San Agustín (2) nos anima a confiar en Cristo siempre vivo
Catequesis de Benedicto XVI
Miércoles 16 de enero de 2008
San Agustín (2)
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, al igual que el miércoles pasado, quiero hablar del gran obispo de
Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor.
Por eso, el 26 de septiembre del año 426, reunió al pueblo en la basílica de
la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado para
esa misión. Dijo: «En esta vida todos somos mortales, pero para cada persona
el último día de esta vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia
se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud; en la
juventud, a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura; en la edad
madura, a la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero lo espera. La
vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder
esperar; su misma duración es incierta... Yo, por voluntad de Dios, llegué a
esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora mi juventud ha pasado y ya
soy viejo» (Ep. 213, 1).
En ese momento, san Agustín dio el nombre de su sucesor designado, el
sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación
repitiendo veintitrés veces: «¡Demos gracias a Dios! ¡Alabemos a Cristo!».
Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo
san Agustín sobre sus propósitos para su futuro: quería dedicar los años que
le quedaban a un estudio más intenso de las sagradas Escrituras (cf. Ep.
213, 6).
De hecho, en los cuatro años siguientes llevó a cabo una extraordinaria
actividad intelectual: escribió obras importantes, emprendió otras no menos
relevantes, mantuvo debates públicos con los herejes —siempre buscaba el
diálogo—, promovió la paz en las provincias africanas amenazadas por las
tribus bárbaras del sur.
En este sentido escribió al conde Darío, que había ido a África para tratar
de solucionar la disputa entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de la
que se estaban aprovechando las tribus de los moros para sus correrías:
«Acabar con la guerra mediante la palabra, y buscar o mantener la paz con la
paz y no con la guerra, es un título de gloria mucho mayor que matar a los
hombres con la espada. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos,
buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el
contrario, has sido enviado precisamente para impedir que haya derramamiento
de sangre» (Ep. 229, 2).
Por desgracia, la esperanza de una pacificación de los territorios africanos
quedó defraudada: en mayo del año 429 los vándalos, invitados a África como
venganza por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y
penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por las otras
ricas provincias africanas. En mayo o junio del año 430, «los destructores
del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30, 1), ya
rodeaban Hipona, asediándola.
En la ciudad se había refugiado también Bonifacio, el cual, habiéndose
reconciliado demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el
paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de san Agustín:
«Las lágrimas eran, más que de costumbre, su pan día y noche y, habiendo
llegado ya al final de su vida, vivía su vejez en la amargura y en el luto
más que los demás» (Vida, 28, 6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las
matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los
campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o desplazados; las
iglesias sin sacerdotes y ministros; las vírgenes consagradas y los
religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido
en las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros habían
sido hechos prisioneros, perdida la integridad del alma y del cuerpo e
incluso la fe, reducidos a una dolorosa y larga esclavitud por los enemigos»
(ib., 28, 8).
Aunque era anciano y estaba cansado, san Agustín permaneció en la brecha,
confortándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de
los misteriosos designios de la Providencia. Al respecto, hablaba de la
"vejez del mundo" —y en realidad ese mundo romano era viejo—; hablaba de
esta vejez como lo había hecho ya algunos años antes para consolar a los
refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico
invadieron la ciudad de Roma.
En la vejez —decía— abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad,
agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Por eso,
hacía la invitación: «No rechaces rejuvenecer con Cristo, incluso en un
mundo envejecido. Él te dice: "No temas, tu juventud se renovará como la del
águila"» (cf. Serm. 81, 8). Por eso el cristiano no debe abatirse, incluso
en situaciones difíciles, sino que ha de esforzarse por ayudar a los
necesitados.
Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Tiabe, Honorato,
el cual le había preguntado si, ante la amenaza de las invasiones bárbaras,
un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para
salvar la vida: «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos,
clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser
abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos
deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos necesitan quedarse, no
los han de abandonar quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio
sagrado, de manera que o se salven juntos o juntos soporten las calamidades
que el Padre de familia quiera que sufran» (Ep. 228, 2). Y concluía: «Esta
es la prueba suprema de la caridad» (ib., 3). ¿Cómo no reconocer en estas
palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a lo largo de los siglos,
han acogido y hecho propio?
Mientras tanto la ciudad de Hipona resistía. La casa-monasterio de san
Agustín había abierto sus puertas para acoger a sus hermanos en el
episcopado que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba también
Posidio, que había sido su discípulo, el cual de este modo pudo dejarnos el
testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer mes de aquel asedio —narra— se acostó con fiebre: era su
última enfermedad» (Vida, 29, 3). El santo anciano aprovechó aquel momento,
finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía
decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que
pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada
penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos
penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo (cf. ib., 31,
2).
Cuanto más se agravaba su enfermedad, más necesidad sentía el obispo
moribundo de soledad y de oración: «Para que nadie le molestara en su
recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los
presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de
los momentos en los que los médicos iban a visitarlo o cuando le llevaban la
comida. Su voluntad se cumplió escrupulosamente y durante todo ese tiempo él
se dedicaba a la oración» (ib., 31, 3). Murió el 28 de agosto del año 430:
su gran corazón finalmente pudo descansar en Dios.
«Para la inhumación de su cuerpo —informa Posidio— se ofreció a Dios el
sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31, 5). Su
cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a
Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa en la
actualidad. Su primer biógrafo da de él este juicio conclusivo: «Dejó a la
Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres
llenos de personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus
superiores, además de bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos
y de otros santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por gracia de
Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles
siempre lo encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).
Es un juicio que podemos compartir: en sus escritos también nosotros lo
«encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la
impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil
seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un
contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual.
En san Agustín, que nos habla, que me habla a mí en sus escritos, vemos la
actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, Verbo eterno
encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es
de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo
es realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y la vida.
De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo siempre vivo y
a encontrar así el camino de la vida.