Benedicto XVI: Juliana de Norwich y el amor divino
Audiencia 1 de diciembre 2010
Libro de Visiones y Revelaciones pdf
Queridos hermanos y hermanas,
recuerdo aún con gran alegría el Viaje apostólico realizado al Reino Unido
el pasado septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a muchas
figuras ilustres que con su testimonio y su enseñanza embellecen la historia
de la Iglesia. Una de ellas, venerada tanto por la Iglesia católica como por
la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que querría
hablaros esta mañana.
Las noticias de que disponemos sobre su vida – no muchas – se deducen
principalmente del libro en el que esta mujer gentil y piadosa recogió el
contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe
que vivió aproximadamente entre 1342 y 1430, años tormentosos tanto para la
Iglesia, lacerada por el cisma que siguió a la vuelta del Papa de Aviñón a
Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una
larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Dios, sin
embargo, tampoco en los tiempos de tribulación cesa de suscitar figuras como
Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la
alegría.
Como ella misma nos narra, en mayo de 1373, probablemente el 13 de aquel
mes, fue afectada de repente por una enfermedad gravísima que en tres días
pareció llevarla a la muerte. Después de que el sacerdote, que acudió a su
cabecera, le mostró el Crucifijo, Juliana no sólo recuperó en seguida la
salud, sino que recibió dieciséis revelaciones que después consignó por
escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue el
propio Señor quien, quince años después de estos acontecimientos
extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. “¿Quieres saber lo
que pretendía tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien:
amor es lo que Él pretendió. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo
revela? Por amor… Así aprenderás que nuestro Señor significa amor” (Juliana
de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).
Inspirada por el amor divino, Juliana tomó una decisión radical. Como una
antigua anacoreta, eligió vivir dentro de una celda, colocada en las
proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de
Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres.
Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el del santo al que
estaba dedicada la iglesia junto a la que vivió durante muchos años, hasta
su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión
de vivir “recluida”, como se decía en sus tiempos. Pero no era la única en
realizar esta elección: en aquellos siglos un número considerable de mujeres
optó por este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas a propósito para
ellas, como la compuesta por san Elredo de Rievaulx. Las anacoretas o
“reclusas”, dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y
al estudio. De esta forma, maduraban una sensibilidad humana y religiosa
finísima, que las hacía veneradas por la gente. Hombres y mujeres de toda
edad y condición, necesitados de consejos y de consuelo, las buscaban con
devoción. Por tanto no era una decisión individualista; precisamente con
esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser
consejera para muchos, de ayudar a cuantos vivían en dificultad en esta
vida.
Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como nos lo
atestigua la autobiografía de otra ferviente cristiana de su tiempo, Margery
Kempe, que se dirigió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su
vida espiritual. De ahí que, cuando Juliana estaba viva, era llamada, como
está escrita en el monumento fúnebre que recoge sus restos: “Madre Juliana”.
Se había convertido en madre para muchos.
Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios,
precisamente gracias a esta decisión suya, adquieren un gran sentido de
compasión por las penas y debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios,
disponen de una sabiduría que el mundo, del que se alejan, no posee, y con
amabilidad la comparten con aquellos que llaman a sus puertas. Pienso por
tanto con admiración y reconocimiento en los monasterios de clausura
femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de
esperanza, precioso tesoro para toda la Iglesia, especialmente al recordar
la primacía de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para
el camino de fe.
Fue precisamente en la soledad habitada por Dios como Juliana de Norwich
compuso las Revelaciones del Amor divino, de la que nos han llegado dos
redacciones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga.
Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de ser
amados por Dios y de ser protegidos por su Providencia. Leemos en este libro
las siguientes palabras estupendas: “Ve con absoluta seguridad … que Dios
antes aún de crearnos nos amó, con un amor que nunca ha disminuido, y nunca
se desvanecerá. Y en este amor Él hizo todas sus obras, y en este amor Él
hizo de modo que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y en este
amor nuestra vida dura por siempre… En este amor tenemos nuestro principio,
y todo esto lo veremos en Dios sin fin” (El libro de las revelaciones, cap.
86, p. 320).
El tema del amor divino vuelve a menudo en las visiones de Juliana de
Norwich quien, con una cierta audacia, no duda en compararlo también al amor
materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología
mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios hacia
nosotros son tan grandes, que a nosotros peregrinos en la tierra nos evocan
el amor de una madre por sus propios hijos. En realidad, también los
profetas bíblicos a veces utilizaron este lenguaje que recuerda la ternura,
la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la
creación y en toda la historia de la salvación y que tiene el culmen en la
Encarnación del Hijo. Dios, que sin embargo supera siempre todo amor humano,
como dice el profeta Isaías: “¿Se olvida una madre de su criatura, no se
compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te
olvidaré!” (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central
para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando se abre a él, totalmente
y con confianza total, a este amor y se deja que éste se convierta en la
única guía de la existencia, todo se transfigura, se encuentran la verdadera
paz y la verdadera alegría y se es capaz de difundirla alrededor.
Quisiera subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge las
palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe
católica sobre un argumento que no deja de constituir una provocación para
todos los creyentes (cfr nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio,
¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los
santos, precisamente los santos, se plantean esta pregunta. Iluminados por
la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza a la
esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, también del mal
sabe sacar Dios un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich:
“Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe, y
que debía por tanto creer firme y perfectamente que todo habría acabado en
bien…” (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).
Si, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios son siempre más
grandes que nuestras esperanzas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor,
los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca serenos
decepcionados. “Y todo estará bien”, “todo será para bien”: este es el
mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os
propongo hoy. Gracias.