LA IGLESIA Y EL MINISTERIO DE LA PALABRA DE DIOS
En la historia, la Iglesia es universal sacramento de la salvación y de la
vida que viene de Dios. Dios mismo la recoge de todos los pueblos, revelando
el misterio de su voluntad, para admitir a todos los hombres a la comunión
con Si mismo, en el Espíritu Santo, por medio de su Hijo.
De este misterio, Cristo es el Mediador y a la vez la plenitud, el
Sacerdote, el Profeta, el Alfa y la Omega. Sobre todo en El, Dios se
entretiene con los hombres como con amigos, después de haberles hablado
muchas veces y en muchos modos.
El es el Verbo de Dios, por medio del cual todo ha sido creado; en su
encarnación, en su vida, sobre todo en su pasión, muerte y resurrección, la
humanidad entera es llamada a la paz, a la comunión íntima con Dios en un
vínculo de amor universal que envuelve todas la criaturas.
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1. La revelación de Dios a los hombres
La paz con Dios, restablecida en Cristo, ha sido dada a todos los hombres en
heredad por medio del Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, para
santificar a la Iglesia sin interrupción.
El Espíritu, que obra en el mundo entero desde el inicio de la creación,
desde el día de Pentecostés inhabita en los creyentes como en un templo; los
reúne en comunión jerárquica; los vivifica en la caridad; en ellos suscita
la memoria de la vida, muerte y resurrección del Señor y, de ello, actualiza
la presencia salvifica, sobre todo en la palabra y en la fracción del pan
eucarístico. De tal modo, habilita y mueve a los creyentes a dar testimonio
del Evangelio, de modo que, viendo sus buenas obras, todos glorifiquen al
Padre común.
Este es el misterio que la Iglesia experimenta, el mensaje del que permanece
siempre discípula, guardiana e intérprete; del mismo da perenne testimonio a
lo largo de la historia, pregustando y preanunciando la plenitud de la vida
en la eternidad.
Todos aquellos que, atraídos por el Padre y movidos por el Espíritu Santo,
responden libremente al amor revelado y comunicado en el Hijo, forman la
Iglesia, asamblea de los elegidos en Cristo.
Son plenamente incorporados en la Iglesia cuantos son unidos a Cristo por
los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del régimen
eclesiástico y de la comunión.
Toda la Iglesia es misionera, en fuerza de la misma caridad con la cual Dios
ha mandado su Hijo en el mundo para la salvación de todos los hombres. Y
única es su misión, la de hacerse prójimo de todos los hombres y de todos
los pueblos para ser signo universal e instrumento eficaz de la paz de
Cristo.
La misión de la Iglesia se hace testimonio y servicio, con la variedad de
oficios y la riqueza de dones que Cristo imparte, por medio del Espíritu
Santo, y que convergen el triple ministerio: profético, real, sacerdotal.
Son tres ministerios de la única misión de la Iglesia, íntimamente unidos
entre sí. El ministerio de la palabra tiene también un valor litúrgico y
real; el ministerio sacerdotal un valor profético y pastoral; el ministerio
real un valor litúrgico y profético.
La Iglesia y la palabra de Dios
El ministerio de la palabra de Dios es el ejercicio de la misión profética
de Cristo, que continúa en la Iglesia. Dios, que ha hablado en el pasado, no
cesa de hablar con la Esposa de su Hijo amado; el Espíritu Santo, por medio
del cual la viva voz del Evangelio resuena en la Iglesia y, por medio de
ella, en el mundo, introduce a los creyentes en la verdad toda entera y en
ellos hace residir la palabra de Cristo en toda su riqueza.
La Iglesia está siempre en religiosa escucha de la palabra de Dios que, como
semilla, despuntando en el buen terreno regado por el rocío divino, absorbe
la linfa vital y la trasforma y asimila para que produzca finalmente un
fruto abundante. La Iglesia es congregada por la palabra de Dios y sus hijos
regenerados. La Iglesia depende de la palabra de Dios: por ello, los
Apóstoles se sintieron esencialmente ministros de la palabra, dispensadores
de los misterios de Dios.
La comunidad de los cristianos es una comunidad profética. A ella Cristo
participa su profético poder.
En la Iglesia todo creyente es, por su parte, responsable de la palabra de
Dios. Cada uno recibe el Espíritu Santo para anunciarla hasta la extremidad
de la tierra. A tal fin, el Espíritu Santo dispensa a cada uno gracias,
carismas y oficios, según la posición que ocupa en la Iglesia.
Los Pastores tienen la misión de anunciar con autoridad y auténticamente la
palabra de Dios. A ellos corresponde también reconocer los auténticos
carisma proféticos, que el Espíritu Santo distribuye a todo el pueblo de
Dios. El Sumo Pontífice ha sido constituido por Cristo pastor y maestro de
todos los hermanos: y tú, cuando te habrás convertido, confirma a tus
hermanos.
He aquí el oficio del magisterio. Los Apóstoles y sus sucesores lo ejercitan
para la Iglesia y para el mundo, en comunión jerárquica con el Vicario de
Cristo y entre sí. En fuerza del mandato divino y con la asistencia del
Espíritu Santo, sacan del único deposito de la fe todo aquello que Dios ha
revelado; alimentan, reconocen y garantizan el sentido de la fe en el pueblo
cristiano y lo guían con amor por el camino de la verdad.
A ellos no debe faltar la cooperación convergente y activa de los
sacerdotes, de los fieles, de los teólogos, en jerárquica comunión de
carismas y de dones.
La Iglesia es discípula y testigo de toda la palabra de Dios, puesto que es
discípula y testigo de Cristo, plenitud de toda la Revelación.
Por ello, en Cristo, la Iglesia religiosamente escucha y fiduciosamente
proclama la voz de Dios, que se eleva de la creación, los presentimientos y
ecos de su palabra en la historia y en la cultura de los pueblos, la
revelación de su misterio y de su alianza con Israel y de la eterna alianza
con el nuevo pueblo de Dios, la profecía de la paz eterna con El.
En la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura de uno y de otro
testamento, la Iglesia encuentra la fuente, la fuerza y la regla de su
misión profética.
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