Figuras bíblicas
Índice y Presentación de la Obra
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
PresentacióN DE LA OBRA
ÍNDICE
Salmo 4,7
es la Pascua de nuestra salvación.
El es quien padeció mucho en la persona de muchos.
El es quien fue asesinado en la persona de Abel,
maniatado en Isaac,
exiliado en Jacob,
vendido en José,
expuesto en Moisés,
inmolado en el cordero,
perseguido en David,
vilipendiado en los profetas.
Melitón de Sardes
I. LOS ORIGENES
1. Adán y Eva: Esposos y
padres primordiales
2. Caín y Abel: Los
primeros hermanos
3. Noé: El nuevo origen
1. Abraham
2. Isaac: Figura de
Cristo
3. Jacob
4. José
VI. PROFETAS
1. Elías y Eliseo
2. Amós y Oseas
3. Isaías y Miqueas
4. Sofonías, Nahum,
Habacuc y Jeremías
5. Ezequiel
6. Ageo, Zacarías,
Malaquías, Abdías, Joel y Jonás
VII. RENOVADORES A LA VUELTA DEL EXILIO
1. Vuelta del exilio
2. Esdras y Nehemías
3. Daniel
IX. FIGURAS FEMENINAS
1. María: bendita entre
las mujeres
2. Mujeres estériles
3. Débora,
Judit y Ester
4. Mujeres de
la genealogía de Jesús
El interrogante ¿Quién soy yo?, que ha inquietado al hombre de todas
las épocas, hoy se plantea con mayor urgencia a todo el que quiera vivir su
existencia de un modo verdaderamente humano. Nunca ha sido tan amplio y tan
especializado como hoy el desarrollo de las ciencias del hombre: biología,
fisiología, medicina, psicología, sociología, economía, política, etc,
ciencias que intentan aclarar la complejidad de la vida humana. Pero esta
maravillosa explosión científica está marcada de ambigüedad. El aumento
vertiginoso de los conocimientos técnicos y científicos va acompañado de
una creciente incertidumbre respecto a lo que constituye el ser profundo y
último del hombre. Estamos asistiendo actualmente a la más amplia crisis de
identidad que ha atravesado nunca el hombre. Las palabras de Max Scheler,
lejos de haber perdido actualidad, han cobrado en nuestros días un acento
más actual y alarmante:
En la historia de más de diez mil años somos nosotros la primera época en
que el hombre se ha convertido para sí mismo radical y universalmente en un
ser problemático: el hombre ya no sabe lo que es y se da cuenta de que no
lo sabe.
De la admiración, de la frustración o de la experiencia del vacío de la vida
brota la pregunta sobre el misterio de la existencia humana. Los problemas
antropológicos, los interrogantes sobre el sentido de la vida, no nacen de
una simple curiosidad científica. Se imponen por sí mismos, irrumpen en la
existencia y se plantean por su propio peso. El concilio Vaticano II recogía
esta inquietud del hombre actual:
Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas
recónditos de la condición humana, que hoy como ayer conmueven su corazón:
¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y qué fin tiene nuestra vida? (Nostra
aetate, n. 1).
El mismo concilio en la constitución Gaudium et spes da una respuesta
luminosa:
En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del
Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de
venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma
revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre (n. 22).
Es algo que ya había dicho con precisión Pascal: "No solamente no conocemos
a Dios más que por Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos
más que por Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es ni nuestra
vida, ni nuestra muerte, ni nosotros mismos" (Pensée 458).
Fiel al concilio, Juan Pablo II escribe en la encíclica Veritatis
splendor:
Fuente y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia
humana, Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por
eso, el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo de sí mismo -y no sólo
según pautas y medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a
veces superficiales e incluso sólo aparentes-, debe, con su inquietud,
incertidumbre e incluso pecaminosidad, con su vida y con su muerte,
acercarse a Cristo. Debe entrar en él con todo su ser, apropiarse y asimilar
toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí
mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de
adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo (n. 8).
En Cristo aparece la verdad plena del hombre. Mi deseo, por ello, es dibujar
el rostro del hombre describiendo los rasgos de las figuras
bíblicas, con las que Dios ha anunciado a su Hijo Jesucristo, "luz
verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1,9). Los personajes bíblicos
cobran significado de tipos o figuras. Cristo está prefigurado en todo el
Antiguo Testamento, como dice el concilio en la constitución Dei Verbum:
La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada, sobre todo, a preparar,
anunciar proféticamente y significar con diversas figuras la venida de
Cristo... Los libros del Antiguo Testamento manifiestan la formas de
obrar de Dios con los hombres..., ofreciéndonos la verdadera pedagogía
divina (n.15).
A través de múltiples figuras, Dios preparó la gran "sinfonía" de la
salvación, dice san Ireneo. Un único y mismo plan divino se manifiesta a
través de la primera y última Alianza. Este plan de Dios se anuncia y
prepara en la antigua Alianza y halla su cumplimiento en la nueva. "Los
libros del Antiguo Testamento, recibidos íntegramente en la proclamación
evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo
Testamento, ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo" (DV 16).
Antiguo y Nuevo Testamento se iluminan mutuamente, pues la primera Alianza
conduce a la nueva, que la ilumina y lleva a plenitud. Así las figuras del
Antiguo Testamento encontrarán en Cristo el esplendor pleno del designio de
Dios. Y, partiendo de Cristo, ascendemos por el cauce de la historia de la
salvación iluminando el itinerario que Dios ha seguido y descubriendo en la
primera Alianza la tensión íntima hacia la nueva. Se trata de ver a través
de la actuación de Dios en diversas vocaciones, cómo es el actuar de Dios en
su plan de salvación.
En la Escritura, como una obra unitaria y coherente, cada texto se explica
por otro y cada palabra incluye multitud de significados. San Buenaventura
escribe: "Toda la Escritura puede compararse con una cítara: una cuerda, por
sí sola, no crea ninguna armonía, sino junto con las otras. Así ocurre con
la Escritura: un texto depende de otro; más aún cada pasaje se relaciona con
otros mil". La Biblia no puede reducirse a una simple evocación del pasado,
sino que mantiene su sentido y valor real y vivo en el presente, además de
ser prefiguración constante del futuro. La Escritura ilumina el momento
presente del pueblo y, por ella, los creyentes pueden conocer en cada
momento la voluntad de Dios. Así es como escucha el creyente la Escritura en
la liturgia.
La historicidad es una dimensión esencial de la existencia humana. La
historicidad hace referencia a la historia vivida. Se trata no de simples
hechos, sino de acontecimientos. No todo pasado es historia. Un hecho entra
en la historia sólo en cuanto deja sus huellas en el devenir humano. Por eso
la historia abraza acontecimientos humanos del pasado, que perviven en el
presente del hombre, proyectándolo hacia el futuro. Todo hecho sin
horizonte de relación, es decir, sin pasado ni futuro, no constituye
historia. La historia es acontecimiento y continuidad. El acontecimiento se
hace tradición. Así crece y madura la historia. Madura el presente al
asumir, a veces dialécticamente, el pasado, lo que ha sido, y también el
futuro, lo todavía pendiente, lo esperado. El presente es el centro de la
cruz. Apoyándose en lo que ha sido, aceptando la herencia del pasado,
haciéndolo presente, se abre al futuro, que anticipa en la esperanza,
haciéndolo actual, como impulso del presente hacia él.
Es evidente que cuanto concierne a la fe ha de ser recibido. Ninguna
interpretación tiene validez si no está integrada en el cauce de la
tradición. Nosotros quizás somos una generación de enanos, pero un enano
que se sube a las espaldas de un gigante puede ver amplísimos horizontes.
Así, apoyados y llevados por el cauce de la tradición, también nosotros
podemos descubrir nuevos aspectos del misterio de Dios y de su voluntad
sobre nosotros.
El Credo de Israel no confiesa verdades, sino hechos. Es un Credo histórico.
Según la Dei Verbum, la revelación se realiza "con palabras y con
hechos" (n.2). "También los hechos son palabras", dice San Agustín. Los
personajes bíblicos nos manifiestan la Palabra de Dios con lo que nos dicen
y con sus gestos. Nos hablan con lo que dicen y con lo que son. Abraham es,
en su persona, una palabra de Dios. Como lo es Ezequiel: "Ezequiel será para
vosotros un símbolo; haréis todo lo que él ha hecho" (Ez 24,24).
La palabra narrativa nos hace participar de la historia, como sujetos del
actuar de Dios. El estilo vivo de las narraciones bíblicas nos ayuda a
entrar en contacto directo con Dios más que un tratado árido y científico.
Con frecuencia, al hablar de Dios con un lenguaje muerto, en lugar de
revelar a Dios, se le silencia, se le vela. Pero Dios, en su deseo de
acercarse al hombre, ha entrado en la historia del hombre. La Encarnación
del Hijo de Dios es la culminación de la historia de amor de Dios a los
hombres. Es una historia que busca, pues, ser contada más que estudiada.