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1. Lo quinto en que dañan los apetitos al alma es que la entibian
y enflaquecen para que no tenga fuerza para seguir la virtud y
perseverar en ella. Porque, por el mismo caso que la fuerza del
apetito se reparte, queda menos fuerte que si estuviera entero en
una cosa sola; y cuanto en más cosas se reparte, menos es para
cada una de ellas, que, por eso, dicen los filósofos que la virtud
unida es más fuerte que ella misma si se derrama. Y, por tanto,
está claro que, si el apetito de la voluntad se derrama en otra
cosa fuera de la virtud, ha de quedar mas flaco para la virtud. Y
así, el alma que tiene la voluntad repartida en menudencias es
como el agua que, teniendo por donde se derramar hacia abajo, no
crece para arriba, y así no es de provecho. Que por eso el
patriarca Jacob (Gn. 49, 4) comparó a su hijo Ruben al agua
derramada, porque en cierto pecado había dado rienda a sus
apetitos, diciendo: Derramado estás como el agua; no crezcas; como
si dijera: Porque estás derramado según los apetitos como el agua,
no crecerás en virtud. Y así como el agua caliente, no estando
cubierta, fácilmente pierde el calor, y como las especies
aromáticas, desenvueltas, van perdiendo la fragancia y fuerza de
su olor, así el alma no recogida en un solo apetito de Dios,
pierde el valor y vigor en la virtud. Lo cual entendiendo bien
David (Sal. 58, 10), dijo hablando con Dios: Fortitudinem meam ad
te custodiam: Yo guardare mi fortaleza para ti, esto es,
recogiendo la fuerza de mis apetitos sólo a ti.
2. Y enflaquecen la virtud del alma los apetitos, porque son en
ella como los renuevos que nacen en rededor del árbol y le llevan
la virtud para que el no lleve tanto fruto. Y de estas tales almas
dice el Señor (Mt. 24, 19): Vae praegnantibus et nutrientibus in
illis diebus!, esto es: ¡Ay de los que en aquellos días estuvieren
preñados y de los que criaren! La cual preñez y cría entiende por
la de los apetitos, los cuales, si no se atajan, siempre irán
quitando más virtud al alma y crecerán para mal del alma, como los
renuevos en el árbol. Por lo cual nuestro Señor diciendo (Lc. 12,
35) nos aconseja: Tened ceñidos vuestros lomos, que significan
aquí los apetitos. Porque, en efecto, ellos son tambien como las
sanguijuelas, que siempre están chupando la sangre de las venas,
porque así las llama el Eclesiástico (Pv. 30, 15), diciendo:
Sanguijuelas son las hijas, esto es, los apetitos; siempre dicen:
Daca, daca.
3. De donde está claro que los apetitos no ponen al alma bien
ninguno, sino quítanle el que tiene. Y, si no los mortificare, no
pararán hasta hacer en ella lo que dicen que hacen a su madre los
hijos de la víbora, que, cuando van creciendo en el vientre, comen
a su madre y mátanla, quedando ellos vivos a costa de su madre.
Así los apetitos no mortificados llegan a tanto, que matan al alma
en Dios, porque ella primero no los mató; por eso dice el
Eclesiástico: Aufer a me, Domine, ventris concupiscentias, et
concubitus concupiscentiae ne apprehendant me (23, 6), y sólo lo
que en ella vive son ellos.
4. Pero, aunque no lleguen a esto, es gran lástima considerar cuál
tienen a la pobre alma los apetitos que viven en ella, cuán
desgraciada para consigo misma, cuán seca para los prójimos y cuán
pesada y perezosa para las cosas de Dios. Porque no hay mal humor
que tan pesado y dificultoso ponga a un enfermo para caminar, o
hastío para comer, cuanto el apetito de criatura hace al alma
pesada y triste para seguir la virtud. Y así, ordinariamente, la
causa por que muchas almas no tienen diligencia y gana de cobrar
virtud es porque tienen apetitos y aficiones no puras en Dios.
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