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Este día podrás entender en la memoria de los pecados, y en el
conocimiento de ti mismo, para que en lo uno veas cuántos males
tienes, y en lo otro cómo ningún bien tienes que no sea de Dios,
que es el medio por donde se alcanza la humildad, madre de todas las
virtudes.
Para esto debes primero pensar en la muchedumbre de los pecados de la
vida pasada, especialmente en aquellos que hiciste en el tiempo que
menos conocías a Dios. Porque si lo sabes bien mirar, hallarás que
se han multiplicado sobre los cabellos de tu cabeza, y que viviste en
aquel tiempo como un gentil, que no sabe qué cosa es Dios.
Discurre, pues, brevemente por todos los diez mandamientos y por los
siete pecados mortales, y verás que ninguno de ellos hay en que no
hayas caído muchas veces, por obra o por palabra o pensamiento.
Lo segundo, discurre por todos los beneficios divinos, y por los
tiempos de la vida pasada, y mira en qué los has empleado; pues de
todos ellos has de dar cuenta a Dios. Pues dime ahora, ¿en qué
gastaste la niñez? ¿En qué la mocedad? ¿En qué la juventud?
¿En qué, finalmente, todos los días de la vida pasada? ¿En qué
ocupaste los sentidos corporales y las potencias del ánima que Dios te
dio para que lo conocieses y sirvieses? ¿En qué se emplearon tus
ojos, sino en ver la vanidad? ¿En qué tus oídos, sino en oír la
mentira, y en qué tu lengua, sino en mil maneras de juramentos y
murmuraciones, y en qué tu gusto, y tu oler, y tu tocar, sino en
regalos y blanduras sensuales?
¿Cómo te aprovechaste de los Santos Sacramentos, que Dios ordenó
para tu remedio? ¿Cómo le diste gracias por sus beneficios?
¿Cómo respondiste a sus inspiraciones? ¿En qué empleaste la salud
y las fuerzas, y las habilidades de la naturaleza, y los bienes que
dicen de fortuna, y los aparejos y oportunidades para bien vivir?
¿Qué cuidado tuviste de tu prójimo, que Dios te encomendó, y de
aquellas obras de misericordia que te señaló para con él? ¿Pues
qué responderás en aquel día de la cuenta, cuando Dios te diga
(Lc.16,2): Dame cuenta de tu mayordomía, y de la cuenta que
te entregué; porque ya no quiero que trates más en ella? ¡Oh
árbol seco y aparejado para los tormentos eternos! ¿Qué
responderás en aquel día, cuanto te pidan cuenta de todo el tiempo de
tu vida y de todos los puntos y momentos de ella?
Lo tercero, piensa en los pecados que has hecho y haces cada día,
después que abriste más los ojos al conocimiento de Dios, y
hallarás que todavía vive en ti Adán con muchas de las raíces y
costumbres antiguas. Mira cuán desacatado eres para con Dios, cuán
ingrato a sus beneficios, cuán rebelde a sus inspiraciones, cuán
perezoso para las cosas de su servicio, las cuales nunca haces ni con
aquella presteza y diligencia, ni con aquella pureza de intención que
debías, sino por otros respetos e intereses del mundo.
Considera cuán duro eres para con el prójimo, y cuán piadoso para
contigo, cuán amigo de tu propia voluntad, y de tu carne, y de tu
honra, y de todos tus intereses. Mira cómo todavía eres soberbio,
ambicioso, airado, súbito, vanaglorioso, envidioso, malicioso,
regalado, mudable, liviano, sensual, amigo de tus recreaciones y
conversaciones y risas y parlerías. Mira cuán inconstante eres en
los buenos propósitos, cuán inconsiderado en tus palabras, cuán
desproveído en tus obras, y cuán cobarde y pusilánime para
cualesquier graves negocios.
Lo cuarto, considera ya por este orden la muchedumbre de tus pecados,
considera luego la gra- vedad de ellos, para que veas cómo por todas
partes es crecida tu miseria. Para lo cual debes primeramente
considerar estas tres circunstancias en los pecados de la vida pasada,
conviene a saber: Contra quién pecaste, por qué pecaste y en qué
manera pecaste. Si miras contra quién pecaste, hallarás que pecaste
contra Dios, cuya bondad y majestad es infinita, y cuyos beneficios y
misericordias para con el hombre sobrepujan las arenas del mar; mas,
¿por qué causa pecaste? Por un punto de honra, por un deleite de
bestias, por un cabello de interés y muchas veces sin interés; por
sola costumbre y desprecio de Dios. Mas ¿en qué manera pecaste?
Con tanta facilidad, con tanto atrevimiento, tan sin escrúpulo, tan
sin temor y a veces con tanta facilidad y contentamiento, como si
pecaras contra un Dios de palo, que ni sabe ni ve lo que pasa en el
mundo. ¿Pues ésta era la honra que se debía a tan alta majestad?
¿Éste es el agradecimiento de tantos beneficios? ¿Así se paga
aquella sangre preciosa que se derramó en la Cruz, y aquellos azotes
y bofetadas que se recibieron por ti? ¡Oh miserable de ti por lo que
perdiste, y mucho más por lo que hiciste, y muy mucho más si con
todo esto no sientes tu perdición! Después de esto, es cosa de
grandísimo provecho detener un poco los ojos de la consideración en
pensar tu nada; esto es, cómo de tu parte no tienes otra cosa más
que nada y pecado, y cómo todo lo demás es de Dios; porque claro
está que así los bienes de naturaleza como los de gracia (que son los
mayores), son todos suyos; porque suya es la gracia de la
predestinación (que es la fuente de todas las otras gracias), y suya
la de la vocación, y suya la gracia concomitante, y suya la gracia de
la perseverancia, y suya la gracia de la vida eterna. Pues ¿qué
tienes, de qué te puedes gloriar, sino de nada, y pecado? Reposa,
pues, un poco en la consideración de esa nada, y pon esto sólo a tu
cuenta, y todo lo demás a la de Dios, para que clara, y
palpablemente veas quién eres tú y quién es El; cuán pobre tú y
cuán rico El, y, por consiguiente, cuán poco debes confiar en ti y
estimar a ti, y cuánto confiar en El, amar a Él y gloriarte en
Él.
Pues consideradas todas estas cosas arriba dichas, siente de ti lo
más bajamente que te sea posible. Piensa que no eres más que una
cañavera, que se muda a todos vientos, sin peso, sin virtud, sin
firmeza, sin estabilidad y sin ninguna manera de ser. Piensa que eres
un Lázaro de cuatro días muerto, y un cuerpo hediondo y abominable,
lleno de gusanos, que todos cuantos pasan se tapan las narices y los
ojos para no verlo. Parézcate que de esta manera hiedes delante de
Dios y de sus ángeles, y tente por indigno de alzar los ojos al
cielo, y de que te sustente la tierra, y de que te sirvan las
criaturas, y del mismo pan que comes y del aire que recibes.
Derríbate con aquella pública pecadora a los pies del Salvador, y
cubierta tu cara de confusión con aquella vergüenza que padecería una
mujer delante de su marido cuando le hubiese hecho traición, y con
mucho dolor y arrepentimiento de tu corazón pídele perdón de tus
yerros, y que por su infinita piedad y misericordia haya por bien
volverte a recibir en su casa.
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