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Figuras bíblicas: V. EL REINO

EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ

Páginas relacionadas 

                                        

 

1. Saúl

2. David

3. Salomón

Figuras bíblicas del Antiguo Testamento

 

 1. SAUL

            Saúl es el primer rey de Israel. Con él se instaura la monarquía, deseada por el pueblo, para ser "como los demás pueblos", con lo que contradice la elección de Dios, que separó a Israel de en medio de los pueblos, uniéndose a él de un modo particular: "Tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios". Pero el pueblo se ha cansado de ser distinto. ¡Es pesado ser diferente! Ser el pueblo elegido, separado, consagrado a Dios, con una misión para los otros pueblos... es maravilloso, pero la diferencia pesa, cansa. Ser como los demás no es muy sublime, pero es cómodo.

            Esta es la tentación de Israel. Samuel, el profeta de Dios, desvela a Israel su pecado. El pueblo insiste y Dios, en su fidelidad a la elección de Israel, mantiene su alianza y transforma el pecado del pueblo en bendición: "Dios ha constituido un rey sobre vosotros" (1Sam 12,13). Por ello dirá a Samuel: "Mañana te enviaré un hombre de la región de Benjamín, para que lo unjas como jefe de mi pueblo, Israel, y libre a mi pueblo de la dominación filistea; porque he visto la aflicción de mi pueblo; sus gritos han llegado hasta mí".

Saúl ungido rey

            Una vez que Dios acepta la petición del pueblo, Samuel unge rey a Saúl. Saúl es descendiente de la tribu de Benjamín, la más pequeña de las tribus de Israel y que, poco antes, ha sido casi eliminada, por el grave delito de Guibeá. Saúl aparece en el campo, buscando unas asnas perdidas. El profeta Samuel le encuentra, le ofrece el pernil en la comida y una estera para dormir en la azotea. Pero el retrato de Saúl es majestuoso; entra en escena con toda solemnidad, como sobre un palco; su presencia llena el escenario: "Había un hombre de Loma de Benjamín, llamado Quis, hijo de Abiel, de Seror, de Becorá, de Afiaf, benjaminita, de buena posición. Tenía un hijo que se llamaba Saúl, un joven alto y apuesto; nadie entre los israelitas le superaba en gallardía: sobresalía por encima de todos, de los hombros arriba". Al verle, Samuel le reconoce como el designado por Dios: "Este es, sin duda, el hombre que regirá a Israel". Al despuntar el sol, Samuel acompañó a Saúl a las afueras del pueblo. Tomó el cuerno de aceite y lo derramó sobre la cabeza de Saúl. Y le besó, diciendo: "El Señor te unge como jefe de su heredad, de su pueblo Israel; tú gobernarás al pueblo del Señor, tú lo salvarás de sus enemigos".

            Tras esta unción en las afueras del pueblo, al amparo del alba, sin testigo alguno, Samuel convocó al pueblo en Mispá, sacó a Saúl de su escondite, lo puso en medio del pueblo y dijo a los israelitas: "¿Veis al que ha elegido Yahveh? No hay otro como él en todo el pueblo". El pueblo lo aclamó:

            -¡Viva el rey!

            Samuel, cumplida su tarea, despidió al pueblo. El espíritu de Dios invadió a Saúl, que reunió un potente ejército y salvó a sus hermanos de Yabés de Galaad de la amenaza de los amonitas. El pueblo, tras esta primera victoria, coronó solemnemente como rey a Saúl en Guilgal.

            Reconocido como rey por todo el pueblo, Saúl comienza sus campañas victoriosas contra los filisteos. Pero Saúl, a quien tuvieron que buscar y sacar de su escondite para proclamarlo rey, ahora que ha saboreado el gusto del trono real no quiere perderlo; se aferra al poder a toda costa, arrogándose funciones que no le competen. La historia de Saúl es terriblemente dramática. Constituido rey contra su deseo (1Sam 10,17-24), se siente seducido por la "enfermedad del poder". Ante la amenaza de los filisteos, concentrados para combatir a Israel con un ejército tan numeroso como la arena de la orilla del mar, los hombres de Israel se vieron en peligro y comenzaron a esconderse en las cavernas, en las hendiduras de las peñas y hasta en las cisternas. En medio de esta desbandada, Saúl se siente cada vez más solo, esperando en Dios que no le responde y aguardando al profeta que no llega. En su miedo a ser completamente abandonado por el pueblo llega a ejercer hasta la función sacerdotal, ofreciendo holocaustos y sacrificios, lo que provoca el primer reproche airado de Samuel: "¿Qué has hecho?".

Saúl desobedece a Dios

            Saúl mismo se condena a sí mismo, tratando de dar las razones de su actuación. Ha buscado la salvación en Dios, pero actuando por su cuenta, sin obedecer a Dios y a su profeta. Se arroga, para defender su poder, el ministerio sacerdotal: "Como vi que el ejército me abandonaba y se desbandaba y que tú no venías en el plazo fijado y que los filisteos estaban ya concentrados, me dije: Ahora los filisteos van a bajar contra mí a Guilgal y no he apaciguado a Yahveh. Entonces me he visto obligado a ofrecer el holocausto".

            Samuel le replica: "Te has portado como un necio. Si te hubieras mantenido fiel a Yahveh, El habría afianzado tu reino para siempre sobre Israel. Pero ahora tu reino no se mantendrá. Yahveh se ha buscado un hombre según su corazón, que te reemplazará".

            Samuel se alejó hacia Guilgal siguiendo su camino. Pero Samuel volverá de nuevo a enfrentarse con Saúl para anunciarle el rechazo definitivo de parte de Dios. Se repite, de nuevo, la historia. Saúl, el rey sin discernimiento, pretende dar culto a Dios desobedeciéndolo. Enfatuado por el poder, que no quiere perder, se glorifica a sí mismo y condesciende con el pueblo, para buscar su aplauso, aunque sea oponiéndose a la palabra de Dios. Samuel se presentó y dijo a Saúl: "El Señor me envió para ungirte rey de su pueblo, Israel. Por tanto, escucha las palabras del Señor, que te dice: Voy a tomar cuentas a Amalec de lo que hizo contra Israel, cortándole el camino cuando subía de Egipto. Ahora ve y atácalo. Entrega al exterminio todo lo que posee, toros y ovejas, camellos y asnos, y a él no le perdones la vida".

            Amalec es la expresión del mal y Dios quiere erradicarlo de la tierra. La palabra de Dios a Saúl es clara y perentoria. Pero Saúl es un necio, como le llama Samuel. Ni escucha ni entiende. Dios entrega en sus manos a Amalec. Pero Saúl pone su razón por encima de la palabra de Dios y trata de complacer al pueblo y a Dios, buscando un compromiso entre Dios, que le ha elegido, y el pueblo, que le ha aclamado. Perdona la vida a Agag, rey de Amalec, a las mejores ovejas y vacas, al ganado bien cebado, a los corderos y a todo lo que valía la pena, sin querer exterminarlo; en cambio, exterminó lo que no valía nada. Entonces le fue dirigida a Samuel esta palabra de Dios: "Me arrepiento de haber constituido rey a Saúl, porque se ha apartado de mí y no ha seguido mi palabra".

Saúl no consgra a Amalec al anatema

            Samuel se conmovió y estuvo clamando a Yahveh toda la noche. Por la mañana temprano se levantó Samuel y fue a buscar a Saúl. Cuando Saúl le vio ante sí, le dijo: "El Señor te bendiga. Ya he cumplido la orden del Señor". El orgullo le ha hecho inconsciente e insensato, creyendo que puede eludir el juicio del Señor. Pero Samuel, con ira mezclada de ironía, le preguntó: "¿Y qué son esos balidos que oigo y esos mugidos que siento?". Saúl contestó: "Los han traído de Amalec. El pueblo ha dejado con vida a las mejores ovejas y vacas, para ofrecérselas en sacrificio a Yahveh, tu Dios".

            Samuel le replicó: "¿Cómo a Yahveh, mi Dios? ¿Es que no es el tuyo y el del pueblo?". "Sí, lo es... Y en cuanto al resto lo hemos exterminado".

            -Basta ya, cortó Samuel-, y deja que te anuncie lo que Yahveh me ha revelado esta noche.

            Saúl aún insistía: "¡Pero si yo he obedecido a Yahveh! He hecho la expedición que me ordenó, he traído a Agag, rey de Amalec, y he exterminado a los amalecitas. Del botín, el pueblo ha tomado el ganado mayor y menor, lo mejor del anatema, para sacrificarlo a Yahveh, tu Dios, en Guilgal". Saúl, hipócrita, se atribuye a sí los actos de obediencia y descarga sobre el pueblo la culpa de las transgresiones. Pero Samuel no se deja engañar y le replica: "¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la palabra de Yahveh? Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros. Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación. Por haber rechazado la palabra de Yahveh, El te rechaza hoy como rey".

Saúl rechazado por Dios

            La excusa del sacrificio no tiene valor alguno. El culto sin fe en la palabra de Dios, manifestada en la vida, es algo que da náusea a Dios. El rito sin que vaya acompañado del corazón no sube al cielo. Dios busca y desea un corazón fiel y no el humo del sacrificio. Es lo que Dios encontrará en David:

            Los sacrificios no te satisfacen;

            si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.

            Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;

            un corazón quebrantado y humillado

            Tu no lo desprecias. (Sal 51)

            Samuel, pronunciado el oráculo del Señor, se dio media vuelta para marcharse, pero Saúl se agarró a la orla del manto, que se rasgó (Cfr Lc 23,45). El manto rasgado es el signo de la ruptura definitiva e irreparable, como explica Samuel, mientras se aleja: "El Señor te ha arrancado el reino de Israel y se lo ha dado a otro mejor que tú".



El rey David

2. DAVID

a) Unción de David

            Samuel, el profeta de Dios, está en el centro de la historia de David. Sin conocerse entre ellos, Samuel y David se encuentran en Belén. Dios, que eligió al uno como profeta y al otro como rey de su pueblo, hace que sus vidas se entrecrucen. Samuel es ya avanzado en años y David es aún un muchacho con quien nadie cuenta. Samuel entra y sale en la corte del rey Saúl; David, en cambio, no hace otra cosa que pastorear los rebaños de su padre Jesé. Ninguno de los dos piensa en el otro. Sólo Dios, el Señor de la historia, piensa en el uno y en el otro, encaminando los pasos del uno hacia el otro.

            Dios ha rechazado a Saúl, pero Samuel no consigue aceptarlo. ¿No había sido el mismo Dios quien le había enviado a ungirlo como primer rey de Israel? Samuel, contra su deseo, se había doblegado a la voluntad del pueblo y a la voluntad de Dios y había ungido a Saúl como rey. Y ahora, ¿puede ungir a otro, mientras Saúl esté en vida? ¡Pobre profeta que tiene que ser siempre profeta! ¡Siempre hablando y actuando en nombre de otro! El Otro, el Señor, se le aparece y le dice: "¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl, después que yo le he rechazado para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite y vete. Te envío a Jesé, de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí".

            Samuel replica: "¿Cómo voy a ir? ¡Se enterará Saúl y me matará!". Pero ya, mientras está farfullando, Samuel busca la ampolla del óleo santo, llena su cuerno y se dispone a cumplir el deseo del Señor. Temiendo que Saúl se entere del propósito de su viaje, Samuel toma consigo una becerra y esparce la noticia de que va a Belén a ofrecer un sacrificio en honor del Señor. En honor al Señor, sólo por obediencia al Señor, emprende Samuel el viaje hasta Belén. El Señor es el único protagonista y Samuel no es más que el profeta intermediario: "Yo te haré saber lo que has de hacer y ungirás para mí a aquel que yo te indicaré".

            Llegado a Belén, los ancianos de la ciudad, llenos de estupor, salen al encuentro de Samuel. No se explican el porqué de la insólita visita del profeta. Samuel les tranquiliza: "He venido en son de paz. Vengo a ofrecer un sacrificio al Señor. Purificaos y venid conmigo al sacrificio". De un modo particular, Samuel purifica a Jesé y a sus hijos y les invita al sacrificio. Jesé tiene siete hijos: Eliab, Abinadab, Šammá, Netanel, Radai, Ozem y David. Pero sólo seis de ellos se presentan ante Samuel, ya que el más pequeño no está con ellos en casa, sino que se halla en el campo pastoreando el ganado.

            Samuel aún no ha recibido la indicación del Señor sobre quién será el ungido. Por ello, Samuel comienza llamando al hermano mayor, a Eliab. Se trata de un joven alto, de impresionante presencia. Samuel, al verle, cree que esta ante el elegido de Dios. Se dice a sí mismo: "Sin duda está ante Yahveh su ungido". Toma en su mano derecha el cuerno del óleo y se dispone a derramarlo sobre la cabeza de Eliab. Pero el Señor advierte a su profeta: "No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado". La mirada de Dios no es como la mirada del hombre. El hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón. La estatura imponente de Eliab no le hace más apto para regir al pueblo. Los criterios de Dios no coinciden con los criterios humanos. Dios ha elegido a otro, diverso. El profeta lo reconocerá renunciando a sus ideas para poder escuchar la indicación del Señor: "Ungirás a quien yo te indicaré".

            Siguen pasando ante Samuel los seis hijos de Jesé, uno detrás de otro. Todos son descartados. Samuel, en su infancia, durmiendo junto al Arca en el templo, había aprendido a distinguir la voz del Señor. El sabía que el Señor le había hablado claro: era un hijo de Jesé el elegido. Y también sabía que el Señor no se contradice. ¿Cómo es que ha descartado a todos los hijos que Jesé le ha presentado? De repente se le ilumina el rostro y, dirigiéndose a Jesé, le pregunta: "¿No tienes otros hijos?". Jesé responde: "Sí, falta el más pequeño que está pastoreando el rebaño". "¡Manda que lo traigan!, -exclama Samuel-. ¡No haremos el rito hasta que él no haya venido!".

            El muchacho, el menor de los hermanos, es también el más pequeño, tan pequeño, tan insignificante que se han olvidado de él. Nadie ha contado con él. Pero Dios sí le ha visto. En su pequeñez ha descubierto el vaso de elección para manifestar su potencia en medio del pueblo. Es un pastor, que es lo que Dios desea para su pueblo como rey: alguien que cuide de quienes El le encomiende. Mejor la pequeñez que la grandeza; mejor un pastor con un bastón que un guerrero con armas. Con la debilidad de sus elegidos Dios confunde a los fuertes. En la fragilidad de su cabellera rubia está su belleza a los ojos de Dios, aunque a los ojos ciegos de los hombres provoque el desprecio (1Sam 17,42).

            Corren al campo y llevan a David ante el profeta. El corazón le da un vuelco en el pecho a Samuel apenas ve a David. No le parece que tenga el aspecto de un rey. Se queda fijo, mirándole, mientras David clava sus ojos en los ojos del profeta, a quien le palpita el corazón como si quisiera salírsele. Pero la voz del Señor corta sus reflexiones y dudas: "¡Es el elegido! ¡Anda, úngelo!". Samuel toma el cuerno y lo derrama sobre la cabeza rubia de David. El aceite se extiende sobre la cabellera brillando a la luz del sol como una corona de oro. Con la unción, el espíritu de Yahveh, que había irrumpido ocasionalmente sobre los jueces, se posa para permanecer sobre David. Es el espíritu que se ha apartado de Saúl, dejándole a merced del mal espíritu, que le perturba la mente.

David ungido

            Celebrado el sacrificio, Samuel se vuelve a Ramá y David regresa con su rebaño, donde se prepara a su misión de rey de Israel. Como pastor toma cada día conciencia de su pequeñez; aprende a cuidar de los hombres que le serán confiados, cuidando ahora de las ovejas y corderos; abandonán­dose a Dios, se va vistiendo cada día las armas de la fe y la obediencia. Yahveh, que escruta al justo, examina a David en el pastoreo. Así el Señor aprecia el comportamiento de David con el ganado, viendo su corazón de pastor: "Quien sabe apacentar a cada oveja según sus fuerzas, será el que apaciente a mi pueblo". Así Yahveh "eligió a David su servidor, le sacó de los apriscos del rebaño, le tomó de detrás de las ovejas, para pastorear a su pueblo Jacob, y a Israel, su heredad. El los  pastoreaba con corazón perfecto, y con mano diestra los guiaba" (Sal 78,70-72).

b) David y Saúl

            También Saúl y David se encuentran. Saúl y David son dos figuras unidas y contrapuestas. Saúl y David, el uno frente al otro. Sus vidas y sus personas seguirán unidas por mucho tiempo. El uno ya rechazado por Dios y el otro ya ungido para sustituirlo.

            Las primeras victorias de Saúl contra los filisteos justificaron la confianza depositada en él. Israel respiró y cobró nuevas esperanzas. Los filisteos son arrojados hasta su territorio, quedando liberada la tierra de Israel. Pero el respiro fue sólo temporal. Saúl acabó con un triste fracaso, que dejó a Israel peor que antes. El combate de Gelboé acabó en desastre. Saúl, con su inestabilidad emocional, cayó en depresiones al borde de la locura. Oscilando como un péndulo entre momentos de lucidez y disposiciones de ánimo oscuras, queriendo agradar a Dios y a los hombres, sólo lograba indisponerse con todos. Cuando David llega a la corte, Saúl se halla solo, perdido en medio de su delirio. David, aún un muchacho, el elegido por Dios, se presenta colmado del espíritu que ha abandonado a Saúl. Pero David no se presenta para suplantarle, sino para ayudarle con su música. A la cabecera de Saúl está su hijo, el príncipe Jonatán, que suplica a David: "¡Toca el arpa! Quizá tu música le devuelva la paz".

David toca el arpa ante Saúl

            David roza suavemente las cuerdas del arpa y una dulce melodía llena la tienda. Las palabras tiemblan en sus labios, pero siguen fluyendo como agua que mana y se abre paso entre las rocas. La música, que David arranca al arpa, se difunde por la habitación como alas protectoras. Como cuando el viento cruza las ramas de los árboles y agita suavemente sus hojas, que vuelan y descienden en lentos giros, así van volando las notas y las palabras hasta serenar la mente turbada de Saúl. Sorprendido, Saúl alza la cabeza y sus ojos desprenden un pequeño brillo de sosiego. Con voz apenas audible dice: "Me conforta tu música. Pediré a tu padre que te deje aún conmigo".

            Con la música Saúl logra conciliar el sueño. Una corriente de simpatía une a los dos. De este modo David se queda a vivir con Saúl, que llega a amarlo de corazón. Cada vez que le oprime la crisis de tristeza, David toma el arpa y toca para el rey y le pasa la crisis. La música acalla el rumor de los sentidos y alcanza la fibras del espíritu con su poder salvador. De este modo, al son del arpa, el espíritu maligno pierde el punto de apoyo y se ve obligado a salir, dejando calmado al enfermo. David con su arpa es medicina para Saúl, pero su persona terminará siendo la verdadera enfermedad de Saúl. Cada vez que David se presenta ante el rey se mezclan en su corazón la piedad y el miedo. La espada, colgada a la espalda del rey, brilla amenazadora. Saúl, oyendo el canto, se estremece, se agita en su lecho, se incorpora y clava sus ojos apagados en los ojos de David, dejando traslucir su locura, cargada de odio y envidia. Cuando Saúl se siente bien despide a David, que vuelve a pastorear su rebaño. Cuando el mal espíritu asalta a Saúl, David es llamado y acude de nuevo a su lado.

c) David y Goliat

            El rey Saúl, para responder al ataque de los filisteos, llama a las armas a sus mejores hombres. Pero el enemigo es mucho más fuerte y dispone de municiones de las que carece el ejército de Israel. Los filisteos se han fabricado espadas y puñales, escudos y carros armados, mientras que los israelitas apenas si tienen armas de hierro. Sus únicas armas son arcos, flechas y bastones. En estas condiciones la posibilidad de victoria es prácticamente nula para Israel.

            David, el pequeño, ha sido de nuevo excluido en esta ocasión. Sólo sus hermanos mayores se hallan presentes en el campo de batalla. Con él no se cuenta en los momentos importantes. Es la historia del elegido de Dios, olvidado de los hombres por su insignificancia, pero amado y escogido por Dios para desbaratar los planes de los potentes. Lejos del campo de batalla, David pasa su tiempo con las pacíficas ovejas. Lejos del atronador ruido de la guerra, con su fragor de armas y gritos amenazantes, David se halla en la paz del campo, con su padre anciano en la pequeña y tranquila ciudad de Belén. Mientras en el valle del Terebinto se decide la suerte de Israel, David no escucha más que los balidos del rebaño.

            Un día Jesé manda a David a visitar a sus hermanos. Les lleva trigo tostado y unos panes, y también unos quesos para el capitán del ejército. Cuando llega al campamento, las tropas se hallan dispuestas en círculo, prontas para la batalla. Israel y los filisteos se encuentran frente a frente sobre dos colinas separadas por el valle del Terebinto. Instintiva­mente David dirige su mirada en primer lugar hacia el campamento hebreo: contempla una gran cantidad de tiendas, pero nota que entre las tiendas hay un ir y venir desordenado de soldados nerviosos y con el rostro deprimido. Su corazón comienza a batir aceleradamente.

            Volviéndose hacia la otra ladera, halla ante sí otro espectáculo completa­mente diferente: las tiendas de los filisteos brillan con toda clase de adornos, que en la distancia producen un efecto de magnificencia. Los soldados están armados hasta los dientes, dándoles un aspecto de seguridad y serenidad. Las armas de hierro forjado brillan a la luz del sol. Y los soldados que no están de servicio cantan y se pasean sin preocupación alguna, pero incluso los que están haciendo maniobras muestran su buen humor. Todo presagia su victoria. David se pregunta: "¿Qué puede haber pasado a nuestros soldados? Como si fuera la primera vez que se enfrentan a estos incircuncisos... ¿Por qué se sienten tan acobardados?"

            Mientras da vueltas a sus pensamientos, David gira la cabeza de uno a otro lado. De pronto descubre algo nuevo en el campamento de los filisteos. De sus tropas sale un guerrero de estatura gigantesca, con un yelmo de bronce en la cabeza y una coraza de escamas en el pecho. En una mano lleva la lanza y en la otra una flecha; le precede su escudero. Todo es enorme y excesivo en él: la estatura, las armas y la armadura, la voz amenazante y la certeza de la victoria. La arrogancia de su desafío es un insulto ignominioso para Israel. Con solo aparecer el gigante un silencio de tumba cae sobre el campamento de Israel. La situación se hacía exasperante. Alguno, cerca de David, murmuró aterrado: "¡Goliat, Goliat, hijo de Orpá!, de nuevo vuelve a insultar a las filas de Israel".

            Pronto llega a David la voz atronadora de Goliat: "Elegid uno de vosotros que venga a enfrentarse conmigo. Si me vence, todos nosotros seremos esclavos vuestros; pero, si le derroto yo, vosotros seréis esclavos nuestros... Mandad a uno de vuestros hombres y combatiremos el uno contra el otro". Goliat espera unos instantes y, viendo que nadie sale de las filas de Israel, vuelve a lanzar palabras injuriosas, despreciando a Israel y blasfemando contra su Dios. Los soldados israelitas escuchan con la cabeza baja, avergonzados y furiosos. Había muchos que deseaban salir a combatir con el filisteo, sin importarlos arriesgar su vida. Pero el temor de llevar a Israel a la esclavitud les ata los pies y no les permite desahogar su rabia y humillación. Ante la figura y las palabras de Goliat, "Saúl y todo Israel" (1Sam 17,11) es presa del pánico.

            Las palabras de Goliat le llegan a David como una puñalada en el corazón. Comprende el abatimiento del campamento de Israel. Goliat es la encarnación de la arrogancia, de la fuerza, de la violencia frente a la debilidad, que Dios elige para confundir a los engreídos. Pequeñez y grandeza se hallan frente a frente. Pero la pequeñez tiene a sus espaldas la mano de Dios, sosteniéndola. La agitación de David es como el bramido del mar encrespado por las olas. Su corazón no soporta el ultraje que se hace a Israel y a su Dios. David exclama: "¿Quién es ese filisteo incircunciso para ofender a las huestes del Dios vivo?"

            Los soldados le cuentan lo que llevan sufriendo: Todos los días sube varias veces a provocar a Israel. A quien lo mate el rey lo colmará de riquezas y le dará su hija como esposa, y librará de tributo a la casa de su padre. David replica: "El Señor me ayudará a liquidarlo". Alguien corre a referir a Saúl las palabras de David y el rey le manda a llamar. Cuando David llega a su presencia, confirma al rey sus palabras: "Tu siervo irá a combatir con ese filisteo". Saúl mide con la mirada a David y le dice con conmisera­ción: "¿Cómo puedes ir a pelear contra ese filisteo si tú eres un niño y él es un hombre de guerra desde su juventud?"

            También Saúl se fija en la pequeñez de David, que considera despropor­cionada para enfrentarse con la imponencia y experiencia de Goliat. Pero David no se acobarda ante las palabras del rey, sino que con voz firme cuenta al rey, a los generales y consejeros sus aventuras: "Cuando tu siervo estaba guardando el rebaño de su padre y venía el león o el oso y se llevaba una oveja del rebaño, yo salía tras él, le golpeaba y se la arrancaba de sus fauces, y si se revolvía contra mí, lo sujetaba por la quijada y lo golpeaba hasta matarlo. Tu siervo ha dado muerte al león y al oso, y ese filisteo incircunciso será como uno de ellos, pues ha insultado a las huestes del Dios vivo. El Señor, que me ha librado de las garras del león y del oso, me librará de la mano de ese filisteo".

La honda de David

            Para convencer al rey, David apela a su condición de pastor. El buen pastor cuida el rebaño, sabe defenderlo, combatiendo contra las fieras que lo atacan. Aunque Goliat se muestre como una bestia, un pastor puede enfrentarlo y arrojar su carne a las fieras. Impresionado por el tono decidido con que habla David, el rey acepta que salga a combatir en nombre de Israel. Manda que vistan a David con sus propios vestidos, le pone un casco de bronce en la cabeza y le cubre el pecho con una coraza. Le ciñe su propia espada y le dice: "Ve y que Yahveh sea contigo". David sale de la presencia del rey, pero al momento da media vuelta y vuelve sobre sus pasos. No quiere presentarse al combate con la armadura del rey, sino ir al encuentro del gigante como un simple pastor: "No puedo caminar con esto, me pesa inútilmente. A mí me bastan mis armas habituales".

            Para Saúl era necesaria aquella armadura; para David es superflua, un obstáculo. Uno confía en la fuerza, el otro pone su confianza en Dios. David se despojó, pues, de cuanto le había dado el rey y salió en busca de Goliat con su cayado y su honda. David rechaza los símbolos del poder y la fuerza para enfrentarse al adversario con las armas de su pequeñez y la confianza en Dios, que confunde a los potentes mediante los débiles. Saúl y David muestran sus diferencias. El rey y el pastor. El "más alto" y el "pequeño". La espada y la honda. El rechazado por Dios y su elegido. Saúl, el fuerte, tiene miedo y no combate en defensa de su pueblo, pues no cuenta con Dios; David, en cambio, en su pequeñez, hace lo que debería hacer Saúl: como pastor ofrece su vida para salvar la grey del Señor. En su insignificancia se está mostrando rey de Israel.

            Libre de la armadura de Saúl, con paso decidido David baja la pendiente de la colina. El corazón le late mientras las trompetas anuncian a los filisteos que, finalmente, un israelita acepta el reto de Goliat. Mientras David se aleja, el rey y los generales le siguen con la vista, suplicando para él la ayuda de Dios. En su interior, mientras se va acercando a Goliat, que ha blasfemado el Santo Nombre, David recita el Shemá: "Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, Yahveh es uno". Esta oración es el escudo que envuelve a David, protegiéndolo mucho mejor que la coraza de escamas a Goliat.

            Al llegar al valle, que separa los dos campamentos, David se inclina y recoge unos cantos del torrente para su honda. Ve cinco piedras puntiagudas y las guarda en el zurrón y se dirige hacia el filisteo. Mientras avanza hacia el campamento filisteo, Goliat sale como de costumbre a insultar a Israel. Al abrir su boca insolente, Goliat nota que alguien se acerca hacia él. Precedido de su escudero, Goliat avanza hacia David. Cuando puede distinguirlo bien a través de su yelmo, Goliat ve que es un muchacho rubio el que se le acerca y lo desprecia: "¿Acaso me tomas por un perro que vienes contra mí con un cayado? Si te acercas un paso más daré tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo".

Goliath se burla de David

            Goliat ante el pequeño David se siente ofendido, no es un digno rival de su potencia. ¿Por quién lo toman? ¿Por un perro? David le había comparado con un león o un oso, algo más aceptable, pero Goliat no lo ha oído. Lo que oye es la réplica de David a sus palabras: "Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yahveh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a quien tú has desafiado. Hoy mismo te entrega Yahveh en mis manos y sabrá toda la tierra que hay Dios para Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no por la espada y por la lanza salva Yahveh, porque de Yahveh es el combate y os entrega en nuestras manos". Es la confesión de fe de David en Dios, el Señor de los últimos, que no necesita de ejércitos para derrotar a los enemigos. Es lo que da confianza a David para enfrentarse a Goliat. Va con la certeza de que Dios le librará de la mano del filisteo como ya lo ha librado otras veces de las garras del león. El, el pastor, ahora se presenta como una oveja indefensa e inerme ante las fauces monstruosas del león que desea devorarlo, pero que no lo logrará porque el verdadero pastor, el Señor de los ejércitos, arrancará la presa de su boca.

            Ante las palabras de David, Goliat se enfurece y levanta los ojos al cielo con desprecio. Al levantar la cabeza empuja la visera del yelmo, descubriendo su frente. David se adelanta, corriendo a su encuentro. Mientras corre, David mete la mano en el zurrón, saca de él una piedra, la coloca en la honda, que hace girar sobre su cabeza y la suelta, hiriendo al filisteo en la frente; la piedra se le clava en la frente y cae de bruces en tierra. La boca, que había blasfemado contra Dios, muerde el polvo. David corre hasta él y pone su pie contra la boca que se había atrevido a blasfemar contra el Dios de Israel. Luego toma la espada misma de Goliat y con ella le corta la cabeza. Una pequeña piedra ha bastado para derribar la montaña vacía de Goliat, montaña de arrogancia sin consistencia ante el Señor. Y, al final, de bruces y sin cabeza, Goliat queda en tierra como Dagón, el ídolo filisteo derribado en su mismo templo "por la presencia del arca del Señor" (1Sam 5,3-4). Ante el Señor cae la hueca potencia de la idolatría, derribada con la piedra de la fe, por pequeña que sea... Con las dos manos David levanta la cabeza para que la vean bien todos los soldados, los del ejército de Israel y los filisteos. Los hijos de Israel prorrumpen en gritos de júbilo por la grande e inesperada victoria, mientras que los filisteos, desmorali­zados por la muerte de su héroe, se dan a la fuga desordenada­mente. Los hombres de Israel se levantan y, lanzando el grito de guerra, persiguen a los filisteos hasta sembrar el campo con su cadáveres.

David con la cabeza de Goliath

            David, el pastor de Belén, se ha mostrado como el verdadero rey de Israel. El, y no Saúl, ha quitado la vergüenza del pueblo, quitando la cabeza a Goliat, que con su boca había blasfemado contra Israel y su Dios. Y lo ha logrado quitándose la armadura de Saúl para enfrentarse al enemigo del pueblo con las armas de la fe en su Dios.

d) David perseguido

            Después de dar muerte a Goliat, la fama de David se divulga por todo el reino. David es cantado por las mujeres y amado por todo el pueblo. Cuando los soldados regresan victoriosos, la población les sale al encuentro con cantos de fiesta. Es un día de exultación tras la angustia de la guerra, tras el miedo de días y días bajo la amenaza y provocación de Goliat. Liberados, por la victoria, del miedo angustiante, el pueblo se desahoga con una explosión de cantos y danzas. Las mujeres salen al encuentro de Saúl, pero aclaman a David, que es quien ha derrotado al filisteo:

                                   Saúl ha vencido a mil,

                                   pero David a diez mil.

            Esta aclamación provoca los celos del rey Saúl, envidioso del triunfo de David. Saúl no puede soportarlo: "Han dado a David diez mil y a mí sólo mil. Sólo falta que le den el reino". En el corazón enfermo del rey el canto suena como una estocada. David, a quien en realidad Dios ha dado ya el reino, se transforma en el fantasma principal de su mente atormentada. El joven, que con su arpa le liberaba de los fantasmas de su locura y que con su honda le ha librado del peligro filisteo, se ha transformado ahora en una amenaza más profunda que todos los males precedentes. David es la encarnación, presente y real, del rechazo de Dios. Los celos le trastornan la razón y la rivalidad se hace irracional en su lucidez.

Saúl amenaza con la lanza a David

            La envidia corroe las entrañas del rey hasta transformarse en odio y deseo de venganza. Y, de nuevo, Saúl cae en su crisis depresiva, encerrándose en su tienda a rumiar su fracaso. En su desamparo delira: Si ya le cantan como diez veces más valiente, pronto querrán que David sea rey en mi lugar. Ya apenas acabada la batalla contra Goliat, Saúl había preguntado a Abner: "Abner, este muchacho, ¿de quién es hijo?". La inquietud obsesiva de Saúl no le deja gozar de la victoria sobre los filisteos. Su mente gira en torno a su preocupación. Este muchacho, que el rey finge desconocer para mantener el secreto de su enfermedad; este muchacho, que con su música apacigua sus crisis; este muchacho transforma­do ahora en valiente guerrero, capaz de usar sus armas e incluso blandir la pesada espada de Goliat, con la que ha cortado la cabeza del gigante, ¿no es acaso betlemita? ¿No es acaso hijo de Jesé, en cuya casa se encerró Samuel después de anunciarle a él que Yahveh le había abandonado...?

            Abner esquiva la pregunta. Pero no es posible esquivar la pregunta de un enfermo obsesivo. Saúl vuelve siempre sobre lo mismo. Abner jura que no le conoce. Pero, apenas David se acerca radiante con la cabeza de Goliat, Saúl le suelta la misma pregunta: "Muchacho, ¿de quién eres hijo?". Y David, ingenuo y orgulloso, responde: "Soy hijo de tu siervo Jesé, el betlemita". Y Saúl, para alejar a David, le promueve como capitán de diez mil hombres y, con este ejército, vence muchas batallas contra los filisteos. David tenía éxito en todo lo que emprendía, "pues Dios estaba con él, mientras que se había retirado de Saúl". Todo Israel lo amaba. La popularidad de David acrecentó la ruina de Saúl, a quien le comían las entrañas los celos. Pero David, a quien Saúl necesitaba y odiaba, se ganó la amistad de Jonatán, hijo de Saúl y la mano de Mikal, hija del mismo Saúl.

            Saúl se sintió abatido de nuevo. Jonatán, oyendo delirar a su padre, suplica a David que vuelva a tocar el arpa para calmar a su padre. Pero sucedió que, mientras David tocaba con su mano el arpa, Saúl, que tenía en su mano la lanza, la arrojó contra él. David logra esquivarla. La lanza le pasa raspándole la frente y va a incrustarse en la pared. David está inerme ante el rey armado. La fuerza y la debilidad están frente a frente: el amor, hecho canto, enfrentado a la violencia del odio y la envidia. Pero David indefenso logra esquivar el arma del rey. Saúl experimenta que su fuerza es impotente contra David y empieza a temerlo. Demudado, con la mirada perdida, la ira del rey queda dibujada, petrificada en su rostro. David, entonces, comprende que Saúl realmente desea matarlo y huye del palacio. En la pared quedó aún vibrando la lanza cuando David huyó como una sombra. Desde su escondite, David manda llamar a Jonatán y le dice: "¿En qué he ofendido a tu padre para que quiera matarme?". Jonatán, que ama a David y también a su padre, está afligidísimo. Promete a David averiguar las verdaderas intenciones de su padre, para ver si puede volver al palacio o debe huir.

            Al día siguiente, durante la fiesta de la luna nueva, Saúl descubre que el puesto de David en la mesa del banquete está vacío. Con los ojos desorbitados de ira, pregunta: "¿Cómo es que el hijo de Jesé no viene a sentarse a la mesa?". Jonatán, con voz temblorosa, responde: "Le he dado permiso para ir a una fiesta de familia en Belén". Saúl grita a su hijo: "¡Hijo de una perdida! ¿Crees que no sé que tú estás de su parte? ¡Vergüenza para ti y para tu madre! Pues has de saber que mientras viva el hijo de Jesé no estarás seguro tú ni tu reino. Anda, manda a buscarlo y traémelo, pues debe morir".

            Jonatán, lleno de ira, se levanta de la mesa sin probar bocado. Al día siguiente, apenas amanece, va al campo en busca de David y le dice: "Huye y vete en paz, que el Señor esté conmigo y contigo". En medio del odio, los celos, envidia e intrigas de Saúl contra David, la amistad de Jonatán y el amor de Mikal, hijos de Saúl, son como una sonrisa consoladora para David. Jonatán y David se unen entre sí con un pacto de sangre. Su unión queda sellada con el intercambio de traje y armas. La alianza sellada ante el Señor vincula a ambos: si uno quebranta la lealtad, el otro podrá matarlo sin recurrir a una instancia superior.

            Así Saúl comenzó a perseguir a David, que se ve obligado a huir a los montes. En una ocasión se escondió en una gruta. Sabiendo que los guardias del rey andaban buscándolo por aquellos parajes, David no se atrevía a salir de su escondrijo, temiendo que lo descubrieran. El miedo le atenazaba y no osaba ni moverse. Sólo su corazón gritaba al Señor. Como siempre, el Señor se compadeció de él y le auxilió, mandó unas arañas a la gruta y éstas en un momento tejieron sus telarañas, cerrando el ingreso de la gruta. Cuando Saúl, con sus soldados, pasó ante la gruta, David sintió su taconeo y se estremeció de terror. Pero, al instante, se tranquilizó, oyendo la voz de Saúl: "No puede estar aquí, pues, si se hubiera escondido en esta gruta, hubiera roto la telaraña al entrar".

            Con la confianza en el Señor, recobrada gracias a las arañas, David, a los pocos días, se atrevió a acercarse a la tienda de Saúl. El rey estaba durmiendo la siesta y Abner, jefe del ejército, en vez de custodiar el sueño del rey, se había dormido también. David, viendo a Abner dormido, decidió llegar hasta el interior de la tienda y dejar junto al rey un signo de que, habiendo podido matarlo, no había querido poner la mano sobre él.

            En su huida, David gustó el sabor amargo de la soledad; abatido recorrió caminos y desiertos; conoció la suerte del elegido de Dios, a quien El ama y acrisola hasta hacerlo uno con El. Como elegido, David se adhiere a Dios de corazón y espera la hora de Dios, sin querer anticiparla. Abandonado a los planes de Dios, lo acepta todo de El y espera que el Señor transforme en bendiciones todas las desgracias que le toca sufrir. Pero una cosa sí le dolió a David en su huida: el verse obligado a abandonar la Tierra Santa. Abandonar la Tierra, para habitar en otro país, era para David "como adorar a los ídolos". Esto le llevó a pronunciar su única maldición contra Saúl y sus hombres: "Malditos sean, porque me han hecho escapar de la presencia del Señor, sacándome de su heredad, diciéndome: Vete a servir a otros dioses". Pero, apenas pronunció esta maldición, el temor de Dios le invadió el corazón. Le duele el odio de Saúl, pero no puede dejar de amarlo como ungido del Señor. Entró dentro de sí y, con todo su ser, pidió dos cosas al Señor:

            No me entregues, Señor, en manos de mis enemigos,

            y que Saúl no caiga en mis manos,

            para que no me asalte la tentación de matar a tu ungido.

            La escena se repite en los refugios de Engadí y en el desierto de Zif. David y sus hombres están escondidos en el fondo de una cueva, en la que entra Saúl, solo, a hacer sus necesidades. Los hombres de David le dicen: "Mira, este es el día que Yahveh te anunció: Yo pongo a tu enemigo en tus manos, haz de él lo que te plazca". Pero David les replicó: "Nunca me permita el Señor devolverle el mal que me hace. No alzaré mi mano contra el ungido del Señor. Yahveh será quien le hiera, cuando le llegue su día". David, el hombre según el corazón de Dios, rechaza la violencia y, una vez más, no se toma la justicia por su mano.

David no mata  Saúl

            La fama de David va eclipsando al primer rey de Israel. Obsesionado por perseguir a David, Saúl se olvida de los filisteos, que vuelven a someter a Israel. En la batalla de Gelboé las tropas israelitas son aniquiladas, los tres hijos de Saúl mueren y el mismo Saúl, gravemente herido, se suicida. Saúl lo ha perdido todo y no logra siquiera encontrar uno que lo mate; se expone en primera fila, pero los enemigos no le matan; no le quiere matar su escudero, pues no desea incurrir en tal sacrilegio. No le queda a Saúl más que abandonarse él mismo a la espada clavada en tierra. Sin embargo, cuando le llega la noticia de la muerte de Saúl, David se ha olvidado del odio; el amor ha cancelado los rastros de la enemistad.

e) El pecado de David

            Después de la muerte de Saúl, David es consagrado rey de Judá y de Israel. Y lo primero que hace David como rey es conquistar Jerusalén, que estaba en poder de los jebuseos y trasladar a ella el Arca del Señor. David y todo Israel "iban danzando delante del arca con gran entusiasmo", "en medio de gran alborozo"; "David danzaba, saltaba y bailaba" (2Sam 6,5.12.14.16). El gozo se traduce en aclamaciones de sabor litúrgico: "David y todo Israel trajeron el arca entre gritos de júbilo y al son de trompetas" (6,15).

            El Señor estaba con David en todas sus empresas. Sus victorias sobre los enemigos son incontables. Pero en una ocasión David envía a sus servidores a dar el pésame a Janún por la muerte de su padre Najás, rey de los ammonitas. Janún les toma por espías, les prende, les rapa la mitad de la barba, corta sus vestidos hasta la mitad de las nalgas y los despide. La ofensa es clamorosa, una verdadera provocación. Al año siguiente, al llegar la primavera, época en que los reyes van a la guerra, David envía a Joab con sus veteranos y todo Israel a devastar la región de los ammonitas y a sitiar a Rabá. David, mientras tanto, se queda en Jerusalén. El rey se ha vuelto indolente y perezoso. Mientras el Arca, Israel y Judá viven en tiendas, acampando al raso, David pasa el tiempo durmiendo largas siestas, de las que se levanta a eso del atardecer. Y un día, ¡al atardecer!, David se levanta de su lecho y se pone a pasear por la azotea de palacio. Desde la azotea los ojos de David caen sobre una mujer que se está bañando. Es una mujer muy hermosa. David se queda prendado de ella y manda a preguntar por ella. Le informan: "Es Betsabé, hija de Alián, esposa de Urías, el hitita".

David y Betsabé

 

            David no puede llamarse a engaño. Sabe desde el primer momento que la mujer está casada con uno de sus más fieles oficiales, que se encuentra en campaña. Sin embargo, David no duda un minuto. Manda a unos para que se la traigan; llega la mujer y David se acuesta con ella, que acaba de purificarse de sus reglas. Después Betsabé se vuelve a su casa. Queda encinta y manda este aviso a David: "¡Estoy encinta!".

            El rey ideal de Israel, aclamado por todo el pueblo, el hombre según el corazón de Dios, se siente estremecer ante el mensaje. Pero, en ese momento, no levanta los ojos al Señor, que le ha sacado del aprisco del rebaño. David se siente aturdido. En las dos palabras del mensaje de Betsabé hay un grito terrible. Su esposo está lejos. No se puede camuflar el adulterio. Y el adulterio es castigado con la lapidación. David, por salvar su honor, por "razones de estado", intenta por todos los modos encubrir su delito. A toda prisa manda un emisario a Joab: "Mándame a Urías, el hitita".

            Joab se lo manda. Cuando llega Urías a la presencia del rey, David finge interesarse por Joab, por la suerte del ejército y por la guerra. Luego, para poder atribuirle el hijo que Betsabé, su esposa, ya lleva en su seno, le insta: "Anda a casa a lavarte los pies". El soldado que vuelve de la guerra no dudará en abrazar y amar a su mujer. Así piensa David, que redondea la escena enviando un regalo a casa de Urías. Pero el soldado no es como el rey. No piensa ni actúa del mismo modo. Urías, ¿sospecha acaso lo ocurrido con su esposa? De todos modos no acepta la propuesta de David. No va a su casa. Duerme a la puerta de palacio, con los guardias de su señor. David se muestra amable. Ofrece a Urías obsequios de la mesa real. El rey insiste: "Has llegado de viaje, ¿por qué no vas a casa?".

            Urías, sin pretenderlo, en su respuesta marca el contraste entre David, que se ha quedado en Jerusalén con las mujeres y algunos cortesanos, y el Arca del Señor y el ejército en medio del fragor de la batalla. Las palabras de Urías, amplias y apasionadas, al describir al ejército, denuncian el ocio y sensualidad de David: "El Arca, Israel y Judá viven en tiendas; Joab, mi señor, y los siervos de mi señor acampan al raso, ¿y voy yo a ir a mi casa a comer, beber y acostarme con mi mujer? ¡Por tu vida y la vida de tu alma, no haré tal!".

            Urías retorna al campo de batalla llevando en su mano, sin saberlo, su condena a muerte. Un pecado arrastra a otro pecado. David, por medio de Urías, manda a Joab una carta. En ella estaba escrito: "Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la batalla y, cuando ataquen los enemigos, retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera". Joab no tiene inconveniente en prestar este servicio a David; ya se lo cobrará con creces y David, chantajeado, tendrá que callar. A los pocos días, Joab manda a David el parte de guerra, ordenando al mensajero: "Cuando acabes de dar las noticias de la batalla, si el rey monta en cólera por las bajas, tú añadirás: Ha muerto también tu siervo Urías, el hitita".

Muerte de Urías

            Para proteger su honor, a David no le importa la muerte de sus hombres. El rey indolente y adúltero se ha vuelto también asesino. Al oír la noticia se siente finalmente satisfecho y sereno. Así dice al mensajero: "Dile a Joab que no se preocupe por lo que ha pasado. Así es la guerra: un día cae uno y otro día cae otro. Anímalo".

            Muerto Urías, David puede tomar como esposa a Betsabé y así queda resuelto el problema del hijo. La mujer de Urías, al oír que ha muerto su esposo, hace duelo por él. Y cuando pasa el tiempo del luto, David manda a por ella y la recibe en su casa, haciéndola su mujer. Ella le dio a luz un hijo.

            Parece una novela rosa con un final feliz. Ha habido un adulterio y un asesinato y David se siente en paz. Con cinismo se dedica a consolar a Joab. La vida de unos soldados es un precio aceptable por la muerte de Urías. El prestigio del rey ha quedado a salvo. Pero Dios se alza en defensa del débil agraviado. Ante su mirada no valen oficios ni dignidades. Y aquella acción no le agradó a Dios.

            Sin duda el chisme se difundió por toda la ciudad, pero todos guardaron silencio. Pero hay  una voz que se levanta en medio del silencio cómplice de los súbditos. Es el profeta, que alza la voz de Dios, a quien ha llegado el grito de la sangre derrama­da. El Señor envía al profeta Natán, quien se presenta ante el rey y le cuenta una parábola, como quien le presenta un caso ocurrido, para que el rey dicte sentencia: "Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro pobre. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y bueyes. El pobre, en cambio, no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. El la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos. Comía de su pan y bebía en su copa. Y dormía en su seno como una hija. Pero llegó una visita a casa del rico y, no queriendo tomar una oveja o un buey de su rebaño para invitar a su huésped, tomó la corderilla del pobre y dio de comer al viajero llegado a su casa".

            Con esta breve parábola, el profeta envuelve a David hasta el punto de hacerle visceral­mente partícipe, para que sea él mismo quien pronuncie la sentencia. David escucha la parábola como un caso que él debe sentenciar con su autoridad suprema. Y, mientras escucha, David, que había logrado acallar su conciencia con fútiles razones, ahora, con la palabra del profeta, se le despierta. Rojo de cólera exclama: "¡Vive Yahveh! que merece la muerte el hombre que tal hizo". David sentencia sin preguntar nombres. Entonces Natán, apuntándole con el dedo, da un nombre al rico de la parábola

            -¡Ese hombre eres tú!

            La palabra del profeta interpela a David, es luz viva más tajante que una espada de doble filo; penetra hasta las junturas del alma y el espíritu; desvela sentimientos y pensamientos. Nada escapa a su luz; todo queda ante ella desnudo. Es a ella a quien David tiene que dar cuenta. Pues David no ha ofendido sólo a Urías, sino que ha ofendido a Dios, que toma como ofensa suya la inferida a Urías. Así dice el Señor, Dios de Israel: "Yo te ungí rey de Israel, te libré de Saúl, te di la hija de tu señor, puse en tus brazos sus mujeres, te di la casa de Israel y de Judá, y por si fuera poco te añadiré otros favores. ¿Por qué te has burlado del Señor haciendo lo que El reprueba? Has asesinado a Urías, el hitita, para casarte con su mujer. Pues bien, no se apartará jamás la espada de tu casa, por haberte burlado de mí casándote con la mujer de Urías, el hitita, y matándolo a él con la espada ammonita. Yo haré que de tu propia casa nazca tu desgracia; te arrebataré tus mujeres y ante tus ojos se las daré a otro, que se acostará con ellas a la luz del sol. Tú lo hiciste a escondidas, yo lo haré ante todo Israel, a la luz del día". Ante Dios y su profeta David confesó:

            -¡He pecado contra el Señor!

            La palabra de Dios ha penetrado en el corazón de David. Ha calado hasta lo más hondo de su ser y ha hallado la tierra buena, el corazón según Dios, y dado fruto: el reconocimiento y confesión del propio pecado, dando espacio a la misericordia de Dios. La miseria y la misericordia se encuentran juntas. El pecado confesado arranca el perdón de Dios. Natán le respondió: "El Señor ha perdonado ya tu pecado. No morirás".

            Cumplida su misión, Natán volvió a su casa. Y David, a solas con Dios, arrancó a su arpa los acordes más sinceros de su alma: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa... (Sal 51).

David y Natán que le denuncia su pecado

            El profeta Natán ha escuchado, pues, la confesión de David y le ha anunciado el perdón del Señor. Pero el pecado siempre tiene sus consecuencias amargas: "Has asesinado. La espada no se apartará jamás de tu casa. En tu propia casa encontrarás tu desgracia. Y lo que tú has hecho a escondidas, te lo harán a ti a la luz del día". David no olvidará su pecado. Lo tiene siempre presente. Y no es sólo el adulterio o el asesinato. A la luz de este doble pecado David ha entrado dentro de sí y ha visto su vida de pecado, "desde que en pecado lo concibió su madre". Desde lo hondo de su ser grita a Dios: "Señor, ¿quién conoce sus propios extravíos? Líbrame de las faltas ocultas" (Sal 19,13).

            Los salmos, que la tradición judía atribuye a David, nos ayudan a descubrir la unión íntima que se da entre la fe y la historia concreta del elegido de Dios. La historia, con su multiplicidad de hechos, es una cadena de aconteci­mientos unidos por la mano de Dios, que teje interiormente dicha historia. La alianza que Dios pacta y mantiene fielmente es el hilo conductor que unifica la historia de la salvación. La historia, misteriosamente trenzada por la acción de Dios, es el seno de la salvación. Hasta el pecado, confesado y perdonado, anuda más fuertemente la alianza. La insatisfacción, la miseria, la oscuridad de los hechos llenan aparentemente la vida, pero, por debajo de esos hechos, corre el río de agua salvadora, que se abre cauce y aparece después luminoso, como fuente de alegría y reconocimiento en el canto de los salmos. La fe transforma los hechos en acontecimien­tos, que permanecen como memoriales de salvación.

            David compone los salmos en medio del aprieto. El libro de los salmos no es un libro de memorias escrito en la calma posterior a los acontecimientos. No es un libro de poemas. Los salmos son frecuentemente un grito de ayuda, lanzado en medio de la tribulación, con la urgencia de la situación y la tensión del momento. Para descubrir el alma de David es preciso prestar oído al son del arpa. Al son del arpa nos revela el misterio de su corazón (Sal 49,5). Cuanto más vigorosamen­te se puntean las cuerdas del arpa más fuertes son sus sonidos, más resuenan sus tonos. Del mismo modo, cuanto más fuerte toca Dios el corazón de David con la aflicción más fuerte y más bello es su canto. En la angustia, David recurre a su arpa: "¡Despierta alma mía! ¡Despertad cítara y arpa!" (Sal 57,9). El alma es despertada y estimulada al mismo tiempo que el arpa y la cítara.

            Desde su pecado, David comprende que los juicios del Señor son justos. Su arrogancia cede ante el Señor, que le hace experimentar la muerte que ha sembrado su pecado. El niño, nacido de su adulterio, cae gravemente enfermo. David, entonces, suplica a Dios por el niño, prolongando su ayuno y acostándose en el suelo. Los ancianos de su casa le suplican que se levante del suelo y coma, pero él se niega. En su lecho se debate y suplica al Señor: Señor, he pecado y es justo tu castigo. Pero no me corrijas con ira, no me castigues con furor. Ten piedad de mí que estoy postrado y sin fuerzas. Sé que necesito los dolores, que me mandas, para desatar mi alma de los lazos del pecado. Pero mis huesos están desmoronados, abatida mi alma, y tú, Yahveh, ¿hasta cuando? Estoy extenuado de gemir, cada noche lavo con mis lágrimas el lecho que manché pecando con Betsabé. Mira mis ojos hundidos y apagados, y escucha mis sollozos.

            Siete días ha orado y ayunado David, hasta que al séptimo día el niño murió. Nadie se atrevía a darle la noticia, pues se decían: "Si cuando el niño estaba vivo, no nos escuchaba, ¿cómo le diremos ahora que ha muerto? ¡Hará un desatino!". Pero David, por los cuchicheos de sus servidores, comprende que el niño había muerto. Se alzó y dijo a sus servidores: "¿Es que ha muerto el niño?". Con una inclinación de cabeza se lo confesaron. Entonces David se lavó, se ungió y se cambió de vestidos. Se fue al templo y adoró al Señor; luego volvió al palacio y pidió que le sirvieran la comida. Los servidores, sin entender la conducta del rey, le sirvieron y él comió y bebió. Los servidores le dijeron: "¿Qué es lo que haces? Cuando el niño aún vivía, ayunabas y llorabas, y ahora que ha muerto, te levantas y comes". Les respondió: "Mientras el niño vivía, ayuné y lloré, pues me decía: ¿Quién sabe si Yahveh tendrá compasión de mí y el niño vivirá? Pero ahora que ha muerto, ¿por qué he de ayunar? ¿podré hacer que vuelva? Yo iré donde él, pero él no volverá a mí"

            Luego se fue a consolar a Betsabé, se acostó con ella, que le dio un hijo. David le puso por nombre Salomón, amado de Yahveh. Este hijo era la garantía del perdón de Dios. Cuando en su interior le asalten los remordimientos y las dudas sobre el amor de Dios, Salomón será un memorial visible de su amor, figura del Mesías.

            Cuando David se establece en su casa y Dios le concede paz con todos sus enemigos, llama al profeta Natán y le dice: "Mira, yo habito en una casa de cedro mientras que el Arca de Dios habita bajo pieles. Voy a edificar una casa para el Señor". Pero aquella misma noche vino la palabra de Dios a Natán: "Anda, ve a decir a mi siervo David: Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me vas a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que saqué a Israel de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he ido de acá para allá en una tienda. No he mandado a nadie que me constru­yera una casa de cedro. En cuanto a ti, David, siervo mío: Yo te saqué de los apriscos, de detrás las ovejas, para ponerte al frente de mi pueblo Israel. He estado contigo en todas tus empresas, te he liberado de tus enemigos. Te ensalzaré aún más y, cuando hayas llegado al final de tus días y descanses con tus padres, estableceré una descenden­cia tuya, nacida de tus entrañas, y consolidaré tu reino. El, tu descendiente, edificará un templo en mi honor y yo consolidaré su trono real para siempre. Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia".

David quiere construir el templo

            Al escuchar esta profecía de labios de Natán, David se postró ante el Señor y dijo: "¿Quién soy yo, mi Señor, para que me hayas hecho llegar hasta aquí? Y, como si fuera poco, haces a la casa de tu siervo esta profecía para el futuro. ¡Realmente has sido magnánimo con tu siervo! ¡Verdadera­mente no hay Dios fuera de ti! Ahora, pues, Señor Dios, mantén por siempre la promesa que has hecho a tu siervo y a su familia. Cumple tu palabra y que tu nombre sea siempre memorable. Ya que tú me has prometido "edificarme una casa", dígnate bendecir la casa de tu siervo, para que camine siempre en tu presencia. Ya que tú, mi Señor, lo has dicho, sea siempre bendita la casa de tu siervo, pues lo que tú bendices queda bendito para siempre".

            La promesa de Dios y la súplica de David suscitó en Israel una esperanza firme. Incluso cuando desapareció la monarquía esta esperanza pervivió. Podían estar sin rey, pero, algún día, surgiría un descendiente de David para recoger su herencia y salvar al pueblo. Esta esperanza contra toda esperanza, fruto de la promesa gratuita de Dios, basada en el amor de Dios a David, se mantuvo viva a lo largo de los siglos. La promesa de Dios es incondicional. El Señor no se retractará. El rey esperado, el hijo de David, no será un simple descendiente de David. Será el Salvador definitivo, el Ungido de Dios, el Mesías.

            En David se anticipa en figura la encarnación del Mesías. La cruz atraviesa toda la revelación y en David se dibujan sus rasgos con luminosidad casi transparente. Se desvelará abiertamente en el cumplimiento de la figura en Cristo, hijo de David. El trazo vertical de la cruz es el designio de Dios sobre los hombres, que penetra como rayo de fuego las entrañas de David. Y el trazo horizontal son los hechos, el cuerpo que presta David al desarrollo del designio divino. En la existencia de David desciende Dios y anuda en cruz al hombre con El. Es la alianza entre lo humano y lo divino, entre Dios y el hombre, lo que hace de la historia historia de salvación.

            Con el barro de David, profundamente pasional y carnal, circundado de mujeres, hijos y personajes que reflejan sus pecados, Dios plasma el gran Rey, Profeta y Sacerdote, el Salmista cantor inigualable de su bondad: "Un hombre según su corazón". Ya los salmos exaltan al rey futuro, el Mesías, el Rey salvador. David, el rey pastor encarna ya, en figura, al Rey Mesías: potente en su pequeñez, inocente perseguido, exaltado a través de la persecución y el sufrimiento, siempre fiel a Dios que le ha elegido.


 3. SALOMON

            David piensa haber realizado su misión una vez que ha pacificado al país, liberándolo de sus enemigos (2Sam 7,1). Pero el rey ideal es Salomón, don de Dios a David, como señal de paz tras su pecado. Salomón, según el significado de su nombre, es el "rey pacífico" (1Cro 22,9;Eclo 47,12), símbolo del Mesías, el hijo de David, el "Príncipe de paz", anunciado por Isaías (9,5). San Agustín comenta: "Cristo es el verdadero Salomón, y aquel otro Salomón, hijo de David, engendrado de Betsabé, rey de Israel, era figura de este Rey pacífico. Es El quien edifica la verdadera casa de Dios, según dice el salmo: Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores".

            David, agotado más que por los años por las consecuencias de sus pecados, se siente anciano, pronto para marchar a reunirse con sus padres. El salmo nos refleja su estado: Señor, has reducido mis días a un palmo y mi vida no es nada ante ti; el hombre no dura más que un soplo, sus días pasan como pura sombra. Por un soplo se afana, atesora sin saber a quién legar sus bienes. Ahora, Señor, ¿qué esperanza me queda? Tú eres mi confianza, escucha mi oración, y no seas sordo a mi llanto, porque yo soy huésped tuyo, forastero como todos mis padres. Aplaca tu ira, dame respiro, antes de que pase y no exista. (Sal 39)

David y Salomón

            David hace tiempo que ha elegido a Salomón, el hijo de Betsabé, como su sucesor. Se lo ha prometido con juramento a la madre ante el profeta Natán. Natán y Betsabé se lo recuerdan ahora: "Señor mío, tú juraste por el Señor, tu Dios: Tu hijo Salomón me sucederá en el reino y se sentará en mi trono. Ahora, mi señor el rey, todo Israel está pendiente de ti, esperando que les anuncies quién va a suceder en el trono al rey, mi señor; porque el rey va a reunirse con sus padres y mi hijo y yo vamos a aparecer como usurpado­res". David repite su juramento: "Vive Yahveh, que como te juré por Yahveh, Dios de Israel, diciendo: Salomón tu hijo reinará después de mí, y él se sentará sobre mi trono en mi lugar, ¡así lo haré hoy mismo!".

            David convoca al sacerdote Sadoq, al profeta Natán y a Benaías y les ordena: "Tomad con vosotros a los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. Allí el sacerdote Sadoc y el profeta Natán le ungirán como rey de Israel. Luego tocaréis el cuerno y que todos griten: ¡Viva el rey Salomón! Luego subiréis detrás de Salomón, y cuando llegue se sentará en mi trono y me sucederá en el reino, porque lo nombro jefe de Israel y Judá". Benayas respondió en nombre de todos: "Amén. Así habla Yahveh, Dios de mi señor el rey. Como ha estado Yahveh con mi señor el rey, así esté con Salomón y haga su trono más grande que el trono de mi señor el rey David". Al son de flautas acompañaron a Salomón y lo sentaron en el trono de David.

            Terminada la entronización, David llamó a Salomón y le hizo estas recomenda­cio­nes: "Yo me voy por el camino de todos. Guarda las normas de Yahveh, tu Dios, camina por sus sendas, guarda sus preceptos, como están escritos en la Ley de Moisés, para que tengas éxito en todas tus empresas, adondequiera que vayas. Así el Señor cumplirá la promesa que me hizo: Si tus hijos siguen mi camino, marchando en mi presencia con fidelidad, amándome con todo su corazón y con toda su alma, no te faltará un descen­diente en el trono de Israel".

            Salomón ofreció holocaustos al Señor en Gabaón y el Señor le dijo: "Pide lo que quieras que te dé". Salomón dijo: "Tú has tenido gran amor a tu siervo David, mi padre, porque él ha caminado con fidelidad y rectitud de corazón contigo. Tú le has conservado este gran amor y le has concedido que hoy se siente en su trono un hijo suyo. Ahora Yahveh, mi Dios, tú me has constituido rey en lugar de David, mi padre, pero yo soy un muchacho pequeño, que no sabe salir ni entrar. Tu siervo está en medio de tu pueblo elegido, tan numeroso que no se puede contar. Concede, pues, a tu siervo un corazón que entienda para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal, pues ¿quién será capaz de juzgar a este pueblo tuyo?". Agradó a Dios la oración de Salomón y le dijo: "Porque has pedido discernimien­to, y no larga vida o riquezas o la muerte de tus enemigos, te concedo un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes ni lo habrá jamás. Y también te concedo lo que no has pedido: riquezas y gloria. Si andas por mis caminos, como anduvo David tu padre, yo prolongaré los días de tu vida".

Salomón pide sabiduría

   Salomón ama a Dios, sigue el camino de su padre David. Se siente hijo de la promesa de Dios a su padre, que él mismo oye repetida: "Por este templo que estás construyendo, yo te cumpliré la promesa que hice a tu padre David: habitaré entre los israelitas y no abandonaré a mi pueblo Israel". Cuando el templo estuvo terminado, Salomón hizo llevar a él las ofrendas que había preparado su padre: plata, oro y vasos, y los depositó en el tesoro del templo, bendiciendo al Señor: "¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel! Que a mi padre, David, con la boca se lo prometió y con la mano se lo cumplió".

            Aunque en su vejez, el corazón de Salomón, arrastrado por sus mujeres, se desvió del Señor, sin mantenerse fiel como el corazón de David, el Señor mantuvo su palabra, "en consideración a mi siervo David y a Jerusalén, mi ciudad elegida". El Señor dejará una tribu a la descendencia de Salomón "para que mi siervo David tenga siempre una lámpara ante mí en Jerusalén". La memoria de David queda en Israel como signo de esperanza eterna, pues a él está ligada la promesa del Señor. Cuando todo parezca venirse abajo por culpa de los reyes malvados, Dios perdona "en considera­ción a mi siervo David". Por amor a David mantiene su descendencia en Judá, aunque Roboam haga méritos para perderlo todo. Por amor a David, Dios pasa por alto los pecados de Abías y Jorán. Por amor a David libra al pueblo de la invasión de Senaquerib. La promesa de Dios es irrevocable. La lámpara de David sigue encendida ante el Señor en Jerusalén hasta que llegue "el que ha de venir", el Mesías, "hijo de David" (Mt 1,1).

            El templo que Salomón edificó para el Señor era tipo y figura de la futura Iglesia, que es el cuerpo del Señor, tal como dice en el Evangelio: "Destruid este templo y yo lo levantaré en tres días". Cristo, el verdadero Salomón, se edificó su templo con los creyentes en él, siendo El la piedra angular y los cristianos las "piedras vivas" del Templo (1Pe 2,4-5).

El templo de Salomón


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