Santo Cura de Ars:
Sermón sobre LA TIBIEZA
Sed quia tepidus es, el nec frigidus, nec calidus, incipiam te
evolvere ex ore meo.
Mas porque eres tibio, y no frío ni
caliente, comienzo ya a
vomitarte de mi boca.
(Apoc.,
III, 16.)
Podremos oír sin temblar, de
boca del mismo Dios, una tal sentencia, proferida contra un obispo que
parecía cumplir perfectamente todos los deberes de un digno ministro de
la Iglesia?. Su vida era reglada, no malgastaba sus bienes. Lejos de
tolerar los vicios, se oponía a ellos con tesón; en nada daba mal
ejemplo, y su vida parecía digna de ser imitada.. Sin embargo, a pesar
de todo esto, vemos que el Señor le advierte, por ministerio de San
Juan, que, si continúa viviendo de aquella manera, le rechazará, esto
es, le castigará y reprobará. Tanto más espantoso es este ejemplo cuanto
son muchísimos los que siguen tal camino, viven del mismo modo, y tienen
su salvación muy insegura. Cuán grande es el número de que a los ojos
del mundo no son tenidos por pecadores reprobados, ni pertenecen tampoco
a los escogidos!. ¿Por cual de esos caminos andamos?. ¿Seguimos la recta
vía?. Lo que más debe espantarnos es que no lo sabemos. ¡Horrible
incertidumbre!... Probemos, sin embargo, de investigar si sois tan
desgraciados que pertenezcáis al número de los tibios. Voy, pues: 1.° A
mostraros las señales por las cuales podréis conocerlo, y 2.° Si
pertenecéis a tal clase, os indicaré los medios de salir de ella.
I.- Al hablaros hoy del estado
espantoso de un alma tibia, no es mi propósito haceros la pintura
horrible y desesperante del alma que vive en pecado mortal, sin deseos
de salir de él: esta pobre desgraciada es una víctima de la cólera de
Dios para la otra vida. Al hablaros del alma tibia, no quiero referirme
tampoco a los que no confiesan ni cumplen la Pascua. Dejémoslos en su
ceguera, ya que en ella quieren permanecer. Pero me dirá alguno, ¿es que
aquellos que se confiesan, cumplen la Pascua y comulgan con frecuencia,
no se salvarán?. Cierto que no todos, amigo mío; pues, si se salvasen la
mayoría de los que frecuentan los sacramentos, habríamos de convenir en
que el número de los escogidos no es tan pequeño como realmente será.
Sin embargo, reconozcámoslo: cuantos tengan la dicha de llegar al cielo,
serán escogidos entre los que frecuentan los sacramentos, más nunca
entre los que ni cumplen la Pascua ni se confiesan.
-¡Ah!, me dirás entonces, si
todos ellos que no se confiesan ni cumplen la Pascua se condenan, grande
será el número de los réprobos!.
-Si, no hay duda que será
grande. Y por más que digas, si vives como pecador, serás también
contado en ese número. Mas ¿no te hace temblar tal pensamiento?... Si no
llegaste al último grado de endurecimiento, al pensar en esto debieras
estremecerte. ¡Dios mío!, ¡cuán desdichada la persona que ha perdido la
fe!. Lejos de aprovecharse de estas verdades, esos pobres ciegos se
burlarán de ellas; y, no obstante, digan lo que digan, pasará lo que yo
os anuncio; sin confesión ni cumplimiento pascual, no habrá cielo ni
felicidad eterna. ¡Dios mío!, ¡cuán horrible ceguera la del pecador!.
No entiendo tampoco por alma
tibia la que quisiera pertenecer al mundo sin empero dejar de ser de
Dios: la que ahora veréis postrarse delante de Dios, su Salvador y
Maestro, y más tarde la veréis postrarse ante el mundo, su ídolo. ¡Pobre
ciego, el que tiende una mano a Dios y otra al mundo, llamando a los dos
en su auxilio, prometiendo a ambos su corazón!. Ama a Dios, o a lo menos
quiere amarle; pero también quisiera Sagrada al mundo. Cansado de
esforzarse en ser de ambos, acaba importa entregarse exclusivamente al
mundo. Vida extraordinaria la suya, la cual nos ofrece tan singular
espectáculo, que uno no llega a convencerse de que se trate de la vida
de una misma persona. Voy a mostraros ese espectáculo de una manera tan
clara, que tal vez muchos de vosotros os tendréis por ofendidos; mas
ella poco importa, yo os diré siempre lo que debo.
Digo que aquel que quiere ser
del mundo sin dejar de pertenecer a Dios lleva una vida tan
extraordinaria, que las diferentes circunstancias que la rodean son
difíciles de conciliar. Decidme: ¿os atreveríais a creer lo que esa
joven que veis en esas partidas de placer, en esas reuniones mundanas,
en las que siempre triunfa el mal en daño del bien, entregándose a todo
cuanto puede desear un corazón maleado y pervertido, es la misma que, no
hace aún quince días o un mes, visteis postrada ante el tribunal de la
Penitencia, confesando sus culpas, haciendo ante Dios protestas de estar
dispuesta a morir antes que recaer en pecado?. ¿No es aquella misma que
visteis acercarse a la Sagrada Mesa con los ojos bajos y la plegaria en
los labios?. ¡Dios mío!, ¡qué horror!. ¿Podremos pensar en ello sin
morir de compasión?. ¿Creeréis que aquella madre que, hará unas tres
semanas, enviaba a su hija a confesarse y, muy razonablemente, le
recomendaba que considerase seriamente lo que iba a hacer, y al mismo
tiempo le entregaba un rosario o un libro; hoy la instiga a ir a un
baile?. Decidme: ¿ no es esa persona que esta mañana estaba en el templo
cantando las alabanzas del Señor, la misma que ahora emplea aquella
misma lengua en cantar canciones infames y sostener las más torpes
conversaciones?. ¿No es éste aquel dueño o padre de familia que no ha
mucho estaba oyendo la Santa Misa con gran reverencia, cual si quisiese
emplear muy santamente el domingo, el mismo que ahora está trabajando y
haciendo trabajar a toda su dependencia?
Dios mío!, ¡qué horror!. ¿Cómo
pondrá Dios todo esto en orden el día del juicio?. ¡Ay!, cuántos
cristianos condenados!. Y digo más: aquel que quiere agradar al mundo y
a Dios, lleva una vida de las más desdichadas. Ahora vais a ver cómo.
Ved aquí una persona que frecuenta los placeres, o que ha contraído
algún mal hábito; lo .cuál no ha de ser su temor mientras cumple sus
deberes religiosos, es decir, mientras ora, se confiesa o comulga? No
quisiera ser vista de aquellos con quienes danzó, en cuya compañía pasó
las noches en la taberna, y con los cuales se entregó a toda suerte de
desórdenes. Ha llegado hasta a engañar a su confesor, ocultándole lo
peor de sus culpas, y de esta manera ha obtenido permiso para comulgar,
o mejor, para cometer un horrendo sacrilegio; su gusto sería comulgar
antes o después de la Santa Misa, o sea cuando en la iglesia no hay
nadie. Aunque también le complace ser vista de las personas buenas, que
ignoran su mala vida, v a las cuales espera hacer concebir ventajosa
opinión de sí misma. Con las personas piadosas habla de religión, mas
con la gente irreligiosa sólo se ocupa de placeres mundanos. Se
avergonzaría de cumplir sus prácticas religiosas delante de los
compañeros o compañeras de sus desórdenes. Es esto tan cierto, que un
día alguien llegó a pedirme que le diese la sagrada comunión en la
sacristía, para que no le viese nadie. ¡Qué horror!. ¿Podremos
considerar sin estremecernos tal manera de proceder?
Mas sigamos adelante, y veremos
los apuros v compromisos de esas personas que quieren seguir al mundo,
sin dejar tampoco a Dios, a lo menos en apariencia. He aquí que se
acerca el tiempo del cumplimiento pascual. Es preciso ir a confesar; no
es que lo deseen, ni que de ello sientan necesidad; antes, a ser
posible, quisieran que la Pascua viniese sólo cada treinta años. Mas sus
padres conservan aun la practica exterior de la religión, y se hallan
satisfechos al ver que sus hijos se acercan a la Sagrada Mesa, y casi
los fuerzan a confesarse: en lo cual no obran bien, por cierto. Rueguen
por ellos enhorabuena, más no los inquieten, para llegar por fin a un
sacrilegio. Para librarse de la importunidad de sus padres, para salvar
1as apariencias, esas personas se confabularan para tratar del confesor
de quien mejor puedan esperar el ser absueltas la primera a la segunda
vez.
«He aquí, dirá uno, que hace ya
muchos días que mis padres me están importunando para que vaya a
confesar. ¿Donde iremos, pues?» - «No podemos ir a nuestro párroco, pues
es muy escrupuloso, y no nos dejaría cumplir la Pascua. Iremos a ver a
Fulano. El absolvió a esos y aquellos, que ciertamente llevan realizadas
más hazañas que nosotros». Otro dirá: «Te aseguro que, si no fuese por
mis padres, no cumpliría el precepto pascual; pues el catecismo nos dice
que, para hacer una buena confesión, es preciso dejar el pecado y las
ocasiones de pecar, y nosotros no hacemos ni la uno ni lo otro. Háblote
sinceramente, me hallo muy apurada cada vez que llega la Pascua. Estoy
deseando estar colocada, para dejar definitivamente esa vida de doblez.
Entonces haré una confesión de toda mi vida, para reparar las que ahora
estoy haciendo; de lo contrario, no moriría contenta».
- «A mi parecer, le contestara
su interlocutora, deberías volver al mismo con quien te confesaste hasta
el presente, pues te conocerá mejor »
-«¡Ah!, eso si que no; iré al
otro que no me quiso absolver, porque no quería llevarme a la
condenación ».
- «¡Ah; tonta!, ¿que importa
eso?, todos tienen el mismo poder».
- «Esto es lo que se dice cuando
se esta bueno y se mira la muerte de lejos; más, en cuanto una se pone
enferma, ve las cosas de muy distinta manera. Fui un día a visitar a
Fulana, que estaba muy enferma; me dijo que jamás volvería a confesarse
con aquellos sacerdotes tan fáciles de absolver, pues, queriéndoos
salvar, os arrojan al infierno». Mirad de qué manera se portan esos
pobres ciegos. «Padre mío, dicen al sacerdote, vengo a confesarme con
usted porque nuestro párroco es demasiado escrupuloso. Quiere hacernos
prometer cosas que no podemos cumplir; quisiera él que fuésemos santos,
y esto no es posible en este mundo. Quisiera que nunca pusiésemos el pie
en una sala de baile, que nunca frecuentásemos las tabernas y casas de
juego. Si alguien ha contraído algún mal habito, no concede la
absolución hasta que se haya enmendado en absoluto. Si debiésemos seguir
sus ordenes, jamás podríamos cumplir la Pascua. Mis padres, que son muy
religiosos, siempre me están importunando porque no cumplo la Pascua.
Haré cuanto pueda, pero es imposible asegurar que jamás volveré a las
diversiones citadas, pues uno no sabe en qué ocasiones se ha de
encontrar» .
- ¡Ah !, le dirá el confesor,
engañado por ese lenguaje, bien veo que tu párroco es un poco
escrupuloso. Reza el acto de contrición ; yo te absolveré, más procura
ser bueno. Esto es, inclina la cabeza; vas a hollar la Sangre adorable
de Jesucristo, vas a vender a tu Dios, como Judas le vendió a sus
verdugos y mañana comulgaras, o mejor, le crucificaras. ¡ Horror!
¡Abominación! ¡Anda, infame Judas, anda a la Sagrada Mesa; ve a dar
muerte a tu Dios y a tu Salvador! Deja clamar a tu conciencia; mira de
ahogar los remordimientos en cuanto te sea posible...
Más yo me extiendo demasiado;
dejemos a esos pobres ciegos en las tinieblas donde moran.
Pienso que estáis deseando saber
en que consiste el estado de un alma tibia. Pues vedlo aquí: El alma
tibia no esta aun absolutamente muerta a los ojos de Dios, ya que no
están enteramente extinguidas en ella la fe, la esperanza y la caridad,
que constituyen su vida espiritual. Pero su fe es una fe sin celo; su
esperanza, una esperanza sin firmeza, y su caridad, una caridad sin
ardor. Voy ahora a pintaros el retrato de un cristiano fervoroso, esto
es, de un cristiano que desea verdaderamente salvar su alma, en parangón
con el de una persona que lleva una vida tibia en el servicio de Dios.
Pongámoslos uno al lado del otro, y podréis ver a cual de los dos os
asemejáis. El buen cristiano no se contenta con creer todas las verdades
de nuestra santa religión, sino que además las ama, las medita, busca
todos los medios para penetrarlas mejor; le gusta oír la palabra de
Dios; cuanto, más la oye, mayores deseos tiene de volver a oírla, pues
desea aprovecharse de ella, esto es, evitar todo cuanto Dios le prohíbe,
y practicar todo cuanto Dios le manda. No solamente cree que Dios ve
todas sus acciones y las juzgara a la hora de la muerte, sino que además
tiembla cuantas veces le viene el pensamiento de que un día habrá de dar
cuenta de toda su vida ante Dios. Y no se contenta con pensar y temer,
sino que todos los días trabaja en enmendarse, todos los días inventa
nuevas maneras de mortificarse; tiene en nada todo cuanto ha hecho hasta
el presente; se lamenta de haber perdido un tiempo precioso, durante el
cual hubiera podido atesorar grandes riquezas para el cielo.
¡Cuan diferente es el cristiano
que vive en la tibieza!. No deja de creer todas, las verdades que la
Iglesia enseña, más de una manera tan débil, que en ella casi no toma
parte su corazón. No duda de que Dios le ve, de que esta siempre en su
santa presencia; pero, a pesar de ese pensamiento, no es ni más bueno ni
menos pecador; cae en pecado con tanta facilidad cual si no creyese en
nada; esta muy persuadido de que, mientras viva en tal estado, es
enemigo de Dios; más no por eso sale del mismo. Sabe que Jesucristo dio
al sacramento de la Penitencia el poder de perdonar nuestros pecados y
de acrecentar nuestra virtud. Sabe que dicho sacramento nos concede
gracias proporcionadas a las disposiciones con que nos acercamos a
recibirlo más no importa: la misma negligencia, la misma tibieza en la
practica. Sabe que Jesucristo esta real y verdaderamente en el
sacramento de la Eucaristía, alimento absolutamente necesario para su
alma; sin embargo, ¡mirad cuan poco desea recibirlo!. Sus confesiones y
comuniones no son frecuentes; solamente se determina con ocasión de
alguna gran festividad, de un jubileo, de una misión; o bien va para no
distinguirse de los demás, pero no para alimentar su pobre alma. No
solamente no trabaja para merecer una tal dicha, sino que ni tan solo
envidia la suerte de los que se acercan frecuentemente a gustar de sus
dulzuras. Si le habláis de las cosas de Dios, os responderá con una
indiferencia que muestra bien a las claras cuan insensible sea su alma a
los bienes que nos puede proporcionar nuestra santa religión. Nada le
conmueve: escucha la palabra de Dios, es cierto, pero no es raro el caso
en que se fastidie; la escucha con pena, por costumbre, cual una persona
que cree saber ya bastante, y portarse lo suficientemente bien para no
necesitar tales instrucciones. Las oraciones demasiado largas le
molestan. Su espíritu esta aun absorbido por las obras que acaba de
ejecutar, o por las que va a comenzar terminada la oración ; se fastidia
tanto, que su pobre alma parece estar en la agonía vive aun, pero ya no
es capaz de hacer nada en orden al cielo.
La esperanza del buen cristiano
es firme; su confianza en Dios es inquebrantable. Nunca pierde de vista
los bienes y los males de la otra vida, tiene siempre presente en su
espíritu el recuerdo de los sufrimientos de Jesucristo; su corazón casi
no se ocupa de otra cosa. Unas veces piensa en el infierno, para
considerar la magnitud del castigo que el pecado merece, y la desgracia
de quien lo comete, lo cual le dispone a preferir la muerte al pecado;
otras veces, para excitarse al amor de Dios y para sentir la grandeza de
la dicha de quien ama más a Dios que a todas las cosas, fija su
pensamiento en el cielo, y se representa la magnitud del premio de quien
lo deja todo por Dios. Entonces solo desea a Dios, solo quiere a Dios:
nada valen para él los bienes de este mundo; le gusta verlos
despreciados, y los desprecia el mismo; los placeres mundanos le causan
horror. La muerte no le atemoriza, pues sabe muy bien que solo ella
puede librarle de los males de esta vida y juntarle con Dios para
siempre.
Mas el alma tibia esta muy
alejada de tales sentimientos. Los bienes y los males de la otra vida
casi no le interesan: piensa en el cielo, es cierto, más sin desear
verdaderamente alcanzarlo. Sabe que el pecado le cierra las puertas de
la celestial mansión; a pesar de esto no procura corregirse, a lo menos
de una manera eficaz; por eso se la encuentra siempre ser la misma. El
demonio la engaña haciéndole formar muchos propósitos de convertirse, de
obrar mejor en adelante, de ser mas mortificada, más reservada en sus
palabras, más paciente en sus penas, más caritativa para con el prójimo.
Pero nada de esto cambia sensiblemente su vida hace ya veinte años que
se halla animada de buenos deseos, sin haber mejorado en nada sus
costumbres. Se parece a una persona que sintiese deseos de pensar en
cargo triunfal, más no se dignase ni tan solo levantar el pie para subir
a el. No quisiera renunciar a los bienes eternos por los bienes
terrenales; pero no desea ni abandonar la tierra, ni llegar al cielo, y
si pudiese pasar esta vida sin penas ni tristezas, nunca pediría salir
de este mundo. Si la oís quejarse de que esta vida es muy larga y
despreciable, será porque las cosas no le andan como quisiera. Si el
Señor, para forzarla en alguna manera a desligarse de esta villa, le
envía penas y miserias, ya la tenemos inquieta, triste, abandonándose al
llanto, a las quejas y muchas veces a una especie de desesperación.
Parece coma si no quisiese reconocer que es Dios quien le envía esas
pruebas para su bien, para hacerle perder la afición a esta vida y
atraerla a Él.
¿Qué hizo ella para merecerlas?,
piensa para si; otros mucho más culpables no se ven tan castigados.
En la prosperidad, no diremos
que el alma tibia llegue a olvidarse de Dios, mas tampoco se olvida de
si misma. Sabe referir muy bien todos cuantos medios empleo para salir
con éxito; piensa que muchos otros no habrían logrado lo que ella logro;
y se complace en repetirlo, y le gusta oírlo repetir; cuantas veces lo
oye, experimenta una nueva sensación de alegría. Con aquellos que la
lisonjean, toma un aire jovial; más con los que no le tuvieron el
respeto que cree merecer, con los que no se mostraron agradecidos a sus
favores, muestra siempre un gesto de frialdad e indiferencia, cual si
continuamente les estuviese echando en cara su ingratitud. El buen
cristiano, en cambio, lejos de creerse digno de algo Y capaz de la menor
obra buena, solo tiene ante sus ojos la humana miseria. Desconfía de
quienes le adulan, cual si fuesen lazos que el demonio le tiende; sus
mejores amigos son aquellos que le dan a conocer sus defectos, pues sabe
que, para enmendarse, es preciso conocerlos. En cuanto le es posible,
hove las ocasiones de pecar: teniendo siempre presente que la más leve
cosa es capaz de hacerle caer, no fía nunca en sus solos propósitos, en
sus fuerzas, ni tan solo en su virtud. Conoce, por propia experiencia,
que no es capaz de otra cosa que de pecar; pone toda su esperanza y toda
su confianza en solo Dios. Sabe que el demonio a nadie teme tanto como
al alma aficionada a la oración, y esto le mueve a hacer de su vida una
oración continuada, mediante una íntima conversación con su Dios. Pensar
en Dios le es cosa tan familiar como la respiración; con gran frecuencia
levanta su corazón a lo alto: se complace en pensar en Dios como en su
Padre, su amigo, su Señor que le ama tiernamente y desea con anhelo
hacerle feliz en este mundo y aun más en el otro. En una palabra, hace
consistir su felicidad en las penas y aflicciones, en la oración, el
ayuno y la practica de la presencia de Dios. El alma tibia no pierde
enteramente su confianza en Dios; pero no desconfía lo bastante de sí
propio. Aunque se pone a menudo en ocasiones de pecar, piensa siempre
que no va a caer. Si sobreviene la caída, la atribuye al prójimo y
afirma que otra vez tendrá mayor firmeza.
Aquel que ama verdaderamente a
Dios y pone el mayor interés en la salvación de su alma, toma todas las
precauciones posibles pares evitar la ocasión de pecar. No se contenta
con evitar las faltas graves, sino que pone gran diligencia en combatir
las más leves culpas que en su conducta descubre. Considera siempre como
un gran mal todo cuanto puede desagradar a Dios en lo más mínimo; mejor
dicho, aborrece todo cuanto desagrada a Dios. Figurase como si estuviese
al pie de una escalera, a cuya circa debe subir; ve que, para lograrlo,
no hay tiempo que perder; por esto cada día adelanta de virtud en virtud
hasta el momento de entrar en la eternidad. Aquí tenéis lo que hace el
alma que trabaja por Dios y desea verle. Como el relámpago, no encuentra
limites ni retrasos, hasta que llegue a sepultarse en el seno de su
Creador. ¿Por que nuestro espíritu se traslada con tanta facilidad de
una parte a otra del mundo?. Para darnos a entender con cuanta rapidez
debemos dirigirnos a Dios con nuestros pensamientos y deseos.
Mas no es este el amor de Dios
del alma tibia.. No hallamos en ella esos deseos ardientes, ni esas
llamas abrasadoras que nos hacen vencer todos cuantos obstáculos se
oponen a la salvación. Para pintaros exactamente el estado del alma que
vive en la tibieza, os diré que se parece a una tortuga o a un caracol.
No anda, sino que se arrastra por la tierra, v apenas se la ve cambiar
de sitio. El amor divino que siente en su corazón es semejante a una
pequeña chispa de fuego, oculta en un montón de cenizas; ese amor se
halla rodeado de tantos pensamientos y deseos terrenales, que, si no
llegan a ahogarlo, impiden su incremento y poco a poco lo van
extinguiendo. Cuando el alma tibia llega a este punto, permanece ya del
todo indiferente ante tal pérdida. Su amor carece de ternura, de
actividad, de energía, apenas capaz de mantenerla en la observancia de
lo que es esencialmente necesario para salvarse; pero ella tiene por
nada o muy poca cosa todo lo demás. ¡Ay!, el alma vive en su tibieza
como una persona en el estado de somnolencia. Quisiera obrar, pero su
voluntad está tan debilitada que no tiene ánimo ni fuerza para cumplir
sus deseos (Prov., XXI, 25.).
Cierto que el cristiano que vive
en la tibieza cumple aún con bastante regularidad sus deberes, a lo
menos en apariencia. Todas las mañanas rezará arrodillado sus oraciones;
recibirá los sacramentos por la Pascua y aun muchas otras veces durante
el año mas todo ello con tanta displicencia, tanta dejadez y tanta
indiferencia, con tal falta de preparación, con tan poca eficacia en el
mejoramiento de su vida, que claramente se ve que cumple sus deberes
sólo por hábito y por rutina; porque es tal fiesta yen ese día tiene la
costumbre de practicar tal devoción. Sus confesiones y comuniones no
serán sacrílegas, si queréis; pero son confesiones y comuniones sin
fruto, las cuales, en vez de perfeccionarle a los ojos de Dios, le hacen
aún más culpable. En cuanto a sus oraciones, sólo Dios sabe de qué
manera son hechas: ¡ay! sin preparación. Por la mañana, no es de Dios de
quien se ocupa, ni tampoco de la salvación de su alma, sino solamente de
trabajar. Su espíritu está tan lleno de las cosas de la tierra, que no
queda en él lugar para el pensamiento de Dios. Piensa en lo que hará
durante el día, dónde enviará sus hijos o sus criados, de qué manera
emprenderá tal o cual obra. Para rezar, se arrodilla, es verdad; mas no
sabe ni lo que quiere pedir a Dios, ni lo que le es necesario, ni hasta
delante de quién se halla; claramente lo delatan sus modales tan faltos
de respeto. Viene a ser un pobre que, aunque miserable, no quiere nada,
se complace en su pobreza. Es un enfermo casi desahuciado, que desprecia
los médicos y los remedios, y se complace en su enfermedad. Veréis a esa
alma tibia no tener reparo alguno en hablar durante el curso de sus
oraciones, bajo cualquier pretexto; cualquier cosa se las hace
abandonar, si bien pensando que las continuara más tarde. ¿Quiere
ofrecer a Dios el día, rezar el benedicite, dar las gracias ? Todo eso
practica, es verdad; pero muchas veces sin saber ni atender a quien
habla. Quizá ni tan solo deja su trabajo. ¿Se trata de un hombre?, pues
lo veréis entretenerse dando vueltas a su gorro o sombrero entre las
manos, cual si mirase si es bueno o estropeado, cual si quisiera
venderlo. ¿Se trata de una mujer?, pues rezara mientras corta el pan
para la sopa, echa leña al fuego, o bien yendo a la zaga de sus hijos o
de sus sirvientas. Las distracciones en la oración no serán del todo
voluntarias, si queréis; preferiría no tenerlas; pero, como para
apartarlas debe hacerse cierta violencia, las deja ir y venir
libremente.
El alma tibia quizá no para el
día del domingo trabajando en obras que los que tienen menos religión
consideran como prohibidas; pero no tiene escrúpulo en remendar una
prenda de ropa, en arreglar tal o cual cosa de uso domestico, en enviar
los pastores al campo durante la hora de los oficios, bajo el pretexto
de que tienen que dar de comer al ganado; prefiere dejar perecer su alma
y la de sus trabajadores a dejar perecer las bestias. Si es un hombre,
reparara sus herramientas o sus vehículos para el día siguiente; ira a
visitar sus tierras, tapara un agujero, arreglara sus cuerdas,
transportara cubos o los remendara. ¿Que os parece?. ¿No es esto lo que
sucede en realidad ?...
El alma tibia se confesara aun
todos los meses y quizá más a menudo. Pero ¿que confesiones?. Sin
preparación, sin deseos de corregirse ; y si los concibe, son ellos tan
débiles que el primer soplo los echa por tierra. Sus confesiones no son
más que una repetición de las pasadas, y aun gracias que no tenga nada
que añadir. Hace ya veinte años se acusaba de lo que se acusa hoy,
dentro de veinte años, si aun se confiesa, repetirá lo mismo. El alma
tibia no cometerá, si queréis, grandes pecados; pero, si se trata de una
leve murmuración, de una mentira, de un sentimiento de odio, de
aborrecimiento, de celos, de un pequeño disimulo, con facilidad los
comete. Si no la respetáis cual cree ser merecedora, os lo echara en
cara so pretexto de que con ello se ofende a Dios; pero mejor diría que
es porque ella misma se siente ofendida.
Cierto que no dejara de
frecuentar los sacramentos, más las disposiciones con que va a
recibirlos inspiran lastima. Encierra a su Dios en una cárcel sucia y
oscura, No le da muerte, pero le deja en su corazón sin alegría, sin
consuelo; todas sus disposiciones delatan que aquella pobre alma no
tiene más que un soplo de vida. Una vez recibida la Sagrada Comunión, el
alma tibia casi no piensa en Dios más que los otros días. La manera de
portarse nos da a entender que no se ha dado cuenta de la magnitud de su
dicha.
La persona tibia reflexiona muy
poco sobre el estado de su alma, y casi nunca vuelve la vista hacia el
pasado; si le viene al pensamiento la necesidad de portarse mejor, cree
que, una vez confesados sus pecados, debe permanecer perfectamente
tranquila. Asiste a la Santa Misa casi como a un acto ordinario; no
considera seriamente la alteza de aquel misterio, y no tiene
inconveniente en conversar sobre cualquier cosa mientras se dirige al
templo; quizá ni se le ocurrirá nunca pensar que va a participar del mas
grande de los dones, que Dios, con ser Dios, pudo otorgarnos. Piensa
ciertamente en las necesidades de su alma, pero con debilidad de
espíritu; muchas veces se presenta ante su Dios sin saber siquiera lo
que ha de pedirle. Durante los oficios, no quiere dormirse, es cierto, y
hasta come que los demás lo adviertan; pero no se hace la menor
violencia. Tampoco quisiera tener distracciones durante la oración o la
Santa Misa; más, como ello implicaría cierta lucha, las tolera con
paciencia, aunque no las desee. Los días de ayuno casi no los distingue,
pues o bien adelanta la hora de la comida, o bien hace una abundante
colación, casi equivalente a una cena, alegando el pretexto de que el
cielo no se alcanza con hambre. Al practicar algunas buenas obras, a
menudo su intención no es del todo pura: unas veces son para complacer a
alguien, otras por compasión, otras hasta para agradar al mundo. Para
los tales, todo cuanto no sea un grave pecado, resulta ya aceptable. Les
gusta pacer el bien, pero no quieren hallar dificultades al practicarlo.
Hasta les gustaría visitar a los enfermos, pero seria preciso que los
enfermos viniesen a ellos. Tienen medios de hacer limosna, conocen a las
personas que están necesitadas; pero esperan a que se la vengan a pedir,
en vez de anticiparse, con lo cual sus obras serian doblemente
meritorias. En una palabra, la persona que lleva una vida tibia no deja
de practicar muchas buenas obras, de frecuentar los sacramentos, de
asistir puntualmente a las funciones; más en todos sus actos veréis una
fe débil, lánguida, una esperanza que a la menor prueba se viene abajo,
un amor de Dios y del prójimo sin ardor y sin gusto; todo cuanto hace no
resulta enteramente perdido, más poco le falta para ello.
Considerad ahora delante de Dios
en que lado os halláis: ¿en el de los pecadores, que lo abandonaron ya
todo, que no piensan ya en la salvación de su pobre alma, que se hunden
en el pecado sin remordimiento alguno?. ¿En el lado de las almas justas,
que solo ven y buscan a Dios, que se inclinan siempre a pensar mal de si
mismas y quedan en seguida convencidas cuando se les hace notar algún
defecto suyo; que se creen siempre mil veces mas miserables de lo que
opinan los demás, y tienen en nada todo cuanto hicieron hasta el
presente?. O bien, ¿pertenecéis al numero de aquellas almas perezosas,
tibias e indiferentes, tal como acabamos de pintarlas?. ¿Cual es el
camino por donde andáis? ¿Quien podrá estar seguro de que no es ni
pecador, ni tibio, sino de los escogidos?. ¡Ay!, ¡cuantos parecen buenos
cristianos a los ojos del mundo, más son tibios a los ojos de Dios, que
lo ve todo y conoce nuestro interior!.
II.-Pero, me diréis, ¿de que
medios hemos de valernos para salir de tan miserable estado? - Si
deseáis saberlo, atended un momento. Y, ante todo, debo advertiros que
el que vive en la tibieza, en cierto sentido está más en peligro que
aquel que vive en pecado mortal; y que las consecuencias de un tal
estado son acaso más funestas. He aquí la prueba. El pecador que no
cumple el precepto pascual, o que ha contraído hábitos malos o
criminales, lamentase, de vez en cuando, del estado en que vive, en el
cual está resuelto a no morir; desea salir del mismo, y un día llegara a
hacerlo. Mas el alma que vive en la tibieza, no piensa en salir de ella,
pues cree estar bien con Dios.
¿Que habremos de concluir de
esto?. Vedlo aquí. Esa alma tibia viene a ser un objeto insípido,
insustancial, desagradable a los ojos de Dios, quien acaba por vomitarlo
de su boca; o sea acaba por maldecirlo y reprobarlo. ¡Oh Dios mío, a
cuantas almas pierde ese estado!. Si queréis hacer que un alma tibia
salga de su estado, os contestará que no pretende ser santa; que, con
tal de entrar en el cielo, ya tiene bastante. No pretendes ser Santo, y
no consideras que solo los santos llegan al cielo. O ser Santo, o
réprobo: no hay termino medio.
¿Queréis salir de la tibieza?.
Llegaos frecuentemente a la puerta de los abismos, en donde se oyen los
gritos y los alaridos de los réprobos, y podréis formaros idea de los
tormentos que experimentan por haber vivido tibiamente y con negligencia
respecto al negocio de su salvación. Levantad vuestros pensamientos
hacia el cielo, y considerad cual sea la gloria de los santos por haber
luchado y por haberse violentado mientras estaban en la tierra. Mirad lo
que hicieron para merecer el cielo. Mirad que respeto sentían por la
presencia de Dios; que devoción en sus oraciones, las cuales no cesaban
en toda su vida. Mirad su valentía en combatir las tentaciones del
demonio. Ved con que gusto perdonaban y hasta favorecían a los que los
perseguían, difamaban o les deseaban mal. Mirad su humildad, el
desprecio de si mismos, el gusto con que se veían despreciados, y el
terror con que miraban las alabanzas y la estimación del mundo. Mirad
con que atención evitaban los más leves pecados, y cuán copiosas
lagrimas derramaban por sus culpas pasadas. Mirad que pureza de
intención en todas sus buenas obras: no tenían otra mira que Dios, solo
deseaban agradar a Dios. ¿Que más os diré?. Mirad aquella muchedumbre de
mártires que no pueden hartarse de sufrimientos, que suben a los
cadalsos con mayor alegría que los reyes al trono. Terminemos. No hay
estado más terrible que el de aquella persona que vive en la tibieza,
pues antes se convertirá un gran pecados que un tibio. Si nos hallamos
en tal estado, pidamos a Dios, de todo corazón, la gracia de salir de
é1, para emprender el camino que todos los santos siguieron y así poder
llegar a la felicidad de que ellos disfrutan.