Solemnidad de Santa María Madre de Dios (Octava de la Natividad del Señor)A-B-C I: Preparemos con los Comentarios de Sabios y Santos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración eucarística
Recursos adicionales para la preparación
A su servicio
Exégesis:
José María Solé – Roma, C.M.F.
Comentario Teológico: Gr P. Rolando Santoianni, I.V.E. - La maternidad
divina y la maternidad espiritual de María
Santos Padres:
San Agustín
-
LA MATERNIDAD DIVINA
Santos Padres: San
Bernardo - La Virgen Madre
Aplicación: San
Bernardo -
María, Madre de Dios
Aplicación
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La generosidad de la Madre de Dios
- Lc 2, 16-21
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis:
José María Solé – Roma, C.M.F.
NÚMEROS 6, 22-27:
La Liturgia inicia el primer día del año, Octava de la Navidad, con esta
solemne bendición, con la que el Pontífice de Israel despedía al pueblo
congregado para el sacrificio vespertino. El Sirácida (Ecclo 50, 20) nos
lo narra del Sumo Sacerdote Simón: «Al terminarse el servicio del Señor
(Simón), bajaba y elevaba sus manos sobre toda la asamblea de los hijos
de Israel, para dar con sus labios la bendición del Señorytenerel
honorde pronunciarsu Nombre. Y todos se postraban para recibir la
bendición del Altísimo».
Pedir que brille sobre nosotros la luz del rostro de Dios es pedir su
amor y benevolencia: « ¡Alza sobre nosotros la luz de tu Rostro!» (Sal
5, 7). «Haz que alumbre a tu, siervo tu Rostro. ¡Sálvame por tu amor!»
(Sal 31, 17).
La Iglesia ahora nos da esta bendición en nombre de Jesús-Salvador. Y
nos exhorta a comenzar, impetrando su bendición, todas nuestras obras.
Jesús nos dejó su bendición como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza al
ofrecer su Sacrificio: «La paz os dejo. Mi paz os doy» (In 14, 27).
Singularmente aluden a este pasaje de Números aquellas palabras de
nuestro Pontífice Jesús, que se despide de nosotros; y nos da su
bendición Sacerdotal en Nombre del Padre y en el Nombre suyo de Hijo:
«Padre Santo: tuyos eran y me los diste. Todas mis cosas tuyas son y las
tuyas mías. Y Yo ya no estaré en el mundo, mientras ellos quedan en el
mundo; Yo voy a Ti. Padre, guárdalos en tu Nombre, el que Tú me has
dado; a fin de que sean Uno como Nosotros» (Jn 17, 6. 11). Bendecidos en
el nombre divino de Jesús tendremos la paz.
Que así sea en este nuevo año «cristiano» que comenzamos: «Que invoquen
mi Nombre sobre los hijos de Israel y Yo les bendeciré» (Nm 6, 27).
EPÍSTOLA Gál. 4, 4-7:
La Epístola nos da uno de los mejores fundamentos bíblicos de la Maternidad
espiritual y universal de María:
Cristo, Hijo de Dios, nace súbdito de la Ley, inserto en la Historia de
la Salvación (solidaridad con los judíos), nace de Mujer (solidaridad
con toda la raza humana). Se sujeta a la Ley para «liberarnos». Se hace
Hijo de Mujer para darnos la filiación divina. «Ved cuán grande caridad
nos ha otorgado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios. ¡Y lo
somos!» (1 Jn 3, 1). Tan cierto es que participamos con toda propiedad
la filiación del Hijo, que San Pablo nos anima a vivir en plena
intimidad filial con el Padre: «Y por cuanto sois hijos, envió Dios a
vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba! ¡Padre! De
manera que no eres ya esclavo, sino hijo. Y si hijo, también heredero
por gracia de Dios» (Gál 4, 6).
La Mujer de quien es Hijo este Hermano nuestro es también Madre nuestra.
Si somos hijos de Dios en Cristo, somos a la vez hijos de María en
Cristo. Orígenes nos lo dice en unas palabras muy expresivas: «No
teniendo María otro hijo que Jesús, cuando el Maestro dice: «He ahí a tu
hijo» y no dice'Este es también tu hijo', es como si dijese: he ahí el
Jesús que has engendrado; porque todo perfecto cristiano no vive ya su
vida natural, sino que Cristo vive en él. Y porque Cristo vive en él se
dice de él a María: «Este es tu Hilo, Cristo» (P. G. 14, 31). Si vivimos
de Cristo y en Cristo, con pleno derecho llamamos a Dios «Padre» y a
María «Madre». Si la Eucaristía nos forma y transforma más en Cristo
debe desarrollar nuestra piedad con María: la vivencia de los
sentimientos filiales de Jesús con su Madre Cristo que en lo es también
nuestra.
En la narración evangélica notemos:
Los pastores de Belén adoran al Mesías. Son las «primicias» de los
infinitos adoradores. La humildad, la sencillez, la pobreza, la
austeridad, disposiciones que preparan el corazón a la fe. Ellos no se
escandalizan por la pobreza del Mesías pobre.
El v 19 es una fina indicación. María oye atenta cuanto dicen los
pastores y capta atenta todos los signos y acontecimientos. El Corazón
de la Madre es el mejor archivo y la mejor biblioteca de los recuerdos y
de los misterios del Hijo. Lucas ha bebido en buena fuente. Los devotos
de la Virgen crecen en el conocimiento y amor de Cristo. ¡Y cuánto nos
revelará María en el cielo!
Por la circuncisión, Jesús, hijo de Abraham, se solidariza con una raza
pecadora (v. 21). Es entonces cuando se le impone el nombre de Jesús
revelado por el cielo a María y a José. Jesús = Dios Salva, va a tener
el sentido más pleno. Aquel que San Pablo sintetiza en esta tremenda
expresión: «Dios a Aquel que no conoció el pecado, por nosotros le hizo
pecado, a fin de que nosotros viniésemos a ser
justicia de Dios en El» (2
Cor 5, 21). Nos salva de nuestros pecados porque los carga todos sobre
Sí para expiarlos todos. Y partícipes de su vida (gracia), quedamos
plenamente justificados, santificados y salvados: «Gozosos, Señor, hemos
recibido los celestes sacramentos; concédenos que nos aprovechen para la
vida eterna a quienes nos gloriamos de proclamara la siempre Virgen
María Madre de tu Hijo y Madre de la Iglesia» (Postc.).
(JOSÉ
Mª SOLÉ ROMA C.M.F.,
Ministros de la Palabra, ciclo A,
Herder Barcelona 1979, 54-56
Comentario Teológico
Mons. Tihamér Toth
-
La Virgen Madre de
Dios
El renombrado filósofo americano EMERSON consigna un episodio
interesante de un viaje que hizo en autobús. Un día bochornoso de verano
subió cansado y sin humor a un auto de línea. Con tedio iba realizando
su viaje... de media hora. Con el mismo sopor, y sin pensar en nada,
estaban sentados también los demás viajeros del coche... cuando, en una
de las paradas, subió una mujer joven con su hijito, de cabellos rubios
y ojos azules. Apenas se hubieron sentado en un rincón del coche, cambió
del todo el humor de los pasajeros. Como si todas las preguntas,
sonrisas, carcajadas del inocente niño trajesen el aire del paraíso
perdido a los hombres cansados por el camino fatigosode la vida. Y la
madre sostenía con tanto encanto y amor a su hijito, y le hablaba con
tal cariño, que la mirada de todos se clavaba en ellos y un calor
extraño derretía los corazones, sumidos antes en la indiferencia.
El autobús que los astrónomos llaman «Tierra» iba corriendo hacía ya
millares de años, con millones y millones de viajeros: hombres agotados,
maltrechos, sumidos en la indolencia, que ni sabían adónde iba el
coche..., cuando un día, hace dos mil años, subió a él una madre joven,
teniendo en los brazos a su hijito, rubio y sonriente; y apenas ocupó un
asiento en un rincón del coche, allá en la cueva de Belén, el alma de
los viajeros se sintió caldeada por un fuego jamás sentido, y el
corazón, antes indiferente, recibió nuevas fuerzas, como por ensalmo, de
una belleza y ternura desconocidas. Y desde aquel día, la Madre y el
Hijo viajan siempre con nosotros e irradian un encanto indecible y una
fuerza de aliento que refrigera las almas cansadas en las luchas de la
vida.
No se puede hablar de Jesucristo sin extenderse también a su Madre
Virgen. No es posible dar a conocer la doctrina de Cristo, el
cristianismo, sin mencionar a la Virgen María. Es la Virgen Santísima
quien comunica hermosura, fragancia y encanto al cristianismo. Ella es
la antorcha de la gruta de Belén, la estrella más hermosa de la noche.
Su murmullo es el más dulce «Gloria». Nazaret no sería el hogar de Jesús
si en este hogar no encontráramos a su Madre y al Arcángel; el Gólgota
no sería tan admirablemente conmovedor si Jesús no hubiese plantado
junto al árbol de la cruz el lirio del valle, el primero regado por la
sangre preciosísima o esa rosa que sube por el árbol y florece en
sentimientos de dolor. La Virgen Santísima logra el primer milagro,
recorre la primera el camino de la cruz, encierra en su corazón la fe
puesta en el Hijo muerto y en su obra; es la primera que besa, con el
deseo y el consuelo de la felicidad eterna, las llagas de Jesús; hace,
sola ella, la vigilia de la primera resurrección. Ella sola esperó
treinta y tres años antes al Verbo en la noche de la Anunciación; ella
sola Le recibió en la Navidad de Belén; ella sola Le aguardó en el
amanecer de la Pascua Florida. (PROHÁSZKA.)
«Nació de María Virgen» —así
rezamos en el Credo. El Credo no contiene sino estas cuatro cortas
palabras, a ella referentes: «Nació de María Virgen.» Breve frase; pero
su contenido es tan profundo, que los nueve capítulos que vamos a
escribir de la Virgen María casi no bastarán para descubrir cuanto
encierra la frase.
Lo primero que haremos es examinar los fundamentos dogmáticos del culto
de María. El árbol de magnífica fecundidad, el culto de María, que se
despliega y despide su fragancia con miles y miles de flores perfumadas
en nuestros templos, en nuestros cánticos, en nuestras imágenes, en
nuestras fiestas, en nuestros santuarios,
centros deromería, ¿de qué raíces se alimenta? ¿Con qué títulos honramos
a la Virgen María? Tal será el tema de este capítulo. Y nuestra
respuesta será doble: I. La honramos por ser Ella la Madre de Dios, y
II. Porque la Sagrada Escritura nos inculca su culto.
I - LA MADRE DE DIOS
Como un gigantesco árbol lleno de bendiciones extiende sus ramas el
culto de María sobretodo el mundo católico; y la raíz última del árbol
inmenso, la raíz por donde toma su savia de vida, es esta breve frase:
«Creo en Jesucristo..., que fue concebido por obra del Espíritu Santo y
nació de María Virgen.» Todo el entrañableculto con que las almas
católicas se inclinan ante María, brotade nuestra creencia en Cristo.
Resumo en unas breves frases todo cuanto creemos de María.
La Virgen María es Madre de Jesucristo, por lo tanto es Madre de Dios;
Madre, y con todo, siempre virgen, intacta; Madre de un Hijo único,
Jesucristo, el cual fue concebido por obra del Espíritu Santo—no por
obra de varón, como los demás hombres—: la Virgen María, precisamente
por su dignidad de Madre de Dios, fue preservada por Dios aun de la
culpa original, de modo que nació y vivió exenta siempre de toda clase
de pecado.
He ahí en breves palabras nuestra fe tocante a María. Estudiemos ahora
nuestra primera proposición:
María es Madre de Dios.
Es interesante la manera como salió de un atolladero cierto orador de la
antigüedad. Tuvo que hacer un discurso referente a Felipe de Macedonia;
mas no alabó las cualidades de gobierno, ni las dotes guerreras de
Felipe, sino que, con voz emocionada, dijo estas palabras: «Basta decir
de ti, Felipe, que has sido el padre de Alejandro Magno.» También
nosotros podríamos tratar largamente de la Virgen María, de la hermosura
de su alma, de sus virtudes, de su amor a Dios, de su prontitud al
sacrificio...; pero la ensalzamos del modo más digno diciendo: «Basta
decir de Ti, Virgen Santa, que fuiste la Madre de Jesús.»
* * *
A)
Extraña un tanto ver lo poco que habla la Sagrada Escritura de la Virgen
María. Pocas veces se la menciona en los acontecimientos. En cambio, las
pocas frases que se refieren a ella son más que suficientes para probar
la legitimidad del culto que le tributamos. Porque aquellas frases
escasas afirman tales glorias de María, que nadie puede decirlas
mayores. Leamos con atención estas pocas líneas. Así escribe SAN MATEO:
«Y Jacob engendró a José, el
esposo de María, de la cual nació Jesús, por sobrenombre Cristo» (Mt
1, 16). Y SAN JUAN añade: «Y el
Verbo se hizo carne» (Jn 1,1 4), es decir, el que recibió de María
carne mortal es el Hijo eterno de Dios. De modo que María es Madre de
Dios. ¡Qué palabras más sencillas y, con todo, qué llenas de
consecuencias! «De qua natus est Jesús», «de la cual nació Jesús» —esto
es todo. ¡Esta mujer es tan grande, tan llena de gracia, tan admirable,
tan santa, que puede ser Madre de Dios! También ella es hija de Adán;
pero es tan conforme al pensamiento de Dios, que quiso el Señor su
cooperación en lo más sublime del mundo: la Encarnación del Verbo.
* * *
B)
¡Madre
de Dios!
¡Dignidad excelsa, inefable! Recibir y llevar en su seno, cuidar, servir
y educar al Dios aquel ante quien los ángeles puros se humillan hasta el
polvo, y a cuya presencia los serafines y querubines esconden su rostro
detrás de las alas; a Aquel que creó el universo, el sol, la luna, las
estrellas y todas las cosas que hay en el mundo. ¡Llamar a éste su
propio Hijo, cubrirle de besos, estrecharle contra el propio pecho con
amor de madre! ¡Mandar a Aquel ante quien se someten y obedecen todas
las fuerzas del cielo y de la tierra! Es
indeciblemente grande la dignidad de Madre de Dios. «Nadie hay semejante
a María — exclama con entusiasmo SAN ANSELMO—; fuera de Dios, nadie hay
más grande que María.»
La sublime distinción que significa el ser «Madre de Dios» puede sólo
entenderse considerando que todos los sabios, reyes, sacerdotes y ángeles
del cielo no valen tanto para nosotros como lo que nos dio María al
darnos a Cristo. Hijo de Dios. Por una mujer entró el primer pecado en
el mundo, de una mujer nació la culpa; pero de una mujer vino también su
medicina. La Virgen Bendita era una mujer escogida, una Madre sin
mancilla. Vino a esta tierra de pecado como lirio florido: sin mancha
original. Vivió en esta tierra como rosa delicada: pura, sin mancha. Aun
después del nacimiento de Jesús permaneció Virgen. Limpia y blanca como
la nieve que acaba de caer.
¡Con qué timidez, con qué cautela dice al ángel!: «¿Cómo es posible que
me nazca un hijo, habiendo consagrado mi virginidad a Dios, y no
queriendo renunciar a ella?» “¡No temas, María!; porque has hallado
gracia a los ojos de Dios. La virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por cuya causa, el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de
Dios.» Es decir, no temas por tu virginidad, porque serás madre por
virtud del Dios omnipotente, no a costa de tu integridad, sino con la
plenitud de tu pureza... La lengua húngara llama con acierto al día de
la Anunciación «día de injertar frutos la Mujer bendita». Porque
realmente hubo allí un injerto. Se injertó el ramo glorioso, el Hijo de
Dios fue injertado en la Virgen Santísima, y por ella en toda la
humanidad. Se hizo el injerto para que de la raíz milenaria de la
humanidad no brotasen en adelante retoños podridos, pecaminosos, no
saliesen ramas de frutos venenosos, ni agrias manzanas agrestes, sino
frutos sanos, hermosos, palabras y obras que agraden a Dios. ¡Qué día de
primavera fue aquél! ¡Día en que brotó la Vida! La Virgen Santísima se
abandonó a la voluntad divina, y quedó tranquila. Y en el momento en que
pronunció con toda su alma: «Hágase en mí según tu palabra...»; en el
mismo instante, cuando con humildad santa inclinó su cabeza virginal,
empezó Jesucristo su vida terrena junto al corazón de la Virgen
Santísima. ¡Qué misterio infinito del inconcebible amor divino! ¡Cómo
baja el Señor desde los cielos, cómo alienta en la humilde Virgen, y la
estrecha y la envuelve en su amor, como un océano infinito! Flor
virginal del cielo, oh Virgen María, mil parabienes del mundo entero.
C) Y María correspondió a la dignidad sin par que había recibido. Fue
realmente Madre, madre amante, cuidadosa, que sacrifica su vida. Cuando
el Niño Jesús no había nacido aún ya le dirige oraciones desde la
profundidad de su alma humilde. Cuando la dureza de los hombres Le
arrojó de Belén a un establo, el beso y el abrazo de la Virgen Santa
calentaron al Niño Jesús, que tiritaba. Cuando la crueldad de Herodes
los obligó a huir a Egipto, aquel pecho virginal fue refugio seguro del
Niño Dios. Cuando el Salvador empezó acrecer, aquel purísimo rayo de sol
Le vigilaba día y noche. Y cuando... agonizaba el Redentor en el
Gólgota, y sus ojos, ya vidriosos, no veían más que rostros enemigos en
torno suyo, su Madre, la Madre de Dios estaba firme, demostrando su
fidelidad, al pie de la cruz, y la espada del dolor le atravesaba más
que nunca el corazón.
La Virgen Madre merece realmente las alabanzas que le tributan los
siglos. Mereció que se escribieran de ella los innumerables volúmenes
que llenan las bibliotecas, cantando sus glorias. Mereció que la Iglesia
instituyera fiestas para honrarla. Es digna de las innumerables estatuas
e imágenes, a cual más bella, con que los mejores artistas presentaron
sus homenajes en el correr de los siglos a la Mujer Bendita...
Así respondemos a la primera cuestión que propusimos: Honramos a la
Virgen María, porque Dios la honró el primero, escogiéndola por Madre de
su Hijo unigénito.
(TOTH,
T.,
de su libro La Virgen María)
Santos Padres:
San Agustín
-
LA MATERNIDAD DIVINA
Está escrito en el Evangelio que, habiéndose anunciado a Cristo que su
madre y hermanos, es decir, sus parientes según la carne, le estaban
esperando fuera, porque no podían llegarse a Él a causa de la
muchedumbre, Jesús respondió:
¿Quién es mi madre o quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo la
mano sobre sus discípulos, dijo:
Estos son mis hermanos, y
todo el que hiciere la voluntad de mi Padre será mi hermano, mi madre y
mi hermana. ¿Qué nos enseña con esto sino que debemos anteponer el
parentesco espiritual a la consanguinidad carnal? Y a que no juzguemos
felices a los hombres que están unidos por vínculos de sangre a varones
justos y santos, sino a los que se unen a éstos por la obediencia e
imitación de su doctrina y costumbres. La Virgen María fue más dichosa
recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne de Cristo. Pues al
que le dijo: Bienaventurado el
seno que te llevó, respondió Jesús:
Bienaventurados más bien los que
escuchan la palabra de Dios y la practican. Finalmente, a sus
hermanos, es decir, a los familiares según la carne, que no creyeron en
él, ¿qué les aprovechó su parentesco? Tampoco hubiera aprovechado nada
el parentesco material a María si no hubiera sido más feliz por llevar a
Cristo en su corazón que en su carne.
MARÍA, VIRGEN POR UNA LIBRE ELECCIÓN DE AMOR
4. Su virginidad es también más grata y bienamable porque Cristo no la
apartó, una vez concebido, de la posible violación del varón para
conservarla, sino que antes de ser concebido la eligió para nacer de
ella cuando ya la tenía consagrada a Dios. Así lo indican las palabras
que María respondió al ángel que le anunciaba su concepción:
¿Cómo se podrá hacer esto—dijo—,
si no conozco varón? Y ciertamente no lo hubiera dicho si antes no
tuviera consagrada su virginidad a Dios. Más como las costumbres de los
israelitas rechazaban todavía esto, fue desposada con un varón justo,
que, lejos de ajarla violentamente, había de custodiar contra toda
violencia su voto. Y aunque solamente hubiera dicho: Y
cómo podrá hacerse esto, sin
añadir porque no conozco varón,
estaría igualmente claro, pues ciertamente no iba a preguntar cómo
una mujer había de dar a luz a un hijo prometido si es que se hubiera
casado con la intención de usar del matrimonio. Pudo también haber
recibido orden de permanecer virgen para que el Hijo de Dios tomase en
ella la forma de siervo por un apropiado milagro. Pero consagró su
virginidad a Dios aun antes de saber que había de concebir, para servir
de ejemplo a las futuras santas vírgenes y para que no estimaran que
sólo debía permanecer virgen la que hubiera merecido concebir sin el
carnal concúbito. Imitó así la vida celeste en el cuerpo mortal por
medio del voto y sin estar obligada; lo hizo por elección de amor y no
por obligación de servidumbre. Por ello, Cristo al nacer de una virgen
prefirió aprobar a imponer la santa virginidad en una virgen que, aun
antes de saber quién había de nacer de ella, había ya determinado
permanecer virgen. Y así quiso que fuese libre la virginidad hasta en la
mujer en la que Él tomó forma de siervo.
6. Por lo cual solamente esta mujer es madre y virgen, no sólo en el
espíritu, sino también en el cuerpo. No es madre según el espíritu de
nuestra Cabeza, el Salvador, de quien más bien es espiritualmente hija,
porque también ella está entre los que creyeron en él y que son llamados
con razón hijos del esposo; pero ciertamente es madre de sus miembros,
que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en
la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es
efectivamente madre según el cuerpo. Convenía que
nuestra cabeza por extraordinario milagro naciera, según la carne, de
una virgen, para significarnos que sus miembros habían de nacer según el
espíritu de la Iglesia virgen. Solamente María es, por tanto, madre y
virgen según el cuerpo y según el espíritu: madre de Cristo y virgen
también de Cristo. Más la Iglesia, en los santos que han de poseer el
reino de Dios, es, según, el espíritu, toda ella madre y toda ella
virgen de Cristo; pero no es toda ella según el cuerpo, pues en algunos
miembros es virgen de Cristo y en otros es madre, pero no de Cristo. Son
también espirituales madres de Cristo las mujeres fieles casadas y las
vírgenes consagradas a Dios, porque cumplen la voluntad del Padre con
sus santas costumbres, con la caridad de corazón puro, conciencia recta
y auténtica fe. Las que en la vida conyugal engendran corporalmente, dan
a luz a Adán y no a Cristo; y como saben qué es lo que han alumbrado, se
apresuran a hacer miembro de Cristo el fruto de su seno, purificándolo
con los sacramentos.
(SAN
AGUSTÍN,
Tratados morales. Sobre la santa
virginidad III, 3. IV,4. VI, 6. O.C. XII, BAC Madrid 1973,
125-27.128-29
Introducción: Primer principio fundamental de la Mariología
La maternidad divina de María, considerada integralmente en sí misma,
constituye el primer principio básico y fundamental de toda la
Mariología.
Las razones son:
A. Es una verdad expresamente revelada por Dios en la Sagrada Escritura
y expresamente definida por la Iglesia.
La Sagrada Escritura expresa en diversos pasajes que María es la Madre
de Jesús:
“María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1,16).
“Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre...” (Jn 19,25).
“Todos éstos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres,
con María, la Madre de Jesús...” (Hch 1,14).
La Iglesia ha definido solemnemente como verdad de fe la maternidad
divina de María en el Concilio Ecuménico III de Éfeso en el 431: “Si
alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso
la santa Virgen es Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de
Dios hecho carne), sea anatema” (Dz 113).
B. Expresa una sola verdad absoluta
La maternidad divina, como verdad única y absoluta, es necesario
considerarla integralmente, es decir con todo lo que significa
intrínseca y esencialmente desde cualquier punto de vista la realidad de
que María es Madre de Dios.
Por otro lado toda pretendida composición, a pesar de presentarse en
vinculación con la maternidad mariana, atentan contra la claridad del
carácter absoluto que debe guardar un Primer Principio.
C. Constituye el último fundamento y la base objetiva de todas las demás
verdades mariológicas
“La maternidad divina es la base de la relación de María con Cristo; de
aquí que es la base de su relación con la obra de Cristo, con el Cristo
total, con toda la Teología y el cristianismo; es, por lo tanto, el
principio fundamental de toda la Mariología” (Cyril Vollert).
De esto se desprenden todas las otras verdades mariológicas, desde su
predestinación hasta su gloriosa asunción a los cielos y todos los
atributos y privilegios excepcionales concedidos a María. Todo le fue
concedido en atención a la divina maternidad, sea porque había de ser la
Madre del verbo Encarnado, sea porque ya lo era.
1. La maternidad divina
Como se vio al exponer el principio primario y fundamental de toda la
Mariología, la maternidad divina está en el centro ontológico de la
existencia de María. Todos los dones, gracias y privilegios
excepcionales de que gozó la Virgen, fueron a ella otorgados en atención
al hecho de que ella estaba predestinada desde toda la eternidad a ser
la Madre de Dios.
1.1. Fundamento escriturístico
La Santísima Virgen María es propia, real y verdaderamente Madre de
Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado.
En la Sagrada Escritura no se usa explícitamente la fórmula María, Madre
de Dios, pero se deduce con certeza y evidencia de dos verdades
contenidas en la Revelación: que María es la Madre de Jesús, y que Jesús
es Dios.
A. María es Madre de Jesús: Mt 1,16; 2,11; Lc 2,37-48; Jn 2,1; Hech
1,14; etc. Además Jesús es presentado como concebido (Lc 1,31) y nacido
(Lc 2,7-12) de la Virgen.
B. Jesús es Dios: Jn 1,1-14; Mt 26,63-64; etc. También comprobado por
sus milagros hechos en nombre propio (Lc 7,14; Jn 11,43; etc), por la
prueba definitiva de su propia resurrección (Mt 28,5-6; etc.), anunciada
previamente por Él mismo antes de su muerte (Mt 17,22-23; etc.).
1.2. La definición dogmática
La primera proclamación dogmática oficial de la Maternidad Divina de
María aparece con el Concilio de Éfeso (431) que condena en bloque la
doctrina herética de Nestorio (+451), monje antioqueno y luego patriarca
de Constantinopla hasta su deposición.
Nestorio sostenía que en Cristo no había solamente dos naturalezas sino
también dos personas, una humana y otra divina, y por lo tanto María fue
Madre de la persona humana y no de la divina, proponiendo el título de
la Virgen como Xristotókos y no Theotókos.
En Éfeso se dio lectura y aprobó la segunda carta de San Cirilo de
Alejandría contra Nestorio en donde se deja en claro el tema de la única
Persona divina de Cristo bajo las dos naturalezas y por consiguiente la
Maternidad Divina de María (Dz 111a).
Más adelante, bajo el pontificado de San León Magno se celebró el
Concilio de Calcedonia (451) contra la herejía monofisita de Eutiques,
definiendo que en Cristo hay dos naturalezas y una sola Persona o
hipóstasis: la Persona divina del Verbo (Dz 148), y también se dejó
constancia de la real y verdadera Maternidad Divina de María.
En el Concilio II de Constantinopla (553), celebrado bajo el pontificado
del papa Vigilio, se retoman y confirman las declaraciones de Éfeso (Dz
113-114.226-227).
Considerando estos documentos y el proceso histórico se puede decir que
la divina maternidad de María fue uno de los dogmas marianos más
antiguos confesados por la Iglesia, incluso antes de una definición
oficial.
1.3. Razón teológica
La explicación teológica se basa en un principio sencillo: Las madres
son madres de la persona de sus hijos, compuesta de alma y cuerpo,
aunque ellas proporcionen únicamente la materia del cuerpo, al cual
infunde Dios el alma humana, convirtiéndola entonces en persona humana.
Pero Cristo no es persona humana, sino persona divina, aunque tenga una
naturaleza humana desprovista de personalidad humana, que fue sustituida
por la personalidad divina del Verbo en el mismo instante de la
concepción de la carne de Jesús (Cf. S.Th. III, Q.33, a.3).
Así, María, concibió realmente y dio a luz a la persona divina de
Cristo, única persona que hay en Él, y por consiguiente cabe llamarla
Madre de Dios. No es un escollo que María no haya concebido la
naturaleza divina en cuanto tal como tampoco las madres conciben el alma
de sus hijos sin dejar de ser madres de la persona de ellos. La
naturaleza divina subsiste en el Verbo eternamente y, por consiguiente,
es anterior a la existencia de la Virgen. María es Madre de Dios porque
concibió, según la carne, a la persona divina del Verbo.
Sólo se podría negar que María sea Madre de Dios si la humanidad de
Cristo hubiese sido concebida antes de que se efectuase la unión entre
ella y el Verbo de Dios o en el caso de que la humanidad de Cristo no
hubiese sido tomada por el Verbo de Dios en la unidad de persona o
hipóstasis, y estas hipótesis son erróneas, heréticas y condenadas por
la Iglesia, la primera sostenida por Fotino y la segunda por Nestorio
(Cf. S.Th.III, Q.35, a.1.3.4, Q.33, a.3).
1.4. Consecuencias teológicas
A. La maternidad divina, eleva a la Santísima Virgen al orden
hipostático relativo. Esto es consecuencia de la relación esencial e
inevitable que hay entre una madre y su verdadero hijo, y como el Hijo
de María es el Verbo de Dios encarnado, ella tiene una relación real con
Él, con su persona o hipóstasis, aunque de modo relativo.
En las obras de Dios existen tres órdenes:
a. Natural: Orden de la naturaleza toda.
b. Sobrenatural: Orden de la gracia y de la gloria.
c. Hipostático: Orden de la encarnación del Verbo.
María se encuentra incluida de una manera absoluta en los dos primeros y
de manera relativa en el tercero, ya que el orden hipostático absoluto
pertenece exclusivamente a Cristo porque en Él subsisten las dos
naturalezas, humana y divina, bajo una sola hipóstasis o persona: la
persona divina del Verbo. Esta característica ubica a la Virgen por
sobre todas las demás criaturas en excelencia y dignidad.
B. Aunque la maternidad divina eleva a María al orden hipostático
relativo, y en este sentido está muy por encima de todo orden
sobrenatural de la gracia y de la gloria, sin embargo, en sí misma no
santifica formalmente a la Virgen, aunque lleva consigo la exigencia
moral de la gracia y de la gloria en grado muy superior a otra criatura
humana o angélica.
La santidad formal consiste en una forma sobrenatural, la gracia
santificante, físicamente inherente e intrínsecamente recibida en el
alma, y la maternidad divina no es forma intrínsecamente inherente al
alma de María, sino una pura relación, relación que existe entre una
madre y su hijo, que en sí misma es extrínseca al sujeto y al término.
En lo que toca a la virtud de santificar, una cosa es la maternidad
divina y otra la unión hipostática. En la unión hipostática, la
humanidad de Cristo, unida al Verbo según su propia subsistencia, no
puede ser ajena a la santidad del mismo Verbo. En la maternidad divina,
la generación del Verbo según su naturaleza humana, dice sólo una
relación real a Dios Hijo, y no puede ser santificada formalmente en el
término de su relación, es decir, en la persona de su Hijo, porque
María, incluso como Madre de Dios, sigue siendo persona propia, distinta
del Hijo de Dios y de las otras divinas personas. Sin embargo la
maternidad divina conlleva la exigencia moral de la gracia y de la
gloria por sobre cualquier otra criatura humana o angélica, porque el
Hijo de María es Dios, y santifica a la Virgen, no con una santidad
intrínseca o absoluta, que proviene de la gracia santificante, pero sí
con una santidad extrínseca y relativa.
C. En virtud de su maternidad divina, María, contrae una verdadera
afinidad y parentesco con Dios. Ella tiene consanguinidad en primer
grado de línea recta con el Hijo de Dios según su naturaleza humana, y
por esto, contrae una especial relación y parentesco con la naturaleza
divina del Hijo y de allí con las tres personas de la Santísima
Trinidad.
D. La Santísima Virgen conoció perfectísimamente desde el momento de la
anunciación que iba a concebir en sus entrañas virginales al Mesías,
Hijo de Dios y Redentor de la humanidad. Esta aseveración sale al cruce
de teorías modernistas como la de Karl Adam, que confunden la fe que
tenía ciertamente María, con la ignorancia de Aquel que concibió en sus
entrañas, y que en realidad le fue perfectamente revelado, anunciado por
el ángel, por Santa Isabel, por los Reyes Magos, los pastores y, además
tenía toda el profetismo mesiánico veterotestamentario. Las hipótesis de
este tipo no son novedosas sino reedición de otras antiguas y
condenadas. Erasmo de Rotterdam, en el siglo XVI, sostenía lo mismo y
fue rebatido por la Universidad de París en 1526 calificando su opinión
como fruto de una “crasa ignorancia de los Evangelios”.
2. La maternidad espiritual
2.1. Fundamento teológico
La maternidad espiritual de María tiene su base fundamental en nuestra
incorporación a Cristo. En virtud de la encarnación redentora, el Verbo
encarnado en el seno virginal de María queda constituido Cabeza mística
de toda la humanidad y la humanidad queda constituida Cuerpo místico
suyo. Cristo puede ser considerado como Hombre-Dios, por lo cual tiene
un cuerpo físico como todos los demás hombres; y como Redentor del
género humano, por lo que tiene un Cuerpo místico, que es la sociedad de
todos los que creen en Él (Rm 12,5).
La Virgen Santísima, al engendrar física y naturalmente a Cristo,
engendra espiritual y sobrenaturalmente a todos los cristianos, miembros
místicos de Cristo. La Cabeza y los miembros místicos son frutos de un
mismo seno constituyéndose María, en Madre del Cristo total, aunque de
modo diverso: físicamente de la Cabeza y espiritualmente de los
miembros.
2.2. La maternidad espiritual y el Magisterio
La maternidad espiritual de María ha sido enseñada expresa y formalmente
por el Magisterio de la Iglesia con distintos documentos.
León XIII: Encíclica Quamquam pluries (18/8/1889); San Pío X: Encíclica
Ad diem illum (2/2/1904); Pío IX: Encíclica Lux veritatis (25/12/1931).
Igualmente otros pontífices hicieron referencia a la maternidad
espiritual como Pío XII: Encíclica Mystici corporis (29/6/1943) y Juan
XXIII. En la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium del
Concilio Vaticano II (Nº61). Paulo VI en el discurso de clausura de la
III Sesión del Concilio Vaticano II, en donde proclama a María como
Madre de la Iglesia: “...por ser Madre de Aquel que desde el primer
instante de la encarnación en su seno virginal se constituyó en cabeza
de su cuerpo místico que es la Iglesia, María, pues, como Madre de
Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores, es
decir, de la Iglesia”. Y más recientemente con Juan Pablo II, sobre todo
en la Encíclica “Redemptoris Mater” (25/3/1987).
2.3. Dimensión de la maternidad espiritual de María
La real maternidad espiritual de María no tiene un sentido metafórico ni
tampoco adoptivo sino un verdadero sentido sobrenatural. De este modo,
las palabras de Jesús en la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y
dirigiéndose al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre” (Jn 19,26), tiene las
características de una proclamación solemne y testamentaria del Señor
respecto al ejercicio de la maternidad espiritual de su Madre sobre toda
la humanidad representada allí por el apóstol San Juan, pero no
significa que esa maternidad espiritual tenga solamente características
de una adopción, sino que es algo mucho más profundo e íntimo.
Nuestro alumbramiento como hijos espirituales de María comienza en
Belén, al dar a luz a Cristo, nuestra Cabeza, pero no se completó de una
manera formal y definitiva hasta el Calvario, cuando se consumó de hecho
la redención de los hombres por Cristo Redentor. Lo mismo que nuestra
regeneración espiritual, iniciada en el misterio de la encarnación,
recibió su cumplimiento en el de la redención, así la maternidad
espiritual de María, que comenzó en aquel primer misterio se consumó en
el segundo.
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Santos
Padres: San Bernardo - La Virgen Madre
5. A esta ciudad, pues, fue enviado el ángel Gabriel por Dios. ¿A quién?
A una virgen desposada con un varón, cuyo nombre era José. ¿Qué virgen
es ésta tan respetable que un ángel la saluda? ¿Tan humilde, que está
desposada con un artesano? Hermosa es la mezcla de la virginidad y de la
humildad; y no poco agrada a Dios aquella alma en quien la humildad
engrandece a la virginidad y la virginidad adorna a la humildad. Mas ¿de
cuánta veneración, te parece, que será digna aquella cuya humildad
engrandece la fecundidad y cuyo parto consagra la virginidad? Oyes
hablar de una virgen, oyes hablar de una humildad; si no puedes imitar
la virginidad de la humilde, imita la humildad de la virgen. Loable
virtud es la virginidad, pero más necesaria es la humildad: aquélla se
nos aconseja, ésta nos la mandan; te convidan a aquélla, a ésta te
obligan. De aquélla se dice: E1 que la puede guardar, guárdela; de ésta
se dice: El que no se haga como este párvulo, no entrará en el reino de
los cielos. De modo que aquélla se premia, como sacrificio voluntario;
ésta se exige, como servicio obligatorio. En fin, puedes salvarte sin la
virginidad, pero no sin la humildad. Puede agradar la humildad que llora
la virginidad perdida; más sin humildad (me atrevo a decirlo) ni aun la
virginidad de María hubiera agradado a Dios. ¿Sobre quién descansará mi
espíritu, dice el Señor, sino sobre el humilde y manso? Sobre el
humilde, dice, no sobre el que es virgen. Con que si María no fuera
humilde, no reposara sobre ella el Espíritu Santo; y, si no reposara
sobre ella, no concibiera por virtud de Él. Porque, ¿cómo pudiera
concebir de El sin Él? Es claro, pues, que para que de Él hubiese de
concebir., como ella dice: Miró el Señor a la humildad de su sierva
mucho más que a la virginidad; y, aunque por la virginidad agradó a
Dios, con todo eso, concibió por la humildad. De donde consta que la
humildad fue la que hizo agradable su virginidad también.
6. ¿Qué dices, virgen soberbia? María, olvidada de que es virgen, se
gloria de la humildad, y tú, menospreciando la humildad, ¿te glorías en
tu virginidad? Miró, dice ella, a la humildad de su sierva el Señor.
¿Quién es ella? Una virgen santa, una virgen pura, una virgen devota.
¿Por ventura eres tú más casto que ella? ¿O más devoto? ¿O será tu
castidad más agradable a Dios que la de María, para que puedas tú sin
humildad agradarle con la tuya, no habiéndole ella, sin esta virtud,
agradado con la suya? Finalmente, cuanto más digno de honor eres por el
don singular de la castidad, tanto mayor injuria te haces a ti mismo,
afeando en ti la hermosura de ella con la mezcla de tu soberbia; y mejor
te estaría no ser virgen que hacerte soberbio por la virginidad. No es
de todos la virginidad, ciertamente, pero es de muchos menos todavía la
humildad acompañada de la virginidad. Pues, si no puedes más que admirar
la virginidad de María, procura imitar su humildad, y te basta. Pero si
eres virgen y al mismo tiempo humilde, grande eres, cualquiera que seas.
7. Con todo eso, hay en María otra cosa mayor de que te admires, que es
la fecundidad junta con la virginidad. Jamás se oyó en los siglos que
una mujer fuese madre y virgen juntamente. O si también consideras de
quién es madre, ¿adónde te llevará tu admiración sobre su admirable
excelencia? ¿Acaso no te llevará hasta llegar a persuadirte que ni
admirarlo puedes como merece? ¿Acaso a tu juicio o, más bien, al juicio
de la verdad, no será digna de ser ensalzada sobre todos los coros de
los ángeles la que tuvo a Dios por hijo suyo? ¿No es María la que
confiadamente llama al Dios y Señor de los ángeles hijo suyo,
diciéndole: Hijo, ¿cómo has hecho esto con nosotros? ¿Quién de los
ángeles se atrevería a esto? Es bastante para ellos y tienen por cosa
grande que, siendo espíritus por su creación, han sido hechos y llamados
ángeles por gracia, testificando David: El Señor es quien hace ángeles
suyos a los espíritus. Pero María, reconociéndose madre de aquella
Majestad a quien ellos sirven con reverencia, le llama confiadamente
hijo suyo. Ni se desdeña Dios de ser llamado lo que se dignó ser; pues
poco después añade el evangelista: Y estaba sujeto a ellos. ¿Quién?, ¿a
quiénes? Dios a los hombres. Dios, repito, a quien están sujetos los
ángeles, a quien los principados y potestades obedecen, estaba obediente
a María, ni sólo a María, sino a José por María. Maravíllate de estas
dos cosas, y mira cuál es de mayor admiración, si la benignísima
dignación del Hijo o la excelentísima dignidad de tal Madre. De ambas
partes está el pasmo, de ambas el prodigio: que Dios obedezca a una
mujer, humildad es sin ejemplo, y que una mujer tenga autoridad para
mandar a Dios, es excelencia sin igual. En alabanza de las vírgenes se
canta como cosa singular que siguen al Cordero a cualquiera parte que
vaya. ¿Pues de qué alabanzas juzgarás digna a la que también va delante
y el Cordero la sigue?
8. Aprende, hombre, a obedecer; aprende, tierra, a sujetarte; aprende,
polvo, a observar la voluntad del superior. De tu Autor habla el
evangelista y dice: Y estaba sujeto a ellos; sin duda a María y a José.
Avergüénzate, soberbia ceniza: Dios se humilla, ¿y tú te ensalzas? Dios
se sujeta a los hombres, ¿y tú, anhelando dominar a los hombres, te
prefieres a tu Autor? Ojalá que a mí, si llego a tener tales
pensamientos, se digne Dios responderme lo que respondió también a su
apóstol reprendiéndole: Apártate detrás de mí, Satanás, porque no tienes
gusto de las cosas que son de Dios. Puesto que, cuantas veces deseo
mandar a los hombres, tantas pretendo ir delante de mí Dios; y entonces
verdaderamente ni tengo gusto ni estimación de las cosas que son de
Dios, porque del mismo se dijo: Y estaba sujeto a ellos. Si te desdeñas,
hombre, de imitar el ejemplo de los hombres, a lo menos no puedes
reputar por cosa indecorosa para ti el seguir a tu Autor. Si no puedes
seguirle a todas partes adonde Él vaya, síguele al menos con gusto
adonde por ti bajó. Quiero decir: si no puedes subir a la altura de la
virginidad, sigue siquiera a tu Dios por el camino segurísimo de la
humildad, de la cual, si las vírgenes mismas se apartan, ya no seguirán
al Cordero en todos sus caminos. Sigue al Cordero el humilde que se
manchó, le sigue el virgen soberbio también; pero ni el uno ni el otro a
cualquiera parte que vaya; pues ni aquél puede subir a la limpieza del
Cordero, que no tiene mancha, ni éste se digna bajar a la mansedumbre de
quien enmudeció paciente, no delante de quien le esquilaba, sino delante
de quien le mataba. Sin embargo, más saludable modo de seguirle eligió
el pecador en la humildad que el soberbio en la virginidad; pues
purifica la humilde satisfacción de aquél su inmundicia, cuando mancha
la castidad de éste su soberbia.
9. Dichosa en todo María, a quien ni faltó la humildad ni la virginidad.
Singular virginidad la suya, que no violó, sino que honró la fecundidad;
no menos ilustre humildad, que no disminuyó, sino que engrandeció su
fecunda virginidad; y enteramente incomparable fecundidad, que la
virginidad y humildad juntas acompañan. ¿Cuál de estas cosas no es
admirable? ¿Cuál no es incomparable? ¿Cuál no es singular? Maravilla
será si, ponderándolas, no dudas cuál juzgarás más digna de tu
admiración; es decir, si será más estupenda la fecundidad en una virgen
o la integridad en una madre; su dignidad por el fruto de su castísimo
seno o su humildad con dignidad tan grande; sino que ya, sin duda, a
cada una de estas cosas se deben preferir todas juntas, y es
incomparablemente más excelencia y más dicha haberlas tenido todas que
precisamente algunas. ¿Y qué maravilla que Dios, a quien leemos y vemos
admirable en sus santos, se haya mostrado más maravilloso en su Madre?
Venerad, pues, los que os halláis en estado de matrimonio, la integridad
y pureza del cuerpo en el cuerpo mortal; admirad también vosotras,
vírgenes sagradas, la fecundidad de una virgen; imitad, hombres todos,
la humildad de la Madre de Dios; honrad, ángeles santos, a la Madre de
vuestro Rey, vosotros que adoráis al Hijo de nuestra Virgen, nuestro Rey
y vuestro juntamente, reparador de nuestro linaje y restaurador de
vuestra ciudad. A cuya dignidad, pues entre vosotros es tan sublime y
tan humilde entre nosotros, sea dada, por vosotros igualmente que por
nosotros, la reverencia que se le debe; y a su dignación, el honor y la
gloria por todos los siglos. Amén.
(San Bernardo, Sobre la excelencia de la Virgen Madre, I, 5-9)
Aplicación: San Bernardo -
María, Madre de Dios
"Y dijo María al ángel: ¿cómo puede ser esto, sino conozco varón? Y
respondiendo el ángel le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te
cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo y por eso lo santo que
nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. Y he aquí que Isabel, tu
parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, porque no hay cosa
alguna imposible para Dios. Y dijo María: he aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra."
"Y dijo María al ángel: ¿cómo puede ser esto, si no conozco varón?"
Primero, sin duda, María calló como prudente, cuando todavía dudosa
pensaba entre sí, qué salutación sería ésta, queriendo más por su
humildad no responder que temerariamente hablar lo que no sabía. Pero ya
confortada, y habiéndolo premeditado bien, hablándole en lo exterior el
ángel, pero persuadiéndola interiormente Dios -que estaba con ella según
lo que dice el ángel: "El Señor
es contigo"-, expeliendo sin duda la fe al temor, la alegría a la
turbación, dijo al ángel: "¿cómo
puede ser esto, si no conozco varón?"
No duda del hecho, sino que pregunta acerca del modo y del orden, no
pregunta si se hará esto, sino cómo se hará. Al modo que si dijera:
sabiendo mi Señor que su esclava tiene hecho voto de virginidad, ¿con
qué disposición, con qué orden le agradará que se haga esto? Si Su
Majestad ordena otra cosa, si dispensa este voto para tener tal Hijo,
alégrome del Hijo que me da, pero me duele la dispensa del voto; sin
embargo, hágase su voluntad en todo; pero si he de concebir virgen y
virgen también he de alumbrar, lo cual ciertamente no es imposible,
entonces ciertamente conoceré que miró la humildad de su esclava.
"¿Cómo pues se hará esto, ángel del Señor, si no conozco varón?"
Y respondiendo el ángel le dijo:
"El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud
del Altísimo". Había dicho antes que estaba llena de gracia; pues
¿cómo dice ahora "el Espíritu
Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del
Altísimo?"
¿Por ventura podría estar llena de gracia y no tener todavía al Espíritu
Santo, siendo Él el dador de todas las gracias? Y si el Espíritu Santo
estaba en ella, ¿cómo se le vuelve a prometer que vendrá sobre ella
nuevamente? Por esto sin duda no se dijo vendrá
"a ti", sino que vendrá
"sobre ti", porque aunque a
la verdad primero estuvo con María por su copiosa gracia, ahora se le
anuncia que vendrá sobre ella por la más abundante plenitud de la gracia
que en ella ha de derramar.
Pero estando ya llena, ¿cómo podría caber en ella algo más? Y si todavía
puede caber más en ella, ¿cómo se ha de entender que antes estaba ya
llena de gracia? La primera gracia había llenado solamente su alma y la
siguiente había de llenar también su seno a fin de que la plenitud de la
Divinidad, que ya habitaba en ella antes espiritualmente como en muchos
de los Santos, comenzase también a habitar corporalmente corno en
ninguno de los mismos.
Dice "el Espíritu Santo vendrá
sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo"-. Y ¿qué
quiere decir "y te cubrirá con su
sombra la virtud del Altísimo?" El que pueda entender, que entienda.
Porque exceptuada acaso la que sola mereció experimentar en sí esto
felicísimamente, ¿quién podrá percibir con el entendimiento y discernir
con la razón de qué modo aquel esplendor inaccesible del Verbo eterno se
infundió en las virginales entrañas, y para que pudiese sostener que el
inaccesible se acercase a ella, de la partecia del mismo cuerpo a la
cual se unió Él mismo, hiciera sombra a todo lo demás? Quizá por esto
principalmente se dijo: "Te
cubrirá con su sombra", pues sin duda este hecho era un misterio, y
lo que la Trinidad sola por sí misma en sola y con sola la Virgen quiso
obrar, sólo se concedió saberlo a quien sólo se concedió experimentarlo.
Dígase "el Espíritu Santo vendrá
sobre ti", el cual con su poder te hará fecunda,
"y te cubrirá con su sombra la
virtud del Altísimo", esto es, aquel modo con que concebirás del
Espíritu Santo a Cristo, virtud y sabiduría de Dios, lo encubrirá y
ocultará en su secretísimo consejo haciendo sombra, de suerte que sólo
será conocido de Él y de ti.
Como si el ángel respondiera a la Virgen: ¿por qué me preguntas a mí lo
que experimentarás en ti dentro de poco? Lo sabrás, lo sabrás y
felicísimamente lo sabrás, siendo tu Doctor el mismo que es el Autor. Yo
he sido enviado a anunciar la concepción virginal, no a crearla. Ni
puede ser enseñada sino por quien la da, ni puede ser aprendida sino por
quien la recibe. "Y por eso
también lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios", esto
es, no sólo el que viniendo del seno del Padre a ti te cubrirá con su
sombra, sino también lo que de tu sustancia unirá en sí, desde aquel
instante, se llamará Hijo de Dios, y el que es engendrado por el Padre
antes de todos los siglos, se reputará desde ahora Hijo tuyo. De tal
suerte lo que nació del mismo Padre será tuyo y lo que nacerá de ti será
suyo, que no serán dos hijos, sino uno solo. Y aunque ciertamente una
cosa es de ti y otra cosa es de Él, sin embargo, ya no será de cada uno
lo suyo, sino que un solo Hijo será de los dos.
"Por eso también lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios".
Atiende, oh hombre, con cuánta reverencia dijo el ángel:
"lo santo que nacerá de ti".
Dice lo santo absolutamente sin añadir otra cosa, y esto sin duda porque
no encontraba palabras con que nombrar propia y dignamente aquello tan
singular, aquello tan magnífico, aquello tan venerable, que formado de
la purísima carne de la Virgen, se había de unir con su alma al único
del Padre. Si dijera carne santa u hombre santo, o cualquiera cosa
semejante, le parecería poco. Por eso dijo
"santo" indefinidamente,
porque cualquiera cosa que sea lo que la Virgen engendró, es santo sin
duda y singularmente santo, así por la santificación del Espíritu como
por la asunción del Verbo.
"Y he aquí que Isabel, tu parienta, ha concebido un hijo en su vejez".
¿Qué necesidad había de anunciar a la Virgen la concepción de esta
estéril? ¿Por ventura por estar dudosa todavía e incrédula la quiso
asegurar el ángel con este prodigio? Nada de eso. Leemos que la
incredulidad de Zacarías fue castigada por este mismo ángel, pero no
leemos que María fuese reprendida en cosa alguna, antes bien,
reconocemos alabada su fe en lo profetizado por Isabel:
"Bienaventurada eres por haber
creído, porque todo lo que te ha sido dicho de parte del Señor será
cumplido en ti." Se participa a la Virgen la concepción de su prima
para que añadiéndose un milagro a otro
milagro se aumente su gozo con otro gozo. Ciertamente era preciso fuese
inflamada anticipadamente con un no pequeño incendio de amor y. alegría,
la que había de concebir luego al Hijo del amor paterno en el gozo del
Espíritu Santo. Ni podía caber si en un devotísimo y alegrísimo corazón
tanta afluencia de dulzura y de gozo.
O tal vez se notifica esto a María porque era razón que un prodigio que
se debía divulgar después portodas partes, lo supiera la Virgen por el
ángel antes que lo oyese de los hombres, para que no pareciese que la
Madre de Dios estaba apartada de los consejos de su Hijo, si permanecía
ignorante en las cosas que tanto le interesaban.
0 bien para que siendo instruida, así de la venida del Salvador corno de
la venida del Precursor, y fijando en la memoria el tiempo y el orden de
las cosas, refiera después mejor la verdad a los Escritores y
Predicadores del Evangelio, como quien ha sido informada desde el
principio por noticias que el cielo le ha comunicado de todos los
misterios.
0 quizá para que oyendo hablar de una parienta suya anciana y estado
avanzado, piense ella que esjoven en obsequiarla, y dándose prisa a
visitarla, se dé de este modo lugar y ocasión al niño Profeta de ofrecer
las primicias de su servicio a su Señor, y fomentándose mutuamente la
devoción de ambas madres, excitada por uno y otro infante, se haga más
admirable un milagro con otro milagro.
Pero mira cristiano, estas cosas tan magníficas que escuchas anunciadas
por el ángel, no las esperes cumplidas por él. Y si preguntas por quién,
oye al mismo tiempo que te dice:
"para Dios nada es imposible". Como si dijera: Esto que tan
firmemente prometo, lo presumo en el poder de quien me envió, no en el
mío, "porque para Dios nada es
imposible." ¿Qué será imposible para aquel Señor que hizo todas las
cosas con el poder de su palabra? Y fíjate que llaman la atención las
palabras, el no decir expresamente
"porque no será imposible para
Dios" todo hecho sino "toda
palabra" ["quia non est impossibile apud Deum omne verbum" = "para
Dios nada es imposible"]. Tal vez se dijo
"toda palabra" porque así
como pueden hablar los hombres tan fácilmente lo que quieren, aún
aquello que de ningún modo pueden hacer, así también y aún sin
comparación con mayor facilidad puede Dios cumplir con la obra todo lo
que ellos pueden explicar con las palabras. Lo diré más claramente: si
fuera tan fácil a los hombres hacer como decir lo que quieren, tampoco
para ellos sería imposible toda palabra. Más porque como dice el
proverbio, del dicho al hecho hay un gran trecho, no respecto de Dios
sino respecto de los hombres, para solo Dios, en quien es lo mismo hacer
que hablar y lo mismo hablar que querer, no será imposible toda palabra.
Pudieron prever y predecir los Profetas que la Virgen o la estéril
habían de concebir y alumbrar, ¿pero pudieron hacer por ventura que
concibiese y alumbrase? Mas Dios les dio a ellos el poder de predecirlo,
con la facilidad con que entonces pudo predecirlo por medio de ellos,
pudo ahora, cuando quiso, cumplir por sí mismo lo que había prometido.
Porque en Dios ni la palabra se diferencia de la intención porque es
Verdad, ni el hecho de la palabra, porque es Poder, ni el modo del
hecho, porque es Sabiduría, y por eso no será imposible para Dios toda
palabra.
Oísteis, oh Virgen, el hecho, oísteis también el modo. Lo uno y lo otro
es cosa maravillosa, lo uno y lo otro es cosa agradable. Gozáos, pues,
hija de Sión, alegraos, hija de Jerusalén. Ya que ha dado el Señor a
vuestros oídos gozo y alegría, oigamos de vuestra boca la respuesta que
deseamos, para que con ella entre la alegría y gozo en nuestros huesos
afligidos y humillados. Oísteis, vuelvo a decir, el hecho y lo
creísteis: creed lo que oísteis también acerca del modo. Oísteis que
concebiréis y daréis a luz un hijo; oísteis que no será por obra de
varón sino por obra del Espíritu Santo. Mirad que el ángel aguarda
vuestra respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo
envió.
Esperamos también nosotros, Señora, esta palabra de misericordia, a los
cuales tiene condenado a muerte la divina sentencia, de la que seremos
librados por vuestra palabra. Ved que se pone en vuestras manos el precio de
nuestra salud, al punto seremos librados si consentís. Por la palabra eterna
de Dios fuimos todos creados y con todo eso morimos, pero por vuestra breve
respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir. Os suplica
esto, oh piadosa Virgen, el triste Adán desterrado del paraíso con toda su
miserable posteridad. Abraham y David con todos los otros Santos Padres, los
cuales están detenidos en la región de la sombra de la muerte. Esto mismo os
pide el mundo todo postrado a vuestros pies.
(San
Bernardo,
Tomado de su libro "Las grandezas de
María")
Aplicación: P. Alfredo Sáenz,
S. J. - Santa María, Madre de Dios
Resuenan todavía en nuestros
oídos los cantos y villancicos de Navidad. La Iglesia desea que
permanezcamos en este ambiente sagrado y navideño dedicando el día de hoy a
venerar a María, Madre de Dios. El evangelio nos la presenta junto al
pesebre en que reclinó a su Hijo y circundada por los pastores maravillados.
San Pablo, en la segunda lectura de hoy, no podía ser más conciso para
expresar este misterio: "Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió
a su Hijo, nacido de una mujer". Es la sencillez propia de las cosas
grandes. Dios, por así decirlo, retomó en el seno de María su creación
original, en ese seno virginal fecundado por el Espíritu Santo, vínculo de
amor entre el Padre y el Hijo. Así como al comienzo de la historia, el
Espíritu reposó sobre las aguas primitivas para suscitar la primera
creación, así ahora reposa sobre el seno de María para suscitar la segunda
creación o, mejor, al primogénito de la segunda creación.
¡Qué admirable el misterio de la
Anunciación en que se consuma la maternidad de María! A la invitación del
ángel, María sólo sabe responder: Hágase en mí según tu palabra. Hágase.
Palabra que nos recuerda una vez más la primera creación: Hágase el sol,
había entonces dicho Dios. Hágase en mi seno el nuevo Sol, el que iluminará
a todas las generaciones, a todos los siglos de la historia que hoy
comienza.
En la primera creación, luego
del pecado, Adán y Eva, en lugar de ser los propagadores de la vida divina,
se habían convertido en difusores de la muerte. Pues bien, resuelve Dios,
voy a retomarlo todo; voy a crear un nuevo Adán y una nueva Eva, un
hombre-Dios y una virgen purísima. Tal es el gran designio de Dios: un
prevaricador fue quien interrumpió la propagación de la vida; un hombre-Dios
va a restaurarlo todo. Eva, que significa madre de los que viven, se ha
convertido en madre de los muertos; una nueva Eva, María, será la madre
verdadera, la corrección de la primera Eva, la madre de los que realmente
viven. El nuevo Adán ya no dirigirá a la nueva Eva las terribles palabras de
acusación que consigna el Génesis sino que ahora podrá decir a Dios: "La
mujer que me diste, me dio del fruto del árbol de la vida y comí; y ha sido
más dulce que la miel para mi paladar, porque en él me has dado la vida". En
el origen había pecado Adán y había pecado Eva. Ahora el Hijo de Dios se
hace hombre, hijo de Adán, y nace de una madre, mujer como Eva. Los dos
sexos, que habían cooperado para nuestra muerte, concurren ahora a 'nuestra
salvación.
Así, pues, amados hermanos, el
Verbo tomó carne en el seno de la Virgen María. Sí, la sangre de la Virgen
contribuyó a la formación de aquel cuerpo divino, tanto que, cuando mecía en
sus brazos al Niño Jesús recién nacido, hubiera podido afirmar con verdad lo
que el viejo Adán dijo al contemplar a Eva por vez primera: "Tú eres hueso
de mis huesos, carne de mi carne, y sangre de mi sangre". María dio su
sangre a su Hijo, esa sangre que luego el Señor derramaría por nuestra
redención. Le dio su carne, esa carne que después el Señor ofrecería como
alimento en la Eucaristía. María le dio su carne, le dio su sangre; le dio,
sobre todo, su fe. De modo que cuando profesamos en el Credo: Nació de Santa
María Virgen, no significamos sólo un hecho biológico sino que afirmamos con
ello el comienzo de nuestra salvación. Por el "sí" de su fe, por el vacío de
la humildad de aquella que se consideró esclava del Señor, María se llenó de
Dios, María dio a luz a nuestro Salvador. Por ella el Verbo recibió nuestra
carne para salvar nuestra carne. O, como
lo dice magníficamente San
Ambrosio: "Recibió de nosotros lo que debía ofrecer por nosotros, para
librarnos de lo nuestro y poder darnos lo suyo".
Pero avancemos un paso más. Por
el hecho de ser Madre de Dios, María fue constituida Madre nuestra. Desde el
instante en que dio su consentimiento al ángel de la Anunciación, desde ese
preciso momento María nos llevó de algún modo en su seno. Porque cuando el
Verbo se anidó en sus entrañas, en cierta manera todos estuvimos allí
contenidos, resumidos en El. Así como fuimos injertados en Adán por la
generación carnal, de manera semejante hemos sido recapitulados en Cristo
Salvador por la semilla de la regeneración. Nada de extraño: nosotros
pertenecemos a la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. No es lógico que el
cuerpo esté separado de su cabeza. Tor eso, según enseña San León Magno, "al
honrar el nacimiento del Salvador, honramos nuestro propio nacimiento,
puesto que la generación de Cristo es el origen del pueblo cristiano y el
nacimiento de la cabeza es el nacimiento de su cuerpo".
¡Tan grande fue la bondad de
Dios! Porque la paternidad requiere la maternidad. Donde hay un padre, debe
haber una madre. Y Dios, al admitirnos en su familia divina, al querer ser
nuestro Padre, quiso darnos también una Madre en el cielo. De ahora en
adelante no sólo nos atreveremos a decir: "Padre nuestro que estás en el
cielo", sino que también podremos decir con todo derecho: "Madre nuestra que
estás en el cielo".
María, Madre de Cristo, es
también Madre de los miembros del Cuerpo de Cristo, es decir, Madre del
Cristo total, cabeza y miembros. En cuanto madre de los miembros del cuerpo
de Cristo, precedió figurativamente a la Iglesia. Pues la Iglesia, como
dijimos en otra ocasión, no hace otra cosa que engendrar, a lo largo de los
siglos, sucesivas generaciones de cristianos. Digna, por tanto, de todo
honor, nuestra santa madre la Iglesia, tan semejante a María, virgen y
madre. Es madre porque engendra a hijos, hijos sin número; es virgen, porque
no conoce contacto de varón alguno sino de sólo Dios, fecundada por Dios. La
maternidad de la Iglesia es, así, semejante a la maternidad de María. Esta
fue fecundada por el Espíritu Santo y dio a luz al Verbo encarnado. La
Iglesia ofrece sus aguas bautismales, esas aguas sobre las que reposa el
Espíritu para hacerlas fecundas y capaces de dar a luz a los nuevos hijos de
Dios y de la Iglesia. Esas aguas son el seno de la Iglesia, de esa Iglesia
que es madre y que es virgen, de esa Iglesia que es fecunda en su
virginidad. Podemos ahora contemplar el misterio de manera panorámica: así
como el Espíritu, reposando sobre las aguas primitivas, suscitó la primera
creación, y descansando sobre el seno de María, engendró al Hijo de Dios,
reposando por tercera vez sobre las aguas bautismales —seno virgen de la
Iglesia madre— da a luz en ella a los hijos de Dios.
Nos dice el evangelio que María
"conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón". Pidámosle su
intercesión para que nos alcance de su Hijo la gracia de ser capaces de
penetrar un poco más en la hondura y en la belleza de este misterio
inefable. Nunca olvidemos que en el cielo tenemos una Madre sublime, que nos
ama con una ternura infinitamente mayor que nuestra madre terrena, y que a
la vez se nos ofrece como un camino —el camino más corto— para llegarnos a
su Hijo Jesús: a Jesús por María.
Pronto nos vamos a acercar a
recibir el Cuerpo de Jesús, ese cuerpo tierno que María acunó entre sus
brazos en la cueva de Belén. El Hijo de Dios hubiera querido hacerse carne
en cada uno de nosotros. Pero esto era imposible. Y entonces inventó la
Eucaristía —¡ese invento de amor hasta el colmo!— para entrar en nuestro
interior y hacerse carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, hueso
de nuestros huesos. Nuestro cuerpo se parecerá al de María: alojaremos en él
al Hijo de Dios. La Eucaristía es la continuación de la Encarnación. Y así
como María dio a luz al Cristo terrestre, así en la misa la Iglesia da
siempre de nuevo a luz al Cristo eucarístico. Acunemos a Jesús en nuestro
interior, dejémosle crecer allí, para que un día podamos decir: Ya no soy yo
quien vivo sino que es Cristo el que vive en mí.
(Saenz a., Palabra y Vida, Ciclo
B, Gladius Buenos Aires 1993, 40-43)
Queridos hermanos y hermanas
En el primer día del año, la liturgia hace resonar en toda la Iglesia
extendida por el mundo la antigua bendición sacerdotal que hemos escuchado
en la primera lectura: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro
sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz»
(Nm 6,24-26). Dios, por medio de Moisés, confió esta bendición a
Aarón y a sus hijos, es decir, a los sacerdotes del pueblo de Israel. Es un
triple deseo lleno de luz, que brota de la repetición del nombre de Dios, el
Señor, y de la imagen de su rostro. En efecto, para ser bendecidos hay que
estar en la presencia de Dios, recibir su Nombre y permanecer bajo el haz de
luz que procede de su rostro, en el espacio iluminado por su mirada, que
difunde gracia y paz.
Los pastores de Belén, que aparecen de nuevo en el Evangelio de hoy,
tuvieron esta misma experiencia. La experiencia de estar en la presencia de
Dios, de su bendición, no en la sala de un palacio majestuoso, ante un gran
soberano, sino en un establo, delante de un «niño acostado en el pesebre» (Lc 2,16).
De ese niño proviene una luz nueva, que resplandece en la oscuridad de la
noche, como podemos ver en tantas pinturas que representan el Nacimiento de
Cristo. La bendición, en efecto, viene de él: de su nombre, Jesús, que
significa «Dios salva», y de su rostro humano, en el que Dios, el
Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, ha querido encarnarse, esconder
su gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su
bondad (cf. Tt 3,4).
María, la virgen, esposa de José, que Dios ha elegido desde el primer
instante de su existencia para ser la madre de su Hijo hecho hombre, ha sido
la primera en ser colmada de esta bendición. Ella, según el saludo de santa
Isabel, es «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42). Toda su vida está
iluminada por el Señor, bajo el radio de acción del nombre y el rostro de
Dios encarnado en Jesús, el «fruto bendito de su vientre». Así nos la
presenta el Evangelio de Lucas: completamente dedicada a conservar y meditar
en su corazón todo lo que se refiere a su hijo Jesús (cf. Lc 2,19.51).
El misterio de su maternidad divina, que celebramos hoy, contiene de manera
sobreabundante aquel don de gracia que toda maternidad humana lleva consigo,
de modo que la fecundidad del vientre se ha asociado siempre a la bendición
de Dios. La Madre de Dios es la primera bendecida y quien porta la
bendición; es la mujer que ha acogido a Jesús y lo ha dado a luz para toda
la familia humana. Como reza la Liturgia: «Y, sin perder la gloria de su
virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, Señor nuestro»
(Prefacio I de Santa María Virgen).
María es madre y modelo de la Iglesia, que acoge en la fe la Palabra divina
y se ofrece a Dios como «tierra fecunda» en la que él puede seguir
cumpliendo su misterio de salvación. También la Iglesia participa en el
misterio de la maternidad divina mediante la predicación, que siembra por el
mundo la semilla del Evangelio, y mediante los sacramentos, que comunican a
los hombres la gracia y la vida divina. La Iglesia vive de modo particular
esta maternidad en el sacramento del Bautismo, cuando engendra hijos de Dios
por el agua y el Espíritu Santo, el cual exclama en cada uno de ellos: «Abbà,
Padre» (Ga 4,6). La Iglesia, al igual que María, es mediadora de la
bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo a Jesús y la transmite
llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que el mundo por sí mismo
no se puede dar y que necesita tanto o más que el pan.
Queridos amigos, la paz, en su sentido más pleno y alto, es la suma y la
síntesis de todas las bendiciones. Por eso, cuando dos personas amigas se
encuentran se saludan deseándose mutuamente la paz. También la Iglesia, en
el primer día del año, invoca de modo especial este bien supremo, y, al
igual que la Virgen María, lo hace mostrando a todos a Jesús, ya que, como
afirma el apóstol Pablo, «él es nuestra paz» (Ef 2,14), y al mismo
tiempo es el «camino» por el que los hombres y los pueblos pueden alcanzar
esta meta, a la que todos aspiramos. Así pues, con este deseo profundo en el
corazón, me alegra acogeros y saludaros a todos los que habéis venido a esta
Basílica de San Pedro en esta XLV Jornada Mundial de la Paz: a los Señores
Cardenales; los Embajadores de tantos países amigos que, más que nunca en
esta ocasión comparten conmigo y con la Santa Sede la voluntad de renovar el
compromiso por la promoción de la paz en el mundo; al Presidente del Consejo
Pontificio «Justicia y Paz» que, junto con el Secretario y los
colaboradores, trabajan de modo especial para esta finalidad; los demás
Obispos y Autoridades presentes; a los representantes de las Asociaciones y
Movimientos eclesiales y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, de
modo particular los que trabajáis en el campo de la educación de los
jóvenes. En efecto, como bien sabéis, mi Mensaje de este año sigue una
perspectiva educativa.
«Educar a los jóvenes en la justicia y la paz» es la tarea que atañe a cada
generación y, gracias a Dios, la familia humana, después de las tragedias de
las dos grandes guerras mundiales, ha mostrado tener cada vez más conciencia
de ello, como lo demuestra, por una parte las declaraciones e iniciativas
internaciones y, por otra, la consolidación entre los mismos jóvenes, en los
últimos decenios, de muchas y diferentes formas de compromiso social en este
campo. Educar en la paz forma parte de la misión que la Comunidad eclesial
ha recibido de Cristo, forma parte integrante de la evangelización, porque
el Evangelio de Cristo es también el Evangelio de la justicia y la paz. Pero
la Iglesia en los últimos tiempos se ha hecho portavoz de una exigencia que
implica a las conciencias más sensibles y responsables por la suerte de la
humanidad: la exigencia de responder a un desafío tan decisivo como es el de
la educación. ¿Por qué «desafío»? Al menos por dos motivos: en primer lugar,
porque en la era actual, caracterizada fuertemente por la mentalidad
tecnológica, querer no solo instruir sino educar es algo que no se puede dar
por descontado sino que supone una elección; en segundo lugar, porque la
cultura relativista plantea una cuestión radical: ¿Tiene sentido todavía
educar? Y, al fin y al cabo, ¿para qué educar?
Lógicamente no podemos abordar ahora estas preguntas de fondo, a las que ya
he tratado de responder en otras ocasiones. En cambio, quisiera subrayar
que, frente a las sombras que hoy oscurecen el horizonte del mundo, asumir
la responsabilidad de educar a los jóvenes en el conocimiento de la verdad,
en los valores y en las virtudes fundamentales, significa mirar al futuro
con esperanza. La formación en la justicia y la paz tiene que ver también
con este compromiso por una educación integral. Hoy, los jóvenes crecen en
un mundo que se ha hecho, por decirlo así, más pequeño, y en donde los
contactos entre las diferentes culturas y tradiciones son constantes, aunque
no sean siempre inmediatos. Para ellos es hoy más que nunca indispensable
aprender el valor y el método de la convivencia pacífica, del respeto
recíproco, del diálogo y la comprensión. Por naturaleza, los jóvenes están
abiertos a estas actitudes, pero precisamente la realidad social en la que
crecen los puede llevar a pensar y actuar de manera contraria, incluso
intolerante y violenta. Solo una sólida educación de sus conciencias los
puede proteger de estos riesgos y hacerlos capaces de luchar contando
siempre y solo con la fuerza de la verdad y el bien. Esta educación parte de
la familia y se desarrolla en la escuela y en las demás experiencias
formativas. Se trata esencialmente de ayudar a los niños, los muchachos, los
adolescentes, a desarrollar una personalidad que combine un profundo sentido
de justicia con el respeto del otro, con la capacidad de afrontar los
conflictos sin prepotencia, con la fuerza interior de dar testimonio del
bien también cuando comporta un sacrificio, con el perdón y la
reconciliación. Así podrán llegar a ser hombres y mujeres verdaderamente
pacíficos y constructores de paz.
En esta labor educativa de las nuevas generaciones, una responsabilidad
particular corresponde también a las comunidades religiosas. Todo itinerario
de formación religiosa auténtica acompaña a la persona, desde su más tierna
edad, a conocer a Dios, a amarlo y hacer su voluntad. Dios es amor, es justo
y pacífico, y quien quiera honrarlo debe comportarse sobre todo como un hijo
que sigue el ejemplo del padre. Un salmo afirma: «El Señor hace justicia y
defiende a todos los oprimidos … El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 103,6.8). Como Jesús nos ha
demostrado con el testimonio de su vida, justicia y misericordia conviven en
Dios perfectamente. En Jesús «la misericordia y la fidelidad» se encuentran,
«la justicia y la paz» se besan (cf. Sal 85,11). En estos días la
Iglesia celebra el gran misterio de la encarnación: la verdad de Dios ha
brotado de la tierra y la justicia mira desde el cielo, la tierra ha dado su
fruto (cf. Sal 85,12.13). Dios nos ha hablado en su Hijo Jesús.
Escuchemos lo que nos dice Dios: Él «anuncia la paz» (Sal 85,9).
Jesús es un camino transitable, abierto a todos. La Virgen María hoy nos lo
indica, nos muestra el camino: ¡Sigámosla! Y tú, Madre Santa de Dios,
acompáñanos con tu protección. Amén.
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Aplicación: P. Gustavo Pascual,
I.V.E. - La generosidad de la Madre de Dios - Lc 2, 16-21
Hoy se constata un cierto miedo
a los grandes compromisos: se nota este miedo ante el compromiso de contraer
matrimonio para toda la vida. Se nota en la escasez de vocaciones al
sacerdocio y a la vida consagrada. Ambos implican una entrega de por vida.
Se nota en la poca participación en la Iglesia. Nadie se quiere comprometer
demasiado.
Se ponen muchas excusas: después
no voy a poder cumplir, soy joven, soy viejo, no sirvo para eso, no tengo
capacidad.
¿Cuál es en el fondo la falta de
entrega, la falta de compromiso? El egoísmo, el amor propio, la falta de
generosidad. El egoísmo lleva a fundar todas las actividades y compromisos
en las propias fuerzas y a olvidar que es Dios el que obra en mí y por mí
cuando lo dejo.
María fue una jovencita virgen.
Había consagrado a Dios su virginidad perpetuamente. A esta jovencita la
llamó Dios para ser su Madre. ¡Menudo compromiso, menuda vocación! Y
respondió que sí, que quería lo que Dios le pedía.
¿En qué se funda esta respuesta,
esta entrega de por vida? Se funda en el abandono en Dios y en el olvido de
las propias fuerzas. “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra”… “¡Feliz la que ha creído!”… “Porque ha puesto los ojos en la
pequeñez de su esclava”…“Todas las generaciones me llamarán bienaventurada,
porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso”.
No es el compromiso ofrecido por
el cura, por el responsable del grupo, por el papá, la mamá, etc., algo
caprichoso. Detrás de cada llamada a servir a Dios y al prójimo está el
mismo Dios que llama por las causas segundas y si Dios llama va a dar todo
lo necesario para que el llamado haga lo que El quiere. Sólo quiere la
respuesta libre y positiva del elegido. Él es el que lo elige y lo llama y
quiere realizar ciertas obras por él y no por otro.
El comienzo de la obra es de
Dios y su cumplimiento es obra de Él primariamente, pero quiere el sí de la
libertad humana.
¡Qué sabe ese joven que le ha
dicho sí al Señor si no ha vivido la vida! ¡Qué sabe la niña María para ser
madre! ¡Y qué sabe para ser Madre de Dios! Sabe que no puede ser madre
porque no conoce varón y pregunta al ángel cómo será, sabe que para Dios
nada es imposible y sobre todo sabe lo que es la humildad. Sabe que la
santidad está en el abandono en Dios y sabe que su gracia es don de Dios lo
mismo que su vocación y su respuesta. Sabe que en su pequeñez tiene que dar
una respuesta libre, que Dios espera su respuesta afirmativa para poder
encarnarse y que sin ella no podrá.
María sabe lo que tiene que
saber, lo único necesario, su absoluta dependencia de Dios y la manifiesta
en su respuesta “hágase”.
María con su abandono derrite
las frías tentaciones de futuro, moviliza la parálisis del desánimo y la
pereza, irradia su ser para servir a Dios y a los hombres descentrando el
egoísmo.
¿Por qué tienes miedo cristiano
de entregarte más? ¿Por qué no quieres comprometer tu vida dándote en amor a
Dios y al prójimo? ¿No ves el ejemplo de tu Madre?
Y si temes pide a tu Madre, que
es la Madre del que todo lo puede, que te aliente y te de fuerzas. Ella es
la omnipotencia suplicante porque es Madre del Todopoderoso.
Si temes confíate a Ella, que
Ella te enseñará a confiarte en Dios, “haced lo que él os diga”[1].
¿Por qué dejarnos encadenar de
miedos? “No temas”, le dijo el ángel a María. ¿Qué nos faltará si tenemos el
amor de Cristo? Si Dios nos llama nos dará todo lo necesario para cumplir
con nuestra vocación. No temamos decirle sí al Señor. Muchas veces nos
llama, estemos atentos y sigamos su llamado como María, en un abandono
absoluto en Él.
El tío
Antonio
¿Qué es el Año Nuevo?
Cargando piedras
Acudamos
siempre a nuestra Madre