El libro de la Orientación Particular
Mi querido amigo en Dios: este libro es para ti, personalmente, y no para el público en general. Quiero estudiar en él tu obra interior de contemplación tal como he llegado a entenderla a ella y a ti. Si escribiera para todos, tendría que hablar en términos generales, pero, como escribo para ti solo, me centraré en aquellas cosas que personalmente creo más provechosas para ti en este momento. Si algún otro comparte tus disposiciones interiores y quisiera sacar también algún provecho de este libro, tanto mejor. Será para mí una satisfacción. Pero eres tú solo a quien en este momento tengo presente, y tu vida interior, tal como he llegado a entenderla. Por eso, a ti (y a otros como tú) dirijo las siguientes páginas. Cuando te retires a hacer oración tú solo, aparta de tu mente todo lo que has estado haciendo o piensas hacer. Rechaza todo pensamiento, sea bueno o malo. No ores con palabras a no ser que te sientas movido a ello; y si oras con palabras, no prestes atención a si son muchas o pocas. No ponderes las palabras ni su significado. No te preocupes de la clase de oraciones que empleas, pues no tiene importancia que sean oraciones litúrgicas oficiales, salmos, himnos o antífonas; o que tengan intenciones particulares o generales; o que las formules interiormente con el pensamiento o las expreses en voz alta con palabras. Trata de que no quede en tu mente consciente nada a excepción de un puro impulso dirigido hacia Dios. Desnúdala de toda idea particular sobre Dios (cómo es él en sí mismo o en sus obras) y mantén despierta solamente la simple conciencia de que él es como es. Déjale que sea así, te lo pido, y no le obligues a ser de otra manera. No indagues más en él, quédate en esta fe como en un sólido fundamento. Esta simple conciencia, desnuda de ideas y deliberadamente amarrada y anclada en la fe, vaciará tu pensamiento y afecto dejando sólo el pensamiento desnudo y la sensación ciega de tu propio ser. Sentirás como si todo tu deseo clamara a Dios y dijera:
Que este sosiego y oscuridad ocupe toda tu mente y que seas tú un reflejo de ella. Pues quiero que el pensamiento que tienes de ti mismo sea tan puro y simple como el que tienes de Dios. Así podrás estar espiritualmente unido a él sin fragmentación alguna y sin disipación de tu mente. Él es tu ser y en él tú eres lo que eres, no sólo porque él es la causa y el ser de todo lo que existe, sino porque él es tu causa y el centro profundo de tu ser. En esta obra de contemplación, por tanto, has de pensar en él y en ti de la misma manera: esto es, con la simple conciencia de que él es como es y de que tú eres como eres. En este sentido tu pensamiento no quedará dividido o disperso, sino unificado en él, que es el todo. Acuérdate de esta distinción entre él y tú: él es tu ser, pero tú no eres el suyo. Cierto que todo existe en él como en su fuente y fundamento del ser, y que él existe en todas las cosas, como su causa y su ser. Pero queda una distinción radical: él solo es su propia causa y su propio ser. Pues así como nada puede existir sin él, de la misma manera él no puede existir sin él mismo. Él es su propio ser y el ser de todas las demás cosas. De él sólo puede decirse: él está separado y es distinto de toda otra cosa creada. Y asimismo, él es el único en todas las cosas y todas las cosas son una en él. Repito: todas las cosas existen en él; él es el ser de todo. Siendo esto así, deja que la gracia una tu pensamiento y afecto a él, mientras que tú te esfuerzas por rechazar hasta la más mínima indagación sobre las cualidades particulares de tu ciego ser o del suyo. Mantén tu pensamiento totalmente desnudo, tu afecto limpio de todo querer y tu ser simplemente tal como eres. Así la gracia de Dios puede tocarte y nutrirte con el conocimiento experimental de Dios tal como es. En esta vida, semejante experiencia permanecerá siempre oscura y parcial, de modo que tu ardiente deseo por él esté siempre nuevamente encendido por él. Levanta, pues, tus ojos con alegría y di a tu Señor, con las palabras o el deseo:
No prosigas, quédate en esta simple, firme y elemental conciencia de que tú eres como eres. No es difícil dominar esta manera de pensar. Estoy seguro de que incluso el hombre o mujer menos culto, acostumbrado al más primitivo estilo de vida, puede aprenderlo fácilmente. A veces me río de mí mismo (si bien no sin un toque de tristeza) y me maravillo de los que afirman que te escribo a ti y a otros una complicada, difícil, elevada y extraña doctrina, sólo inteligible para unos pocos espíritus inteligentes y altamente preparados. No es ciertamente la gente sencilla y sin formación la que dice esto; son los sabios y los teólogos competentes. A estos en particular quiero contestar. Es una gran pena y un comentario bien triste sobre la situación de aquellos supuestamente consagrados a Dios el que, en nuestros días, no sólo unos pocos sino casi todos (a excepción de uno o dos amigos especiales de Dios, encontrados aquí y allá) están tan ciegos por una loca contienda sobre la más reciente teología o los descubrimientos de las ciencias naturales, que no pueden siquiera entender la verdadera naturaleza de esta simple práctica. Una práctica tan simple que incluso el rústico más analfabeto puede encontrar en ella un camino a la unión real con Dios en la dulce simplicidad del perfecto amor. Por desgracia, esta gente sofisticada es tan incapaz de entender esta verdad con un corazón simple, como lo es un niño que comienza a deletrear el abecedario para entender las exposiciones intrincadas de teólogos eruditos. Pero, en su ceguera, insisten en llamar a este simple ejercicio profundo y sutil; si lo examinaran con profundidad y de una manera sensata descubrirían que es tan claro y sencillo como una lección de principiante. Es ciertamente un plato de principiante, y considero desesperadamente estúpido y obtuso al que no puede pensar y sentir que es o existe, no cómo o qué es, sino que es o existe. Esta elemental autoconciencia la posee por naturaleza la vaca más estúpida o la bestia más irracional. (Hablo en broma, naturalmente, pues no podemos decir que un animal es más estúpido o más irracional que otro). Pero sólo el ser humano puede darse cuenta y experimentar esta existencia personal suya que es única, porque el hombre es una criatura aparte en la creación, estando muy por encima de todas las bestias y siendo la única criatura dotada de razón. Así, pues, abísmate en lo más profundo de tu alma y piensa en ti de esta manera simple y elemental. (Otros, refiriéndose a lo mismo, desde su propia experiencia, hablan del «ápice» del alma, y llaman a esta conciencia la «más alta sabiduría humana»). De todos modos, no pienses en lo que eres sino que eres o existes. Pues sin duda percibir lo que eres exige el esfuerzo de tu inteligencia y una buena dosis de reflexión y sutil introspección. Pero esto ya lo has hecho bastante tiempo con la ayuda de la gracia; y hasta cierto punto (en la medida en que te es necesario por el momento) entiendes lo que realmente eres -un ser humano por naturaleza, y un ser despreciable, caído por el pecado, digno de compasión-. Tú sabes bien esto. Y probablemente crees también que tú solo conoces demasiado bien, por experiencia, los vicios que siguen y se apoderan del hombre a causa del pecado. ¡Recházalos! ¡Olvídalos, te lo ruego! No reflexiones más sobre ellos por miedo a contaminarte. Recuerda, más bien, que posees una habilidad innata para conocer que eres o existes, y que puedes experimentar esto sin ninguna disposición especial natural o adquirida. Olvídate de tu miseria y de tus pecados, y a este simple nivel elemental piensa sólo que eres lo que eres. Presumo, naturalmente, que has sido debidamente absuelto de tus pecados, generales y particulares, como exige la santa Iglesia. De lo contrario, yo nunca aprobaría el que tú u otro cualquiera iniciarais esta obra. Pero si piensas que has hecho lo que debías en esta materia, sigue adelante. Quizá sientas todavía el peso de tu pecado y miseria tan terriblemente que llegues a dudar de lo que es mejor para ti, pero haz como te digo. Toma al buen Dios tal como es, tan sencillo como una cataplasma común, y aplícala a tu «yo» enfermo, tal como eres. O, si me permites decirlo de otra manera, levanta tu «yo», tal como eres, y que tu deseo llegue a tocar al Dios bueno y misericordioso, tal cual es, ya que tocarle es salud eterna. La mujer del Evangelio testifica esto cuando dice: «Con sólo tocar la orla de su vestido sanaré». Ella fue curada físicamente; y mucho más lo serás tú de tu enfermedad espiritual por esta encumbrada y sublime obra en que tu deseo llega hasta tocar al mismo ser de Dios, querido por sí mismo. Levántate, pues, con decisión y toma esta medicina. Eleva tu yo enfermo, tal como eres, al Dios lleno de gracia, tal como es. Deja atrás toda indagación y especulación profunda sobre tu ser o el suyo. Olvida todas estas cualidades y todo lo referente a ellas, sean puras o pecaminosas, naturales o gratuitas, divinas o humanas. Nada importa ahora sino el libre ofrecimiento a Dios de esa ciega conciencia de tu ser desnudo, para que la gracia pueda envolverte y hacer de ti espiritualmente una sola cosa con el precioso ser de Dios, de una manera totalmente simple según responde a su ser. Sin duda, cuando comiences este ejercicio, tus facultades indisciplinadas, al no encontrar carne con que alimentarse, te increparán airadamente para que lo abandones. Te pedirán que emprendas algo más digno, que significa, por supuesto, algo más adecuado a ellas. Pero ahora tú estás entregado a una obra tan por encima de su actividad acostumbrada, que piensan que estás perdiendo el tiempo. Pero su desagrado, por cuanto tiene aquí su origen, de hecho es una buena señal, ya que prueba que has emprendido algo de gran valor. Eso me complace. ¿Y por qué no? Pues no puedo hacer nada, ni ningún ejercicio de mis facultades físicas o espirituales me puede acercar tanto a Dios y alejarme del mundo, como esta tranquila y limpia conciencia de mi ciego ser y de mi entrega gozosa del mismo Dios. No te inquietes, pues, si tus facultades se rebelan y te instigan a que abandones este ejercicio. Como te digo, sólo es porque no encuentran pasto en él. Pero no debes ceder. Domínalas negándote a alimentarías a pesar de su rabia. Por alimentarías entiendo el que te entregues a toda clase de especulaciones intrincadas para hurgar en los aspectos particulares de tu ser. Meditaciones como esta tienen ciertamente su lugar y su valor, pero, a diferencia de la ciega conciencia de tu ser y el don de ti mismo a Dios, llevan a la ruptura y a la dispersión de la unidad de tu ser tan necesario para un encuentro profundo con Dios. Mantente, por tanto, recogido y anclado en el centro profundo de tu espíritu y no te vuelvas atrás para actuar con tus facultades bajo ningún pretexto por sublime que sea. Escucha el consejo y la instrucción que Salomón dio a su hijo cuando dijo:
Salomón decía esto a su hijo, pero has de tomarlo como dirigido a ti mismo, y entiéndelo espiritualmente, según el sentido que yo, poniéndome en su lugar, voy a explicarte. Mi querido amigo en Dios, pasa por alto las interminables y complicadas investigaciones del intelecto y da culto al Señor tu Dios con todo tu ser. Ofrécele tu mismo yo con toda simplicidad, todo lo que eres y tal como eres, sin concentrarte en ningún aspecto particular de tu ser. De esta manera no puede dispersarse tu atención ni enredarse tu afecto, pues ello estropearía tu unidad de corazón y consiguientemente tu unión con Dios. Con las primicias de todas tus ganancias. Se refiere aquí al más importante de todos los dones especiales de la naturaleza y de la gracia que se te han otorgado al crearte y se te han fomentado a través de los años hasta este momento. Con estos dones de Dios, estos frutos, estás obligado a nutrir y ayudarte no sólo a ti mismo sino a todos los que son tus hermanos y hermanas por naturaleza y gracia. A los más importantes de estos dones los llamo primicias. Es el don del ser mismo, el primer don que recibe toda criatura. Cierto que todos los atributos de tu existencia personal están tan íntimamente ligados a tu ser que de hecho son inseparables de él. En cierto sentido, sin embargo, no tendrían realidad alguna, si tú no existieras antes que ellos. Tu existencia, por tanto, merece ser llamada la primicia de tus dones, porque realmente lo es. Solamente ser ha de llamarse la primicia de tus frutos. Si comienzas a analizar hasta el fondo de algo una o todas las sutiles facultades y las excelsas cualidades del hombre (pues es la más noble criatura de Dios), llegarás al final a las más lejanas conquistas y a las últimas fronteras del pensamiento para encontrarte allí a ti mismo cara a cara con el ser puro mismo. Y si te sirvieras de este análisis para elevarte tú mismo al amor y a la alabanza de tu Señor Dios que te dotó del ser, ¡y qué ser tan noble! (como puede revelarlo la meditación sobre la naturaleza humana), fíjate adónde te puede llevar eso. Al principio a lo mejor dices: «Yo soy existo; veo y siento que soy que existo. Y no sólo existo sino que poseo toda clase de talentos y dones personales». Pero después de hacer el recuento de todo esto en tu mente, aún podrías dar un paso más y recogerlo todo en una sencilla oración que abarca todo esto. Hela aquí:
Puedes ver así que, prosiguiendo tu meditación hasta las más lejanas conquistas y las últimas fronteras del pensamiento, te encontrarás al final a ti mismo, en el fondo esencial del ser, en una percepción desnuda y conciencia ciega de tu propio ser. Y por eso únicamente tu ser puede llamarse la primicia de tus frutos. Así, pues, el ser desnudo ocupa el primer lugar entre todos los frutos, ya que los demás están enraizados en él. Y ahora has llegado a un momento en que ya no sacarás ningún provecho revistiendo tu conciencia del ser desnudo, es decir, acumulando en ella algunos o todos esos dones particulares, que yo llamo tus frutos y en los que has concentrado tu esfuerzo meditativo durante tanto tiempo. Ahora basta para dar culto perfecto a Dios hacerlo con la sustancia de tu alma, es decir, con el ofrecimiento de tu ser desnudo. Sólo esto constituye la primicia de tus frutos; será el interminable sacrificio de alabanza, que exige el amor de ti y de todos los hombres. Deja la conciencia de tu ser, desnuda de todo pensamiento sobre sus atributos, y tu mente totalmente vacía de todo detalle particular relativo a tu ser o a cualquier otra criatura. Tales pensamientos no pueden satisfacer tu necesidad presente, tu ulterior crecimiento, ni te pueden llevar a ti o a otros a una mayor perfección. Abandónalos. En verdad, estas meditaciones te son ahora inútiles. Pero esta conciencia global de tu ser, concebida en un corazón indiviso, satisfará tu necesidad presente, tu ulterior crecimiento, y te llevará a ti y a toda la humanidad a una perfección más alta. Créeme, supera el valor de cualquier pensamiento particular, por sublime que sea. Todo esto lo puedes verificar con la autoridad de las Escrituras, el ejemplo de Cristo y el examen de una lógica fiable. Así como todos los hombres se perdieron en Adán cuando se apartó del amor que le hacia uno con Dios, de la misma manera, todos los que por fidelidad a su propio camino de vida manifiestan su deseo de salvación, lo recibirán por la sola Pasión de Cristo. Pues Cristo se dio todo entero, en sacrificio perfecto y completo. No se limitó a la salvación de una persona en particular, sino que se dio a sí mismo sin reserva por todos. Con amor universal se dio a si mismo en ofrenda verdadera y perfecta, entregándose sin reserva de manera que todos los hombres pudieran unirse a su Padre tan efectivamente como él lo estaba. Y el hombre no puede tener mayor amor que sacrificar su mismo yo por el bien de todos los que son sus hermanos y hermanas por naturaleza y por gracia. Pues el espíritu es de mayor dignidad que la carne y por lo mismo es más valioso unir el espíritu a Dios (que es su vida) por el sublime alimento del amor que unir la carne al espíritu (que es su vida) por la comida de la tierra. Es importante, por supuesto, alimentar el cuerpo, pero si no alimentas también el espíritu, no has hecho nada. Los dos son buenos, pero el primero, por si mismo, es el mejor. Un cuerpo sano nunca merecerá la salvación; pero un espíritu robusto, aunque esté en un cuerpo frágil, no sólo puede merecer la salvación sino también llegar a la plena perfección. Has llegado a un punto en que tu ulterior crecimiento en la perfección exige que no alimentes tu mente con meditaciones sobre los múltiples aspectos de tu ser. En el pasado, estas meditaciones piadosas te ayudaban a entender algo de Dios. Alimentaban tu afecto interior con una suave y deliciosa atracción hacia él y a las cosas espirituales, y llenaban tu mente de una cierta sabiduría espiritual. Pero ahora es importante que te concentres seriamente en el esfuerzo de morar continuamente en el centro profundo de tu espíritu, ofreciendo a Dios la conciencia ciega y desnuda de tu ser, que yo llamo las primicias de tus frutos. Si haces esto, y lo puedes hacer con la ayuda de la gracia de Dios, confía en que la recomendación que Salomón te hace, de alimentar al pobre con las primicias de tus frutos, se realizará puntualmente, tal como promete; y todo sin que tus facultades interiores tengan que buscar o escudriñar minuciosamente entre los atributos de tu ser o del de Dios. Quiero que entiendas claramente que en esta obra no es necesario indagar hasta el más mínimo detalle sobre la existencia de Dios ni tampoco de la tuya. Pues no hay nombre, ni experiencia, ni intuición tan afín a la eternidad de Dios como la que tú puedes poseer, percibir y experimentar de hecho en la ciega conciencia amorosa de esta palabra: es. Descríbelo como quieras: como Señor bueno, amable, dulce, misericordioso, justo, sabio, omnisciente, fuerte, omnipotente; o como conocimiento sumo, sabiduría, poder, fuerza, amor o caridad, y encontrarás todo esto junto escondido y contenido en esta palabrita: es. Dios en su misma existencia es todas y cada una de estas cosas. Si hablaras de él de mil maneras diferentes, no irías más allá ni aumentarías el significado de esta única palabra: es. Y si no usaras ninguna de ellas, no habrías quitado nada de la misma. Sé, pues, tan ciego en la amorosa contemplación del ser de Dios como lo eres en la desnuda conciencia de ti mismo. Cesen tus facultades de inquirir minuciosamente en los atributos de su ser o del tuyo. Deja esto atrás y dale culto enteramente con la sustancia de tu alma: todo lo que eres, tal cual eres, ofrecido a todo lo que él es, tal cual es. Pues tu Dios es el ser glorioso de si mismo y de ti, en su ser totalmente simple y puro. Así es como podrás juntar todas las cosas, y de una manera maravillosa, glorificarás a Dios con él mismo, puesto que lo que eres lo tienes de él y es él, él mismo. Tuviste, naturalmente, un comienzo -ese momento en el tiempo en que te creó de la nada-, pero tu ser ha estado y estará siempre en él, desde la eternidad y por toda la eternidad, pues él es eterno. Y por tanto, seguiré gritando esta sola cosa:
La promesa contenida en estas últimas palabras es que tu afecto interior quedará colmado con una abundancia de amor y una bondad práctica que manará de tu vida en Dios, el cual es el fondo de tu ser y la simplicidad de tu corazón. Y rebosará de mosto tu lagar Este lagar son tus facultades espirituales interiores. Antes tú las forzabas y las violentabas con toda clase de meditaciones y búsqueda racional en un esfuerzo de conseguir alguna comprensión espiritual de Dios y de ti mismo, de sus atributos y de los tuyos. Pero ahora están llenas y rebosan de mosto. La Sagrada Escritura habla de este vino y lo interpreta místicamente como esa sabiduría espiritual que destila la contemplación profunda y el paladeo excelso del Dios trascendente. Y de qué modo tan espontáneo, gozoso y sin esfuerzo sucederá esto a través de la acción de la gracia. Ya no es necesario tu rudo esfuerzo, pues por la eficacia de esta gentil, oscura y contemplativa obra, los ángeles te traerán la sabiduría. Sí, el conocimiento de los ángeles está especialmente dirigido a este servicio, como una criada a su señora Por su misma naturaleza, este ejercicio le abre a uno a la alta sabiduría del Dios trascendente, que desciende amorosamente a las profundidades del espíritu del hombre, uniéndole y ligándole a Dios en delicado y espiritual conocimiento. Como alabanza de esta gozosa y exquisita actividad el sabio Salomón prorrumpe alborozado y dice:
Explicaré el significado oculto de lo que aquí se dice. Feliz, en verdad, es ese hombre que encuentra la sabiduría que le unifica y le une a Dios. Feliz aquel que ofreciendo a Dios la oscura conciencia de su propio yo enriquece su vida interior con una ciencia amorosa, delicada y espiritual que trasciende con mucho todo conocimiento connatural o adquirido. Vale mucho más esta sabiduría y el sosiego de esta obra interior, llena de delicadeza y de finura, que poseer oro y plata. En este pasaje, el oro y la plata simbolizan todo conocimiento de los sentidos y del espíritu. Nuestras facultades espirituales adquieren este oro y plata concentrándose en las cosas que están o por debajo de nosotros o dentro de nosotros o al mismo nivel que nosotros, en las meditaciones sobre los atributos del ser de Dios o el ser de las criaturas. Después continúa diciendo por qué esta obra interior es mejor, al afirmar que es el primero y más puro de los frutos del hombre. Y no es extraño si tienes en cuenta que la alta sabiduría espiritual conseguida en este trabajo brota libre y espontáneamente del fondo más profundo e íntimo del espíritu. Es una sabiduría oscura e informe, que está muy lejos de todas las fantasías de la razón o de la imaginación. Jamás la fatiga y el esfuerzo de las facultades naturales serán capaces de producir algo semejante. Pues lo que producen, por sublime o sutil que sea, comparado con esta sabiduría, es poco más que la fingida vacuidad de la ilusión. Está tan distante de la verdad, visible a la luz radiante del sol espiritual, como la palidez de los rayos de la luna en una noche de invierno lo están del esplendor del sol en el día más claro en pleno verano. Luego Salomón prosigue aconsejando a su hijo guardar esta ley y consejo, en que están perfectamente contenidos todos los mandamientos y leyes del Antiguo Testamento, sin esforzarse de modo especial en concentrarse en alguno de ellos en particular. Esta obra interior se llama ley simplemente porque incluye en sí misma todas las ramas y frutos de la ley entera. Pues si la examinas con detenimiento, podrás averiguar que su vitalidad está enraizada y fundamentada en el glorioso don del amor que es, como enseña el Apóstol, la perfección de toda ley. «La perfección de la ley es el amor». Te digo, pues, que si guardas esta ley del amor y este consejo vivificador, será realmente la vida de tu espíritu, como dice Salomón. En tu interior conocerás el reposo de morar en el amor de Dios. Hacia él exteriormente, toda tu personalidad unificada irradiará la belleza de su amor, pues con una fidelidad indefectible te inspirará la respuesta más adecuada en tu trato con tus hermanos cristianos. Y de estas dos actividades (el amor interior de Dios y la expresión externa de tu amor a los demás) penden toda la ley y los profetas, como dicen las Escrituras. Después, a medida que te perfecciones en la obra del amor, tanto de dentro como de fuera, irás adelantando en tu camino apoyado en la gracia (tu guía en este viaje espiritual), ofreciendo amorosamente tu ciego y puro ser al glorioso ser de tu Dios. Aunque son distintos por naturaleza, la gracia los ha hecho uno. Entonces caminarás seguro y tu pie no tropezará. Esto significa que cuando, con la experiencia, esta obra interior se hace un hábito espiritual, no serás fácilmente seducido o apartado de ella por las dudas impertinentes de tus facultades naturales, aunque al principio te sea difícil resistirías. Podríamos expresar esto mismo de la siguiente manera: «Entonces caminarás seguro y tu pie no tropezará ni caerás en ninguna clase de ilusión que surja de la insaciable búsqueda de tus facultades». Y ello porque, como te dije más arriba, en la obra de contemplación toda su búsqueda inquisitiva queda totalmente rechazada y olvidada, a menos que la inclinación humana a la falsía contaminen la conciencia desnuda de tu ciego ser y te aparte de la dignidad de esta obra. Cualquier pensamiento particular de las criaturas que penetre en tu mente, además o en vez de esa simple conciencia de tu desnudo ser (que es tu Dios y tu deseo de él), te arrastra a la actividad de tus sutiles e inquisitivas facultades. Entonces ya no estás totalmente presente a ti mismo ni a tu Dios, y esto aumenta la fragmentación y dispersión de toda concentración en su ser y en el tuyo. Por eso, con la ayuda de su gracia y a la luz de la sabiduría que nace de la perseverancia en esta obra, mantente recogido y abismado en las profundidades de tu ser cuantas veces puedas. Como ya te he explicado, esta simple obra no es contraria a tus actividades diarias. Con tu atención centrada en la ciega conciencia de tu puro ser unido al de Dios, podrás realizar tus faenas diarias, comer y beber, dormir y pasear, ir y venir, hablar y escuchar, acostarte y levantarte, estar de pie o de rodillas, correr o montar a caballo, trabajar o descansar. En medio de todo esto puedes ofrecer a Dios cada día el más preciado don que puedes hacerle. Esta obra estará en el centro de todo lo que haces, sea activo o contemplativo. Dice también Salomón en este pasaje que, si te duermes en esta oscura contemplación, lejos del ruido y de la agitación del maligno, del mundo engañador y de la carne frágil, no temerás ningún peligro ni ningún engaño del enemigo. Pues, sin duda, cuando el enemigo te descubra en esta obra, quedará totalmente aturdido, y cegado por una ignorancia de muerte ante lo que haces, se verá arrastrado por una loca curiosidad de averiguarlo. Pero no te preocupes, pues reposarás en la amorosa unión de tu espíritu con el de Dios. Y tu sueño te será bueno; sí, porque te reportará una profunda fortaleza espiritual y un alimento que renovará tanto tu cuerpo como tu espíritu. Salomón confirma esto cuando dice a continuación: es la salud completa para la carne. Quiere decir simplemente que dará la salud a la fragilidad y enfermedad de la carne. Y así será, pues toda enfermedad y corrupción vino sobre la carne cuando el hombre abandonó esta obra. Pero, cuando con la gracia de Jesús (que es siempre el principal agente en la contemplación), el espíritu vuelva a ella, la carne quedará completamente curada. Y debo recordarte que sólo por la misericordia de Jesús y tu amoroso consentimiento podrás esperar conseguirlo. Por eso uno mi voz a la de Salomón cuando habla en este pasaje, y te animo a permanecer firme en esta obra, ofreciendo continuamente a Dios tu pleno consentimiento en la alegría del amor. No temerás el espanto repentino, ni la agresión de algún malvado... El sabio dice aquí lo siguiente: «No te dejes vencer por el miedo angustioso si el enemigo viene (como vendrá) con repentina saña, golpeando y martilleando en las paredes de tu casa; o si mueve alguno de sus poderosos agentes a que se levanten repentinamente y te ataquen sin previo aviso». Seamos claros en esto: el enemigo se ha de tomar en serio. Todo el que comienza esta obra (no importa quién sea) está expuesto a sentir, oler, gustar u oír algunos efectos sorprendentes amañados por este enemigo en uno u otro de sus sentidos. No te extrañes, por tanto, si llega a suceder. No hay nada que no quiera intentar a fin de echarte abajo de las alturas de una obra tan valiosa. Y por eso te digo que vigiles tu corazón en el día del sufrimiento, esperando con gozosa confianza en el amor de tu Señor. Pues el Señor está a tu lado y tu pie no tropezará. Si, estará muy cerca de ti, pronto a ayudarte. Tu pie no tropezará... El pie de que habla aquí es el amor por el cual asciendes a Dios. Y promete que Dios te protegerá a fin de que no seas vencido por los ardides y engaños de tus enemigos. Estos, naturalmente, son el diablo y toda su corte, el mundo engañoso y la carne. Amigo mío, ¡fíjate! Nuestro poderoso Señor, él que es amor, él que está lleno de sabiduría y de poder, él mismo guardará, defenderá y socorrerá a todos los que se olvidan totalmente de sí mismos y ponen su amor y confianza en él. Pero ¿dónde encontrar una persona tan enteramente comprometida y tan firmemente anclada en la fe, tan sinceramente transparente y verdadera que ha reducido su yo a nada, por así decir, y tan exquisitamente alimentada y guiada por el amor de Dios? ¿Dónde encontraremos una persona amante rica en experiencia trascendente que tiene conocimiento vivo de la omnipotencia del Señor, de su inefable sabiduría y bondad radiante? ¿Alguien que perciba la unidad de su presencia esencial en todas las cosas y la unicidad de todas ellas en él, tan bien que someta todo su ser a él, en él, y convencida por su gracia de que si no lo hace nunca será totalmente transparente y sincera en su esfuerzo por reducir a nada su propio yo? ¿Dónde está ese hombre sincero que, llevado de su noble resolución de reducir a nada su propio yo y con el alto deseo de que Dios sea todo en la perfección del amor, merezca experimentar la vigorosa sabiduría y bondad de Dios que le socorre, le ampara y le guarda de sus enemigos de dentro y de fuera? Ese hombre estará ciertamente henchido del amor de Dios y en la plena y final pérdida del yo hasta llegar a nada o menos que nada, si esto fuera posible; y así permanecerá firme y sin que le puedan perturbar ni una actividad febril, ni el trabajo, ni la preocupación por su propio bienestar. ¡Quedaos con vuestras objeciones humanas, hombres de corazón dividido! Aquí tenéis una persona tan tocada por la gracia que puede entregarse a si misma en un sincero y total olvido de si. No me digáis que está tentando a Dios por alguna elucubración racional. Decís eso, porque vosotros mismos no os atrevéis a hacerlo. No, contentaos con vuestra vocación a la vida activa; ella os llevará a la salvación. Pero dejad en paz a estas otras personas. Lo que hacen está por encima de la comprensión de vuestra razón, y por lo mismo, no os debéis extrañar o sorprender por sus palabras y obras. Oh, qué vergüenza! ¿Hasta cuándo seguiréis oyendo o leyendo esto sin creerlo y aceptarlo? Me refiero a todo lo que nuestros padres escribieron y hablaron en los tiempos pasados, a lo que es la flor y nata de las Escrituras. O estáis tan ciegos que la luz de la fe ya no puede ayudaros a entender lo que leéis, o estáis tan envenenados por una secreta envidia, que sois incapaces de creer que un bien tan grande pueda llegar a vuestros hermanos y no a vosotros. Creedme, si sois sensatos, estaréis vigilando a vuestro enemigo y sus insidias; pues lo que quiere es que confiéis más en vuestra propia razón que en la antigua sabiduría de nuestros padres verdaderos, el poder de la gracia y los designios de nuestro Señor. Cuántas veces no habéis leído o escuchado en los santos, sabios y seguros escritos de los padres, que tan pronto como nació Benjamín, su madre, Raquel, murió. Aquí Benjamín representa la contemplación, y Raquel la razón. Cuando uno está tocado por la gracia de la auténtica contemplación (como lo está él en su noble resolución de reducir su yo a nada, y en su alto deseo de que Dios lo sea todo), en cierto sentido podemos decir que la razón muere. ¿Y no habéis leído y oído esto con frecuencia en las obras de varios autores santos y sabios? ¿Qué es lo que os detiene para creerlo? Y si lo creéis, ¿cómo os atrevéis a dejar que vuestro curioso intelecto divague entre las palabras y obras de Benjamín? Porque Benjamín es figura de todos los que han sido arrebatados por encima de sus sentidos en un éxtasis de amor, y de ellos dice el profeta: «Allí Benjamín, el pequeño, abriendo marcha». Os lo advierto: vigilad para que no lleguéis a imitar a esas madres desgraciadas que mataron a sus hijos apenas nacieron. Velad, no sea que os ocurra que acometáis a toda fuerza con vuestro venablo atrevido contra el poder, sabiduría y designios del Señor. Yo sé que sólo queréis realizar sus planes; pero, si no tenéis cuidado, podéis erróneamente destruirlos en la ceguera de vuestra inexperiencia. En la primitiva Iglesia, cuando la persecución era común, toda clase de personas (sin preparación especial de prácticas piadosas y devocionales) estaban tan maravillosa y espontáneamente tocadas por la gracia, que sin otro recurso ulterior a la razón corrían a la muerte con los mártires. Leemos de artesanos que arrojaron sus herramientas y de niños de escuela que abandonaron sus libros, tan grande era su ansia de martirio. En nuestro tiempo, la Iglesia está en paz, pero ¿es tan difícil creer que Dios puede y quiere tocar los corazones de toda clase de gente con la gracia de la oración contemplativa en el mismo sentido maravilloso e imprevisto? ¿Es tan extraño el que quiera y de hecho haga esto? No, y yo estoy convencido de que Dios en su gran bondad continúa actuando como quiere en los que elige, y de que finalmente podrá verse su bondad en toda su dimensión para asombro de todo el mundo. Y todo el que esté gozosamente determinado a reducir su yo a nada y ansiosamente anhele que Dios sea todo, se verá protegido de la embestida de sus enemigos internos y externos, por la bondad gratuita de Dios mismo. No necesita ordenar sus defensas, pues con una gran fidelidad propia de su bondad, Dios protegerá infaliblemente a aquellos que, absortos en su amor, se han olvidado de sí mismos. ¿Puede sorprendernos, por tanto, que estén tan maravillosamente seguros? No, porque la verdad y la docilidad les han hecho perder el miedo y estar fuertes en el amor. Pero quien no se atreve a abandonarse a Dios y critica a otros que lo hacen, manifiesta un vacío interior. Porque, o el enemigo ha robado de su corazón la confianza amorosa que debe a su Dios y el espíritu de buena voluntad que debe a sus hermanos cristianos, o de lo contrario no está todavía lo suficientemente anclado en la docilidad y en la verdad para ser un verdadero contemplativo. Tú, sin embargo, no debes temer entregarte a una radical dependencia de Dios ni abandonarte al sueño de la contemplación ciega u oscura de Dios tal cual es, lejos del tumulto del mundo corrompido, del enemigo engañoso y de la carne débil. Nuestro Señor estará a tu lado dispuesto a socorrerte, guardará tus pasos para que no caigas. No sin razón vinculo esta actividad al sueño. Pues en el sueño las facultades naturales cesan de su trabajo y todo el cuerpo permanece en pleno reposo, reponiéndose y renovándose. De una manera semejante, en este sueño espiritual, esas facultades espirituales siempre en movimiento, la imaginación y la razón, quedan completamente recogidas y vacías del todo. Feliz el espíritu, entonces, pues queda libre para dormir un sueño saludable y descansar en quietud contemplando amorosamente a Dios tal cual es, mientras que todo el hombre interior se repone y renueva maravillosamente. ¿Ves ahora por qué te dije que recogieras tus facultades negándote a trabajar con ellas y, en cambio, ofrecieras a Dios la desnuda y ciega conciencia de tu propio ser? Pero ahora te repito: asegúrate de que está desnuda y no vestida con cualquier idea sobre los atributos de tu ser. Podrías estar inclinado a vestirla con ideas sobre la dignidad y bondad de tu ser o con interminables detalles relativos a la naturaleza del hombre o a la naturaleza de las demás criaturas. Pero, tan pronto como hagas esto, habrás dado pábulo a tus facultades y tendrán la fuerza y oportunidad de conducirte a toda suerte de cosas. Te aviso, antes de que lo experimentes; tu atención quedará dispersa y te encontrarás a ti mismo distraído y abrumado. Guárdate de esta trampa, te lo suplico. Pero quizá tus insaciables facultades han estado ya ocupadas examinando lo que he dicho sobre la obra contemplativa. Están inquietas porque está por encima de su habilidad y te han dejado perplejo y dubitativo sobre este camino a Dios. En realidad, no ha de sorprender. Porque, en el pasado, dependiste tanto de ellas que ahora no puedes darles de mano fácilmente, aun cuando la obra contemplativa exige que lo hagas. Al presente, sin embargo, veo que tu corazón está turbado e inquieto por todo esto. ¿Es realmente tan grato a Dios como te digo? Y silo es, ¿por qué? Quiero contestar a todo esto, pero quiero que comprendas que precisamente estas cuestiones surgen de una mente tan inquisitiva que de ningún modo te dejarán en paz para asentir a esta actividad, hasta que su curiosidad no haya sido apaciguada en cierta medida por una explicación racional. Y puesto que este es el caso, no me puedo negar a ello. Complaceré a tu soberbio intelecto, descendiendo al nivel de tu presente comprensión, a fin de que después tú puedas remontarte al mío, confiando en mi orientación y no poniendo trabas a tu docilidad. Apelo a la sabiduría de san Bernardo, quien afirma que la perfecta docilidad no pone trabas. Pones trabas a tu docilidad cuando vacilas en seguir la orientación de tu padre espiritual antes de que tu propio juicio la haya ratificado. ¡Mira cómo deseo ganar tu confianza! Si, yo realmente lo quiero y lo conseguiré. Ahora bien, es el amor lo que me mueve, más que cualquier otra habilidad personal, grado de conocimiento, profundidad de comprensión o adelanto en la misma contemplación. De todos modos, espero y pido a Dios que supla mis deficiencias, pues mi conocimiento es sólo parcial mientras que el suyo es completo. Ahora, para satisfacer tu orgulloso intelecto, cantaré las alabanzas de esta actividad. Créeme, si un contemplativo tuviera lengua y palabras para expresar su experiencia, todos los sabios de la cristiandad quedarían mudos ante su sabiduría. Sí, porque en comparación, todo el conocimiento humano junto aparecería como simple ignorancia. No te sorprendas, pues, si mi desmañada y humana lengua no acierta a explicar su valor de manera adecuada. Y no quiera Dios que la experiencia misma degenere tanto que tenga que adaptarse a los estrechos limites del lenguaje humano. ¡No, no es posible y nunca lo será; y no quiera Dios que yo lo desee alguna vez! Lo que podemos decir de ella no es ella, sino sólo sobre ella. No obstante, puesto que no podemos decir lo que es, tratemos de describirla, para confusión de todos los intelectos soberbios, especialmente del tuyo, que es la razón verdadera por la que escribo esto ahora. Comenzaré haciéndote una pregunta. Dime, ¿cuál es la sustancia de la perfección última del hombre y cuáles son los frutos de esta perfección? Contestaré por ti. La más alta perfección del hombre es la unión con Dios en la consumación del amor, un destino tan alto, tan puro en sí mismo y tan por encima del pensamiento humano que no puede ser conocido o imaginado tal como es. Siempre que encontramos sus frutos, sin embargo, podemos suponer que se da en abundancia. Al declarar, por tanto, la dignidad de la obra contemplativa sobre las demás, debemos primero distinguir los frutos de la perfección última del hombre. Estos frutos son las virtudes que deben abundar en todo hombre perfecto. Ahora bien, si estudias cuidadosamente la naturaleza de la obra contemplativa y consideras después la esencia y la manifestación de cada virtud por separado, descubrirás que todas las virtudes se encuentran clara y distintamente contenidas en la contemplación misma, no deterioradas por una voluntad retorcida o egoísta. No mencionaré aquí ninguna virtud particular, ya que no es necesario y, además, has leído sobre ellas en mis otros libros. Bastará con decir que la obra contemplativa, cuando es auténtica, es ese amor reverente, ese fruto sazonado y cosechado del corazón de un hombre del que te hablé en mi pequeña Carta sobre la Oración. Es la nube del no-saber, el amor secreto plantado hondamente en un corazón indiviso, el Arca de la Alianza. Es la teología mística de Dionisio, lo que él llama su sabiduría y su tesoro, su luminosa oscuridad y su entender no entendiendo. Es lo que te lleva al silencio por encima del pensamiento y de las palabras y lo que hace tu oración sencilla y breve. Y es lo que te enseña a olvidar y repudiar todo lo que es falso en el mundo. Hay más todavía. Es lo que te enseña a olvidar y repudiar tu mismo yo, según la exigencia del Evangelio: «El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga». En el contexto de todo lo que hemos venido diciendo sobre la contemplación, es como si Cristo dijera: «El que quiera venir humildemente en pos de mi -a la alegría de la eternidad o al monte de la perfección-...». Cristo fue delante de nosotros porque este era su destino por naturaleza; nosotros vamos en pos de él por gracia. Su naturaleza divina tiene una categoría superior en dignidad que la gracia, y la gracia la tiene más alta que nuestra naturaleza humana. En estas palabras nos enseña que podemos seguirle al monte de la perfección tal como se experimenta en la contemplación, sólo a condición de que él nos llame primero y nos conduzca allí por la gracia. Esta es la verdad absoluta. Y quiero que entiendas (y otros como tú que puedan leer esto) una cosa muy claramente. Aunque yo te he animado a seguir el camino de la contemplación con simplicidad y rectitud, estoy seguro, no obstante, sin duda o miedo a equivocarme, de que Dios todopoderoso, independientemente de todas las técnicas, ha de ser siempre el agente principal de toda contemplación. Es él quien ha de despertar en ti este don por la gracia. Y lo que tú y otros como tú habéis de procurar es haceros completamente receptivos, consintiendo y sufriendo su divina acción en las profundidades de vuestro espíritu. El consentimiento pasivo y la perseverancia que aportáis a la obra es, sin embargo, una actitud específicamente activa. Pues por la unicidad de tu deseo, dirigido en anhelo constante hacia tu Señor, te abres continuamente a su acción. Todo ello, sin embargo, lo aprenderás por ti mismo a través de la experiencia y de la comprensión de la sabiduría espiritual. Pero puesto que Dios en su bondad mueve y toca a diferentes personas de diferentes maneras (a algunas a través de causas segundas y a otras directamente), ¿quién se atreve a decir que no pueda tocarte a ti, y a otros como tú, a través y por medio de este libro? Yo no merezco ser su servidor, mas en sus designios misteriosos puede operar a través de mi, si así lo quiere, pues es libre de obrar como le plazca. Pero supongo que, después de todo, no entenderás realmente esto hasta que no te lo confirme tu propia experiencia contemplativa. Digo simplemente esto: prepárate a recibir el don del Señor escuchando sus palabras y dándote cuenta de su pleno significado. «Quien quiera venir en pos de mi, que se niegue a si mismo». Y dime, ¿de qué mejor manera puede uno abandonarse y despreciarse a sí mismo y al mundo que negándose a volver su mente hacia lo uno o lo otro ni hacia nada relacionado con ellos? Quiero que entiendas ahora que, aunque al principio te dije que te olvidaras de todo, a excepción de la ciega conciencia de tu desnudo ser, quería llevarte incluso hasta el punto en que te olvidaras también de esto, experimentando así solamente el ser de Dios. Con un ojo fijo en esta última experiencia pude decirte al principio: Dios es tu ser En aquel momento creí que era prematuro esperar que pudieras levantarte de repente a tan alta conciencia espiritual del ser de Dios. Por eso dejé que subieras hacia él por grados, enseñándote primero a roer la desnuda y ciega conciencia de ti mismo hasta adquirir por la perseverancia espiritual una facilidad en esta obra interior. Sabía que ello te prepararía a experimentar el sublime conocimiento del ser de Dios. Y finalmente, en esta obra, tu único y ardiente deseo debe ser este: el ansia de experimentar sólo a Dios. Es cierto que al principio te dije que cubrieras y vistieras la conciencia de tu Dios con la conciencia de tu propio yo, pero sólo porque eras todavía espiritualmente desmañado y sin desbastar. Con perseverancia en esta práctica, esperaba que crecieras incesantemente en la soledad del corazón hasta que estuvieras dispuesto a despojar, destruir y desnudar totalmente la conciencia personal de todas las cosas, incluso la conciencia elemental de tu propio ser, a fin de que puedas vestirte nuevamente con la graciosa y radiante experiencia de Dios tal como es en sí mismo. Tal es el proceder de todo verdadero amor. El amante se despojará plenamente de todo, aun de su mismo ser, por aquel a quien ama. No puede consentir vestirse con algo si no es del pensamiento de su amado. Y no es un capricho pasajero. No, desea siempre y para siempre permanecer desnudo en un olvido total y definitivo de sí mismo. Esta es la tarea del amor, si bien sólo el que lo experimente lo podrá entender realmente. Tal es el significado de las palabras de nuestro Señor: «El que quiera amarme, niéguese a si mismo». Es como si dijera: «El hombre ha de despojarse de su mismo yo, si es que quiere sinceramente ser vestido de mi, pues yo soy el vestido que fluye del amor eterno y sin fin». |