Figuras bíblicas: IX. FIGURAS FEMENINAS
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
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las mujeres
2. Mujeres estériles
3. Débora,
Judit y Ester
4. Mujeres de
la genealogía de Jesús
María es virgen y madre. Sin dejar de ser virgen, es madre. Así María es
el icono materno de la paternidad de Dios, icono revelador de Dios dador
de vida. El seno de María es el "tálamo" en el que Dios se ha unido al
hombre. En María, bendita entre las mujeres, se refleja el misterio de
toda mujer, de Israel, -hija, esposa y madre de Sión-, de la Iglesia,
nueva asamblea del Señor. María muestra toda la capacidad de escucha y
acogida, de entrega y donación que las mujeres, a lo largo de la
historia de la salvación, han vivido bajo la fuerza del Espíritu de
Dios. María está inserta en la nube de mujeres que jalonan la historia
de la comunicación de Dios con los hombres. Desde Eva a María, la
historia de la salvación discurre perpendicularmente bajo los hechos
externos que la configuran. La mujer, seno de vida, mantiene
ininterrumpida la cadena de generación en generación.
Israel es una nación materna. La bendición de Dios es concedida a la
descendencia de Abraham: "Haré surgir un descendiente tuyo, que saldrá
de tus entrañas" (2Sam 7,12); "yo suscitaré a David un vástago" (Jr
23,5). Una "virgen encinta dará a luz un hijo" (Is 7,14). La espera se
prolongará "hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz" (Miq
5,2). Las promesas mesiánicas se repiten, pues se hacen al "seno de la
hija de Sión". La nación llevaba, pues, oculto en ella al Cristo futuro:
"No dice a tus descendientes, como si fueran muchos, sino a tu
descendencia, refiriéndose a Cristo" (Gál 3,16). La risa, que
suscitó el nacimiento de Isaac (Gén 17,17), es interpretada por Juan
como la expresión de la alegría que hace estremecer a Abraham la vista
de Cristo: "Vuestro padre Abraham se alegró deseando ver mi día: lo vio
y se regocijó" (Jn 8,56). En el nacimiento milagroso de Isaac, el
patriarca se alegra por el nacimiento de su descendiente Cristo.
Dios manifiesta a Moisés su Nombre: "El Señor, Dios misericordioso y
compasivo, lento a la ira y rico de gracia y fidelidad" (Ex 34,6). El
término "misericordioso" en hebreo se dice taraham, que procede
de la raíz raham, que significa "seno materno", "útero",
"matriz". Dios se ha nombrado a sí mismo como "seno materno" que da la
vida. Por ello, podemos decir que la imagen de Dios en la mujer se
refleja en su misma fisiología, en todo lo que la hace capaz de
concebir, llevar, nutrir y dar la vida física y espiritualmente. María,
bendita entre las mujeres, es el gran signo de Dios Padre. María es el
seno humano de Dios encarnado, icono del seno del Padre, que eternamente
engendra al Hijo. Eva significa la "madre de la vida". María, nueva Eva,
es este icono viviente de Dios dador de vida. En María se unen la
antigua y la nueva alianza, Israel y la Iglesia. Ella es "el pueblo de
Dios", que da "el fruto bendito" a los hombres por la potencia creadora
de Dios. El Espíritu de Dios, que aleteaba sobre las aguas en la
creación, desciende sobre María y la cubre con su sombra, para hacerla
tienda de la presencia de Dios, tienda del Emmanuel: Dios con nosotros.
Toda la obra salvífica tiene a Dios por autor, pero la realiza mediante
algunos elegidos testigos de su actuar. Las mujeres estériles, que
conciben un hijo por la fuerza de Dios, son un signo singular del actuar
gratuito de Dios, que es fiel a sus promesas de salvación. Por su
maternidad virginal María está situada en la línea de las mujeres, cuya
esterilidad fue especialmente bendecida por Dios, haciéndolas fecundas.
Desde Sara, la mujer de Abraham, hasta Ana, la madre de Samuel, y en el
nuevo Testamento Isabel, la madre de Juan Bautista, aparece la voluntad
de Dios de conceder a una mujer estéril un hijo predestinado a una
misión particular. En la esterilidad humana, Dios muestra que el hijo es
fruto únicamente de su designio y de su poder. En este contexto aparece
la profecía de Isaías sobre la virgen que concebirá y dará a luz un
hijo, a quien pondrá por nombre Emmanuel, Dios con nosotros.
Esta actuación de Dios culmina en María, la virgen de Nazaret, que
concebirá y dará a luz al Mesías. María, hija de Sión, sintetiza en sí
la herencia de su pueblo. La sorpresa inesperada del acontecimiento es
la regla de la actuación de Dios. El ser más inadecuado, aquel en el que
nadie habría pensado (y él menos que nadie), se convierte en objeto de
la llamada de Dios. Inadecuadas son las mujeres estériles para concebir
y alumbrar a los hijos de la promesa: Sara, Rebeca, Raquel, la madre de
Sansón, Ana, Isabel;[1]
más inadecuada es la virgen María para dar a luz al Hijo del Altísimo.
En su deseo de virginidad, María se sentía orientada hacia un
estado de vida que, a los ojos de la gente, era igual a la
esterilidad. De ello encontramos un eco en el Magnificat,
donde María habla de la situación de "humillación" de la sierva de Dios
(Lc 1,48). En este versículo María repite las palabras de Ana, la madre
estéril de Samuel, que había dirigido a Dios esta plegaria: "Si te
dignas reparar en la humillación de tu esclava" (1Sam 1,11).
También Isabel, madre de Juan, era estéril, más aún, llamada por todos
"la estéril". Por ello dirá: "Esto es lo que ha hecho por mí el Señor en
los días en que se dignó quitar mi oprobio entre los hombres" (Lc
1,25). María, como Isabel, entra a formar parte de la larga serie de
mujeres "estériles" del Antiguo Testamento, que fueron madres gracias a
la bendición de Dios. "Así, pues, la estéril prepara el camino a la
Virgen" (San Juan Crisóstomo).
En todos estos casos se trata del nacimiento de hombres destinados a una
misión en la historia de salvación de Israel. En ellos se revela la
presencia de la palabra creadora de Dios en favor de su pueblo. Por eso
dice Isaías: "Grita de júbilo, estéril que no das a luz, rompe en gritos
de júbilo y alegría, tú que no has tenido dolores de parto, pues son más
los hijos de la abandonada que los hijos de la casada, dice Yahveh" (Is
54,1).
Ana,
la mujer predilecta de Elkana, no tenía hijos; "el Señor le había
cerrado el seno", "haciéndola estéril" (1Sam 1,5.6). El dolor y soledad
de Ana se transforman en plegaria en su peregrinación al santuario de
Silo, "desahogando su alma ante el Señor" (1Sam 1,15): "¡Oh Yahveh
Sebaot! Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí,
no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré a
Yahveh por todos los días de su vida y la navaja no tocará su cabeza"
(1,11).
El Señor, "que mira las penas y tristezas para tomarlas en su mano" (Sal
10,14), escuchó la súplica de Ana, que "concibió y dio a luz a un niño,
a quien llamó Samuel, porque, dijo, se lo he pedido a Yahveh" (1Sam
1,20). Siendo estéril, el hijo que le nace es totalmente don de Dios,
signo del amor bondadoso de Dios. Del seno seco de Ana, Dios hace brotar
el vástago de una vida maravillosa. La esterilidad de Ana, que engendra
al profeta Samuel, es imagen viva de la virginidad de María, que da a
luz al Profeta, al Hijo de Dios. En ambos casos, con sus diferencias, el
hijo es un don de Dios y no fruto del deseo humano.
Y Ana, consciente del don de Dios, entona el canto de alabanza a Dios,
preludio del Magnificat de María. El himno de Ana canta la victoria del
débil protegido por Dios: la mujer humillada es exaltada y exulta de
alegría, gracias a la acción de Dios. El núcleo del canto de Ana
confiesa el triunfo de Dios sobre la muerte: un seno muerto es
transformado en fuente de vida, devolviendo la esperanza a todos los
desesperados: "Mi corazón exulta en Yahveh, porque me he gozado con su
auxilio. ¡No hay Dios como Yahveh! El arco de los fuertes se ha
quebrado, los que se tambalean se ciñen de fuerza. La estéril da a luz
siete veces, la de muchos hijos se marchita. Yahveh da muerte y vida,
hace bajar al Seol y retornar, enriquece y despoja, abate y ensalza.
Yahveh levanta del polvo al humilde para darle en heredad un trono de
gloria" (1Sam 2,1ss).
a) Débora
Débora aparece como juez y profeta de Israel. Bajo la Palmera, que
llevará su nombre, entre Rama y Betel, en las faldas del Tabor, acoge a
los israelitas que acuden a ella con sus asuntos. Como profeta les
interpreta la historia a la luz de la Palabra de Dios: "Yahveh me ha
dado una lengua de discípulo para que sepa dirigir al cansado una
palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar
como un discípulo: El Señor me ha abierto el oído" (Is 50,4). Con su
palabra, recibida de Dios, y con su vida, Débora revela el poder de Dios
en medio de un pueblo que vive desesperado. Su misión es desvelar que la
historia que el pueblo vive es historia de salvación, porque Dios está
en medio de su pueblo.
Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, se halla conquistando la
tierra prometida, que habitan los cananeos. Pero, en la fértil llanura
de Izre'el, el rey Yabin, bien armado con sus carros de guerra, opone
una fuerte resistencia a Israel, gobernado por el titubeante Sangar y su
débil general Baraq. En este momento Dios elige una mujer para salvar a
Israel: "En los días de Sangar, hijo de Anat, en los días de Yael, no
había caravanas... Vacíos en Israel quedaron los poblados, vacíos hasta
tu despertar, oh Débora, hasta tu despertar, oh madre de Israel" (Ju
5,6-7). Una mujer, en su debilidad, es cantada como la "madre de
Israel", porque muestra a Israel la presencia potente de Dios en medio
de ellos. Débora misma lo canta en su oda, que respira la alegría de la
fe en Dios Salvador: "Bendecid a Yahveh" (Ju 5,9), que en la debilidad
humana, sostenida por El, vence la fuerza del enemigo. Ante Jael,
"bendita entre las mujeres", Sísara "se desplomó, cayó, yació; donde se
desplomó, allí cayó, deshecho" (v.27). Esta es la lógica de Dios, que
sorprende a los potentes y opresores. Es la conclusión del cántico:
"¡Así perezcan todos tus enemigos, oh Yahveh! ¡Y sean los que te aman
como el sol cuando se alza con todo su esplendor!" (v.31).
b) Judit
Nabucodonosor, rey de Asiria, quiere formar un gran ejército para
conquistar el reino de Media. Invita a tomar parte de la expedición a
diversos pueblos. Nadie presta oídos a su llamada. Nabucodonosor toma
represalias contra los pueblos que no han acogido su invitación. El
general Holofernes somete sin dificultad a todos, excepto al pueblo
judío, que se atrinchera en las montañas (Jd 4,1-8). Mientras el pueblo
elegido ora a Dios, Holofernes sitia Betulia, para penetrar en Judea.
Holofernes desea destruir todo culto local con el fin de erigir el culto
universal a Nabucodonosor. El santuario y la fe de Israel están
condenados a desaparecer (6,1-4). Pero Israel es propiedad de Dios,
nación elegida y santa. Esto le hace inexpugnable, mientras se mantenga
fiel (5,5-21). Frente a esta tesis del sabio Aquior, Holofernes defiende
que el único dios es Nabucodonosor y, por tanto, la fuerza triunfará
sobre la debilidad.
El sitio de Betulia pone a prueba la fe vacilante de los judíos
sitiados, que empiezan a hablar de rendición (7,1ss). En este momento
aparece Judit, una viuda, joven, sabia y piadosa. Judit se enfrenta a la
cobardía de los suyos, confesando la fe y confianza en Dios. La historia
del pueblo es el testimonio vivo de la protección de Dios. No pueden
rendirse, pues de ellos depende la suerte de Jerusalén (8,11-27). Con la
confianza puesta en Dios, pasa al campamento asirio y logra, con su
belleza, seducir al general Holofernes, a quien corta la cabeza cuando
está embriagado (11-13). El ejército asirio huye e Israel sube a
Jerusalén a dar gracias a Dios con el himno de acción de gracias,
entonado por la propia Judit y coreado por todo el pueblo.
El relato de Judit es todo un símbolo, comenzando por el nombre:
Judit es la "judía" por excelencia y, como Débora y Ester, es madre
de Israel. Judit es situada en Betulia, es decir, en Betel, la "casa de
Dios". En Judit aparece el Dios de la revelación, que da la vuelta a la
historia, exaltando al débil y humillando al potente: "No está en el
número tu fuerza, ni tu poder en los valientes, sino que eres el Dios de
los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio
de los desvalidos, salvador de los desesperados" (9,11). Judit es la
judía fiel; Betulia es la casa de Dios, viuda defendida por Dios que
destruye, aplastando la cabeza de su general Holofernes, a
Nabucodonosor, encarnación del orgullo personificado. De este modo Judit
es el prototipo de la debilidad que vence la violencia, el mal, el
Anticristo, como aparece en la catedral de Chartres y en infinidad de
obras de arte.
c) Ester
Ester aparece en un momento en que Israel está amenazado de muerte. El
rey Asuero, durante una fiesta, quiere presentar a la reina Vasti ante
sus nobles invitados. Al negarse, cae en desgracia y "el rey colocó la
diadema real sobre la cabeza de Ester y la declaró reina en lugar de
Vasti". Pero en la corte persa existe un visir, llamado Amán, que
intenta "exterminar a todos los judíos del reino de Asuero". Ya ha
fijado, y rubricado con el sello real, el día de su ejecución. Entonces
Ester, "llegada a reina para esta ocasión", habla al rey y consigue la
anulación del decreto. Más aún, Amán acaba colgado en la horca que había
preparado para Mardoqueo, tío de Ester.
Una vez más la Palabra de Dios, palabra de esperanza en medio de la
persecución, se expresa a través de la debilidad de una mujer, huérfana
de padre y madre, adoptada por su tío Mardoqueo. Ester, "bella de
aspecto y atractiva", modelo de fe en Dios y de amor a su pueblo, se
enfrenta al enemigo. Ester, en su debilidad, se apoya únicamente en
Dios, al que dirige su conmovedora oración, alternando el singular y el
plural, porque se dirige a Dios en su nombre y en el del pueblo:
Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven en mi auxilio, que estoy
sola y no tengo otra ayuda sino en ti, y mi vida está en peligro. Yo he
oído desde mi infancia, en mi casa paterna, que Tú, Señor, elegiste a
Israel de entre todos los pueblos para ser herencia tuya para siempre,
cumpliendo en su favor cuanto prometiste. Ahora hemos pecado en tu
presencia y nos has entregado a nuestros enemigos porque hemos honrado a
sus dioses. ¡Justo eres, Señor! Mas no se han contentado con nuestra
amarga esclavitud, sino que han decretado destruir tu heredad, para
cerrar las bocas que te alaban y apagar la gloria de tu Casa y de tu
altar. No entregues, Señor, tu cetro a los que son nada. Que no se
regocijen por nuestra caída, sino vuelve contra ellos sus deseos y el
primero que se alzó contra nosotros haz que sirva de escarmiento.
Acuérdate, Señor, y date a conocer en el día de nuestra aflicción...
Dame valor y pon en mis labios palabras armoniosas cuando esté en
presencia del león. Líbranos con tus manos y acude en mi auxilio, que
estoy sola y a nadie tengo, sino a Ti, Señor. Oh Dios, que dominas a
todos, oye el clamor de los desesperados, líbranos del poder de los
malvados y líbrame a mí de mi temor (Est 4; texto griego).
La voz de Ester es la voz de todos los oprimidos, que esperan que Dios
intervenga y les salve, dando la vuelta a su suerte. El impío Amán, que se
había exaltado, es destruido y el perseguido Israel es exaltado y
glorificado. Y "porque en tales días los judíos obtuvieron paz contra sus
enemigos, y este mes la aflicción se trocó en alegría y el llanto en
festividad, los días que conmemoran este acontecimiento deben ser días de
banquetes y alegría en los que se intercambian regalos y se hacen donaciones
a los pobres" (9,22). Ester queda en la historia y en la liturgia de Israel
como testigo de vida y de alegría. Ester es semejante a un río de agua
fresca que fecunda la vida de Israel, como afirma Mardoqueo en el final del
libro:
De Dios ha venido todo esto. Porque haciendo memoria del sueño que tuve,
ninguna de aquellas cosas ha dejado de cumplirse: ni la pequeña fuente,
convertida en río, ni la luz, ni el sol, ni el agua abundante. El río es
Ester, a quien el rey hizo esposa y reina. A través de ella el Señor ha
salvado a su pueblo, nos ha librado de todos los males y ha obrado signos y
prodigios como nunca los hubo en los demás pueblos (c. 10; texto griego).
María, glorificada en el cielo, introducida como Ester en el palacio del
Rey, no se olvida de su pueblo amenazado, sino que intercede por él hasta
que el enemigo sea totalmente destruido. Ella es el signo de la esperanza.
En Ester que, confiando en Dios, salva a Israel con su intercesión ante
Asuero, hallamos la imagen de María como "abogada" nuestra, como canta una
de las primeras oraciones marianas: "Sub tuum praesidium", compuesta
en Egipto hacia el siglo III:
Bajo tu misericordia buscamos refugio, oh madre de Dios. No desprecies las
súplicas de quienes estamos en peligro, mas líbranos del mal, tú que eres la
única pura y bendita.
En todos estos casos de vocaciones femeninas aparece con claridad la
elección divina en favor de su pueblo. Es Dios quien pone sus ojos en ellas
para llevar adelante su designio de salvación. Con razón la Iglesia ha
elegido para la liturgia mariana algunos textos de estos libros, que nos
muestran el modo de actuar de Dios en favor del pueblo a lo largo de la
historia de la salvación, que se continúa y llega a su culmen en María y en
su Hijo Jesucristo.
4. MUJERES DE LA GENEALOGIA DE JESUS
Mateo comienza su Evangelio con la "genealogía de Jesús, el Mesías: Abraham
engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá, Judá
engendró de Tamar a Fares, Fares engendró... Salmón engendró de
Rajab a Booz, Booz engendró de Rut a Obed, Obed engendró a Jesé,
Jesé engendró al rey David, David engendró, de la que fue mujer de Urías,
a Salomón... Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació
Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,1ss).
El relieve que se da a la madre de Jesús en esta genealogía aparece ante
todo en el cambio literario al llegar el momento de hablar de ella: "Y Jacob
engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo"
(Mt 1,2-16). En el relato siguiente (v.18-25) se aclarará el sentido de
dicho cambio. Pero ya es significativa la presencia de cuatro mujeres en la
genealogía, como preparación para el hecho insólito que supone el salto a
María, como Madre de Jesús.
Estas mujeres fueron instrumento del designio de salvación de Dios, aunque
se caractericen por sus uniones matrimoniales irregulares (extranjeras o
pecadoras). Estas son las mujeres que Mateo escogió y no otras quizás más
significativas en la historia de Israel. La acción de Dios a través de
modalidades humanamente "irregulares" subraya la gratuidad de la elección
divina y prepara la narración de la maravilla realizada por el Altísimo en
la Virgen María. Mateo comienza su evangelio (c. 1-2) viendo a María como el
seno de la nueva creación, en donde el Dios de la historia de la salvación
actúa de una forma absolutamente gratuita y sorprendente.
Mateo, aunque subraye el vínculo legal de Jesús con "José, hijo de David",
afirma que lo que aconteció en María no es obra de padre humano, sino del
Espíritu Santo: "El nacimiento de Jesús, el Mesías, fue así: su madre María
estaba prometida a José y, antes de vivir juntos, resultó que había
concebido por obra del Espíritu Santo" (1,18). Esta concepción es fruto de
la acción de Dios: la misma acción que en las situaciones irregulares de las
mujeres de la genealogía manifestó la fidelidad y el poder de Dios. De este
modo, si, gracias a la ascendencia davídica de José, Jesús es legalmente
hijo de David, gracias a la inaudita concepción virginal por obra del
Espíritu Santo, es Hijo de Dios (2,15). En María se realiza la esperanza
mesiánica davídica mediante una acción divina sorprendente, improgramable.
Jesús, hijo de David, es hijo de Tamar, de Rut, de Rajab y de Betsabé, las
cuatro mujeres, además de María, que incluye Mateo en la genealogía. Cada
una de ellas tiene un significado. Tamar es una mujer cananea que se fingió
prostituta y sedujo a su suegro Judá, de quien concibió dos hijos: Peres y
Zéraj; a través de Peres Tamar quedó incorporada a los antepasados de Jesús
(Gén 38,24). Rahab es una prostituta pagana de Jericó, que llegó a ser
ascendiente de Jesús, como madre del bisabuelo de David (Jos
2,1-21;6,22-25). Rut es una extranjera, descendiente de Moab, uno de los
pueblos surgidos de la relación incestuosa de Lot y sus hijas y, por ello,
despreciado por los hebreos; pero de Rut nació Obed, abuelo de David,
entrando así en la historia de la salvación, como ascendiente del Mesías.
Betsabé, la mujer de Urías, el hitita, perpetró el adulterio con David (2Sam
11), pero se hizo ascendiente de Jesús, dando a luz a Salomón.
Merece la pena contar brevemente al menos la historia de Rut. En el tiempo
de los jueces, cuando aún no había rey en Israel y cada uno hacía lo que
mejor le parecía, hubo una carestía en el país, carestía de pan y pobreza de
alma y corazón. Entonces Elimélek (mi Dios es rey), descendiente del
patriarca José, vivía en Belén en los montes de Judea, en el corazón de la
Tierra Santa. Empujado por la carestía, Elimélek, con su mujer Noemí (mi
gracia y alegría) y sus dos hijos, Majlón y Kilyón abandonaron la alta
tierra de la promesa de Dios para descender a las bajas llanuras de
Moab, más allá del Jordán, instalándose junto a los paganos cananeos,
descendientes de Moab. Triste historia, pues si abandonan la tierra
prometida a los padres es, sobre todo, porque han perdido la esperanza en
Israel y en el Dios de Israel. No han dejado la tierra de Israel
transitoriamente, mientras pasa la carestía, sino que "llegados a los
campos de Moab, se establecieron allí". El glorioso Elimélek ha decidido
dejar tras de sí, en el pasado, la patria de Israel. ¡Qué bien expresan los
nombres de los hijos la situación a que ha llegado esta familia: Majlón,
el enfermizo, y Kilyón, el anonadado! Esta era la situación de
Israel al final de la época de los jueces. El pueblo elegido se estaba
arruinando, enfermo y anonadado.
Al poco tiempo, Elimélek murió y Noemí quedó viuda. Sus dos hijos, violando
la ley de Moisés, se casaron con Orpá y Rut, dos muchachas moabitas no
convertidas, de las que no tuvieron hijos. El dedo de Dios, que conduce la
historia, les cerró el seno, haciéndoles estériles. Y, a los diez años,
murieron también los dos esposos, los hijos de Noemí. La descendencia de
Elimélek y Noemí se ha terminado en Moab; parece cancelada para siempre su
existencia.
Noemí, entonces, sin esposo y sin hijos, decidió regresar a Belén, pues
Yahveh había visitado su tierra, dándola de nuevo pan. Lo que ella esperaba
encontrar en el exilio, lo descubre en medio de sus hermanos, los
israelitas. Al despedir a sus dos nueras, ellas se echaron a su cuello entre
sollozos. Finalmente, Orpá besó a su suegra y se volvió atrás, "a su pueblo
y a su dios", permaneciendo para siempre en la idolatría del dios Moloch.
Pero Rut no quiso separarse de Noemí: "No insistas en que te abandone y me
separe de ti, porque donde tú vayas, yo iré, donde tú habites, habitaré yo.
Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios" (1,6). Así es como Rut, la
moabita, llegó a Belén acompañando a su suegra Noemí. Era la época de la
siega de la cebada. Rut dijo a Noemí:
-Déjame ir al campo a espigar detrás de aquel a cuyos ojos halle gracia.
Rut salió al campo y se puso a espigar detrás de los primeros segadores que
encontró. Quiso la suerte -¡Bendito sea el Señor de la suerte!- que Rut
fuera a dar en una parcela de Booz, de la familia de Elimélek, el esposo de
Noemí. Algo tocó el corazón de Booz al ver y escuchar la voz de Rut. Sin
marido, sin fortuna, extranjera, Rut no es más que una huérfana espigadora.
Pero, aunque sea hija de idólatras, se ha refugiado en Belén bajo las alas
del Santo de Israel. Aconsejada por su suegra, en la noche cálida y casta de
junio, Rut descenderá a la era donde duerme Booz, después de haber aventado
la parva de cebada, haber comido y bebido con la alegría de la cosecha. Con
el pasmo en el corazón descubrirá los pies de Booz y se acostará junto a él.
Y aquí entra en acción el Santo, bendito sea, que desde la creación se
encarga de combinar los matrimonios, haciendo que se encuentren el hombre y
la mujer creados el uno para el otro según sus designios. En los montes de
Judea, coronados de estrellas, Booz se despertó sobresaltado de su profundo
sueño y se encontró, como en los orígenes Adán, con una mujer acostada a sus
pies.
Booz siente la presencia del Dios vivo, bendiciendo el amor que El mismo ha
suscitado entre él, avanzado en edad, y la joven Rut, que "no ha ido a
buscar esposo entre los jóvenes". Gracias al Santo, bendito sea, los dos
pueden empezar a vivir y esperar que, en un día futuro, de su descendencia
nazca el Esperado de Israel. Así Rut es rescatada por Booz, su go'el
que, según la ley del levirato, la desposa y la hace madre en Israel.
De este modo, a través de Rut, entra en la historia de la salvación el
pueblo de Moab, condenado a las tinieblas desde sus orígenes incestuosos.
Lot, el ascendiente de Rut, se une finalmente a Abraham, ascendiente de
Booz. Lot, el ambicioso sobrino de Abraham, se separó del tío
descendiendo a las llanuras fértiles de Sodoma para establecerse en
ellas. Rut, en cambio, siguiendo la fe de Abraham, decide emigrar "lejos de
la casa de su padre, de su ciudad", para seguir a Noemí a Belén, al
encuentro de su redentor (su go'el). De esta unión inesperada de un
descendiente de Abraham y de una moabita, más tarde, nacerá el Mesías de
Israel.
Son los designios misteriosos del Santo, que salva y lleva adelante la
historia por vías insondables, por encima de los pecados del hombre. Si Rut
es moabita, hija del incesto de la hija mayor de Lot, también Booz es
descendiente de Peres, el hijo de la unión medio incestuosa de Tamar con su
suegro, Judá, hijo del patriarca Jacob. Así es la genealogía del rey David,
que va desde Peres a Booz, que engendró a Obed, padre de Jesé, del que nació
David. En Israel se hará clásica la bendición de los ancianos, incorporando
a Rut a las madres del pueblo elegido: "Haga Yahveh que la mujer que entra
en tu casa (Rut) sea como Raquel y como Lía, las dos que edificaron la casa
de Israel" (Rut 4,11).
Con tales uniones cumplió Dios su promesa y llevó adelante su plan de
salvación. Tamar fue instrumento de la gracia divina para que Judá
engendrase la estirpe mesiánica; Israel entró en la tierra prometida ayudado
por Rahab; merced a la iniciativa de Rut, ésta y Booz se convirtieron en
progenitores de David; y el trono davídico pasó a Salomón a través de
Betsabé. Las cuatro mujeres comparten con María lo irregular y
extraordinario de su unión conyugal. Nombrándolas Mateo en la genealogía
llama la atención sobre María, instrumento del plan mesiánico de Dios, pues
fue "de María de quien nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16). Esto sucede,
dice Lutero, porque Cristo debía ser salvador de los extranjeros, de los
paganos, de los pecadores. Dios da la vuelta a la cosas. María, en el
Magnificat, canta este triunfo de lo despreciable, que Dios toma para
confundir lo que el mundo estima.
Desde el comienzo mismo del evangelio, advierte cuántas cosas se ofrecen a
nuestra consideración. Conviene averiguar por qué, recorriendo el
evangelista la línea genealógica por el lado de los varones, sin embargo
intercala el nombre de varias mujeres; y ya que le pareció bien nombrarlas,
por qué no las enumera a todas, sino que, dejando a un lado las más
honorables, como Sara, Rebeca y otras semejantes, sólo menciona a las que se
hicieron notables por algún defecto, por ejemplo a la que fue fornicaria o
adúltera, a la extranjera o a la de bárbaro origen. Levanta tu mente y
llénate de un santo escalofrío con sólo oír que Dios ha venido a la tierra.
Porque esto es tan admirable, tan inesperado, que los ángeles en coro
cantaron por todo el orbe las alabanzas y la gloria de semejante
acontecimiento. Ya de antiguo los profetas quedaron estupefactos al
contemplar que "se dejó ver en la tierra y conversó con los hombres" (Bar
3,38). En realidad, estupenda cosa es oír que Dios inefable, incomprensible,
igual al Padre, viniera mediante una Virgen y se dignara nacer de mujer y
tener por ancestros a David y a Abraham. Pero, ¿qué digo David y Abraham? Lo
que es más escalofriante: a las meretrices que ya antes nombré... Tú, al oír
semejantes cosas, levanta tú ánimo y admírate de que el Hijo de Dios, que
existe sin haber tenido principio, haya aceptado que se le llamara hijo de
David, para hacerte a ti hijo de Dios... Se humilló así para exaltarnos a
nosotros. Nació él según la carne para que tú nacieras según el Espíritu
(San Juan Crisóstomo).
La genealogía de Jesús, en Lucas, es más universal que la de Mateo, ya que
se remonta, más allá de Abraham, hasta Adán. De los dos se dice: "hijo de
Dios" (Lc 3,23.38), sin padre terreno. También para Lucas, en el nuevo
comienzo del mundo, inaugurado por el nuevo Adán, se alude a la presencia de
María, y a su concepción virginal. De este modo establece la relación entre
Jesús, nuevo Adán, y el Adán primero, padre de todos los hombres. Un árbol
genealógico que llega hasta Adán nos muestra que en Jesús no sólo se ha
cumplido la esperanza de Israel, sino la esperanza del hombre, del
ser humano. En Cristo el ser herido del hombre, la imagen desfigurada de
Dios, ha sido unido a Dios, reconstruyendo de nuevo su auténtica figura.
Jesús es Adán, el hombre perfecto, porque "es de Dios".
Las dos genealogías unidas nos dicen que Jesús es el fruto conclusivo de la
historia de la salvación; pero es El quien vivifica el árbol, porque
desciende de lo alto, del Padre que le engendra en el seno virginal de
María, por obra de su Espíritu Santo. Jesús es realmente hombre, fruto de
esta tierra, con su genealogía detallada, pero no es sólo fruto de esta
tierra, es realmente Dios, hijo de Dios, como señala la ruptura del último
anillo del árbol genealógico: "...engendró a José, el esposo de María, de la
que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16).
Israel, nación materna, es bendita entre todas las naciones, pues lleva a
Cristo en su seno. Mientras los paganos están "sin Cristo" (Ef 2,12), el
pueblo judío lo posee. "Jesús era la sustancia de este pueblo" (San
Agustín). María es el lazo de la historia de Israel con la Iglesia, como
madre de Cristo, a quien introduce en la estirpe humana. María queda
indisolublemente unida a Cristo, asociada a El en la obra redentora, como
queda ligada a la Iglesia, cuyo destino anticipa como primer miembro que
realiza la forma más perfecta de su ser, es decir, la comunión con Cristo.
María, como todas las mujeres de la historia de la salvación, se ha dejado
plasmar por el amor de Dios y por ello es "bendita entre todas las mujeres",
"todas las generaciones la llamarán bienaventurada". En María se ha
cumplido plenamente el designio creador y salvador del Padre para todo
hombre. María ha recibido, anticipadamente, la salvación lograda por la
sangre de Cristo. La singularidad de su gracia recibida sitúa a María entre
las mujeres, en el corazón mismo de la humanidad. La singularidad propia de
María es la de la plenitud y no la de la excepción. Dios le concede en
plenitud la gracia impartida a la Iglesia entera, ofrecida a toda la
humanidad. Ella es el icono de la salvación que Dios realiza para nosotros
en Jesucristo. En la contemplación de esta imagen, cada cristiano tiene el
gozo de descubrir la gracia que Dios le ofrece.
"¡Bendita tú entre las mujeres!", exclama Isabel. En la Biblia, la gloria de
la mujer está en la maternidad. Isabel reconoce en María la maternidad más
maravillosa que pueda haber: más que la suya y la de todas las mujeres
agraciadas por Dios con la maternidad imposible. El Apocalipsis lanza sobre
la historia del pasado una mirada de profeta y sondea el misterio escondido.
Contempla a la Iglesia de la primera alianza bajo la imagen de una mujer
que, desde siempre, llevaba a Cristo en su seno. La presencia de Cristo en
la humanidad se remonta hasta el alba de los tiempos. La antigua serpiente
colocada ante la mujer encinta y que acecha al niño que va a nacer para
devorarlo es la del paraíso terrestre (Ap 12,4.9). La Iglesia de Cristo
existía desde entonces, representada por la primera mujer, en quien estaba
depositada, como una semilla, la promesa del Mesías (Gén 3,15). Ha llevado a
Cristo en un adviento multisecular, gritando con los dolores del parto, a
través de su historia atormentada.
En la persona de Eva la promesa esta destinada a la humanidad entera. Poco a
poco la promesa se concentra y se dirige a una raza, la de Sem (Gén 9,26); a
un pueblo, el de Abraham (Gén 15,4-6;22,16-18); a una tribu, la de Judá (Gén
49,10); a un clan, el de David (2Sam 7,14). La promesa se precisa y el grupo
se estrecha; se construye una pirámide profética en búsqueda de su cima:
María, "de la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16).
¡Benditas son por ella todas las mujeres! El sexo femenino ya no está sujeto a la maldición; tiene un ejemplar que supera en gloria a los ángeles. Eva está curada. Alabamos a Sara, la tierra en que germinaron los pueblos; honramos a Rebeca, como hábil transmisora de la bendición; admiramos a Lía, madre del progénitor según la carne; aclamamos a Débora, por haber luchado sobre las fuerzas de la naturaleza (Ju 4,14); llamamos dichosa a Isabel, que llevó en el seno al precursor, que saltó de gozo al sentir la presencia de la gracia. Y veneramos a María, que fue madre y sierva, y nube y tálamo, y arca del Señor... Por eso digámosle: "Bendita tú entre las mujeres", porque sólo tú curaste el sufrimiento de Eva; sólo tú secaste las lágrimas de la que sufría; sólo tú llevaste el rescate del mundo; a ti sola se confió el tesoro de la perla preciosa; sólo tú quedaste encinta sin placer; sólo tú diste a luz al Emmanuel, del modo como él dispuso. "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1,42) (Proclo de Constantinopla)