Las Obras de san Agustín
Catequesis de Benedicto XVI
Miércoles 20 de febrero de 2008
San Agustín (4)
Queridos hermanos y hermanas:
Tras la pausa de los ejercicios espirituales de la semana pasada, hoy
volvemos a presentar la gran figura de san Agustín, sobre el que ya he
hablado varias veces en las catequesis del miércoles. Es el Padre de la
Iglesia que ha dejado el mayor número de obras, y de ellas quiero hablar hoy
brevemente. Algunos de los escritos de san Agustín son de fundamental
importancia, no sólo para la historia del cristianismo, sino también para la
formación de toda la cultura occidental: el ejemplo más claro son las
Confesiones, sin duda uno de los libros de la antigüedad cristiana más
leídos todavía hoy. Al igual que varios Padres de la Iglesia de los primeros
siglos, aunque en una medida incomparablemente más amplia, también el obispo
de Hipona ejerció una influencia amplia y persistente, como lo demuestra la
sobreabundante tradición manuscrita de sus obras, que son realmente
numerosas.
Él mismo las revisó algunos años antes de morir en las Retractationes y poco
después de su muerte fueron cuidadosamente registradas en el Indiculus
("índice") añadido por su fiel amigo Posidio a la biografía de san Agustín,
Vita Augustini. La lista de las obras de san Agustín fue realizada con el
objetivo explícito de salvaguardar su memoria mientras la invasión de los
vándalos se extendía por toda el África romana y contabiliza mil treinta
escritos numerados por su autor, junto con otros "que no pueden numerarse
porque no les puso ningún número".
Posidio, obispo de una ciudad cercana, dictaba estas palabras precisamente
en Hipona, donde se había refugiado y donde había asistido a la muerte de su
amigo, y casi seguramente se basaba en el catálogo de la biblioteca personal
de san Agustín. Hoy han sobrevivido más de trescientas cartas del obispo de
Hipona, y casi seiscientas homilías, pero estas originalmente eran muchas
más, quizá entre tres mil y cuatro mil, fruto de cuatro décadas de
predicación del antiguo retórico, que había decidido seguir a Jesús, dejando
de hablar a los grandes de la corte imperial para dirigirse a la población
sencilla de Hipona.
En años recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y de algunas
homilías ha enriquecido nuestro conocimiento de este gran Padre de la
Iglesia. "Muchos libros —escribe Posidio— fueron redactados y publicados por
él, muchas predicaciones fueron pronunciadas en la iglesia, transcritas y
corregidas, ya sea para confutar a herejes ya sea para interpretar las
sagradas Escrituras para edificación de los santos hijos de la Iglesia.
Estas obras —subraya el obispo amigo— son tan numerosas que a duras penas un
estudioso tiene la posibilidad de leerlas y aprender a conocerlas" (Vita
Augustini, 18, 9).
Entre la producción literaria de san Agustín —por tanto, más de mil
publicaciones subdivididas en escritos filosóficos, apologéticos,
doctrinales, morales, monásticos, exegéticos y contra los herejes, además de
las cartas y homilías— destacan algunas obras excepcionales de gran
importancia teológica y filosófica. Ante todo, hay que recordar las
Confesiones, antes mencionadas, escritas en trece libros entre los años 397
y 400 para alabanza de Dios. Son una especie de autobiografía en forma de
diálogo con Dios. Este género literario refleja precisamente la vida de san
Agustín, que no estaba cerrada en sí misma, dispersa en muchas cosas, sino
vivida esencialmente como un diálogo con Dios y, de este modo, una vida con
los demás.
El título Confesiones indica ya lo específico de esta autobiografía. En el
latín cristiano desarrollado por la tradición de los Salmos, la palabra
confessiones tiene dos significados, que se entrecruzan. Confessiones
indica, en primer lugar, la confesión de las propias debilidades, de la
miseria de los pecados; pero al mismo tiempo, confessiones significa
alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la luz de
Dios se convierte en alabanza a Dios y en acción de gracias porque
Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí mismo.
Sobre estas Confesiones, que tuvieron gran éxito ya en vida de san Agustín,
escribió él mismo: "Han ejercido sobre mí un gran influjo mientras las
escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando las vuelvo a leer. Hay muchos
hermanos a quienes gustan estas obras" (Retractationes, II, 6): y tengo que
reconocer que yo también soy uno de estos "hermanos". Gracias a las
Confesiones podemos seguir, paso a paso, el camino interior de este hombre
extraordinario y apasionado por Dios.
Menos difundidas, aunque igualmente originales y muy importantes son,
también, las Retractationes, redactadas en dos libros en torno al año 427,
en las que san Agustín, ya anciano, realiza una labor de "revisión"
(retractatio) de toda su obra escrita, dejando así un documento literario
singular y sumamente precioso, pero también una enseñanza de sinceridad y de
humildad intelectual.
De civitate Dei, obra imponente y decisiva para el desarrollo del
pensamiento político occidental y para la teología cristiana de la historia,
fue escrita entre los años 413 y 426 en veintidós libros. La ocasión fue el
saqueo de Roma por parte de los godos en el año 410. Muchos paganos de
entonces, y también muchos cristianos, habían dicho: Roma ha caído, ahora el
Dios cristiano y los apóstoles ya no pueden proteger la ciudad. Durante la
presencia de las divinidades paganas, Roma era caput mundi, la gran capital,
y nadie podía imaginar que caería en manos de los enemigos. Ahora, con el
Dios cristiano, esta gran ciudad ya no parecía segura. Por tanto, el Dios de
los cristianos no protegía, no podía ser el Dios a quien convenía
encomendarse. A esta objeción, que también tocaba profundamente el corazón
de los cristianos, responde san Agustín con esta grandiosa obra, De civitate
Dei, aclarando qué es lo que debían esperarse de Dios y qué es lo que no
podían esperar de él, cuál es la relación entre la esfera política y la
esfera de la fe, de la Iglesia. Este libro sigue siendo una fuente para
definir bien la auténtica laicidad y la competencia de la Iglesia, la grande
y verdadera esperanza que nos da la fe.
Este gran libro es una presentación de la historia de la humanidad gobernada
por la divina Providencia, pero actualmente dividida en dos amores. Y este
es el designio fundamental, su interpretación de la historia, la lucha entre
dos amores: el amor a sí mismo "hasta el desprecio de Dios" y el amor a Dios
"hasta el desprecio de sí mismo", (De civitate Dei, XIV, 28), hasta la plena
libertad de sí mismo para los demás a la luz de Dios. Este es, tal vez, el
mayor libro de san Agustín, de una importancia permanente.
Igualmente importante es el De Trinitate, obra en quince libros sobre el
núcleo principal de la fe cristiana, la fe en el Dios trino, escrita en dos
tiempos: entre los años 399 y 412 los primeros doce libros, publicados sin
saberlo san Agustín, el cual hacia el año 420 los completó y revisó toda la
obra. En ella reflexiona sobre el rostro de Dios y trata de comprender este
misterio de Dios, que es único, el único creador del mundo, de todos
nosotros: precisamente este Dios único es trinitario, un círculo de amor.
Trata de comprender el misterio insondable: precisamente su ser trinitario,
en tres Personas, es la unidad más real y profunda del único Dios.
El libro De doctrina christiana es, en cambio, una auténtica introducción
cultural a la interpretación de la Biblia y, en definitiva, al cristianismo
mismo, y tuvo una importancia decisiva en la formación de la cultura
occidental.
Con gran humildad, san Agustín fue ciertamente consciente de su propia talla
intelectual. Pero para él era más importante llevar el mensaje cristiano a
los sencillos que redactar grandes obras de elevado nivel teológico. Esta
intención profunda, que le guió durante toda su vida, se manifiesta en una
carta escrita a su colega Evodio, en la que le comunica la decisión de dejar
de dictar por el momento los libros del De Trinitate, "pues son demasiado
densos y creo que son pocos los que los pueden entender; urgen más textos
que esperamos sean útiles a muchos" (Epistulae, 169, 1, 1). Por tanto, para
él era más útil comunicar la fe de manera comprensible para todos, que
escribir grandes obras teológicas.
La gran responsabilidad que sentía por la divulgación del mensaje cristiano
se encuentra en el origen de escritos como el De catechizandis rudibus, una
teoría y también una práctica de la catequesis, o el Psalmus contra partem
Donati. Los donatistas eran el gran problema del África de san Agustín, un
cisma específicamente africano. Los donatistas afirmaban: la auténtica
cristiandad es la africana. Se oponían a la unidad de la Iglesia. Contra
este cisma el gran obispo luchó durante toda su vida, tratando de convencer
a los donatistas de que incluso la africanidad sólo puede ser verdadera en
la unidad. Y para que le entendieran los sencillos, los que no podían
comprender el gran latín del retórico, dijo: tengo que escribir incluso con
errores gramaticales, en un latín muy simplificado. Y lo hizo, sobre todo en
este Psalmus, una especie de poesía sencilla contra los donatistas para
ayudar a toda la gente a comprender que sólo en la unidad de la Iglesia se
realiza realmente para todos nuestra relación con Dios y crece la paz en el
mundo.
En esta producción destinada a un público más amplio reviste particular
importancia su gran número de homilías, con frecuencia improvisadas,
transcritas por taquígrafos durante la predicación e inmediatamente puestas
en circulación. Entre estas destacan las bellísimas Enarrationes in Psalmos,
muy leídas en la Edad Media. La publicación de las miles de homilías de san
Agustín —con frecuencia sin el control del autor— explica su amplia difusión
y su dispersión sucesiva, así como su vitalidad. Inmediatamente las
predicaciones del obispo de Hipona, por la fama del autor, se convirtieron
en textos sumamente requeridos. Para los demás obispos y sacerdotes servían
también de modelos, adaptados a contextos siempre nuevos.
En la tradición iconográfica, un fresco de Letrán que se remonta al siglo
VI, representa a san Agustín con un libro en la mano (véase la foto), no
sólo para expresar su producción literaria, que tanta influencia ejerció en
la mentalidad y en el pensamiento cristianos, sino también para expresar su
amor por los libros, por la lectura y el conocimiento de la gran cultura
precedente. A su muerte, cuenta Posidio, no dejó nada, pero "recomendaba
siempre que se conservara diligentemente para las futuras generaciones la
biblioteca de la iglesia con todos sus códices", sobre todo los de sus
obras. En estas, subraya Posidio, san Agustín está "siempre vivo" y es muy
útil para quien lee sus escritos, aunque —concluye— "creo que pudieron sacar
más provecho de su contacto los que lo pudieron ver y escuchar cuando
hablaba personalmente en la iglesia, y sobre todo los que fueron testigos de
su vida cotidiana entre la gente" (Vita Augustini, 31).
Sí, también a nosotros nos hubiera gustado poderlo escuchar vivo. Pero sigue
realmente vivo en sus escritos, está presente en nosotros y de este modo
vemos también la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda su vida.