Santo Cura de Ars: Sermón sobre LAS TENTACIONES
Que Jesucristo escogiese el desierto para orar, es cosa que no ha de
admirarnos, puesto que en la soledad hallaba todas sus delicias; que
fuese conducido allí por el Espíritu Santo, aun debe sorprendernos
menos, ya que el Hijo de Dios no podía tener otro conductor que el
Espíritu Santo. Pero que sea tentado por el demonio, que sea llevado
diferentes veces por ese espíritu de tinieblas, ¿quién se atrevería a
creerlo, si no fuese el mismo Jesucristo quien nos 1o dice por boca de
San Mateo? Sin embargo, lejos de extrañarnos de ello, hemos de
alegrarnos y dar gracias a nuestro buen Salvador, que quiso ser tentado
para merecernos la victoria que habíamos de alcanzar en nuestras
tentaciones. ¡Dichosos nosotros! ¡Desde que este dulce Salvador quiso
ser tentado, no tenemos más que querer salir victoriosos para vencer!
Tales son las grandes ventajas que sacamos de la tentación del Hijo de
Dios.
¿Cuál es mi propósito? Aquí lo tenéis: es mostraros:
1.° Que la
tentación nos es muy necesaria para ayudarnos a conocer lo que somos ;
2.° Que hemos de temer en gran manera la tentación, pues el demonio es
muy fino y astuto, y por una sola tentación, si tenemos la desgracia de
sucumbir, podemos precipitarnos a lo profundo del infierno; 3.° Hemos de
luchar valerosamente hasta el fin, ya que sólo mediante esta condición
alcanzaremos el cielo.
Entretenerme ahora en querer demostraros que existen demonios para
tentarnos, parecería
suponer que estoy hablando ante idólatras o paganos, o, si queréis,
dirigiéndome a unos
cristianos sumidos en la más miserable y crasa ignorancia; parecíerame
estar yo persuadido
de que nunca conocisteis el catecismo. En vuestra infancia se os
preguntaba si todos los
ángeles permanecieron fieles a Dios, y respondíais vosotros
negativamente; una parte de
ellos, en efecto, se rebelaron contra Dios y fueron echados del cielo y
arrojados al infierno.
Se os preguntaba además: ¿En qué se ocupan esos ángeles rebeldes? Y
contestabais
vosotros, que su ocupación es la de tentar a los hombres, y desplegar
todos sus esfuerzos
para inducirles al mal. De todo esto tengo yo, empero, mayor copia de
pruebas que
vosotros. Sabéis, en efecto, que fue el demonio quien tentó a nuestros
primeros padres en el
paraíso terrenal (Gen., 3. 1), en donde alcanzó nuestro enemigo su
primera victoria, la cual,
por cierto, contribuyó a hacerle más fiero y orgulloso. El demonio fue
quien tentó a Caín,
llevándole a matar a su hermano Abel (Gen., 4. 8). Leemos en el Antiguo
Testamento (Job., 1. 7) que el Señor dijo a Satán: "¿ De dónde vienes?"
"Vengo, respondió el demonio, de dar la vuelta al mundo". Prueba
evidente de que el demonio está rondando por la tierra para tentarnos.
Leemos en el Evangelio que, después de haber Magdalena confesado sus
pecados a Jesucristo, salieron de su cuerpo siete demonios (Luc., 7. 2).
Vemos además, en otra parte del Evangelio, que, al salir el espíritu
impuro del cuerpo de un infeliz, dijo: "Volveré a entrar en él con otros
demonios peores que yo" (Luc., 6. 2). No es, empero, todo esto lo que
más necesitáis saber; ninguno de vosotros duda de ello; ha de resultar
más provechoso haceros conocer la manera de cómo el demonio puede
tentaros. Para penetrar bien la necesidad de rechazar la tentación,
preguntad a los cristianos condenados cuál es la causa de hallarse en el
infierno, ellos que fueron creados para el cielo: todos os responderán
que fue porque, al ser tentados, sucumbieron a la tentación. Id, además,
a interrogar a todos los Santos que triunfan en el cielo, qué cosa les
ha procurado aquella felicidad; y os contestarán todos: es que al ser
tentados, con la gracia de Dios, resistimos a la tentación y despreciamos al tentador. Pero, me dirá tal vez alguno de vosotros, ¿qué
cosa es ser tentado? Amigos míos, vedlo aquí, escuchad bien y vais a
verlo y comprenderlo: cuando os sentís inducidos a hacer algo prohibido
por Dios, o a omitir lo que É1 os ordena o prescribe, es que el demonio
os tienta. Dios quiere que por la mañana y por la noche practiquéis bien
vuestras oraciones, arrodillados y con gran respeto. Dios quiere que
empleéis santamente el domingo, dedicándolo a orar, es decir, a asistir
a las funciones u oficios; que en tal día os abstengáis de toda clase de
trabajos serviles. Dios quiere que los hijos tengan un profundo respeto
a sus padres y a sus madres; así como que los criados lo tengan a sus
señores. Dios quiere que arriéis, a todos, que hagáis bien a todos, sin
excluir ni a los mismos enemigos; que no comáis carne los días
prohibidos; que tengáis mucha diligencia en instruiros acerca de
vuestros deberes; que perdonéis de todo corazón a los que os injuriaron.
Dios quiere que no soltéis malas palabras, que no os dejéis llevar de la
maledicencia, que no levantéis calumnias, que no digáis palabras torpes,
que no cometáis jamás actos vergonzosos: todo esto se comprende
fácilmente.
Si, a pesar de que el demonio os haya tentado a hacer lo que Dios os
tiene prohibido, no lo realizáis, entonces no caéis en la tentación; sí,
en cambio, lo realizáis, entonces sucumbís a la tentación. O, si queréis
aun comprenderlo mejor, antes de consentir en lo que el demonio os
quiere inducir a cometer, pensad si a la hora de la muerte querríais
haberlo hecho, y veréis cómo vuestra conciencia clamará. ¿Sabéis por qué
el demonio es tan ávido de llevarnos a obrar mal? Pues, porque, no
pudiendo despreciar a Dios en sí mismo, lo desprecia en sus criaturas.
Pero, ¡dichosos nosotros! ¡qué ventura para nosotros tener a un Dios por
modelo! ¿Somos pobres?, tenemos a un Dios que nace en un pesebre,
recostado en un montón de paja. ¿Somos despreciados?
Tenemos a un Dios que en ello nos lleva la delantera, que fué coronado
de espinas, investido de un vil manto de escarlata, y tratado como un
loco. ¿Nos atormentan las penas y sufrimientos? Tenemos ante nuestros
ojos a un Dios cubierto de llagas, y que muere en medio de unos dolores
tales que escapan a nuestra comprensión. ¿Sufrimos persecuciones? pues
bien, ¿cómo nos atreveremos a quejarnos, cuando tenemos a un Dios que
muere por sus propios verdugos? Finalmente ¿padecemos tentaciones del
demonio? Tenemos a nuestro amable Redentor que fue también tentado por
el demonio, y llevado dos veces por aquel espíritu infernal; de manera
que en cualquier estado de sufrimientos, de penas o de tentaciones en
que nos hallemos, tenemos siempre y en todas partes a nuestro Dios
marchando delante de nosotros, y asegurándonos la victoria cuantas veces
lo deseemos de veras.
Mirad lo que ha de consolar en gran manera a un cristiano: el pensar
que, al sufrir una tentación, tiene la seguridad de que cuantas veces
recurrirá a Dios, no ha de sucumbir a los embates del demonio.
I.-Hemos dicho que la tentación nos era necesaria para hacernos sentir
nuestra pequeñez. San Agustín nos dice que debemos dar gracias a Dios,
tanto de los pecados de que nos preservó como de los que tuvo la caridad
de perdonarnos. Si tenemos la desgracia de caer tan frecuentemente en
los lazos del demonio, es porque fiamos más en nuestros buenos
propósitos y promesas que en la asistencia de Dios. Esto es muy exacto.
Cuando nada nos desazona, y va todo a la medida de nuestros deseos, nos
atrevemos a creer que nada ha de ser capaz de hacernos caer; olvidamos
nuestra pequeñez y nuestra debilidad; hacemos las más gallardas
protestas de que estamos prestos a morir antes que a dejarnos vencer.
Vemos de esto un elocuente ejemplo en San Pedro, quien dijo al Señor:
"Aunque todos los demás os negaren, yo no os negaré jamás" (Math, 31.
33). Y ¡ay! el Señor, para mostrarle cuán poca cosa es el hombre,
abandonado a sí mismo, no tuvo necesidad de servirse de reyes, ni de
príncipes, ni de armas, sino solamente de la voz de una criada que, por
otra parte, parecía hablar con mucha indiferencia. Poco ha, estaba el
pronto a morir por su Maestro, y ahora asegura no conocerle ni saber de
quién se trata; y, para mejor convencer a los circunstantes, lo
atestigua con juramento. Dios mío, ¡de qué somos capaces, abandonados a
nuestras solas fuerzas! Hay personas que, si hemos de creerlas, parecen
hasta sentir envidia de los santos que tantas penitencias hicieron; les
parece que sin dificultad podrían hacer otro tanto. Al leer la vida de
ciertos mártires, afirmamos que seríamos capaces de sufrir todo aquello
por Dios. Aquellas horas pronto pasaron, decimos, y viene después una
eternidad de dicha. Mas ¿qué hace el Señor para enseñarnos un poco a
conocernos, o mejor, para mostrar que nada somos? Pues aquí lo veréis:
permite al demonio llegarse un poco más cercano a nosotros. Oíd a aquel
cristiano que no ha mucho envidiaba a los solitarios que se alimentaban
de hierba, y raíces, y formaba el gran propósito de tratar duramente su
cuerpo; ¡ay! un ligero dolor de cabeza, la picadura de un alfiler le
hacen quejarse a grito batiente; se pone frenético, exhala clamores; no
ha mucho estaba presto a padecer todas las penitencias de los
anacoretas, y una pequeñez le desesperaba. Mirad a aquel otro que parece
está presto a dar la vida por su Dios, y que ningún tormento es capaz de
detenerle: la más leve murmuración, una calumnia, hasta un papel algo
frío, una pequeña desconsideración de parte de los demás, un favor
pagado con ingratitud, provocan en seguida en su ánimo sentimientos de
odio, de venganza, de aversión, hasta el punto de llegar a veces a no
querer ver jamás a su prójimo o a lo menos a tratarle con frialdad, con
un aire que revela indudablemente lo que pasa en su corazón; y ¡cuántas
veces esas ofensas le quitan el sueño o se le representan con el primer
pensamiento al despertarse! ¡cuán poca cosa somos y en cuán poco hemos
de tener todos nuestros más bellos propósitos!
Ya veis, pues, cómo nada hay tan necesario como la tentación para
mantenernos en la conciencia de nuestra pequeñez, e impedir que nos
domine el orgullo. Escuchad lo que nos dice San Felipe Neri, cuando, al
considerar nuestra extrema debilidad y el peligro en que nos hallamos de
perdernos a cada momento, se dirigía al Señor, derramando lágrimas y
diciéndole: "Dios mío, sostenedme con mano firme, ya sabéis que soy un
traidor, ya conocéis cuán malo soy: si me abandonáis un solo momento,
temo haceros traición". Mas, pensaréis tal vez, ¿quienes son los más
tentados? ¿no son los borrachos, los maldicientes, los impúdicos, que se
abandonan desenfrenadamente a sus obscenidades, un avaro, que no repara
en medios para enriquecerse? No, no son ésos; al contrario, el demonio
los desprecia, o bien los aguanta por temor de que dure poco tiempo su
maldad, ya que cuanto más vivirán, tanto mayor número de almas
arrastrarán al infierno con sus malos ejemplos. En efecto, si el demonio
hubiese apretado a ese viejo impúdico, hasta el punto de abreviar sus
días en quince o veinte años, no habría podido robar la flor de la
virginidad a
aquella joven que él sepultó en el más infame cenagal de la impureza, no
habría tampoco seducido a aquella mujer, o no habría enseñado la maldad
a ese joven, que tal vez continuará en su iniquidad hasta la muerte. Si
el demonio hubiese llevado a ese ladrón a robar a todo trance,
seguramente que al poco tiempo habría subido al patíbulo, y ahora no
induciría a su vecino a obrar como él. Si el demonio no hubiese inducido
a ese borracho a beber vino sin cesar, haría ya mucho tiempo que hubiera
padecido en la crápula; mientras que, alargando sus días, aumentó el
número de sus imitadores. Si el demonio hubiese quitado la vida a ese
músico, a ese danzante, a ese tabernero, en una riña o en cualquiera
otra ocasión, ¡cuántos serían los que, sin el concurso de esa gente,
habríanse librado de la condenación! San Agustín nos enseña que el
demonio no atormenta mucho a esa clase de personas; al contrario, las
desprecia y escupe sobre ellas. Pero, me diréis, ¿quiénes son pues, los
más tentados? Amigos míos, vedlo aquí, atended bien. Son los que están
prestos, con la gracia de Dios, a sacrificarlo todo para su salvación de
su pobre alma; que renuncian a todo lo que en el mundo se desea con
tanto afán. No es un demonio solo quien los tienta, sino que a millones
caen sobre ellos para hacerlos dar en sus lazos: ahí tenéis de ello un
magnífico ejemplo. Cuéntase en la historia que San Francisco de Asís
estaba reunido con sus religiosos en un gran campo donde habían
construido unas casitas de junco. Viendo San Francisco que hacían tan
extraordinarias penitencias, ordenóles que trajeran todos sus
instrumentos de mortificación; recogiéronse montones grandes como
pajares. Había allí en dicha ocasión un joven a quien Dios concedió se
le hiciese visible su ángel de la guarda: por un lado veía a aquellos
buenos religiosos que no podían saciarse en su afán de penitencias; por
otro lado, su ángel de la guarda hízole ver una reunión de dieciocho mil
demonios, que estaban deliberando acerca de cómo podrían vencer a
aquellos religiosos con tentaciones. Hubo uno de ellos que dijo:
"Vosotros no lo comprendéis, esos religiosos son tan humildes, ¡ah!
¡hermosa virtud! tan desprendidos de sí mismos, tan unidos a Dios;
tienen un superior que los guía tan bien, que resulta imposible poderlos
vencer; esperemos a que muera el superior y entonces procuraremos la
entrada de jóvenes sin vocación que introducirán el relajamiento, y por
este medio serán nuestros". Un poco más lejos, al entrar en la ciudad,
vió a un demonio solo, sentado sobre las puertas de la misma para tentar
a los que estaban dentro. Aquel santo preguntó a su ángel de la guarda:
¿"por qué motivo, para tentar a los religiosos, había tantos millares de
demonios, mientras que para una ciudad entera había tan sólo uno y aun
estaba sentado"? Contestóle el ángel bueno que las gentes del mundo no
necesitaban ser tentadas, pues ya se portaban mal por su propia
iniciativa e impulso; mientras que los religiosos obraban el bien a
pesar de todos los lazos y de los combates que el demonio los provocase.
¿Sabéis cuál es la primera tentación que el demonio presenta a una
persona que ha comenzado a servir mejor a Dios? Es el respeto humano. No
se atreve a mostrarse en público, ocúltase de las personas con las
cuales en otro tiempo había compartido sus placeres; si se le hace notar
que ha cambiado mucho, ¡se avergüenza! El qué dirán está siempre fijo en
su mente, de tal manera que no tiene valor de obrar el bien delante del
mundo. Si el demonio no puede ganarla mediante el respeto humano,
entonces le hace concebir un extraordinario temor: que sus confesiones
no fueron bien hechas, que su confesor no la comprende; que, por más que
haga, será irremisiblemente condenada; que tanto da dejarlo todo como
continuar, puesto que las ocasiones son muchas. ¿Por qué será que cuando
una persona no piensa en salvar su alma, cuando vive en pecado, no es
tentada en nada ; mas, en cuanto se propone cambiar de vida, es decir
cuando desea entregarse a Dios, todo el infierno se precipita sobre
ella? Escuchad lo que va a deciros San Agustín:
"Ved, nos dice, de qué manera se porta el demonio con los pecadores:
hace como un carcelero que tiene varios presos encerrados en su prisión;
guardando la llave en el bolsillo, los deja muy libres, seguro de que no
se le escaparán. Esta es su manera de obrar con un pecador que no piensa
en salir del pecado: no se molesta en tentarlo; lo consideraría tiempo
perdido, ya que no solamente no piensa en dejarlo, sino que refuerza
cada día más las cadenas que le atan: sería pues inútil tentarle; déjale
vivir en paz, si en alguna manera es compatible la paz con el pecado.
Ocúltale, todo lo posible, el estado en que se halla, hasta la hora de
la muerte, en que procura presentarle la pintura más espantosa de su
vida, para sumirle en la desesperación. Mas, en cuanto una persona ha
resuelto cambiar de vida para entregarse a Dios, entonces ya es otra
cosa". Mientras San Agustín vivió en el desorden, ni se dió cuenta de lo
que era ser tentado. Nos cuenta él mismo que se creía en paz; pero desde
el momento en que quiso volver la espalda al demonio, fue preciso luchar
con el maligno espíritu hasta rendirse de fatiga: lo cual duró nada
menos que cinco años; derramó las lágrimas más amargas, practicó las más
austeras penitencias. "Debatíame con él, dice, en medio de las ligaduras
que me sujetaban. Hoy reputábame victorioso, y mañana estaba otra vez
rendido. Aquella guerra cruel y porfiada duró cinco años. Sin embargo
-nos dicehízome Dios la gracia de que saliese vencedor de mi enemigo",
Ved aún las luchas que hubo de sostener San Jerónimo cuando quiso
entregarse a Dios, determinando visitar la Tierra Santa. Estando en
Roma, concibió un nuevo deseo de trabajar por su salvación. Al dejar la
ciudad de Roma, fue a sepultarse en un espantoso desierto, para
entregarse a todo lo que su amor a Dios le inspirase. Entonces el
demonio, previendo que su conversión sería la causa de muchas otras,
parecía reventar de desesperación. No hubo género de tentación a que no
le sometiese. No creo haya habido otro santo más tentado que el. Oíd en
qué términos escribía a uno de sus amigos (Epist. 22ª ad Eustoquium) :
"Mi caro amigo, voy a comunicarte cuál es mi aflicción y el estado a que
el demonio quiere reducirme. ¡Cuántas veces, en esta vasta soledad que
los ardores del sol hacen insoportable, cuántas veces, han venido a
asaltarme los placeres de Roma! el dolor y la amargura de que está llena
mi alma, hácenme derramar, noche y día, torrentes de lágrimas. Voy a
ocultarme en los lugares más reservados para combatir mis tentaciones y
llorar mis pecados. Mi cuerpo está totalmente desfigurado y cubierto de
un áspero cilicio. No tengo otra cama que la tierra desnuda, ni otros
alimentos que raíces crudas y agua, hasta cuando estoy enfermo. A pesar
de tales rigores, mi cuerpo acaricia aún el Pensamiento de los placeres
infames de que Roma está infectada; mi espíritu se halla todavía en
medio de aquellas bellas compañías donde tanto ofendí a Dios. Y, sin
embargo, en este desierto al cual yo me he condenado para evitar el
infierno, entre estas rutas sombrías donde sólo me acompañan escorpiones
y bestias feroces, a pesar de todos los horrores de que estoy rodeado y
atemorizado, mi espíritu abrasa el impuro fuego a mi cuerpo, muerto ya
antes que yo; aun el demonio se atreve a ofrecerle placeres para
deleitarse. Viéndome tan humillado por tentaciones cuyo solo pensamiento
me hace morir de horror, no acertando a hallar otros rigores que ejercer
contra mi cuerpo a fin de mantenerlo sumiso a Dios, me arrojo en tierra
a los pies del crucifijo, regándolo con mis lágrimas, y cuando ellas me
faltan, tomo un guijarro y con él golpeo mi pecho hasta que la sangre
sale por la boca, clamando misericordia hasta que el Señor tenga piedad
de mí. ¿Quién podrá comprender cuán miserable sea mi estado, deseando yo
tan ardientemente agradar a Dios y servirle a Él sólo? ¡Qué dolor para
mi el verme continuamente inclinado a ofenderle! ¡Ayúdame, amigo
querido, con el auxilio de tus oraciones, a fin de que sea yo más fuerte
para rechazar al demonio, que ha jurado mi eterna perdición!"
Ya veis a qué luchas permite Dios queden expuestos sus grandes santos.
¡Cuán dignos seremos de compasión, si no nos vemos fuertemente atacados
por el demonio! Entonces, según todas las apariencias, somos los amigos
del maligno espíritu: él nos deja vivir en una falsa paz, nos adormece
bajo el pretexto de que hicimos ya algunas oraciones, algunas limosnas,
de que hemos cometido muchas menos pecados que otros. Según tal modo de
discurrir o ver las cosas, si preguntáis a ese parroquiano de la taberna
si el demonio le tienta, os responderá sencillamente que no, que nada le
inquieta. Interrogad a esa joven vanidosa cuáles son sus luchas, y os
contestará riendo que no sostiene ninguna, ignorando totalmente en qué
consiste ser tentado. Esta es la tentación más espantosa de todas: no
ser tentado; este es él estado de aquellos que el demonio guarda para el
infierno. Me atreveré a deciros que se guarda bien de tentarlos ni
atormentarlos acerca de su vida pasada, temiendo no abran los ojos ante
sus pecados.
Repito, pues, que el peor mal para todo cristiano, es el no ser tentado,
ya que da lugar a creer que el demonio le considera ya cosa suya, v
aguarda solo la hora de la muerte para arrastrarle al infierno. Lo cual
es muy verosímil. Observad a un cristiano que mire algo por la salvación
de su alma: todo cuanta le rodea le incita al mal; a pesar de todas sus
oraciones y penitencias, muchas veces apenas puede levantar sus ojos sin
ser tentada; y en cambio, un empedernido pecador, quien tal vez se habrá
arrastrado o revolcado por espacio de veinte años o más en el lodazal de
sus torpezas, dirá que no es tentado.
¡Tanto peor, amigo mío, tanto peor! Esto es precisamente lo que debe
hacerte temblar, pues ello indica que no conoces las tentaciones; decir
que no eres tentado, es como afirmar que no existe el demonio, o bien
que ha perdido toda su rabia contra los cristianos. "Si no experimentáis
tentación alguna, dice San Gregorio, es porque los demonios son vuestros
amigos, vuestros pastores y vuestros guías; mientras os dejan pasar con
tranquilidad vuestra pobre vida, al fin de vuestros días os arrastrarán
a los abismos." San Agustín nos dice que la mayor tentación es no sufrir
tentación, puesto que ello equivale a ser reprobado, abandonado de Dios
y entregado al desorden de las pasiones.
II.-Hemos dicho, en segundo lugar, que la tentación nos es absolutamente
necesaria para sostenernos en la humildad y en la desconfianza de
nosotros mismos, así como para obligarnos a recurrir al Señor. Leemos en
la historia que, viéndose un solitario muy fuertemente tentado, oyó a su
superior que le decía: "¿Quieres, amigo mío, que pida a Dios te libre de
tus tentaciones? No, padre mío, contestó el solitario, puesto que ello
contribuye a que nunca me aparte de la presencia de Dios, toda vez que
tengo continua necesidad de acudir a Él para que me ayude a luchar."
Aunque sea cosa muy humillante el ser tentado, sin embargo, podemos
decir que ello es el signo más seguro de que andamos por el camino de
salvación. A nosotros no nos queda más que luchar con valentía, puesto
que la tentación es tiempo de siega. Ved de ello un claro ejemplo.
Leemos en la historia que una santa, de tal modo se veía atormentada por
el demonio, que llegó a creerse reprobada. Apareciósele el Señor para
consolarla y le dijo que había logrado mayor ganancia espiritual durante
aquella prueba, que no durante las demás épocas de su vida. San Agustín
nos dice que, sin las tentaciones, todo cuanto hacemos nos serviría de
escaso mérito; lejos, pues, de inquietarnos en nuestras tentaciones,
hemos de dar gracias a Dios y combatir con valor, ya que tenemos la
seguridad de salir siempre vencedores, y de que Nuestro Señor nunca
permitirá al demonio tentarnos más allá de nuestras fuerzas. Y es,
además, muy cierto, que no debemos esperar que cesen las tentaciones
sino con nuestra muerte; siendo el demonio un espíritu, nunca se cansa:
después de habernos tentado
durante cien mil años, quedará con los mismos bríos del primer día. No
debemos forjarnos la ilusión de que lograremos vencer al demonio o huir
de él, para, dejar de ser tentados; pues el gran Orígenes nos dice que
los demonios son tan numerosos, que exceden a los átomos que revolotean
en el aire, y a las gotas de agua que contenidas en los mares, con lo
cual viene a significarnos que su número es infinito. Nos dice también
San Pedro: "Vigilad constantemente, pues el demonio está rondando -cerca
de vosotros como león rugiente, que busca a quien devorará" (1 Petr., 5.
8). Y el mismo Jesucristo pos dice: "Orad sin cesar, para que no caigáis
en la tentación" (Math., 26. 41); es decir, que el demonio nos acecha en
todas partes. De manera que precisa contar con que, en cualquier parte o
en cualquier estado que nos hallemos, nos acompañará la tentación. Ved a
aquel santo varón totalmente cubierto de llagas, o mejor, ya podrido; el
demonio no deja de tentarle por espacio de siete años; a Santa María
Egipciaca, la tienta por espacio de nueve años; a San Pablo durante toda
su vida, es decir, desde el momento en que comenzó a entregarse a Dios.
Nos dice San Agustín, para consolarnos, que el demonio es un gran perro
encadenado, que acosa, que mete mucho ruido, pero que solamente muerde a
los que se le acercan demasiado. Un santo sacerdote se encontró con un
joven que se hallaba muy inquieto; y le preguntó por qué se preocupaba
tanto. ¡Ay! padre mío, le contestó, es que temo ser tentado y caer. Si
te sientes tentado, le dijo el sacerdote, haz la señal de la cruz, y
eleva el corazón a Dios; si el demonio continúa, continúa tú también, y
ten por seguro que no mancillarás tu alma. Mirad lo que hizo San
Macario, un día que, al volver de procurarse material para hacer unas
esteras, encontró por el camino a un demonio que le perseguía con una
guadaña de fuego en la mano para matarle y destrozarle. San Macario, sin
atemorizarse, elevó su corazón a Dios. El demonio huyó furioso
exclamando: "¡ Ah ! Macario, ¡cuánto me haces sufrir al defenderte para
que no te maltrate! Sin embargo, todo cuanto haces, lo hago yo también.
Si tú velas, yo no duermo; si tú ayunas, yo no como nunca; solamente hay
una cosa que tú tienes y yo no. Preguntóle el Santo que cosa era
aquélla; y le contesta: "Es la humildad", y al punto desapareció. Sí, la
humildad es una virtud formidable para el demonio. También vemos que San
Antonio, al ser tentado, no hacía más que humillarse profundamente,
diciendo a Dios: "Dios mío, tened piedad de este gran pecador"; al
momento el demonio emprendía la fuga.
III.-Hemos dicho, en tercer lugar, que el demonio se precipita contra
aquellos que más fuertemente han tomado a pecho su salvación, y los
persigue continuamente y con toda energía, siempre con la esperanza de
vencerles: ved de ello un ejemplo: Refiérese que un joven solitario
había, ya desde muchos años abandonado el mundo para no pensar más que
en la salvación de su alma. Tornóse por ello tan furioso el demonio, que
al pobre joven le pareció que todo el infierno se le arrojaba encima.
Nos dice Casiano, que es a quien se refiere este ejemplo, que a este
solitario, viéndose importunado por tentaciones de impureza, después de
muchas lágrimas y penitencias, se le ocurrió salir al encuentro de otro
solitario anciano, para consolarse, confiando en que le proporcionaría
remedios para vencer mejor a su enemigo, y proponiéndose a la vez
encomendarse en sus oraciones. Mas acaeció cosa muy distinta: aquel
viejo, que había pasado su vida casi sin lucha interior, lejos de
consolar al joven, manifestó una gran sorpresa al oír la narración de
sus tentaciones, le reprendió con aspereza, dirigióle palabras duras,
llamándole infame, desgraciado, diciéndole que era indigno de llevar el
nombre de solitario, toda vez que le sucedían semejantes cosas. El pobre
joven se marchó muy desanimado, teniéndose ya por perdido y condenado, y
abandonándose a la desesperación, decíase a sí mismo: "Puesto que estoy
condenado, ya no tengo necesidad de resistir ni luchar; preciso me es
abandonarme a todo lo que quiera el demonio; sin embargo, Dios sabe que
he dejado el mundo solamente para amarle y salvar mi alma. ¿Por qué,
Dios mío -decía él en su desesperación-me habéis dado tan escasas
fuerzas? Vos sabéis que yo quiero amaros, puesto que tengo temor y pena
de desagradaros con todo, ¡no me dais la fuerza necesaria y me dejáis
caer! Ya que todo está perdido para mí, ya que no tengo los medios de
salvarme, me vuelvo otra vez al mundo". Como, en su desesperación, se
dispusiese ya a abandonar su soledad, Dios hizo conocer el estado de su
alma a un santo abad que moraba en el mismo desierto, llamado Apolonio,
el cual tenía gran fama de santidad. Este solitario salió al encuentro
del joven; al verle tan conturbado, acercóse a él y le preguntó con gran
dulzura qué le acontecía, y cuál era la causa de su aturdimiento y de la
tristeza que su aspecto revelaba. !Mas el pobre joven estaba tan
profundamente abismado en sus pensamientos, qué no le respondió palabra.
El santo abad, que veía claramente el desorden de su alma, le instó
tanto a decirle qué cosa era lo que así agitaba, por qué motivo salía de
la soledad, y cuál era el objeto que se proponía en su marcha, que,
viendo cómo su estado era adivinado por el santo abad, a pesar de que él
lo ocultaba con gran cuidado, aquel joven, derramando lágrimas en
abundancia y deshaciéndose en conmovedores sollozos, habló así:
"Vuélvome al mundo, porque estoy condenado; ya no tengo esperanza alguna
de poderme salvar. Fui a aconsejarme con un anciano que quedó muy
escandalizado de mi vida. Puesto que soy tan desgraciado y no puedo
agradar a Dios, he resuelto abandonar mi soledad para reintegrarme al
mundo donde voy a entregarme a cuanto quiera el demonio. No obstante, he
derramado muchas lágrimas, para no ofender a Dios; yo bien quería
salvarme, y tenia a gran gusto hacer penitencia; mas no me siento con
fuerzas bastantes, y no voy ya más allá". Al oírle hablar y llorar así,
el santo abad mezclando sus lágrimas con las del joven, le dijo: "¡Ah!
amigo mío, ¿no acertáis a ver que, lejos de haber sido tentado de tal
manera porque ofendisteis a Dios, es precisamente porque le sois muy
agradable? Consolaos, amigo querido, y recobrad vuestro valor; el
demonio os creía vencido, mas por el contrario, vos le venceréis; a lo
menos hasta mañana regresad a vuestra celda. No os desaniméis, amigo
mío; yo mismo experimento cada día tentaciones como las vuestras. No
hemos de contar exclusivamente con nuestras fuerzas, sino con la
misericordia de Dios; voy a ayudaros en la lucha orando yo también con
vos. ¡Oh, amigo mío! Dios es tan bueno que no puede abandonarnos al
furor de nuestros enemigos sin darnos las fuerzas suficientes para
vencer; es Él, querido amigo, quien me envía para consolaos y anunciaros
que no os perderéis: seréis libertado. Aquel pobre joven, ya del todo
consolado, regresó a su soledad y arrojándose en brazos de la divina
misericordia, exclamó: "Creía, oh Dios mío, que os habíais retirado de
mí para siempre".
Mientras tanto, Apolonio se fue junto a la celda de aquel anciano que
tan mal recibiera al pobre joven, y postrándose con la faz en tierra,
dijo : "Señor, Dios mío, Vos conocéis nuestras debilidades: librar, si
os place, a aquel joven de las tentaciones que le desaniman; ¡ya veis
las lágrimas que ha derramado a causa de la pena que experimentaba por
haberos ofendido! Haced que sufra la misma tentación este anciano, a fin
de que aprenda a tener compasión de aquellos a quienes Vos permitís que
sean tentados". Apenas hubo acabado su oración cuando vio al demonio en
figura de un asqueroso negrito, lanzando una flecha de fuego impuro a la
celda del anciano, quien, no bien hubo sentido toda la fuerza del golpe,
cuando fue presa de una espantosa agitación, la cual no le daba lugar a
descanso.
Levantábase, salía, volvía a entrar. Después de pasado un tiempo en
tales angustias, pensando al fin que jamás podría combatir con ventaja,
imitando al joven solitario tomó la
resolución de abandonarse al mundo, puesto que no podía resistir ya más
al demonio; despidióse de su celda y partió. El santo abad, que le
observaba sin que el otro se diese cuenta (Nuestro Señor le hizo conocer
que la tentación del joven había pasado al viejo), acercósele y
preguntóle dónde iba y de dónde venía con una tal agitación que le hacía
olvidar la gravedad propia de sus años; insinuóle que sin duda sentiría
alguna inquietud tocante a la salvación de su alma. El anciano vio muy
bien que Dios hacía conocer al Abad lo que pasaba en su interior.
"Volveos, amigo mío, le dijo el santo, tened presente que esta tentación
os ha venido a vuestra vejez a fin de que aprendáis a compadeceros de
vuestros hermanos tentados, y a consolarlos en sus dolencias
espirituales. Habíais desanimado a aquel pobre joven que vino a
comunicaros sus penas; en vez de consolarle, ibais a sumirle en la
desesperación; Sin una gracia extraordinaria, estaría irremisiblemente
perdido. Sabed, padre mío, que el demonio había declarado una guerra tan
porfiada y cruel al pobre joven, porque adivinaba en él grandes
disposiciones para la virtud, lo que le inspiraba un gran sentimiento de
celos y de envidia, a más de que una tan firme virtud solamente podía
ser vencida mediante una tentación tan firme y violenta. Aprended a
tener compasión de los demás, a darles la mano para impedir que caigan.
Sabed que si el demonio os ha dejado tranquilo, a pesar de tantos años
de retiro, es porque veía en vos poca cosa buena: en lugar de tentaros,
os desprecia."
Este ejemplo nos muestra claramente cómo, lejos de desanimarnos al
vernos tentados, hemos de experimentar consuelo y hasta regocijarnos,
puesto que solamente son tentados con porfía aquellos de los cuales el
demonio prevé que con su manera de vivir habrían de alcanzar el cielo.
Por otra parte, hemos de quedar persuadidos de que es imposible querer
agradar a Dios y salvar el alma sin ser tentados. Mirad a Jesucristo: Él
que era la misma santidad, después de haber ayunado cuarenta días con
sus moches, también fué tentado y arrebatado dos veces por el demonio
(Math., 4.).
Yo no sé si alcanzáis a comprender lo que es tentación. No sólo son
tentación los pensamientos de impureza, de odio, de venganza, sino
además todas las molestias que nos sobrevengan: tales como una
enfermedad en que nos sentimos movidos a quejarnos; una calumnia que se
nos levanta, una injusticia que se hace contra nosotros, una pérdida de
bienes, el morírsenos el padre, la madre, un hijo. Si nos sometemos
gustosos a la voluntad de Dios, entonces no sucumbimos a la tentación,
pues el Señor quiere que suframos aquello por su amor; mientras que, por
otra parte, el demonio hace cuanto puede para inducirnos a murmurar
contra Dios. Mas ved ahora cuáles son las tentaciones más dignas de
temerse y que pierden mayor numero de almas de lo que se cree: son los
pequeños pensamientos de amor propio, los pensamientos acerca de la
propia estimación, los pequeños aplausos para todo cuanto se hace, el
gusto que nos causa lo que de nosotros se dice. Reproducimos todo esto
infinidad de veces en nuestra mente, nos gusta ver las personas a
quienes hemos favorecido, pareciéndonos que ellas lo tienen siempre
presente y que forman de nosotros buena opinión; nos sentimos
satisfechos cuando alguien se encomienda en nuestras oraciones; estamos
ávidos de saber si se ha alcanzado lo que para los demás hemos pedido a
Dios. Esta es una de las más rudas tentaciones del demonio; por esto os
digo, que debemos vigilar mucho sobre nosotros mismos, pues el demonio
es muy astuto; y tal consideración debe llevarnos a pedir a Dios, todos
los días por la mañana, que nos otorgue la gracia de conocer bien cuándo
el demonio se acerca a nosotros para tentarnos. ¿Por qué cometemos el
mal con tanta frecuencia sin darnos cuenta de nuestros yerros hasta
después de cometidos? Pues por no haber por la mañana suplicado a Dios
esta gracia, o por habérsela pedido mal.
Finalmente, digo que hemos de luchar valerosamente, y no cual lo
hacemos: decimos que no al demonio mientras le tendemos la mano. Mirad a
San Bernardo cuando, estando de viaje y mientras descansaba en su
cuarto, fue por la noche a su encuentro una desgraciada mujer para
inducirle a pecar; púsose él a gritar, pidiendo auxilio; volvió ella
hasta tres veces, mas fue vergonzosamente rechazada por el Santo. Ved lo
que hizo San Martiniano, cuando una mujer de mala vida quiso tentarle.
Mirad a Santo Tomás de Aquino, a quien se le presentó una joven en su
habitación para inducirle a pecar: tomó un tizón encendido y la echó
vergonzosamente de su presencia. Ved lo que hizo San Benito, quien, al
ser tentado una vez, fue a arrojarse a un estanque helado, y se sumergió
hasta la garganta. Otros, se revolcaron sobre espinas. Refiérese de un
santo (San Macario de Alejandría)que, al ser un día tentado, fuese a un
pantano donde había muchísimas avispas las cuales se echaron sobre él y
dejaron su cuerpo como cubierto de lepra, al regresar, el superior le
conoció sólo por la voz, y le preguntó ¿por qué se había puesto en tal
estado? "Es, respondió él, que mi cuerpo quería perder a mi alma: he
aquí por qué lo he reducido a tal estado". ¿Qué debemos sacar en
conclusión de todo esto? Vedlo aquí:
1.° No hemos de forjarnos la ilusión de que vamos a quedar libres de
tentaciones que, de una u otra manera, nos atormentan mientras vivamos;
por consiguiente es preciso combatir hasta la muerte.
2.° Apenas nos sintamos tentados, hemos de recurrir pronto a Dios, y no
cesar de pedir su auxilio mientras dure la tentación, puesto que, si el
mientras persevera en tentarnos, es siempre con la esperanza de hacernos
sucumbir. En tercer lugar, hemos de huir de todo cuanto sea capaz de
movernos a tentación, a lo menos en cuanto nos sea posible, y además no
perder nunca de vista el hecho de que los ángeles malos fueron tentados
una sola vez v de aquella tentación vino su caída en el infierno. Es
necesario tener mucha humildad, sin confiar Jamás en que, con solas
nuestras fuerzas, podamos escaparnos de sucumbir, sino que únicamente
ayudados por la gracia divina estaremos exentos de caer. Dichoso el que
a la hora de la muerte podrá decir como San Pablo: "He combatido mucho,
pero, con la gracia de Dios, he vencido; por esto espero alcanzar la
corona de gloria que el Señor otorga al que le ha sido fiel hasta la
muerte" (2. Tim., 4.).