Santo Cura de Ars: Sermón sobre el Juicio Final
Entonces
verán
al
Hijo
del
hombre
viniendo
con
gran
poder
y
majestad
terrible,
rodeado
de
los
ángeles
y
de
los
santos.(S.
L.uc.
XXI,
27.)
No
es
ya,
hermanos
míos
, un
Dios
revestido
de
nuestra
flaqueza,
oculto
en la
oscuridad
de
un
pobre
establo,
reclinado
en
un
pesebre,
saciado
de
oprobios,
oprimido
bajo
la
pesada
carga
de
su
cruz;
es
un
Dios
revestido
con
todo
el
brillo
de
su
poder
y
de
su
majestad,
que
hace
anunciar
su
venida
por
medio
de
los
más
espantosos
prodigios,
es
decir,
por
el
eclipse
del
sol
y
de
la luna,
por
la
caída
de
las
estrellas,
y
por
un
total
trastorno
de
la
naturaleza.
No
es
ya
un
Salvador
que
viene
como
manso
cordero
a
ser
juzgado
por
los
hombres
y a
redimirlos;
es
un
Juez
justamente
indignado
que juzga
a
los
hombres
con
todo
el
rigor
de
su
justicia.
No
es
ya
un
Pastor
caritativo
que
viene
en
busca
de
las
ovejas
extraviadas
para
perdonarlas;
es
un
Dios
vengador
que
viene
a
separar
para
siempre
los
pecadores
de
los
justos,
a
aplastar
los
malvados
con
su
más
terrible
venganza,
a
anegar
los
justos
en
un
torrente
de
dulzuras.
Momento
terrible,
momento
espantoso,
¿cuándo
llegarás?
Momento
desdichado
¡ay!
quizás
en
breve
llegarán
a
nuestros
oídos
los
anuncios
precursores
de
este
Juez
tan
temible
para
el
pecador.
¡Oh
pecadores!
salid
de
la tumba
de
vuestros
pecados,
venid
al
tribunal
de
Dios,
venid
a
aprender
de
qué
manera
será
tratado
el
pecador.
El impío,
en
este
mundo,
parece
hacer
gala
de
desconocer
el
poder
de
Dios,
viendo
a
los
pecadores
sin
castigo;
llega
hasta
decir:
No,
no,
no
hay
Dios
ni
infierno;
o
bien:
No
atiende
Dios
a
lo
que
pasa
en
la
tierra.
Pero
dejad
que
venga
el
juicio,
y
en
aquel
día
grande
Dios
manifestará
su
poder
y
mostrará
a
todas
las
naciones
que
Él
lo
ha
visto
todo
y
de
todo
ha
llevado
cuenta.
¡Qué
diferencia,
hermanos,
entre
estas
maravillas
y las
que
Dios
obró
al
crear
el
mundo!
Que
las
aguas
rieguen
y fertilicen
la tierra,
dijo
entonces
el
Señor;
y
en
el
mismo
instante
las
aguas
cubrieron
la
tierra
y la
dieron
fecundidad.
Pero,
cuando
venga
a
destruir
el
mundo,
mandará
al
mar
saltar
sus
barreras
con
ímpetu
espantoso,
para
engullir
el
universo
entero
en
su
furor.
Creó
Dios
el
cielo,
y
ordenó
a
las
estrellas
que
se
fijasen
en
el
firmamento.
Al
mandato
de
su
voz,
el
sol
alumbró
el
día
y la
luna
presidió
a
la
noche.
Pero,
en
aquel
día
postrero,
el
sol
se
obscurecerá,
y
no
darán
ya
más
lumbre
la
luna
y las
estrellas.
Todos
estos
astros
caerán
con
estruendo
formidable.
¡Qué
diferencia,
hermanos
míos!
Para
crear
el
mundo
empleó
Dios
seis
días;
para
destruirle,
un
abrir
y
cerrar
de
ojos
bastará.
Para
crearle,
a
nadie
llamó
que
fuese
testigo
de
tantas
maravillas;
para
destruirle,
todos
los
pueblos
se
hallarán
presentes,
todas
las
naciones
confesarán
que
hay
un
Dios
y
reconocerán
su
poder.
¡Venid,
burlones
impíos,
venid
incrédulos
refinados,
venid
a
ver
si
existe
o
no
Dios,
si
ha
visto
o
no
todas
vuestras
acciones,
si
es
o
no
todopoderoso!
¡Oh
Dios
mío!
cómo
cambiará
de
lenguaje
el
pecador
en
aquella
hora!
¡Qué
de
lamentos!
¡Ay!
¡Cómo
se
arrepentirá
de
haber
perdido
un tiempo
tan
precioso!
Mas
no
es
tiempo
ya,
todo
ha
concluido
para
el
pecador,
no
hay
esperanza.
¡Oh,
qué
terrible
instante
será
aquél!
Dice
San
Lucas
que
los
hombres
quedarán
yertos
de
pavor,
pensando
en
los
males
que
les
esperan.
¡Ay
!
hermanos
míos,
bien
puede
uno
quedarse
yerto
de
temor
y
morir
de
espanto
ante
la
amenaza
de
una
desdicha
infinitamente
menor
que
la
que
al
pecador
le
espera
y
que
ciertísimamente
le
sobrevendrá
si
continúa
viviendo
en
el
pecado.
Hermanos
míos,
si
en
este
momento
en
que
me
dispongo
a
hablaros
del
juicio,
al
cual
compareceremos
todos
para
dar
cuenta
de
todo
el
bien
y
de
todo
el
mal
que
hayamos
hecho,
y
recibir
la
sentencia
de
nuestro
definitivo
destino
al
cielo
o
al
infierno,
viniese
un
ángel
a
anunciaros
ya
de
parte
de
Dios
que
dentro
de
veinticuatro
horas
todo
el
universo
será
abrasado
en
llamas
por
una
lluvia
de
fuego
y
azufre;
si
empezaseis
ya
a
oír
que
el
trueno
retumba
y a
ver
que
la
tempestad
enfurecida
asuela
vuestras
casas;
que los
relámpagos
se
multiplican
hasta
convertir
el
universo
en
globo
de
fuego;
que
el
infierno
vomita
ya
todos
sus
réprobos,
cuyos
gritos
y
alaridos
se
dejan
oír
hasta
los
confines
del
mundo,
anunciando
que
el
único
medio
de
evitar
tanta
desdicha
es
dejar
el
pecado
y
hacer
penitencia;
¿
podríais
escuchar,
hermanos
míos,
a
esos
hombres
sin
derramar
torrentes
de
lágrimas
y
clamar
misericordia?
¿No
se
os
vería
arrojaros
al
pie
de
los
altares
pidiendo
clemencia?
¡Oh
ceguera,
oh
desdicha
incomprensible,
la
del
hombre
pecador!
los
males
que
vuestro
pastor
os
anuncia
son
aún
infinitamente
más
espantosos
y
dignos
de
arrancar
vuestras
lágrimas,
de
desgarrar
vuestros
corazones.
¡Ah! estas terribles verdades van a ser otras tantas sentencias que pronunciarán vuestra condenación eterna. Pero la más grande de todas las desdichas es que seáis insensibles a ellas y continuéis viviendo en pecado sin reconocer vuestra locura hasta el momento en que no haya ya remedio para vosotros. Un momento más, y aquel pecador que vivía tranquilo en el pecado será juzgado y condenado; un instante más, y llevará consigo sus lamentos por toda la eternidad. Sí, hermanos míos, seremos juzgados, nada más cierto; sí, seremos juzgados sin misericordia; sí, eternamente nos lamentaremos de haber pecado.
1.-
Leemos
en
la
Sagrada
Escritura,
hermanos
míos,
que
cada
vez
que
Dios
quiere
enviar
algún
azote
al
mundo
o a
su
Iglesia,
lo
hace
siempre
preceder
de
algún
signo
que
comience
a infundir
el
terror
en
los
corazones
y
los
lleve
a
aplacar
la
divina
justicia.
Queriendo
anegar
el
universo
en
un
diluvio,
el
arca
de
Noé,
cuya
construcción
duró
cien
años,
fue
una
señal
para
inducir
a los
hombres
a
penitencia,
sin
la
cual
todos
debían
perecer.
El
historiador
Josefo
refiere
que,
antes
de
la
destrucción
de
Jerusalén,
se
dejó
ver,
durante
largo
tiempo,
una
corneta
en
figura
de
alfanje,
que
ponía
a
los
hombres
en
consternación.
Todos
se
preguntaban:
¡Ay
de
nosotros!
¿qué
querrá
anunciar
esta
señal?
talvez
alguna
gran
desgracia
que
Dios
va
a
enviarnos.
La
luna
estuvo
sin
alumbrar
ocho
noches
seguidas;
la
gente
parecía
no
poder
ya
vivir
más.
De
repente,
aparece
un
desconocido
que,
durante
tres
años,
no
hace
sino
gritar,
día
y
noche,
por
las
calles
de
Jerusalén:
¡Ay
de
Jerusalén!
¡Ay
de
Jerusalén!...
Le
prenden;
le
azotan
con
varas
para
impedirle
que
grite;
nada
le
detiene.
Al
cabo
de
tres
años
exclama:
¡Ay!
¡ay
de
Jerusalén
! y
¡
ay
de
mí
!
Una
piedra
lanzada
por
una
máquina
le
cae
encima
y le
aplasta
en
el
mismo
instante.
Entonces
todos
los
males
que
aquel
desconocido
había
presagiado
a
Jerusalén
vinieron
sobre
ella.
El
hambre
fue tan
dura
que
las
madres
llegaron
a
degollar
a
sus
propios
hijos
para
alimentarse
con
su
carne.
Los
habitantes,
sin
saber
por
qué,
se
degollaban
unos
a
otros;
la
ciudad
fue
tomada
y
como
aniquilada;
las
calles
y
las
plazas
estaban
todas
cubiertas
de
cadáveres;
corrían
arroyos
de
sangre;
los
pocos
que
lograron
salvar
sus
vidas
fueron
vendidos
como
esclavos.
Mas, como el día del juicio será el más terrible y espantoso de cuantos haya habido, le precederán señales tan horrendas, que llevarán el espanto hasta el fondo de los abismos. El Señor nos dice que, en aquel momento infausto para el pecador, el sol no dará ya más luz, la luna será semejante a una mancha de sangre, y las estrellas caerán del firmamento. El aire estará tan lleno de relámpagos que será un incendio todo él, y el fragor de los truenos será tan grande qué los hombres quedarán yertos de espanto. Los vientos soplarán con tanto ímpetu, que nada podrá resistirles. Árboles y casas serán arrastradas al caos de la mar; el mismo mar de tal manera será agitado por las tempestades, que sus olas se elevarán cuatro codos por encima de las más altas montañas y bajarán tanto que podrán verse los horrores del abismo; todas las criaturas, aun las insensibles, parecerán quererse aniquilar, para evitar la presencia de su Creador, al ver cómo los crímenes de los hombres han manchado y desfigurado la tierra. Las aguas de los mares y de los ríos hervirán como aceite sobre brasas; los árboles y plantas vomitarán torrentes de sangre; los terremotos serán tan grandes que se verá la tierra hundirse por todas partes; la mayor parte de los árboles y de las bestias serán tragados por el abismo, y los hombres, que sobrevivan aún, quedarán como insensatos; los montes y peñascos se desplomarán con horrorosa furia. Después de todos estos horrores se encenderá fuego en los cuatro ángulos del mundo: fuego tan violento que consumirá las piedras, los peñascos y la tierra, como briznas de paja echadas en un horno. El universo entero será reducido a cenizas; es preciso que esta tierra manchada con tantos crímenes sea purificada por el fuego que encenderá la cólera del Señor, de un Dios justamente irritado.
Una
vez
que
esta
tierra
cubierta
de
crímenes
sea
purificada,
enviará
Dios,
hermanos
míos,
a
sus
ángeles,
que
harán
sonar
la trompeta
por
los
cuatro
ángulos
del
mundo
y
dirán
a
todos
los
muertos:
Levantaos,
muertos,
salid
de
vuestras
tumbas,
venid
y
compareced
a
juicio.
Entonces,
todos
los
muertos,
buenos
y
malos,
justos
y
pecadores,
volverán
a tomar
la
misma
forma
que
tenían
antes;
el
mar
vomitará
todos
los
cadáveres
que
guarda
encerrados
en
su
caos,
la tierra
devolverá
todos
los
cuerpos
sepultados,
desde
tantos
siglos,
en
su
seno.
Cumplida
esta
revolución,
todas
las
almas
de
los
santos
descenderán
del
cielo
resplandecientes
de
gloria
y
cada
alma
se
acercará
a
su
cuerpo,
dándole
mil
y
mil
parabienes.
Ven,
le
dirá,
ven,
compañero
de
mis
sufrimientos;
si
trabajaste
por
agradar
a
Dios,
si
hiciste
consistir
tu
felicidad
en
los
sufrimientos
y
combates,
¡oh,
qué
de
bienes
nos
están
reservados!
Hace
ya
más
de
mil
años
que
yo
gozo
de
esta
dicha;
¡oh,
qué
alegría
para
mí
venir
a
anunciarte
tantos
bienes
como
nos
están
preparados
para
la
eternidad.
Venid,
benditos
ojos,
que
tantas
veces
os
cerrasteis
en
presencia
de
los
objetos
impuros,
por
temor
de
perder
la
gracia
de
vuestro
Dios,
venid
al
cielo,
donde
no
veréis
sino
bellezas
jamás
vistas
en
el
mundo.
Venid,
oídos
míos,
que
tuvisteis
horror
a las
palabras
y a
los
discursos
impuros
y
calumniosos;
venid
y
escucharéis
en
el
cielo
aquella
música
celeste
que
os
arrobará
en
éxtasis
continuo.
Venid,
pies
míos
y
manos
mías,
que
tantas
veces
os
empleasteis
en
aliviar
a
los
desgraciados;
vamos
a
pasar
nuestra
eternidad
en
el
cielo,
donde
veremos
a
nuestro
amable
y
caritativo
Salvador
que
tanto
nos
amó.
¡Ah!
allí
verás
a Aquel
que
tantas
veces
vino
a
descansar
en
tu
corazón.
¡Ah!
allí
veremos
esa
mano
teñida
aún
en
la
sangre
de
nuestro
divino
Salvador,
por
la
cual
El
nos
mereció
tanto
gozo.
En fin,
el
cuerpo
y
el
alma
de
los
santos
se
darán
mil
y
mil
parabienes;
y
esto
por
toda
la
eternidad.
Luego
que
todos
los
santos
hayan
vuelto
a
tomar
sus
cuerpos,
radiantes
todos
allí
de
gloria
según
las
buenas
obras
y las
penitencias
que
hayan
hecho,
esperarán
gozosos
el
momento
en
que
Dios,
a la
faz
del
universo
entero,
revele,
una
por
una,
todas
las
lágrimas,
todas
las
penitencias,
todo
el
bien
que
ellos
hayan
realizado
durante
su
vida;
felices
ya
con
la felicidad
del
mismo
Dios.
Esperad,
les
dirá
el
mismo
Jesucristo,
esperad,
quiero
que
todo
el
universo
se
goce
en
ver
cuánto
habéis
trabajado.
Los
pecadores
endurecidos,
los
incrédulos
decían
que
yo
era
indiferente
a
cuanto
vosotros
hicieseis
por
mí;
pero
yo
voy
a
mostrarles,
en
este
día,
que
he
visto
y
contado
todas
las
lágrimas
que
derramasteis
en
el
fondo
de
los
desiertos
;
voy
a
mostrarles
en
este
día
que
a
vuestro
lado
me
hallaba
yo
sobre
los
cadalsos.
Venid
todos
y
compareced
delante
de
esos
pecadores
que
me
despreciaron
y
ultrajaron,
que
osaron
negar
que
yo
existiese
y
que
los
viese.
Venid,
hijos
míos,
venid,
mis
amados,
y
veréis
cuán
bueno
he
sido
y
cuán
grande
fue
mi
amor
para
con
vosotros.
Contemplemos
por
un
instante,
hermanos
míos,
a
ese
infinito
número
de
almas
justas
que
entran
de
nuevo
en
sus
cuerpos,
haciéndolos
semejantes
a
hermosos
soles.
Mirad
a
todos
esos
mártires,
con
las
palmas
en
la
mano.
Mirad
a todas
esas
vírgenes,
con
la
corona
de
la
virginidad
en
sus
sienes.
Mirad
a
todos
esos
apóstoles,
a
todos
esos
sacerdotes;
tantas
cuantas
almas
salvaron,
otros
tantos
rayos
de
gloria
los
embellecen.
Todos
ellos,
hermanos
míos.,
dirán
a
María,
la
Virgen
Madre:
Vamos
a
reunirnos
con
Aquel
que
está
en
el
cielo,
para
dar
nuevo
esplendor
de
gloria
a
vuestra
hermosura.
Pero
no,
un
momento
de
paciencia;
vosotros
fuisteis
despreciados,
calumniados
y
perseguidos
por
los
malvados;
justo
es
que,
antes
de
entrar
en el
reino
eterno,
vengan
los
pecadores
a
daros
satisfacción
honrosa.
Mas
¡terrible
y
espantosa
mudanza!
oigo
la
misma
trompeta
llamando
a
los
réprobos
para
que
salgan
de
los
infiernos.
¡Venid,
pecadores,
verdugos
y tiranos,
dirá
Dios
que
a todos
quería
salvar,
venid,
compareced
ante
el
tribunal
del
Hijo
del
Hombre,
ante
Aquel
de
quien
tantas
veces
atrevidamente
pensasteis
que
no
os
veía
ni
os
oía!
Venid
y
compareced,
porque
cuantos
pecados
cometisteis
en
toda
vuestra
vida
serán
manifestados
a la
faz
del
universo.
Entonces
clamará
el
ángel:
¡Abismos
del
infierno,
abrid
vuestras
puertas!
Vomitad
a
todos
esos
réprobos!
su
juez
los
llama.
Ah,
terrible
momento!
todas
aquellas
desdichadas
almas
réprobas,
horribles
como
demonios,
saldrán
de
los
abismos
e
irán,
como
desesperadas,
en
busca
de
sus
cuerpos.
¡Ah,
momento
cruel!
en
el
instante
en
que
el
alma
entrará
en
su
cuerpo,
este
cuerpo
experimentará
todos
los
rigores
del
infierno.
¡Ah!
este
maldito
cuerpo,
estas
malditas
almas
se
echarán
mil
y
mil
maldiciones.
¡Ah!
maldito
cuerpo,
dirá
el
alma
a
su
cuerpo
que
se
arrastró
y
revolcó
por
el
fango
de
sus
,
impurezas;
hace
ya
más
de
mil
años
que
yo
sufro
y
me
abraso
en
los
infiernos.
Venid,
malditos
ojos,
que
tantas
veces
os
recreasteis
en
miradas
deshonestas
a
vosotros
mismos
o a
los
demás,
venid
al
infierno
a
contemplar
los
monstruos
más
horribles.
Venid,
malditos
oídos,
que
tanto
gusto
hallasteis
en
las
palabras
y
discursos
impuros,
venid
a escuchar
eternamente
los
gritos,
alaridos
y
rugidos
de
los
demonios.
Venid,
lengua
y
boca
malditas,
que
disteis
tantos
besos
impuros
y
que
nada
omitisteis
para
satisfacer
vuestra
sensualidad
y
vuestra
gula,
venid
al
infierno,
donde
la
hiel
de
los
dragones
será
vuestro
alimento
único.
¡Ven,
cuerpo
maldito,
a
quien
tanto
procuré
contentar;
ven
a
ser
arrojado
por
una
eternidad
en
un
estanque
de
fuego
y
de
azufre
encendido
por
el
poder
y
la
cólera
de
Dios!
¡Ah!
¿quién
es
capaz
de
comprender,
ni
menos
de
expresar
las
maldiciones
que
el
cuerpo
y
el
alma
mutuamente
se
echarán
por
toda
la
eternidad?
Sí,
hermanos
míos,
ved
a
todos
los
justos
y
los
réprobos
que
han
recobrado
su
antigua
figura,
es
decir,
sus
cuerpos
tal
como
nosotros
los
vemos
ahora,
y
esperan
a
su
juez,
pero
un
juez
justo
y
sin
compasión,
para
castigar
o
recompensar,
según
el
mal
o
el
bien
que
hayamos
hecho.
Vedle
que
llega
ya,
sentado
en
un trono,
radiante
de
gloria,
rodeado
de
todos
los
ángeles,
precedido
del
estandarte
de
la
cruz.
Los
malvados
viendo
a
su
juez,
¿qué
digo?
viendo
a
Aquel
a
quien
antes
vieron
ocupado
solamente
en
procurarles
la
felicidad
del
paraíso,
y
que,
a
pesar
de
El,
se
han
condenado,
exclamarán:
Montañas,
aplastadnos,
arrebatadnos
de
la
presencia
de
nuestro
juez;
peñascos,
caed
sobre
nosotros;
¡ah,
por
favor,
precipitadnos
en
los
infiernos!
No,
no,
pecador,
acércate
y
ven
a
rendir
cuenta
de
toda
tu
vida.
Acércate,
desdichado,
que
tanto
despreciaste
a
un
Dios
tan
bueno.
¡Ah!
juez
mío,
padre
mío,
criador
mío,
¿dónde
están
mi
padre
y
mi
madre
que
me
condenaron?
!Ah!
quiero
verlos
;
quiero
reclamarles
el
cielo
que
me
dejaron
perder.
¡Ay,
padre!
¡Ay,
madre!
fuisteis
vosotros
los
que
me
condenasteis;
fuisteis
vosotros
la
causa
de
mi
desdicha.
No,
no,
al
tribunal
de
tu
Dios;
no
hay
remedio
para
ti. ¡
Ah
! juez
mío,
exclamará
aquella
joven...,
¿
dónde
está
aquel
libertino
que
me
robó
el
cielo?
No,
no,
adelántate,
no
esperes
socorro
de
nadie...
¡estás
condenada!
no
hay
esperanza
para
ti;
sí,
estás
perdida;
sí,
todo
está
perdido,
puesto
que
perdiste
a tu
alma
y a
tu
Dios.
¡Ah!
¿quién
podrá
comprender
la
desdicha
de
un
condenado
que
verá
enfrente
de
sí,
al
lado
de
los
santos,
a
su
padre
o a
su
madre,
radiantes
de
gloria
y
destinados
al
cielo,
y
a
sí
propio
reservado
para
el
infierno?
Montañas,
dirán
estos
réprobos,
sepultadnos;
¡ah,
por
favor,
caed
sobre
nosotros!
¡Ah,
puertas
del
abismo,
abríos
para
sepultarnos
en
él!
No,
pecador;
tú
siempre
despreciaste
mis
mandamientos;
pero
hoy
es
el
día
en
que
yo
quiero
mostrarte
que
soy
tu
dueño.
Comparece
delante
de
mí
con
todos
tus
crímenes,
de
los
cuales
no
es
más
que
un tejido
tu
vida
entera.
¡Ah,
entonces
será,
dice
el
profeta
Ezequiel,
cuando
el
Señor
tomará
aquel
gran
pliego
milagroso
donde
están
escritos
y
consignados
todos
los
crímenes
de
los
hombres.
¡Cuántos
pecados
que
jamás
aparecieron
a
los
ojos
del
mundo
van
ahora
a
manifestarse!
¡Ah!
temblad
los
que,
hace
quizás
quince
o
veinte
años,
venís
acumulando
pecado
sobre
pecado.
¡Ay,
desgraciados
de
vosotros!
Entonces
Jesucristo,
con
el
libro
de
las
conciencias
en
la
mano,
con
voz
de
trueno
formidable,
llamará
a todos
los
pecadores
para
convencerlos
de
todos
los
pecados
que
hayan
cometido
durante
su
vida.
Venid,
impúdicos,
les
dirá,
acercaos
y leed,
día
por
día;
mirad
todos
los
pensamientos
que
mancharon
vuestra
imaginación,
todos
los
deseos
vergonzosos
que
corrompieron
vuestro
corazón;
leed
y
contad
vuestros
adulterios;
ved
el
lugar,
el
momento
en
que
los
cometisteis;
ved
la
persona
con
la
cual
pecasteis.
Leed
todas
vuestras
voluptuosidades
y lascivias,
leed
y
contad
bien
cuántas
almas
habéis
perdido,
que
tan
caras
me
habían
costado.
Más
de
mil
años
llevaba
ya
vuestro
cuerpo
podrido
en
el
sepulcro
y
vuestra
alma
en
el
infierno,
y
aún
vuestro
libertinaje
seguía
arrastrando
almas
a la
condenación.
¿Veis
a
esa
mujer
a
quien
perdisteis,
a
ese
marido,
a
esos
hijos,
a
esos
vecinos?
Todos
claman
venganza,
todos
os
acusan
de
su
perdición,
de
que,
a
no
ser
por
vosotros,
habrían
ganado
el
cielo.
Venid,
mujeres
mundanas,
instrumentos
de
Satanás,
venid
y leed
todo
el
cuidado
y
el
tiempo
que
empleasteis
en
componeros;
contad
la
multitud
de
malos
pensamientos
y
de
malos
deseos
que
suscitasteis
en
las
personas
que
os
vieron.
Mirad
todas
las
almas
que
os
acusan
de
su
perdición.
Venid,
maldicientes,
sembradores
de
falsas
nuevas,
venid
y
leed,
aquí
están
escritas
todas
vuestras
maledicencias,
vuestras
burlas,
y
vuestras
maldades;
aquí
tenéis
todas
las
disensiones
que
causasteis,
aquí
tenéis
todas
las
pérdidas
y
todos
los,
daños
de
que
vuestra
maldita
lengua
fue
causa
principal.
Id,
desdichados,
a
escuchar
en
el
infierno
los
gritos
y
los
aullidos
espantosos
de
los
demonios.
Venid,
malditos
avaros,
leed
y
contad
ese
dinero
y
esos
bienes
perecederos
a
los
cuales
apegasteis
vuestro
corazón,
con
menosprecio
de
vuestro
Dios,
y
por
los
cuales
sacrificasteis
vuestra
alma.
¿Habéis
olvidado
vuestra
dureza
para
con
los
pobres?
Aquí
la tenéis,
leed
y
contad.
Ved
aquí
vuestro
oro
y
vuestra
plata,
pedidles
ahora
que
os
socorran,
decidles
que
os
libren
de
mis
manos.
Id,
malditos,
a
lamentar
vuestra
miseria
en
los
infiernos.
Venid,
vengativos,
leed
y
ved
todo
cuanto
hicisteis
en
daño
de
vuestro
prójimo,
contad
todas
las
injusticias,
todos
los
pensamientos
de
odio
y
de
venganza
que
alimentasteis
en
vuestro
corazón;
id,
desdichados,
al
infierno.
¡Ah,
rebeldes!
mil
veces
os
lo
avisaron
mis
ministros,
que,
si
no
amabais
a
vuestro
prójimo
como
a
vosotros
mismos,
no
habría
perdón
para
vosotros.
Apartaos
de
mí,
malditos,
idos
al
infierno,
donde
seréis
víctimas
de
mi
cólera
eterna,
donde
aprenderéis
que
la
venganza
está
reservada
sólo
a Dios.
Ven,
ven,
bebedor,
acércate,
mira
hasta
el
último
vaso
de
vino,
hasta
el último
bocado
de
pan
que
quitaste
de
la
boca
de
tu
esposa
y
de
tus
hijos;
he
aquí
todos
tus
excesos,
¿los
reconoces?
¿son
los
tuyos
realmente,
o
los
de
tu
vecino?
He
aquí
el
número
de
noches
y
de
días
que
pasaste
en
las
tabernas,
los
domingos
y fiestas;
he
aquí,
una
por
una,
las
palabras
deshonestas
que
dijiste
en
tu
embriaguez;
he
aquí
todos
los
juramentos,
todas
las
imprecaciones
que
vomitaste;
he
aquí
todos
los
escándalos
que
diste
a tu
esposa,
a
tus
hijos
y a
tus
vecinos.
Sí,
todo
lo
he
escrito,
todo
lo
he
contado.
Vete,
desdichado,
a
embriagarte
de
la
hiel
de
mi
cólera
en
los
infiernos.
Venid,
mercaderes,
obreros,
todos,
cualquiera
que
fuese
vuestro
estado;
venid,
dadme
cuenta,
hasta
el
último
maravedí,
de
todo
lo
que
comprasteis
y
vendisteis;
venid,
examinemos
juntos
si
vuestras
medidas
y
vuestras
cuentas
concuerdan
con
las
mías.
Ved,
mercaderes,
el
día
en
que
engañasteis
a
ese
niño.
Ved
aquel
otro
día
en
que
exigisteis
doblado
precio
por
vuestra
mercancía.
Venid,
profanadores
de
los
Sacramentos,
ved
todos
vuestros
sacrilegios,
todas
vuestras
hipocresías.
Venid,
padres
y
madres,
dadme
cuenta
de
esas
almas
que
yo
os
confié;
dadme
cuenta
de
todo
lo
que
hicieron
vuestros
hijos
y
vuestros
criados;
ved
todas
las
veces
que
les
disteis
permiso
para
ir
a
lugares
y juntarse
con
compañías
que
les
fueron
ocasión
de
pecado.
Ved
todos
los
malos
pensamientos
y
deseos
que
vuestra
hija
inspiró;
ved
todos
sus
abrazos
y
otras
acciones
infames;
ved
todas
las
palabras
impuras
que
pronunció
vuestro
hijo.
Pero,
Señor,
dirán
los
padres
y
madres,
yo
no
le
mandaba
tales
cosas.
No
importa,
les
dirá
el
juez,
los
pecados
de
tus
hijos
son
pecados
tuyos.
¿Dónde
están
las
virtudes
que
les
hicisteis
practicar?
¿dónde
los
buenos
ejemplos
que
les
disteis
y
las
buenas
obras
que les
mandasteis
hacer
? ¡Ay!
¿qué
va
a
ser
de
esos
padres
y
madres
que
ven
cómo
van
sus
hijos,
unos
al
baile,
otros
al
juego
o a
la
taberna,
y
viven
tranquilos?
¡
Oh,
Dios
mío,
qué
ceguera
!
¡Oh,
qué
cúmulo
de
crímenes,
por
los
cuales
van
a
verse
abrumados
en
aquellos
terribles
momentos!
¡Oh!
¡cuántos
pecados
ocultos,
que
van
a
ser
publicados
a la
faz
del
universo
!
¡Oh,
abismos
de
los
infiernos!
abríos
para
engullir
a
esas
muchedumbres
de
réprobos
que
no
han
vivido
sino
para
ultrajar
a
su
Dios
y
condenarse.
Pero
entonces,
me
diréis,
¿todas
las
buenas
obras
que
hemos
hecho
de
nada
servirán?
Nuestros
ayunos,
nuestras
penitencias,
nuestras
limosnas,
nuestras
comuniones,
nuestras
confesiones,
¿quedarán
sin
recompensa?
No,
os
dirá
Jesucristo,
todas
vuestras
oraciones
no
eran
otra
cosa
que
rutinas;
vuestros
ayunos,
hipocresías;
vuestras
limosnas,
vanagloria;
vuestro
trabajo
no
tenía
otro
fin
que
la
avaricia
y
la
codicia;
vuestros
sufrimientos
no
iban
acompañados
sino
de
quejas
y
murmuraciones;
en
todo
cuanto
hacíais,
yo
no
entraba
para
nada.
Por
otra
parte,
os
recompensé
con
bienes
temporales:
bendije
vuestro
trabajo;
di
fertilidad
a
vuestros
campos
y
enriquecí
a
vuestros
hijos;
del
poco
bien
que
hicisteis,
os
di
toda
la
recompensa
que
podíais
esperar.
En
cambio
os
dirá
Jesús,
vuestros
pecados
viven
todavía,
vivirán
eternamente
delante
de
Mí
; id,
malditos,
al
fuego
eterno,
preparado
para
todos
los
que
me
despreciaron
durante
su
vida.
II.
—
Sentencia
terrible,
pero
infinitamente
justa.
¿Qué
cosa
más
justa,
en
verdad,
para
los
incrédulos
que
aseguraban
que
todo
concluía
con
la
muerte?
¿Veis
ahora
su
desesperación?
¿oís
cómo
confiesan
su
impiedad?
¿cómo
claman
misericordia?
Mas
ahora
todo
está
acabado;
el
infierno
es
vuestra
sola
herencia.
¿Veis
a ese
orgulloso
que
escarnecía
y
despreciaba
a todo
el
mundo?
¿le
veis
abismado
en
su
corazón,
condenado
por
una
eternidad
bajo
los
pies
de
los
demonios?
¿Veis
a
ese
incrédulo
que
decía
que
no
hay
Dios
ni
infierno?
¿le
veis
confesar
a
la
faz
de
todo
el
universo
que
hay
un
Dios
que
le juzga
y un
infierno
donde
va
a
ser
precipitado
para
jamás
salir
de
él?
Verdad
es
que
Dios
dará
a todos
los
pecadores
libertad
de
presentar
sus
razones
y
excusas
para
justificarse,
si
es
que
pueden.
Mas,
¡ay!
¿qué
podrá
decir
un
criminal
que
no
ve
en
sí
mismo
sino
crimen
e
ingratitud?
¡Ay!
todo
lo
que
el
pecador
pueda
decir
en
aquel
momento
infausto
sólo
servirá
para
mostrar
más
y
más
su
impiedad
y
su
ingratitud.
He
aquí,
sin
duda,
hermanos
míos,
lo
que
habrá
de
más
espantoso
en
aquel
terrible
momento:
será
el
ver
nosotros
que
Dios
nada
perdonó
para
salvarnos;
que
nos
hizo
participantes
de
los
méritos
infinitos
de
su
muerte
en
la
cruz;
que
nos
hizo
nacer
en
el
seno
de
su
Iglesia;
que
nos
dio
pastores
para
mostrarnos
y
enseñarnos
todo
lo
que
debíamos
hacer
para
ser
felices.
Nos
dio
los
Sacramentos
para
hacernos
recobrar
su
amistad
cuantas
veces
la
habíamos
perdido;
no
puso
límite
al
número
de
pecados
que
quería
perdonarnos;
si
nuestra
conversión
hubiese
sido
sincera,
estábamos
seguros
de
nuestro
perdón.
Nos
esperó
años
enteros,
por
más
que
nosotros
no
vivíamos
sino
para
ultrajarle;
no
quería
perdernos,
mejor
dicho,
quería
en
absoluto
salvarnos;
¡y
nosotros
no
quisimos!
Nosotros
mismos
le
forzamos
por
nuestros
pecados
a
lanzar
contra
nosotros
sentencia
de
eterna
condenación:
Id,
hijos
malditos,
id
a
reuniros
con
aquel
a
quien
imitasteis;
por
mi
parte,
no
os
reconozco
sino
para
aplastaros
con
todos
los
furores
de
mí
cólera
eterna.
Venid,
nos
dice
el
Señor
por
uno
de
sus
profetas,
venid,
hombres,
mujeres,
ricos
y
pobres,
pecadores,
quienesquiera
que
seáis,
sea
el
que
fuere
vuestro
estado
y
condición,
decid
todos,
decid
vuestras
razones,
y
yo
diré
las
mías.
Entremos
en
juicio,
pesémoslo
todo
con
el
peso
del
santuario.
¡Ah!
terrible
momento
para
un
pecador,
que,
por
cualquier
lado
que
considere
su
vida,
no
ve
más
que
pecado,
sin
cosa
buena.
¡Dios
mío!
¡qué
va
a
ser
de
él
! En
este
mundo,
el
pecador
siempre
encuentra
excusas
que
alegar
por
todos
los
pecados
que
ha
cometido;
lleva
su
orgullo
hasta
el
mismo
tribunal;
de
la
penitencia,
donde
no
debiera
comparecer
sino
para
acusarse
y
condenarse
a
sí
mismo.
Unas
veces,
la ignorancia;
otras,
las
tentaciones
demasiado
violentas;
otras,
en
fin,
las
ocasiones
y
los
malos
ejemplos:
tales
son
las
razones
que,
todos
los
días,
están
dando
los
pecadores
para
encubrir
la
enormidad
de
sus
crímenes.
Venid,
pecadores
orgullosos,
veamos
si
vuestras
excusas
serán
bien
recibidas
el
día
del
juicio;
explicaos
delante
de
Aquel
que
tiene
la
antorcha
en
la
mano,
y
que
todo
lo
vio,
todo
lo
contó
y
todo
lo
pesó.
¡No
sabías
—
dices
—
que
aquello
fuese
pecado!
¡Ah,
desdichado!
te
dirá
Jesucristo:
si
hubieses
nacido
en
medio
de
las
naciones
idólatras,
que
jamás
oyeron
hablar
del
verdadero
Dios,
pudiera
tener
alguna
excusa
tu
ignorancia;
pero
¿tú,
cristiano,
que
tuviste
la
dicha
de
nacer
en
el
seno
de
mi
Iglesia,
de
crecer
en
el
centro
de
la luz,
tú
que
a
cada
instante
oías
hablar
de
la
eterna
felicidad?
Desde
tu infancia
te
enseñaron
lo
que
debías
hacer
para
procurártela;
y tú,
a
quien
jamás
cesaron
de
instruir,
de
exhortar
y
de
reprender,
¿te
atreves
aún
a excusarte
con
tu
ignorancia?
¡Ah,
desdichado!
si
viviste
en
la
ignorancia,
fue
sencillamente
porque
no
quisiste
instruirte,
porque
no
quisiste
aprovecharte
de
las
instrucciones,
o
huiste
de
ellas.
¡Vete,
desgraciado,
vete!
¡tus
excusas
sólo
sirven
para
hacerte
más
digno
aún
de
maldición
! Vete,
hijo
maldito,
al
infierno,
a arder
en
él
con
tu
ignorancia.
Pero
—
dirá
otro
—
es
que
mis
pasiones
eran
muy
violentas
y
mi
debilidad
muy
grande.
Mas
— le
dirá
el
Señor
—
ya
que
Dios
era
tan
bueno
que
te
hacía
conocer
tus
debilidades,
ya
que
tus
pastores
te
advertían
que
debías
velar
continuamente
sobre
ti
mismo
y
mortificarte,
para
dominarlas,
¿por
qué
hacías
tú
precisamente
todo
lo
contrario?
¿Por
qué
tanto
cuidado
en
contentar
tu
cuerpo
y tus
gustos?
Dios
te
hacía
conocer
tu flaqueza,
¿y
tú
caías
a
cada
instante?
¿Por
qué,
pues,
no
recurrir
a
Dios
en
demanda
de
su
gracia?
¿por
qué
no
escuchar
a
tus
pastores
que
no
cesaban
de
exhortarte
a
pedir
las
gracias
y
las
fuerzas
necesarias
para
vencer
al
demonio?
¿Por
qué
tanta
indiferencia
y
desprecio
por
los
Sacramentos,
donde
hubieras
hallado
abundancia
de
gracia
y
de
fuerza
para
hacer
el
bien
y
evitar
el
mal?
¿Por
qué
tan
frecuente
desprecio
de
la
palabra
de
Dios,
que
te
hubiera
guiado
por
el
camino
que
debías
seguir
para
llegar
a El?
¡Ah,
pecadores
ingratos
y
ciegos!
todos
estos
bienes
estaban
a
vuestra
disposición;
de
ellos
podíais
serviros
como
tantos
otros
se
sirvieron
¿Qué
hiciste
para
impedir
tu
caída
en
el
pecado?
No
oraste
sino
por
rutina
o
por
costumbre.
¡Vete,
desdichado!
Cuanto
más
conocías
tu flaqueza,
tanto
más
debías
haber
recurrido
a
Dios,
que
te
hubiera
sostenido
y
ayudado
en
la
obra
de
tu salvación.
Vete,
maldito,
por
ella
te
haces
aún
más
criminal.
Pero,
¡las
ocasiones
de
pecar
son
tantas!
—
dirá
todavía
otro.
— Amigo
mío,
tres
clases
conozco
de
ocasiones
que
pueden
conducirnos
al
pecado.
Todos
los
estados
tienen
sus
peligros.
Tres
clases
hay,
digo,
de
ocasiones:
aquellas
a las
cuales
estamos
necesariamente
expuestos
por
los
deberes
de
nuestro
estado,
aquellas
con
las
cuales
tropezamos
sin
buscarlas,
y aquellas
en
las
cuales
nos
enredamos
sin
necesidad.
Si
las
ocasiones
a las
cuales
nos
exponemos
sin
necesidad
no
han
de
servirnos
de
excusa,
no
tratemos
de
excusar
un
pecado
con
otro
pecado.
Oíste
cantar
—
dices
— una
mala
canción;
oíste
una
maledicencia
o
una
calumnia;
pero
¿por
qué
frecuentabas
aquella
casa
o
aquella
compañía?
¿por
qué
tratabas
con
aquellas
personas
sin
religión?
¿No
sabías
que
quien
se
expone
al
peligro
es
culpable
y
en
él
perecerá?
El
que
cae
sin
haberse
expuesto,
en
seguida
se
levanta,
y
su
caída
le
hace
aún
más
vigilante
y
precavido.
Pero
¿no
ves
que
Dios,
que
nos
ha
prometido
su
socorro
en
nuestras
tentaciones,
no
nos
lo
ha
prometido
para
el
caso
en
que
nosotros
mismos
tengamos
la temeridad
de
exponernos
a
ellas?
Vete,
desgraciado,
has
buscado
la
manera
de
perderte
a ti
mismo;
mereces
el
infierno
que
está
reservado
a los
pecadores
como
tú
Pero
—diréis—
es
que
continuamente
tenemos
malos
ejemplos
delante
de
los
ojos.
¿Malos
ejemplos?
Frívola
excusa.
Si
hay
malos
ejemplos,
¿no
los
hay
acaso
también
buenos?
¿Por
qué,
pues,
no
seguir
los
buenos
mejor
que
los
malos?
Veías
a
una
joven
ir
al
templo,
acercarse
a la
sagrada
Mesa;
¿por
qué
no
seguías
a
ésta,
mejor
que
a la
otra
que
iba
al
baile?
Veías
a
aquel
joven
piadoso
entrar
en
la
iglesia
para
adorar
a
Jesús
en
el
Sagrario;
¿por
qué
no
seguías
sus
pasos,
mejor
que
los
del
otro
que
iba
a la
taberna?
Di
más
bien,
pecador,
que
preferiste
seguir
el
camino
ancho,
que
te
condujo
a la
infelicidad
en
que
ahora
te
encuentras,
que
el
camino
que
te
había
trazado
el
mismo
Hijo
de
Dios.
La
verdadera
causa
de
tus
caídas
y
de
tu
reprobación
no
está,
pues,
ni
en
los
malos
ejemplos,
ni
en
las
ocasiones,
ni
en
tu
propia
flaqueza,
ni
en
la
falta
de
gracias
y
auxilios
; está
solamente
en
las
malas
disposiciones
de
tu
corazón
que
tú
no
quisiste
reprimir.
Si
obraste
el
mal,
fue
porque
quisiste.
Tu
ruina
viene
únicamente
de
ti.
Pero
—replicaréis
todavía—
¡se
nos
había
dicho
siempre
que
Dios
era
tan
bueno
!Dios
es
bueno,
no
hay
duda;
pero
es
también
justo.
Su
bondad
y
su
misericordia
han
pasado
ya
para
ti;
no
te
queda
más
que
su
justicia
y
su
venganza.
¡Ay,
hermanos
míos!
con
tanta
repugnancia
como
ahora
sentirnos
en
confesarnos,
si,
cinco
minutos
antes
de
aquel
gran
día,
Dios
nos
concediese
sacerdotes
para
confesar
nuestros
pecados,
para
que
se
nos
borrasen,
¡ah!
¡con
qué
diligencia
nos
aprovecharíamos
de
esta
gracia!
Mas
¡ay!
que
esto
no
nos
será
concedido
en
aquel
momento
de
desesperación.
Mucho
más
prudente
que
nosotros
fue
el
Rey
Bogoris.
Instruido
por
un
misionero
en
la
religión
católica,
pero
cautivo
aún
de
los
falsos
placeres
del
mundo,
habiendo
llamado
a
un
pintor
cristiano
para
que
le
pintara,
en
su
palacio,
la
caza
más
horrible
de
bestias
feroces,
éste,
al
revés,
por
disposición
de
la
divina
providencia,
le
pintó
el
juicio
final,
el
mundo
ardiendo
en
llamas,
Jesucristo
en
medio
de
rayos
y
relámpagos,
el
infierno
abierto
ya
para
engullir
a los
condenados,
con
tan
es-pantosas
figuras
que
el
rey
quedó
inmóvil.
Vuelto
en
sí,
acordóse
de
lo
que
el
misionero
le
había
enseñado
para
que
aprendiese
a
evitar
los
horrores.
de
aquel
momento
en
el
cual
no
cabrá
al
pecador
otra
suerte
que
la
desesperación;
y
renunciando,
al
instante,
a
todos
sus
placeres,
pasó
lo
restante
de
su
vida
en
el arrepentimiento
y
las
lágrimas.
¡Ah,
hermanos
míos!
si
este
príncipe
no
se
hubiese
convertido,
hubiera
llegado
igualmente
para
él
la
muerte
;
hubiera
tardado
algo
más,
es
verdad,
en
dejar
todos
sus
bienes
y
sus
placeres;
pero,
al
morir,
aun
cuando
hubiese
vivido
siglos,
habrían
pasado
a
otros,
y
él
estaría
en
el
infierno
ardiendo
por
siempre
jamás;
mientras
que
ahora
se
halla
en
el
cielo,
por
una
eternidad,
esperando
aquel
gran
día,
contento
de
ver
que
todos
sus
pecados
le
han
sido
perdonados
y
que
jamás
volverán
a
aparecer,
ni
a
los
ojos
de
Dios,
ni
a
los
ojos
de
los
hombres.
Fue
este
pensamiento
bien
meditado
el
que
llevó
a
San
Jerónimo
a tratar
su
cuerpo
con
tanto
rigor
y a
derramar
tantas
lágrimas.
¡Ah!
exclamaba
él
en
aquella
vasta
soledad—
paréceme
que
oigo,
a
cada
instante,
aquella
trompeta,
que
ha
de
despertar
a
todos
los
muertos,
llamándome
al
tribunal
de
mi
Juez.
Este
mismo
pensamiento
hacía
temblar
a
David
en
su
trono,
y a
San
Agustín
en
medio
de
sus
placeres,
a
pesar
de
todos
sus
esfuerzos
por
ahogar
esta
idea
de
que
un
día
sería
juzgado.
Decíale,
de
cuando
en
cuando,
a
su
amigo
Alipio:
¡ Ah,
amigo
querido
!
día
vendrá
en
que
comparezcamos
todos
ante
el
tribunal
de
Dios
para
recibir
la
recompensa
del
bien
o
el
castigo
del
mal
que
hayamos
hecho
durante
nuestra
vida
;
dejemos,
amigo
mío
— le
decía
—
el
camino
del
crimen
por
aquel
que
han
seguido
todos
los
santos.
Preparémonos,
desde
la
hora
presente,
para
ese
gran
día.
Refiere
San
Juan
Clímaco
que
un
solitario
dejó
su
monasterio
para
pasar
a
otro
con
el
fin
de
hacer
mayor
penitencia.
La
primera
noche
fue
citado
al
tribunal
de
Dios,
quien
le
manifestó
que
era
deudor,
ante
su
justicia,
de
cien
libras
de
oro.
¡Ah,
Señor!
exclamó
él—
¿
qué
puedo
hacer
para
satisfacerlas?
Permaneció
tres
años
en
aquel
monasterio,
permitiendo
Dios
que
fuese
despreciado
y
maltratado
de
todos
los
demás,
hasta
el
extremo
de
que
nadie
parecía
poderle
sufrir.
Apareciósele
Nuestro
Señor
por
segunda
vez,
diciéndole
que
aún
no
había
satisfecho
más
que
la
cuarta
parte
de
su
deuda.
¡Ah,
Señor!
—exclamó
él—
¿
qué
debo,
pues,
hacer
para
justificarme?
Fingióse
loco
durante
trece
años,
y
hacían
de
él
todo
lo
que
querían;
tratábanle
duramente,
cual
si
fuera
una
acémila.
Apareciósele
por
tercera
vez
el
Señor,
diciéndole
que
tenía
pagada
la
mitad.
¡Ah, Señor! —repuso él— puesto que yo lo quise, es preciso que sufra para satisfacer a vuestra justicia. ¡Oh, Dios mío! no esperéis a castigar mis pecados después del juicio. Cuenta el mismo San Juan Clímaco otro hecho que hace estremecer. Había un solitario que llevaba ya cuarenta años llorando sus pecados en el fondo de una selva. La víspera de su muerte, abriendo de golpe los ojos, fuera de sí, mirando a uno y otro lado de su cama, como si viese a alguien que le pedía cuenta de su vida, respondía con voz trémula : Sí, cometí este pecado, pero lo confesé e hice penitencia de él años y años, hasta que Dios me lo perdonó. También cometiste tal otro pecado, le decía la voz. No —respondió el solitario— ese nunca lo he cometido. Antes de morir, se le oyó exclamar ¡Dios mío, Dios mío! quitad, quitad, os pido, mis pecados de delante de mis ojos, porque no puedo soportar su vista. ¡Ay! ¿qué va a ser de nosotros, si el demonio echa en cara aun los pecados que no se han cometido, cubiertos como estarnos de culpas reales y de las cuales no hemos hecho penitencia? ¡Ah! ¿por qué diferirla para aquel terrible momento? Si apenas los santos están seguros, ¿qué va a ser de nosotros.
¿Qué
debemos
concluir
de
todo
esto,
hermanos
míos?
Hemos
de
concluir
que
es
necesario
no
perder
jamás
de
vista
que
un
día
seremos
juzgados
sin
misericordia,
y
que
nuestros
pecados
se
manifestarán
a
la
vista
del
universo
entero;
y
que,
después
de
este
juicio,
si
nos
hallamos
culpables
de
estos
pecados,
iremos
a
llorarlos
en
los
infiernos,
sin
poder
ni
borrarlos,
ni
olvidarlos.
¡Oh!
¡qué
ciegos
somos,
hermanos
míos,
si
no
nos
aprovechamos
del
poco
tiempo
que
nos
queda
de
vida
para
asegurarnos
el
cielo!
Si
somos
pecadores,
tenemos
ahora
esperanza
de
perdón;
al
paso
que,
si
aguardamos
a
entonces,
no
nos
quedará
ya
recurso
alguno.
¡Dios
mío
!hacedme
la
gracia
de
que
nunca
me
olvide
de
tan
terrible
momento,
en
especial
cuando
me
vea
tentado,
para
no
sucumbir;
a
fin
de
que
en
aquel
día
podamos
oír,
salidas
de
la
boca
del
Salvador,
estas
dulces
palabras:
«Venid,
benditos
de
mi
Padre,
a
poseer
el
reino
que
os
está
preparado
desde
el
comienzo
del
mundo.»
San
Juan
Bautista
María
Vianney
(Cura
de
Ars)