CAPÍTULO IV.1. EL LUNES

Este día, hecha la señal de la cruz con la preparación que adelante se pone, se ha de pensar el lavatorio de los pies y la institución del Santísimo Sacramento.

Considera, pues, oh ánima mía, en esta cena, a tu dulce y benigno jesús, y mira el ejemplo inestimable de humildad que aquí te da levantándose de la mesa y lavando los pies a sus discípulos. ¡Oh buen Jesús! ¿Qué es eso que haces? ¡Oh dulce jesús! ¿Por qué tanto se humilla tu Majestad? Qué sintieras, ánima mía, si vieras allí a Dios arrodillado ante los pies de los hombres y ante los pies de Judas. ¡Oh cruel!, ¿cómo no te ablanda el corazón esa tan grande humildad? ¿Cómo no te rompe: las entrañas esa tan grande mansedumbre? ¿Es posible que tú hayas ordenado de vender este mansísimo Cordero? ¿Es posible que no te hayas ahora compungido con este ejemplo? ¡Oh blancas y hermosas manos!, ¿cómo podéis tocar pies tan sucios y abominables? ¡Oh purísimas manos!, cómo no tenéis asco de lavar los pies enlodados en los caminos y tratos de vuestra sangre? ¡Oh apóstoles bienaventurados!, cómo no tembláis viendo esa tan grande humildad? Pedro, ¿qué haces; por ventura, consentirás que el Señor de la Majestad te lave los pies? Maravillado y atónito San Pedro, como viese al Señor arrodillado delante de sí, comenzó a decir (Io.13,6): ¿Tú, Señor, lávasme a mí los pies? ¿No eres tú Hijo de Dios vivo? ¿No eres tú el Creador del mundo, la hermosura del cielo, paraíso de los ángeles, el remedio de los hombres, el resplandor de la gloria del Padre, la fuente de la sabiduría de Dios en las alturas? ¿Pues Tú me quieres a mí lavar los pies? ¿Tú, Señor de tanta majestad y gloria, quieres entender en oficio de tan gran bajeza?

Considera también cómo, en acabando de lavar los pies, los limpia con aquel sagrado lienzo que estaba ceñido y sube más arriba con los ojos del ánima, y verás allí representado el Misterio de nuestra Redención. Mira cómo aquel lienzo recogió en sí toda la inmundicia de los pies sucios, y así ellos quedaron limpios y el lienzo quedaría todo manchado y sucio después de hecho este oficio. ¿Qué cosa más sucia que el hombre concebido en pecado, y qué cosa más limpia y más hermosa que Cristo concebido de Espíritu Santo? Blanco y colorado es mi Amado, dice la Esposa (Cant.5,10), y escogido entre millares. Pues este tan hermoso y tan limpio quiso recibir en sí todas las manchas y fealdades de nuestras ánimas, y dejándolas limpias y libres de ellas, Él quedó (como lo ves) en la Cruz, amancillado y afeado con ellas.

Después de esto, considera aquellas palabras con que dio fin el Salvador a esta historia, diciendo (Io.13,15): Ejemplo os he dado, para que como Yo lo hice, así vosotros lo hagáis. Las cuales palabras no sólo se han de referir a este paso y ejemplo de humildad, sino también a todas las obras y vida de Cristo, porque ella es un perfectísimo dechado de todas las virtudes, especialmente de la que en este lugar se nos representa.

De la institución del Santísimo Sacramento

Para entender algo de este misterio, has de presuponer que ninguna lengua criada puede declarar la grandeza del amor que Cristo tiene a su Esposa la Iglesia; y, por consiguiente, a cada una de las ánimas que están en gracia, porque cada una de ellas es también esposa suya. Pues queriendo este Esposo dulcísimo partirse de esta vida y ausentarse de su Esposa la Iglesia (porque esta ausencia no le fuese causa de olvido), dejóle por memorial este Santísimo Sacramento (en que se quedaba Él mismo), no queriendo que entre Él y ella hubiese otra prenda que despertarse su memoria, sino sólo Él. Quería también el Esposo en esta ausencia tan larga dejar a su Esposa compañía, porque no se quedase sola; y dejóle la de Éste Sacramento, donde se queda Él mismo, que era la mejor compañía que le podía dejar. Quería también entonces ir a padecer muerte por la Esposa y redimirla, y enriquecerla con el precio de su sangre. Y porque ella pudiese (cuando quisiese) gozar de este tesoro, dejóle las llaves de él en este Sacramento; porque (como dice San Crisóstomo) todas las veces que nos llegamos a él, debemos pensar que llegamos a poner la boca en el costado de Cristo, y bebemos de aquella preciosa Sangre, y nos hacemos participantes de Él. Deseaba, otrosí, este celestial Esposo, ser amado de su Esposa con grande amor y para esto ordenó este misterioso bocado con tales palabras consagrado que quien dignamente lo recibe, luego es tocado y herido de este amor.

Quería también asegurarla, y darle prendas de aquella bienaventurada herencia de gloria, para que con la esperanza de este bien pasase alegremente por todos los otros trabajos y asperezas de esta vida. Pues para que la Esposa tuviese cierta y segura la esperanza de este bien, dejóle acá en prendas este inefable tesoro que vale tanto como todo lo que allá se espera, para que no desconfiase, que se le dará Dios en la gloria, donde vivirá en espíritu, pues no se le negó en este valle de lágrimas, donde vive en carne.

Quería también a la hora de su muerte hacer testamento y dejar a la Esposa alguna manda señalada para su remedio, y dejóle ésta, que era la más preciosa y provechosa que le pudiera dejar, pues en ella se deja a Dios. Quería, finalmente dejar a nuestras ánimas suficiente provisión y mantenimiento con que viviesen, porque no tiene menor necesidad el ánima de su propio mantenimiento para vivir vida espiritual, que el cuerpo del suyo para la vida corporal. Pues para esto ordenó este tan sabio Médico (el cual también tenía tomados los pulsos de nuestra flaqueza) este Sacramento, y por eso lo ordena en especie de mantenimiento, para que la misma especie en que lo instituyó nos declarase el efecto que obraba, y la necesidad que nuestras ánimas de él tenían, no menor que la que los cuerpos tienen de su propio manjar.




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