Habla Jesucristo y dice: Yo soy Dios, que crié todas las cosas para utilidad
del hombre, a fin de que todas ellas le sirviesen y le dieran buen ejemplo. Más
el hombre abusa para su daño de todo lo que crié para su provecho, y además se
cuida menos de Dios y lo ama menos que a la criatura. Los judíos me dieron en mi
Pasión tres géneros de tormentos. En primer lugar, me atormentaron con azotes,
con la corona de espinas y con la cruz; después con los clavos con que horadaron
mis manos y pies; y por último, con la hiel que me dieron a beber. Además,
blasfemaban de mí teniéndome por un fatuo a causa de la muerte que con gusto
padecía, y me llamaban mentiroso en la doctrina.
Tales son en el día
muchos hombres, y pocos hay que me sirvan de consuelo; porque me crucifican con
el deseo que tienen de pecar; me azotan con sus impaciencias, porque ninguno
puede sufrir una palabra por mí; y me coronan de espinas con su soberbia, porque
quieren ser más que yo. Clavan mis manos y pies con el hierro de la pertinacia,
porque se vanaglorian de pecar y se obstinan en ello sin tenerme temor alguno.
En lugar de la hiel me dan la tribulación, y en lugar de la Pasión que acepté
con gusto, me llaman mentiroso y fatuo.
Soy poderoso para sumergir por
sus pecados a estos tales y a todo el mundo si así lo quisiera, y si los
sumergiese, los que quedaran, me servirían por temor; pero esto no sería justo,
porque el hombre debería servirme por amor. Si personalmente me hiciese yo
visible a ellos, sus ojos no podrían verme, ni sus oídos oirme. ¿Como es posible
que el hombre mortal pudiera ver al inmortal? Todavía moriría yo con gusto
segunda vez por amor del hombre, si fuera posible. Apareció entonces la Virgen
María, a quien dijo Jesucristo: ¿Qué quieres, amantísima Madre? Quiero, Hijo
mío, que por tu caridad te compadezcas de tu criatura. Y Jesús le respondió: Por
ti otra vez usaré de misericordia. Prosiguiendo el Señor, le decía a santa
Brígida: Yo soy Dios y Señor de los ángeles. Yo soy Señor de la vida y de la
muerte, y yo mismo quiero habitar en tu corazón. Mira el sumo amor que te tengo.
Cielos y tierra y todo cuanto hay en ellos, no pueden abarcarme;
y a
pesar de eso, quiero habitar en tu corazón, que solamente es un pedazo de carne.
¿A quién podrás temer ni qué necesitar, teniendo dentro de ti al poderosísimo
Dios, en quien está todo bien? Y para que sepas cómo has de adornar tu corazón
para que habite yo en él, advierte que ha de tener tres cosas: lugar donde
descansemos, sillas en que nos sentemos y luz con que nos alumbremos. El lugar
de quietud para descansar, equivale a que te tranquilices, respecto a los malos
pensamientos y deseos mundanales, y a que consideres siempre el gozo eterno. Las
sillas deben ser la voluntad de permanecer conmigo; pues es contra la virtud el
estar siempre de pie; y se dice que el hombre está siempre de pie, cuando tiene
siempre la voluntad de estar con el mundo, y nunca de sentarse conmigo. La luz o lumbrera debe ser la fe, con la cual creas que yo todo lo puedo, y que soy
omnipotente sobre todas las cosas.
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