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Este día pensarás en la gloria de los bienaventurados, para que por
aquí se mueva tu corazón al menosprecio del mundo y deseo de la
compañía de ellos. Pues para entender algo de este bien puedes
considerar estas cinco cosas, entre otras que hay en él, conviene a
saber: la excelencia del lugar, el gozo de la compañía, la visión
de Dios, la gloria de los cuerpos y, finalmente, el cumplimiento de
todos los bienes que allí hay.
Primeramente, considera la excelencia del lugar, y señaladamente la
grandeza del que es admirable, porque cuando el hombre lee en algunos
graves autores que cualquiera de las estrellas del cielo es mayor que
toda la tierra, y aunque hay algunas de ellas de tan notable grandeza,
que son noventa veces mayores que toda ella; y con esto alza los ojos
al cielo, y ve en él tanta muchedumbre de estrellas y tantos espacios
vacíos, donde podrían caber otras tantas muchas más, cómo no se
espanta? ¿Cómo no queda atónito y fuera de sí considerando la
inmensidad de aquel lugar, y mucho más la de aquel soberano Señor
que lo creó?
Pues la hermosura de él no se puede explicar con palabras, porque si
en este valle de lágrimas y lugar de destierro creó Dios cosas tan
admirables y de tanta hermosura, ¿qué habrá creado en aquel lugar
que es aposento de su gloria, trono de su grandeza, palacio de Su
Majestad, casa de sus escogidos y paraíso de todos los deleites?
Después de la excelencia del lugar considera la nobleza de los
moradores de él, cuyo número, cuya santidad, cuyas riquezas y
hermosura excede todo lo que se puede pensar. San Juan dice
(Apc.5,7) que es tan grande la muchedumbre de los escogidos, que
nadie basta para poder contarlos. San Dionisio dice que es tan grande
el número de los ángeles, que excede sin comparación al de todas
cuantas cosas materiales hay en la tierra. Santo Tomás,
conformándose con este parecer, dice: Que así como la grandeza de
los cielos excede a la tierra sin proporción, así la muchedumbre de
aquellos espíritus gloriosos excede a la de todas las cosas materiales
que hay en este mundo con esta misma ventaja. Pues ¿qué cosa puede
ser más admirable? Por cierto, cosa es ésta que, si bien se
considerase, bastaba para dejar atónitos a todos los hombres. Y si
cada uno de aquellos bienaventurados espíritus (aunque sea el menor de
ellos) es más hermoso de ver que todo este mundo visible, ¿qué
será ver tanto número de espíritus tan hermosos y ver las
perfecciones y oficios de cada uno de ellos? Allí discurren los
ángeles, ministran los arcángeles, triunfan los principados y
alégranse las potestades, enseñorean las dominaciones, resplandecen
las virtudes, relampaguean los tronos, lucen los querubines y arden
los serafines, y todos cantan alabanzas a Dios. Pues si la
compañía y comunicación de los buenos es tan dulce y amigable,
¿qué será tratar allí con tantos buenos, hablar con los
apóstoles, conversar con los profetas, comunicar con los mártires y
con todos los escogidos?
Y si tan grande gloria es gozar de la compañía de los buenos, ¿qué
será gozar de la compañía y presencia de Aquel a quien alaban las
estrellas de la mañana, de cuya hermosura el sol y la luna se
maravillan, ante cuyo merecimiento se arrodillan los ángeles y todos
aquellos espíritus soberanos? ¿Qué será ver aquel bien universal
en quien están todos los bienes, y aquel mundo mayor en quien están
todos los mundos, y Aquel que siendo Uno es todas las cosas, y
siendo simplicísimo, abraza las perfecciones de todas? Si tan grande
cosa fue oír y ver al rey Salomón, que decía la reina de Saba:
Bienaventurados los que asisten delante de ti y gozan de tu
sabiduría, ¿qué será ver aquel sumo Salomón, aquella eterna
sabiduría, aquella infinita grandeza, aquella inestimable hermosura,
aquella inmensa bondad, y gozar de ella para siempre? Ésta es la
gloria esencial de los santos, éste el último fin y puerto de todos
nuestros deseos.
Considera, después de esto, la gloria de los cuerpos, los cuales
gozarán de aquellos cuatro singulares dotes, que son sutileza,
ligereza, impasibilidad y claridad, la cual será tan grande, que
cada uno de ellos resplandecerá como el sol en el reino de su Padre.
Pues si no más de un sol, que está en medio del cielo, basta para
dar luz y alegría a todo este mundo, ¿qué harán tantos soles y
lámparas como allí resplandecerán? Pues ¿qué diré de todos los
otros bienes que allí hay? Allí habrá salud sin enfermedad,
libertad sin servidumbre, hermosura sin fealdad, inmortalidad sin
corrupción, abun sin necesidad, sosiego sin turbación, seguridad
sin temor, conocimiento sin error, hartura sin hastío, alegría sin
tristeza y honra sin contradicción. Allí será -dice San
Agustín- verdadera la gloria, donde ninguno será alabado por error
ni por lisonja. Allí será verdadera la honra, la cual ni se negará
al digno, ni se concederá al indigno. Allí será verdadera la paz,
donde ni de sí ni de otro será el hombre molestado. El premio de la
virtud será el mismo que dio la virtud y se prometió por galardón de
ella, el cual se verá sin fin, y se amará sin hastío, y se
alabará sin cansancio. Allí el lugar es ancho, hermoso,
resplandeciente y seguro, la compañía muy buena y agradable, el
tiempo de una manera: no hay distinto en tarde y mañana, sino
continuado con una simple eternidad. Allí habrá perpetuo verano,
que con el frescor y aire del Espíritu Santo siempre florece. Allí
todos se alegran, todos cantan y alaban a Aquel sumo dador de todo,
por cuya largueza viven y reinan para siempre. ¡Oh Ciudad
Celestial, morada segura, tierra donde se halla todo lo que deleita!
¡Pueblo sin murmuración, vecinos quietos y hombres sin ninguna
necesidad! ¡Oh si se acabase ya esta contienda! ¡Oh sise
concluyesen los días de mi destierro!, ¿cuándo llegará ese día?
Cuándo vendré y pareceré ante la cara de mi Dios?
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