San Ignacio de Loyola: 12. EL MUNDO, HASTA LOS CONFINES DE LA TIERRA
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Cada hora preparados para partir
b) Todos los caminos nacen en Roma
c) Hecho todo a todos para ganar los más posibles
d) Nos pareció necesario abrir Colegios
e) Mantener la unidad en la dispersión
a) Cada hora preparados para partir
Ignacio, alcanzado por Dios en Loyola, se retiró a la soledad de Manresa,
buscando el silencio para la oración y la penitencia. Pero el encuentro con
Dios le abrió a la comunicación con los demás. El deseo de comunicar a los
demás lo que Dios le daba le sacaba de sí mismo, encendía su corazón,
impulsándole a buscar "ayudar a las almas". Desde Manresa este deseo va
creciendo cada día, hasta llenar las horas de su vida. En su viaje a
Jerusalén, con el deseo de quedarse allí, se unían ya los dos polos que
marcan su vida: vivir la intimidad con Cristo y ayudar a los demás, aunque
esto último no lo diga a nadie. El deseo de ayudar a los demás le dio
fuerzas para ponerse a estudiar a los treinta años. Para mejor ayudar a los
demás volvió a cuidar de su persona, dejando las extravagancias de sus
primeros momentos de conversión. Este mismo deseo le dio ánimo para recorrer
infatigablemente los caminos de Europa, pasando de ciudad en ciudad. Su
incansable deseo de ayudar a las almas fue la causa de tantas
incomprensiones, procesos, cárceles y afanes para lograr sentencias
absolutorias. Este salir de sí mismo hacia los otros fue ensanchando su
corazón a las dimensiones del mundo. "Ayudar a las almas" fue la expresión
concreta de su deseo de servir a Cristo. Fidelidad a Dios y amor a los
hombres se identifican.
Pasada la persecución y disipadas las calumnias, Ignacio con sus compañeros
han hecho el ofrecimiento formal al Papa para que disponga de ellos,
enviándoles donde crea que mejor pueden servir a la Iglesia. Puestos en las
manos del Papa se abren al amplio horizonte de la Iglesia universal. Este
ofrecimiento al Papa, "preparados a todo cuanto de nosotros, en Cristo,
dispusiere", ha abierto la Compañía, ya antes de nacer jurídicamente, a los
caminos del ancho mundo. Ignacio vive como espectador del milagro de Dios.
No es él quien dirige la nave de la Compañía. El la pone en el mar, pero el
viento que hincha las velas y marca la dirección es el Espíritu Santo.
Sólo una cosa no acepta Ignacio. Es decididamente contrario a que los
miembros de la pequeña Compañía reciban dignidades eclesiásticas. Con todas
sus fuerzas se opone siempre que se propone a alguno para obispo o cardenal.
El motivo es el deseo de seguir en humildad a Cristo, evangelizador
itinerante. Así se lo dice en Carta a Fernando de Austria, hermano de Carlos
V, que propone a Bobadilla, primero, y luego a Jayo para la sede episcopal
de Trieste: "Esta Compañía y sus miembros se han congregado en un mismo
espíritu para ir a cualquier parte del mundo, entre fieles e infieles, según
ordene el Sumo Pontífice. El espíritu de la Compañía es, por tanto, ir con
toda simplicidad y humildad de ciudad en ciudad, de una parte a otra, sin
apegarse a un lugar particular". Como señalan las Constituciones: "Las
personas de la Compañía deben estar cada hora preparadas para ir a unas
partes y otras del mundo, donde fueren enviados por el Sumo Pontífice o sus
Superiores".
Esta disponibilidad para ir a todas partes la vive Ignacio con toda
radicalidad. Sabe privarse de los compañeros mejores cuando Dios, a través
del Papa, le abre una puerta de evangelización en otras partes. Cuando la
ciudad de Messina le pide jesuitas para abrir un Colegio-universidad,
Ignacio se desprende de diez, sin importarle los inconvenientes que crea en
los lugares donde ya están trabajando. Así escribe: "Me he esforzado por
mandar lo mejor que teníamos aquí en Roma y en otros lugares vecinos, aunque
creando incomodidades en nuestra casa y en los otros lugares".
b) Todos los caminos nacen en Roma
Todos los caminos nacen en Roma y de todas partes se dirige la mirada a
Roma, desde donde Ignacio sigue los pasos de cada uno. La Strada es a la vez
casa de paso, de partidas y llegadas. Ignacio, obligado a permanecer
inmóvil, goza con los reencuentros, salpicados de anécdotas, florecillas o
milagros del Señor. Su alegría es incontenible, llevándole hasta la risa
ostentosa. Al hermano Cóster le dice: "Reíd, hijo, y estad alegre en el
Señor, ya que un religioso no tiene ninguna razón para estar triste y tiene
mil para alegrarse".
Para entonces el Doctor Gouvea, director del Colegio de Santa Bárbara de
París, que había acusado a Ignacio de "seductor de estudiantes", había
quedado él mismo seducido por su antiguo alumno. Esto le lleva a convencer
al Rey de Portugal de la conveniencia de enviar a las Indias Orientales a
aquellos maestros parisienses que abandonan sus cátedras para vivir y
predicar en pobreza. El rey escribe a Ignacio con la petición. En la
respuesta de Ignacio podemos descubrir el significado del ofrecimiento hecho
al Papa: "Nosotros, todos cuantos colegiados en esta Compañía estamos, nos
hemos ofrecido al Sumo Pontífice, por cuanto es el Señor de toda la mies de
Cristo; y en esta oblación le significamos estar preparados a todo cuanto de
nosotros en Cristo dispusiere, de modo que si él nos envía adonde vos nos
llamáis, gozosos iremos. La causa de esta nuestra resolución, que nos sujeta
a su juicio y voluntad, fue entender que él tiene mayor conoci-miento de lo
que conviene a todo el cristianismo".
En carta a un obispo español, embajador en Roma de Carlos V, que también
pide jesuitas que vayan a anunciar el evangelio a América, Ignacio añade:
"La distancia del país no nos espanta, ni el trabajo de aprender lenguas; se
haga lo que más agrade a Cristo". Pero de momento no es esa la voluntad del
Papa, que les dice que "abundante es la mies en Roma". E Ignacio confirma
los deseos del Papa, afirmando por su cuenta: "No faltan tampoco en Roma
muchos a quienes es odiosa la luz eclesiástica de verdad y vida".
Ya en la primavera de 1540 Fabro y Laínez se hallan en Parma y Piacenza;
Bobadilla, en Nápoles; Rodrigues, en Siena... El grupo fundador no pudo
celebrar unido la aprobación pontificia de la Compañía. El rey de Portugal
solicita diez para las Indias, cuando ya en Roma sólo quedan seis, y dos de
ellos ya destinados a Escocia. Ignacio responde al embajador de Portugal:
-Si de diez van seis a las Indias, ¿qué deja vuestra señoría para el resto
del mundo?
Son designados dos: Rodrigues y Bobadilla. Pero Rodrigues está enfermo en
Siena y Bobadilla, la víspera de su partida, enferma también y los médicos
le desaconsejan el viaje. Ignacio, también enfermo, llama a Javier para
confiarle la misión:
-Ya sabéis, hermano Francisco, que por orden de Su Santidad dos de nosotros
han de pasar a las Indias y que el padre Bobadilla, destinado a esta
empresa, no puede partir porque está enfermo y el embajador no puede
esperarlo por la prisa de sus negocios. Dios quiere servirse de vos en esto,
a vos os toca esta misión.
Sin dudarlo un momento, Javier responde:
-Aquí estoy, padre; yo estoy dispuesto.
En cuarenta y ocho horas Javier está listo para el viaje de toda su vida.
Remienda sus vestidos, va a recibir la bendición del Papa y se despide,
dejando escrito su voto para la elección de General y su consentimiento para
las Constituciones que se den para la nueva Orden. Ignacio y Javier se
despiden con un abrazo hasta la eternidad. En el abrazo, Ignacio le abre la
sotana sobre el pecho y descubre que no lleva nada bajo ella. Inmediatamente
ordena que le provean de la ropa indispensable. A los dos días Javier sale
con el embajador en dirección a Lisboa. Allí le toca esperar nueve meses. El
7 de abril de 1541 zarpa para Goa, donde llegará en la primavera del año
siguiente. De todos los primeros compañeros ninguno se verá tan solo como
Javier, nadie tan lejos e imposibilitado de reunirse con sus hermanos.
Con sumo interés acepta también Ignacio la misión de Etiopía, pareciéndole
que el misterioso reino se abría a la fe. El desea con todo su corazón ir
personalmente. Se resigna a mandar algunos misioneros bajo la dirección del
P. Juan Núñez Barreto, como patriarca. El P. Barreto acepta gozoso ir a
Etiopía, pero pide "por las cinco llagas de Cristo", que no se le mande
aceptar la dignidad de patriarca, "porque conozco no tener talento para tan
gran cargo". Ignacio le responde: "No temáis la empresa grande, mirando
vuestras fuerzas pequeñas, pues toda nuestra suficiencia ha de venir del que
para esta obra os llama, y os ha de dar lo que para su servicio os es
necesario, pues sin vuestra voluntad os pone en este cargo, para el cual no
hay hombros que bastasen de humana habilidad, si la divina mano no ayudase a
llevar el peso y guiase al que lo lleva".
c) Hecho todo a todos para ganar los más posibles
A las humildes celdas, que aún hoy se conservan junto a la Iglesia posterior
del Gesù, llegan noticias de todo el mundo. En una de ellas Ignacio ora,
trabaja y acompaña con sus directrices a sus compañeros. De ella sale para
la catequesis a los niños y rudos, aspiración grabada en su alma y que nunca
olvida. En las Constituciones, que sigue escribiendo, no se cansa de
recordarlo como la primera misión de la Compañía. En su lenguaje, mezcla de
latín, italiano y español, Ignacio "predica en pobreza" a niños, mujeres y
algunos pocos adultos. El joven Pedro Ribadeneyra, recién ingresado en la
Compañía, se sonroja oyéndole y se atreve a corregirle. Pronto tiene que
desistir, pues son tantas las faltas que resulta imposible interrumpirle a
cada error. Los oyentes le entienden en su "itañolo": "Amare a Dios con toto
el core, con toto el ánima, con tota la voluntà".
En realidad, bien poco le importa esto a Ignacio. Entre las normas que
escribe a los estudiantes jesuitas de Alcalá encontramos la siguiente:
"Ninguno desee ser estimado como buen hablador, ni se gloríe de ser fino o
discreto, sino que mire a Cristo que consideró todo esto como nada y eligió
por nosotros ser humillado y despreciado por los hombres más que ser honrado
y estimado".
Ignacio quizás nunca habló bien ninguna lengua. En casa de su nodriza
seguramente aprendió el vasco; luego frecuentó el castellano de la corte;
más tarde, residió tres años en Cataluña y, poco después, pasó ocho años en
París, mezclando el francés con el latín eclesiástico y, por último, pasó
sus últimos años en Roma, chapurreando como podía el italiano. A pesar de
ello, el fervor cálido de su palabra mantiene la atención de sus oyentes,
colándose por los entresijos de su corazón. Ignacio, sin patria fija, se
hace "todo a todos a fin de ganar los más posibles" (1Cor 9,19) para Cristo.
Para sus escritos tiene a sus fieles secretarios.
Además de la catequesis a los niños, Ignacio crea instituciones para
arrancar del vicio a las prostitutas. Se trata de atender a las prostitutas,
casadas o solteras, que desean casarse. Hasta entonces sólo existía un
monasterio para las que, dejando la prostitución, querían hacerse
religiosas. Para su misión con las prostitutas funda la casa de Santa Marta
con su confraternidad de protectores. No se libra Ignacio de acusaciones y
calumnias también en este campo, pero, como tantas otras veces, exige un
proceso, del que sale inocente. Y, cuando alguien le dice que no pierda el
tiempo, pues las prostitutas volverán al vicio, él replica: "Si consigo que
una sola de estas pobres mujeres deje de pecar una sola noche por amor a
Cristo, ya me doy por satisfecho".
Otro campo al que se dedica Ignacio es el de su atención personal a los
judíos, fundando los Catecúmenos para la acogida de judíos conversos. En
medio de la persecución de los judíos, Ignacio no tiene inconveniente en
admitir judíos en la Compañía. El decía: "Habría tenido por gracia señalada
de Nuestro Señor el descender de raza hebraica, porque de ese modo habría
sido, según la carne, pariente de Cristo y de Nuestra Señora la gloriosa
Virgen María".
También colabora Ignacio en la obra de asistencia a los huérfanos que,
debido a las guerras, pestes y hambres, abundan en Roma. A más de 400
pobres, en aquella época de carestía, da de comer en su casa, pues "se
hallaban muertos de hambre y frío y maltratamiento por las calles". Ignacio
pobre sirve a Cristo en los pobres, dándoles todo lo que recibe. El no posee
nada y enriquece a los demás. Ni siquiera desea administrar el dinero que le
llega para los pobres. En carta a Jaime Crescenti, entre otras cosas, le
pide que se haga cargo del dinero de la cuenta de los pobres, "porque con la
pobreza, no sonando en mi custodia alguna de dineros, deseo hallarme a la
hora de mi muerte sin un solo quatrín, mío o ajeno, dando el cuerpo, o por
mejor decir, la tierra a la tierra".
d) Nos pareció necesario abrir Colegios
Pero, al interno de la Compañía, Ignacio también tiene en qué ocupar su
tiempo. Para responder a las innumerables peticiones que comienzan a llegar
a Ignacio de Italia, de toda Europa y aun del nuevo mundo descubierto a
Oriente y a Occidente, Ignacio tiene que pensar en la difusión de la
Compañía. "Deseando la conservación y aumento de ella para mayor gloria y
servicio de Dios, nos pareció necesario abrir colegios". Los colegios surgen
en primer lugar para formar a los jóvenes jesuitas, luego serán mixtos y,
finalmente, terminarán siendo uno de los campos de misión de la Compañía.
Inicialmente no es ese el deseo de Ignacio, sino que acepta los Colegios
como un medio necesario para llevar a cabo su misión: "Como el fin de la
Compañía sea, yendo por unas partes y por otras del mundo, predicar,
confesar y usar los demás medios para ayudar a las almas, nos ha parecido
necesario o muy conveniente que los que han de entrar en ella sean personas
de buena vida y letras suficientes para tal misión. Y porque buenos y
letrados se hallan pocos, para mayor gloria y servicio de Dios, nos ha
parecido necesario emprender esta vía, es a saber, admitir mancebos que, con
sus buenas costumbres e ingenio, den esperanza de ser juntamente virtuosos y
doctos para trabajar en la viña de Cristo nuestro Señor". Y "por la misma
razón de caridad, con que se aceptan Colegios, se toman Universidades, en
las cuales se extienda más universalmente este fruto".
Para los jóvenes que llaman a las puertas de la Compañía, Ignacio no conoce
otro camino que el recorrido por él y sus primeros compañeros: Ejercicios
Espirituales y servicio en los hospitales, "porque vejando se humille y a sí
mismo venciendo, la vergüenza del mundo se aparte y se pierda". Y después la
experiencia de la peregrinación "a pie y sin dineros, porque toda su
confianza ponga en su Creador y Señor y se avece a mal dormir y a mal
comer". Sólo en una cosa ha cambiado Ignacio, fruto también de su
experiencia. Los estudiantes deben estudiar y no ganarse el pan pidiendo
limosna por las calles, como él había hecho sin aprovechar en los estudios
en sus primeros tiempos.
El, extremado penitente que estropeó su salud, se cuida con solicitud de los
jóvenes estudiantes. El, que unió estudio con mendicidad y apostolado,
establece en sus Constituciones que los escolares "tengan deliberación firme
de ser muy de veras estudiantes, persuadiéndose no poder hacer cosa más
grata a Dios en los colegios que estudiar con la intención dicha". Les
alerta igualmente contra "los impedimentos que distraen el estudio, así de
devociones y mortificaciones demasiadas, como de sus cuidados y ocupaciones
exteriores en los oficios de casa o fuera de ella". "El fin de un escolar es
estar en el colegio aprendiendo y adquirir ciencia con que pueda servir a
nuestro Dios a mayor gloria suya, ayudando al prójimo, lo cual requiere todo
el hombre; y no del todo se daría al estudio si por largo espacio se diese a
la oración".
Ignacio pide a quienes quieren seguir su camino el despego de todo y de sí
mismos, con una total disponibilidad a lo que Dios les marque como su
voluntad. En Roma él se ocupa personalmente de los nuevos adeptos. Así
ocurre, por ejemplo, con Nadal, el joven mallorquín que había recelado de
Ignacio en París. Ahora se presenta a Ignacio en Roma, hace los Ejercicios
que antes se había resistido a hacer e ingresa en la Compañía. Al doctor,
recién llegado de París, Ignacio le pone como ayudante del cocinero y del
hortelano. Nunca olvidará, sin embargo, la "dulzura y familiaridad" con que
le trata Ignacio, las visitas que le hace en su celda, las veces que le
invita a comer en su mesa o a pasear. Un día, que a causa de su mala salud,
Ignacio le dispensa de ayunar, Nadal le replica que los otros de la casa se
pueden escandalizar. Pero Ignacio le responde: Dígame quién se escandaliza y
yo le echaré de la Compañía.
El más joven de la Compañía, Pedro de Ribadeneyra, para quien Ignacio es
padre y abuelo, años después recuerda que "Ignacio les ganaba el corazón con
un amor de suavísimo y dulcísimo padre, porque verdaderamente él lo era con
todos sus hijos". Pero "este amor de nuestro padre no era flaco ni remiso,
sino vivo y eficaz, suave y fuerte, tierno como amor de madre y sólido y
robusto como amor de padre. A los que en la virtud eran niños, daba leche; a
los más aprovechados, pan con corteza; y a los perfectos trataba con más
rigor, para que corriesen a rienda suelta a la perfección". Para todos,
Ignacio es una fuente de vida interior, donde beben el amor de Dios. Su
persona misma es un testimonio de la presencia de Dios. Es elocuente la
apreciación de Ribadeneyra: "Cuando bendecía la mesa, cuando daba gracias y
en todas las otras obras se recogía y entraba tan dentro de sí que parecía
que veía presente la majestad de Dios; y siempre antes de la oración
disponía su alma y entraba en el secreto de su corazón y allí se inflamaba
de manera que también su rostro de fuera se encendía y (como muchas veces lo
echamos de ver) todo parecía que se hacía un fuego".
Ignacio se ha descrito a sí mismo en las Constituciones, al escribir: "En
cuanto a las partes que en el Prepósito General se deben desear, la primera
es que sea muy unido con Dios nuestro Señor y familiar en la oración y en
todas sus operaciones". Y él sabe que "muy especialmente ayudará a ello
hacer con toda devoción posible los oficios donde se ejercita más la
humildad y la caridad". La devoción "es la virtud que junta al hombre con
Dios y la que, de aquella fuente caudalosa de la divinidad, saca el agua
viva para derramarla sobre las almas de sus prójimos".
Esta gracia es un don que Dios ha concedido con abundancia a Ignacio, según
cuenta Ribadeneyra: "El Señor le había comunicado la gracia de la devoción,
porque siendo ya viejo, enfermo y cansado, no estaba para ninguna cosa, sino
para entregarse del todo a Dios y darse al espíritu de la devoción". Su vida
no fue otra cosa que un ir creciendo en devoción, como testimonia en la
Autobiografía: "siempre creciendo en devoción, esto es, en facilidad de
encontrar a Dios". El vive esta familiaridad con Dios con el corazón
agradecido, pues sabe que es un don de Dios: "No es de nosotros tener
devoción crecida, amor intenso, lágrimas ni otra alguna consolación
espiritual", sino que es un don que tiene su origen y su término en Dios. En
el Diario, Ignacio recoge agradecido este don continuo de Dios, calificando
su devoción de mucha, abundante, crecida, continua, intensa, clara, lúcida,
calurosa, íntima, suave, tranquila, dulce, nueva, especial... Es su tesoro
recibido y lo anota cuidadosamente. A la devoción la acompañan: lágrimas,
sollozos, pérdida del habla, mociones, inteligencias, visiones, fuerza,
confianza, amor, regalos, reverencia, humildad y acatamiento.
Esta devoción, que suscita en Ignacio la sed del encuentro con Dios, no se
reduce a los momentos de oración, sino que abarca todos los instantes de su
jornada: "siempre y a cualquier hora que quería encontrar a Dios lo
encontraba". En el cumplimiento de la voluntad de Dios, Ignacio halla a Dios
y siente su presencia y goza con devoción de ella. Pero también es cierto
que Ignacio busca la soledad para coloquiar a solas con Dios. Diego Laínez
le espiaba, según cuenta Ribadeneyra: "El mismo P. Laínez tuvo mucha cuenta
de ver la manera que tenía en su oración, y le vio de ésta: Subíase a un
terrado o azotea, desde donde se descubría el cielo libremente; allí se
ponía en pie, quitado su bonete y, sin menearse, estaba un rato fijos los
ojos en el cielo; luego, hincadas las rodillas, hacía una humillación a
Dios; después se sentaba en un banquillo bajo, porque la flaqueza del cuerpo
no le permitía hacer otra cosa. Allí se estaba, la cabeza descubierta,
derramando lágrimas hilo a hilo, con tanta suavidad y silencio que no se le
sentía ni sollozo, ni gemido, ni ruido, ni movimiento alguno del cuerpo".
e) Mantener la unidad en la dispersión
Una de las inquietudes fundamentales que tiene Ignacio es la de mantener la
unidad de todos sus hijos con él y entre sí, como queda reflejado en las
Constituciones: "Cuanto más difícil es unirse los miembros de esta
Congregación con su cabeza y entre sí, por estar tan esparcidos en diversas
partes del mundo entre fieles e infieles, tanto más se deben buscar las
ayudas para ello". Ignacio, a la luz del Señor, cuya mayor gloria busca,
señala estas ayudas: "Esta unión se hace en gran parte con el vínculo de la
obediencia", pues, como escribe al P. Francisco de Attino, "la santa
obediencia liga todos los miembros de la Compañía en un solo cuerpo
espiritual, en donde quiera que se hallen"; aunque "el vínculo principal de
los miembros entre sí y con la cabeza es el amor de Dios nuestro Señor,
porque estando el Superior y los inferiores unidos a la bondad de Dios, se
unirán muy fácilmente entre sí por el mismo amor que desciende de El y se
extiende a todos los prójimos", "ayudará también muy especialmente la
comunicación de cartas dirigidas entre los inferiores y superiores, sabiendo
unos de otros, pues al vínculo de las voluntades, que es la caridad y amor
de unos con otros, sirve el tener noticia y nuevas unos de otros"; a crear
la unión contribuyen también las reuniones o "congregaciones" periódicas. El
fiel secretario Polanco le tiene al corriente de todo. Así vive con el
corazón donde sus hijos se hallan dispersos: en Portugal, España, Alemania,
Italia, India...
En la quietud de Roma, donde vive en intimidad con Dios, que se le
manifiesta con extrema familiaridad, sumido en experiencias místicas
inefables, Ignacio vive con los pies en la tierra, entregado a los
quehaceres diarios, dedicado a múltiples ministerios. Pero, sobre todo,
dedicado a formar a los nuevos novicios, que se presentan cada día, y a
mantener la unidad de sus miembros dispersos por todo el mundo. Para ello
escribe instrucciones y cartas. Como dice el P. Fabro: "Cuanto más seamos
corporalmente esparcidos, tanto mayores raíces echemos en cuanto al
espíritu". Ignacio se encarga de estrechar los lazos de unión entre todos
los compañeros diseminados por la faz de la tierra. Ya en Bolonia, camino de
Lisboa, para embarcarse para siempre hacia las Indias, Javier recibe la
primera carta de Ignacio y "con ella tal alegría y consuelo que sólo Dios
Nuestro Señor podría aquilatar".
Javier, por su parte, escribe: "No hemos de pensar otra cosa en nuestros
momentos de ocio que pensar los unos en los otros valiéndonos de las
cartas". Por ello, desde Lisboa suplica a Ignacio: "Cuando nos escribáis a
las Indias, escribidnos nominalmente de todos, pues no ha de ser sino de año
en año, y en aquella muy largo, que tengamos que leer ocho días, que
nosotros así lo haremos". Sólo el correo podía hacer el milagro de mantener
vivos los lazos entre ellos, proporcionando noticias de las actividades de
cada uno. Ignacio les inculca la obligación de escribir imponiéndose a sí
mismo el peso de contestar a todos. Más de siete mil cartas de Ignacio se
conservan. Otras tantas se habrán perdido. Las cartas eran el medio de
cuidar, dirigir, corregir y alentar, uno a uno, a todos los miembros de la
Compañía. Ellas hicieron el milagro de mantener unida aquella "compañía de
amor", como la define Javier, en medio de su dispersión y crecimiento. "Yo,
con la ayuda de Dios, promete Ignacio, os escribiré a todos cada mes una vez
sin falta, aunque en breve, y de tres a tres meses largo, enviándoos
noticias de todos los de la Compañía. Y así, por amor de Dios Nuestro Señor,
nos ayudaremos todos los de la Compañía y me ayudaréis a llevar y aliviar en
alguna manera tanta carga como me habéis echado a cuestas".
El mundo entero entra en su celda en forma de cartas, noticias y proyectos.
Vive escondido, entre papeles, pero con el corazón vivo, vibrando con los
latidos del corazón de sus hijos. Les recibe y escucha cuando llegan y
parten. Exulta igualmente de gozo y gratitud al Señor, viendo cómo El sigue
llamando, por todas partes, nuevos "obreros para la labranza de su nuevo
majuelo", como se expresa en carta a Francisco de Borja, que, al fallecer su
esposa, pide ser admitido en la Compañía: "Consolado me ha la divina bondad
con la determinación que ha puesto en el alma de V. Sría. Infinitas gracias
le den sus ángeles y todas las almas santas que en el cielo le gozan, pues
acá en la tierra no bastamos a dárselas por tanta misericordia".