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Dadas de todo corazón al Señor las gracias por todos estos
beneficios, luego, naturalmente, prorrumpe el corazón en aquel
afecto del profeta David, que dice (Ps.115,12): ¿Qué
daré yo al Señor por todas las mercedes que me ha hecho? A este
deseo satisface el hombre en alguna manera, dando y ofreciendo a Dios
de su parte todo lo que tiene y puede ofrecerle.
Y para esto primeramente debe ofrecerse a sí mismo por perpetuo
esclavo suyo, resignándose y poniéndose en sus manos para que haga de
él todo lo que quisiere en tiempo y en eternidad, y ofrecer juntamente
todas sus palabras, obras, pensamientos y trabajos, que es todo lo
que hiciere y padeciere para que todo sea gloria y honra de su santo
nombre.
Lo segundo, ofrezca al Padre los méritos y servicios de su Hijo y
todos los trabajos que en este mundo por su obediencia padeció dende el
pesebre hasta la Cruz, pues todos ellos son hacienda nuestra y
herencia que Él nos dejó en el Nuevo Testamento, por el cual nos
hizo herederos de todo este gran tesoro. Y así como no es menos mío
lo dado de gracia que lo adquirido por mi lanza, así no son menos
míos los méritos y el derecho que a mí me dio que si yo los hubiera
sudado y trabajado por mí. Y por esto, no menos puede ofrecer el
hombre esta segunda ofrenda que la primera, recontando por su orden
todos estos servicios y trabajos y todas las virtudes de su vida
santísima, su obediencia, su paciencia, su humildad, su fidelidad,
su caridad, su misericordia, con todas las demás, porque ésta es la
más rica y más preciosa ofrenda que le podemos ofrecer.
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