Santo Cura de Ars: Sermón sobre EL RESPETO HUMANO
Nada más glorioso y honorífico para un
cristiano, que el llevar el nombre sublime de hijo de Dios, de hermano
de Jesucristo. Pero, al propio tiempo, nada más infame que avergonzarse
de ostentarlo cada vez que se presenta ocasión para ello. No, no nos
maraville el ver a hombres hipócritas, que fingen en cuanto pueden un
exterior de piedad para captarse la estimación y las alabanzas de los
demás, mientras que su pobre corazón se halla devorado por los más
infames pecados. Quisieran, estos ciegos, gozar de los honores
inseparables de la virtud, sin tomarse la molestia de practicarla.
Pero maravíllenos aún menos al ver a otros, buenos cristianos, ocultar,
en cuanto pueden, sus buenas obras a los ojos del mundo, temerosos de
que la vanagloria se insinúe en su corazón y de que los vanos aplausos
de los hombres les hagan perder el mérito y la recompensa de ellas. Pero
¿dónde encontrar cobardía más criminal y abominación más detestable que
la de nosotras, que, profesando creer en Jesucristo, estando obligados
por los más sagrados juramentos a seguir sus huellas, a defender sus
intereses y su gloria, aun a expensas de nuestra misma vida, somos tan
viles, que, a la primera ocasión, violamos las promesas que le hemos
hecho en las sagradas fuentes bautismales? ¡Ah, desdichados! ¿Qué
hacemos? ¿Quién es Aquel de quien renegamos? Abandonamos a nuestro Dios,
a nuestro Salvador, para quedar esclavos del demonio, que nos engaña y
no busca otra cosa que nuestra ruina v nuestra eterna infelicidad. ¡Oh,
maldito respeto humano, qué de almas arrastras al infierno! Para mejor
haceros ver su bajeza, os mostraré:
1.º Cuánto ofende a Dios el respeto humano, es decir, la vergüenza de
hacer el bien;
2.° Cuán débil y mezquino de espíritu manifiesta ser el que lo comete.
I.-No nos ocupemos de aquella primera clase de impíos que emplean su
tiempo, su ciencia y su miserable vida en destruir, si pudieran, nuestra
santa religión. Estos desgraciados parecen no vivir sino para hacer
nulos los sufrimientos, los méritos de la muerte ni pasión de
Jesucristo. Han empleado, unos su fuerza, otros su ciencia, para
quebrantar la piedra sobre la cual Jesucristo edificó su Iglesia. Pero
ellos son los que, insensatos, van a estrellarse contra esta piedra de
la Iglesia, que es nuestra santa religión, la cual subsistirá a despecho
de todos sus esfuerzos.
En efecto, ¿en qué vino a parar toda la Furia de los perseguidores de la
Iglesia, de los Nerones, de los Maximianos, de los Dioclecianos, de
tantos otros que creyeron hacerla desaparecer de la tierra can la fuerza
de sus armas? Sucedió todo lo contrario: la sangre de tantos mártires,
como dice Tertuliano, sólo sirvió para hacer florecer más que nunca la
religión: aquella sangre parecía una simiente de cristianos, que
producía el ciento por uno. ¡Desgraciados! ¿Qué os ha hecho esta hermosa
y santa religión, para que así la persigáis, cuando sólo ella puede
hacer al hombre dichoso aquí en la tierra? ¡Ay! ¡Cómo lloran y gimen
ahora en los infiernos, donde conocen claramente que esta religión,
contra la cual se desenfrenaron, los hubiera llevado al Paraíso! !Pero
vanos e inútiles lamentos!
Mirad igualmente a esos otros impíos que hicieron cuanto estuvo en su
mano por destruir nuestra santa religión con sus escritos, un Voltaire,
un Juan-Jacobo Rousseau, un Diderot, un D´Alembert, un Volney y tantos
otros, que se pasaron la vida no más que en vomitar con sus escritos
cuanto podía inspirarles el demonio. ¡Ay! mucho mal hicieron, es verdad;
muchas almas perdieron, arrastrándolas consigo al infierno; pero no
pudieron destruir la religión como pensaban. Lejos de quebrantar la
piedra sobre la cual Jesucristo ha edificado su Iglesia, que ha de durar
hasta el fin del mundo, se estrellaron contra ella. ¿Dónde están ahora
estos desdichados impíos? ¡Ay! en el infierno, donde lloran su desgracia
y la de todos aquellos que consigo arrastraron.
Nada digamos, tampoco, de otra clase de impíos que, sin manifestarse
abiertamente enemigos de la religión de la cual conservan todavía
algunas prácticas externas, se permiten, no obstante, ciertas chanzas,
por ejemplo, sobre la virtud o la piedad de aquellos a quienes no se
sienten con ánimos de imitar. Dime, amigo, ¿qué te ha hecho esa religión
que heredaste de tus antepasados, que ellos tan fielmente practicaron
delante de tus ojos, de la cual tantas veces te dijeron que sólo ella
puede hacer la felicidad del hombre en la tierra, y que abandonándola,
no podíamos menos de ser infelices? ¿Y a dónde piensas que te
conducirán, amigo, tus ribetes de impiedad? ¡Ay, pobre amigo! al
infierno, para llorar en él tu ceguera.
Tampoco diremos nada de esos cristianos que no son tales mas que de
nombre; que practican su deber de cristianos de un modo tan miserable,
que hay para morirse de compasión. Los veréis que hacen sus oraciones
con fastidio, disipados, sin respeto. Los veréis en la Iglesia sin
devoción; la santa Misa comienza siempre para ellos demasiado pronto y
acaba demasiado tarde; no ha bajado aún el sacerdote del altar, y ellos
están ya en la calle. De frecuencia de Sacramentos, no hablemos; si
alguna vez se acercan a recibirlos, su aire de indiferencia va
pregonando que absolutamente no saben lo que hacen. Todo lo que atañe al
servicio de Dios lo practican con un tedio espantoso.
¡Buen Dios¡ ¡qué de almas perdidas por una eternidad! ¡Dios mío!; cuán
pequeño ha de ser el número de los que entran en el reino de los cielos,
cuando tan pocos hacen lo que deben por merecerlo!
Pero ¿dónde están - me diréis - los que se hacen culpables de respeto
humano? Atendedme un instante, y vais a saberlo. Por de pronto os diré
con San Bernardo que por cualquier lado que se mire el respeto humano,
que es la vergüenza de cumplir los deberes de la religión por causa del
mundo, todo muestra en él menosprecio de Dios y de sus gracias y ceguera
del alma. Digo, en primer lugar, que la vergüenza de practicar el bien,
por miedo al desprecio y a las mofas de algunos desdichados impíos o de
algunos ignorantes, es un asombroso menosprecio que hacemos de la
presencia de Dios, ante el cual estamos siempre y que en el mismo
instante podría lanzarnos al infierno. ¿Y por qué motivo, esos malos
cristianos se mofan de vosotros y ridiculizan vuestra devoción? Yo os
diré la verdadera causa: es que, no teniendo virtud para hacer lo que
hacéis vosotros, guardan inquina, porque con vuestra conducta despertáis
los remordimientos de su conciencia; pero estad bien seguros de que su
corazón, lejos de despreciaros, os profesan grande estima. Sí tienen
necesidad de un buen consejo; de alcanzar de Dios alguna gracia, no
creáis que acudan a los que se portan como ellos, sino a aquellos mismos
de los cuales se burlaron, por lo menos de palabra.
¿Te avergüenzas, amigo, de servir a Dios, por temor de verte
despreciado? Mira a Aquel que murió en esta cruz: pregúntale si se
avergonzó Él de verse despreciado y de morir de la manera más humillante
en aquel infame patíbulo. ¡Ah, qué ingratos somos con Dios, que parece
hallar su gloria en hacer publicar de siglo en siglo que nos ha escogido
por hijos suyos! ¡Oh Dios mío! ¡que ciego y despreciable es el hombre
que teme un miserable qué dirán, y no teme ofender a un Dios tan bueno!
Digo, además, que el respeto humano nos hace despreciar todas las
gracias que el Señor nos mereció con su muerte y pasión. Sí, por el
respeto humano inutilizamos todas las gracias que Dios nos había
destinado para salvarnos. ¡Oh, maldito respeto humano, qué de almas
arrastras al infierno!
En segundo lugar, digo que el respeto humano encierra la ceguera más
deplorable. ¡Ay! no paramos atención en lo que perdemos. ¡Qué desgracia
para nosotros! Perdemos a Dios, al cual ninguna cosa podrá jamás
reemplazar. Perdernos el cielo, con todos sus bienes y delicias. Pero
hay aún otra desgracia, y es que tomarnos al demonio por padre y al
infierno con todos sus tormentos por nuestra herencia y recompensa.
Trocamos nuestras dulzuras y goces eternos en penas y lágrimas.
¡Ay! amigo, ¿en qué piensas? ¿Cómo tendrás que arrepentirte por toda la
eternidad! ¡Oh, Dios mío! ¿Podemos pensar en ello y vivir todavía
esclavos del mundo?
Es verdad - me diréis - que quien por temor al mundo no cumple sus
deberes de religión es bien desgraciado, puesto que nos dice el Señor
que a quien se avergonzare de servirle delante de los hombres no querrá
Él reconocerle delante de su Padre el día del juicio (Math. 10, 33.).
¡Dios mío! temer al mundo; ¿porqué? sabiendo como sabemos que
absolutamente es fuerza, ser despreciado del mundo para agradar a Dios.
Si temías al mundo, no debías haberte hecho cristiano. Sabías bien que
en las sagradas fuentes del bautismo hacías juramento en presencia del
mismo Jesucristo; que renunciabas al mundo y al demonio; que te
obligabas a seguir a Jesucristo llevando su cruz, cubierto de oprobios y
desprecios.
¿Temes al mundo? Pues bien, renuncia a tu bautismo, y entrégate a ese
mundo, al cual tanto temes desagradar.
Pero ¿cuando es - me diréis - que obramos nosotros por respeto humano?
Escucha bien, amigo mío. Es un día en que, estando en la feria, o en una
posada donde se come carne en día prohibido, se te invita a comerla
también; y tú, contentándote con bajar los ojos y ruborizarte, en vez de
decir que eres cristiano y que tu religión te lo prohíbe, la comes como
los demás, diciendo: Si no hago como ellos, se burlarán de mí ¿Se
burlarán de ti, amigo? ¡Ah! tienes razón; ¡es una verdadera lástima! -
¡Oh! es que haría aun mucho mas mal, siendo causa de todos los
disparates que dirían contra la religión, que el que hago comiendo carne
-. Conque ¿harías aún más mal? ¿Te parece bien que los mártires, por
temor de las blasfemias y juramentos de sus perseguidores, hubiesen
renunciado todos a su religión? Si otros obran mal, tanto peor para
ellos. ¡Ah! di más bien: ¿no hay bastante con que otros desgraciados
crucifiquen a Jesús con su mala conducta, para que también tú te juntes
a ellos, para dar más que sufrir a Jesucristo? ¿Temes que se mofen de
ti? ¡Ah, desdichado! mira a Jesucristo en la cruz, y verás cuánto por ti
ha hecho.
Conque ¿no sabes tú cuándo niegas a Jesucristo? Es un día en que,
estando en compañía de dos o tres personas, parece que se te han caído
las manos, o qué no sabes hacer la señal de la cruz, y miras si tienen
los ojos fijos en ti, y te contentas con decir tu bendición y acción de
gracias en la mesa mentalmente, o te retiras a un rincón para decirlas.
Es cuando, al pasar delante de una cruz, te haces el distraído, o dices
que no fue por nosotros que Dios murió en ella.
¿No sabes tú cuándo tienes respeto humano? Es un día en que, hallándote
en una tertulia donde se dicen obscenidades contra la santa virtud de la
pureza o contra la religión, no tienes valor para reprender a los que
así hablan, antes al contrario, por temor a sus burlas, te sonríes. Es
que no hay, dices otro remedio, si no quiero ser objeto de continua
mofa.
¿Temes que se mofen de ti? Por este mismo temor negó San Pedro al Divino
Maestro; pero el temor no le libró de cometer con ello un gran pecado,
que lloró luego toda su vida.
¿No sabes tú cuando tienes respeto humano? Es un día en que el Señor te
inspira el pensamiento de ir a confesarte, y sientes que tienes
necesidad de ello, pero piensas que se chancearán de ti y te tratarán de
devoto. Es cuando te viene el pensamiento de ir a oír la santa Misa
entre semana, y nada te impide ir; pero te dices a ti mismo que se
burlarían de ti y que dirían: Esto es bueno para el que nada tiene que
hacer, para los que viven de su renta.
¡Cuántas veces este maldito respeto humano te ha impedido asistir al
catecismo y a la oración de la tarde! ¡Cuántas veces, estando en tu
casa, ocupado en algunas oraciones o lecturas de piedad, te has
escondido por disimulo, al ver que alguien llegaba! ¡Cuántas veces el
respeto humano te ha hecho quebrantar la ley del ayuno o de la
abstinencia, por no atreverte a decir que ayunabas o comías de vigilia!
¡Cuántas veces no te has atrevido a decir el Angelus delante de la
gente, o te has contentado con decirlo para ti, o has salido del local
donde estabas con otros para decirlo fuera!
¡Cuántas veces has omitido las oraciones de la mañana o de la noche por
hallarte con otros que no las hacían; y todo esto por el temor de que se
burlasen de ti! Anda, pobre esclavo del mundo, aguarda el infierno donde
serás precipitado; no te faltará allí tiempo para echar en falta el bien
que el mundo te ha impedido practicar.
¡Oh, buen Dios! ¡Qué triste vida lleva el que quiere agradar al mundo y
a Dios! No amigo, te engañas. Fuera de que vivirás siempre infeliz, no
has de conseguir nunca complacer a Dios v al mundo; es cosa tan
imposible como poner fin a la eternidad. Oye un consejo que voy a darte,
y serás menos desgraciado: entrégate enteramente o a Dios o al mundo; no
busques ni sigas más que a un amo; pero una vez escogido, no le dejes
ya. ¿Acaso no recuerdas lo que te dice Jesucristo en el Evangelio: No
puedes servir a Dios v al mundo, es decir, no puedes seguir al mundo con
sus placeres y a Jesucristo con su cruz? No es que te falten trazas para
ser, ora de Dios, ora del mundo. Digámoslo con más claridad: es lástima
que tu conciencia, qué tu corazón no te consientan frecuentar por la
mañana la sagrada misa y el baile por la tarde; pasar una parte del día
en la iglesia y otra parte en la taberna o en el, juego; hablar un rato
del buen Dios v otro rato de obscenidades o de calumnias contra tu
prójimo; hacer hoy un favor a tu vecino y mañana un agravio; en una
palabra; ser bueno y portarte bien y hablar de Dios en compañía de los
buenos, y obrar el mal en compañía de los malvados.
¡Ay! que la compañía de los perversos nos lleva a obrar el mal. ¡Qué de
pecados no evitaríamos si tuviésemos la dicha de apartarnos de la gente
sin religión! Refiere San Agustín que muchas veces, hallándose entre
personas perversas, sentía vergüenza de no igualarlas en maldad, y para
no ser tenido en menos, se gloriaba aun del mal que no había cometido.
¡Pobre ciego! ¡Cuán digno eres de lástima! ¡Qué triste vida! ... ¡Ah,
maldito respeto humano! ¡Qué de almas arrastras al infierno y de cuántos
crímenes eres tú la causa! ¡Cuán culpable es el desprecio de las gracias
que Dios nos quiere conceder para salvarnos! ¡Cuántos y cuántos han
comenzado el camino de su reprobación por el respeto humano, porque, a
medida que iban despreciando las gracias que les concedía Dios, la fe se
iba amortiguando en su alma; Y poco a poco iban sintiendo, menos la
gravedad del pecado, la pérdida del cielo, las ofensas que pecando
hacían a Dios. Así acabaron por caer en una completa parálisis, es
decir, por no darse ya cuenta del infeliz estado de su alma; se
durmieron en el pecado y la mayor parte murieron en él.
En el sagrado Evangelio leemos que Jesucristo en sus misiones colmaba
de toda suerte de gracias los lugares por donde pasaba. Ahora era un
ciego, a quien devolvía la vista; luego un sordo, a quien el oído; aquí
un leproso, a quien curaba de su lepra; más allá un difunto, a quien
restituía la vida. Con todo, vemos que eran muy pocos los que publicaban
los beneficios que acababan de recibir. ¿Y por qué esto? es que temían a
los judíos; porque no se podía ser amigo de los judíos y de Jesús. Y
así, cuando se hallaban al lado de Jesús, le reconocían; pero cuando se
hallaban con los judíos, parecían aprobarlos con su silencio. He aquí
precisamente lo que nosotros hacemos: cuando nos hallamos solos, al
reflexionar sobre todos los beneficios que hemos recibido del Señor, no
podemos menos de testificarle nuestro reconocimiento por haber nacido
cristianos, por haber sido confirmados; mas cuando estamos con los
libertinos, parecemos compartir sus sentimientos, aplaudiendo con
nuestras sonrisas o nuestro silencio sus impiedades: ¡Oh, qué indigna
preferencia, exclama San Máximo!
¡Ah, maldito respeto humano, qué de almas arrastras al infierno! ¡Qué
tormento no pasará una persona que así quiere vivir y agradar a dos
contrarios! Tenemos de ello un elocuente ejemplo en el Evangelio. Leemos
allí que el rey Herodes se había enredado en un ardor criminal con
Herodíades. Tenía esta infame cortesana una hija que danzó delante de él
con tanta gracia que le prometió el rey cuanto le pidiera, aunque fuera
la mitad de su reino. Guardose bien la desdichada de pedírsela, porque
no era bastante; fuese a encontrar a su madre para tomar consejo sobre
lo que debía pedir al rey, y la madre, más infame que su hija,
presentándole una bandeja, la dijo: "Ve, y pide que te mande poner en
este plato la cabeza de Juan Bautista, para traérmela. Era esto en
venganza de haberle echado en cara el Bautista su mala vida. Quedóse el
rey sobrecogido de espanto ante esta demanda; pues, por una parte, él
apreciaba a San Juan
Bautista, y le pesaba la muerte de un hombre tan digno de vivir, ¿Qué
iba a hacer? ¿Qué partido iba a tomar?. ¡Ah! maldito respeto humano ¿a
qué te decidirás?
Herodes no quisiera decretar la muerte del Bautista; pero, por otra
parte, teme que se burlen de él, porque, siendo rey, no mantiene su
palabra. Ve, dice por fin el desdichado a uno de los verdugos, ve y
corta la cabeza de Juan Bautista prefiero dejar que grite mi conciencia
a que se burlen de mí. Pero ¡qué horror! al aparecer la cabeza en la
sala, los ojos y la boca, aunque cerrados, parecían reprocharle su
crimen y amenazándole con los más terribles castigos. Ante su vista,
Herodes palidece y se estremece. ¡Ay! que el que se deja guiar por el
respeto humano es bien digno de lástima.
Es verdad que el respeto humano no nos impide hacer algunas buenas
obras. Pero ¡cuántas veces, en las mismas buenas obras, nos hace perder
el mérito! ¡Cuántas buenas obras, que no haríamos si no esperáramos ser
por ellas alabados y estimados del mundo! ¡Cuántos no vienen a la
iglesia más que por respeto humano, pensando que, desde el momento en
que una persona no practica ya la religión, por lo menos exteriormente,
no se tiene confianza en ella, pues, como suele decirse: ¡donde no hay
religión, no hay tampoco conciencia! ¡Cuántas madres que parecen tener
mucho cuidado de sus hijos, lo hacen solo por ser estimadas a los ojos
del mundo!
¿Cuantos, que se reconcilian con sus enemigos sólo por no perder la
estima de la gente? ¡Cuántos, que no serían tan correctos, si no
supiesen que en ello les va la alabanza mundana! ¡Cuántos, que son más
reservados en su hablar y más modestos en la iglesia a causa del mundo!
¡Oh! maldito respeto humano, qué de buenas obras echas a perder, que a
tantos cristianos conducirían al cielo, y no hacen sino empujarlos al
infierno!
Pero - me diréis - es que es muy difícil evitar que el mundo se
entrometa en todo lo que uno hace. ¿Y qué? No hemos de esperar nuestra
recompensa del mundo, sino de sólo Dios. Si se me alaba, sé bien que no
lo merezco, porque soy pecador; si se me desprecia, nada hay en ello de
extraordinario, tratándose de un pecador como yo, que tantas veces ha
despreciado con sus pecados al Señor; muchos más merecería. Por otra
parte, ¿no nos ha dicho Jesucristo: Bienaventurados los que serán
despreciados y perseguidos? Y ¿quiénes son los que os desprecian?
Algunos infelices pecadores, que, no teniendo el valor de hacer lo que
vosotros hacéis para disimular su vergüenza quisieran que obréis como
ellos; algún pobre ciego que, bien lejos de despreciaros, debiera
pasarse la vida llorando su infelicidad. Sus burlas nos muestran cuán
dignos son de lástima y de compasión. Son como una persona que ha
perdido el juicio, que corre por las selvas, se arrastra por tierra o se
arroja a los precipicios, gritando a los demás que hagan lo mismo; grite
cuanto quiera, la dejáis hacer, y os compadecéis de ella, porque no
conoce su desgracia.
De la misma manera, dejemos a esos pobres desdichados que griten y se
mofen de los buenos cristianos; dejemos a esos insensatos en su
demencia; dejemos a esos ciegos en sus tinieblas; escuchemos los gritos
aullidos de los réprobos, pero nada temamos, sigamos nuestro camino; el
mal se lo hacen a sí mismos y no a nosotros; compadezcámoslos, y no nos
separemos de nuestra línea de conducta.
¿Sabéis por qué se burlan de vosotros? Porque ven que les tenéis miedo y
que por la menor cosa os sonrojáis. No es de vuestra piedad de lo que
ellos hacen burla, sino de vuestra inconstancia, y de vuestra flojedad
en seguir a vuestro capitán. Tomad ejemplo de los mundanos; mirad con
qué audacia siguen ellos al suyo. ¿No les veis cómo hacen gala de ser
libertinos, bebedores, astutos, vengativos? Mirad a un impúdico; ¿Se
avergüenza acaso de vomitar sus obscenidades delante de la gente? ¿Y por
qué esto? Porque los mundanos se ven constreñidos a seguir a su amo, que
es el mundo; no piensan ni se ocupan más que en agradarle; por más
sufrimientos que les cueste, nada es capaz de detenerlos. Ved aquí, lo
que haríais también vosotros, si quisierais en este punto imitarlos. No
temeríais al mundo ni al demonio; no buscaríais ni querríais más que lo
que pueda agradar a vuestro Señor, que es el mismo Dios. Convertid
conmigo en que los mundanos son mucho más constantes en todos los
sacrificios que hacen para agradar a su atrio, que es el mundo, que
nosotros en hacer lo que debemos para agradar a nuestro Señor, que es
Dios.
II.- Pero ahora volvamos a empezar de otra manera. Dime, amigo, ¿por qué
razón te mofas tú de los que hacen profesión de piedad, o, para que lo
entiendas mejor, de los que gastan mas tiempo que tú en la oración, de
los que frecuentan mas a menudo que tú los sacramentos, de los que huyen
los aplausos del mundo?. Una de tres: o es que consideráis a estas
personas como hipócritas, o, es que os burláis de la piedad misma o es,
en fin, que os causa enojos ver que ellos valen más que vosotros.
l.° Para tratarlos de hipócritas sería preciso que hubierais leído en su
corazón, y estuvieseis convencidos de que toda su devoción es falsa.
Pues bien, ¿no parece natural, cuando vemos a una persona hacer alguna
buena obra, pensar que su corazón es bueno y sincero? Siendo así, ved
cuán ridículos resultan vuestro lenguaje y vuestros juicios. Veis en
vuestro vecino un exterior bueno, y decís o pensáis que su interior no
vale nada. Os muestran un fruto bueno; indudablemente, pensáis, el árbol
que lo lleva es de buena calidad, y formáis buen juicio de él. En
cambio, tratándose de juzgar a las personas de bien, decís todo lo
contrario: el fruto es bueno, pero el árbol que lo lleva no vale nada.
No, no, no sois tan ciegos ni tan insensatos para disparatar de esta
manera.
2.º Digo, en segundo lugar, que os burláis de la piedad misma. Pero me
engaño; no os burláis de tal persona porque sus oraciones son largas o
frecuentes y hechas con reverencia. No, no por esto, porque también
vosotros oráis (por lo menos, si no lo hacéis, faltáis a uno de vuestros
primeros deberes). ¿Es, acaso, porque ella frecuenta los sacramentos?
Pero tampoco vosotros habéis pasado el tiempo de vuestra vida sin
acercaros a los santos Sacramentos; se os ha visto en el tribunal de la
penitencia, se os ha visto llegaros a la sagrada mesa. No despreciáis,
pues, a tal persona porque cumple mejor que vosotros sus deberes de
religión, estando perfectamente convencidos del peligro en que estamos
de perdernos, Y, por consiguiente de la necesidad que tenemos de
recurrir a menudo a la oración y a los sacramentos para perseverar en la
gracia del Señor, Y sabiendo que después de este mundo ningún recurso
queda: bien, o mal, fuerza será permanecer en la suerte que, al salir de
él, nos quepa por toda la eternidad.
3.° No, nada de esto es lo que nos enoja en la persona de nuestro
vecino. Es que, no teniendo el valor de imitarle, no quisiéramos sufrir
la vergüenza de nuestra flojedad; antes quisiéramos arrastrarle a seguir
nuestros desordenes y nuestra vida indiferente. ¿Cuántas veces nos
permitimos decir: para qué sirve tanta mojigatería, tanto estarse en la
iglesia, madrugar tanto para ir a ella, y otras cosas por el estilo? ¡Ah
! es que la vida de las personas seriamente piadosas es la condenación
de nuestra vida floja e indiferente. Bien fácil es comprender que su
humildad y el desprecio que ellas hacen de sí mismas condena nuestra
vida orgullosa, que nada sabe sufrir, que quisiera la estimación y
alabanza de todos. No hay duda de que su dulzura y su bondad para con
todos abochorna nuestros arrebatos y nuestra cólera; es cosa cierta que
su modestia, su circunspección en toda su conducta, condena nuestra vida
mundana y llena de escándalos. ¿No es realmente esto solo lo que nos
molesta en la persona de nuestros prójimos? ¿No es esto lo que nos
enfada, cuando oímos hablar bien de los demás y publicar sus buenas
acciones? Sí, no cabe duda de que su devoción, su respeto a la Iglesia
nos condena, y contrasta con nuestra vida toda disipada y con nuestra
indiferencia por nuestra salvación. De la misma manera que nos sentimos
naturalmente inclinados a excusar en los demás los defectos que hay en
nosotros mismos, somos propensos a desaprobar en ellos las virtudes que
no tenemos el valor de practicar. Así lo estamos viendo todos los días.
Un libertino se alegra de hallar a otro libertino que le aplauda en sus
desórdenes; lejos de disuadirle, le alienta a proseguir en ellos. Un
vengativo se complace en la compañía de otro vengativo para aconsejarse
mutuamente, a fin de hallar el medio de vengarse de sus enemigos. Pero
poned una persona morigerada en compañía de un libertino, una persona
siempre dispuesta a perdonar con otra vengativa; veréis cómo en seguida
los malvados se desenfrenan contra los buenos y se les echan encima.
¿Y por qué esto, sino porque, no teniendo la virtud de obrar como ellos,
quisieran poder arrastrarlos a su parte, a fin de que la vida santa que
éstos llevan no sea una continuada censura de la suya propia? Mas, si
queréis comprender la ceguera de los que se mofan de las personas que
cumplen mejor que ellos sus deberes de cristianos, escuchadme un
momento.
¿Qué pensaríais de un pobre que tuviera envidia de un rico, si él no
fuese
rico sino porque no quiere serlo? No le diríais: amigo, ¿por qué has de
decir mal de esta persona a causa de su riqueza? De ti solamente depende
ser tan rico como ella, y aun más si quieres. Pues de igual manera, ¿por
qué nos permitimos vituperar a los que llevan una vida más arreglada que
la nuestra? Sólo de nosotros depende ser como ellos y aun mejores. El
que otros practiquen la religión con más fidelidad que nosotros no nos
impide ser tan honestos y perfectos como ellos, y más todavía, si
queremos serlo. Digo, en tercer lugar, que la gente sin religión que
desprecian a quienes hacen profesión de ella... ; pero, me engaño: no es
que los desprecien, lo aparentan solamente, pues en su corazón los
tienen en grande estima.
¿Queréis una prueba de esto? ¿A quién recurrirá una persona, aunque no
tenga piedad, para hallar algún consuelo en sus penas, algún alivio en
sus tristezas y dolores? ¿Creéis que irá a buscarlo en otra persona sin
religión como ella? No, amigos, no. Conoce muy bien que una persona sin
religión no puede consolarle, ni darle buenos consejos. Irá a los mismos
de quienes antes se burlaba. Harto convencido está de que sólo una
persona prudente, honesta y temerosa de Dios puede consolarlo y darle
algún alivio en sus penas. ¡Cuántas veces, en efecto, hallándonos
agobiados por la tristeza o por cualquiera otra miseria, hemos acudido a
alguna persona prudente y buena y, al cabo de un cuarto de hora de
conversación, nos hemos sentido totalmente cambiados y nos hemos
retirado diciendo ¡Qué dichosos son los que aman a Dios y también los
que viven a su lado! He aquí que yo me entristecía, no hacía más que
llorar, me desesperaba; y, con unos momentos de estar en compañía de
esta persona me he sentido todo consolado. Bien cierto es cuando ella me
ha dicho: que el Señor no ha permitido esto sino por mi bien, y que
todos los santos y santas habían pasado penas mayores, y que más vale
sufrir en este mundo que en el otro. Y así acabamos por decir: en cuanto
se me presente otra pena, no demoraré en acudir a él de nuevo en busca
de consuelo. ¡Oh, santa y hermosa religión! ¡cuán dichosos son los que
te practican sin reserva, y cuán grandes y preciosos son los consuelos v
dulzuras que nos proporcionas... !
Ya veis, pues, que os burláis de quienes no lo merecen; que debéis, por
el contrario, estar infinitamente agradecidos a Dios por tener entre
vosotros algunas almas buenas que saben aplacar la cólera del Señor, sin
lo cual pronto seríamos aplastados por su justicia. Si lo pensáis bien,
una persona que hace bien sus oraciones, que no busca sino agradar a
Dios, que se complace en servir al prójimo, que sabe desprenderse aun de
lo necesario para ayudarle, que perdona de buen grado a los que le hacen
alguna injuria, no podéis decir que se porte mal antes al contrario. Una
tal persona no es sino muy digna de ser alabada y estimada de todo el
mundo. Sin embargo, a esta persona es a quien criticáis; pero ¿no es
verdad que, al hacerlo, no pensáis lo que decís? Ah, es cierto, os dice
vuestra conciencia; ella es más dichosa que nosotros. Oye, amigo mío,
escúchame, y yo te diré lo que debes hacer: bien lejos de vituperar a
ésta clase de personas y burlarte de ellas, has de hacer todos los
esfuerzos posibles para imitarlas, unirte todas las mañanas a sus
oraciones y a todos los actos de piedad que ellas hagan entre día. Pero
- diréis - para hacer lo que ellas se necesita violentarse y
sacrificarse demasiado. ¡Cuesta mucho trabajo!... No tanto como queréis
vosotros suponer. ¿Tanto cuesta hacer bien las oraciones de la mañana y
de la noche? ¿Tan dificultoso es escuchar la palabra de Dios con
respeto, pidiendo al Señor la gracia de aprovecharse? ¿Tanto se necesita
para no salir de la iglesia durante las instrucciones? ¿Para abstenerse
de trabajar el domingo? ¿Para no comer carne en los días prohibidos y
despreciar a los mundanos empeñados en perderse?
Si es que teméis que os llegue a faltar el valor, dirigid vuestros ojos
a la cruz donde murió Jesucristo, y veréis cómo no os faltará aliento.
Mirad a esas muchedumbres de mártires, que sufrieron dolores que no
podéis comprender vosotros, por el temor de perder sus almas. ¿Os parece
que se arrepienten ahora de haber despreciado el mundo y el qué dirán?
Concluyamos diciendo: ¡Cuán pocas son las personas que verdaderamente
sirven a Dios. Unos tratan de destruir la religión, si fuese posible,
con la fuerza de sus armas, como los reyes y emperadores paganos; otros
con sus escritos impíos quisieran deshonrarla y destruirla si pudiesen;
otros se mofan de ella en los que la practican; otros, en fin, sienten
deseos de practicarla, pero tienen miedo de hacerlo delante del mundo.
¡Ay! ¡Qué pequeño es el número de los que andan por el camino del cielo,
pues sólo se cuentan en el los que continua y valerosamente combaten al
demonio y sus sugestiones, y desprecian al mundo con todas sus burlas!
Puesto que esperamos nuestra recompensa y nuestra felicidad de sólo
Dios, ¿por qué amar al mundo, habiendo prometido no seguir más que a
Jesucristo, llevando nuestra cruz todos los días de nuestra vida?
Dichoso, aquel que no busca sino sólo a DIOS...