijo, a quien comunica toda su esencia, su
naturaleza, sus perfecciones, su vida: "Como el Padre tiene vida en sí
mismo, de igual modo ha concedido tener vida en sí mismo al Hijo" (Jn 5,26).
El Hijo es enteramente igual al Padre; está entregado a El por una donación
total, que arranca de su naturaleza de Hijo, y de esta donación mutua de un
solo y mutuo amor procede como de un principio único el Espíritu Santo, que
sella la unión del Padre y del Hijo, siendo su amor viviente y sustancial.
Esta comunicación mutua de las tres personas, esta adherencia infinita y
llena de amor de las personas divinas entre sí, constituye seguramente una
nueva revelación de la santidad en Dios, que es la unión de Dios consigo
mismo, en la unidad de su naturaleza y en la trinidad de personas.
[Digamos para las almas que estén algo más iniciadas en cuestiones
teológicas, que cada una de las tres Personas es idéntica a la esencia
divina, y, por consiguiente, santa, con una santidad sustancial, porque obra
conforme a esa esencia considerada como norma suprema de vida y de
actividad.- Añadamos que las Personas son santas, porque cada una de ellas
se entrega y existe para las otras en un acto de adhesión infinita.-
Finalmente, la tercera persona se llama particularmeute santa, porque
procede de las otras dos por amor. El amor es el acto principal por el cual
la voluntad propende a su fin, y se uue a él; significa el acto más eminente
de adhesión a la norma de toda bondad, es decir. de santidad, y por esto el
Espíritu, que en Dios procede por amor, lleva el nombre de Santo por
excelencia. He aquí el texto de Santo Tomás qne nos expone esta hermosa y
profunda doctrina: Cum bonum amatum habeat rationem finis. ex fine autem
motus voluntarius bonus vel malus, redditur, necesse est quod amor quo ipsum
bonum amatur, quod Deus est, eminentem quandam obtineat bonitatem, quæ
nomine sanctitatis exprimitur... Igitur Spiritus quo nobis insinuatur amor
quo Deus se amat, Spiritus Sanctus nominatur (Opuscula Selecta). Por esto se
ve que por la consideración de la Trinidad de personas se llega a tener un
conocimiento más profundo de la santidad divina].
Dios encuentra en esta vida divina, inefablemente una y fecunda, toda su
felicidad esencial. Para existir, Dios sólo tiene necesidad de sí mismo y de
sus perfecciones; encuentra toda felicidad en las perfecciones de su
naturaleza y en la sociedad inefable de sus personas, y, por tanto, no
necesita de ninguna criatura; toda la gloria que brota de sus perfecciones
infinitas la refiere Dios a sí mismo, en sí mismo, en la augusta Trinidad.
Dios ha decretado, como sabéis, hacernos participes de esa vida íntima que
es exclusivamente suya; quiere comunicarnos esa beatitud sin límites que
tiene sus fuentes en la plenitud del Ser infinito. Por tanto -y éste es el
primer punto de la exposición de San Pablo sobre el plan divino-, nuestra
santidad consistirá en adherirnos a Dios conocido y amado, ya no simplemente
como autor de la creación, sino como se conoce y se ama a sí mismo, en la
felicidad de su Trinidad; esto será estar unidos a Dios hasta el punto de
participar de su vida íntima.- Pronto veremos por qué medios maravillosos
realiza Dios este plan; detengámonos ahora un instante a considerar la
grandeza del don que nos ha hecho. Llegaremos a formarnos una idea de ello
si nos fijamos en lo que pasa en el orden natural.
Mirad el mineral: no vive, no tiene dentro de sí el principio interior
fuente de actividad; el mineral posee una participación del ser con ciertas
propiedades, pero su modo de existir es muy inferior.- Mirad la planta:
vive, se mueve armoniosamente de una manera constante y con leyes fijas,
hacia la perfección de su ser; pero esta vida está en el grado último,
porque la planta no posee conocimiento.- Aunque superior a la vida de la
planta, la del animal está limitada a la sensibilidad y a las necesidades
del instinto.- Con el hombre subimos ya a una esfera más elevada: la razón y
la voluntad libre caracterizan la vida propia del ser humano, pero el hombre
es también materia.
- Encima de él está el ángel, espíritu puro, cuya vida señala la cima en el
dominio de la creación.- Infinitamente sobre todas estas vidas creadas y
participadas, existe la vida divina, vida increada, vida absolutamente
trascendente, plenamente autónoma e independiente, y superior a las fuerzas
de toda criatura; vida necesaria, subsistente en sí misma; inteligencia
ilimitada, Dios abarca, por un acto eterno de intelección, lo infinito y
todos los seres cuyo prototipo se encuentra en El, voluntad soberana, se une
sin peligro de desasirse nunca al bien supremo, que no es otro que El mismo,
en esta vida divina que se desenvuelve con toda plenitud, encuéntrase la
fuente de toda perfección y el principio de toda felicidad.
Esta vida divina es la que Dios nos quiere comunicar, y el participar de
ella constituye nuestra santidad, y como para nosotros esta participación
tiene grados diversos, cuanto más intensa sea, mayor y más elevada será
nuestra santidad.
No olvidemos que "Dios ha resuelto" darse a nosotros únicamente por amor.-
En Dios, lo único necesario son las inefables comunicaciones de personas
divinas entre sí [necesarias en cuanto que no pueden no ser. +Santo Tomás,
I, q.41, a.2, ad 5]. Esas relaciones mutuas pertenecen a la esencia misma de
Dios; en ellas consiste la vida de Dios. Toda otra comunicación que Dios
quiere hacer de sí mismo es fruto de un amor soberanamente libre; pero como
ese amor es divino, el don lo es también. Dios ama divinamente: se entrega a
sí mismo. Nosotros estamos llamados a recibir en una medida inefable esa
comunicación divina; Dios trata de darse a nosotros, no solamente como
belleza suprema, objeto de contemplación, sino de unírsenos para no formar,
en cuanto sea posible, más que una misma cosa con nosotros. "¡Oh Padre,
decía Jesucristo en la última cena, que mis discípulos sean uno en nosotros
como Tú y yo somos uno, a fin de que encuentren en esta unión el goce sin
fin de nuestra propia beatitud"; "para que en ellos habite plenamente mi
gozo" (Jn 17,11-13; +15,11).
4. Realización de este decreto por la adopción divina mediante la gracia:
carácter sobrenatural de la vida espiritual
¿Cómo realiza Dios este designio magnífico, por el cual quiere que tomemos
parte en esta vida que excede las proporciones de nuestra naturaleza, que
supera sus derechos y sus energías propias, que no es reclamada por ninguna
de sus exigencias, sino que sin destruir esa naturaleza viene a colmarla de
una felicidad que el corazón humano es incapaz de sospechar? ¿Cómo va Dios a
hacernos "entrar en la sociedad inefable" (1Jn 1,3) de su vida divina para
que seamos partícipes de su eterna beatitud? Adoptándonos por hijos suyos.
Por una voluntad infinitamente libre, pero llena de amor: "Según el decreto
de su voluntad" (Ef 1,5), Dios nos predestina a ser, no sólo criaturas, sino
también hijos suyos (Ef 1,5) para hacernos así "partícipes de su naturaleza
divina" (2Pe 1,4). Dios nos adopta por hijos. ¿Qué quiere decir con esto San
Pablo? ¿Qué es la adopción humana?
Es la admisión de un extraño en una familia. Por la adopción, el extraño
llega a ser miembro de la familia, toma su nombre, recibe el título, con
derecho a heredar los bienes. Pero para poder ser adoptado, es preciso ser
de la misma raza; para ser adoptado por un hombre es preciso ser miembro de
la raza humana.- Pues bien; nosotros, que no somos de la raza de Dios, que
somos pobres criaturas, que estamos por nuestra naturaleza más lejos de Dios
que el animal del hombre, que nos hallamos infinitamente distantes de Dios:
"Extraños y advenedizos" (Ef 2,19), ¿cómo podremos ser adoptados por Dios?
He aquí el milagro de la sabiduría, del poder y de la bondad de Dios. Dios
nos da una participación misteriosa de su naturaleza que llamamos "gracia":
"Para haceros partícipes de la naturaleza divina" (2Pe 1,4). [San Pedro no
dice que llegamos a ser participantes de la esencia divina, sino de la
naturaleza divina, es decir, de esa actividad que constituye la vida de
Dios, y que consiste en el conocimiento y el amor fecundo y beatificante de
las Personas divinas].
La gracia es una cualidad interior producida por Dios en nosotros, inherente
al alma, adorno del alma, que hace al alma agradable a Dios, del mismo modo
que, en el dominio de la naturaleza, la belleza y la fuerza son cualidades
del cuerpo, el genio y la ciencia del espíritu, el valor y la lealtad del
corazón. Según Santo Tomás, esa gracia es una "semejanza participada de la
naturaleza de Dios" [participata similitudo divinæ naturæ. III, q.62, a.1.
Por esto se dice en Teología que la gracia es deiforme, para significar la
semejanza divina que produce en nosotros]. La gracia nos hace participantes
de la naturaleza divina, de una manera que no podemos comprender del todo;
nos eleva a un estado que no nos correspondería por naturaleza, en cierto
modo llegamos a ser dioses. No nos hacemos iguales, sino semejantes a Dios;
por eso nuestro Señor decía a los judios: "¿Acaso no está escrito en
vuestros Libros Santos: Yo he dicho: Vosotros sois dioses?" (Jn 10,34).
Por tanto, nuestra participación en esta vida divina se realiza por medio de
la gracia, en virtud de la cual nuestra alma recibe la capacidad de conocer
a Dios como Dios se conoce, de amar a Dios como Dios se ama, de gozar de
Dios como Dios está henchido de su propia beatitud, y de vivir así de la
vida del mismo Dios.
Tal es el misterio inefable de la adopción divina. Pero hay una profunda
diferencia entre la adopción divina y la humana. Esta no es más que
exterior, ficticia, garantizada, sin duda, por un documento legal, pero sin
llegar hasta la naturaleza de aquel que es adoptado.- Dios, por el
contrario, al adoptarnos, al darnos la gracia, llega hasta el fondo de
nuestra naturaleza; sin cambiar lo que es esencial en el orden de esa
naturaleza, la levanta interiormente por su gracia hasta el punto que
llégamos a ser verdaderamentc hijos de Dios; este acto de adopción tiene tal
eficacia, que nos hace de una manera realísima, mediante la gracia,
participantes de la naturaleza divina, y porque la participación de la
gracia divina constituye nuestra santidad, esta gracia se llama
santificante.
La consecuencia de ese decreto divino de nuestra adopción, de esa
predestinación tan llena de amor por la que Dios se digna hacernos hijos
suyos, es dar a nuestra santidad un carácter especial. ¿Qué carácter es ése?
Que nuestra santidad es sobrenatural.
La vida a que Dios nos eleva es, con respecto a nosotros como con respecto a
toda criatura, sobrenatural, es decir, que excede las proporciones, los
derechos y las exigencias de nuestra naturaleza. No hemos, pues, de ser
santos como simples criaturas humanas, sino como hijos de Dios, por actos
inspirados y animados por la gracia. La gracia llega a ser en nosotros el
principio de una vida divina. ¿Qué es vivir? -Vivir, para nosotros, es
movernos en virtud de un principio interior, fuente de acciones que nos
impulsan a la perfección de nuestro ser. En nuestra vida natural se injerta,
por decirlo así, otra vida cuyo principio es la gracia; la gracia viene a
ser en nosotros fuente de acciones y operaciones, que son sobrenaturales y
se encaminan a un fin divino: poseer a Dios algún día y gozar de El, como El
se conoce y goza en sus perfecciones.
Es este punto de capital importancia, y desearía que nunca le perdieseis de
vista. Dios podía haberse contentado con aceptar de nosotros el homenaje de
una religión natural; ésta hubiera sido la fuente de una moralidad humana,
natural también, de una unión con Dios conforme a nuestra naturaleza de
seres racionales, fundada en nuestras relaciones de criaturas con el Creador
y en nuestras relaciones con los semejantes.
Pero Dios no quiso limitarse a esta religión natural. Nos hemos encontrado
ciertamente con hombres que no están bautizados, y que, sin embargo de ello,
son rectos, leales, íntegros, equitativos, justos y compasivos, pero allí no
hay más que una honradez natural [hay que añadir, además, que a causa de los
malos instintos, secuela del pecado original, esta honradez, puramente
natural, raras veces es perfecta]. Sin rechazarla, todo lo contrario, Dios
no se contenta con ella. Porque ha decidido hacernos partícipes de su vida
infinita, de su propia beatitud -lo cual representa para nosotros un destino
sobrenatural- por el hecho de habernos otorgado su gracia, Dios quiere que
nuestra unión con El sea una unión, una santidad sobrenatural, que tenga a
esa gracia como origen y principio.
Fuera de este plan, no hay para nosotros más que la perdición eterna. Dios
es dueño de sus dones, y desde toda la eternidad ha decretado que no
llegaremos a ser santos delante de El sino viviendo por la gracia como hijos
de Dios. ¡Oh Padre Celestial, concédeme que guarde mi alma la gracia que
hace de mí un hijo tuyo! ¡Presérvame de todo el mal que podría alejarme de
ti!
5. El plan divino desbaratado por el pecado, restablecido por la Encarnación
Como sabéis, Dios realizó su designio desde la creación del primer hombre:
Adán recibió para sí y para su descendencia la gracia que hacía de él un
hijo de Dios. Mas por culpa suya perdió, tanto para sí como para su
descendencia, ese don divino; después de su desobediencia todos nacemos
pecadores, despojados de esa gracia que nos haría hijos de Dios. En vez de
hijos de Dios somos hijos de ira (Ef 2,3), enemigos de Dios, hijos
condenados a su indignación: El pecado ha destruido todo el plan de Dios.
Pero Dios, dice la Iglesia, se ha mostrado más admirable en la restauración
de sus designios que en la creación misma. "¡Oh Dios, que de un modo
maravilloso creaste la excelsa dignidad de la naturaleza humana, y de forma
aun más maravillosa la restauraste!" [Deus qui humanæ substantiæ dignitatem
mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti. Ofertorio de la misa.].
¡Cómo!, ¿qué maravilla es ésta?
Este misterio es la Encarnación.
Dios va a restaurarlo todo por el Verbo encarnado. Tal es el misterio
escondido desde los siglos en la mente divina (Ef 3,9), que San Pablo viene
a revelarnos: Cristo, HombreDios, será nuestro mediador; El nos reconciliará
con Dios y nos devolverá la gracia. Y como este gran designio ha sido
previsto desde toda la eternidad, tiene razón San Pablo cuando nos habla de
él como de un misterio siempre presente. Este es el último rasgo con que el
Apóstol acaba por darnos a conocer el plan divino.
Oigámosle con fe, porque tocamos aquí en el corazón mismo de la obra divina.
El pensamiento divino es constituir a Cristo jefe de todos los redimidos,
"de todo lo que tiene un nombre en este mundo y en el siglo venidero" (ib.
1,21), a fin de que por El, con El y en El lleguemos todos a la unión con
Dios y realicemos la santidad sobrenatural que Dios exige de nosotros. No
hay pensamiento más claro en todas las Epístolas de San Pablo, ninguno de
que esté más convencido, ni que trate de poner más de relieve.- Leed todas
sus Epístolas: veréis que sin cesar vuelve sobre él hasta el punto de formar
con él el fondo casi único de su doctrina. Ved: en el pasaje de la Epístola
a los Efesios que he citado al comenzar. ¿Qué nos dice? -"Dios nos ha
elegido en Cristo para que seamos santos, nos ha predestinado a ser sus
hijos adoptivos por Cristo... y nosotros somos agradables a sus ojos en su
querido Hijo". Dios ha resuelto "restaurarlo todo en su Hijo Jesús" (Ef
1,10). O mejor, según el texto griego, "ha resuelto colocar todas las cosas
bajo Cristo, como bajo un jefe único". Cristo está siempre en el primer
plano de los pensamientos divinos.
¿Cómo se realiza esto?
El Verbo, cuya generación eterna adoramos "en el seno del Padre", in sinu
Patris, "se hizo carne" (Jn 1,14). La Santísima Trinidad ha creado una
humanidad semejante a la nuestra y desde el primer instante de su creación
la ha unido de una manera inefable e indisoluble a la persona del Verbo del
Hijo, de la segunda persona de la Trinidad beatísima. Este Dios-Hombre es
Jesucristo. Esta unión es tan estrecha, que no forma mas que una sola
persona la del Verbo. "Dios perfecto", por su naturaleza divina, el Verbo se
hace, por su encarnación, "hombre perfecto". Al hacerse hombre continúa
siendo Dios.- "Continuó siendo lo que era; asumiendo lo que no tenía" [Quod
fuit permansit, quod non erat assumpsit. Ant. del Oficio de la
Circuncisión]; -el hecho de haber tomado una naturaleza humana para
unírsela, no ha disminuido su divinidad.
En Jesucristo, Verbo encarnado, se han unido las dos naturalezas sin mezcla,
sin confusión; permanecen distintas, a pesar de estar unidas en la unidad de
la persona; y a causa del carácter personal de esta unión, Cristo es
propiamente Hijo de Dios. "Posee la vida de Dios". "Como el Padre tiene vida
en sí mismo, de igual modo ha dado al Hijo el poseer en sí mismo la vida"
(Jn 5,26). La misma vida divina que subsiste en Dios, es la que llena la
humanidad de Jesús. El Padre comunica su vida al Verbo, al Hijo, y el Verbo
la comunica a la humanidad, que ha unido a sí personalmente. De ahí que al
mirar a nuestro Señor, el Padre Eterno le reconoce "como su verdadero Hijo".
"Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado" (Sal 2,7; Heb 5,5).- Y por ser su
Hijo, porque esta humanidad es la humanidad de su Hijo, posee esta humanidad
una comunicación plena y perfecta de todas las perfecciones divinas. "El
alma de Cristo está henchida de todos los tesoros de la ciencia y de la
sabiduría de Dios" (Col 2,3). "En Cristo, dice San Pablo, habita
corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2,9); la santa
humanidad está "llena de gracia y de verdad" (Jn 1,14).
El Verbo hecho carne es, pues, adorable lo mismo en su humanidad que en su
divinidad, porque debajo de esta humanidad se encubre la vida divina.- "Oh
Cristo Jesús, Verbo encarnado, yo me postro delante de ti, porque tú eres el
Hijo de Dios, igual a tú Padre. Eres verdaderamente el Hijo de Dios. Dios de
Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Eres el Hijo muy amado
del Padre, aquel en quien El tiene todas sus complacencias. Yo te amo y te
adoro" [venite, adoremus!].
Pero esta plenitud de la vida divina que habita en Jesucristo, debe
derramarse hasta nosotros y llegar a todo el género humano, y ésta es una
revelación admirable que nos llena de gozo.
La filiación divina que pertenece a Cristo por naturaleza y que le convierte
en "el Hijo propio y único de Dios" debe extenderse hasta nosotros por la
gracia, de manera que "Jesucristo, en el pensamiento del Padre, no es sino
el primogénito de una multitud de hermanos" que son hijos de Dios por la
gracia como El lo es por naturaleza. "Nos predestinó para que seamos
conformes a la imagen de su Hijo, para que El llegue a ser el primogénito
entre muchos hermanos" (Rm 8,29).
Nos hallamos ahora en el punto central del plan divino: La adopción divina
la recibimos de Jesucristo y por Jesucristo. "Dios ha enviado a su Hijo al
mundo, para darnos su adopción" (Gál 4,5). La gracia de Cristo, Hijo de
Dios, se nos comunica a fin de que sea en nosotros el principio de la
adopción. Y todos nosotros debemos recurrir a la plenitud de la vida divina
y de la gracia de Jesucristo. San Pablo después de haber dicho que la
plenitud de la divinidad habita corporalmente en Cristo, añade a modo de
consecuencia: "En El lo tenéis todo plenamente, porque El es vuestro jefe"
(Col 2,10; Ef 4,15). Y San Juan, después de habernos mostrado al Verbo hecho
carne, lleno de gracia y de verdad, añade: "Todos nosotros hemos recibido de
su plenitud" (Jn 1,16).
Así, no solamente nos "ha elegido el Padre en Cristo" desde la eternidad:
Elegit nos in ipso -notad el término: in ipso: nos ha elegido "en Cristo";
todo lo que hay fuera de Cristo no existe, por decirlo así, en el
pensamiento divino-; sino que hasta la gracia misma, instrumento de la
adopción a que estamos destinados, la recibimos por Jesucristo. "Dios nos ha
predestinado para ser adoptados como hijos por medio de Jesucristo" (Ef
1,5). "Somos hijos como Jesús: El por naturaleza, nosotros por gracia; El,
Hijo propio y natural; nosotros, adoptivos" (ML 68, 701). Por medio de
Jesucristo entramos en la familia de Dios; de El y por El nos viene la
gracia y con ella la vida divina: "Yo soy la vida... vine para que tengan la
vida y muy copiosa" (Jn 10,10).
Tal es la fuente misma de nuestra santidad. Como todo Jesucristo puede
resumirse en la filiación divina, así todo el cristiano se resume en la
participación, por Jesucristo y en Jesucristo, de esta filiación. Nuestra
santidad no es otra cosa; cuanto más participemos de la vida divina por la
comunicación que Jesucristo nos hace de su gracia, cuya plenitud posee El
perpetuamente, más elevado será el grado de nuestra santidad. Cristo no es
sólo santo en sí mismo, es nuestra santidad. Toda la santidad que Dios ha
destinado a las almas ha sido depositada en la humanidad de Cristo, y de
esta fuente debemos nosotros beberla.
"¡Oh Cristo Jesús!", cantamos nosotros con la Iglesia en el Gloria de la
Misa: "Oh Cristo Jesús. Tú solo eres santo" [Tu solus sanctus, Iesu
Christe]. Tú solo eres santo, porque posees la plenitud de la vida divina;
Tú solo eres santo, porque sólo de Ti puede venir nuestra santidad. "Tú,
como dice tu gran Apóstol, has llegado a ser nuestra justicia, nuestra
sabiduría, nuestra redención y nuestra santidad" (1Cor 1,30). En Ti lo
hallamos todo, al recibirte a Ti lo recibimos todo, porque cuando tu Padre,
que es nuestro Padre, "te dio a nosotros, como Tú mismo lo has dicho (Jn
20,17), nos lo dio todo". "¿Cómo juntamente con El no iba a darnos todas las
demás cosas?" (Rm 8,32). Todas las riquezas, toda la fecundidad sobrenatural
de que está lleno el mundo de las almas nos vienen únicamente de ti. "En
Cristo tenemos la redención... según las riquezas de su gracia, que
copiosamente nos ha comunicado (Ef 1,8). Por tanto, para Ti sea toda
alabanza, oh Cristo, y que por Ti toda alabanza suba hasta tu Padre, por el
"don inenarrable" que nos ha hecho dándote a nosotros.
6. Universalidad de la adopción divina: amor inefable que manifiesta
Todos debemos participar de la santidad de Jesucristo. No excluye a nadie de
la vida que trajo al mundo y por la cual nos hace hijos de Dios. "Por todos
ha muerto Cristo" (2Cor 5,15); por El las puertas de la vida eterna han sido
abiertas a todo el género humano; El es el primogénito, como dice el
Apóstol, pero es primogénito de "una muchedumbre de hermanos" (Rm 8,29). El
Padre Eterno quiere que Cristo, su Hijo, sea constituido jefe de un reino,
del reino de sus hijos. El plan divino quedaría incompleto si Cristo
permaneciese solo, aislado. "Para gloria suya y para gloria del Padre" (Ef
1,6). Cristo debe ser jefe de una multitud innumerable que es como su
"complemento" (pleroma), y sin el cual, en cierto modo, no sería perfecto.
San Pablo lo dice clarísimamente en su Epístola a los Efesios, en la que
traza el plan divino: "Dios ha hecho a Cristo sentarse a su derecha en los
cielos, por encima de todo principado, de toda autoridad, de todo poder, de
toda dignidad y de todo nombre que se puede nombrar no sólo en el siglo
presente, sino también en el siglo venidero. Todo lo ha puesto bajo sus pies
y le ha dado por jefe supremo a la Iglesia, que es su cuerpo" (ib. 1,20-23).
Esta asamblea, esta Iglesia es la que Jesucristo ha rescatado, según la
palabra del mismo Apóstol, para que aparezca en el último día "sin mancha ni
lunar, toda santa e inmaculada" (ib. 5,27). Esta Iglesia, este reino,
empieza a formarse aquí abajo; éntrase en ella por el Bautismo, y mientras
estamos en la tierra, vivimos en su seno por la gracia, en la fe, la
esperanza y la caridad; pero llegará un día en que contemplemos su cabal
perfeccionamiento en los cielos, entonces se realizará el reino de la
gloria, en la claridad de la visión; el goce de la posesión y la unión sin
fin.
Ved por qué decía San Pablo: "la gracia de Dios es la vida eterna, traída al
mundo por Cristo" (Rm 6,23).
Aquí está el gran misterio de los pensamientos divinos. ¡Oh, asi conocieses
el don de Dios"! Don inefable en sí mismo e inefable sobre todo en su
fuente, que es el amor. Dios quiere hacernos participar, como a hijos suyos,
de su propia beatitud, precisamente porque nos ama: "Para que se nos
considere como hijos de Dios y para que lo seamos en realidad" (1Jn 3,1).
Sólo un amor infinito puede otorgarnos un don semejante, porque, como dice
San León: "Es don que supera a todos los dones el que Dios llame al hombre
hijo suyo y el hombre llame a Dios su padre" [Omnia dona excedit hoc donum
ut Deus hominem vocet filium et homo Deum nominet Patrem. Serm. VI de
Nativ.]. Cada uno de nosotros puede decirse con toda verdad: "Dios me ha
creado y me ha llamado por el Bautismo a la adopción divina, por un acto
particular de su amor y su benevolencia, porque en su plenitud y en su
opulencia divina, Dios no tiene necesidad de criatura alguna: "Nos ha
engendrado libérrimamente por un acto de su voluntad" (Sant 1,18). Dios "me
ha escogido", por un acto especial de dilección y de complacencia, para ser
elevado infinitamente por encima de mi condición natural, para gozar por
siempre jamás de su propia beatitud, para realizar uno de sus pensamientos
divinos, para ser una voz en el concierto de los elegidos, para ser uno de
esos hermanos que son semejantes a Jesús y participan sin fin de su
celestial herencia.
Este amor se manifiesta con un fulgor especial en el modo como se realiza el
plan divino, en "Cristo Jesús".
"Dios ha manifestado su amor hacia nosotros enviando a su Hijo único al
mundo para que vivamos por El" (1Jn 4,9). Sí; "Dios nos ama hasta tal punto,
que para mostrarnos ese amor, nos ha dado a su propio Hijo" (Jn 3,16). Nos
ha dado a su Hijo para que su Hijo sea nuestro hermano y nosotros seamos un
día sus coherederos, tomando parte en las riquezas de su gracia y de su
gloria (Ef 2,7).
Tal es, en su majestuosa profundidad, en su sencillez misericordiosa, el
plan de Dios sobre nosotros. Dios quiere nuestra santidad, la quiere porque
nos ama infinitamente, y nosotros debemos quererla con El. Dios quiere
santificarnos, haciéndonos participar de su misma vida y para ello nos
adopta como hijos suyos y herederos de su gloria infinita y de su
bienaventuranza eterna. La gracia es el principio de esta santidad,
sobrenatural en su fuente, en sus actos, en sus frutos. "Pero Dios no nos
eleva a esa adopción sino por su Hijo Jesucristo", sólo en El y por El
quiere unirse a nosotros, y que nosotros nos unamos a El: "Nadie llega al
Padre si no es por mediación mía" (Jn 14,6). Cristo es el camino, el camino
único para llevarnos a Dios; "sin El nada podemos hacer" (ib. 15,5). "No hay
para nuestra santidad otro fundamento que el que Dios ha querido establecer,
es decir, la unión con Cristo" (1Cor 3,11).
Así, Dios comunica la plenitud de su vida divina a la humanidad de Cristo y
por ella a todas las almas "en la medida de su predestinación en Cristo
Jesús" (Ef 4,7).
Comprendamos que no podemos ser santos sino en la medida en que la vida de
Jesucristo se halle en nosotros. Esta es la única santidad que Dios nos
pide, no hay otra -y no llegaremos a ser santos sino en Jesucristo- de lo
contrario, nunca lo sercmos. La creación no contiene en sí misma ni un átomo
de esta santidad- toda ella deriva de Dios por un acto soberanamente libre
de su voluntad omnipotente, y por esto es sobrenatural.
San Pablo nos hace notar más de una vez lo gratuito del don divino de la
adopción, la eternidad del amor inefable que ha resuelto hacernos participar
de este don, y el medio admirable de su realización por la gracia de
Jesucristo: "Acuérdate, escribe a su discípulo Timoteo, que Dios nos ha
escogido con vocación santa, no por nuestras obras, sino por mera
benevolencia, y conforme a la gracia que antes de todos los siglos nos ha
sido dada en Jesucristo" (2Tim 1,9). "Habéis sido salvados y santificados de
pura gracia, escribía a los fieles de Efeso, y no por vuestras propias
fuerzas, a fin de que nadie pueda gloriarse en sí mismo" (Ef 2,8-9).
7. Fin primordial del plan de Dios: la gloria de Jesucristo y de su Padre en
la unidad del Espiritu Santo
[El Concilio Vaticano I definió que Dios sacó libremente a la criatura de la
nada, por un acto de su bondad y de su omnipotencia al mismo tiempo, no para
aumentar su bienaventuranza, ni para poner el sello a su perfección, sino
para manifestar esa perfección por medio de los bienes de que colma a sus
criaturas (Const. Dogm. De Fide Catholica). En el canon 4, el Concilio
anatematiza "al que niegue que el mundo ha sido creado para la gloria de
Dios".- De estos textos se desprende que Dios ha creado el mundo para su
gloria, que esta gloria consiste en la manifestación de sus perfecciones,
por los dones que derrama sobre sus criaturas, que el motivo que le
determina libremente a glorificarse de este modo es su bondad (o formaliter,
el amor de su bondad). Dios une, por tanto, la felicidad de la criatura a su
gloria: glorificar a Dios es nuestra bienaventuranza. "Los dones de Dios,
dice Dom L. Janssens, no tienen otra fuente ni otro fin que la bondad
suprema, cuya expresión más compendiada es su gloria". Pues bien; el don por
excelencia, del que emanan para nosotros todos los demás, es el de la unión
hipostática en Cristo: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum unigenitum
daret... quomodo cum illo non omnia nobis donavit? (Jn 3,16; Rm 8,32)].
Toda la gloria, en efecto, debe encaminarse a Dios. Esta gloria es el fin
fundamental de la obra divina. Pablo nos lo muestra al terminar con estas
palabras su exposición del plan de la Providencia: "En alabanza de la gloria
de su gracia" (Ef 1,6).
Si Dios nos adopta por hijos suyos, si realiza esta adopción por la gracia,
cuya plenitud está en su Hijo Jesús, si quiere que tomemos parte en la
felicidad de la herencia eterna de Cristo, es únicamente con miras a la
exaltación de su gloria.
Fijaos con qué insistencia, al exponernos el plan divino en las palabras que
cité al principio, se detiene San Pablo en ese punto: "Dios nos ha
elegido... para exaltación de la gloria de su gracia" (Ef 1,6) [hay que
notar en el texto griego el empleo de la preposición eis, que indica el fin
que se persigue de una manera activa], y más abajo vuelve dos veces a la
misma idea. "Dios nos ha predestinado para que sirvamos de alabanza a su
gloria" (Ef 1,12 y 14) [+Fil 1,11: "Sed puros e irreprochables hasta el día
en que Cristo aparezca, llenos de los frutos de la justicia que El os ha
acarreado por su gracia para gloria y alabanza de Dios"]. La primera frase
del Apóstol es sobremanera expresiva: no dice "para que se celebre su
gracia", sino "para que se celebre la gloria de su gracia", lo cual quiere
decir que esta gracia será rodeada del esplendor que acompaña siempre a los
vencedores.
¿Por qué habla así San Pablo? -Es que, para darnos la adopción divina,
Cristo ha tenido que triunfar de los obstáculos creados por el pecado; pero
estos obstáculos no han servido más que para hacer resaltar a los ojos del
mundo las maravillas divinas en la obra de nuestra restauración sobrenatural
[mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti. Ordinario de la Misa].
Cada uno de los elegidos es fruto de la sangre de Jesús y de las operaciones
admirables de su gracia y todos los elegidos juntos son otros tantos trofeos
adquiridos por esa sangre divina; de aquí que constituyan una gloriosa
alabanza de Cristo y de su Padre (Ef 1,12 y 14).
Os decía, al comenzar, que la perfección divina, particularmente cantada por
los ángeles, es la santidad: Sanctus, Sanctus, Sanctus.- Mas ¿cuál es el
clamor de alabanza que en el cielo se eleva de entre el coro de los
elegidos? ¿Cuál es el cántico incesante de esta muchedumbre inmensa que
constituye el reino cuya cabeza es Cristo "¡Oh, Cordero inmolado, Tú nos has
rescatado, Tú nos has devuelto los derechos a la herencia y has hecho que
podamos tomar parte en ella; a Ti y a Aquel que está sobre el trono sentado,
la alabanza, el honor, la gloria y el poder!" (Ap 5,9 y 14). Este es el
cántico de alabanza que resuena en el cielo para exaltar los triunfos de la
gracia de Jesús (Ef 1,6).
Unirnos desde ahora aquí abajo a este cántico de los elegidos es entrar en
los pensamientos eternos. Mirad a San Pablo: al escribir esta admirable
epístola a los Efesios, se encuentra entre cadenas, pero en el momento en
que se dispone a revelar el misterio oculto desde los siglos, de tal manera
se halla deslumbrado por la grandeza de ese misterio de la adopción divina
en Jesucristo, hasta tal punto le fascinan las "riquezas insondables" que
tenemos en Jesús que, a pesar de sus privaciones, no puede menos de lanzar
desde el principio de su carta un grito de alabanza y de acción de gracias:
"¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido
en Cristo con toda suerte de bendiciones espirituales!" (Ef 1,3).- Sí,
bendito sea el Padre Eterno, que nos ha llamado a sí desde toda la eternidad
para hacernos sus hijos y darnos el derecho a participar en su propia vida y
en su propia bienaventuranza; que para realizar sus designios nos ha dado en
Jesucristo todos los bienes, todas las riquezas, todos los tesoros, de
suerte que "en El nada nos falta" (1Cor 1,7)
He aquí el plan divino:
El ejercicio de toda nuestra santificación consiste en comprender cada vez
mejor, a la luz de la fe, esta idea íntima de Dios [Sacramentum
absconditum], en entrar en el pensamiento divino, y realizar en nosotros las
miras eternas del Creador.
El, que quiere salvarnos y hacernos santos, ha trazado el plan con una
sabiduría que corre parejas con su bondad; ajustémonos a ese pensamiento
divino, que quiere que cifremos la santidad en nuestra conformidad con
Jesucristo. Fuera de esa conformidad, repetimos una vez más, no hay otra
santidad ni otro camino para alcanzarla; y ya que ser "agradable a Dios"
constituye todo el fundamento de la santidad, no podemos ser agradables al
Padre Eterno si no reconoce en nosotros los rasgos de su divino Hijo. Y para
ello es menester que de tal suerte nos identifiquemos con Cristo, por la
gracia y las virtudes, que el Padre celestial, al mirar nuestras almas, nos
reconozca como sus verdaderos hijos. y pueda depositar en nosotros sus
complacencias, como lo hacía al contemplar a Jesucristo en la tierra. Cristo
es su Hijo muy amado y en El llegaremos nosotros a vernos henchidos de todas
las bendiciones que nos conducirán a la plenitud de nuestra adopción en la
celestial bienaventuranza.
¡Qué hermoso es repetir ahora, a la luz de esas verdades tan sublimes y
consoladoras, la oración que Jesús, el Hijo muy amado del Padre, puso en
nuestros labios, y que, viniendo de El, es la oración por excelencia del
hijo de Dios: "¡Oh Padre Santo, que estás en los cielos, nosotros somos tus
hijos, puesto que quieres llamarte nuestro Padre; sea tu nombre santificado,
honrado y glorificado, y tus perfecciones alabadas y ensalzadas más y más en
la tierra; reproduzcamos en nosotros mismos, por nuestras obras, el
esplendor de tu gracia; ensancha, pues, tu reino; acreciéntese sin cesar ese
reino, que es también el de tú Hijo, puesto que Tú le has constituido jefe
de él; sea verdaderamente tu Hijo el rey de nuestras almas; que manifestemos
esta realeza en nosotros mismos por el cumplimiento perfecto de tu voluntad;
como El, "procuremos sin cesar unirnos a Ti realizando siempre tu voluntad"
(Jn 8,29) tu pensamiento eterno sobre nosotros, a fin de hacernos semejantes
en todas las cosas a tu Hijo Jesús, y ser por El dignos Hijos de tu amor!
2 Jesucristo, modelo único de toda perfección Causa exemplaris
Fecundidad y aspectos diversos del misterio de Cristo
Cuando leemos las Epístolas que San Pablo dirigía a los cristianos de su
tiempo, no puede menos de impresionarnos la insistencia con que habla de
nuestro Señor Jesucristo. Sin cesar vuelve sobre este tema, del cual está
por otra parte, tan penetrado, que para él, "Cristo es su vida" (Fil 1,21);
así "que encuentra todo su placer en consumirse por Cristo y sus miembros"
(2Cor 12,15).
Escogido e instruido por el mismo Jesús para ser en el mundo el heraldo de
su misterio (Ef 3,8-9), de tal manera penetró en lo más hondo de las
profundidades de este misterio, que su único deseo es manifestarle para
hacer conocer y amar la persona adorable de Cristo.- A los Colosenses
escribe que lo que le llena de gozo, en medio de sus tribulaciones, es el
pensamiento "de haber anunciado el misterio oculto a las antiguas
generaciones y revelado en la actualidad a los fieles, porque es a ellos a
quienes Dios se ha dignado dar a conocer las maravillosas riquezas de ese
arcano que es Cristo" (Col 1,26-27). En la prisión le anuncian que hay,
además de él, otros que predican a Cristo; los unos lo hacen por espíritu de
emulación, para hacerle la contra, los otros con buenas intenciones;
¿muestra por esto la menor pena o la más leve señal de celos? Al contrario.
Con tal que Cristo sea predicado, ¿qué importa? "De cualquier modo que se
haga, sea con buenas intenciones, sea con fines bastardos, me alegro y me
alegraré" (Fil 1,15 y sig.). De esta manera dirige a Jesucristo toda su
ciencia, toda su predicación, toda su vida: "No me he preciado de saber otra
cosa entre vosotros que a Jesucristo" (1Cor 2,2). En sus trabajos, en las
luchas de su apostolado, una de sus alegrías es pensar que "engendra -es su
propia expresión- a Cristo en las almas" (Gál 4,19).
Los cristianos de los primeros tiempos comprendían la doctrina que el gran
Apóstol les enseñaba, sabían que Dios nos ha dado a su Hijo unigénito
Jesucristo para que sea todo para nosotros: "nuestra sabiduría, nuestra
justicia, nuestra santificación, nuestra redención" (1Cor 1,30); comprendían
el plan divino: Dios ha dado a Cristo la plenitud de gracia, para que
nosotros lo encontremos todo en El. De esta doctrina vivían: "Cristo... es
vuestra vida" (Col 3,4), y por eso su vida espiritual era a la vez tan
sencilla y tan fecunda.
Ahora bien; debemos decir que el corazón de Dios no es hoy menos amante ni
su brazo menos poderoso; Dios está dispuesto a derramar sobre nosotros
gracias, no digo tan extraordinarias en su carácter, pero sí tan abundantes
y tan útiles, como sobre los primeros cristianos. Nos ama tanto como a
ellos; están a nuestra disposición todos los medios de que ellos disponían,
y además tenemos, para cobrar ánimo, los ejemplos de los santos que
siguieron a Cristo. Pero somos, con mucha frecuencia, como el leproso que
vino a consultar al profeta y solicitar su curación: poco faltó para que
perdiese la ocasión de obtenerla, por encontrar el remedio demasiado
sencillo (2Re 5,1 ss.).
Nuestro Señor hace alusión a este hecho (+Lc 4,27). [Naamán, generalísimo de
los ejércitos de Siria, había sido atacado de una lepra que le desfiguraba
por completo. Habiendo oído hablar de las maravillas que obraba el profeta
Eliseo en Samaría, se dirigió a él para pedir que le curase: "Ve y lávate
siete veces en el Jordán, le dice Eliseo, y así serás curado". Esta
respuesta irrita a Naamán: "Yo había creído, dijo a su séquito, que se
presentaría el mismo profeta y me curaría invocando sobre mí a Yavé.- ¿Cree,
acaso, este profeta, que los ríos de Siria no valen como todas las aguas de
Israel? ¿Acaso no puedo arrojarme a ellos para recobrar la salud?". Y
desilusionado y lleno de cólera, dispónese a emprender el camino de su país;
pero sus siervos se le acercan diciéndole: "Señor: podrá ser que el profeta
tenga razón; si hubiera pedido algo más difícil, ¿no lo hubieras hecho?
Cuanto más debes obedecerle, madándote una cosa tan fácil". A esta
sugestión, llena de buen sentido, ríndese Naamán, se lava siete veces en el
Jordán y recobra la salud, según la palabra del hombre de Dios.].
Este es el caso de muchos de aquellos que emprenden el camino de la vida
espiritual. Encuéntranse espíritus de tal manera aferrados a su modo de ver,
que se escandalizan de la sencillez del plan divino; sin embargo de ello,
tal escandalo no está exento de peligro. Estas almas, que no llegan a
comprender el misterio de Cristo, se pierden en una infinidad de detalles.
fatigándose con frecuencia en un trabajo sin consuelo. ¿Por qué? Porque todo
cuanto el ingenio humano puede crear para nuestra vida interior no sirve de
nada si no cimentamos el edificio sobre Cristo. "Nadie puede establecer otro
fundamento que el que ya ha sido establecido, es decir: Jesucristo" (1Cor
3,11).
Esto nos explica el cambio que a veces se opera en ciertas almas. Han vivido
años enteros de una manera estrecha, con frecuencia deprimidas, casi nunca
contentas encontrando sin cesar nuevas dificultades en la vida espiritual;
pero un día Dios les ha dado la gracia de comprender que Cristo lo es todo
para nosotros, que es el Alfa y Omega (Ap 22,13), que fuera de El nada
tenemos, que en El lo tenemos todo, y que todo lo resume en sí. A partir de
ese momento, todo varía, por decirlo así, en esas almas; sus dificultades se
desvanecen como las sombras de la noche a la luz del sol naciente. Desde que
nuestro Señor, "el verdadero sol de nuestra vida" (Mal 4,2), ilumina
plenamente a esas almas, las fecunda; ya pueden respirar a pleno pulmón,
progresan y producen grandes frutos de santidad.
Sin duda las pruebas no faltarán en la vida de esas almas; frecuentemente
constituirán el tributo pagado por ese perfeccionamiento interior -porque de
ese modo la colaboración con la gracia divina será más vigilante y
generosa-; pero todo lo que encoge el corazón, detiene el vuelo y es causa
de desaliento, desaparece; el alma vive en la luz, "se dilata": "He andado
presuroso por el camino de tus mandatos cuando ensanchaste mi corazón" (Sal
118,32); simplifícase su vida; llega a comprender la insuficiencia de los
medios que para su uso personal ha imaginado y ha renovado sin cesar,
exigiendo que fueran como los puntales de su propio edificio espiritual: y
logra, finalmente, conocer la verdad de estas palabras: "Si Tú, oh Señor, no
edificas tu morada en nosotros, nosotros nunca podremos levantar una
habitación digna de Ti" (Sal 126,1). En Cristo, y no en sí misma, busca la
fuente de su santidad, sabe que esa santidad es sobrenatural en su
principio, en su naturaleza y en su fin, y que los tesoros de santificación
se hallan como amontonados en Jesús para que nosotros, tomándolos de El,
participemos de ellos, y comprende entonces que no puede ser rica sino con
las riquezas de Cristo.
Esas riquezas, según la palabra de San Pablo, son insondables (Ef 3,8).
Jamás llegaremos a agotarlas, y cuanto de ellas digamos, quedará siempre muy
por debajo de las alabanzas que se merecen.
Hay, sin embargo, tres aspectos del misterio de Cristo que es necesario
considerar cuando hablamos de nuestro Señor como fuente de nuestra
santificación. Tomamos esta idea de Santo Tomás, príncipe de los teólogos,
que la trae al exponer su doctrina sobre la causalidad santificadora de
Cristo [STh III, 1. 24, arts. 3 y 4; q.48, a.6; q.50, a.6; q.56, a.1, ad 3 y
4].
Cristo es a la vez la causa ejemplar, la causa meritoria, la causa eficiente
de nuestra santidad. Cristo es el modelo uníco de nuestra perfección, el
artífice de nuestra redención, el tesoro infinito de nuestras gracias, la
causa eficiente de nuestra santificación.
Estos tres puntos resumen admirablemente lo que vamos a decir del mismo
Cristo como vida de nuestras almas. La gracia es, efectivamente, el
principio de esta vida sobrenatural de hijos de Dios, que constituye el
fondo y sustancia de toda santidad. Pues bien; esta gracia se encuentra
plenamente en Cristo, y todas las obras que la gracia nos hace realizar
tienen su ejemplar en Jesús, además, Cristo nos ha merecido esta gracia por
las satisfacciones de su vida, de su pasión y de su muerte; finalmente,
Cristo produce por sí mismo esa gracia en nosotros mediante los sacramentos,
y por el contacto que con El tenemos en la fe.
Pero tan ricas y fecundas son estas verdades, que debemos contemplarlas cada
una en particular. En esta conferencia, consideraremos a nuestro Señor como
nuestro modelo divino en todas las cosas, como el ejemplar de la santidad a
que debemos aspirar. La primera cosa que hemos de considerar es el fin cuya
realización perseguimos, y una vez comprendido este fin, deduciremos en
seguida qué medios son los más indicados para alcanzarle.
1. Necesidad de conocer a Dios, para unirse a El: Dios se revela a nosotros
en su Hijo Jesús: "Quien le ve, ve a su Padre"
Acabamos de ver que nuestra santidad no es más que una participación de la
santidad divina: somos santos si somos hijos de Dios, si vivimos como
verdaderos hijos del Padre celestial, dignos de la adopción sobrenatural.
"Sed imitadores de Dios, dice San Pablo, como conviene a hijos muy queridos"
(Ef 5,1). Jesús mismo nos dice: "Sed perfectos" -y hay que advertir que
nuestro Señor se dirige a todos sus discípulos-, no con una perfección
cualquiera, sino "como lo es vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). ¿Y por qué?
Porque nobleza obliga: Dios nos ha adoptado por hijos suyos y los hijos
deben, en su vida, asemejarse al padre.
Para imitar a Dios, hay que conocerle. ¿Y cómo podemos conocer a Dios?
-"Habita una luz inaccesible", dice San Pablo (1Tim 6,16): "Nadie, añade San
Juan, vio jamás a Dios" (1Jn 4,12). ¿Cómo podremos, pues, reproducir e
imitar las perfecciones de aquel a quien nos es imposible ver?
Una frase de San Pablo nos da la respuesta (2Cor 4,6): "Dios se ha revelado
a nosotros por su Hijo y en su Hijo Jesucristo". Jesucristo es "el esplendor
de la gloria del Padre" (Heb 1,3), "la imagen de Dios invisible" (Col 1,15),
semejante en todo a su Padre capaz de revelarlo a los hombres, porque le
conoce como El es conocido: "El Padre no es conocido de nadie sino del Hijo
y de aquellos a quienes el Hijo quiere revelarlo" (Mt 11,27). Jesucristo,
que está siempre "en el seno del Padre" (Jn 1,18), nos dice: "Yo conozco a
mi Padre" (Jn 10,15); y le conoce "para revelárnoslo" (Ib. 1,18). Cristo es
la revelación del Padre.
Mas ¿cómo el Hijo nos revela al Padre? -Encarnándose.- El Verbo, el Hijo, se
encarnó, se hizo hombre, y en El, y por El, conocemos a Dios Cristo es Dios
puesto a nuestro alcance bajo una expresión humana; es la perfección divina
que se revela a nosotros cubierta de formas terrenas; es la santidad misma
que aparece sensiblemente a nuestros ojos durante treinta y tres años, para
hacerse tangible e imitable [Ser modelo y ser imitable son los caracteres
que deben encontrarse en toda causa ejemplar]. Nunca pensaremos bastante en
esto. Cristo es Dios haciéndose hombre, viviendo entre los hombres, a fin de
enseñarles por medio de su palabra, y, sobre todo, con su vida, cómo deben
vivir para imitar a Dios y agradarle. Tenemos, pues, en primer lugar, que
para vivir como hijos de Dios. basta abrir los ojos con fe y amor y
contemplar a Dios en Jesús.
Hay en el Evangelio un episodio magnífico, en medio de su soberana
sencillez; ya lo conocéis, pero éste es el lugar de recordarlo. Era la
víspera de la Pasión de Jesús. Nuestro Señor había hablado, como sabía
hacerlo, de su Padre a los Apóstoles; y ellos, extasiados, deseaban ver y
conocer al Padre. El apóstol Felipe exclama: "Maestro, muéstranos al Padre y
esto nos basta" (Jn 14,8). Y Jesucristo le responde: "¡Cómo! ¿yo estoy en
medio de vosotros hace tanto tiempo y no me conocéis? Felipe, "quien a mí me
ve, ve a mi Padre"" (Jn 14,9).- Sí; Cristo es la revelación de Dios, de su
Padre; como Dios, no forma con El más que una cosa; y quien a El mira, ve la
revelación de Dios.
Cuando contempláis a Cristo, rebajándose hasta la pobreza del pesebre,
acordaos de estas palabras: "Quien me ve, ve a mi Padre". -Cuando veis al
adolescente de Nazaret, trabajando obedientísimo en el taller humilde hasta
la edad de treinta años, repetid estas palabras: "Quien le ve, ve a su
Padre", quien le contempla, contempla a Dios.- Cuando veis a Cristo
atravesando los pueblos de Galilea, sembrando el bien por todas partes,
curando enfermos, anunciando la buena nueva cuando le veis en el patíbulo de
la Cruz, muriendo por amor de los hombres objeto del ludibrio de sus
verdugos, escuchad: Es El quien os dice: "Quien me ve, ve a mi Padre".
-Estas son otras tantas manifestaciones de Dios, otras tantas revelaciones
de las perfecciones divinas. Las perfecciones de Dios son en sí mismas tan
incomprensibles como la naturaleza divina; ¿quién de nosotros, por ejemplo,
será capaz de comprender lo que es el amor divino?- Es un abismo, que
sobrepuja a cuanto nosotros podemos comprender. Pero cuando vemos a Cristo,
que como Dios es "una misma cosa con el Padre" (Jn 10,30), que tiene en sí
la misma vida divina que el Padre (ib. 5,26), cuando le vemos instruyendo a
los hombres, muriendo en una Cruz, dando su vida por amor nuestro, e
instituyendo la Eucaristía, entonces comprendemos la grandeza del amor de
Dios.
Así sucede con cada uno de los atributos de Dios, con cada una de sus
perfecciones. Cristo nos las revela, y "a medida que adelantamos en su amor,
nos hace calar más hondo en su misterio". Si alguno me ama y me recibe en mi
humanidad, será amado de mi Padre; yo le amaré también, me manifestaré a él
en mi divinidad y le descubriré sus secretos (ib. 14,21).
"La Vida ha sido manifestada, escribe San Juan, y nosotros la hemos visto;
por esto somos testigos de ella y os anunciamos la vida eterna, que estaba
en el seno del Padre y que se ha hecho sensible aquí abajo" (1Jn 1,2), en
Jesucristo. De suerte que, para conocer e imitar a Dios, no tenemos más que
conocer e imitar a su Hijo, Jesús, que es la expresión humana y divina a la
vez de las perfecciones infinitas de su Padre: "Quien me ve, ve a mi Padre".
2. Cristo, nuestro modelo en su persona: Dios perfecto; Hombre perfecto; la
gracia, signo fundamental de semejanza con Cristo, considerado en su
condición de Hijo de Dios
Pero, ¿cómo y en qué orden de cosas Jesucristo, el Verbo encarnado, es
nuestro modelo, nuestro ejemplar?
Cristo es modelo de dos maneras: En su persona y en sus obras; en su
condición de Hijo de Dios, y en su actividad humana, porque es a la vez Hijo
de Dios e Hijo del hombre, Dios perfecto y hombre perfecto.
Cristo es Dios, Dios perfecto.
Trasladémonos con la imaginación a la Judea del tiempo de Cristo. Ha
cumplido ya una parte de su misión enseñando y realizando las "obras de
Dios" (Jn 9,4). Helo aquí después de un día de correrías apostólicas,
apartado de la turba, rodeado únicamente de sus discípulos. De pronto les
pregunta: "¿Qué dicen los hombres de mí?" -Los discípulos se hacen eco de
todos los rumores esparcidos en el pueblo. "Maestro, se dice que eres Juan
Bautista, o Elías, o Jeremías, o alguno de los Profetas". -"Pero vosotros
responde Jesús, ¿quién decís que soy yo?"- Entonces Pedro, tomando la
palabra, le dice: "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios Vivo". Y nuestro Señor,
confirmando el testimonio de su Apóstol, le contesta: "Bienaventurado eres
tú, Pedro, porque no has llegado a conocer lo que soy por una intuición
natural, sino que te lo ha revelado mi Padre" (Mt 16,16).
Cristo es, pues, el Hijo de Dios, "Dios nacido de Dios luz nacida de la luz,
Dios verdadero salido del Dios verdadero", como reza nuestro Credo. Cristo,
dice San Pablo no creyó que era una usurpación por su parte el considerarse
igual al Padre (Fil 2,6).
Por otra parte, la voz del Padre Eterno se hizo escuchar por tres veces y
las tres para glorificar a Cristo, proclamándole su Hijo, el Hijo de sus
complacencias, el órgano de sus oráculos: "Este es mi Hijo muy querido, en
quien me complazco; oídle" (Mt 17,5; +3,17. Jn 12,28). Postrémonos en tierra
como los discípulos que oyeron en el Tabor esta voz del Padre; repitamos con
Pedro, inspirado del cielo: "Sí, Tú eres el Cristo, el Verbo encarnado,
verdadero Dios, igual a tu Padre, Dios perfecto, que tiene todos los
atributos divinos; Tú eres, oh Jesús, como tu Padre y con el Espíritu Santo
el Omnipotente y el Eterno; Tú eres el Amor infinito, yo creo en Ti y te
adoro, Señor mío y Dios mío".
Hijo de Dios, Cristo es también Hijo del hombre, hombre perfecto [perfectus
homo].
El Hijo de Dios se hizo carne; continuó siendo lo que era, pero se unió a
una Naturaleza humana, completa como la nuestra, íntegra en su esencia, con
todas sus propiedades naturales; Cristo nació, como todos nosotros, "de una
mujer" (Gál 4,4), pertenece auténticamente a nuestra raza. Con frecuencia se
llama en el Evangelio "El Hijo del Hombre"; "Ojos de carne le vieron, y
manos humanas le tocaron" (1Jn 1,1). Y aun el día siguiente de su
resurrección glor
iosa, hace experimentar al apóstol incrédulo la realidad de su naturaleza
humana: "Palpad y ved, porque los espíritus no tienen carne ni huesos como
veis que yo tengo" (Lc 24,39). Tiene, como nosotros, un alma creada
directamente por Dios; un cuerpo formado en las entrañas de la Virgen; una
inteligencia que conoce, una voluntad que ama y elige; todas las facultades
que nosotros tenemos: la memoria, la imaginación; tiene pasiones, en el
sentido filosófico, elevado y noble de la palabra, en un sentido que excluye
todo desorden y toda flaqueza; pero estas pasiones se hallan en El
enteramente sometidas a la razón, sin que puedan ponerse en movimiento sin
un acto de su voluntad [La Teología las llama propasiones, a fin de indicar
con este término especial su carácter de trascendencia y de pureza.]. Su
naturaleza humana es, pues, del todo semejante a la nuestra, a la de sus
hermanos, dice San Pablo: "Era preciso que se asemejase en todo a sus
hermanos" (Heb 2,17), excepto en el pecado (ib. 4,15), Jesús no conoció ni
el pecado ni nada de lo que es fuente o consecuencia del pecado: la
ignorancia el error, la enfermedad, cosas todas indignas de su perfección,
de su sabiduría, de su dignidad y de su divinidad.
Pero nuestro Divino Salvador quiso padecer durante su vida mortal nuestras
flaquezas; todas las que eran compatibles con su santidad.- El Evangelio nos
lo muestra claramente, nada hay en la naturaleza del hombre que Jesús no
haya santificado. Nuestros trabajos, nuestros padecimientos, nuestras
lágrimas, todo lo ha hecho suyo. Miradle en Nazaret: durante treinta años
pasa su vida en un trabajo oscuro de artesano, hasta el punto de que cuando
comienza a predicar, sus compatriotas se admiran porque nunca le han
conocido más que como hijo del carpintero: "¿De dónde le vienen a éste todas
estas cosas? ¿Acaso no es hijo de un carpintero?" (Mt 13,55-56).
Nuestro Señor quiso sentir el hambre como nosotros, después de haber ayunado
en el desierto, tuvo hambre (ib. 4,2). Padeció también la sed: ¿Acaso no
pidió de beber a la samaritana? (Jn 4,7), ¿acaso no exclamó en la cruz:
"Tengo sed" (Jn 19,28).- Experimentó como nosotros la fatiga; los largos
viajes a través de Palestina fatigaban sus miembros, cuando junto al pozo de
Jacob pidió agua para calmar su sed, San Juan nos dice que estaba fatigado.
Era la hora de mediodía, después de haber caminado largo tiempo, se sienta
rendido al margen del pozo (ib. 4,6). Así, pues, según lo hace notar San
Agustín en el admirable comentario que nos dejó de esta escena evangélica:
"El que es la fuerza misma de Dios se halla abrumado de cansancio" (Tract in
Joan., 15). El sueño cerró sus párpados; dormía en la nave cuando se levantó
la tempestad: "El en cambio dormía" (Mt 8,24), y dormía verdaderamente, de
tal manera que sus discípulos, temiendo que los tragasen las olas furiosas,
tuvieron necesidad de despertarlo.
- Lloró sobre Jerusalén su patria a la que amaba a pesar de su ingratitud;
el pensamiento de los desastres que después de su muerte habían de venir
sobre ella le arranca lágrimas amargas y frases llenas de aflicción: "¡Si tú
conocieses por lo menos en este día lo que puede atraerte la paz!" (Lc 19,41
y sig.). Lloró a la muerte de su amigo Lázaro como nosotros lloramos por
aquellos a quienes amamos, hasta el punto de que los judíos testigos de este
espectáculo se decían: "Ved cómo le amaba" (Jn 11,36). Cristo derramaba
lágrimas, no sólo porque convenía, sino porque tenía conmovido el corazón;
lloraba a su amigo, y sus lágrimas brotaban del fondo de su alma. Varias
veces se dice también en el Evangelio que su corazón estaba conmovido por la
compasión (Lc 7,13; Mc 8,2; +Mt 15,32). ¿Qué más? Experimentó también
sentimientos de tristeza, de tedio, de temor (Mc 14,33; Mt 26,37).
En su agonía cuando estaba en el Huerto de los Olivos su alma quedó abrumada
por la tristeza (Mt 26,38) y la angustia penetró en ella hasta el punto de
hacerle lanzar grandes gritos (Heb 5,7). Todas las injurias, todos los
golpes, todos los salivazos, todas las afrentas que llovieron sobre El
durante su Pasión, le hicieron padecer inmensamente, las burlas, los
insultos, no le dejaban insensible, por el contrario, cuanto más perfecta
era su naturaleza, más delicada y más grande era su sensibilidad. Vióse
abismada en el dolor.- En fin, después de haber tomado sobre sí todas
nuestras debilidades, después de haberse mostrado verdaderamente hombre y
semejante a nosotros en todas las cosas, quiso padecer la muerte como los
demás hijos de Adán: "E inclinada la cabeza entregó su espíritu" (Jn 19,30).
Vemos, pues, que Jesucristo es nuestro modelo como Hijo de Dios y como Hijo
del hombre al mismo tiempo. Pero lo es sobre todo como Hijo de Dios: esta
condición de hijo de Dios es lo que en El hay de radical y fundamental; en
eso ante todo debemos parecernos a El.
Mas ¿cómo podremos asemejarnos a El en esto?
La filiación divina de Cristo es el tipo de nuestra filiación sobrenatural,
su condición, su "ser" de Hijo de Dios es el ejemplar del estado a que debe
elevarnos la gracia santificante. Cristo es Hijo de Dios por naturaleza y
por derecho, en virtud de la unión del Verbo eterno con la naturaleza
humana. [Es lo que se llama en Teología la gracia de unión, en virtud de la
cual una naturaleza humana ha sido escogida para ser unida de una manera
inefable a una persona divina, el Verbo, y hacer de ella la humanidad de un
Dios. Esta gracia es única y no se encuentra más que en Jesucristo].
Nosotros lo somos por adopción y por gracia, pero realísimamente y con un
título muy verdadero. Cristo tiene, además, la gracia santificante; la posee
plenamente; a nosotros fluye de esta plenitud con mayor o menor abundancia,
pero la gracia de que está saturada el alma creada de Jesús es
sustancialmente la misma que nos deifica a nosotros. Santo Tomás dice que
nuestra filiación divina es una semejanza de la filiación eterna [quædam
similitudo filiationis æternæ. I, q.22, a.3].
Tal es la manera primordial y sobreeminente como Jesucristo es nuestro
ejemplar: en la Encarnación es constituido por derecho Hijo de Dios,
nosotros debemos llegar a serlo por la participación de la gracia que sale
de El y que, deificando la sustancia de nuestra alma, nos eleva al rango de
hijos de Dios; éste es el rasgo primero y esencial de la semejanza que
debemos tener con Jesucristo el que es la base y condición de toda nuestra
actividad sobrenatural. Si no poseemos en nosotros como condición previa,
esta gracia santificante, que es el signo fundamental de semejanza con
Jesús, el Padre Eterno no nos reconocerá por suyos, y todo lo que hagamos en
nuestra existencia, sin esa gracia, no tendrá ningún mérito en orden a
hacernos participar de la herencia eterna: no seremos coherederos de Cristo
si no llegamos a ser sus hermanos por la gracia [O si cognovisses Dei
gratiam per Iesum Christum Dominum Nostrum ipsamque eius Incarnationem, qua
hominis animam corpusque suscepit, summum esse exemplum gratiæ videre
potuisses! San Agustín, De Civit. Dei X,29.].
3. Cristo
nuestro modelo en sus obras y virtudes
Cristo es también modelo por sus obras.
Ya hemos visto con cuánta verdad fue hombre y sería menester decir también
con cuánta verdad obró cómo hombre.
También en esto es nuestro Señor para nosotros un modelo acabado, y al mismo
tiempo accesible, de toda santidad; practicó en grado incomparable todas las
virtudes que pueden adornar la naturaleza humana o al menos todas aquellas
que eran compatibles con su naturaleza divina.
Bien sabéis que, con la gracia santificante, el alma de Cristo recibió el
cortejo magnífico de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo; estas
virtudes brotaban de la gracia como de una fuente, y se exteriorizaban en
toda su perfección durante la existencia de Jesús.
Cierto, no tuvo la fe; esta virtud teologal no se da más que en el alma que
no goza todavía de la visión de Dios; el alma de Cristo contemplaba a Dios
cára a cara, no podía, por tanto, creer en el Dios a quien veía; pero sí
tuvo esa sumisión de voluntad que es necesaria a la perfección de la fe, esa
reverencia, esa adoración de Dios, verdad primera e infalible; esa
disposición existía en el alma de Cristo en grado muy elevado.
Jesucristo no tenía tampoco, propiamente hablando, la virtud de la
esperanza: no le era posible esperar lo que ya poseía. La virtud teologal de
la esperanza nos hace suspirar por la posesión de Dios, dándonos al mismo
tiempo la confianza de recibir las gracias necesarias para poder
conseguirla. El alma de Cristo estaba llena de la Divinidad, merced a su
unión con el Verbo, y no podía, por tanto, tener esa esperanza. La esperanza
no existía en Cristo sino en cuanto que podía desear, y deseaba,
efectivamente, la glorificación de su santa humanidad, la gloria accidental
que debía disfrutar después de su Resurrección: "Padre glorifícame" (Jn
17,5). Esta gloria la tenía ya en sí, como en germen y raíz, desde el
momento de la Encarnación; consintió que apareciera un instante en su
transfiguración en el monte Tabor, pero su misión entre los hombres le
obligaba a encubrir ese esplendor hasta después de su muerte. También había
ciertas gracias que Jesús pedía a su Padre; así, por ejemplo, en la
resurrección de Lázaro le vemos dirigirse al Padre con la más absoluta
confianza: "Padre, sé que siempre me escuchas" (ib. 11,42).
En cuanto a la caridad, la practicó en su grado más sublime. El corazón de
Cristo es una inmensa hoguera de amor. El gran amor de Cristo es el amor que
tiene a su Padre: toda su vida puede resumirse en estas palabras: "No busco
sino lo que agrada a mi Padre".
Meditemos durante la oración estas palabras; sólo por medio de la oración
podremos desvelar el misterio que encierran. Ese amor inefable, esa
tendencia que orienta el alma de Jesucristo hacia su Padre, es la
consecuencia necesaria de su unión hipostática. El Hijo pertenece todo "a su
Padre", como dicen los teólogos; aquí está su esencia, si así puedo
expresarme; la santa humanidad es arrastrada por esa corriente divina; ha
llegado a ser, por la Encarnación, la propia humanidad del Hijo de Dios, y,
por tanto, toda entera, toda, es de Dios; de aquí que la disposición
fundamental, el sentimiento radical y habitual del alma de Cristo es
necesariamente éste: "Yo vivo para mi Padre, amo a mi Padre" (Jn 15,31), y
porque ama a su Padre,
Jesús se entrega a su voluntad; su primer acto, al entrar en este mundo, es
un acto de amor hacia El: "Oh Padre, aquí estoy para hacer tu voluntad" (Heb
10,7). Puede decirse que toda su existencia sobre la tierra no es más que la
expresión continua de ese acto inicial; durante su vida, repite
continuamente que su alimento es hacer la voluntad de su Padre (Jn 4,34);
por eso cumple siempre cuanto a su Padre agrada (ib. 8,29). Todo cuanto su
Padre decretó sobre El lo realizó hasta la última iota (es decir, hasta el
menor detalle) (Mt 5,18); finalmente, el amor de su Padre es el que le hizo
obediente hasta la muerte de Cruz. "Para que conozca el mundo que amo al
Padre, obro así" (Jn 14,31). No lo olvidemos; si Jesucristo pudo decir que
"no hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos" (ib. 15,13) .
Si es de fe que murió "por nosotros y por nuestra salud" también es verdad
que ante todas las cosas dio su vida por amor a su Padre; amándonos, ama a
su Padre, y en su Padre nos ve y nos encuentra; éstas son sus propias
palabras: "Ruego por ellos, porque son tuyos" (Jn 17,9).
Sí, Cristo nos ama, porque nosotros somos hijos de su Padre, y le
pertenecemos. Nos ama con un amor inefable que supera cuanto podemos
sospechar, de tal manera que cada uno de nosotros puede decir con San Pablo:
"Me amó y porque me amó se entregó por mí" (Gál 2,20).
Nuestro Señor poseía también todas las demás virtudes: la dulzura y la
humildad: "aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11,29); el
Señor, en cuya presencia se dobla toda rodilla en el cielo y en la tierra,
se postra delante de sus discípulos para lavarles los pies. La obediencia:
se sometió a su madre y a San José; una frase del Evangelio resume su vida
oculta en Nazaret: "Y les estaba sujeto" (Lc 2,51); obedece a la Ley
mosaica; acude asiduamente a las reuniones del Templo, sujétase a los
poderes legítimamente establecidos, declarando que hay que "dar al César lo
que es del César" (Mt 22,21), empezando por pagar El mismo el tributo. La
paciencia: ¿Cuántos testimonios no nos dio, sobre todo durante su dolorosa
Pasión? Su misericordia infinita con los pecadores: Recibe con bondad a la
samaritana, a María Magdalena; Buen Pastor, corre en busca de la oveja
extraviada y la vuelve al redil. Está lleno de un celo ardiente por la
gloria y los intereses de su Padre; ese celo es el que le hace arrojar del
templo a los vendedores y lanzar los anatemas sobre la hipocresía de los
fariseos. Su oración es continua: "Pasaba la noche en oración" (Lc 6,12).
¿Quién podrá decir lo que era este trato a solas del Verbo encarnado con su
Padre, y el espíritu de religión y de adoración que le animaba?
En El, pues, florecen a su tiempo todas las virtudes, para gloria de su
Padre y provecho nuestro.
Bien sabéis que los antiguos Patriarcas, antes de dejar la tierra, daban a
su hijo primogénito una bendición solemne, que era como la prenda de las
prosperidades celestiales para sus descendientes.- Pues bien, en el Génesis
leemos que el patriarca Isaac, antes de dar esa bendición solemne a su hijo
Jacob, le abrazó, y al respirar el aroma que exhalaban sus vestidos, exclamó
en el éxtasis de su alegría: "He aquí el aroma que derrama mi hijo como el
olor de un campo fecundo que ha bendecido el Señor" (Gén 27). Y al punto,
todo alborozado, pidió para su hijo las más opulentas bendiciones de lo
alto: "¡Dios te conceda el rocío del cielo; con la fecundidad de la tierra,
te conceda abundancia de pan y vino, los pueblos te sirvan, las naciones se
postren ante ti sé señor de tus hermanos... el que te maldiga sea maldito y
sea bendito el que te bendiga!" (Gén 27,28-29). Esta escena es una imagen
del arrobamiento que siente el Padre al contemplar la humanidad de su Hijo
Jesús y de las bendiciones espirituales que derrama sobre aquellos que
permanecen unidos a El. El alma de Cristo, semejante a un campo esmaltado de
flores, está adornada de todas las virtudes que embellecen la naturaleza
humana.
Dios es infinito, y como tal, tiene exigencias infinitas; sin embargo, la
más sencilla de las acciones de Jesús era objeto de las complacencias de su
Padre. Cuando Jesucristo trabajaba en el pobre taller de Nazaret, cuando
conversaba con los hombres o tomaba la comida con sus discípulos -cosas
todas bien sencillas en apariencia-, su Padre le miraba y decía: "He aquí a
mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias" (Mt 3,17), y
añadía: "Oídle (ib. 17,5), es decir, contempladle para imitarle: El es
vuestro modelo, seguidle: El es el camino y Nadie llega hasta Mí sino por
El, nadie participará de mis bendiciones sino en El (Ef 1,3), porque yo le
he dado la plenitud, así como le he destinado las naciones de la tierra por
herencia" (Sal 2,8). ¿Por qué se complacía el Padre eterno infinitamente en
Jesús? -Porque Cristo lo hacía todo perfectísimamente y sus actos eran la
expresión de las más sublimes virtudes; mas, sobre todo, porque todas las
acciones de Cristo, sin dejar de ser en sí acciones humanas, eran divinas
por su principio.
"¡Oh Cristo Jesús, lleno de gracia y modelo de todas las virtudes, Hijo muy
amado en quien el Padre tiene sus complacencias, sed el único objeto de mi
contemplación y de mi amor; mire yo cuanto pasa "como si fuese inmundicia"
(Fil 3,8) para no poner mi alegría sino en Ti; procure sólo imitarte, para
ser, por Ti y contigo, agradable al Padre en todas las cosas".
4. Nuestra imitación de Cristo se realiza: a) por la gracia; b) por esa
disposición fundamental de dirigirlo todo a la gloria de su Padre.
"Christianus alter Christus"
Al recorrer el Evangelio de San Juan, se advierte la insistencia con que
repite Jesucristo: "Mi doctrina no es mía" (Jn 7,16). "El Hijo nada puede
hacer por sí mismo" (ib. 5,19) "yo nada puedo hacer por mí mismo" (ib.
5,30). "Yo nada hago por mi mismo" (ib. 8,28).
¿Quiere esto decir que Jesucristo no tenía ni inteligencia, ni voluntad, ni
actividad humanas? -De ninguna manera; pensarlo sería una herejía; pero como
la humanidad de Jesús estaba hipostáticamente [palabra griega que significa
"por unión personal"] unida al Verbo, en Cristo no había ninguna persona
humana a que estas facultades pudieran adherirse; no hab��a en El más que una
sola persona, la del Verbo, que lo hace todo en unión con su Padre; todo en
Cristo dependía de un modo absoluto de la divinidad; todo en El emanaba de
la actividad de la única persona que en El había, la del Verbo; y esta
actividad, aun cuando era inmediatamente realizada por la naturaleza humana,
era divina en su raíz y en su principio; por eso el Padre Eterno hallaba en
ella una gloria infinita y la hacía el objeto de todas sus complacencias.
¿Pero podemos nosotros imitar esto? -Sí, puesto que por la gracia
santificante participamos de la filiación divina de Jesús; por ella es
elevada soberanamente, y como divinizada en su principio, toda nuestra
actividad. No es necesario decir que en el orden del ser, nosotros
conservamos siempre nuestra personalidad; permanecemos por naturaleza puras
criaturas humanas; nuestra unión con Dios mediante la gracia, por muy íntima
y estrecha que llegue a ser, no pasa de una unión accidental, no sustancial,
pero cuanto más se eclipse nuestra personalidad frente a la Divinidad, en
orden a la actividad, tanto más perfecta será esa union.
Si queremos que nada se interponga entre Dios y nosotros, que nada impida
nuestra unión con El, que las bendiciones divinas desciendan sobre nuestra
alma, no solamente hemos de renunciar al pecado, a la imperfección, sino
también despojarnos de nuestra personalidad, en cuanto constituye un
obstáculo a la unión perfecta con Dios. Representa un obstáculo cuando
nuestro propio juicio, nuestra propia voluntad, nuestro amor propio,
nuestras suspicacias, nos hacen pensar y obrar de una manera que no es la
del Padre celestial. Creedme, nuestras faltas de flaqueza, nuestras
miserias, la esclavitud en que estamos respecto de las cosas humanas,
impiden infinitamente menos nuestra unión con Dios, que esa actitud habitual
del alma que desea, por decirlo así, guardar en todo la propiedad de su
actividad. Debemos, pues, no aniquilar nuestra personalidad -lo cual ni
sería posible ni agradable a Dios-, sino hacerla capitular, por decirlo así,
de una manera incondicional, ante la divina majestad; debemos ponerla a los
pies de Dios y pedirle que sea, por su Espíritu, como lo fue para la
humanidad de Cristo, el motor primero de todos nuestros pensamientos, de
todos nuestros sentimientos, de todas nuestras palabras, de todas nuestras
acciones, de toda nuestra vida [Orígenes, Homil. II, in XV, Mt.].
Cuando un alma llega a despojarse de todo pecado, de todo apego a sí misma y
a la criatura; a destruir en ella, en cuanto es posible, todos los móviles
puramente naturales y humanos, para entregarse completamente a la acción
divina; a vivir en una dependencia absoluta de Dias, de su voluntad, de sus
mandamientos, del espíritu del Evangelio, a dirigirlo todo al Padre
celestial, entonces puede decir: "Dios me guía" (Sal 22,1); "todo en mí
viene de El, estoy entre sus manos". Esa alma ha llegado a la imitación
perfecta de Cristo, de tal manera que su vida es la reproducción misma de la
vida de Jesucristo: "Vivo yo, mas no yo, porque vive en mí Cristo" (Gál
2,20), Dios la guía y la gobierna, todo en ella se mueve bajo el impulso
divino; posee ya la santidad, que no es otra cosa que la imitación la más
perfecta posible de Jesucristo en su ser, en su condición de Hijo de Dios,
así como en su disposición habitual de consagrar enteramente a su Padre su
persona y su actiidad.
No pensemos que sea presunción de nuestra parte querer realizar un ideal tan
sublime, no, es el deseo mismo de Dios, es su pensamiento eterno sobre
nosotros: "Nos ha predestinado a ser semejantes a la imagen de su Hijo" (Rm
8,29). Cuanto más conformes nos hagamos a su Hijo, más nos amará el Padre,
porque entonces estaremos más unidos a El [+San Ambrosio, in Psalm. CXVIII,
serm. 22]. Cuando ve un alma completamente transformada en su Hijo, rodéala
de una protección especialísima y de los cuidados más atentos de su
providencia; cólmala de sus bendiciones, sin poner nunca límites a la
comunicación de sus gracias. Este es el secreto de las larguezas de Dios.
¡Oh!, agradezcamos a nuestro Padre celestial el habernos dado a su Hijo
Jesucristo como modelo, de manera que no tengamos más que mirarlo, para
saber lo que debemos hacer: "Oídle". Cristo nos ha dicho: "Os he dado
ejemplo para que hagáis lo que me habéis visto hacer" (Jn 13,15). Nos ha
trazado un modelo para que sigamos sus huellas (1Pe 2,21). Es el único
camino que hay que seguir: "Yo soy el camino" (Jn 14,6); el que le sigue, no
anda en tinieblas, sino que llega a la luz de la vida; he aquí el modelo que
nos revela la fe, modelo trascendente y al mismo tiempo accesible: "Mira y
reproduce el modelo" (Ex 25,40).
El alma de nuestro Señor contemplaba a toda hora la esencia divina; con la
misma mirada veía el ideal que Dios concebía para el género humano y cada
una de sus acciones era la expresión de ese ideal. Levantemos, pues, los
ojos, pongamos todo nuestro empeño en conocer más y más a Jesucristo, en
estudiar su vida en el Evangelio, en seguir sus misterios en el orden
admirable establecido por la Iglesia misma en el proceso litúrgico, desde
Adviento hasta Pentecostés; abramos los ojos de nuestra fe y vivamos de
manera que reproduzcamos en nosotros los rasgos de ese ejemplar y
conformemos nuestra existencia con sus palabras y sus actos. Ese modelo es
divino y visible, nos muestra a Dios, obrando en medio de nosotros y
santificando en su humanidad todas nuestras acciones, aun las más
ordinarias, todos nuestros sentimientos, aun los más íntimos, todos nuestros
pesares, aun los más profundos. Contemplemos este modelo llenos de fe.
- A veces nos vemos tentados de envidiar a los contemporáneos de Jesús que
tuvieron la dicha de verle, de seguirle y de oírle. Pero la fe nos le hace
ver también presente con una presencia no menos eficaz para nuestras almas.
Cristo mismo nos lo dijo: "Bienaventurados los que creen en Mí sin haberme
Visto" (Jn 20,29). Y es que quiso darnos a entender que no es menos
ventajoso para nosotros permanecer en contacto con Jesús por la fe, que
haberle visto corporalmente. Aquel a quien vemos vivir y obrar cuando leemos
el Evangelio, o cuando celebramos sus misterios, es el mismo Hijo de Dios.
Tratándose de Cristo, todo lo hemos dicho al afirmar: "Tú eres el Hijo de
Dios vivo". He aquí el aspecto fundamental del divino modelo de nuestras
almas. Contemplémosle, no con una contemplación abstracta, teórica,
superficial, fría, sino con una contemplación amorosa, atenta a captar todos
sus rasgos, para reproducirlos en nuestra existencia. Contemplemos sobre
todo esta disposición radical y primordial de Cristo a vivir todo entero
para su Padre, y hagamos que sea la nuestra. Toda su vida puede resumirse en
este rasgo único: Todas las virtudes de Cristo son efecto de esa
"polarización" de su alma hacia el Padre, y esa orientación no es más que el
fruto de la unión inefable, por virtud de la cual, en Jesús, toda su
humanidad es arrastrada por el empuje divino que lleva el Hijo hacia su
Padre.
Esto es lo que hace propiamente al cristiano; participar primeramente por la
gracia santificante de la filiación divina de Cristo, es decir, la imitación
de Jesús, en su condición de Hijo de Dios; y después reproducir por nuestras
virtudes los rasgos de ese arquetipo único de perfección, esto es, la
imitación de Jesús en sus obras.- Todo esto nos lo indica San Pablo al
decirnos que debemos "formar a Cristo en nosotros" (Gál 4,19; Ef 4,13); que
"debemos revestirnos de Cristo" (Rm 13,14), que debemos "imprimir en
nosotros la imagen de Cristo" (1Cor 15,49).
"El cristiano es un nuevo Cristo" [Christianus, alter Christus]. Esta es la
definición del cristiano que ha dado, si no en los mismos términos, al menos
en una expresión equivalente, la tradición entera.- Un fiel trasunto de
Cristo. "Un nuevo Cristo" porque el cristiano es ante todas las cosas,
mediante la gracia, hijo del Padre celestial y hermano de Cristo en la
tierra, para ser coheredero en el cielo: "Un nuevo Cristo" porque tada su
actividad -pensamientos, deseos, acciones- tiene su raíz en esa gracia, para
ejercitarse según los deseos, los pensamientos y los sentimientos de Jesús,
y en conformidad con sus acciones (Fil 2,5).
3 Jesucristo, autor de nuestra redención y tesoro infinito de gracias
para nosotros
Causa satisfactoria y meritoria
Cristo, por sus satisfacciones, nos merece la gracia de la filiación divina
La imitación de Jesucristo, en su ser de gracia y en sus virtudes,
constituye la sustancia de nuestra santidad; esto es lo que he tratado de
haceros ver en la anterior conferencia. Para que conozcáis mejor a Aquel a
quien debemos imitar, he tratado de presentar a vuestras almas el divino
modelo, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. La contemplación de
nuestro Señor, tan adorable en su persona, tan admirable en su vida y en sus
obras, habrá sin duda encendido en vuestros corazones un deseo ardiente de
asemejaros a El y de uniros a su sacratisima persona.
¿Puede acaso la criatura tener la pretensión de reproducir los rasgos del
Verbo encarnado y participar de su vida?; ¿puede encontrar la fuerza
necesaria para seguir ese camino único que lleva al Padre? -Sí, la
Revelación nos dice que esa fuerza se halla en la gracia que nos merecieron
las satisfacciones de Cristo.
Nuestro Dios lo hace todo con sabiduria; más aún, es la sabiduría infinita.
Siendo su pensamiento eterno hacernos conformes a la imagen de su Hijo,
debemos estar ciertos que, con el fin de conseguir ese objeto, ha
establecido medios de absoluta eficacia, y no solamente podemos aspirar a la
realización del ideal divino en nosotros, sino que el mismo Dios nos invita
a ello: "Nos predestinó para que fuéramos como un trasunto fiel de la imagen
de su Hijo" (Rm 8,29); quiere que reproduzcamos "en nosotros los rasgos de
su Hijo muy amado" aunque no podamos hacerlo sino de una manera limitada.
Desear reproducir ese ideal no es ni orgullo ni presunción, sino una
respuesta al deseo del mismo Dios: "escuchadle" (Mt 17,5). Basta únicamente
con que utilicemos los medios por El establecidos.
Cristo, según hemos visto, no es sólo el ejemplar único y universal de toda
perfección; es también, como acabo de insinuar, la causa satisfactoria y
meritoria, la causa eficiente de nuestra santificación. Cristo es para
nosotros fuente de gracia, porque habiendo pagado todas nuestras deudas, a
la divina justicia, por su vida, su Pasión y su muerte, ha conquistado el
derecho de distribuir toda gracia. Causa satisfactoria y meritoria.
Examinemos ahora tan consoladora verdad, y en otra conferencia veremos cómo
Jesucristo es la causa eficiente de nuestra santidad
1. Imposibilidad para el humano linaje, descendiente de Adán pecador, de
reconquistar la herencia eterna; sólo un Dios hecho hombre puede dar una
satisfacción plena y suficiente
¿Qué se ha de entender cuando decimos que Cristo es la causa satisfactoria y
meritoria de nuestra salud y de nuestra santificación?
Como ya sabéis, Dios, al crear al primer hombre, le constituyó en justicia y
en gracia; le hizo su hijo y su heredero. Pero el plan divino fue
trastornado por el pecado. Adán, constituido jefe de su raza, prevaricó; en
un solo instante perdió para sí y para sus descendientes todo derecho a la
vida y a la herencia divinas, todos los hijos de Adán, cautivos del demonio
desde entonces (Hch 26,18; Jn 12,31; Col 1,14), corrieron su misma suerte,
por eso nacen, según dice San Pablo "enemigos de Dios" (Rm 5,10; 11,28),
"objeto de cólera" (1Tes 1,10; Rm 2,5,8; Ef 2,3), y, por tanto, excluidos de
la bienaventuranza eterna (Rm 2,2; 5, 15-18).
-¿No habrá, entre los hijos de Adán, alguien capaz de rescatar a sus
hermanos y levantar esa maldición que pesa sobre todos ellos?-Nadie -porque
todos pecaron en Adán-; nadie podrá dar una satisfacción adecuada ni por sí
ni por los demás.
El pecado es una injuria a Dios, injuria que debe ser expiada- siendo una
simple criatura el hombre, es de suyo incapaz de saldar dignamente la deuda
contraída con la majestad divina por una falta cuya malicia es infinita
La satisfacción, para que sea adecuada, debe ser ofrecida por una persona de
dignidad equivalente a la de la persona ofendida. La gravedad de una injuria
se mide por la dignidad de la persona ofendida; la misma injuria, hecha a un
príncipe, reviste, a causa de su categoría, una gravedad mayor que si se
hiciese a un villano [Peccatum contra Deum commissum infinitatem habet ex
infinitæ divinæ maiestatis; tanto enim offensa est maior quanto maior est
ille in quem delinquitur. Santo Tomás, III, q.1, a.2, ad 2; +I-II, q.87,
a.4]. Para la satisfacción, sucede cabalmente lo contrario. La grandeza de
una reparación se regula, no según la dignidad de aquel que la recibe, sino
del que la da. Al mismo rey rinden vasallaje un villano y un príncipe; es
evidente que el vasallaje del príncipe es más de estimar que el del villano.
Ahora bien; entre nosotros y Dios hay una distancia infinita.- ¿Tendrá el
género humano que arrojarse en brazos de la desesperación? El ultraje hecho
a Dios, ¿no podrá ser reparado?, ¿no entrará jamás el hombre en posesión de
los bienes eternos?- Sólo Dios podía dar una solución a este angustioso
problema.
Ya sabéis cuál fue la respuesta de Dios, la solución llena de misericordia,
y a la vez de justicia, que nos deparó. En sus designios insondables,
decretó que el rescate del género humano no se realizaría sino mediante una
satisfacción igual a los derechos de su justicia infinita, y que esta
satisfacción había de ser dada por el cruento sacrificio de una víctima que
sustituyese libremente, voluntariamente, a todo el género humano. ¿Cuál será
esa víctima?, ¿quién será ese salvador? "¿Eres Tú quien has de venir?" (Mt
11,3).
Dios lo prometió después de la culpa, pero miles de años se pasan antes de
su venida miles de años durante los cuales el género humano eleva sus brazos
desde el fondo de un abismo insondable, de donde no puede levantarse; miles
de años durante los cuales acumula sacrificios sobre sacrificios,
holocaustos sobre holocaustos, para sacudir su servidumbre. Pero "cuando
llega la plenitud de los tiempos", Dios envía el Salvador prometido, el
Salvador que debe rescatar la creación, destruir el pecado y reconciliar a
los hombres con Dios. -¿Quién es?- El Hijo de Dios hecho hombre. Hombre,
salido del linaje de Adán, podrá sustituir voluntariamente a todos sus
hermanos y hacerse, por decirlo así, solidario de su pecado; aceptando
libremente padecer y expiar en su carne pasible, será capaz de merecer.-
Siendo Dios, su mérito tendrá un valor infinito, la satisfacción será
adecuada, la reparación completa. No hay, dice Santo Tomás, satisfacción
plenamente adecuada, si no existe una operación plenamente infinita en su
valor; es decir, una operación que Dios sólo puede realizar (III, q.1, a.2,
ad 2). Así como el orden de la justicia pide que la pena responda a la
falta, del mismo modo, añade el Doctor Angélico, parece natural que aquel
que ha cometido el pecado satisfaga por el pecado, y he aquí por qué ha sido
preciso tomar de la naturaleza corrompida por la falta lo que debía
ofrecerse en satisfacción por toda esta naturaleza (ib. q.4. ad 6).
Tal es la solución que Dios mismo nos brinda. Pudiera haber escogido otras,
pero ésta es la que plugo a su sabiduría, a su poder y a su bondad. Esta es
la que debemos contemplar y alabar, porque esta solución es admirable. "La
humanidad de Cristo, dice San Gregorio, le permitía morir y satisfacer por
los hombres, su divinidad le daba el poder de conferirnos la gracia que
santifica" [Moralia, 27, c.30, n.46]; la muerte había salido de una
naturaleza humana manchada por el pecado; de una naturaleza humana unida a
Dios debía también brotar la fuente de la gracia y de la vida [Ut unde mors
oriebatur inde vita resurgeret. Pref. del Tiempo de Pasión].
2. Jesús salvador; valor infinito de todos los actos del Verbo Encarnado.
Sin embargo de ello, de hecho, la Redención no se opera sino por el
Sacrificio de la Cruz.
"Cuando vino la plenitud de los tiempos, fijados por los decretos
celestiales -leemos en San Pablo-, Dios envió a su Hijo, formado de una
mujer, para libertarnos del pecado y conferirnos la adopción de hijos" (Gál
4, 4-5). Rescatar al género humano del pecado y devolverle por la gracia la
adopción divina, tal es, en efecto, la misión principal del Verbo encarnado,
la obra que Cristo venía a realizar en la tierra.
Su nombre, el nombre de Jesús, que Dios mismo le impone, no está exento de
significado y simbolismo: "Jesús no lleva un nombre vacío o inadecuado"
[Iesus nomen vanum aut inane non portat. San Bernardo, Serm. 1 de
Circumcis.]. Este nombre significa su misión específica como Salvador y
señala su cometido: la redención del mundo: "Le darás el nombre de Jesús,
dice el ángel enviado a San José, porque El es quien salvará al pueblo de
sus pecados" (Mt 1,21).
Mas ya llega.
Contemplémosle en este instante solemne, único en la historia del género
humano. ¿Qué dice? ¿Qué hace?: "Entrando en el mundo dijo a su Padre: No has
querido ni sacrificio ni oblación, sino que me has formado un cuerpo; no te
has complacido en los holocaustos ni en los sacrificios por el pecado que te
ofrecían los hombres; entonces dije: "Heme aquí" (Heb 10, 5-7; +Sal 39,
7-8). Estas palabras, tomadas de San Pablo nos revelan el primer latido del
corazón de Cristo, en el momento de su Encarnación.- Y realizado este acto
inicial de oblación completa, Cristo "se lanza como un gigante para recorrer
el camino que se abre ante El" (Sal 18,6).
Gigante, porque es un Hombre-Dios; y todas sus acciones, todas sus obras,
son de un Dios, y por consiguiente dignas de Dios, a quien se las ofrece en
homenaje. Según el modo de hablar de la filosofía, "los actos pertenecen a
la persona" [actiones sunt suppositorum]. Las diversas acciones que nosotros
realizamos tienen su fuente en la naturaleza humana y en las facultades
inherentes a esa naturaleza; pero en última instancia las atribuimos a la
persona que posee esa naturaleza y usa de esas facultades. Así, pienso con
la inteligencia, veo por los ojos, oigo por los oídos; oír, ver y pensar son
acciones de la naturaleza humana, pero en definitiva las referimos a la
persona; es el yo, el que oye, ve y piensa; aunque cada una de esas acciones
emane de una facultad diferente, todas recaen en la misma y única persona
que posee la naturaleza dotada de tales facultades.
Pues bien; en Jesucristo, la naturaleza humana, perfecta e íntegra en sí
misma, está unida a la persona del Verbo, del Hijo de Dios. Muchas acciones
en Cristo no pueden ser realizadas sino en la naturaleza humana: si trabaja,
si anda, si duerme, si come, si enseña, si padece, si muere, es en su
humanidad, en su naturaleza humana; pero todas esas acciones pertenecen a la
persona divina con quien la naturaleza humana está unida. Es una persona
divina la que hace y opera por la naturaleza humana.
Resulta, pues, que todas las acciones ejecutadas por la humanidad de
Jesucristo, por máximas, por ordinarias, por sencillas, por limitadas que
sean en su realidad física y en su dimensión temporal se atribuyen a la
persona divina con quien esa humanidad está unida; son acciones de un Dios
[la Teología las llama theándricas, de dos palabras griegas que significan
Dios y Hombre], y a causa de este título poseen una belleza y un brillo
trascendentes; adquieren, desde el punto de vista moral, un precio
inestimable, un valor infinito; una eficacia inagotable. El valor moral de
las acciones humanas de Cristo se mide por la dignidad infinita de la
persona divina, en quien subsiste y obra la naturaleza humana.
Y si tratándose de las acciones más insignificantes de Cristo esto resulta
verdadero, ¿cuánto más no lo será tratándose de aquellas que constituyen
propiamente su misión terrena, o se refieren a ella, como es el sustituirnos
voluntariamente en calidad de víctima inmaculada, para pagar nuestra deuda y
devolvernos por su expiación y satisfacciones la vida divina?
Porque ésa es la misión que debe realizar, el camino que debe recorrer.
"Dios puso sobre El", hombre como nosotros, de la raza de Adán y al mismo
tiempo justo, inocente y sin pecado, "la iniquidad de todos nosotros" (Is
1,3,6). Porque se hizo en cierto modo solidario de nuestra naturaleza y de
nuestro pecado, nos ha merecido el hacernos a su vez solidarios de su
justicia y de su santidad. Dios, según la expresión enérgica de San Pablo,
"destruyó al pecado en la carne, enviando por el pecado a su propio Hijo, en
una carne semejante a la del pecado" (Rm 8,3); y añade con una energía aun
más acentuada: "Dios hizo pecado por nosotros a Cristo, que no conocía el
pecado" (2Cor 5,21). ¡Qué valentía en esta expresión!: "hizo pecado", el
Apóstol no dice "pecador", sino "pecado".
Cristo, por su parte, aceptó tomar sobre sí todos nuestros pecados, hasta el
punto de llegar a ser sobre la Cruz, en cierto modo, el pecado universal, el
pecado viviente. Púsose voluntariamente en lugar nuestro, y por eso será
herido de muerte; su sangre será nuestro rescate (Hch 20,28).
El género humano quedará libre, "no con oro o con plata, que son cosas
perecederas, sino por una sangre preciosa, la del Cordero inmaculado y sin
tacha, la sangre de Cristo, que ha sido designado desde antes de la creación
del mundo" (1Ped 1, 18-20).
¡Oh!, no lo olvidemos, "hemos sido rescatados a gran precio" (1Cor 6,20).
Cristo derramó por nosotros hasta la última gota de su sangre. Es verdad que
una sola gota de esa sangre divina hubiera bastado para redimirnos; el menor
padecimiento, la más ligera humillación de Cristo, un solo deseo salido de
su corazón, hubiera sido suficiente para satisfacer por todos los pecados,
por todos los crímenes que se pudieran cometer; porque siendo Cristo una
persona divina, cada una de sus acciones constituye una satisfacción de
valor infinito.- Pero "para hacer brillar más y más a los ojos del mundo el
amor inmenso que su Hijo le profesa", "para que conozca el mundo que amo al
Padre" (Jn 14,31), y "la caridad inefable de ese mismo Hijo para con
nosotros" "ningún amor supera a este amor" (ib. 15,13); para hacernos palpar
por modo más vivo y sensible cuán infinita es la santidad divina y cuán
profunda la malicia del pecado, y por otras razones que no podemos
vislumbrar [sacramentum absconditum. Ef 1,9; 3,3; Col 1,26], el Padre Eterno
reclamó como expiación de los crímenes del género humano todos los
padecimientos, la pasión y muerte de su divino Hijo; de manera que la
satisfacción no quedó completa sino cuando desde lo alto de la cruz, Jesús,
con voz moribunda, pronunció el "Todo está acabado".
Sólo entonces su misión personal de redención en la tierra quedó cumplida y
su obra salvadora totalmente acabada.
3.
Cristo merece, no sólamente para sí, sino para nosotros. Este mérito
tiene su fundamento en la gracia de Cristo, constituido Cabeza del genero
humano; en la libertad soberana y el amor inefable con que Cristo arrostró
su Pasión por todos los hombres
Por estas satisfacciones, así como por todos los actos de su vida, Cristo
nos mereció toda gracia de perdón, de salvación y de santificación.
Porque ¿en qué consiste el mérito?- En un derecho a la recompensa. [Hablamos
del mérito propiamente dicho, de un derecho estricto y riguroso que en
Teología se llama mérito de condigno]. Cuando decimos que las obras de
Cristo son meritorias para nosotros, queremos indicar que por ellas Cristo
tiene derecho a que nos sean dadas la vida eterna y todas las gracias que
conducen a ella o a ella se refieren. Es lo que nos dice San Pablo: "Somos
justificados, es decir, devueltos a la justicia a los ojos de Dios, no ya
por nuestras propias obras, sino gratuitamente, por un don gratuito de Dios,
es decir, por la gracia, que se nos concede en virtud de la redención obrada
por Jesucristo" (Rm 3,24). El Apóstol nos da a entender con esto que la
Pasión de Jesús, que corona todas las obras de su vida terrena, es la fuente
de donde mana para nosotros la vida eterna: Cristo es la causa meritoria de
nuestra santificación.
Pero ¿cuál es la razón profunda de ese mérito? -Porque todo mérito es
personal. Cuando estamos en estado de gracia, podemos merecer para nosotros
un aumento de esa gracia; pero tal mérito se limita a nuestra persona. Para
los otros, no podemos merecerla; a lo más, podemos implorarla y solicitarla
de Dios. ¿Cómo, pues, puede Jesucristo merecer por nosotros? ¿Cuál es la
razón fundamental por la que Cristo, no sólo puede merecer para sí, por
ejemplo, la glorificación de su humanidad, sino que también puede merecer
para los demás -para nosotros, para todo el género humano- la vida eterna?
El mérito, fruto y propiedad de la gracia, tiene, si así puedo expresarme,
la misma extensión que la gracia en que se funda.- Jesucristo está lleno de
la gracia santificante, en virtud de la cual puede merecer personalmente
para sí mismo.- Pero esta gracia de Jesús no se detiene en El, no posee un
carácter únicamente personal, inmanente, sino que es trascendente, goza del
privilegio de la universalidad. Cristo ha sido predestinado para ser nuestra
cabeza, nuestro jefe, nuestro representante. El Padre Eterno quiere hacer de
El "el primogénito de toda criatura"; y como consecuencia de esta eterna
predestinación a ser jefe de todos los elegidos, la gracia de Cristo, que es
de nuestro linaje por la encarnación, reviste un carácter de eminencia y de
universalidad cuyo fin no es ya santificar el alma humana de Jesús, sino
hacer de El, en orden a la vida eterna, el jefe del género humano [es lo que
se llama en Teología gratia capitis, gracia de jefe. +Santo Tomás, III, q.48
a.1], y de aquí ese carácter social inherente a todos los actos de Jesús,
cuando se los considera con respecto al género humano. Todo cuanto
Jesucristo hace, lo hace no sólo por nosotros, sino en nuestro nombre; por
eso San Pablo nos dice que "si la desobediencia de un solo hombre, Adán, nos
arrastró al pecado y a la muerte, fue, en cambio, suficiente la obediencia,
¡y qué obediencia!, de otro hombre que era Dios al mismo tiempo para
colocarnos a todos otra vez en el orden de la gracia" (Rm 5,19). Jesucristo,
en su calidad de cabeza, de jefe, mereció por nosotros, del mismo modo que
ocupando nuestro lugar satisfizo por nosotros. Y como el que merece es Dios,
sus méritos tienen un valor infinito y una eficacia inagotable. [No hay que
decir que los méritos de Cristo deben sernos aplicados para que
experimentemos su eficacia. El Bautismo inaugura esta aplicación; por el
Bautismo somos incorporados a Cristo y nos hacemos miembros vivos de su
cuerpo místico: establécese un lazo entre la cabeza y los miembros. Una vez
justificados por el Bautismo, podemos a nuestra vez merecer].
Lo que acaba de dar a las satisfacciones y a los méritos de Cristo toda
belleza y plenitud, es que aceptó los padecimientos voluntariamente y por
amor. La libertad es un elemento esencial del mérito: Porque un acto no es
digno de alabanza, dice San Bernardo, sino cuando el que lo realiza es
responsable [Ubi non est libertas, nec meritum. Serm. I in Cant.].
Esta libertad envuelve toda la misión redentora de Jesús.- Hombre-Dios,
Cristo aceptó soberanamente padecer en su carne pasible, capaz de sufrir.
Cuando al entrar en este mundo dijo a su Padre: "Heme aquí, oh Dios, para
cumplir tu voluntad" (Heb 10,9), preveía todas las humillaciones, los
dolores todos de su Pasión y muerte, y todo lo aceptó libremente en el fondo
de su corazón por amor de su Padre y nuestro Padre: "Sí, quiero, y tu ley la
llevo grabada en lo más íntimo de mi corazón" (Sal 39, 8-9).
Cristo mantuvo tensa esa voluntad durante toda su vida.- La hora de su
sacrificio está siempre presente a sus ojos; la aguarda con impaciencia, la
llama "su hora" (Jn 13,1), como si fuese la única que contase en su
existencia. Anuncia su muerte a sus discípulos, y les señala de antemano sus
circunstancias en términos tan claros, que no se puedan engañar. Así, cuando
San Pedro, sobresaltado por el pensamiento de ver morir a su maestro, quiere
oponerse a la realización de aquellos padecimientos, Jesús le responde: "No
tienes el sentido de las cosas de Dios" (Mc 8, 31-33). Pero El conoce a su
Padre; por amor a su Padre y por caridad para con nosotros anhela llegue el
momento de la Pasión con todo el ardor de su alma santa, y al mismo tiempo
con una libertad soberana, plenamente dueña de sí misma. Si esta voluntad de
amor es tan viva que tiene como dentro de sí un horno: "Ardo en el deseo de
ser bautizado con el bautismo de sangre" (Lc 12,50) con todo, nadie tendrá
poder para quitarle la vida; la entregará espontáneamente (Jn 10,18). Ved
cómo pone de manifiesto la verdad que encierran estas palabras. Un día los
habitantes de Nazaret quieren arrojarle dc lo alto de un precipicio; Jesús
se desvanece de en medio de ellos con admirable tranquilidad (Lc 4,30). Otra
vez, en Jerusalén, los judíos quieren apedrearle, porque afirma su
divinidad; El se oculta y sale del Templo (Jn 8,59); su hora no ha llegado
todavía.
Pero cuando esa hora llega, Jesús se entrega.- Vedle en el Jardín de los
Olivos la víspera de su muerte; la chusma armada se adelanta hacia El para
prenderle y hacerle condenar. "¿A quién buscáis?", les pregunta, y cuando
ellos contestan: "A Jesús Nazareno", dice sencillamente: "Yo soy". Esta
palabra, salida de sus labios, basta para arrojar en tierra a sus enemigos.
Pudiera hacer que continuasen derribados; pudiera, como El mismo decía,
pedir a su Padre que enviase legiones de ángeles para librarle (Mt 26,53).
Precisamente en este momento recuerda que cada día se le ha visto en el
templo y que nadie ha podido echar mano de El; aun no había venido su hora;
por esto no les daba licencia para prenderle; pero entonces había sonado ya
la hora en que debía, por la salvación del mundo, entregarse a sus verdugos,
los cuales no obraban más que como instrumentos del poder infernal: "Esta es
vuestra hora, y la hora del poder de las tinieblas" (Lc 22,53). La
soldadesca le lleva de tribunal en tribunal; El no se resiste; sin embargo
de ello. delante del Sanedrín, tribunal supremo de los judíos, proclama sus
derechos de Hijo de Dios; después se abandona al furor de sus enemigos,
hasta el momento de consumar su sacrificio sobre la Cruz.
Si se entregó fue verdaderamente porque quiso (Is 53,7). En esta entrega
voluntaria y llena de amor de todo su ser sobre la Cruz, por esa muerte del
Hombre-Dios, por esta inmolación de una víctima inmaculada que se ofrece en
aras del amor con una libertad soberana, dase a la justicia divina una
satisfacción infinita [Santo Tomás, 3 Sent. Dis. 21, q.2, a.1, ad 3]. Cristo
nos adquiere un mérito inagotable, y devuelve al mismo tiempo la vida eterna
al género humano. "E inmolado, llegó a ser instrumento de salvación eterna
para todos aquellos que se le someten" (Heb 5,9).
"Por haber consumado la obra de su mediación, Cristo se hizo para todos
aquellos que le siguen la causa meritoria de la salvación eterna". Por eso
tenía razón San Pablo cuando decía: "En virtud de esta voluntad somos
nosotros santificados por la oblación que, una vez por todas, hizo
Jesucristo de su propia cuerpo" (ib. 10,10).
Porque "Nuestro Señor murió por todos y por cada uno de nosotros". "Por
todos ha muerto Cristo" (2Cor 5,15). "Cristo es la propiciación no sólo por
nuestros pecados, sino por los de todo el mundo" (1Jn 2,2). De suerte que es
"el único mediador posible entre los hombres y Dios" (1Tim 2,5).
Cuando se estudia el plan divino, sobre todo a la luz de las cartas de San
Pablo, se ve que Dios no quiere que busquemos nuestra salud y nuestra
santidad sino en la sangre de su Hijo; no hay más Redentor que El, no hay
"bajo el cielo ningún otro nombre que haya sido dado a los hombres para que
puedan salvarse" (Hch 5,12), porque su muerte es soberanamente eficaz: "Con
un solo sacrificio consumó la salvación de los elegidos" (Heb 10,14). Es
voluntad del Padre que su Hijo Jesús, después de haber sustituido a todo el
género humano en su dolorosísima Pasión, sea constituido jefe de todos los
elegidos, a quienes ha salvado por su sacrificio y su muerte.
Por esto el género humano redimido hace que resuene en el Cielo un cántico
de alabanza y acción de gracias a Cristo: "Nos has redimido con tu sangre, a
los de toda tribu, lengua, pueblo y nación" (Ap 5,9). Cuando lleguemos a la
eterna bienaventuranza y nos hallemos unidos al coro de los santos,
contemplaremos a nuestro Señor y le diremos: "Tú eres el que nos has
rescatado con tu sangre preciosa; gracias a Ti, a tu Pasión, a tu sacrificio
sobre la Cruz, a tus satisfacciones, a tus méritos, hemos triunfado de la
muerte y eludido la eterna reprobación. ¡Oh Jesucristo! cordero inmolado, a
Ti la alabanza, el honor, la gloria y la bendición eternamente" (Ap 5,
11-12).
4. Eficacia infinita de las satisfacciones y de los méritos de Cristo;
confianza ilimitada que de ellos dimana. Pero la Pasión y muerte de
nuestro divino Redentor nos revelan su eficacia, sobre todo en sus frutos.
San Pablo no se cansa de enumerar los beneficios que nos reportan los
infinitos méritos adquiridos por el Hombre-Dios con su vida y padecimientos.
Cuando habla de ellos, alborózase el gran Apóstol; no encuentra para
expresar este pensamiento otros términos que los de abundancia,
sobreabundatncia y riquezas, que declara inagotables (Rm 5,17 ss. 1Cor 1,
6-7; Ef 1, 7-8, 18,19; 2,17; 3,18; Col 1,27; 2,2; Fil 4,19; 1Tim 1,14; Tit
3,6). La muerte de Cristo nos redime (1Cor 6,20), "nos acerca a Dios, nos
reconcilia con El" (Ef 2, 11-18; Col 1,14), "nos justifica" (Rm 3, 24-27),
"nos comunica la santidad y la vida nueva de Cristo" (Tit 2,14; Ef 5,27). Y
para resumirlo todo, el Apóstol traza una antítesis entre Cristo y Adán,
cuya obra vino a reparar; Adán nos trajo el pecado, la condenación, la
muerte; Cristo, segundo Adán, nos devuelve la justicia, la gracia, la vida
(1Cor 15,22): "Hemos sido trasladados de la muerte a la vida" (Jn 3,14), "la
redención ha sido abundante" (Sal 129,7). "Porque no sucede lo mismo con el
don gratuito -la gracia- que con la culpa... y si por la culpa de un solo
hombre la muerte reinó aquí abajo, con mayor razón los que reciben la
abundancia de la gracia reinarán en la vida únicamente por Jesucristo; donde
el pecado había abundado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 15-21; hay que leer
todo el pasaje); por eso "no hay condenación para aquellos que quieren vivir
unidos a Jesucristo y que han sido reengendrados en El" (ib. 8,1).
Nuestro Señor, al ofrecer a su Padre en nuestro nombre una satisfacción de
valor infinito, suprimió el abismo que existía entre el hombre y Dios: el
Padre Eterno mira desde entonces con amor a la especie humana, rescatada por
la sangre de su Hijo; cólmala, a causa de su Hijo, de todas las gracias que
ha menester para unirse a El, "para vivir para El, de la vida misma de
Dios". "Para servir al Dios vivo" (Heb 9,14). Así, todo bien sobrenatural
que recibimos, todas las luces que Dios nos prodiga, todos los auxilios con
que estimula nuestra vida espiritual, nos son concedidos en virtud de la
vida, de la pasión y de la muerte de Cristo; todas las gracias de perdón, de
justificación, de perseverancia, que Dios da y dará eternamente a las almas
de todos los tiempos, tienen su fuente única en la Cruz.
¡Ah! verdaderamente, si "Dios ha amado al mundo hasta darle a su Hijo" (Jn
3,16); "si nos ha arrancado del poder de las tinieblas y trasladado al reino
de su Unigénito, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados"
(Col 1, 13-14); "si nos ha amado, continúa San Pablo, a cada uno de nosotros
y por nosotros se ha entregado" (Tit 2,14), para dar testimonio del amor que
tenía a sus hermanos; si se ha dado a sí mismo con el fin de redimirnos de
toda iniquidad y de "formarse, purificándonos, un pueblo que le pertenezca"
(ib. 2,14), ¿por qué vacilar todavía en nuestra fe y en nuestra confianza en
Jesucristo?- Todo lo ha satisfecho, lo ha saldado y lo ha merecido; sus
méritos son nuestros, y he aquí "que somos ricos con todos sus bienes", de
modo que si queremos, "nada nos faltará para nuestra santidad". "En El
habéis sido enriquecidos de manera que nada os falte de ninguna gracia"
(1Cor 1, 5-7).
¿Por qué, pues, se encuentran almas pusilánimes que creen que no es para
ellas la santidad, que la perfección está fuera de su alcance, que dicen,
cuando se lee o habla de perfección: "Eso no es para mí; nunca podré llegar
a la santidad"? ¿Sabéis qué es lo que las hace hablar así?- Su falta de fe
en la eficacia de los méritos de Cristo; porque voluntad de Dios es que
todos se santifiquen (1Tes 4,3); he aquí el precepto del Señor: "Sed
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).- Pero con
frecuencia olvidamos el plan divino; olvidamos que nuestra santidad es una
santidad sobrenatural, cuya fuente se halla en Cristo, nuestro jefe y
nuestra cabeza, y de esa manera subestimamos los méritos infinitos, las
satisfacciones inagotables de Jesucristo. Sin duda que nada podemos hacer
por nosotros mismos en el orden de la gracia y de la perfección; nuestro
Señor nos lo dice formalmente: "Sin mí nada podéis hacer" (Jn 15,5); y San
Agustín, comentando este texto, añade: "Ni poco ni mucho puede realizarse"
[Sive parum, sive multum, sine illo fieri non potest sine quo nihil fieri
potest. Trat. sobre San Juan 81,3]. ¡Es esto tan verdadero! Ora se trate de
cosas grandes, ora de cosas pequeñas, nada podemos hacer sin Cristo. Pero al
morir por nosotros, Cristo nos ha dejado franco el acceso hasta su Padre, un
acceso libre y expedito (Ef 2,18; 3,12); por su mediación no hav gracia a
que no podamos aspirar. Almas de poca fe, ¿por qué dudamos de Dios, de
nuestro Dios?
5. Ahora, Cristo sin cesar aboga junto al Padre en favor nuestro. Nuestra
debilidad, título a las misericordias celestiales. Cómo glorificamos a Dios
al hacer valer nuestros derechos a las satisfacciones de su hijo
Verdad es que ahora, Cristo ya no merece más (no siendo posible el mérito
sino hasta el instante de la muerte); pero sus méritos están adquiridos y
sus satisfacciones permanecen. Porque "este Pontífice, por ser eterno, está
revestido de sacerdocio que no tiene fin; de aquí que pueda salvar para
siempre a aquellos que por El se acercan a Dios" (Heb 7, 24-25).
San Pablo insiste particularmente en mostrar que Cristo en su calidad de
Pontífice Supremo sigue actual e incesantemente intercediendo en el cielo
por nosotros.
"Jesús subió al cielo como precursor nuestro" (Heb 6,20). Si está sentado a
la diestra de su Padre, es "para interceder por nosotros". "Para presentarse
ahora por nosotros ante el acatamiento de Dios" (ib. 9,24). "Siempre vivo,
intercede por nosotros sin cesar" (ib. 7,25).[La misma expresión emplea San
Pablo en la Epístola a los Romanos (8,32), y es para sacar la consecuencia
de que nuestra confianza debe ser ilimitada: "Dios nos lo ha dado todo al
darnos a su Hijo"]. Sin descanso, Cristo muestra continuamente a su Padre
las cicatrices que ha conservado de sus llagas; porque El es nuestro jefe,
hace valer sus méritos en nuestro favor, y porque merece ser escuchado de su
Padre, su oración surte efecto siempre: "Padre, sé que siempre me oyes" (Jn
11,42). ¡Qué confianza tan ilimitada no debemos tener en tal Pontífice que
es el Hijo muy amado de su Padre y ha sido nombrado por El jefe nuestro y
cabeza nuestra, que nos hace partícipes de todos sus méritos y de todas sus
satisfacciones! (Santo Tomás, III, q.48, a.2, ad 1).
Sucede a veces que cuando gemimos bajo el peso de nuestras flaquezas, de
nuestras miserias, de nuestras faltas, prorrumpimos con el Apóstol:
"Desgraciado de mí; siento en mí una doble ley: la ley de la concupiscencia
que me arrastra hacia el mal, y la ley de Dios que me empuja hacia el bien.
¿Quién me librará en esta lucha? ¿Quién me dará la victoria?"- Escuchad la
respuesta de San Pablo: "La gracia de Dios que nos ha sido merecida y dada
por Jesucristo nuestro Señor" (Rm 8,25). En Jesucristo hallamos todo lo
necesario para salir victoriosos aquí abajo, en espera del triunfo final de
la gloria.
¡Oh, si llegásemos a adquirir la convicción profunda de que sin Cristo nada
podemos y que con El lo tenemos todo! "¿Cómo el Padre no nos lo dará todo
con El? (ib. 8,32).- De nosotros mismos somos flacos, muy flacos, hay en el
mundo de las almas flaquezas de todo género, pero no es ésta una razón para
desmayar; cuando no son queridas estas miserias, son más bien un título a la
misericordia de Cristo. Fijaos en los desgraciados que quieren excitar la
piedad de aquellos a quienes piden limosna: en vez de ocultar su pobreza,
descubren sus harapos y muestran sus llagas; éste es su título a la
compasión y a la caridad de los transeúntes. Lo mismo para nosotros que para
los enfermos que le presentaban cuando vivía en Judea, lo que nos atrae la
misericordia de Jesús es nuestra miseria reconocida, confesada y exhibida a
los ojos de Cristo. San Pablo nos dice que Jesucristo quiso experimentar
todas nuestras debilidades, excepto el pecado, a fin de aprender a
compadecerlas; y de hecho varias veces leemos en el Evangelio que Jesús se
sentía "movido a piedad" (Lc 7,13; Mc 8,2. +Mt 15,32) a la vista de los
dolores que presenciaba. San Pablo añade expresamente que ese sentimiento de
compasión lo conserva en su gloria, y concluye: "Acerquémonos, pues,
confiadamente al trono" de Aquel que es la fuente "de la gracia"; porque si
así lo hacemos, "obtendremos misericordia" (Heb 4, 14-16).
Por otra parte, obrar de este modo es glorificar a Dios, es rendirle un
homenaje muy agradable. ¿Por qué? -Porque es designio divino que lo
encontremos todo en Cristo, y cuando reconocemos humildemente nuestra
debilidad y nos apoyamos en la fortaleza de Cristo, el Padre nos mira con
benevolencia y con agrado, porque con eso proclamamos que Jesús es el único
mediador que a El le plugo establecer en la tierra.
Ved cómo el gran Apóstol estaba convencido de esta verdad. En una de sus
Epístolas, después de haber manifestado cuán miserable es y cuántas luchas
ha de sostener en su alma, exclama: "De buena gana me gloriaré de mis
debilidades" (2Cor 12,9). En lugar de lamentarse a causa de sus
enfermedades, de sus debilidades, de sus luchas, las convierte en título y
motivo de santo orgullo, esto parece extraño, ¿no es verdad?- Pero San Pablo
nos da una razón convincente: "A fin de que no sea mi fuerza, sino la fuerza
de Cristo, la gracia de Cristo que habita en mí, la que me haga triunfar"
(ib.) y que a El se dirija toda gloria.
Notad ahora hasta dónde llega San Pablo cuando habla de nuestra debilidad:
"No somos capaces de pensar nada por nosotros mismos" (2Cor 3,5).- Llega
hasta decir que "no podemos ni siquiera tener un buen pensamiento, un
pensamiento que nos merezca algo para el cielo", "por nosotros mismos". No
hay duda que cuando escribió estas palabras estaba inspirado por Dios; somos
incapaces de producir un buen pensamiento que salga de nosotros como de su
fuente. Todo lo que es bueno, todo lo bueno que hay en nosotros, "todo lo
que es meritorio para la vida eterna, viene de Dios", por Cristo. "Nuestra
suficiencia de Dios nos viene" (ib. 3,5). "Dios es quien nos da, no sólo el
obrar sino también el querer, por pura benevolencia, porque así le place"
(Fil 2,13). Por tanto, de nosotros no podemos sobrenaturalmente ni querer,
ni tener un buen pensamiento, ni obrar, ni rezar. No podemos absolutamente
nada. "Sin mí nada podéis" (Jn 15,5). ¿Somos por eso dignos de lástima?- De
ninguna manera. Después de haber puesto de relieve nuestra flaqueza, añade
San Pablo: "Todo lo puedo, no por mí, sino en Aquel que me fortalece" (Fil
4,13); a fin de que toda gloria sea dada a Cristo, que nos lo ha merecido
todo, y en quien todo lo tenemos. No hay obstáculo que no pueda vencer, no
hay dificultad que no pueda superar ni prueba de que no pueda triunfar, ni
tentación a la que no pueda resistir por la gracia que Cristo me ha
merecido. En El y por El lo puedo todo, porque su triunfo estriba en hacer
fuerte al débil: "Bástate mi gracia, porque la virtud se desarrolla mejor en
medio de las flaquezas" (2Cor 12,9). Dios quiere con esto que toda gloria
suba a El por Cristo, cuya gracia triunfa de nuestras debilidades: "En la
alabanza de la gloria de su gracia" (Ef 1,6).
En el último día, cuando aparezcamos delante de Dios, no podremos decirle:
Dios mío, he tenido grandes dificultades que vencer, triunfar era imposible,
mis muchas faltas me desalentaban; porque Dios nos respondería: "Hubiera
sido verdad si te hubieras encontrado solo, pero yo te he dado a mi Hijo
Jesús; El lo ha expiado, lo ha saldado todo; en su sacrificio disponías de
todas las satisfacciones que yo tenía derecho a reclamar por todos los
pecados del mundo; todo lo mereció por ti en su muerte; ha sido tu redención
y con ella mereció ser tu justificación, tu sabiduría, tu santidad; en El
debieras haberte apoyado; en mis designios divinos, Jesús no es sólo tu
salvación, sino también la fuente de tu fortaleza, porque todas sus
satisfacciones, todos sus méritos, todas sus riquezas, que son infinitas,
eran tuyas desde el Bautismo, y desde que se sentó a mi diestra, ofrecíame
sin cesar por ti los frutos de su sacrificio; en El debieras haberte
apoyado, pues por El yo te hubiera dado sobreabundantemente la fuerza para
vencer todo mal, como El mismo me lo pidió: "Te ruego que los preserves del
mal" (Jn 17,15); te hubiera colmado de todos los bienes, pues por ti y no
por Sí mismo aboga sin cesar" (Heb 7,25).
¡Ah, si conociésemos el valor infinito del "don de Dios"! (Jn 4,10), y,
sobre todo, ¡si tuviésemos fe en los inmensos méritos de Jesús, pero una fe
viva, práctica, que nos infundiese una confianza sin límites en la eficacia
impetratoria de la oración; un abandono confiado en todas las situaciones
difíciles, por las que pueda atravesar nuestra alma! Entonces. imitando a la
Iglesia, que en su liturgia repite esta fórmula cada vez que dirige a Dios
una oración, nada pediríamos que no fuera en su nombre "porque ese mediador,
siempre vivo, reina en Dios con ei Padre y el Espíritu Santo", "por nuestro
Señor Jesucristo, que contigo vive y reina..." [Per Dominum Nostrum Iesum
Christum qui tecum vivit et regnat].
Tratándose de gracias, estamos seguros de obtenerlas todas por El. Cuando
San Pablo expone el plan divino dice que "en Cristo tenemos la redención
adquirida por medio de su sangre, la remisión de los pecados, según la
riqueza de su gracia, que se nos ofrece sobreabundantemente" (Ef 1,7).
Disponemos de todas estas riquezas adquiridas por Jesús, que han llegado a
ser nuestras por el Bautismo; lo único que tenemos que hacer es acudir a El
para apropiárnoslas y ser "como la esposa que sale del desierto" de su
pobreza, pero "llena de delicias" porque "se apoya sobre su amado". "¿Quién
es ésta que sube del desierto reclinada en su amado, destilando dulzuras?"
(Cant 8,5).
Si viviésemos de estas verdades, nuestra vida sería un cántico
ininterrumpido de alabanza, de acción de gracias a Dios, por el don
inestimable que nos ha hecho en su Hijo Jesucristo (2Cor 9,15). Así
entraríamos plenamente, para mayor bien y alegría más profunda de nuestras
almas, en los pensamientos de Dios, que quiere que lo encontremos todo en
Jesús, y que recibiéndolo todo de El, le demos, juntamente con su Padre, en
unidad de su común Espíritu, toda bendición, todo honor y toda gloria:
"Aquel que se sienta en el trono y al Cordero, bendiciones y honra y poder y
gloria por los siglos de los siglos" (Ap 5,13).
4
Jesucristo, causa eficiente de toda gracia
Causa efficiens
Hoy vamos a tratar todavía de la persona adorable de nuestro Señor. No os
canséis jamás de oír hablar de El. Ningún tema os será más útil, ni debe
seros más querido; en Cristo lo tenemos todo, y fuera de El no hay salud ni
santificación posible. Cuanto más se estudia el plan divino, según las
Sagradas Escrituras, más se advierte cómo un gran pensamiento lo domina
todo: El de que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es el centro
de la creación y de la redención; que todas las cosas se refieren a El, y
que por El se nos da a nosotros toda la gracia y se tributa toda la gloria
al Padre.
La contemplación de nuestro Señor no es sólo santa, sino santificante; con
sólo pensar en El y contemplarlo con fe y amor, nos santificamos. Para
ciertas almas, la vida de Jesucristo es un tema de meditación como otro cual
quiera; no es bastante eso. Cristo no es uno de los medios de la vida
espiritual, es toda nuestra vida espiritual El Padre lo ve todo en su Verbo,
en su Cristo, todo lo encuentra en El, tiene ciertamente exigencias
infinitas de gloria y de alabanza, pero encuentra cumplida satisfacción a
esas exigencias a través de su Hijo, en las acciones más intrascendentes de
su Hijo. Cristo es su Hijo muy querido en quien pone todas sus
complacencias. ¿Por qué no había de ser Cristo igualmente nuestro todo,
nuestro modelo, nuestra satisfacción, nuestra esperanza, nuestra luz,
nuestra fuerza, nuestra alegría? Esta verdad es tan capital, que quiero
insistir en ella nuevamente.
La vida espiritual consiste sobre todo en contemplar a Cristo, para
reproducir en nosotros su condición de Hijo de Dios y sus virtudes. Las
almas que tienen constantemente fija la mirada en Cristo, ven en su luz lo
que se opone dentro de ellas al desarrollo de la vida divina; buscan
entonces en Jesús la fuerza necesaria para remontar esos obstáculos y
agradarle; pídenle que sea el apoyo de su debilidad, que despierte y
acreciente sin cesar en ellas esa disposición fundamental, a la que se
reduce toda la santidad, y que consiste en buscar siempre lo que es
agradable a su Padre.
Esas almas entran plenamente en el plan divino; avanzan con rapidez y con
seguridad por el camino de la perfección y de la santidad; ni siquiera
corren el peligro de desalentarse a vista de sus defectos; saben que por sí
mismas nada pueden: "Sin mí nada podéis" (Jn 15,5); ni el peligro de
envanecerse por sus progresos, porque están convencidas de que si sus
esfuerzos personales son necesarios para corresponder a la gracia, su
perfección la deben exclusivamente a Jesucristo, que en ellas habita, vive y
trabaja. Si dan mucho fruto es, no solamente porque permanecen en Cristo por
la gracia y la fidelidad de su amor, sino también, y sobre todas las cosas,
porque Cristo permanece en ellas: "Quien mora en mí y yo en él, éste
producirá mucho fruto" (ib.).
En efecto, Cristo no es sólo un modelo como el que contempla un pintor
cuando hace un retrato, ni podemos tampoco comparar su imitación a la que
realizan ciertos espíritus mediocres cuando remedan el porte y los gestos de
un gran hombre a quien admiran; esa imitación es superficial, externa, y no
cala al fondo del alma.
La imitación de Cristo es muy otra. Cristo es más que un modelo, es más que
un Pontífice que nos ha obtenido la gracia de imitarle El mismo, por su
Espíritu, obra en lo íntimo de nuestra alma para ayudarnos a realizar ese
trasunto, esa copia. ¿Por qué?- Porque, ya lo dejé dicho al exponer el plan
divino, nuestra santidad es de orden esencialmente sobrenatural. Dios no se
contenta, ni se contentará jamás, desde que resolvió hacernos hijos suyos,
con una moralidad o una religión natural quiere que obremos como hijos de
linaje divino.
Pero esta santidad nos la da por su Hijo, en su Hijo, mediante la gracia que
nos ha merecido su Hijo Jesucristo. Toda la santidad que destina a los
hombres, la ha depositado en Jesús y de esa plenitud debemos recibir las
gracias que nos hagan santos: "Cristo ha sido hecho por Dios, nuestra
sabiduría, justicia, santidad y redención" (1Cor 1,30). Si Cristo posee
todos los tesoros de ciencia y de sabiduria (Col 2,3) y de santidad, es para
hacernos participantes de ellos, ha venido para que tengamos en nosotros la
vida divina, y para que la tengamos en abundancia: "Vine para que tengan
vida y para que esta vida sobreabunde en ellos" (Jn 10,10). Por su Pasión y
por su muerte, ha abierto a todos la fuente de esos tesoros; pero no lo
echemos en olvido: ese venero está en El y no fuera de El; es El el
encargado de hacerle fluir hasta nosotros; la gracia, principio de vida
sobrenatural, no viene sino por El. Por esto escribe San Juan: "El que está
unido al Hijo, posee la vida; el que no está unido al Hijo, no posee la
vida" (1Jn 5,12).
1. Durante la existencia terrena de Jesucristo, su humanidad era, como
instrumento del Verbo, fuente de gracia y de vida
Contemplemos a Jesús durante su existencia terrena, y veremos que es la
causa eficiente de toda gracia y la fuente de la vida; esa contemplación es
fructuosa, porque nos muestra cómo debemos esperarlo todo de nuestro Señor.
Vemos que su santa humanidad llega a ser el instrumento de que la divinidad
se sirve para derramar en torno suyo toda gracia y toda vida.
En primer lugar la vida o la salud corporal.
Un leproso se presenta a Jesús pidiendo la curación: Jesús extiende su mano,
le toca y dice: "Lo quiero, sé curado"; y al punto desaparece la lepra (Mt
8, 2-3).- Preséntanle dos ciegos: Jesús les toca los ojos con su mano,
diciendo: "Hágase según vuestra fe", y sus ojos se abren a la luz (Mt 9,
27-29).- Otro día introducen adonde El estaba un hombre sordo y mudo, y
suplican a Jesús que le imponga las manos; entonces Jesús, apartándole de la
turba, le pone el dedo en los oídos, le moja con saliva la lengua y,
levantando los ojos al cielo, suspira y dice: "Abríos", y al punto el hombre
oye, su lengua se desata y empieza a hablar con soltura (Mc 7, 32-35).-
Mirad a Jesús junto al sepulcro de Lázaro; con sólo la palabra le devuelve a
la vida.
En todas estas ocasiones vemos la santa humanidad servir de instrumento a la
divinidad. Es la persona del Verbo la que cura y resucita; mas para obrar
esas maravillas, el Verbo se sirve de la naturaleza humana que le está
unida, Cristo pronuncia las palabras sirviéndose de su naturaleza humana y
toca a los enfermos con sus manos. La vida brotaba de la divinidad, pero
llegaba a los cuerpos y a las almas mediante la humanidad [para emplear el
término teológico, la humanidad servía de fuente de vida como instrumento
unido al Verbo: Ut instrumentum coniunctum].- Comprendemos las palabras del
Evangelio cuando nos dicen que "las turbas deseaban tocar a Jesús, porque
salía de El un poder que curaba" [Virtus de illo exibat] (Lc 6,19).
De igual modo procede Jesucristo en el terreno sobrenatural de la gracia;
por una acción, una palabra, un gesto de la naturaleza humana que le está
unida, perdona los pecados y justifica a los pecadores. Ved a María
Magdalena entrar en medio del festín y regar con sus lágrimas los pies de
Cristo. Jesús le dice: "Tus pecados te son perdonados, tu fe te ha salvado"
(ib. 7, 48-50); es la divinidad la que perdona los pecados, sólo ella puede
hacerlo, pero Jesús otorga este perdón por medio de la palabra; y de esta
manera su humanidad se convierte en instrumento de la gracia. Hay en el
Evangelio una escena más explícita todavía. Cierto día presentan a Jesús un
paralítico tendido en un lecho. "Tus pecados te son perdonados", dice Jesús,
y los fariseos que le oyen y no creen en la divinidad, murmuran: "¿Quién es
este hombre que pretende perdonar los pecados? Sólo Dios puede hacerlo". Mas
nuestro Señor, queriendo demostrar que era Dios, les responde: "¿Qué es más
fácil decir: Te son perdonados tus pecados, o decir: Levántate y anda? Pues
bien, a fin de que sepáis que el Hijo del Hombre -notad la expresión, Hijo
del Hombre; nuestro Señor la emplea intencionadamente en lugar del término
Hijo de Dios tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecados, yo te lo
mando, dice al paralítico: Levántate, toma tu lecho y vuelve a tu casa". Y
al punto aquel hombre se levanta en presencia de toda la gente, toma la cama
sobre la que se le había llevado, y tórnase a su casa, glorificando a Dios
(Lc 5, 18-25).
Así obra Cristo milagros, perdona los pecados y distribuye la gracia con
libertad y poder soberanos, porque siendo Dios, es la fuente de toda gracia
y de toda vida; pero lo hace sirviéndose de su humanidad; la humanidad de
Cristo es vivificante, a causa de su unión con el Verbo divino [Carnem
Domini vivificatricem esse dicimus quia facta est propria Verbi cuncta
vivificare prævalentis. Concil. Ef., can.2].
Lo mismo se verifica en la Pasión y muerte de Jesús. Jesús padece, expía y
merece en su naturaleza humana; la humanidad es el instrumento del Verbo, y
los padecimientos de la santa humanidad obran nuestra salvación, son causa
de nuestra redención, y nos vuelven a la vida [+Santo Tomás, III, q.8, a.1,
ad 1]. "Estábamos muertos en el pecado, pero Dios nos ha vuelto a la vida
con Cristo, a causa de Cristo, perdonándonos todas nuestras culpas" (Col
2,13). Santo Tomás nos lo dice claramente [Citemos esta bella proposición
del Doctor Angélico: Verbum prout in principio erat apud Deum vivificat
animas sicut agens principale; caro tamen eius, et misteria in ea patrata
operantur instrumentaliter ad animæ vitam. III, q.62, a.5, ad 1. +III, q.48,
ad 6; q.49, ad 1; q.27. De veritate, art.4]. En el momento en que, por amor
de su Padre y nuestro, iba Cristo a entregarse para dar la vida divina a
todos los hombres, pide al Padre que glorifique a su Hijo, puesto que le ha
dado autoridad sobre toda carne, "a fin de que dé yo la vida eterna a todos
aquellos que Tú has puesto en mis manos" (Jn 17, 1-2). Jesús ruega a su
Padre que realice ya en principio su plan eterno. El Padre ha constituido a
Cristo jefe del género humano; sólo en Cristo quiere que el hombre encuentre
su salvación; y nuestro Señor pide que así se haga, puesto que por su Pasión
y muerte, ocupando nuestro lugar, va a satisfacer por todos los crímenes del
linaje humano y merecer para él toda gracia de salud y de vida.
La oración de nuestro Señor ha sido escuchada. En premio de haber llevado a
cabo por sus padecimientos y sus méritos la salvación del género humano,
Cristo ha sido confirmado como dispensador universal de toda gracia. "Se ha
anonadado, y por esto en el día de la Ascensión su Padre le ensalzó y le dio
un nombre sobre todo nombre" (Fil 2, 7-9). "Le constituyó heredero de todas
las cosas" (Heb 1,2); le dio las naciones en herencia, porque El las había
ganado con su sangre: "Pide, y yo te daré en herencia todas las gentes" (Sal
2,8). En beneficio de ellas ha sido dado a Cristo todo poder de gracia y de
vida en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). Finalmente, puso todas las cosas
en sus manos por el amor que le tenía (Jn 3,35).
Así, modelo único, pontifice supremo, Redentor del mundo y mediador
universal, Jesucristo fue además constituido dispensador de toda gracia. "La
efusión de toda gracia en nosotros, dice Santo Tomás, no pertenece más que a
Cristo y esta causalidad santificante resulta de la unión íntima que hay en
Cristo entre la divinidad y la humanidad" [Interior autem influxus gratiæ
non est ab aliquo nisi a solo Christo, cuius humanitas ex hoc quod est
divinitati coniuncta habet virtutem iustificandi. Santo Tomás, III, q.8,
a.6].
"El alma de Cristo, añade el mismo Santo, ha recibido la gracia en su más
alto grado de plenitud; parece, pues, razonable que de esta plenitud haga
copartícipes a todas las almas; y precisamente de este modo llena su
cometido de cabeza de la Iglesia. De ahí que la gracia que adorna el alma de
Cristo sea, en su esencia, la misma que nos purifica" (ib. a.5).
2. Cómo obra Cristo después de su Ascensión. Medios oficiales: Los
sacramentos producen la gracia por sí mismos, pero en virtud de los méritos
de Cristo
Pero acaso me preguntéis: ¿Cómo Cristo, después de haber subido a los
cielos, cuando los hombres no pueden verle ni oirle ni tocarle, produce esos
efectos de gracia y de vida? ¿Cómo se ejerce sobre nosotros, y en nosotros,
la acción de nuestro Señor? ¿Cómo es ahora causa eficiente de nuestra
santidad? ¿Cómo produce en nosotros la gracia, fuente de vida?
Jesucristo, por ser Dios, es dueño absoluto de sus dones y de la manera como
los distribuye; del mismo modo que nosotros no podemos limitar su poder, así
tampoco podemos determinar los modos de su acción. Jesucristo puede hacer
afluir, cuando le place, la gracia en el alma, directamente y sin
intermediarios, la vida de los santos está llena de estos ejemplos de la
libertad y de la liberalidad divinas; sin embargo, en la economía actual, el
camino oficial y ordinario por el cual llega hasta nosotros la gracia de
Cristo es principalmente el de los sacramentos por El instituidos.
Podría santificarnos de otro modo; pero siendo Dios, desde el momento en que
decidió por sí mismo establecer esos medios de salvación, que sólo El podía
determinar, puesto que sólo El es el autor del orden sobrenatural, debemos
recurrir en primer lugar a esas fuentes auténticas. Todas las prácticas de
ascética que pudiéramos inventar para conservar y aumentar en nosotros la
vida divina, no tienen ningún valor sino en la medida en que nos ayudan a
extraer más provecho de esas fuentes de vida; porque ellas son, en efecto,
las fuentes puras y verdaderas, a la vez que inagotables, donde
encontraremos infaliblemente la vida divina de que Jesús rebosa y de la que
quiere hacernos participantes.
Veamos, pues qué medios son éstos. No trato de daros aquí toda la Teología
de los Sacramentos, mas espero deciros lo suficiente para que veáis cómo,
brillan en su institución la bondad y la sabiduría de nuestro divino
Salvador.
¿Qué es un sacramento?
El Santo Concilio Tridentino (al cual debemos siempre acudir en esta
materia, porque en él encontramos la doctrina de los Sacramentos expuesta
con precisión admirable) nos dice que el Sacramento es "un signo sensible
que significa y produce una gracia invisible"; es un símbolo que contiene y
confiere la gracia divina. Es un signo sensible, externo, tangible; nosotros
somos a la vez materia y espíritu, y Cristo ha querido utilizar la materia
-agua, óleo, trigo, vino, palabra, imposición de las manos- para señalar la
gracia que quiere producir en las almas.
Sabiduría eterna, Cristo ha adaptado a nuestra naturaleza, material y
espiritual a la vez, los medios sensibles de comunicarnos su gracia [Si
incorporeus esses, nuda et incorporea tibi dedisset ipse dona; sed quia
anima corpori coniuncta est, sensibilibus intelligibilia tibi præstat. San
Juan Crisóstomo, Homilia 82 in Mat., y Homilia 60 ad popul. Antioch.].
Digo "comunicar", porque esos signos no sólo significan o simbolizan la
gracia, sino que la contienen y la confieren. Esos signos y esos ritos son
eficaces: producen realmente la gracia por la voluntad y la institución de
Jesucristo, a quien el Padre ha dado todo poder, y que con el Padre y el
Espíritu Santo es Dios; el efecto de los Sacramentos es la gracia producida
en lo íntimo del alma.
Escuchemos a nuestro divino Salvador; El nos enseña que el agua del Bautismo
lava nuestras faltas, nos regenera en la vida de la gracia, nos hace hijos
de Dios y herederos de su reino. "A menos que uno sea regenerado por el agua
y el Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3,5). Nos
enseña, además, que la palabra del ministro que nos absuelve borra nuestros
pecados. "A aquellos a quienes perdonareis los pecados, les serán
perdonados"; nos dice que bajo las apariencias del pan y del vino se hallan
realmente su cuerpo y su sangre, que hay que comer y beber para tener la
vida; ccn respecto al matrimonio, nos declara que el hombre no puede separar
a los que fueron por Dios unidos; y la Tradición, eco de la enseñanza de
Jesús, nos repite que la imposición de las manos confiere a los que la
reciben el Espíritu Santo y sus dones. [En cuanto a la cuestión de saber si
todos los Sacramentos han sido instituidos inmediatamente, en todos sus
detalles, por el mismo Cristo, importa poco para nosotros; varios
Sacramentos ofrecen este carácter; en el Evangelio no leemos que todos
fueran instituídos de la misma manera; pero si Cristo delegó en sus
Apóstoles la determinación de ciertos detalles, aunque sean de importancia,
no es menos verdadero que únicamente El es quien dotó a todos esos símbolos
de la gracia de la cual es autor y fuente única].
Una de las manifestaciones de la condescendencia de nuestro divino Salvador
al instituir los sacramentos consiste en que los signos que contienen la
gracia, la producen por sí mismos [ex opere operato]. El acto sacramental,
la obra practicada, la simple aplicación al alma de los símbolos y ritos,
hecho con arreglo a lo prescrito, eso es lo que confiere la gracia, y la
confiere independientemente, no de la intención, pero sí del mérito personal
de aquel que lo administra. La indignidad de un ministro herético o
sacrílego no puede poner óbice al efecto del Sacramento, si ese ministro se
conforma con la intención de la Iglesia y trata de ejecutar lo que hace la
Iglesia en semejantes casos. El Bautismo, administrado por un ministro
heretico, es válido. -¿Por qué?- Porque Cristo, Hombre-Dios, quiso colocar
la comunicación de las gracias por encima de toda consideración del mérito o
de la virtud de aquellos que le sirven de instrumento; el valor del
Sacramento no depende de la dignidad o de la santidad humanas; radica en la
institución del Sacramento por Jesucristo y esto es lo que origina en el
alma fiel una confianza ilimitada en la eficacia de esos auxilios divinos
[Secura Ecclesia spem non posuit in homine... sed spem suam posuit in
Christo, qui sic accepit formam servi ut non amitteret formam Dei. San
Agustín, Ep. 89,5].
¿Quiere esto decir que debemos usar de esos medios sin disposición ninguna,
que podemos acercarnos a ellos sin ninguna clase de preparación? Al
contrario.- ¿Qué es, pues, lo que se requiere?- En primer lugar, una
disposición general que guarda relación con la producción misma de la
gracia: que quien recibe los Sacramentos no ponga obstáculos a su acción, a
su operación, a su energía [non ponentibus obicem].- Oponed un dique a las
aguas de un torrente: las aguas se detienen; destruid el dique, quitad el
obstáculo: al punto, libres las aguas, se precipitan e invaden la llanura.
Lo mismo sucede con la gracia de los Sacramentos. En el Sacramento se halla
todo lo necesario para obrar, pero se necesita también que la gracia no
encuentre óbices en nosotros.- ¿Qué óbices?- Varían según el carácter de los
signos y de la gracia que contienen. Así, no podemos recibir la gracia de
ningún Sacramento si no consentimos en ella; el adulto a quien se confiere
el Bautismo, no puede recibir la gracia si su voluntad se opone a la
recepción del Sacramento; la falta de contrición es igualmente un obstáculo
ala recepción de la gracia del Sacramento de la penitencia; y el pecado
mortal constituye un obstáculo que nos impide recibir la gracia de la
Eucaristía: quitad el obstáculo, y la gracia descenderá sobre vosotros en el
instante en que recibáis el Sacramento.
Pero yo añadiría aún: ensanchad por la fe, la confianza y el amor la
capacidad de vuestras almas, y la gracia descenderá más abundante sobre
vosotros.- Porque si la gracia sacramental es sustancialmente la misma en
todos los Sacramentos, varía en los grados, en la intensidad, según las
disposiciones de los que la reciben después de haber suprimido los
obstáculos, varía no en su entidad, sino en su fecundidad y en lo dilatado
de su acción, según las disposiciones del alma receptora.
Abramos, pues, enteramente a la gracia divina las avenidas de nuestra alma;
aportemos toda la caridad y toda la pureza posibles para que Cristo haga
sobreabundar en nosotros su vida divina.
Porque Cristo, el Verbo encarnado, en cuanto Dios, es la causa eficiente
primera y primordial de la gracia producida por los Sacramentos. -¿Cómo es
esto?- Porque sólo puede producir la gracia aquel que es su autor y su
fuente. Los Sacramentos, señales destinadas a transmitir esa gracia al alma,
obran en calidad de instrumentos, son una causa de gracias, causa real
eficiente, pero sólo instrumental.
Observad un artista en su taller. Trabaja y se vale del cincel para pulir el
mármol y realizar el ideal que persigue su genio. Cuando la obra esté
acabada, podremos decir con entera exactitud que su autor es el artista,
pero el cincel ha sido el instrumento encargado de transmitir su idea a la
materia. La obra es debida al cincel, pero al cincel guiado y vivificado por
la mano del maestro, dirigida, a su vez, por el genio que ha concebido la
obra ejecutada.
Lo mismo pasa con los Sacramentos: son signos que producen la gracia, no
como causa principal -pues la gracia santificante brota sólo de Cristo como
de su fuente única-, sino como instrumentos, en virtud del impulso que
reciben de la humanidad de Cristo, unida al Verbo y llena de la vida divina
[Sacramenta corporalia per propiam operationem quam exercent circa corpus
quod tangunt, efficiunt operationem instrumentalem ex virtute divina circa
animam; sicut aqua baptismi abluendo corpus secundum propriam virtutem,
abluit animam in quantum est instrumentum virtutis divinæ; nam ex anima et
corpore unum fit. Et hoc est quod Agustinus dicit quod "corpus tangit, et
cor abluit".- Vis spiritualis est in sacramentis in quantum ordinantur a Deo
ad effectum spiritualem. Santo Tomás, III, q.62, a.1, ad 2, y q.67, a.4, ad
1. +q.64, a.4].
Cristo mismo es quien bautiza y quien absuelve en la persona del sacerdote.
"¿Pedro, bautiza?, dice San Agustín; es Cristo quien bautiza. ¿Judas,
bautiza? Es Cristo quien bautiza" [Petrus baptizet, Christus baptizat; Iudas
baptizet, Christus baptizat. Trat. sobre San Juan, VI]. El ministro,
cualquiera que sea, obra en virtud de Cristo, El, aplica los méritos de
Cristo, y da participación en las satisfacciones de Cristo, finalmente, la
vida de Cristo es la que afluye a nuestras almas, conducida a través de esos
canales. [Comentando estas palabras: Dominus baptizabat plures quam Ioannes,
quamvis ipse non baptizaret, sed discipuli eius, escribe San Agustín: Ipse
et non ipse; ipse potestate, illi ministerio, servitutem ad baptizandum illi
admovebant, potestas baptizandi in Christo permanebat. Trat. sobre Jn V,1].
Toda la eficacia de los Sacramentos, para hacernos partícipes de la vida
divina, emana, por tanto, de Cristo, el cual, por su vida y su sacrificio en
la Cruz, nos mereció toda gracia e instituyó, por otra parte, esas señales
para hacerla llegar a nosotros. ¡Oh, si tuviésemos fe, si comprendiésemos lo
que son esos medios divinos -doblemente divinos: por su fuente primera y
original y por la finalidad que persiguen-, con qué fervor y frecuencia
utilizaríamos estos medios puestos generosamente a nuestra disposición por
la bondad de nuestro Señor, en el transcurso de nuestra vida!
3. Universalidad de los sacramentos; se extienden a toda nuestra vida
sobrenatural; confianza ilimitada que debemos tener en estas fuentes
auténticas
En efecto, lo que acaba de hacer resaltar aquí la admirable sabiduría del
Verbo encarnado es que los Sacramentos envuelven toda nuestra vida en
influencias santificadoras.
Santo Tomás [III, q.65, a.1] nos dice que hay una analogía entre la vida
natural y la vida sobrenatural.- Nacemos a la vida sobrenatural por el
Bautismo; esa vida debe robustecerse y eso se hace en la Confirmación; no se
nace más que una vez, y sólo una vez se llega a la virilidad; por eso estos
Sacramentos no se reiteran. Como el cuerpo, el alma necesita un alimento;
ese alimento es la Eucaristia, que puede ser recibida todos los días; cuando
caemos en el pecado, la Penitencia nos vuelve la gracia cuantas veces sea
necesario, purificándonos de nuestras faltas. ¿Nos amenaza la enfermedad con
la muerte? La Extremaunción será la que prepare nuestro paso a la eternidad,
y a veces nos devolverá la salud del cuerpo, si tal es el designio de Dios.
Todos estos Sacramentos, tan varios, crean, alimentan fortalecen, aseguran,
reparan, hacen crecer y desarrollarse la vida divina en el alma de cada uno
de nosotros.
Mas como el hombre no es un individuo aislado, sino miembro de una sociedad,
el Sacramento del Matrimonio santifica la familia y bendice la propagación
del género humano, mientras que el del Orden perpetúa, por el sacerdocio, el
poder de la paternidad espiritual.
Todos estos sacramentos, sin excepción, confieren la gracia, es decir,
comunican al alma o aumentan en ella la vida de Cristo: gracia santificante,
virtudes infusas, dones del Espíritu Santo, todo ese admirable conjunto que
con el nombre de estado de gracia hermosea la sustancia de nuestra alma y
fecunda sobrenaturalmente sus facultades para hacerla semejante a Jesucristo
y digna de las miradas del Padre Eterno.
En cada sacramento recibimos la gracia santificante o un aumento de la
misma; pero esa gracia reviste en cada uno de ellos su modalidad propia,
contiene energías especiales, produce particulares efectos, específicos y
conformes con el fin para el cual fue instituido el Sacramento, según
acabamos de indicar; y, como bien lo sabéis, el Bautismo, la Confirmación y
el Orden imprimen en el alma algo así como un sello, un carácter indeleble:
el carácter de cristiano, de soldado de Cristo, de sacerdote del Altísimo.
Lo que ante todo conviene retener de esta analogía (que por otra parte no
debemos llevar hasta el último límite), es que el cristiano en las
principales fases de su vida dispone de abundantes y adecuados medios de
santificación y que Cristo ha proveído a todas nuestras necesidades
sobrenaturales. En cualquiera etapa algo importante de nuestra existencia,
la gracia está allí bajo una forma particular de oportunidad bienhechora,
Jesucristo nos acompaña durante toda nuestra peregrinación por la tierra;
permanece a nuestro lado durante "toda la campaña".
Tengamos, pues, fe, una fe viva, práctica, en todos esos medios de
santificación. Jesucristo ha querido y merecido que su eficacia sea
soberana, su excelencia trascendente, su fecundidad inagotable: son señales
henchidas de vida divina. Cristo ha querido amontonar en ellos todos sus
méritos y satisfacciones para comunicárnoslo a nosotros: nada puede ni debe
reemplazarlos; son necesarios para la salud en la economía actual de la
Redención. [Hay que añadir que esta necesidad no es igual con respecto a
todos los Sacramentos; así, el Bautismo es absolutamente necesario para
todos; pero no sucede lo mismo con el Orden y el Matrimonio, en cuanto se
refieren a los hombres tomados individualmente].
Es menester repetirlo, pues la experiencia enseña que a la larga, aun en las
almas que buscan a Dios, se echa de menos la estimación práctica de estos
medios de salvación. Los Sacramentos son, así lo enseña la Iglesia, los
canales oficiales auténticos, creados por Cristo para hacernos llegar hasta
su Padre. Es injuriarle no apreciar su valor, su riqueza, su fecundidad; por
el contrario, se le glorifica cuando acudimos a esos tesoros adquiridos por
sus méritos; de esa manera reconocemos que todo nos viene de El, y eso es
rendirle un homenaje que le agrada sobremanera.
Hay almas que no tienen en esas señales sagradas más que una fe muy
limitada; que prácticamente no las utilizan sino con demasiada parsimonia;
que no estiman debidamente la gracia producida en ellas por los Sacramentos;
que se preparan con poca diligencia y prefieren acudir a medios
extraordinarios.- Cierto, lo dije arriba, Jesucristo es siempre dueño
absoluto de sus dones los distribuye cuando y a quien le place; vemos en los
Santos las maravillas de su generosidad divina, desde los carismas que
ilustraban la vida de los primeros cristianos, hasta los favores inauditos
que aun hoy en día abundan en las almas [mirabilis Deus in sanctis suis].
Pero en esta materia, Cristo nada ha prometido, ni ha señalado esos medios
como la vía regular de la salvación ni de la santidad. En cambio, ha
instituido los Sacramentos, con sus energías particulares y su virtud
eficaz, y por tanto, esos Sacramentos constituyen, en su armoniosa variedad,
un conjunto de medios de salvación singularmente seguros, aquí no hay
ilusión posible, y bien sabemos cuán peligrosas son en materia de piedad y
de santidad las ilusiones fomentadas por el demonio. Dios quiere nuestra
santificación.
"Esta es la voluntad de Dios: que os santifiquéis" (1Tes 4,3). Cristo lo repite: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48); en estas palabras no se trata únicamente de la salvación, sino de la perfección, de la santidad.- Pues bien, nuestro Señor, al comunicarnos la gracia necesaria para adquirir esa santidad normalmente, no se sirve de medios extraordinarios como son los arrobamientos los éxtasis... sino de los Sacramentos, y basta que lo haya querido así para que nuestras almas, avidas de santidad, se abandonen a esa voluntad con toda fe, con entera confianza. Ahí se encuentran las verdaderas fuentes de vida y de santificación, fuentes suficientes y abundantes, en vano iríamos a buscarlas a otra parte "abandonaríamos, según la enérgica palabra de la Escritura, las fuentes de las aguas vivas, para cavarnos cisternas porosas que no pueden retener el agua" (Jer 2,13).
Toda nuestra actividad espiritual debería tener por única razón de ser, por
fin único hacernos capaces de sacar cada vez con más abundancia, con más fe
y más pureza, el agua de esas fuentes divinas; conseguir que fructifique con
más facilidad y libertad, con más vigor, la gracia pro pia de cada
sacramento.
¡Ah, venid con alegría a esas aguas de salvación!: "Sacaréis con gozo las
aguas" (Is 12,3); acudid a esas aguas saludables, acrecentad por el
arrepentimiento, la humildad la confianza, y sobre todo por el amor, la
capacidad de vuestras almas, a fin de que la acción del sacramento se haga
más profunda, más vasta, más duradera. Renovamos nuestra fe en las riquezas
de Cristo cada vez que nos acercamos a ellas; esta fe impide que la rutina
se infiltre en el alma que frecuenta esas fuentes. Sacad, sobre todo,
frecuentemente las aguas de la fuente eucarística, el sacramento de vida por
excelencia. Estas son las fuentes que el Salvador hizo brotar por sus
méritos infinitos del pie de la Cruz, o mejor, del fondo de su Corazón
sacratísimo.
Comentando el texto del Evangelio sobre la muerte de Cristo: "Un soldado
abrió su costado con la lanza" (Jn 19,34), escribe San Agustín estas
palabras admirables: "El Evangelista se sirvió de una palabra escogida de
intento; no dice, al hablar de la lanzada que el soldado dio a Cristo en la
cruz, hirió su costado -u otra cosa semejante-, sino abrió su costado, para
darnos a entender que de esta manera nos abría la puerta de la vida por
donde salieron los sacramentos sin los cuales no podemos conseguir la vida
verdadera" (Trat. sobre San Juan, 120). Todas estas fuentes brotan de la
Cruz, del amor de Cristo; todas ellas nos aplican los frutos de la muerte
del Salvador, en virtud de la Sangre de Jesús.
Por tanto, si queremos vivir cristianamente, si buscamos la perfección, si
suspiramos por la santidad, acudamos a ellas con alegría, porque son fuentes
de vida en la tierra, que se trocará en gloria más tarde en el cielo. "El
que tenga sed, que venga a Mí y beba (Jn 7,38), porque el que bebe el agua
que yo le doy, jamás tendrá sed". "El agua que yo le dé será en él una
fuente copiosa que le hará vivir para la vida eterna" (+ib. 4,13). "Venid,
amados míos, parece decirnos el Salvador, embriagaos, carísimos" (Cant 5,1),
bebed de esas fuentes, por las cuales, bajo el velo de la fe, os comunico yo
aqui abajo mi propia vida, hasta el día en que, habiendo desaparecido todos
los símbolos, os embriague yo mismo con el torrente de mi bienaventuranza en
la eterna claridad de mi luz: "En tu luz veremos la luz... y les abrevarás
en el torrente de tus delicias" (Sal 35, 9-10).
4. Poder de santificación de la humanidad de Jesús fuera de los sacramentos,
por el contacto espiritual de la fe. Importancia capital de esta verdad
Las riquezas de la gracia que Cristo nos comunica son tan grandes -San Pablo
las llama insondables (Ef 3,8)-, que los sacramentos no las agotan
totalmente.
Además de los Sacramentos, Cristo, tiene otro medio para obrar en nosotros.
¿Cuál? -Nuestro contacto con El por medio de la fe.
Leamos, para comprender esto, una escena que trae San Lucas: En una de sus
expediciones apostólicas, nuestro divino Salvador se ve rodeado y estrujado
por las turbas. Una mujer enferma desea la curación; se acerca a El, y llena
de confianza, toca la orla de su vestido. Nuestro Señor pregunta a los que
le rodean: "¿Quién me ha tocado?" -Pedro responde: "Señor, por todas partes
te oprimen, y preguntas ¿quién me ha tocado?" -Jesús insiste: "Alguien me ha
tocado, porque he sentido que un poder ha salido de Mí". -Efectivamente, en
aquel instante la mujer había quedado sana y había curado, a causa de su fe:
"Tu fe te ha salvado" (Lc 8, 40-48).
Algo análogo pasa con nosotros. Cada vez que, fuera de los Sacramentos, nos
acerquemos a Cristo, saldrá de El una fuerza, una virtud divina y penetrará
en nuestras almas, para iluminarlas, para auxiliarlas.
El medio para acercarse a Cristo lo conocéis bien: es la fe. Por la fe
tocamos a Cristo, y a su contacto divino, nuestra alma se transforma poco a
poco.
Como os decía Cristo ha venido a nosotros para darnos parte en sus riquezas,
en la perfección entera de sus virtudes, porque todo lo que El tiene nos
pertenece; todo es nuestro. Cada una de las acciones de nuestro Salvador es
para nosotros, no sólo un modelo, sino una fuente de gracia; por las
virtudes que practicó, nos mereció la gracia de poder ejercitarlas también
nosotros, y cada uno de sus misterios contiene lma gracia especial de la que
El quiere que participemos con toda verdad.
Cierto que los que vivieron con Cristo en Judea y tuvieron fe en El
recibieron una parte copiosa de esas gracias que merecía para todos los
hombres. Esto lo vemos continuamente en el Evangelio.
Cristo no sólo tenía, como ya os he mostrado, el poder de curar las
enfermedades corporales, sino también el de santificar las almas. Ved, por
ejemplo, cómo santificó a la Samaritana, quien, después de haber platicado
con El, creyó que era el Mesías. Ved cómo purificó a la Magdalena, la cual,
viendo en El al profeta, al enviado de Dios, vino a derramar sus perfumes
sobre sus sagrados pies. El contacto con el Hijo de Dios es para las almas
que tienen fe en El una fuente de vida (Lc 8, 40-48). Fijaos cómo, durante
su Pasión, con una sola mirada, da a Pedro, que le había negado, la gracia
del arrepentimiento; fijaos en el Buen Ladrón: a la hora de su muerte
reconoce en Jesús al Hijo de Dios, puesto que le pide un lugar en su reino,
y al punto el Salvador, pronto a expirar, le concede el perdón de sus
crimenes: "Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso".
Todo esto lo sabemos, y estamos de ello tan convencidos, que exclamamos a
veces: "¡Oh, si me hubiera sido dado vivir con nuestro Señor en Judea,
seguirle como los Apóstoles, llegarme a El durante su vida y estar presente
a su muerte, entonces seguramente hubiera sido santo!"
Sin embargo, escuchad lo que dice Jesús: "Bienaventurados los que no me
vieron y creyeron" (Jn 20,29). ¿No es esto decirnos que el contacto con El a
través de la fe únicamente es más eficaz todavía y más provechoso para
nosotros? -Creamos, pues, esta afirmación de nuestro divino Maestro; sus
palabras son "espíritu y vida" (ib. 6,64). Persuadámonos de que el poder y
la virtud de su santa humanidad son para nosotros idénticos que para sus
contemporáneos, porque Cristo vive siempre: "Cristo existió ayer y hoy y
también vivirá para siempre" (Heb 13,8).
Nunca os repetiría bastante cuán grande es el provecho que reportará a
vuestras almas el permanecer unidas al Señor por el contacto de la fe.-
Sabéis que los israelitas durante su peregrinación por el desierto
murmuraron contra Moisés, para castigarlos, Dios les envió serpientes cuyas
mordeduras les hacían padecer mucho. Movido después por el arrepentimiento
del pueblo, ordenó a Moisés que erigiese una serpiente de bronce, a cuya
sola vista los hijos de Israel curaban de sus llagas (Núm 21,9).- Pues bien;
según la interpretación misma de nuestro Señor (Jn 3,14), esa serpiente de
bronce era la figura de Cristo levantado en Cruz, y El mismo dijo: "Cuando
yo fuere levantado de la tierra, todo lo arrastraré hacia Mí" (Jn 12,32).
Cristo se ha convertido en fuente de toda luz y de toda fuerza para
nosotros, por habernos merecido la gracia, mediante el sacrificio de la
Cruz.- De aquí que la mirada humilde y amorosa del alma sobre la santa
humanidad de Jesús sea tan fecunda y eficaz. Nunca pensaremos bastante en el
poder de santificación que posee la humanidad de Cristo, aun fuera de los
sacramentos.
El medio de ponernos en contacto con Cristo es la fe en su divinidad, en su
omnipotencia, en el valor infinito de sus satisfacciones, en la eficacia
inagotable de sus méritos.- En uno de sus sermones al pueblo de Hipona, se
pregunta San Agustín cómo podremos tocar a Cristo una vez que ha subido al
Cielo, y responde: "Por la fe toca a Cristo quien cree en El", y el Santo
Doctor recuerda la fe de aquella mujer que tocó al Señor para obtener su
curación. Hay, añade, muchos hombres carnales que no ven en Jesús más que un
hombre, no adivinan la divinidad velada por su humanidad, no saben tocar
porque su fe no es lo que debiera ser. ¿Queréis tocar con fruto a
Jesucristo? -Creed en la divinidad, que, como Verbo, comparte desde toda la
eternidad con el Padre [In cælo sedentem, quis mortalium potest tangere?...
Sed ille tactus fidem significat; tangit Christum qui credit in Christum...
Fide tetigit, et sanitas subsecuta est... Vis bene tangere? Intellige
Christum ubi est Patri coæternus, et tetigisti. Sermón CCXLIII, c. 2.
+Sermones LXII, 3, y CCXLV, 3; In Jn XXVI, 3].
Creer, pues, en su divinidad es el medio que nos pone en contacto con
Cristo, fuente de toda gracia y de toda vida. Cuando leemos el Evangelio y
repasamos en nuestro espíritu las palabras y las acciones del Señor; cuando
en la oración y en la meditación contemplamos sus virtudes, y, sobre todo,
cuando nos asociamos con la Iglesia en la celebración de sus misterios, como
os mostraré más adelante; cuando nos unimos a El en cada una de nuestras
acciones, ora comamos, ora trabajemos, ora hagamos cualquier cosa honesta,
en unión con las acciones semejantes que El mismo realizó viviendo en la
tierra; cuando hacemos todo esto con fe y amor, con humildad y confianza,
sale de Cristo una fuerza, un poder, una virtud divina, para iluminarnos,
para ayudarnos a eliminar los obstáculos que se oponen a su acción en
nosotros, para producir la gracia en nuestras almas.
Podrías decirme: "Yo no siento nada de eso."- No es necesario sentirlo,
nuestro Señor mismo decía que su reino en las almas no cae bajo la
experiencia de los sentidos (+Lc 17,20 y sig.). La vida sobrenatural no es
cuestión de sentimentalismo. Si Dios nos hace sentir la suavidad de su
servicio hasta en las facultades sensibles, debemos agradecérselo y
servirnos de ese don inferior como de una escala para subir más arriba, como
de un medio para aumentar nuestra fidelidad, pero no apegarnos a él, y,
sobre todo, no fundar nuestra vida interior en esa devoción sensible; esa
base sería, en efecto, muy inestable. Tanto podemos estar en el error
creyendo que hacemos grandes progresos en la vía de la perfección porque
nuestra devoción sensible es muy intensa, como si nos imaginamos que no
hacemos ningún progreso, porque el alma está en la mayor aridez espiritual.
¿Cuál es, pues, la verdadera base de nuestra vida sobrenatural?- Es la fe y
la fe es una virtud que se ejercita con las facultades superiores,
inteligencia y voluntad.- Y bien: ¿qué nos dice la fe? -Que Jesús es Dios al
mismo tiempo que Hombre, que su humanidad es la humanidad de un Dios, la
humanidad del ser que es la infinita sabiduría, el amor mismo y la misma
omnipotencia.
- ¿Cómo dudar, pues, de que cuando nos acercamos a El, aunque sea fuera de
los sacramentos, por la fe, con humildad y confianza sale de El un poder
divino que nos ilumina, nos fortalece, nos ayuda y nos auxilia? -Nadie se
acercó jamás a Cristo con fe sin haber recibido los rayos bienhechores que
brotan sin cesar de ese foco de luz y de calor (Lc 6,19).
Jesucristo, que vive siempre (Heb 7,25), y cuya humanidad permanece
indisolublemente unida al Verbo divino, es de este modo para nosotros -en la
medida de nuestra fe y de la decisión con que nos propongamos imitarle- una
luz y una fuente de vida, y si somos fieles en contemplarle de este modo,
imprimirá poco a poco en nuestra alma su imagen, revelándose a ella más
íntimamente y haciéndonos compartir los sentimientos de su divino Corazón y
dándonos la fortaleza necesaria para acordar nuestra conducta con estos
sentimientos. [Aquí la palabra sentimiento tiene su acepción espiritual de
afecto de la voluntad].
"Y veo yo claro y he visto después, decía Santa Teresa, que para agradar a
Dios y que nos haga grandes mercedes quiere sea por manos de esta Humanidad
Sacratísima, en quien dijo su Majestad se deleita. Muy muchas veces lo he
visto por experiencia; hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esa
puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes
secretos... Por aquí va seguro"(Vida, cap.22).
Así comprendemos la verdad de aquellas palabras de Jesús: "Mi Padre es el
viñador celestial; yo soy la vid, vosotros los sarmientos, quien permanece
en Mí, y Yo en él, da mucho fruto" (Jn 15,5). Según la hermosa advertencia
de San Agustín, Cristo es la vid como Hombre; como Dios, siendo una misma
cosa con su Padre, es el viñador que trabaja, no exteriormente como los
viñadores de la tierra, sino en la intimidad del alma, para procurarle el
acrecentamiento de la gracia y de la vida: porque, añade el gran Doctor
siguiendo a San Pablo: el que planta no es nada, lo mismo que el que riega,
sino solamente Dios, que da el incremento (Trat. sobre San Juan, 80). La
savia de la gracia sube de la vid, que es Jesús, a los sarmientos, que son
nuestras almas. Con la condición de que perrnanezcamos unidos a la vid.
¿Cómo?
Por los Sacramentos, sobre todo por el de la Eucaristía, que es el
sacramento propio de la unión: "El que come mi carne y bebe mi sangre, mora
en Mí y Yo en él" (Jn 7,57).- Después por la fe, San Pablo nos dice: "Os sea
concedido el que Cristo habite por la fe en vuestros corazones" (Ef 3,17).
Mediante la fe vivificada por el amor, es decir, la fe perfecta que acompaña
al estado de gracia, Cristo habita en nosotros, y cada vez que nos ponemos
en contacto con Jesús por esta fe, Cristo ejerce sobre nosotros su poder
santificador [Christus per fidem habitat in cordibus vestris. Ef 3,17].
Mas para esto es necesario que apartemos los obstáculos que podrían oponerse
a su acción: el pecado, las imperfecciones plenamente voluntarias, el
asimiento a la criatura y a nosotros mismos, que tengamos un ardiente deseo
de parecernos a El; que nuestra fe sea viva y práctica; una fe viva, es
decir, inquebrantable, en los tesoros infinitos de la santidad contenidos en
Cristo, que lo es todo para nosotros; una fe práctica, vigilante, que nos
arroje a los pies de Jesús, para cumplir cuanto pida de nosotros para la
gloria de su Padre. Entonces, como dice el Concilio Tridentino, "Cristo
ejerce constantemente en nosotros su virtud santificadora como la cabeza la
ejerce sobre los miembros, como la vid la ejerce sobre los sarmientos,
porque esa virtud saludable no cesa de preceder, de acompañar y de seguir a
nuestras buenas acciones" (Concil. Trid., 6, c. 16).
Por esta gracia de Cristo llegamos a ser santos, agradables a su Padre, de
suerte que por El se tributa toda gloria al Padre. Porque el Padre ama a su
Hijo y por ese amor le ha constituido jefe del reino de los elegidos y lo ha
puesto todo en sus manos (Jn 3,35).
NOTA.- He aquí una página de Santo Tomás (q.27 De veritate a.4) que resume
muy bien la doctrina expuesta en esta conferencia: La naturaleza humana de
nuestro Señor es el órgano de la divinidad; por esto comunicaba a sus
operaciones virtualidad divina. Así, cuando Cristo cura al leproso
tocándole, ese contacto causaba instrumentalmente la salud. Pues bien, esa
eficacia instrumental que la humanidad de Cristo tenía para producir efectos
corporales, ejercíala también en el orden espiritual; su sangre, derramada
por nosotros, tiene una virtud santificadora para lavar los pecados; la
humanidad de Jesús es, pues la causa instrumental de la justificación, y
esta justificación se nos aplica espiritualmente por la fe, y corporalmente
por los sacramentos porque la humanidad de Cristo es espíritu y cuerpo; de
este modo recibimos en nosotros el efecto de la santificación, que está en
Cristo. Por eso el más perfecto de los sacramentos es el que contiene
realmente el cuerpo de nuestro Señor, es decir, la Eucaristía, fin y
consumación de los demás. En cuanto a los demás sacramentos, reciben algo de
esa virtud por la cual la Humanidad de Cristo es el instrumento de la
justificación; de suerte que, "el cristiano santificado por el Bautismo es
también santificado por la Sangre de Jesucristo. Por tanto, la Pasión del
Salvador opera en los sacramentos de la nueva ley, y éstos concurren como
instrumentos a la producción de la gracia".
5 La Iglesia,
cuerpo místico de Jesucristo
El misterio de la Iglesia,
inseparable del misterio de Cristo. Los dos no forman más que uno
En las conferencias precedentes he tratado de demostrar cómo nuestro Señor
es todo para nosotros. Fue escogido por su Padre para ser en su condición de
Hijo de Dios y por sus virtudes el modelo único de nuestra santidad; nos ha
merecido por su vida, por su Pasión y por su muerte, el ser constituido para
siempre dispensador universal de toda gracia. Toda gracia brota de El, de El
revierte a nuestras almas toda vida divina. San Pablo nos dice que Dios ha
puesto "todas las cosas bajo los pies de Cristo, y le ha dado por Jefe a la
Iglesia, que es su cuerpo, su complemento y su plenitud" (Ef 1, 22-23).
Por estas palabras, en las que se refiere a la Iglesia, acaba el Apóstol de
indicar la economía del misterio de Cristo, no comprenderemos bien este
misterio si no seguimos a San Pablo en su exposición.
Cristo no puede concebirse sin la Iglesia; a través de toda su vida, de
todos sus actos, Jesús perseguía la gloria de su Padre, pero la Iglesia era
la obra maestra por la cual debía procurar sobre todo esa gloria. Cristo
vino a la tierra para crear y organizar la Iglesia. Es la obra a la cual se
encamina toda su existencia y la que confirma por su Pasión y muerte. El
amor hacia su Padre condujo a Cristo hasta el monte Calvario; pero era con
el fin de formar alli la Iglesia y hacer de ella, purificándola amorosamente
por medio de su sangre divina, una esposa sin mancha ni lunar (+Ef 5,
25-26); tales son las palabras de San Pablo. Veamos, pues, lo que es para el
gran Apóstol esa Iglesia, cuyo nombre acude con tanta frecuencia a su pluma
que resulta inseparable del nombre de Cristo.
Podemos considerar a la Iglesia de dos maneras. Como sociedad visible,
jerárquica, fundada por Cristo para continuar en la tierra su misión
santificante; este organismo visible está animado por el Espíritu Santo [más
adelante desarrollaremos esto con más amplitud]; considerada de este modo se
la puede llamar el cuerpo místico de Cristo.
Podemos considerar también lo que constituye el alma de la Iglesia, es
decir, al Espíritu Santo que se une a las almas mediante la gracia y la
caridad.
Es cierto que la unión al alma de la Iglesia, es decir, al Espíritu Santo,
por la gracia santificante y el amor, es más importante que la unión al
cuerpo de la misma Iglesia, es decir, que la incorporación al organismo
visible pero en la economía normal del Cristianismo las almas no entran a
participar de los bienes y privilegios del reino invisible de Cristo, sino
uniéndose a la sociedad visible.
1. La
Iglesia, sociedad fundada sobre los Apóstoles: depositaria de la
doctrina y de la autoridad de Jesús, dispensadora de los sacramentos,
continuadora de su obra de religión. No se va a Cristo sino por la Iglesia
Más arriba os cité el testimonio que San Pedro tributa a la divinidad de
Jesús en nombre de los Apóstoles: "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios Vivo".
"Pedro, le dice Jesús: bienaventurado eres tú porque tus palabras no te las
ha inspirado tu intuición natural, sino que mi Padre te ha revelado que yo
soy su Hijo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; yo te daré
las llaves del reino de los cielos" (Mt 16, 16-19).
Podréis notar que esto no es más que una promesa, promesa que recompensaba
el homenaje del Apóstol a la divinidad de su Maestro. Encontrándose un día
Jesús en medio de sus discípulos después de la resurrección (Jn 21, 15-17),
vuelve a preguntar a Pedro: "¿Me amas?" -Y el Apóstol responde: -"Sí, Señor,
te amo". Y nuestro Señor le dice: ·Apacienta mis corderos". -Tres veces
repite Cristo la misma pregunta y a cada declaración de amor por parte de
Pedro, el Señor responde confiándole a él y a sus sucesores el cuidado de su
rebaño, corderos y ovejas, nombrándole y nombrándoles jefes visibles de su
Iglesia. Esta investidura no tuvo efecto sino después que Pedro hubo
borrado, por un triple acto de amor, su triple negación. Así, Cristo, antes
de realizar la promesa que había hecho de fundar sobre él su Iglesia,
reclama del Apóstol un testimonio de su divinidad.
No es necesario que os declare aquí cómo se organizó, se desarrolló y se
difundió por el mundo esa sociedad establecida por Cristo sobre Pedro y los
Apóstoles, para conservar la vida sobrenatural en las almas.
Lo que debemos saber es que ella es en la tierra la continuadora de la
misión de Jesús, por su doctrina, por su jurisdicción, por los sacramentos,
por su culto.
Por su doctrina, que guarda intacta e íntegra en una tradición viva y nunca
interrumpida.- Por su jurisdicción, en virtud de la cual tiene autoridad
para dirigirnos en nombre de Cristo.- Por los sacramentos, con los cuales
nos facilita el acceso a las fuentes de ]a gracia que su divino Fundador
creó.- Por su culto, que ella misma organiza para tributar toda gloria y
todo honor a Cristo y a su Padre.
¿Cómo la Iglesia continúa a Cristo por su doctrina y su jurisdicción? Cuando
Cristo vino al mundo, el único medio de ir al Padre era la sumisión entera a
su Hijo Jesús: "Este es mi Hijo muy amado; escuchadle". Al principio de la
vida pública del Salvador, el Padre Eterno, presentando su Hijo a los
judíos, les decía: "Escuchadle, porque El es mi Hijo único: yo os le envío
para que os manifieste los secretos de mi vida divina y de mi voluntad".
Pero después de su Ascensión, Cristo dejó sobre la tierra a su Iglesia, y
esa Iglesia es como la continuación de la Encarnación entre nosotros. Esa
Iglesia, es decir, el Soberano Pontífice y los Obispos con los pastores que
les están sometidos, nos habla con toda la infalible autoridad del mismo
Cristo.
Mientras vivía en la tierra, Cristo contenía en sí la infalibilidad: "Yo soy
la verdad, yo soy la luz; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que
llega a la vida eterna" (Jn 14,6; 8,12). Pero antes de dejarnos, confió esta
prerrogativa a su Iglesia: "Como mi Padre me envió, os envío yo a vosotros"
(ib. 20,21). "Quien os oye, me oye; quien os desprecia, me desprecia y
desprecia a Aquel que me envió" (Lc, 10,16). "Así como yo recibo mi doctrina
del Padre, así la recibís vosotros de mí, quien recibe vuestra doctrina,
recibe mi doctrina, que es la de mi Padre quien la desprecia en cualquier
grado o medida que sea, desprecia mi doctrina, me desprecia a mí y desprecia
a mi Padre". -Ved, pues, esta Iglesia investida con todo el poder, con la
autoridad infalible de Cristo, y comprended que la sumisión absoluta de todo
vuestro ser, inteligencia, voluntad, energías, a esa Iglesia, es el único
medio de ir al Padre. El Cristianismo, en su verdadera esencia, no es
posible sin esta sumisión absoluta a la doctrina y a las leyes de la
Iglesia.
Esa sumisión es la que distingue propiamente al católico del protestante.-
Este, por ejemplo, puede creer en la presencia real de Jesús en la
Eucaristía; pero si lo hace, es porque considera que esa doctrina está
contenida en la Escritura y la Tradición, interpretadas de acuerdo con los
dictados de su razón y luces personales; el católico cree porque se lo
enseña la Iglesia, que es la que ocupa el lugar de Cristo, los dos admiten
la misma verdad, pero de distinto modo. El protestante no se somete a
ninguna autoridad, no depende más que de sí mismo; el católico recibe a
Cristo con todo lo que ha enseñado y fundado. El Cristianismo es
prácticamente la sumisión a Cristo en la persona del Soberano Pontífice y de
los pastores que a él están unidos, sumisión de la inteligencia a sus
enseñanzas, sumisión de la voluntad a sus mandatos. Este camino es seguro,
porque nuestro Señor está con sus Apóstoles hasta la consumación de los
siglos, y ha rogado por Pedro y sus sucesores para que su fe nunca vacile ni
se extinga (Lc 22,32).
Organo de Cristo en su doctrina, la Iglesia es también continuación viviente
de su mediación.
Es verdad, como antes he dicho, que Cristo después de su muerte ya no puede
merecer; pero está siempre vivo intercediendo sin cesar delante de su Padre
en favor nuestro. Os he dicho también que, sobre todo, al instituir los
Sacramentos, es cuando fijó y determinó los instrumentos de que iba a
servirse para aplicarnos, después de su Ascensión, sus méritos y darnos su
gracia.- Pero ¿dónde están los Sacramentos? -Nuestro Señor se los ha
confiado a la Iglesia. "Id, dijo, al subir a los cielos, a sus Apóstoles y a
sus sucesores, enseñad a todas las gentes, bautizando a todos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). Les comunica el poder
de perdonar y retener los pecados: "Los pecados serán perdonados a cuantos
se los perdonareis, y a los que se los retuviereis, retenidos les serán" (Jn
20,23.- Lc 7,19). Les dejó el encargo de renovar en su nombre y en memoria
suya el sacrificio de su cuerpo y de su sangre.
¿Deseáis ingresar en la familia de Dios, ser admitidos en el número de sus
hijos, ser incorporados a Cristo? -Acudid a la Iglesia; el Bautismo es la
única puerta de entrada. Para obtener perdón de nuestras culpas, a la
Iglesia hemos también de acudir. [Salvo, por supuesto, el caso de
imposibilidad material; porque entonces basta la contrición perfecta.-
Hablamos de la regla, y no de sus excepciones, por numerosas que se las
suponga. Fuera de esto, la contrición perfecta comprende, al menos
implícitamente, la resolución y el deseo de acudir a la Iglesia]. Si
queremos recibir el alimento de nuestras almas, hemos de esperarlo de los
ministros que han recibido, por el Sacramento del Orden los poderes sagrados
de dispensar el Pan de vida. La unión, entre bautizados, del hombre y de la
mujer, que la Iglesia no consagra con su bendición, culpable es. Así, pues,
los medios oficiales establecidos por Jesús, los veneros de gracia que ha
hecho brotar para nosotros, los custodia la Iglesia, y en ella los
encontramos, porque a ella se los confió Cristo.
Nuestro Señor, en fin, encomendó a su Iglesia la misión de continuar en este
suelo su obra de religión.
En la tierra Jesucristo ofrecía a su Padre un cántico perfecto de alabanza;
su alma contemplaba sin cesar las divinas perfecciones; y de esta
contemplación nacía en ella una adoración y un tributo no interrumpido de
alabanzas a la gloria del Padre. Por su Encarnación, Cristo asocia, en
principio, todo el género humano a la práctica de esta alabanza, y al subir
de nuevo a la gloria, confía a la Iglesia el cuidado de perpetuar en su
nombre estos cánticos que suben hasta el Padre. En torno del sacrificio de
la Misa, centro de toda nuestra religión, la Iglesia organiza el culto
público, que ella sola tiene derecho a ofrecer en nombre de Cristo su
Esposo, y, de hecho, establece todo un conjunto de oraciones, de fórmulas,
de cánticos, que engastan su sacrificio; en el curso del ciclo litúrgico,
ella es quien distribuye la celebración de los misterios de su divino
Esposo, de modo que sus hijos puedan cada año vivir de nuevo aquellos
misterios, y dar por ellos gracias a Jesús y a su Padre, y beber en ellos la
vida divina que iluye de ellos por haber sido vividos antes por Jesús. Todo
su culto converge en Cristo. Apoyandose en las satisfacciones infinitas de
Jesús, en su calidad de mediador universal y siempre vivo, la Iglesia
termina sus plegarias: "Por Jesucristo Nuestro Señor que contigo vive y
reina", y del mismo modo, pasando por Cristo, toda adoración y toda alabanza
de la Iglesia sube al Padre Eterno y es acogida con agrado en el santuario
de la Trinidad: "Por El, y con El y en El, te tributamos a Ti, Dios Padre
omnipotente, juntamente con el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria"
(Ordinario de la Misa).
Tal es, pues, el modo con que la Iglesia fundada por Jesús prosigue acá
abajo su obra divina.- La Iglesia es la depositaria auténtica de la doctrina
y de la ley de Cristo, la dispensadora de sus gracias entre los hombres, la
esposa, en fin, que en nombre de Cristo ofrece a Dios por todos sus hijos la
alabanza perfecta.
Y así, la Iglesia está tan unida a Cristo, posee de tal modo la abundancia
de sus riquezas, que bien puede decirse que ella es el mismo Cristo viviente
en el transcurso de los siglos. Cristo vino a la tierra no ya sólo por los
que en su tiempo moraban en Palestina, sino por todos los hombres de todas
las edades. Cuando privó a los hombres de su presencia sensible, les dio la
Iglesia, con su doctrina, su jurisdicción, sus sacramentos, su culto, cual
si quedara El mismo: en la Iglesia, por consiguiente, encontramos a Cristo.
Nadie va al Padre -y en el ir al Padre consiste toda la salvación y la
santidad- sino por Cristo (Jn 14,6). Pero grabad bien en vuestra memoria
esta verdad no menos capital: nadie va a Cristo sino por la Iglesia, no
somos de Cristo si no somos, de hecho o por deseo, de la Iglesia; no vivimos
la vida de Cristo sino en cuanto estamos unidos a la Iglesia.
2. Verdad que pone de relieve el carácter particular de la visibilidad de la
Iglesia: Dios quiere gobernarnos por los hombres: importancia de esta
economía sobrenatural, resultante de la Encarnación. Por ella se glorifica a
Jesús y se ejercita nuestra fe.- Nuestros deberes con la Iglesia
La Iglesia es visible, como sabéis.
La constituye en su jerarquía el Sumo Pontífice, sucesor de Pedro, los
Obispos y los Pastores, que, unidos al Vicario de Cristo y a los Obispos,
ejercen sobre nosotros su jurisdicción en nombre de Cristo, pues Cristo nos
guía y nos santifica por medio de los hombres.
Hay en esto una verdad profunda que debemos considerar detenidamente.
Desde la Encarnación, Dios, en sus relaciones con nosotros, obra por medio
de hombres; hablo de la economía normal ordinaria, no de excepciones en las
que Dios demuestra su soberano dominio, en esto como en todas las cosas.-
Dios, por ejemplo, podría revelarnos por sí y directamente lo que hemos de
hacer para llegar a El; pero no lo hace, no son esos sus caminos, sino que
nos envía a un hombre infalible, es verdad, en materia de fe, pero al fin,
un hombre como nosotros -y de él nos manda recibir toda la doctrina.-
Supongamos que uno cae en pecado; se arrodilla delante de Dios, se duele y
se desgarra con todo género de penitencias. Dios dice entonces: "Bien está,
pero si quieres alcanzar perdón, has de arrodillarte ante un hombre, que mi
Hijo ha constituido ministro suyo, a él has de declarar tu pecado".
Si no se declara el pecado a ese hombre que Cristo ha constituido ministro,
o en otros términos, sin confesión, no hay perdón; la contrición más viva y
profunda, las más espantables maceraciones no bastan para borrar un solo
pecado mortal, si no existe intención de someterse a la humillación que
supone el manifestar la falta al hombre que hace las veces de Cristo.
Veis, pues, cuál es la economía sobrenatural. Desde toda eternidad, el
pensamiento divino se fijó en la Encarnación, y, después que su Hijo se unió
a la humanidad y salvo al mundo tomando carne en el seno de una Virgen, Dios
quiere que, por medio de hombres como nosotros, como nosotros débiles, se
difunda la gracia por el mundo. He aquí un prolongamiento, una como
extensión de la Encarnación. Dios se acercó a nosotros en la persona de su
Hijo hecho hombre, y desde entonces se sirve de los miembros de su Hijo para
ponerse en comunicación con nueslras almas. Dios quiere con ello enaltecer
en cierto modo a su Hijo, cifrándolo todo en su Encarnación, y vinculando a
El de un modo bien visible, hasta el fin de los tiempos, toda la economía de
nuestra salud y santificación.
Pero ha establecido igualmente esta economía para hacer que vivamos de la
fe, pues hay en la Iglesia un doble elemento el elemento humano y el divino.
El elemento humano es la fragilidad personal de los hombres autorizados por
Cristo para dirigirnos.- Mirad, por ejemplo, cuán flaco es San Pedro: la voz
de una mozuela hasta para hacerle renegar de su Maestro horas después de su
ordenación sacerdoial. No se le ocultaba al Señor tamaña flaqueza, ya que,
después de su Resurrección, exige de su Apóstol una triple protesta de amor
en recuerdo de su triple negación. Sin embargo de ello, Cristo funda sobre
él su Iglesia. "Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas". Los sucesores
de Pedro son flacos también; la infalibilidad que poseen en materia de fe no
les confiere el privilegio de no pecar. ¿Acaso nuestro Señor no hubiera
podido concederles la impecabilidad? -Sin duda qne sí; mas no lo quiso, para
que nuestra fe pudiera ejercitarse.
¿Cómo se ejercita? A través del elemento humano el alma fiel vislumbra el
elemento divino; la indefectibilidad de la doctrina conservada en el
transcurso de los siglos y a despecho de todos los asaltos de cismas y
herejías; la unidad de esta misma doctrina garantizada por el ministerio
infalible; la santidad heroica e ininterrumpida que se manifiesta por tan
diversos modos en la Iglesia; la sucesión continua por la cual, de eslabón
en eslabón, la Iglesia de hoy enlaza con las instituciones establecidas por
los Apostoles; la fuerza de expansión universal que la caracteriza; todo
esto son otras tantas señales ciertas por las que se conoce que nuestro
Señor está "con la Iglesia hasta el fin de los siglos" (Mt 28,20).
Tengamos, pues, gran confianza en la Iglesia que Jesús nos dejó: Ella es
cual otro Jesús. Tenemos la dicha de pertenecer a Cristo perteneciendo a
esta sociedad, una, católica, apostólica y romana. Debemos alegrarnos de
ello y tributar sin cesar gracias a Dios, pues que nos hizo "entrar en el
reino de su Hijo amado" (Col 1,13). ¿No es una inmensa seguridad el poder,
por nuestra incorporación a la Iglesia, extraer la gracia y la vida de sus
fuentes auténticas y oficiales?
Más aún; prestemos a los que tienen jurisdicción sobre nosotros la
obediencia que de nosotros reclama Cristo, esta sumisión de inteligencia y
de voluntad debe rendirse a Cristo en la persona de un hombre, porque si no,
Dios no la acepta. Ofrezcamos a los que nos gobiernan, y ante todas las
cosas al Sumo Pontífice, Vicario de Cristo, a los Obispos que están unidos a
él y que poseen, para guiarnos, las luces del Espíritu Santo (Hch 20,28),
esa sumisión interior, esa reverencia filial, esa obediencia práctica, que
hacen de nosotros hijos verdaderos de la Iglesia.
La Iglesia es la Esposa de Cristo; es nuestra Madre; debemos amarla porque
nos lleva a Cristo y con El nos une; debemos amar y acatar su doctrina,
porque es la doctrina de Jesucristo; debemos amar su oración y asociarnos a
ella, porque es la oración misma de la Esposa de Cristo; no hay otra que nos
ofrezca tanta garantía y, sobre todo, que sea tan agradable a nuestro Señor,
debemos, en una palabra, unirnos a la Iglesia, a todo cuanto de ella
procede, cual nos hubiéramos adherido a la persona misma de Jesús y a todo
lo relacionado Con ella, si nos hubiera cabido la dicha de poderle seguir
durante su vida mortal.
Esa es la Iglesia como sociedad visible.- San Pablo la compara a "un
edificio cimentado sobre los Apóstoles, y cuya piedra angular es el mismo
Cristo". "Unidos en Cristo Jesús, piedra angular y fundamental" (Ef 2,
19-22). Vivimos en esta casa de Dios, "no cual extranjeros o huéspedes que
están de paso, sino como conciudadanos de los santos y miembros de la
familia de Dios. Sobre Cristo se eleva todo el edificio perfectamente
ordenado, para formar un templo santo en el Señor".
3. La Iglesia, cuerpo místico;
Cristo es la cabeza, porque tiene toda primacía. Profundidad de esta unión;
formamos parte de Cristo, todos una cosa en Cristo. Permanecer unidos a
Jesús y entre nosotros mismo por la caridad
Hay otro símil muy frecuente en la pluma de San Pablo, y, si cabe, todavía
más expresivo, ya que lo toma de la vida misma, y, sobre todo, porque nos
ofrece un concepto más profundo de la Iglesia, manifestando las relaciones
íntimas que existen entre ella y Cristo. Estas relaciones se resumen en la
frase del Apóstol: "La Iglesia es un cuerpo y Cristo es su cabeza" (1Cor
12,12 ss.). [El Apóstol emplea también otras expresiones. Dice que estamos
unidos a Cristo como ramas al tronco (Rm 6,5), como los materiales al
edificio (Ef 2, 21-22); pero hace sobre todo resaltar la idea del cuerpo
unido a la cabeza].
Cuando habla de la Iglesia como sociedad visible y jerárquica, San Pablo nos
dice cómo Cristo, fundador de esta sociedad, "ha hecho: de unos, apóstoles;
de otros, profetas, de otros, evangelistas; de otros, por fin, doctores y
pastores". ¿Con que objeto? "Con el fin, dice, de que trabajen en la
perfección de los Santos, en las funciones del ministerio y en la
edificación del cuerpo de Cristo, hasta tanto que llcguemos todos a la
unidad de fe y de conocimiento del Hijo de Dios, al estado del hombre
perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13). ¿Qué
significan estas palabras?
Formamos con Cristo un cuerpo que va desarrollándose y debe llegar a su
plena perfección. Como veis, no se trata aquí del cuerpo natural, físico, de
Cristo, nacido de la Virgen María; ese cuerpo alcanzó mucho ha el desarrollo
completo; desde que salió vivo y glorioso del sepulcro, el cuerpo de Cristo
no es ya capaz de crecimiento, pues posee la plenitud de perfección que le
compete.
Pero, como dice San Pablo, hay otro cuerpo que Cristo se va formando al
correr de los siglos; ese cuerpo es la Iglesia, son las almas que, por la
gracia, viven la vida de Cristo.- Esas almas constituyen juntas con Cristo
un cuerpo único, un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo. [Místico no se
opone a real, sino a físico, como acabamos de ver. Se le llama místico, no
sólo para distinguirlo del cuerpo natural de Cristo, sino para indicar el
carácter sobrenatural e íntimo a la vez de la unión de Cristo con la
Iglesia; unión que está fundada y mantenida por misterios perceptibles tan
sólo a la fe. La Iglesia es un organismo vivo, con la vida de la gracia de
Cristo que el Espíritu Santo le va inoculando]. "Cristo se va formando en
nosotros" (Gál 4,19), y "nosotros debemos crecer en El" (Ef 4,15). Esta es
una de las ideas con las que más encariñado vemos al gran Apóstol, que la
hace resaltar al comparar la unión de Cristo y de la Iglesia con la que
media en el organismo humano entre la cabeza y el cuerpo. [Esta idea la
expone con mayor viveza, sobre todo, en la primera carta a los de Corinto
(12, 12-30)]. Oídle: "Así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros,
así también, no obstante ser muchos los bautizados, formamos un solo cuerpo
en Cristo..." (Rm 12, 4-5). La Iglesia es el cuerpo y Cristo la cabeza"
(1Cor 12,12). En otra parte llama a la Iglesia "complemento de Cristo" (Ef
1,23), como los miembros son complemento del organismo; y concluye: "Sois
todos uno en Cristo" (Gál 3,28).
La Iglesia forma, pues, un solo ser con Cristo. Según la bella expresión de
San Agustín, eco fiel de San Pablo, Cristo no puede concebirse cumplidamente
sin la Iglesia: son inseparables, del mismo modo que la cabeza es
inseparable del cuerpo vivo. Cristo y su Iglesia forman un solo ser
colectivo, el Cristo total. "El Cristo completo está formado por la cabeza y
el cuerpo: el Hijo Unigénito de Dios es la cabeza, la Iglesia es su cuerpo"
[totus Christus caput et corpus est: caput Unigenitus Dei Filius, et corpus
eius Ecclesia. De unitate Ecclesiæ, 4. Nadie como San Agustín ha expuesto
esta doctrina, que el santo Doctor desarrolla sobre todo en las Enarr. in
Psalmos]. ¿Por qué es Cristo cabeza y jefe de la Iglesia? -Porque el Hijo de
Dios posee la primacía.- En primer lugar, la primacía de honor: "Dios otorgó
a su Hijo un nombre sobre todo nombre para que toda rodilla se le doble"
(Fil 2,9); además, la primacía de autoridad: "Todo poder me ha sido dado"
(Mt 28,18); pero sobre todo una primacía de vida, de influencia interior:
"Dios se lo ha sometido todo, e hizo de El cabeza de la Iglesia" (Ef 1,22).
Todos estamos llamados a vivir la vida de Cristo, y sólo de El la hemos de
recibir. Cristo conquistó con su muerte esa preeminencia, esa facultad
soberana de poder conferir la gracia "a todo hombre que viene a este mundo";
ejerce una primacía de influencia divina, siendo para todas las almas en
diversa medida la fuente única de la gracia que las vivifica35 [La
influencia divina y del todo interior de Cristo en las almas que integran su
cuerpo místico, distingue esa unión de aquella otra meramente moral, que
existe entre la autoridad suprema de una sociedad humana y los miembros de
esa misma sociedad; en el último caso, la influencia de la autoridad es
exterior, y sólo llega a coordinar y mantener las energías desparramadas de
los miembros hacia un fin común; pero la acción de Cristo en la Iglesia es
más íntima, más penetrante, concierne a la vida misma de las almas, y es una
de las razones por las que el cuerpo místico no es mera abstracción lógica,
sino realidad muy profunda]. "Cristo, dice Santo Tomás, ha recibido la
plenitud de la gracia, no tan sólo como individuo, sino en cuanto es cabeza
de la Iglesia" (III, q.48, a.1).
Sin duda que Cristo dispensará desigualmente entre las almas los tesoros de
su gracia; pero, añade Santo Tomás, todo esto lo hace para que de esa misma
gradación resulte mayor hermosura y perfección en la Iglesia, su cuerpo
místico (I-II, q.112, a.4); ésa es también la idea de San Pablo. Después de
enseñar que la gracia le ha sido dada a cada cual "según la medida de la
donación de Cristo" (Ef 4,7), el Apostol enumera las diversas gracias que
hermosean a las almas y concluye diciendo que "son dadas para la edificación
del cuerpo de Cristo". Hay gran diversidad entre los miembros, mas esa misma
variedad contribuye a la armonía del todo.
Cristo es, pues, nuestra cabeza, y la Iglesia no forma con El más que un
solo cuerpo místico de que El es cabeza. ["Así como un organismo natural
reúne en su unidad miembros diversos, del propio modo la Iglesia, cuerpo
místico de Cristo, se considera como formando con su cuerpo una sola persona
moral". Santo Tomás, III, q.99, a.1]. Mas esta unión entre Cristo y sus
miembros es de tal naturaleza, que llega hasta convertirse en unidad. Poner
la mano en la Iglesia, en las almas, que por el Bautismo y la vida de la
gracia son miembros de la Iglesia, es poner la mano en el mismo Cristo.
Mirad, si no, a San Pablo cuando perseguía a la Iglesia y caminaba hacia
Damasco con ánimo de encarcelar a los cristianos. En el camino es derribado
del caballo, y oye una voz que le dice: "Saulo, ¿por qué me persigues?
-Pablo responde: "¿Quién sois, Señor?" -Y el Señor le replica: "Soy Jesús, a
quien tú persigues" (Hch 9, 4-5).- Notaréis que Cristo no le dice por qué
persigues a mis discípulos, lo que hubiera podido decir con tanta verdad,
puesto que El había subido al cielo, y San Pablo sólo perseguía a los
cristianos; sino que le dice: "¿Por qué me persigues?... A mí es a quien
persigues.- ¿Por qué habla Cristo de este modo? Porque sus discípulos son
algo suyo, porque su sociedad forma su cuerpo místico; por eso, perseguir a
los que creen en Jesucristo es perseguirle a El mismo.
¡Qué bien comprendió San Pablo esta lección! ¡Con qué viveza, con qué
palabras tan expresivas la expone! "Nadie, dice el Santo, pudo jamás
aborrecer su propia carne, antes la nutre y la mima, como Cristo lo hace con
la Iglesia; pues somos miembros de su cuerpo, formados de su carne y de sus
huesos" (Ef 5, 29-30). Por eso, por estarle tan estrechamente unidos,
formando con El un solo y único cuerpo místico, quiere Cristo que toda su
obra sea nuestra.
He ahí una verdad profunda que debemos traer a menudo a la memoria.- Ya os
dije que por Cristo Jesús, Verbo Encarnado, todo el género humano ha
recobrado, mediante la unión con su sacratisima persona, constituida en
Cabeza de la gran familia humana, la amistad con Dios. Santo Tomás escribe
que, a consecuencia de la identificación establecida por Cristo entre El y
nosotros desde el instante mismo de su Encarnación, el hecho de que Cristo
padeció voluntariamente, por nosotros y en nombre nuestro, nos ha reportado
tales beneficios, que, aplacado Dios al contemplar a la naturaleza humana
embellecida con los méritos de su Hijo, olvida todas las ofensas de aquellos
que se incorporan a Cristo [III, q.99, a.4]. Las satisfacciones y méritos de
Cristo nos pertenecen desde ahora. [Caput et membra sunt quasi una persona
mystica et ideo satisfactio Christi ad omnes fideles pertinet sicut ad sua
membra. Santo Tomás, III, q.98, a.2. ad 1].
Desde este momento estamos unidos a Cristo Jesús con nexo indisoluble. [En
su libro, sobre la Teología de San Pablo, el P. Prat, S. J., aduce (t. II,
pág. 52) "una larga serie de palabras extrañas que casi no se pueden
trasladar a ninguna otra lengua sino con un barbarismo o una perífrasis. El
Apóstol las ha creado o las vuelve a poner en usa para dar expresión gráfica
a la inefable unión de los cristianos con Cristo. Tales como: padecer con
Jesucristo; ser crucificado con El; morir con El; ser vivificado con El;
resucitar con El; vivir con El; compartir su forma; compartir su gloria;
estar sentado con El; reinar con El; asociarse a su vida; coheredero,
coparticipante, concorporal, coedificado, y algunas otras por el estilo que
no expresan directamente la unión de los cristianos entre sí en Cristo].
Somos una misma cosa con Cristo en el pensamiento del Padre celestial.
"Dios, dice San Pablo, es rico en misericordia; porque cuando estábamos
muertos, a consecuencia de nuestras culpas, nos ha hecho vivir con Cristo,
nos ha resucitado con El, nos ha hecho sentar juntamente con El en los
cielos, a fin de mostrar en los siglos venideros los infinitos tesoros de su
gracia en Jesucristo" (Ef 2, 4-7.- +Rm 6,4; Col 2, 12-13); en una palabra,
nos ha hecho vivir con Cristo, en Cristo, para hacernos coherederos suyos.
El Padre, en su pensamiento, no nos separa nunca de Cristo. Santo Tomás dice
que por un mismo acto eterno de la divina sabiduría "hemos sido
predestinados Cristo y nosotros" [cum uno et eodem actu Deus prædestinaverit
ipsum et nos. III, q.24, a.4]. El Padre hace, de todos los discípulos de
Cristo que creen en El y viven en su gracia, un mismo y único objeto de sus
complacencias. Nuestro Señor mismo es quien nos dice: "Mi Padre os ama
porque me habéis amado y creído que soy su Hijo" (Jn 14-27).
De ahí que San Pablo escriba que Cristo, cuya voluntad estaba tan
íntimamente unida a la del Padre, se ha entregado por su Iglesia: "Amó a su
Iglesia y se entregó por ella" (Ef 5,25). Como la Iglesia debía formar con
El un solo cuerpo místico, se entregó por Ella, a fin de que ese cuerpo
"fuera glorioso", sin arruga ni mancha, santo e inmaculado (ib. 27). Y
después de haberla rescatado, se lo ha dado todo. ¡Ah! ¡Si tuviéramos más fe
en estas verdades! ¡Si comprendiéramos lo que supone para nosotros el haber
entrado por el Bautismo, en la Iglesia, lo que es ser miembro del cuerpo
mistico de Cristo por la gracia!. "Felicitémonos, deshagámonos en hacimiento
de gracias, dice San Agustín". [Christus facti sumus; si enim caput ille,
nos membra, totus homo, ille et nos... Trat. sobre San Juan, 21, 8-9.- Y en
otra parte: Secum nos faciens unum hominem caput et corpus.- Enarrat. in Ps.
LXXXV, c. I. Y también: Unus homo caput et corpus, unus homo Christus et
Ecclesia, vir perfectus. Enarrat in Ps. XVIII, c. 10], porque no sólo hemos
sido hechos cristianos, sino parte de Cristo. ¿Comprendéis bien, hermanos
míos, la gracia que Dios nos hizo? Admirémonos, saltemos de júbilo, porque
formamos parte de Cristo; El es la cabeza, nosotros los miembros; El y
nosotros, el hombre total. ¿Quién es la cabeza? ¿Quiénes los miembros?
-Cristo y la Iglesia". "Sería esto pretensión de lm orgullo insensato,
continúa el gran Doctor, si Cristo mismo no se hubiera dignado prometernos
tal gloria, cuando dijo por boca de su apóstol Pablo: Vosotros sois el
cuerpo de Cristo y sus miembros".
Demos, pues, gracias a Jesús, que se dignó asociamos tan estrechamente a su
vida; todo nos es común con El: méritos, intereses, bienes,
bienavenluranzas, gloria. No seamos, por tanto, miembros de esos que se
condenan, por el pecado, a ser miembros muertos; antes bien, seamos por la
gracia que de El recibimos, por nuestras virtudes, modeladas en las suyas,
por nuestra santidad, que no es sino participación de su santidad, miembros
pletóricos de vida y de belleza sobrenaturales, miembros de los cuales
Cristo pueda gloriarse, miembros que formen dignamente parte de aquella
sociedad que quiso "no tuviera arruga ni mancha, sino que fuera santa e
inmaculada". Y como quiera que "somos todos uno en Cristo", puesto que
vivimos todos la misma vida de gracia bajo nuestro capitán, que es Cristo,
por la acción de un mismo Espíritu, unamonos todos íntimamente, aun cuando
seamos miembros distintos y cada cual con su propia función; unámonos
tambicn con todas las almas santas que -en el cielo miembros gloriosos, en
el purgatorio miembros doloridos- forman con nosotros un solo cuerpo [ut
unum sint]. Es el dogma tan consolador de la comunión de los santos.
Para San Pablo, "santos" son aquellos que pertenecen a Cristo, los que
habiendo recibido la corona ocupan ya su sitial en el mundo eterno, y los
que luchan aún en este destierro. Mas todos esos miembros pertenecen a un
solo cuerpo, porque la Iglesia es una; todos son entre sí solidarios, todo
lo tienen común; "si un miembro padece, los otros le compadecen; si uno es
honrado, los otros comparten su alegría" (1Cor 12,26); el bienestar de un
miembro aprovecha al cuerpo entero y la gloria del cuerpo trasciende a cada
uno de sus miembros [Sicut in corpore naturali operatio unius membri cedit
in bonum totius corporis, ita et in corpore spirituali, scilicet Ecclesia,
quia omnes fideles sunt unum corpus, bonum unius alteri communicatur. Santo
Tomás, Opus. VII.- Expositio Symboli., c. XIII. +I-II, q.30, a.3]. ¡Qué luz
más clara sobre nuestra responsabilidad proyecta este pensamiento!... ¡Qué
fuente más viva de apostolado!... San Pablo nos exhorta a todos a que cada
cual trabaje hasta tanto que "lleguemos a la común perfección del cuerpo
místico": "Hasta que todos alcancemos la unidad de la fe cual varones
perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13).
No basta que vivamos unidos a Cristo, la Cabeza; es menester, además, que
"cuidemos muy mucho de guardar entre nosotros la unidad del Espíritu, que es
Espiritu de amor, ligados por vínculos de paz" (ib. 3).
Ese fue el voto supremo que hizo Cristo en el momento de acabar su divina
misión en la tierra: "Padre que sean uno como Tú y yo somos uno; que sean
consumados en la unidad" (Jn 17, 21-23). Porque, dice San Pablo: "sois todos
hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús" (Gál 3,26). "No hay ya judío ni
griego, esclavo o libre -todos sois uno en Cristo Jesús" (Col 3,2).- La
unidad en Dios, en Cristo y por Cristo, es ia suprema aspiración: "y Dios
será todo en todos" (1Cor 15,28).
San Pablo, que supo hacer resaltar tanto la unión de Cristo con su Iglesia,
no podía menos de decirnos algo sobre la gloria final del cuerpo místico de
Jesús; y nos dice, en efecto (ib. 24-28), "que en el día fijado por los
divinos decretos, cuando ese cuerpo místico haya alcanzado la plenitud y
medida de la estatura perfecta de Cristo" (Ef 4,13), entonces surgirá la
aurora del triunfo que debe consagrar por siempre jamás la unión de la
Iglesia y de su Cabeza. Asociada hasta entonces tan íntimamente a la vida de
Jesús, la Iglesia, ya perfecta, va a "compartir su gloria" (2Tim 2,12; Rm
8,17). La resurrección triunfa de la muerte, último enemigo que ha de ser
vencido; después, reunidos todos los elegidos con su jefe divino, Cristo
(son expresiones de San Pablo) presentará a su Padre, en homenaje, esta
sociedad, no ya imperfecta ni militante, rodeada de miserias, de
tentaciones, de luchas, de caídas; no ya padeciendo el fuego de la
expiación, sino transfigurada para siempre y gloriosa en todos sus miembros.
¡Oh, qué espectáculo tan grandioso no será ver a Jesús ofreciendo a su
Eterno Padre esos trofeos gloriosos e innumerables que proclaman el poderio
de su gracia, ese reino conquistado con su sangre, que entonces despedirá
por todas partes destellos de esplendor inmaculado, fruto de la vida divina
que circula vigorosa y embriagadora por cada uno de los Santos!
Así se comprende que en el Apocalipsis, después de haber vislumbrado San
Juan algo de aquellas maravillas y regocijos, los compare, siguiendo al
mismo Jesús (Mt 22,2) a unas bodas: a las "bodas del Cordero" (Ap 19,9). Así
se comprende finalmente por qué motivo, al dar digno remate a las
misteriosas descripciones de la Jerusalén celestial, el mismo Apóstol nos
deja oír los amorosos requiebros que Cristo y la Iglesia, el Esposo y la
Esposa, se dirigen desde ahora, sin cesar, en espera de la consumación final
y unión perfecta: " Ven" (Ap 22, 16-17).
6 El Espíritu
Santo, espíritu de Jesús
La doctrina sobre el Espíritu Santo completa la explicación del plan divino:
importancia capital de este asunto
Tenemos entre nuestros Libros Santos uno que historia los primeros días de
la Iglesia, y se llama Hechos de los Apóstoles. Esta narración, debida a la
pluma de San Lucas, que fue testigo de muchos de los hechos narrados, está
llena de encanto y de vida.- En ella vemos cómo la Iglesia, fundada por
Jesús sobre los Apóstoles, se desenvuelve en Jerusalén y se extiende después
poco a poco fuera de Judea, merced sobre todo a la predicación de San Pablo,
pues que la mayor parte del libro la dedica precisamente al relato de las
misiones, de los trabajos y de las luchas del gran Apóstol. Podemos seguirle
paso a paso en casi todas sus expediciones evangélicas. Esas páginas, llenas
de animación, nos revelan y nos pintan al vivo las incesantes tribulaciones
que padeció San Pablo, las dificultades sin cuento que hubo de vencer, sus
aventuras, sus padecimientos en el curso de los múltiples viajes emprendidos
para extender por doquier el nombre y gloria de Jesús.
Refiérese en esos Hechos que, andando San Pablo de misiones, llegó a Efeso,
y allí encontró algunos discípulos, y les preguntó: "¿Habéis recibido el
Espíritu Santo al abrazar la fe?" -Los discípulos le contestaron: "¡Pero, si
no hemos oído siquiera hablar del Espíritu Santo ni que tal cosa exista!"
(Hch 19,2).
Ciertamente, no ignoramos nosotros que exista el Espíritu Santo; mas
¡cuántos cristianos hay que sólo le conocen de nombre y casi nada saben de
sus operaciones en las almas! Sin embargo, la economía divina no se
comprende cumplidamente sin tener una idea precisa de lo que es el Espíritu
Santo para nosotros.
Vedlo, si no: en casi todos los textos donde expone los pensamientos eternos
sobre nuestra adopción sobrenatural, y siempre que trata de la gracia y de
la Iglesia, habla San Pablo del "Espíritu de Dios", del "Espíritu de
Cristo", del "Espíritu de Jesús". "Hemos recibido un Espíritu de adopción
que nos hace exclamar dirigiéndonos a Dios: ¡Padre, Padre!" (Rm 8,15).-
"Dios envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones para que le
pudiéramos llamar Padre nuestro" (Gál 4,5). "¿No sabéis, dice en otra parte,
que por la gracia sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en
vosotros?" (1Cor 3,16). Y también: "Sois el templo del Espíritu Santo que
habita en vosotros" (ib. 6,19). "En Cristo se eleva todo el edificio bien
ordenado para formar un templo santo en el Señor: en El también estáis
vosotros edificados para ser por el Espíritu Santo morada de Dios" (Ef 2,
21-22).
"De suerte que así como no formáis más que un solo cuerpo en Cristo, así
también os anima un solo Espíritu" (ib. 4,4). La presencia de este Espíritu
en nuestras almas es tan necesaria, que San Pablo llega a decir: "si alguno
no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de El".
¿Veis ahora por qué el Apóstol, que nada tomaba tan a pechos como ver a
Cristo vivir en el alma de sus discípulos, les pregunta si han recibido el
Espíritu Santo? Es que sólo son hijos de Dios en Jesucristo los que son
dirigidos por el Espíritu Santo (Rm 8,9 y 14).
No penetraremos, pues, perfectamente el misterio de Cristo y la economía de
nuestra santificación, mientras no fijemos la mirada en este Espíritu
divino, y en su acción sobre nosotros.- Hemos visto que la finalidad de
nuestra vida consiste en tratar de someternos con gran humildad a los
pensamientos de Dios- adaptarnos a ellos lo mejor posible y con la sencillez
de un niño. Siendo divinos esos designios, su eficacia es intrínsecamente
absoluta; y producirán, sin duda alguna, sus frutos de santificación, si los
aceptamos con fe y con amor. Ahora bien; para encajar en el plan divino, es
menester no solamente "recibir a Cristo" (Jn 1,12), sino que, como lo hace
notar San Pablo, es preciso "recibir al Espíritu Santo" y someterse a su
acción, a fin de ser "uno con Cristo". Ved cómo el mismo Señor, en el
admirable discurso que pronunció después de la Cena, en el que revela a los
que llama sus "amigos" los secretos de la vida eterna, les habla varias
veces del Espíritu Santo, casi tantas como de su Padre.
Les dice que este Espíritu "suplirá sus veces entre ellos" cuando haya
subido al cielo; que este Espíritu "será para ellos el maestro interior, un
maestro tan necesario que Jesús rogará al Padre para que se lo dé y viva en
ellos". ¿Por qué, pues, nuestro divino Salvador puso tanto cuidado en hablar
del Espíritu Santo en momentos tan solemnes, en términos tan apremiantes, si
todo ello había de ser para nosotros como letra muerta? ¿No sería ofenderle
y causarnos a la vez grave perjuicio el no prestar atención a un misterio
tan vital para nosotros?
[En su Encíclica sobre el Espíritu Santo (Divinum illud munus, 9 de mayo de
1897), León XIII, de gloriosa memoria, deploraba amargamente el que "los
cristianos tuvieran conocimiento tan mezquino del Espíritu Santo. Emplean a
menudo su nombre en sus ejercicios de piedad, mas su fe anda envuelta en
espesas tinieblas". Por eso el gran Pontífice insiste enérgicamente en que
"todos los predicadores y cuantos tienen cura de almas miren como deber suyo
el enseñar al pueblo diligentius atque uberius cuanto dice relación con el
Espíritu Santo". Sin duda, quiere que "se evite toda controversia sutil,
toda tentativa temeraria de escudriñar la naturaleza profunda de los
misterios", pero quiere también "que se recuerden y que se expongan con
claridad los numerosos e insignes beneficios que nos han traído y trae sin
cesar a nuestras almas el Donador divino; porque el error o la ignorancia en
misterios tan grandes y fecundos (error e ignorancia indignos de un hijo de
la luz) deben desaparecer totalmente": prorsus depellatur].
Trataré de demostraros, con toda la claridad que pueda, lo que es el
Espíritu Santo en sí mismo, dentro de la adorable Trinidad, su acción en la
santa humanidad de Cristo y los incesantes beneficios que reporta a la
Iglesia y a las almas.
Así terminaremos la exposición de la economía del plan divino en sí mismo
considerado.
El tema es, sin duda, muy elevado; debemos tratarlo, pues, con profunda
reverencia; mas, como nuestro Señor nos lo ha revelado, debe también nuestra
fe considerarlo con amor y confianza. Pidamos humildemente al Espíritu Santo
que ilumine El mismo nuestras almas con un rayo de su luz divina, pues
seguramente atenderá a nuestros ruegos.
1. El Espíritu Santo en la
Trinidad: Procede del Padre y del Hijo por amor, se le atribuye la
santificación, porque ésta es obra de amor, de perfeccionamiento y de unión
No sabemos del Espíritu Santo sino lo que la Revelación nos enseña. ¿Y qué
nos dice la Revelación?
Que pertenece a la esencia infinita de un solo Dios en tres Personas: Padre,
Hijo y Espíritu Santo; ése es el misterio de la Santísima Trinidad. [Fides
autem catholica hæc est: ut unum Deum in Trinitate et Trinitatem in unitate
veneremur... neque confundentes personas, neque substatiam separantes.
Símbolo atribuido a San Atanasio]. La fe aprecia en Dios la unidad de la
naturaleza y la distinción de Personas.
El Padre, conociéndose a Sí mismo, enuncia, expresa ese conocimiento en una
palabra infinita, el Verbo, con acto simple y eterno; y el Hijo, que
engendra el Padre, es semejante e igual a El mismo, porque el Padre le
comunica su naturaleza, su vida y sus perfecciones.
El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro con amor mutuo y único: ¡Posee
el Padre una perfección y hermosura tan absolutas! ¡Es el Hijo imagen tan
perfecta del Padre! Por eso se dan el uno al otro, y ese amor mutuo que
deriva del Padre y del Hijo, como de fuente única, es en Dios un amor
subsistente, una persona distinta de las otras dos, que se llama Espíritu
Santo. El nombre es misterioso, mas la revelación no nos da otro.
El Espíritu Santo es, en las operaciones interiores de la vida divina, el
ultimo término: El cierra -si nos son permitidos estos balbuceos, hablando
de tan grandes misterios- el ciclo de la actividad íntima de la Santísima
Trinidad, pero es Dios lo mismo que el Padre y el Hijo posee como Ellos y
con Ellos la misma y única naturaleza divina, igual ciencia, idéntico poder,
la misma bondad, igual majestad.
Este Espíritu divino se llama Santo y es el Espíritu de santidad, santo en
Sí mismo y santificador a la vez.- Al anunciar el misterio de la
Encarnación, decía el Angel a la Virgen: "El Espíritu Santo bajará a ti: por
eso el Ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,35). Las
obras de santificación se atribuven de un modo particular al Espíritu Santo.
Para entender esto, y todo lo que se dirá del Espíritu Santo, debo
explicaros, en pocas palabras, lo que en Teología se llama apropiación.
Como sabéis, en Dios, hay una sola inteligencia, uns sola voluntad, un solo
poder, porque no hay más que una naturaleza divina; pero hay también
distinción de personas. Semejante distinción resulta de las operaciones
misteriosas que se verifican alla en la vida íntima de Dios y de las
relaciones mutuas que de esas operaciones se derivan. El Padre engendra al
Hijo, y el Espíritu Santo procede de entrambos. "Engendrar, ser Padre", es
propiedad exclusiva de la Primera Persona, "ser Hijo" es propiedad personal
del Hijo, así como el "proceder del Padre y del Hijo, por vía de amor", es
propiedad personal del Espíritu Santo.
Esas propiedades personales establecen, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, relaciones mutuas, de donde proviene la distinción.- Pero fuera de esas propiedades y relaciones, todo es común e indivisible entre las divinas Personas: la inteligencia, la voluntad, el poder y la majestad, porque la misma naturaleza divina indivisible es común a las tres Personas.- He ahí lo poquito que podemos rastrear acerca de las operaciones íntimas de Dios.
Por lo que atañe a las obras "exteriores", las acciones que se terminan
fuera de Dios (ad extra), sea en el mundo material, como la acción de
dirigir a toda criatura a su fin, sea en el mundo ds las almas, como la
acción de producir la gracia, son comunes a las tres divinas Personas. ¿Por
qué así? -Porque la fuente de esas operaciones, de esas obras, de esas
acciones, es la naturaleza divina, y esa naturaleza es una e indivisible
para las tres personas; la Santísima Trinidad obra en el mundo como una sola
causa única.- Pero Dios quiere que los hombres conozcan y honren, no sólo la
unidad divina, sino también la Trinidad de Personas; por eso la Iglesia, por
ejemplo, en la liturgia, atribuye a tal Persona divina ciertas acciones que
se verifican en el mundo, y que, si bien son comunes a las tres divinas
Personas, tienen una relación especial o afinidad íntima con el lugar, si
así puedo expresarme, que ocupa esa Persona en la Santísima Trinidad, con
las propiedades que le son peculiares y exclusivas.
Siendo, pues, el Padre, fuente, origen y principio de las otras dos Personas
-sin que eso implique en el Padre superioridad jerárquica ni prioridad de
tiempo-, las obras que se verifican en el mundo y que manifiestan
particularmente el poderío, o en que se revela sobre todo la idea de origen,
son atribuidas al Padre; como, por ejemplo, la creación en que Dios sacó el
mundo de la nada. En el Credo cantamos "Creo en Dios Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra". ¿Será tal vez que el Padre tuvo más
parte, manifestó más su poder en esta obra que el Hijo y el Espíritu Santo?
Error fuera el pensarlo; el Hijo y el Espíritu Santo obran en esto tanto
como el Padre, porque Dios obra hacia fuera, por su omnipotencia, y la
omnipotencia es común a las tres Personas.- ¿Cómo, pues, habla de ese modo
la Iglesia? -Porque, en la Santísima Trinidad, el Padre es la primera
Persona, principio sin principio, de donde proceden las otras dos he ahí su
propiedad personal, exclusiva, la que le distingue del Hijo y del Espíritu
Santo, y precisamente para que no olvidemos esa propiedad, se atribuyen al
Padre las obras "exteriores" que nos la sugieren por tener alguna relación
con ella.
Lo mismo hay que decir de la Persona del Hijo, que es el Verbo en la
Trinidad, que procede del Padre por vía de inteligencia; que es la expresión
infinita del pensamiento divino; que se le considera sobre todo como
Sabiduría eterna.- Por eso se le atribuyen las obras en cuya realización
brilla principalmente la sabiduría.
E igualmente en lo que respecta al Espíritu Santo, ¿qué viene a ser en la
Trinidad? Es el término último de las operaciones divinas, de la vida de
Dios en sí mismo. Cierra, por decirlo así, el ciclo de esa intimidad divina;
es el perfeccionamiento en el amor, y tiene, como propiedad personal, el
proceder a la vez del Padre y del Hijo por vía de amor. De ahí que todo
cuanto implica perfecciona miento y amor, unión, y, por ende, santidad
-porque nuestra santidad se mide por el mayor o menor grado de nuestra unión
con Dios, todo eso se atribuye al Espíritu Santo. Pero, ¿es por ventura más
santificador que el Padre y el Hijo? No, la obra de nuestra santificación es
común a las tres divinas Personas, pero repitamos que, como la obra de la
santidad en el alma es obra de perfeccionamiento y de unión, se atribuye al
Espíritu Santo, porque de este modo nos acordamos más fácilmente de sus
propiedades personales, para honrarle y adorarle en lo que del Padre y del
Hijo le distingue.
Dios quiere que tomemos, por decirlo así, tan a pechos el honrar su Trinidad
de personas, como el adorar su unidad de naturaleza; por eso quiere que la
Iglesia recuerde a sus hijos, no sólo que hay un Dios, sino que ese Dios es
Trino en Personas.
Eso es lo que en Teología llamamos apropiación. Se inspira en la Revelación,
y la Iglesia la emplea [en su carta Encíclica de 9 de mayo de 1897, León
XIII dice que la Iglesia usa aptissime de ese procedimiento: con sumo
acierto]; tiene por fin poner de relieve los atributos propios de cada
Persona divina. Al hacer resaltar esas propiedades, nos las hace también
conocer nos las hace amar más y más. Santo Tomás dice que la Iglesia guarda
esa ley de la apropiación para ayudar a nuestra fe, siguiendo en esto la
revelación [ad manifestationem fidei. I, q.29, a.7.] Nuestra vida, nuestra
bienaventuranza por toda la eternidad, consistirá en ver a Dios, en amarle,
en gozarle tal cual es, esto es, en la Unidad de naturaleza y Trinidad de
Personas. ¿Qué tiene, pues, de extraño el que Dios, que nos predestina a esa
vida y nos prepara esa bienaventuranza, quiera que, desde acá abajo, nos
acordemos de sus divinas perfecciones, tanto las de su naturaleza como de
las propiedades que distinguen las Personas? Dios es infinito y digno de
loor en su Unidad, como lo es en su Trinidad, y las divinas Personas son tan
admirables en la unidad de naturaleza, que poseen de un modo indivisible
como en las relaciones que entre sí mantienen y que originan su distinción.
"¡Dios todopoderoso, Dios dichoso! ¡Me alegro de tu poder, de tu eternidad,
de tu dicha! ¿Cuándo te veré? ¡Oh principio sin principio! ¿Cuándo veré
salir de tu seno al Hijo, que es igual a Ti? ¿Cuándo veré tu Espíritu Santo
proceder de vuestra unión, terminar tu fecundidad consumar tu acción
eterna?" (Bossuet, Préparation à la mort, 4e. prière).
2. Operaciones del Espíritu Santo en Cristo: Jesús es concebido por obra y
gracia del Espíritu Santo; gracia santificante, virtudes y dones conferidos
por el Espíritu Santo al alma de Cristo; la actividad humana de Cristo
dirigida por el Espíritu Santo
Nada os costará ya comprender el lenguaje de las Escrituras y de la Iglesia
cuando exponen las operaciones del Espíritu Santo.
Veamos primeramente esas operaciones en Nuestro Señor. Acerquémonos con
respeto a la divina Persona de Jesucristo, para contemplar algo siquiera de
las maravillas que en El se realizaron en la Encarnación y después de Ella.
Como os dije al explicar este misterio, la Santísima Trinidad creó un alma
que unió a un cuerpo humano formando así una naturaleza también humana, y
unió esa misma naturaleza a la Persona divina del Verbo. Las tres divinas
Personas concurrieron de consuno a esta obra inefable, si bien es preciso
añadir que tuvo por término final únicamente al Verbo, el Verbo sólo, el
Hijo de Dios fue el que se encarnó. Esta obra es debida, sin duda, a la
Trinidad toda, aunque se atribuye especialmente al Espíritu Santo; ya lo
decimos en el Símbolo: "Creo... en Jesucristo Nuestro Señor, que fue
concebido por obra del Espíritu Santo". El Credo no hace sino repetir las
palabras del Angel a la Virgen: "El Espíritu Santo se posará en ti; el ser
santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios".
Me preguntaréis tal vez el porqué de esta atribución especial al Espíritu
Santo. Santo Tomás (III, q.37, a.1), entre otras razones, nos dice que el
Espíritu Santo es el amor sustancial, el amor del Padre y del Hijo; ahora
bien, si la redención por la Encarnación es obra cuya realización reclamaba
una Sabiduría infinita, su causa primera ha de ser el amor que Dios nos
tiene. "Amó Dios tanto al mundo, nos dice Jesús. que le dió su Hijo
Unigénito" (Jn 3,16).
Ved ahora cuán fecunda y admirable es la virtud del Espíritu Santo en
Cristo. No sólo une la naturaleza humana al Verbo, sino que a El también se
le atribuye la efusión de la gracia santificante en el alma de Jesús.
En Jesús hay dos naturalezas distintas, perfectas entrambas, pero unidas en
la Persona que las enlaza: el Verbo. "La gracia de unión" hace que la
naturaleza humana subsista en la Persona divina del Verbo; esa gracia es de
orden enteramente único, trascendental e incomunicable, por ella pertenece
al Verbo la humanidad de Cristo, que se convierte en humanidad del verdadero
Hijo de Dios, y que es, por tanto, objeto de complacencia infinita para el
Padre Eterno.- Mas aun cuando la naturaleza humana esté así unida al Verbo,
no por eso es aniquilada ni queda inactiva; antes bien, guarda su esencia,
su integridad todas sus energías y potencias; es capaz de acción y la
"gracia santificante" es la que eleva a esa humanidad santa para que pueda
obrar sobrenaturalmente.
Desarrollando esta misma idea en otros términos, se puede decir que la
"gracia de unión" hipostática une la naturaleza humana a la Persona del
Verbo, y diviniza de ese modo el fondo mismo de Cristo; Cristo es, por ella,
un "sujeto" divino; hasta ahí alcanza la finalidad de esa "gracia de unión",
que es privativa de Jesús.- Pero conviene, además, que a esa naturaleza
humana la hermosee la "gracia santificante" para obrar de un modo divino en
cada una de sus facultades; esa gracia santificante, que es "connatural" a
la "gracia de unión" (esto es, que dimana de la gracia de unión de un modo
natural en cierto sentido), pone el alma de Cristo a la altura de su unión
con el Verbo [Gratia habitualis Christi intelligitur ut consequens unionem
hypostaticam, sicut splendor solem. Santo Tomás, III, q.7, a.13]; hace que
la naturaleza humana -que subsiste en el Verbo en virtud de la "gracia de
unión"- pueda obrar cual conviene a un alma sublimada a tan excelsa
dignidad, y producir frutos divinos.
He ahí por qué no se dio tasada la gracia santificante al alma de Cristo,
como a los elegidos, sino en sumo grado. Ahora bien, la efusión de la gracia
santificante en el alma de Cristo se atribuye al Espíritu Santo.
[Luego en Cristo es uno el efecto de la "gracia de unión", que se consuma
una vez constituida la unión de la naturaleza humana con la Persona del
Verbo, y otro el efecto de la "gracia santificante" que habilita a la
naturaleza humana para obrar en forma sobrenatural, aun cuando permanezca
íntegra en su esencia y en sus facultades aun después de consumada la unión
con el Verbo. No hay pues, redundancia, como podríaparecer a primera vista,
y la gracia santificante en Cristo no es tampoco superflua (Santo Tomás,
III, q.7, a.1 y 13). +Schwaim, Le Christ d'après S. Thomas d'Aquin, ch. II,
6.
Nótese, además, que la "gracia de unión" sólo se da en Cristo, mientras que
la "gracia santificante" se encuentra también en las almas de los justos; en
Cristo se halla en su plenitud, plenitud de que todos recibimos, en una
medida más o menos amplia, la gracia santificante. Hay que observar sobre
todo que Cristo no es Hijo adoptivo de Dios, como lo somos nosotros, por la
gracia santificante, sino que es Hijo de Dios por naturaleza.
En nosotros la gracia santificante origina la adopción divina; mas en Cristo
la función de la gracia santificante consiste en obrar de modo que la
naturaleza del futuro Redentor -una vez unida a la Persona del Verbo por la
gracia de unión y convertida por esta misma gracia en la humanidad del
propio Hijo de Dios- pueda obrar de un modo sobrenatural].
El Espíritu Santo, al derramar en el alma de Jesús la plenitud de las
virtudes (+Is 11,2), le infundió al mismo tiempo la plenitud de sus dones.-
Oíd lo que cantaba Isaías, hablando de la Virgen y de Cristo, que de ella
debía nacer: "Brotará una vara de la raza de Tessé (la Virgen), y de sus
raíces saldrá un tallo (Cristo). En El se posará el Espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de
fortaleza, espíritu dc ciencia y de piedad, y será henchido del espíritu de
temor dc Dios".
En una circunstancia memorable, mencionada por San Lucas, se aplicó nuestro
Señor a Sí mismo este texto del Profeta. Ya sabéis que en tiempo de Jesús se
reunían los judíos el sábado en la sinagoga, y un doctor de la ley, de entre
los asistentes, desplegaba el rollo de las Escrituras para leer la parte del
texto sagrado asignado al día. Cuenta, pues, San Lucas que un sábado, al
comenzar su vida pública, entró nuestro divino Salvador en la sinagoga de
Nazaret; y como le entregaran el libro del profeta Isaías, al desenvolverlo
dio con el lugar donde estaba escrito: "El Espíritu del Señor está sobre Mí;
porque El me ha consagrado con su unción y me ha enviado a evangelizar a los
pobres, a curar a los que tienen el corazón desgarrado, a anunciar a los
cautivos su liberación, a publicar el tiempo de la gracia del Señor".
Enrollando después el libro lo devolvió y se sentó; todos en la sinagoga
tenían clavada en El la mirada; entonces les dijo Jesús: "Hoy se ha cumplido
este oráculo, y vosotros mismos habéis visto realizada la predicción del
Profeta" (Lc 4,16 ss.). Nuestro Señor hacía suyas las palabras de Isaías que
comparan la acción del Espíritu Santo a una unción. [En la liturgia, en el
himno Veni Creator Spiritus, se llama al Espíritu Santo spiritalis unctio].
La gracia del Espíritu Santo se ha difundido sobre Jesús como aceite de alegría que le ha consagrado, primero, como Hijo, de Dios y Mesías, y le ha henchido, además, de la plenitud de sus dones y de la abundancia de los divinos tesoros. "Por eso, con preferencia a tus compañeros, el Señor te ha ungido con el óleo de la alegría" (Sal 44,8) [+Hch 10,38; Iesum a Nazareth, quomodo unxit eum Deus, Spiritu Sancto. Véase también Mt 12,18]. Esta santa unción se verificó en el momento mismo de la Encarnación, y precisamente para significarla, para darla a conocer a los judíos y para proclamar que El es el Mesías, el Cristo, esto es, el Ungido del Señor, el Espíritu Santo se posó visiblemente sobre Jesús en figura de paloma el día de su bautismo, cuando iba a comenzar su vida pública. Esta era la señal por la que Cristo debía ser reconocido, como lo declaraba su Precursor el Bautista: "El Mesías es aquel sobre quien bajare el Espíritu Santo" (Jn 1,33).
Desde este momento, los Evangelios nos muestran cómo el alma de Jesucristo
en toda su actividad obedecía a las inspiraciones del Espíritu Santo. El
Espíritu le empuja al desierto, donde será tentado (Mt 4,1); después de
vivir una temporada en el desierto, "el mismo Espíritu le conduce de nuevo a
Galilea" (Lc 4,14), por la acción de este Espíritu arroja al demonio de los
cuerpos de los posesos (Mt 12,28); bajo la acción del Espíritu Santo salta
de gozo cuando da gracias a su Padre porque revela los secretos divinos a
las almas sencillas: "En aquella hora estalló de gozo en el Espíritu Santo"
(Lc 10,21). Finalmente, nos dice San Pablo que la obra maestra de Cristo,
aquella en la cual brilla más su amor al Padre y su caridad para con
nosotros, el sacrificio sangriento en la Cruz por la salud del mundo, le
ofreció Cristo a impulso del Espíritu Santo: "El cual, mediante el Espíritu
Santo, se ofreció a Dios cual Hostia inmaculada" (Heb 9,14).
¿Qué nos indican todas estas revelaciones sino que el Espíritu de amor
guiaba toda la actividad humana de Cristo? Cristo, el Verbo encarnadot es el
que obra todas sus acciones son acciones de la única Persona del Verbo en
que subsiste la naturaleza humana pero así y todo, Cristo obra por
inspiración y a impulsos del Espíritu Santo. El alma de resús, convertida en
alma del Verbo por la gracia de la unión hipostática estaba además henchida
de gracia santificante y obraba por la suave moción del Espíritu Santo.
De ahí que todas las acciones de Cristo fueran santas. Su alma, aunque
creada como todas las demás almas, era santísima; en primer lugar por
hallarse unida al Verbo; unida a una persona divina, tal unión hizo de ella,
desde el primer momento de la Encarnación, no un santo cualquiera, sino el
Santo por excelencia, el Hijo mismo de Dios.- Es santa además por estar
hermoseada con la gracia santificante, que la capacita para obrar
sobrenaturalmente y en consonancia con la unión inefable que constituye su
inalienable privilegio.- Es santa, en tercer lugar, porque todas sus
acciones y operaciones, aun cuando sean actos ejecutados únicamente por el
Verbo encarnado, se realizan por moción y por inspiración del Espíritu Santo
Espíritu de amor y santidad.
Adoremos los admirables misterios que se producen en Cristo: El Espíritu
Santo santifica el ser de Cristo y toda su actividad; y como en Cristo esa
santidad alcanza el grado sumo, como toda santidad humana se ha de modelar
en la suya y debe serle tributaria, por eso canta la Iglesia a diario: "Tú
eres el solo santo, ¡oh Cristo Jesús!" El solo santo, porque eres, por tu
Encarnación, el único y verdadero Hijo de Dios; el solo santo, porque posees
la gracia santificante en toda su plenitud, a fin de distribuirla entre
nosotros, el solo santo, porque tu alma se prestaba con infinita docilidad a
los toques del Espíritu de amor que inspiraba y regulaba todos tus
movimientos, todos tus actos, y les hacía agradables al Padre.
3. Operaciones
del Espíritu Santo en la Iglesia; el Espíritu Santo, alma de la Iglesia
Las maravillas que se obraban en Cristo bajo la inspiración del Espíritu
Santo, se reproducen en nosotros, por lo menos en parte, cuando nos dejamos
guiar de aquel Espíritu divino. Pero, ¿poseemos acaso nosotros ese Espíritu?
-Sin duda alguna que sí.
Antes de subir al cielo, prometió Jesús a sus discípulos que rogaría al
Padre para que les diera el Espíritu Santo, e hizo, de ese don del Espíritu
a nuestras almas, objeto de una súplica especial. "Rogaré al Padre y os dará
otro Consolador, el Espíritu de verdad" (Jn 14, 16-17). Y ya sabéis cómo fue
atendida la petición de Jesús, con qué abundancia se dio el Espíritu Santo a
los Apóstoles el día de Pentecostés. De ese día data, por decirlo así, la
toma de posesión por parte del Espíritu divino de la Iglesia, cuerpo místico
de Cristo, y podemos añadir que, si Cristo es jefe y cabeza de la Iglesia,
el Espíritu Santo es alma de ese cuerpo. El es quien guia e inspira a la
Iglesia, guardándola, como se lo prometiera Jesús, en la verdad de Cristo y
en la luz que El nos trajo: "Os enseñará toda verdad y os recordará todo lo,
que os he enseñado" (ib. 14,26).
Esa acción del Espíritu Santo en la Iglesia es varia y múltiple.- Os dije
antes que Cristo fue consagrado Mesías y Pontífice por una unción inefable
del Espíritu Santo y con unción parecida consagra Cristo a los que quiere
hacer participantes de su poder sacerdotal, para proseguir en la tierra su
misión santificadora: "Recibid el Espíritu Santo... el Espíritu Santo
designó a los obispos para que gobiernen la Iglesia" (Hch 20,28); el
Espíritu Santo es quien habla por su boca y da valor a su testimonio (ib.
15,26; Hch 15,28; 20, 22-28). Del mismo modo, los Sacramentos, medios
auténticos que Cristo puso en manos de sus ministros para transmitir la vida
a las almas, jamás se confieren sin que preceda o acompañe la invocación al
Espíritu Santo. El es quien fecunda las aguas del Bautismo. "Hay que renacer
del agua por el Espíritu Santo para entrar en el reino de Dios" (Jn 3,5);
"Dios, dice San Pablo, nos salva en la fuente de regeneración renovándonos
por el Espíritu Santo" (Tit 3,5), ese mismo, Espíritu se nos "da" en la
Confirmación para ser la unción que debe hacer del cristiano un soldado
intrépido de Jesucristo;
El es quien nos confiere en ese Sacramento la plenitud de la condición de cristiano y nos reviste de la fortaleza de Cristo, -al Espíritu Santo, como nos lo demuestra sobre todo la Iglesia Oriental, se atribuye el cambio que hace del pan y del vino, el cuerpo y la sangre de Jesucristo; los pecados son perdonados, en el Sacramento de la Penitencia, por el Espíritu Santo (Jn 20, 22-23) [Santo Tomás, III, q.3, a.8, ad 3]; en la Extremaunción se le pide que "con su gracia cure al enfermo de sus dolencias y culpas"; en el Matrimonio se invoca también al Espíritu Santo para que los esposos cristianos puedan, con su vida, imitar la unión que existe entre Cristo y la Iglesia.
¿Veis cuán viva, honda e incesante es la acción del Espíritu Santo en la
Iglesia? Bien podemos decir con San Pablo que es el "Espíritu de vida" (Rm
8,2), verdad que la Iglesia repite en el Símbolo cuando canta su fe en el
"Espíritu vivificador": Es, pues, verdaderamente el alma de la Iglesia, el
principio vital que anima a la sociedad sobrenatural; que la rige, que une
entre sí sus diversos miembros y les comunica espiritual vigor y hermosura.
[Al decir que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, no es nuestro
intento enseñar que sea la forma de la Iglesia, como lo es el alma en el
compuesto humano. En tal sentido, sería teológica más exacto decir que el
alma de la Iglesia es la gracia santificante -con las virtudes infusas, que
forman su cortejo obligado-; la gracia es, en efecto, el principio de la
vida sobrenatural, que da vida divina a los miembros pertenecientes al
cuerpo de la Iglesia; mas también en este caso es muy imperfecta la analogía
entre la gracia y el alma; pero no es ésta la ocasión de disertar sobre esta
diferencias. Cuando decimos que el Espíritu Santo y no la gracia es el alma
de la Iglesia, no hacemos sino tomar la causa por el efecto, esto es, que el
Espíritu Santo produce la gracia santificante; queremos, pues, con esta
expresión (Espíritu Santo=alma de la Iglesia) hacer resaltar el influjo
interno vivificador y "unificador" (si se puede hablar así) que ejerce el
Espíritu Santo en la Iglesia.- Ese modo de expresarnos es perfectamente
legítimo y tiene consigo la aprobación de varios Padres de la Iglesia, como
San Agustín: Quod est in corpore nostro anima, id est Spiritus Sanctus in
corpore Christi quod est Ecclesia (Serm. CLXXXVII, de tempore). Muchos
teólogos modernos hablan del mismo modo, y León XIII consagró esta expresión
en su Encíclica sobre el Espíritu Santo. También interesa notar que Santo
Tomás, para encarecer la influencia íntima del Espíritu Santo en la Iglesia,
la compara a la que ejerce el corazón en el organismo humano III, q.8, a.1,
ad 3].
En los primeros días de la Iglesia, la acción del Espíritu Santo fue mucho
más visible que en los nuestros. Así convenía a los designios de la
Providencia, porque era menester que la Iglesia pudiese establecerse
sólidamente, manifestando a los ojos del mundo pagano las señales luminosas
de la divinidad de su fundador, de su origen y de su misión.- Esas señales,
frutos de la efusión del Espíritu Santo, eran admirables, y todavía nos
maravillamos al leer el relato de los comienzos de la Iglesia. El Espíritu
descendía sobre aquellos a quienes el bautismo hacía discípulos de Cristo, y
los colmaba de carismas tan variados como asombrosos: gracia de milagros,
don de profecía, don de lenguas y otros mil favores extraordinarios,
concedidos a los primeros cristianos para que, al contemplar a la Iglesia
hermoseada con tal profusión de magníficos dones, se viera bien a las claras
que era verdaderamente la Iglesia de Jesús. Leed la primera Epístola de San
Pablo a los de Corinto, y veréis con qué fruición enumera el Apóstol las
maravillas de que él mismo era testigo; en cada enumeración de esos dones
tan variados, añade: "El mismo y único Espíritu es quien obra todo esto",
porque El es amor, y el amor es fuente de todos los dones "en el mismo
Espíritu" (Cor 12,9). El es quien fecunda a esta "Iglesia que Jesús redimió
con su sangre y quiso fuera santa e inmaculada" (Ef 5,27).
4. Acción
del Espíritu Santo en las almas donde mora
Mas si los caracteres extraordinarios y visibles de la acción del Espíritu
Santo han desaparecido en general, la acción de ese divino Espíritu se
perpetúa en las almas y, si bien es sobre todo interior, no por eso es menos
admirable.
Hemos visto que la santidad no es más que el desarrollo de la primera
gracia, la gracia de adopción divina que se nos da en el Bautismo, como
luego diremos, por la cual nos convertimos en hijos de Dios y hermanos de
Jesucristo. El quid de toda santidad consiste en saber sacar de esa gracia
inicial de la adopción, para hacerlos fructificar. todos los tesoros y
riquezas que contiene y que Dios quiere extraigamos de ella. Cristo es, como
hemos dicho, el modelo de nuestra filiación divina, el que nos la ha
merecido del Padre, y el que ha establecido personalmente los cauces por los
cuales nos llega.
Mas el desarrollo fecundo en nosotros de esta gracia que debemos a Jesús es
obra de la Santísima Trinidad, aunque, no sin motivo, se atribuye
especialmente al Espíritu Santo. ¿Por qué así? -Por lo mismo de siempre. La
gracia de adopción es puramente gratuita, y tiene su fuente en el amor:
"Contemplad cuán grande caridad nos ha mostrado Dios Padre, que ha querido
que seamos llamados sus hijos y que en realidad lo seamos" (Jn 3,1). Ahora
bien; en la Trinidad adorable, el Espíritu Santo es el amor sustancial, y
por ello, San Pablo nos dice que la "caridad de Dios", o, lo que es lo
mismo, la gracia que nos hace hijos de Dios, "la ha derramado en nuestros
corazones el Espíritu Santo", "porque la caridad de Dios ha sido derramada
en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado"
(Rm 5,5).
Desde que por medio del Bautismo se nos infundió la gracia, el Espíritu
Santo mora en nosotros con el Padre y el Hijo. "Si alguno me ama, tiene
dicho Nuestro Señor, mi Padre le amará también y vendremos a él y en él
fijaremos nuestra morada" (Jn 14,23). La gracia hace de nuestra alma templo
de la Trinidad Santa, y nuestra alma, adornada con la gracia, es
verdaderamente morada de Dios. En ella habita, no solamente como en todos
los seres por su esencia y potencia, con que sostiene y conserva todas las
criaturas en el ser, sino de un modo muy particular e íntimo, como objeto de
conocimiento y de amor sobrenaturales. Mas porque la gracia nos une de tal
modo a Dios, que ella es principio y medida de nuestra caridad, se dice
especialmente que el Espíritu Santo es el que "mora en nosotros", no de un
modo personal, que excluya la presencia del Padre y del Hijo, sino en cuanto
procede por amor y es lazo de unión entre los dos. "En vosotros permanecerá
y en vosotros morará" (Jn 14,17) decía nuestro Señor.- Aun en el hombre
empecatado se advierten huellas del poder y sabiduría de Dios, mas sólo los
justos, sólo los que estan en gracia comparten la caridad sobrenatural, de
ahí que San Pablo dijera a los fieles: "¿No sabéis que sois templo del
Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios y está en vosotros?" (1Cor
6,19).
Mas, ¿qué hace ese Espíritu divino en nuestras almas, ya que, siendo Dios,
siendo amor, no puede quedar ocioso? -Nos da primeramente testimonio de que
"somos hijos de Dios" (Rm 8,16). Es espíritu de amor y de santidad, que,
como nos ama, quiere también hacernos participantes de su santidad, para que
seamos verdaderos y dignos hijos de Dios.
Con la gracia santificante, que deifica, por decirlo así, a nuestra
naturaleza, capacitándola para obrar sobrenaturalmente, el Espíritu Santo
deposita en nosotros energías y "hábitos" que elevan al nivel divino las
potencias y facultades de nuestra alma; de ahí provienen las virtudes
sobrenaturales y sobre todo las teologales de fe, esperanza y caridad, que
son propiamente las virtudes características y específicas de los hijos de
Dios; después, las virtudes morales infusas, que nos ayudan en la lucha
contra los obstáculos que se cruzan en el camino del cielo; y, por fin, los
dones.- Detengámonos en ellos siquiera algunos instantes.
El divino Salvador, nuestro modelo, los recibió también, como hemos visto,
aunque con medida eminente y trascendental, o, mejor todavía, sin medida ni
tasa. La medida de los dones en nosotros es limitada, pero aun así es tan
fecunda, que obra maravillas de santidad en las almas en que abundan esos
dones. ¿Por qué así? -Porque ellos sobre todo son los que perfeccionan
nuestra adopción, como vamos a verlo.
¿Qué son, pues, los dones del Espíritu Santo? -Son, y ya el nombre lo
indica, bienes gratuitos que el Espíritu nos reparte juntamente con la
gracia santificante y las virtudes infusas.- La Iglesia nos dice en su
liturgia que el mismo Espíritu Santo es el don por excelencia: "Don del Dios
altísimo" [Donum Dei altissimi. Himno. Veni Creator], porque viene a
nosotros desde el Bautismo para dársenos como prenda de amor. Pero ese don
es divino y vivo; es un huésped que, lleno de largueza, quiere enriquecer al
alma que le recibe.
Siendo El mismo el Don increado, es por lo mismo fuente de los dones creados
que con la gracia santificante y las virtudes infusas habilitan al alma para
vivir sobrenaturalmente de un modo perfecto.
En efecto, nuestra alma, aun adornada de la gracia y de las virtudes, no
recupera aquel estado de primitiva integridad que Adán tuvo antes de pecar;
la razón, sujeta ella misma a error, ve que su manto de reina se lo disputan
el apetito inferior y los sentidos; la voluntad está expuesta a
desfallecimientos. ¿Qué resulta de semejante estado de cosas? -Que en la
obra capital de nuestra santificación nos vemos de continuo necesitados de
acudir a la ayuda directa del Espíritu Santo. El puede dispensarnos esta
ayuda por medio de sus inspiraciones, las cuales todas se encaminan a
nuestro mayor perfeccionamiento y santidad. Mas para que sus inspiraciones
sean bien acogidas por nosotros, despierta El mismo en nuestras almas
ciertas disposiciones que nos hacen dóciles y moldeables: esas disposiciones
son precisamente los dones del Espíritu Santo. [En Jesucristo la presencia
de los dones no proviene de la necesidad de ayudar a la flaqueza de la razón
y de la voluntad, como quiera que jamás estuvo sujeto a error ni a flaqueza
alguna; estos dones le fueron otorgados al alma de Jesús porque constituyen
una perfección, y convenía que todo lo que dice perfección residiera en
Jesucristo. Vimos más atrás la influencia que el Espíritu Santo ejerció con
sus dones en el alma de Jesús]. Los dones no son, pues, las inspiraciones
mismas del Espíritu Santo, sino las disposiciones que nos hacen obedecer
pronta y facilmente a esas inspiraciones.
Los dones disponen al alma para que pueda ser movida y dirigida en el
sentido de su perfección sobrenatural, en el sentido de la filiación divina,
y por ellos tiene un como instinto divino de lo sobrenatural. El alma, que
en virtud de esas disposiciones se deja guiar por el Espíritu, obra con toda
seguridad como cuadra a un hijo de Dios. En toda su vida espiritual piensa y
obra de una forma "conveniente" desde el punto de vista sobrenatural. [Dona
sunt quædam perfectiones hominis quibus homo disponitur ad hoc quod sequatur
instinctum Spiritus Sancti. Santo Tomás, I-II, q.68, a.3]. El alma que es
fiel a las inspiraciones del Espíritu Santo posee un tacto sobrenatural que
la hace pensar y obrar con facilidad y presteza como hija de Dios.
Comprendéis con esto que los dones inclinan al alma y la disponen a moverse
en una atmósfera donde todo es sobrenatural; de la que todo lo natural queda
excluido en cierto sentido. Por los dones, el Espíritu Santo tiene y se
reserva la alta dirección de nuestra vida sobrenatural.
Todo esto es de importancia suma para el alma, puesto que nuestra santidad
es esencialmente de orden sobrenatural. Verdad es que ya por las virtudes el
alma en gracia obra sobrenaturalmente, pero obra de un modo conforme a su
condición racional y humana por movimiento propio, por iniciativa personal;
mas con los dones queda dispuesta a obrar directa y únicamente por la moción
divina (guardando, dicho se está, su libertad, que se manifiesta por el
asentimiento a la inspiración de lo alto), y esto de un modo que no se
compagina siempre con su manera racional y natural de ver las cosas: La
influencia de los dones es pues, en un sentido muy real, superior a la de
las virtudes, a las que no reemplazan sin duda, pero cuyas operaciones
completan maravillosamente. [Dona a virtutibus distinguuntur in hoc quod
virtutes perficiunt ad actus humano modo, sed dona ultra humanum modus. S.
Thom. Sent. III, dist. XXXIV, q.1, a.1.- Donorum ratio propria est ut per ea
quis super humanum modum operetur. Sent. II, dist. XXXV, q.2, a.3].
Por ejemplo, los dones de Entendimiento y de Ciencia perfeccionan el
ejercicio de la virtud de fe, y por ahí se expiica que almas sencillas y sin
cultura alguna, pero rectas y dóciles a las inspiraciones del Espíritu
Santo, tengan unas convicciones tan arraigadas, una comprensión y una
penetración de las cosas sobrenaturales que a veces causan asombro, y una
especie de instinto espiritual que las pone en guardia contra el error y las
permite adherirse tan resueltamente a la verdad revelada, que quedan al
abrigo de toda duda. ¿De dónde proviene todo esto? ¿Del estudio y de un
examen concienzudo de las verdades de su fe? -No, es obra del Espíritu
Santo, del Espíritu de verdad, que perfecciona mediante el don de
Inteligencia o, de Ciencia, su virtud de fe. Como veis, los dones
constituyen para el alma un tesoro inestimable a causa de su carácter
puramente sobrenatural.- Los dones acaban de perfeccionar ese admirable
organismo sobrenatural a través del cual Dios llama a nuestras almas a vivir
la vida divina. Concedidos como son, en mayor o menor medida, a toda alma
que vive en gracia, quedan en ella en estado permanente mientras no
arrojamos por el pecado mortal al Huésped divino de donde dimanan. Pudiendo
progresivamente acrecentarse, se extienden, además, a toda nuestra vida
sobrenatural y la tornan sumamente fecunda, ya que por e]los se hallan
nuestras almas bajo la acción directa y la influencia inmediata del Espíritu
Santo.- Ahora bien, el Espíritu Santo es Dios con el Padre y el Hijo, y nos
ama entrañablemente y quiere nuestra santificación; sus inspiraciones, que
dimanan de un principio de bondad y de amor, no llevan otra mira que la de
moldearnos de modo que nuestra semejanza con Jesús resulte más perfecta y
cumplida.- De ahí que, aun cuando no sea éste su papel propio y exclusivo,
los dones nos disponen también a aquellos actos heroicos por los que se
manifiesta claramente la santidad.
¡Inefable bondad la de nuestro Dios, que nos provee con tanto cuidado y con
tanta esplendidez de cuanto habemos menester para llegar a El! ¿No sería una
ofensa, para el Huésped divino de nuestras almas, dudar de su bondad y amor,
no confiar en su largueza, en su munificencia, o mostrarnos perezosos en
aprovecharnos de ella?...
5. Doctrina de los
dones del Espíritu Santo
Digamos ahora una palabra de cada uno de los dones. El número siete no
constituye un límite, porque la accion de Dios es infinita, antes bien,
indica plenitud, como otros muchos números bíblicos. Seguiremos simple mente
el orden trazado por Isaías en su profecía mesiánica, sin tratar de
establecer entre los dones gradación ni relaciones bien definidas, sino
procurando únicamente explicar del mejor modo posible lo que es propio de
cada uno.
El primero de los dones es el de Sabiduría. ¿Qué significa aquí Sabiduría?
-"Es un conocimiento sabroso de las cosas espirituales, sapida cognitio
rerum spiritualium un don sobrenatural para conocer o estimar las cosas
divinas por el sabor espiritual que el Espíritu Santo nos da de ellas"; un
conocimiento sabroso, íntimo y profundo de las cosas de Dios, que es
precisamente lo que pedimos en la oración de Pentecostés: Da nobis in eodem
Spiritu recta sapere. Sapere es tener, no ya sólo conocimiento, sino gusto
de las cosas celestiales y sobrenaturales. No es, ni muchísimo menos, eso
que se llama devoción sensible, sino más bien como una experiencia
espiritual de la obra divina que el Espíritu Santo se digna realizar en
nosotros; es la respuesta al "Gustad y ved cuán suave es el Señor" (Sal
33,9). Este don nos hace preferir sin vacilación a todas las alegrías de la
tierra la dicha que es patrimonio exclusivo de los que sirven a Dios. El
hace exclamar al alma fiel: "¡Qué deliciosas, Señor, son tus moradas! Un día
pasado en tu casa vale por años pasados lejos de Ti" (ib. 83, 2-11). Mas es
preciso para experimentar esto que huyamos con cuidado de todo cuanto nos
arrastra a los deleites ilícitos de los sentidos.
El don de Entendimiento nos hace ahondar en las verdades de la fe. San Pablo
dice que el "Espíritu que sondea las profundidades de Dios, las revela a
quien le place" (1Cor 2,10). Y no es que este don amengue la
incomprensibilidad de los misterios o que suprima la fe, sino que ahonda más
en el misterio que el simple asentimiento de que le hace objeto la fe; su
campo abarca las conveniencias y grandezas de los misterios, sus relaciones
mutuas y las que tienen con nuestra vida sobrenatural. Se extiende asimismo
a las verdades contenidas en los Libros Sagrados, y es el que parece haber
sido concedido en mayor medida El los que en la Iglesia han brillado por la
profundidad de su doctrina, a los cuales llamamos "Doctores de la Iglesia",
aunque todo bautizado posea también este precioso don. Leéis un texto de las
divinas Escrituras, lo habréis leído y releído un sinnúmero de veces sin que
haya impresionado a vuestro espíritu, pero un día brilla de repente una luz
que alumbra. por decirlo así, hasta las más íntimas reconditeces de la
verdad enunciada en este texto; esa verdad entonces os aparece clara
deslumbradora, convirtiéndose a menudo en germen de vida y de actos
sobrenaturales. ¿Habéis llegado a ese resultado por medio de vuestra
reflexión? -No antes bien, una iluminación, una ilustración del Espíritu
Santo, es la que, por el don de Entendimiento, os dio el ahondar más
profundamente, en el sentido oculto e íntimo de las verdades reveladas para
que las tengáis en mayor apreclo.
Por el don de Consejo, el Espíritu Santo responde a aquel suspiro del alma:
"Señor, ¿qué quieresque haga?" (Hch 9,6).- Ese don nos previene contra toda
precipitación o ligereza, y, sobre todo, contra toda presunción, que es tan
dañina én los caminos del espíritu. Un alma que no quiere depender de nadie,
que tributa culto al yo, obra sin consultar previamente a Dios por medio de
la oración, obra prácticamente como si Dios no fuera su Padre celestial, de
donde toda luz dimana. "Todo don perfecto de arriba viene, del Padre de la
luz" (Sant 1,17). Ved a nuestro divino Salvador, ved cómo dice que el Hijo,
esto es, El mismo, nada hace que no vea hacer al Padre: "Nada puede hacer el
Hijo por sí, fuera de lo que viere hacer al Padre" (Jn 5,10). El alma de
Jesús contemplaba al Padre para ver en El el modelo, de sus obras, y el
Espíritu de Consejo le descubría los deseos del Padre, de ahí que todo
cuanto Jesús hacía agradaba a su Padre: "Siempre hago lo que agrada a mi
Padre" (ib. 8,29). El don de Consejo es una disposición mediante la cual los
hijos son capaces de juzgar las cosas a la luz de unos principios superiores
a toda sabiduria humana. La prudencia natural, de suyo muy limitada,
aconsejaría obrar de tal o cual modo, mas por el don de Consejo nos descubre
el Espíritu Santo más elevadas normas de conducta por las que debe regirse
el verdadero hijo de Dios.
No basta a veces conocer la voluntad de Dios; la naturaleza decaída ha
menester a menudo energías para realizar lo que Dios quiere de nosotros;
pues el Espíritu Santo, con su don de Fortaleza, nos sostiene en esos
trances particularmente críticos.- Hay almas apocadas que temen las pruebas
de la vida interior. Es imposible que falten semejantes pruebas; y aun puede
decirse que serán tanto más duras cuanto a más altas cumbres estemos
llamados. Pero no hay por qué temer; nos asiste el Espíritu de Fortaleza:
"Permanecerá y habitará en vosotros" (Jn 14,17). Como los Apóstoles en
Pentecostés, seremos también nosotros revestidos de la "fuerza de lo alto"
(Lc 24,49), para cumplir generosos la voluntad divina, para obedecer, si es
preciso, "a Dios antes que a los hombres" (Hch 4,19), para sobrellevar con
denuedo las contrariedades que nos salgan al paso a medida que nos vamos
allegando a Dios. Por eso rogaba con tantas veras San Pablo por sus caros
fieles de Efeso, a fin de que "el Espíritu les diera la fuerza y la firmeza
interior que necesitaban para adelantar en la perfección" (Ef 3,16). El
Espíritu Santo dice a aquel a quien robustece con su fuerza lo que en otro
tiempo dijo a Moisés cuando se espantaba de la misión que Dios le confiaba y
que consistía en librar al pueblo hebreo del yugo faraónico. No temas, que
"yo estaré contigo" (Ex 3,12). Tendremos a nuestra disposición la misma
fortaleza de Dios. Esa, ésa es la fortaleza en que se forja el mártir, la
que sostiene a las vírgenes; el mundo se pasma al verlos tan animosos,
porque se figura que sacan las fuerzas de sí mismos, cuando en realidad su
fortaleza es Dios.
El don de Ciencia nos hace ver las cosas creadas en su aspecto sobrenatural
como sólo las puede ver un hijo de Dios.- Hay múltipies modos de considerar
lo que está en nosotros o en nuestro contorno. Un descreído y un alma santa
contemplan la naturaleza y la creación de muy diversa manera. El incrédulo
no tiene sino ciencia puramente natural, por muy vasta y profunda que sea;
el hijo de Dios ve la creación con la luz del Espíritu Santo y se le aparece
como una obra de Dios donde se reflejan sus eternas perfecciones. Este don
nos hace conocer los seres de la creación y nuestro mismo ser desde un punto
de vista divinonos descubre nuestro fin sobrenatural y los medios más
adecuados para alcanzarlo, pero con intuiciones que previenen contra las
mentidas máximas del mundo y las sugestiones del espíritu de las tinieblas.
Los dones de Piedad y de Temor de Dios se completan entrambos mutuamente. El
don de Piedad es uno de los más preciosos, porque concurre directamente a
regular la actitud que hemos de observar en nuestras relaciones con Dios:
mezcla de adoración, de respeto, de reverencia hacia una majestad que es
divina; de amor, de confianza, de ternura, de total abandono y de santa
libertad en el trato con nuestro Padre, que está en los cielos.- En vez de
excluirse uno a otro, entrambos sentimientos pueden ir perfectamente
hermanados, y el Espíritu Santo se encargará de enseñarnos el modo de
armonizarlos. Así como en Dios no se excluyen el amor y la justicia, así en
nuestra actitud de hijos de Dios hay cierta mezcla de reverencia inefable
que nos hace prosternar ante la majestad soberana y de amor tierno que nos
mueve a arrojarnos confiados en los brazos bondadosos del Padre celestial.
El Espíritu Santo concilia entre sí estos dos sentimientos, al parecer
encontrados.- El don de Piedad produce otro fruto, y es tranquilizar a las
almas tímidas (porque las hay), que temen, en sus relaciones con Dios,
equivocarse en la elección de las "fórmulas" de sus oraciones; ese escrúpulo
lo disipa el Espíritu Santo cuando se escuchan sus inspiraciones. El es "el
Espíritu de verdad"; y si es una realidad, como dice San Pablo, que no
sabemos orar cual conviene, el Espíritu está con nosotros para ayudarnos:
"El ora dentro de nosotros con gemidos inenarrables" (Rm 8, 26-27).
Viene, por fin, el don de Temor de Dios.- ¿No es verdad que parece extraño
que se encuentre en el vaticinio de Isaías sobre los dones del Espíritu
Santo que adornarán el alma de Cristo aquella expresión: "Será hechido de
espíritu de temor de Dios?" ¿Será esto posible? ¿Cómo Cristo, el Hijo de
Dios, puede estar transido de temor de Dios? -Es que hay dos clases de
temor: el temor que sólo mira al castigo que merece el pecado; temor servil,
falto de nobleza, pero que a veces resulta provechoso.- Hay, en cambio, otro
temor que nos hace evitar el pecado porque ofende a Dios, y éste es el temor
filial, que es, a pesar de todo, imperfecto mientras vaya mezclado con temor
de castigo. Huelga decir que ni uno ni otro tuvieron jamás asiento en el
alma santísima de Cristo; en ella hubo sólo temor perfecto, temor
reverencial, ese temor que tienen las angélicas potestades ante la
perfección infinita de Dios [Tremunt potestates. Prefacio de la Misa], este
temor santo que se traduce en adoración: "Santo es el temor de Dios y
existirá por los siglos de los siglos" (Sal 28,10). Si nos fuera dado
contemplar la humanidad de Jesús, la veríamos anonadada de reverencia ante
el Verbo al que esta unida. Esta es la reverencia que pone el Espíritu Santo
en nuestras almas. El cuida de fomentarla en nosotros, pero moderándola y
fusionándola en virtud del don de Piedad, con ese sentimiento de amor y de
filial ternura, fruto de nuestra adopción divina que nos permite llamar a
Dios ¡Padre! Ese don de Piedad imprime en nosotros, como en Jesús, la
inclinación a relacionarlo todo con nuestro Padre, y a enderezarlo todo a
El.
Esos son los dones del Espíritu Santo. Perfeccionan las virtudes,
disponiéndonos a obrar con una seguridad sobrenatural, que constituye en
nosotros como un instinto divino para percibir las cosas celestiales: por
esos dones que el mismo Espíritu Santo deposita en nosotros, nos hace
dóciles, nos perfecciona y desarrolla nuestra condición de hijos de Dios.
"Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos tales son hijos de
Dios" (Rm 8,14). Al dejarnos, pues, guiar por ese espíritu de amor, cuando
somos, en la medida de nuestra flaqueza, constantemente fieles a sus santas
inspiraciones, a esos toques que nos llevan a Dios, a hacer en todo su
gusto, entonces nuestra alma obra totalmente en consonancia con su adopción
divina; entonces produce frutos que son término de la acción del Espíritu
Santo en nosotros, a la vez que recompensa anticipada por nuestra fidelidad
a la misma: Tal es su dulzura y suavidad.- Esos frutos los enumera ya San
Pablo, y son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad,
longanimidad, dulzura, confianza, modestia continencia y castidad (Gál 5,
22-23). Esos frutos, dignos todos del Espíritu de amor y de santidad, son
dignos también de nuestro Padre celestial, que encuentra en ellos su gloria:
"Mi Padre resultará glorificado si vosotros dais abundante fruto" (Jn 15,8);
dignos, en fin, de Jesucristo, que nos los mereció, y a quien el Espíritu
Santo nos une. "si alguno permanece en mí y yo en él, ese dará abundante
fruto" (ib. 5).
Hallábase Nuestro Señor en Jerusalén por la fiesta de los Tabernáculos, que
era una de las más solemnes de cuantas celebraban los judíos, cuando
levantando la voz en medio de las turbas, exclamó: "Si alguien tiene sed
venga a Mí y beba, el que cree en Mí, como dice la Escritura, ríos de agua
viva fluirán de sus entrañas". Y añade San Juan: "Esto lo, dijo Jesús del
Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El" (ib. 7, 37-39). El
Espíritu Santo, que nos es enviado por los méritos de Cristo, que como Verbo
es el encargado de transmitirle, viene a resultar en nosotros el principio y
el manantial de esos ríos de aguas vivas de la gracia que sacia nuestra sed
hasta la vida eterna, esto es, que produce en nosotros frutos de vida
perdurable [Huiusmodi autem flumina sunt aquæ vivæ quia sunt continuatæ suo
principio scilicet, Spiritui Sancto inhabitanti. Santo Tomás, In Joan., VII,
lec. 5].
En espera de la bienaventuranza suprema, "esas aguas regocijan la ciudad de
las almas que bañan". "La impetuosidad de la corriente del torrente refresca
la ciudad de Dios" (Sal 45,5). Por eso dice San Pablo que todas las almas
fieles que creen en Cristo "beben en un mismo Espíritu" (1Cor 12,33). De ahí
también que la liturgia, eco de la doctrina de Jesús y del Apóstol, nos haga
invocar al Espíritu Santo, que es a la vez el Espíritu de Jesús, como a
"fuente de vida" (Fons vivus. Himno Veni Creator).
6. Nuestra devoción al
Espíritu Santo: invocarle y ser fieles a sus inspiraciones
Tal es, pues, la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en las almas;
acción santa como el principio divino de donde emana, accion que nos impulsa
a santificarnos. Ahora bien, ¿cuál no será la devoción que hemos de tener a
este Espíritu que mora en nuestras almas desde el Bautismo y cuya actividad
en nosotros es de suyo tan honda y eficaz?
Ante todas las cosas, debemos invocarle con frecuencia. El es Dios, como el
Padre y el Hijo; El también desea nuestra santidad, y es conforme al plan
divino que acudamos al Espíritu Santo como acudimos al Padre y al Hijo ya
que tiene el mismo poder y la misma bondad que ellos. La Iglesia, en esto,
como en todo, nos sirve de guía, puesto que cierra el ciclo de las fiestas
en las cuales se van como descorriendo los misterios de Cristo, con la
solemnidad de la venida del Espíritu Santo, Pentecostés, y emplea, para
implorar la gracia del Espíritu divino, oraciones admirables aspiraciones
caldeadas de amor, cual es el Veni Sancti Spiritus. Debemos acudir a El y
decirle: "Oh amor infinito, que procedes del Padre y del Hijo, concédeme el
Espíritu de adopción; enséñame a portarme siempre como verdadero hijo de
Dios; quédate conmigo, y ande yo siempre contigo para amar como Tú amas; sin
Ti nada soy; de mí nada valgo; pero así y todo, manténme siempre a tu lado,
de modo que a través de Ti, esté siempre unido al Padre y al Hijo".
Pidámosle siempre y con empeño creciente, participación más grande de sus
dones, del Sacrum Septenarium.
- Debemos también darle las más humildes y rendidas gracias. Si bien es verdad que Cristo nos lo mereció todo, también lo es que nos guía y nos dirige por su Espíritu, y de éste nos viene el raudal de gracias que nos hacen poco a poco semejantes a Jesús. ¿Cómo, pues, no hemos de demostrar a menudo agradecimiento a este Huésped cuva presencia amorosa y eficaz nos colma de riquezas y beneficios? He aquí el primer homenaje que hemos de tributar a ese Espíritu que es Dios con el Padre y el Hijo: creer con fe práctica que nos impulse a recurrir a El; creer en su divinidad, en su poder, en su bondad.
[Al decir que Cristo nos gobierna por su Espíritu, no entendemos que el
Espíritu Santo sea un instrumento, siendo como es Dios y causa de la gracia;
antes queremos indicar que el Espíritu Santo es (en nosotros) principio de
gracia, que procede a su vez de un principio, del Padre y del Hijo;
Jesucristo, en calidad de Verbo, nos envía al Espíritu Santo. Santo Tomás,
I, q.45, a.6, ad 2]
Así pues, cuidémonos de no contrariar su acción en nosotros.- "No extingáis
el Espíritu de Dios" (Tes 5,19), dice San Pablo; y también: "No contristéis
al Espíritu Santo" (Ef 4,30). Como os dije, la acción del Espíritu Santo en
el alma es muy delicada, porque es acción de remate, de perfeccionamiento;
sus toques son toques de delicadeza suma. Debemos, pues, hacer lo posible
para no estorbar con nuestras ligerezas la actuación del Espíritu Santo, ni
con nuestra disipación voluntaria, ni con nuestra apatía, ni con nuestras
resistencias advertidas y queridas, ni con el apego desmedido a nuestro
propio parecer: "No seáis sabihondos" (Rm 12,16). Al entender en las cosas
de Dios, no os fiéis de la humana sabiduría, porque el Espíritu Santo os
abandonaría a vuestra prudencia natural, y bien sabéis que toda esta
prudencia no es a los ojos de Dios sino pura "necedad" (1Cor 3,19).- La
acción del Espíritu Santo es perfectamente compatible con aquellas flaquezas
que se nos deslizan por descuido en la vida, de las cuales somos los
primeros en lamentarnos; con nuestras enfermedades, nuestras servidumbres
humanas, nuestras dificultades y tentaciones. Nuestra nativa pobreza no
arredra al Espíritu Santo que es "Padre de los pobres" [Pater pauperum.
Secuencia Veni Sancte Spiritus], como le llama la Iglesia.
Lo incompatible con su acción es la resistencia friamente deliberada a sus
inspiraciones. ¿Por qué? -Primero, porque el espíritu procede por amor, es
el amor mismo; y con todo eso, aunque el amor que nos tiene no conozca
límites, aun cuando su acción sea infinitamente poderosa, el Espíritu Santo
es respetuosísimo con nuestra libertad, no violenta nuestra voluntad.
¡Tenemos el triste privilegio de poder resistirle! Pero nada contrista tanto
al amor como el notar resistencia obstinada a sus requerimientos. Además,
con sus dones, sobre todo, nos guía el Espíritu Santo por la senda de la
santidad, y nos hace vivir como hijos de Dios; y precisamente con sus dones,
impulsa y determina al alma a obrar.
"En los dones el alma, más que agente, es movida" [In donis Spiritus Sancti
mens humana non se habet ut movens, sed magis ut mota. Santo Tomás, II-II,
q.52, a.2, ad 1], pero esto no quiere decir que deba permanecer enteramente
pasiva, sino que debe disponerse a la acción divina, escucharla, serle fiel
sin tardanza.- Nada embota tanto la acción del Espíritu Santo en nosotros
como la falta de flexibilidad frente a esos interiores movimientos que nos
llevan a Dios, que nos mueven a observar sus mandamientos, a darle gusto, a
ser caritativos, humildes y confiados: un "no" deliberado y rotundo, aun
cuando se trate de cosas menudas, contraría la acción del Espíritu Santo en
nosotros; con eso resulta menos intensa, menos frecuente, y el alma entonces
no remonta su vuelo, y toda su vida sobrenatural es lánguida: "No
contristéis al Espíritu".
Si esas resistencias deliberadas, voluntarias y maliciosas se multiplican,
si degeneran en frecuentes y habituales, el Espíritu Santo se calla. El alma
entonces, abandonada a sí misma y sin más norte ni sostén interior en el
camino de la perfección, corre inminente riesgo de ser presa del príncipe de
las tinieblas, y se extingue en ella la caridad. No apaguéis el Espíritu
Santo, que es a manera de fuego de amor que arde en nuestras almas [Spiritum
nolite exstinguere; Ignis, Himno Veni Creator. Et tui amoris ignem accende.
Misa de Pentecostés].
Seamos siempre generosos, fieles al "Espíritu de verdad", siquiera en la
corta medida que es dad a nuestra flaqueza, porque El es también Espíritu de
santificación. Seamos almas dóciles y sensibles a los toques de este
Espíritu.- Si nos dejamos guiar de El, luego desarrollará plenamente en
nosotros la gracia divina de la adopción sobrenatural que nos quiso dar el
Padre, y que el Hijo nos mereció. ¡De qué alegría tan honda, de qué libertad
interior gozan las almas que se entregan así a la acción del Espíritu Santo!
Ese divino Espíritu nos hará rendir frutos de santidad agradables a Dios;
artista divino como es de mano sumamente delicada, dará cima en nosotros a
la obra de Jesús, o más bien formará a Jesús en nosotros, como formó un día
su santa humanidad, a fin de que reproduzcamos en esta frágil naturaleza,
mediante su acción, los rasgos de la filiación divina que recibimos en
Jesucristo, para la gloria del Eterno Padre: "Jesucristo fue concebido en
santidad, por obra del Espíritu Santo, destinado a ser Hijo de Dios por
naturaleza; otros, en virtud del mismo Espíritu, se santifican para llegar a
ser hijos de Dios por adopción" (Santo Tomás, III, q.32, a.1).