Santo Cura de Ars: Sermón sobre LA COMUNION
Caro mea vere est cibus.
Mi carne es verdaderamente comida.
(S. In., VI, 56.)
¿Podremos hallar en nuestra santa religión un momento más precioso, una
circunstancia más feliz, que aquel instante en que Jesucristo instituyó
el adorable Sacramento de los altares? -No, no, puesto que esta
circunstancia nos recuerda y atestigua el inmenso amor de un Dios a las
criaturas. Cierto que, en todo cuanto Dios ha hecho, manifiéstanse sus
perfecciones infinitas. Al crear el mundo, hizo brillar la grandeza de
su omnipotencia; gobernando el vasto universo, nos muestra una sabiduría
incomprensible; y hasta podernos decir con el Salmo 103 (Quam
magnificata sunt opera tua, Domine!.... Animalia pussilla cum magnis
(Ps. 103, 23-25).): "Sí, Dios mío, sois infinitamente grande en las
cosas más pequeñas, y en la creación del más vil insecto". Mas lo que
nos manifiesta en la institución de este gran Sacramento de amor, no es
solamente su poder y sabiduría, sino además el inmenso amor de su
corazón. "Sabiendo muy bien que se acercaba el tiempo de volver al
Padreo; no pudo resignarse a dejarnos solos en la tierra y en medio de
tantos enemigos afanosos de nuestra pérdida. Sí, Jesucristo, antes de
instituir este Sacramento de amor, sabía muy bien a cuántos desprecios y
profanaciones se expondría; mas nada fué bastante para detenerlo, quiere
que se nos quepa la dicha de hallarle cuantas veces andemos en su busca,
y así por este gran Sacramento, se compromete a permanecer día y noche
entre nosotros; y en Él hallaremos a un Dios Salvador, que cada día se
inmolará por nosotros a la justicia del Padre. ¡Oh, pueblo dichoso!
¿quién ha comprendido jamás el tesoro que posees?
A fin de inspiraros un gran respeto y amor a Jesucristo en el adorable
sacramento de la Eucaristía, os mostraré ahora lo mucho que Él nos ha
amado al instituírla. ¡Oh, qué felicidad! ¡una criatura recibir a su
Dios! ¡tomarlo como alimento!; hasta cebarse con Él! ¡ Oh, amor
infinito, inmenso e incomprensible!... ¡Y un cristiano piensa y
considera esto, sin morir de amor y de espanto a la vista de su
indignidad!...
I.-No hay duda que, en todos los sacramentos que Jesucristo ha
instituido, nos muestra una misericordia infinita. En el sacramento del
Bautismo, nos arranca de las manos de Lucifer, y nos convierte en hijos
de Dios Padre, nos abre el cielo, que para nosotros estaba cerrado; nos
hace participantes de todos los tesoros de la Iglesia; y, si somos
fieles a nuestras promesas, tenemos la seguridad de una bienaventuranza
eterna. En el sacramento de la Penitencia, nos muestra su infinita
misericordia, y nos hace participantes de ella; pues, por dicho
sacramento, nos libra del infierno, al que nuestros pecados de malicia
nos arrastraban, y nos aplica de nuevo los infinitos méritos de su
pasión. En el sacramento de la Confirmación, a fin de que podamos
conducirnos bien en el camino de la virtud, nos da un espíritu de luz
que nos hace conocer el bien que debemos hacer y el mal que debemos
evitar; además, nos comunica un espíritu de fortaleza que nos ayude a
vencer todos los obstáculos que se presenten al llevar a cabo la obra de
nuestra salvación. en el sacramento de la Extremaunción, con los ojos de
la fe cómo Jesucristo nos cubre con los méritos de su pasión y muerte.
En el Orden, da Jesucristo grande y singular potestad a los sacerdotes;
ellos son quienes le hacen descender... En el sacramento del Matrimonio,
vemos cómo Jesucristo santifica todas nuestras acciones, hasta aquellas
que parecen obedecer únicamente a las corrompidas inclinaciones de la
naturaleza.
Estas son, me diréis, manifestaciones de misericordia dignas de un Dios
infinito en todo. Pero en el adorable sacramento de la Eucaristía, aun
llega más allá: todo esto no parece más que un ensayo de amor a los
hombres; quiere Él, para el bien de las criaturas, que su cuerpo, su
alma y su divinidad se hallen en todos los rincones del mundo, a fin de
que podamos hallarle cuantas veces lo deseemos, a fin de que en Él
hallemos toda suerte de dicha y felicidad. Si sufrimos penas y
disgustos, Él nos alivia y nos consuela. Si caemos enfermos, o bien será
nuestro remedio, o bien nos dará fuerzas para sufrir, a fin de que
merezcamos el cielo. Si nos hacen la guerra el demonio y las pasiones
nos dará armas para luchar, para resistir y para alcanzar victoria. Si
somos pobres, nos enriquecerá con toda suerte de bienes en el tiempo y
en la eternidad. Vosotros vais a pensar: bastantes son ya esas gracias.
¡Oh! no, aún no esta satisfecho su amor. Todavía tiene otros dones para
otorgarnos, dones que su inmenso amor halló en su corazón abrasado por
el mundo ingrato, el cual sólo parece aceptar tal cúmulo de bienes para
ultrajar a su bienhechor. Mas no pensemos en eso; dejemos por un momento
la ingratitud de los hombres, abramos las puertas de este sagrado y
adorable Corazón; encerrémonos por un momento en medio del ardor de sus
llamas y veremos entonces hasta dónde llega el poder de un Dios que nos
ama. ¡Oh, Dios mío! ¿Quién será capaz de comprenderlo, y a la vez no
morirá de amor y de dolor al ver, por una parte, tanta caridad, y por
otra, tanto desprecio e ingratitud?
Leemos en el Evangelio que Jesucristo, sabiendo que era ya llegado el
momento en que los judíos iban a darle muerte, dijo a sus apóstoles "que
deseaba en gran manera celebrar con ellos la Pascua" (Luc., 22. 15.).
Habiendo llegado aquella hora para nosotros tan feliz, sentóse a la mesa
con ánimo de dejarnos una prenda de su amor. Después levantóse de la
mesa, dejó sus vestidos, y se ciñó una toalla en la cintura; echó agua
en un cubo, y púsose a lavar los pies de sus apóstoles, incluso judas,
con todo y conocer que dentro de poco iba a perpetrar su traición. Con
aquel preliminar, quiso mostrarnos la gran pureza y humildad con que
debemos acercarnos a Él sentado de nuevo a la mesa, tomó un pedazo de
pan en sus santas y venerables manos; después, elevando sus ojos al
cielo para dar gracias a su Padre, y a fin de darnos a entender que
aquel gran don venía del cielo, lo bendijo, y lo distribuyó entre sus
apóstoles, diciéndoles: "Comed todos de él, esto es verdaderamente mi
Cuerpo, el cual será entregado por vosotros". Tomando después el cáliz,
en el que había vino mezclado con agua, lo bendijo también, y se lo
ofreció, diciéndoles: "Bebed todos de este cáliz, esta es mi Sangre, la
cual será derramada para remisión de los pecados, y cuantas veces
pronunciéis estas palabras, obraréis el mismo milagro; es decir,
transformaréis el pan en mi Cuerpo y el vino en mi Sangre." ¡Cuánto amor
con nosotros es el que muestra todo un Dios en la institución del
adorable sacramento de la Eucaristía! Decidme, ¿de qué respetuoso
sentimiento hubiéramos estado penetrados, si entonces nos hubiésemos
hallado en este mundo y presenciado con nuestros propios ojos a
Jesucristo instituyendo este santo Sacramento de amor? No obstante, este
gran milagro se apera cada vez que el sacerdote celebra la santa Misa,
en la que nuestro divino Salvador se digna bajar y nuestros altares.
¡Ahí! si tuviésemos viva esta creencia, ¿de qué respeto no deberíamos
estar penetrados? ¡Con qué reverencia y temor compareceríamos, ante ese
gran sacrificio, en el que Dios nos muestra la magnitud de su amor y de
su poder! No dudo que vosotros lo creéis todo esto; pero obráis cual si
no lo creyeseis.
Si necesitáis que os haga comprender la grandeza de este misterio,
escuchadme, y vais a ver cuán grande habría de ser la reverencia con que
debiéramos mirarlo. Leemos en la historia que un sacerdote que celebraba
la santa Misa en una iglesia de la ciudad de Bolsena, después de haber
pronunciado las palabras de la consagración, dudó de la presencia real
del Cuerpo de Jesucristo en la santa Hostia, es decir, dudó de si las
palabras de la consagración habían verdaderamente transformado el pan en
Cuerpo de Jesucristo y el vino en su Sangre, y al momento quedó la santa
Hostia cubierta de sangre. Con ello Jesucristo pareció querer reprender
la poca fe de su ministro, y al mismo tiempo llevarle a arrepentirse,
volverle la fe que, con su duda, acababa de perder; y además quiso
mostrarnos, mediante aquel gran milagro, cuán ciertos hemos de estar de
su presencia en la sagrada Eucaristía, aquella Hostia santa derramó
sangre con tanta abundancia, que quedaron teñidos con ella el corporal,
los manteles y el mismo altar. El Papa, a quien se comunicó milagro tan
extraordinario, ordenó que se trajese a su presencia aquel corporal
ensangrentado; fué llevado a la ciudad de Orvieto, donde se le recibió
con extraordinaria pompa, y fué depositado en el templo. Después se
construyó una iglesia magnífica para guardar aquel precioso depósito;
además, todos los años, en la fiesta del Corpus, es llevada en procesión
tan preciosa reliquia (Vease Las Maravillas divinas en la Sagrada
Eucaristia. Del P. Rossignili, S.J.; maravilla 113ª). Ved, pues, cómo
aquellos que se dejan llevar de la duda, al oir esto habrán de
confirmarse en la fe. Pero, Dios mío, ¿cómo podremos dudar, después de
las palabras del mismo Jesucristo, que dijo a sus apóstoles, y en su
persona a todos los sacerdotes: "Cuantas veces pronunciéis estas
palabras, haréis el mismo milagro, es decir, haréis lo que yo he hecho,
transformaréis el pan es mi Cuerpo y el vino es mi Sangre".
¡No hay mayor amor, no hay mayor caridad que la manifestada por
Jesucristo, al escoger la víspera del día en que debía dársele muerte,
para instituir un Sacramento por el cual iba a permanecer en medio de
nosotros, para ser nuestro Padre, nuestro Consolador y toda nuestra
felicidad! Más afortunados que aquellos que vivieron mientras estuvo en
este mundo, cuando no habitaba más que un lugar, cuando debían andarse
algunas horas para tener la dicha de verle; hoy le tenemos nosotros en
todos los lugares de la tierra, y así ocurrirá, según nos está
prometido, hasta el fin del mundo. ¡Oh, amor inmenso de un Dios a sus
criaturas! No, cuando se trata de mostrarnos la grandeza de su amor,
nada puede detenerle. En aquel momento tan venturoso para nosotros, toda
Jerusalén está agitada, el populacho está furioso, todos conspiran para
perderle; y es precisamente en aquel momento cuando todos están
sedientos de su adorable sangre: les prepara, así a ellos como a
nosotros, la prenda más inefable de su amor. Los hombres están tramando
contra Él los complots más tenebrosos, al paso que Él se está ocupando
en regalarles con lo que tiene de más precioso que es É1 mismo. No
piensan más que en levantar una infame cruz para hacerle morir en ella,
y É1 no piensa más que en levantar un altar donde se inmole É1 mismo,
cada día, por nuestro amor. Se está preparando el derramamiento de su
sangre, y Jesucristo quiere que aquella misma sangre sea para nosotros
una bebida de inmortalidad, para consuelo y felicidad de nuestras almas.
Sí, podemos afirmar que Jesucristo nos ama hasta agotar los tesoros de
su amor, sacrificándose hasta donde han podido inspirarle su sabiduría y
su poder. ¡Oh, amor tierno y generoso de un Dios para con tal viles
criaturas cual nosotros, que tan indignos somos de su predilección!
¡cuánto respeto deberíamos tener a ese grande Sacramento, en el que un
Dios hecho hombre se muestra presente cada día en nuestros altares!
Aunque Jesucristo sea la misma bondad, no deja algunas veces de castigar
rigurosamente, según vemos en distintos pasajes de la historia, los
desprecios que se hacen a su santa presencia...
II.-Hemos dicho que Jesucristo, para obrar aquel milagro, escogió el
pan, que es el alimento común a todos, pobres y ricos, fuertes y
débiles, para significarnos que este celestial alimento esa destinado a
todos los cristianos que quieran conservar la vida de la gracia y la
fuerza para luchar con el demonio. Vemos que, al obrar Jesús el gran
milagro, elevó sus ojos al cielo para dar gracias a su Padre celestial,
con lo cual quiso mostrarnos cuánto deseaba la llegada de aquel momento
tan dichoso paya nosotros, y nos dió con ello prueba de la grandeza de
su amor. "Sí, hijos míos, les dijo el divino Salvador a los apóstoles,
mi Sangre desea con impaciencia ser derramada por vosotros; mi Cuerpo
arde en deseos de ser desgarrado para curar vuestras llagas; lejos de
asustarme por las ideas amargas y tristes que de antemano me ha venido
al pensar en mis sufrimientos y en mi muerte, siento, por el contrario,
en mí el colmo del placer. La causa de ello es porque en mis
sufrimientos y en mi muerte hallaréis un remedio seguro para todos
vuestros males. ¡Oh! ¿qué amor iguala al de un Dios para con sus
criaturas? Nos dice San Pablo que, en el misterio de la Encarnación,
Dios escondió su divinidad; pero, en el de la Sagrada Eucaristía, llega
hasta a esconder su humanidad (S. Tomas, imno Adorote devote). Solamente
la fe puede obrar en tan incomprensible misterio. Si, cualquiera que sea
el lugar donde nos encontremos, dirijamos con placer nuestros
pensamientos, nuestros deseos, hacia donde está guardado este adorable
Cuerpo, para unirnos a los ángeles que con tanto respeto lo adoran.
Guardémonos de hacer como aquellos impíos que no muestran el menor
respeto a los templos, tan santos, tan dignos de reverencia, tan
sagrados por la presencia de Dios hecho hombre, que día y noche mora en
nosotros...
Vemos con frecuencia que el Padre Eterno castiga con rigor a los que
desprecian a su divino Hijo. Leemos en la historia que una vez un sastre
acertó a encontrarse en una casa mientras que era llevado el Viático a
un enfermo de la misma; los que estaban junto a dicho enfermo le rogaron
que se arrodillase, mas él se negó; y soltó esta horrible blasfemia:
"¿Yo arrodillarme?, dijo. Respeto mucho más una araña, que es el más vil
insecto, que a vuestro Jesucristo, a quien queréis que adore". ¡De qué
cosas es capaz aquel que ha perdido la fe! Mas Dios no dejó impune aquel
pecado horrible: en el mismo instante, una grande araña negra descendió
del techo y vino a posarse sobre la boca del blasfemo, y le picó en los
labios, los cuales al momento se le hincharon, y murió al poco rato el
infeliz. Ya veis, pues, cuán culpables somos al no guardar este gran
respeto que se merece la presencia real de Jesucristo.
No nos cansemos de contemplar el gran misterio de amor en el que un
Dios, igual al Padre, alimenta a sus hijos, no con un alimento
ordinario, ni con aquel maná con que el pueblo judío se alimentaba en el
desierto, sino con su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa. ¿Quién
podría jamás imaginarlo, si no fuese Él mismo quien nos lo dice y lo
ejecuta a un tiempo? ¡Cuán dignas son de nuestro amor y de nuestra
admiración tales maravillas! ¡Un Dios, después de haber cargado con
todas nuestras miserias, nos hace participantes de todas sus
excelencias! ¡Oh, pueblo cristiano, cuán venturoso eres al tener un Dios
tan bueno y tan rico!... Leemos que San Juan Evangelista vió un ángel a
quien el Padre Eterno entregaba la copa de su furor para que la
derramara sobre todas las naciones de la tierra(Apoc., 15.); mas aquí
vemos todo lo contrario. El Padre Eterno pone en manos de su Hijo la
copa de su misericordia para que sea derramada sobre todos los pueblos
del mundo. AL hablarnos de su Sangre adorable, nos dice, como a sus
apóstoles: "Bebed todos de ella, y hallaréis la remisión de vuestros
pecados y la vida eterna"(Math., 16. 27,28.). ¡Oh, dicha inefable!...
¡oh, fuente abundante y excelsa, que darás testimonio, hasta el fin de
los siglos, de la felicidad que, por esta creencia, debíamos alcanzar!
Para inspirarnos una viva fe acerca de su presencia real, Jesucristo no
ha cesada en todo tiempo de obrar milagros. Así leemos que hubo una
mujer cristiana, pero muy pobre. Pidió, prestada a un judío, una cierta
cantidad de dinero y le dio en prenda los mejores vestidos que tenía.
Acercándose la fiesta de la Pascua, suplicó al judío que le devolviese,
por un día, aquellos vestidos. El judío le dijo que no sólo estaba
dispuesto a devolverle los vestidos, sino además a condonarle la deuda,
con tal que le trajese una Sagrada Hostia, cuando la hubiese recibido de
manos del sacerdote en la comunión. El afán de aquella miserable por
recobrar sus vestidos y, al mismo tiempo, la esperanza de no verse
obligada a devolver el dinero que había pedido prestado, la llevaron a
ejecutar la más horrible acción. Al día siguiente se encaminó a la
Iglesia parroquial. En cuanto hubo recibido en la lengua la Sagrada
Hostia, la tomó con cuidado y la puso en un pañuelo. En seguida la llevó
a aquel miserable judío, el cual, como es de suponer, la quería para
descargar todo su furor contra Jesucristo. Aquel hombre abominable trató
a Jesucristo con un furor espantoso; mas veamos cómo Jesucristo mismo le
mostró cuánto sentía los ultrajes que se le inferían. Comenzó el judío
colocando la Santa Hostia sobre una mesa, y le dió a su sabor golpes con
un pequeño cuchillo; mas el desgraciado pudo ver cómo de la Santa Hostia
salía sangre en abundancia, cosa que atemorizó mucho a su hijo.
Después, quitándola con desprecio de encima la mesa, la fijó con un
clavo en la pared, y le dió hasta quedar saciado, golpes con un azote.
La atravesó con una lanza, y salió sangre nuevamente. Después de tales
crueldades, la echó en una caldera de agua hirviendo: al momento, el
agua pareció transformarse en sangre. Entonces la Hostia tomó la figura
de Jesucristo clavado en cruz: lo cual le asustó de tal modo que hubo de
correr despavorido a esconderse en un rincón de la casa. Mientras esto
acontecía, los hijos del judío que veían a los fieles cristianos
dirigirse al templo, les decían: "¿ Dónde vais? NO hallaréis en la
iglesia a vuestro Dios, puesto que nuestro padre lo ha matado". Una
mujer, que oyó lo que decían los hijos del judío, entró en la casa. Y
vió en efecto, la Hostia aun bajo la figura de Jesús crucificado; mas al
punto tomó su forma ordinaria. Tomó aquella mujer una copa, y la Hostia
vino a ponerse en su interior. Muy dichosa y contenta aquella mujer, la
llevó en seguida a la iglesia de San Juan (en Greve), donde fué colocada
en un lugar apropiado para que los fieles la adorasen. Ofreciose el
perdón a aquel desgraciado con tal de que se convirtiese al
cristianismo; mas estaba tan obstinado, que prefirió se le condenase a
ser quemado vivo, antes que hacerse cristiano. No obstante, su mujer,
sus hijos, y muchos judíos recibieron el bautismo. En vista de los
milagros que Jesucristo acababa de obrar y para perpetuar su recuerdo,
aquella casa fué convertida en templo; se estableció allí una comunidad
religiosa, con el objeto de que hubiese constantemente alguien ocupado
en desagraviar a Jesucristo de los ultrajes que del judío recibiera
(Este célebre prodigio es conocido con el nombre de Milagro de los
Billetes.). No podemos oir todo esto sin espanto. Pues bien, ved a qué
se expone, y a qué estará Jesucristo expuesto hasta el fin del mundo,
por nuestro amor. ¡Qué amor, el que nos muestra Dios Nuestro Señor! ¡qué
excesos le ha llevado el amor a sus criaturas !
Debéis saber, además, que Jesucristo, tomando el cáliz en sus santas
manos, habló así a sus apóstoles: "Dentro de algunas horas esta
preciosa Sangre va a ser derramada de una manera visible y cruel; y para
vosotros será derramada; el ardiente deseo que tengo de derramarla en
vuestros corazones me ha sugerido el empleo de este medio. Cierto que la
envidia de mis enemigos es una de las causas de mi muerte; pero no es la
principal; las acusaciones que han inventado contra mi persona para
perderme, la perfidia del discípulo que me entregará, la debilidad del
juez que va a condenarme, y la crueldad de los verdugos que van a
matarme, son otros tantos instrumentos de que se sirve mi infinito amor
para probaros cuánto os amo." Sí, para la remisión de nuestros pecados
fué derramada aquella sangre, y para el mismo objeto este sacrificio se
reproducirá todos los días. Ya veis, cuánto nos ama Jesucristo, pues con
tanto afán se sacrifica por nosotros a la justicia de su Padre; y aun
más, quiere el que semejante sacrificio se renueve todos los días y en
todos los lugares del mundo. ¡Qué suerte para nosotros saber que
nuestros pecados, aun antes de ser cometidos, fueron ya expiados en el
gran sacrificio de la cruz! Acudamos con frecuencia al pie del
tabernáculo, para consolarnos en nuestras penas y para fortalecernos en
nuestras debilidades. ¿Tenemos que lamentar, tal vez, la gran desgracia
de haber pecado? La Sangre adorable de Jesucristo implorará gracia por
nosotros.
¡Cuánto más viva que la nuestra era la fe de los primeros cristianos! En
los primeros tiempos, un gran número de cristianos atravesaba los mares
para ir a, visitar los santos lugares en donde se había realizado el
misterio de la Redención. Cuando se les mostraba el Cenáculo en el que
Jesucristo instituyó este divino Sacramento consagrado a alimentar
nuestras almas, cuando se les hacía ver el sitio en que había rociado la
tierra con sus lágrimas y su sangre durante la agonía que acompañó a su
oración, no sabían dejar aquellos lugares memorables y venerados sin
derramar lágrimas en abundancia. Mas esto llegaba al colmo al ser
conducidos al Calvario, en donde el Salvador tantos sufrimientos
experimentara por nosotros. Entonces les parecía no poder vivir ya más;
al recordar lo que aquellos lugares evocaban, a saber, el tiempo, las
acciones y los misterios que por nuestro bien allí se realizaron,
estaban inconsolables; sentían avivar nuestra fe, su corazón se abrasaba
bajo los ardores de una nueva hoguera. ¡Oh, felices lugares, exclamaban,
donde tantos prodigios se realizaron por nuestra salvación!. Pero, sin
ir tan lejos, sin tenernos que molestar en atravesar los mares y
exponernos a tantos peligros, ¿no tenemos aquí, en medio de nosotros, a
Jesucristo, no solamente como Dios, sino en cuerpo y alma? ¿No son tan
dignas de respeto nuestras iglesias como los lugares santos que
visitaban aquellos peregrinos? ¡Nuestra dicha es demasiado grande!,
jamás comprenderemos su alcance ¡Pueblo feliz, el cristiano, al ver cómo
cada día se renuevan todos los prodigios que la omnipotencia de Dios
obró en otro tiempo en el Calvario para salvar a los hombres.
¿A qué obedece, pues, el que no experimentemos este mismo amor, no
sintamos el mismo agradecimiento, no estemos poseídos del mismo respeto,
con todo y obrarse cada día los mismos milagros ante nuestros ojos?
¡Ay!, hemos abusado tanto de las gracias recibidas, que merecimos de
Dios el castigo de que no fuese arrebatada, en parte, nuestra fe; apenas
nos queda indicio de ella parra hacernos cargo de, que estamos en la
presencia de Dios. ¡Dios mío! ¡qué desgracia para un cristiano haber
perdido la fe! Desde que la fe nos falta, no hacemos más que despreciar
este augusto Sacramento; ¡y cuántos hay aún que llegan hasta a caer en
la impiedad, haciendo mofa de los que tienen la dicha de venir a sacar
de aquí las gracias y fuerzas necesarias para salvarse!. Temamos los
castigos que Dios puede enviarnos por nuestra falta de respeto a su
adorable presencia. Aquí tenéis un ejemplo de los más espantosos.
Refiere, en sus Anales, el Cardenal Baronio que en la villa de Lusignan,
cerca de Poitiers, había un sujeto que manifestaba un gran desprecio por
la persona de Jesucristo: escarnecía y menospreciaba a cuantos
frecuentaban los Sacramentos; ridiculizaba su devoción. Sin embargo,
Nuestro Señor, que siempre prefiere la conversión a la pérdida del
pecador, le había enviado con alguna frecuencia remordimientos de
conciencia, bien veía que obraba mal y que aquellos de que se burlaba le
aventajaban en felicidad; mas, en cuanto se le ofrecía una nueva
ocasión, volvía a las andadas y, de esta manera, poco a poco, acabó por
ahogar enteramente los remordimientos que Dios le enviaba. Mas, para
mejor disimularlo, procuró ganar la amistad de un santo religioso, el
superior del monasterio de Bonneval, lugar muy cercano a su morada. Iba
allí con frecuencia, y, aunque impío, hacía gala de aquélla amistad, y
se creía hasta bueno cuando estaba con aquellos santos religiosos. El
superior, que, andando el tiempo, se dio cuenta de lo que pasaba en el
ánimo de aquel sujeto, le decía muchas veces: "Mi querido amigo mío, veo
que no tenéis el respeto que debierais a la presencia de Jesucristo en
el adorable Sacramento del altar; y creo que, si queréis convertiros, no
habrá más remedio que dejar el mundo y retiraros en un monasterio para
hacer allí penitencia. Mejor que nadie sabéis vos cuántas veces habéis
profanado los Sacramentos, manchándoos el alma con abominables
sacrilegios; si llegaseis a morir, seríais arrojado al infierno por toda
la eternidad. Creedme, pensad en reparar las profanaciones cometidas;
¿cómo podéis vivir en tan miserable estado?" Aquel pobre hombre parecía
escucharle y hasta aprovecharse de sus consejos, pues sentía,
ciertamente, en su conciencia el peso de los sacrilegios; mas como le
repugnaba aceptar algunos pequeños sacrificios, indispensables para su
conversión, resultaba que, con todo y sus buenos pensamientos,
continuaba siempre igual; y así sucedió que, cansándose Dios de su
impiedad y de sus sacrilegios, le abandonó a sí mismo; y el pobre cayó
enfermo. El abad, sabiendo el mal estado en que se hallaba su alma, se
apresuró a visitarle. Al ver el infeliz que aquel buen religiosa, que
era un santo, iba a verle, lloró de alegría, y, quizá concibiendo la
esperanza de que rogaría por él y le ayudaría a sacar su alma del
cenagal de sus sacrilegios, suplicó al abad que se quedase con él cuanto
tiempo le fuese posible. Llegó la noche y retiráronse todos menos el
abad, que permaneció junto al enfermo. Aquel pobre infeliz púsose a dar
gritos horribles, diciendo: "¡Padre mío!, ¡socorredme! ¡venid en mi
auxilio!" ¡Mas, ay! ¡no era ya tiempo oportuno! Dios le había abandonado
en castigo de sus impiedades y sacrilegios. "¡Ah! ¡Padre mío, ved aquí
dos espantosos leones que me están acechandó! ¡Ah! ¡Padre mío,
socorredme! " El abad, lleno de espanto, se arrodilló para implorar
misericordia, a favor del enfermo; mas era ya demasiado tarde, la
justicia de Dios le había entregado al poder de los demonios. De
repente, el enfermo cambió de voz hablando en tono más sosegado; púsose
a conversar como una persona sana y en el pleno dominio de su espíritu:
"Padre mío, le dijo, aquellos leones que ahora mismo estaban cerca de mí
se han retirado". Pero mientras estaban hablando familiarmente, el
enfermo perdió la voz y quedó como muerto. Por tal lo tuvo el religioso,
mas quiso presenciar el fin de todo aquello; decidió, pues, pasar el
resto de la noche junto al enfermo. Al cabo de un rato, aquel pobre
infeliz volvió en sí, recobró la palabra, y dijo al superior: "Padre
mío, acabo de ser citado al tribunal de Jesucristo, y, a causa de mis
impiedades y sacrilegios, estoy condenado a arder en los infiernos".
Asustado el religioso, púsose a orar, intentando probar si quedaba aún
algún recurso para lograr la salvación de aquel desgraciado, mas,
viéndole rezar el moribundo, le dijo: "Padre mío, dejad vuestras
oraciones, Dios no os va a escuchar en nada de cuanto le digáis respecto
a mí; los demonios me rodean, sólo están esperando el instante de mi
muerte, que no tardará en llegar, para arrastrarme al infierno, en donde
voy a arder por toda la eternidad". De repente, sobrecogido de espanto,
exclamó: "¡Ah! Padre mío, el demonio se me lleva; adios Padre mío,
desprecié vuestros consejos y estoy condenado". Y diciendo esto, vomitó
su alma maldita a los abismos. Retiróse el superior llorando vivamente
por la suerte de aquel desgraciado que desde su lecho acababa de caer en
el infierno. ¡Ay!, ¡cuán grande es el número de esos profanadores,
cuántos cristianos han perdido la fe o causa de sus sacrilegios! Al ver
tantos Cristianos que no reciben los Sacramentos, o que los frecuentan
muy de tarde en tarde, no busquemos otras causas que los sacrilegios por
ellos cometidos. ¡Cuántos hay también a quienes los remordimientos
desgarran la conciencia, se tienen por culpables de tremendos
sacrilegios, y aguardan la muerte en un estado capaz de hacer temblar el
cielo y la tierra. !No lleguéis más allá, ya que no habeis alcanzado aún
el estado miserable de aqueldesgraciado réprobo de que os acabo de
hablar; mas quién os asegura que, mientras no llegue la hora de la
muerte, no seréis, como el abandonados de Dios y echados al fuego? ¡Oh,
Dos mío!; ¿cómo podré vivir en tan espantoso estado? Aun estamos a
tiempo, volvamos sobre nuestros pasos, echémonos a los pies de
Jesucristo, escondido en el adorable sacramento de la Eucaristía. Él
ofrecerá de nuevo y por nosotros, al Padre celestial los méritos de su
pasión y muerte, y con ello estamos seguros de alcanzar misericordia.
Tengamos la seguridad de que, si sentimos un gran respeto a la presencia
real de Nuestro Señor Jesucristo en el adorable Sacramento del altar,
vamos a alcanzar cuanto deseemos. Ya que las procesiones eucarísticas
son todas dedicadas a adorar a Jesús en el Santísimo Sacramento del
altar, y a desagraviarle de los ultrajes que en dicho Sacramento recibe,
formemos en dichas procesiones, vayamos en su seguimiento con aquel
mismo respeto que le mostraban los primeros cristianos siguiéndole en
sus predicaciones, durante las cuales no pasaba jamás por un lugar sin
derramar allí toda suerte de bendiciones.
Con innumerables ejemplos nos muestra la historia cuán duramente castiga
Dios a los profanadores de su adorable Cuerpo y de su preciosa Sangre.
Una vez hubo un ladrón que entró en una iglesia durante la noche y se
llevó todos los vasos sagrados donde se guardaban las sagradas
partículas; y con aquella preciosa carga se encamino a un lugar llamado
plaza de San Dionisio. Al llegar allí, miró de nuevo las vasos para ver
si había dejado aún alguna partícula. Había una todavía, la cual, al ser
abierto el copón, salió milagrosamente del vaso revoloteando alrededor
del ladrón; aquel prodigio hizo que fuese descubierto por la gente y
detenido el criminal. Dióse parte al cura de San Dionisio, y éste avisó
al obispo de París. La Sagrada Hostia permaneció suspendida en el aire.
Entonces, acudió el obispo con todos sus sacerdotes y gran número de
fieles devotos que formaban también parte de la procesión, y la Hostia
fué a posarse en el ciborio del sacerdote que la había consagrado. Fué
llevada a un templo, y en el mismo se hizo la fundación de un oficio
semanal en memoria de este gran milagro (Véase Mons de Segur, La Francia
a los Pies del Santísimo Sacrannento, IX, "La Hostia milagrosa de San
Gervasio, de París").
Decidme, ¿qué más nos falta considerar para sentirnos movidos a
reverencia ante la presencia de Jesús, así en los templos como en las
procesiones? Acudamos, pues, a Él con gran confianza; es tan bueno, es
tan misericordioso, nos ama tanto, que podemos estar seguros de alcanzar
cuanto le pidamos; mas seamos siempre humildes, puros, saturados de amor
de Dios y de menosprecio del mundo... Cuidemos de no dejarnos llevar de
distracciones... Amemos de todo corazón al Señor, y con ello
alcanzaremos, ya en este mundo, una vida semejante a la de la gloria.