San Ignacio de Loyola:
8. PARIS, SENTIR CON LA IGLESIA
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Estudiando con los niños
b) Seductor de estudiantes
c) Brasas de amor sobre el enemigo
d) Primeros compañeros
e) Anécdotas del nuevo Doctor en Teología
f) Los fundamentos de la Compañía
g) El voto de Montmartre
h) Sentir con la Iglesia
a) Estudiando con los niños
"Sacados de la cárcel de Salamanca, él empezó a encomendarse a Dios y a
pensar lo que debía hacer". Al no poder quedarse en Salamanca, "porque le
parecía tener cerrada la puerta para aprovechar a las almas con la
prohibición de definir lo que era pecado mortal o venial, se determinó a ir
a París a estudiar". Para aprovechar a las almas, Ignacio ve la necesidad
de "estudiar primero y reunir algunos que tuvieran el mismo propósito".
Ambas cosas le impulsan a partir para París, centro cultural del mundo con
más de cuatro mil estudiantes. Con esta determinación llega a Barcelona.
Aquí cuantos le conocían intentan disuadirle, "contándole ejemplos muy
particulares" del trato que reciben en Francia los españoles, "hasta decirle
que les metían en asadores". Pero él "nunca tuvo temor" y "así se partió
para París solo y a pie".
Es pleno invierno. Ignacio sufre el frío, pero se siente consolado en toda
la ruta, sintiendo a Cristo caminar con él. No entendiendo el idioma, no
puede hablar con los franceses que encuentra en el camino. De este modo
puede concentrarse en la oración, coloquiando con Dios y anotando las cosas
que pasan por su mente y que no quiere olvidar. Sin embargo, en su primera
carta desde París a Inés Pascual, deja traslucir el frío que está pasando:
"La paz verdadera de Cristo nuestro Señor visite y abrigue vuestra alma".
Ignacio llega a París el dos de febrero, fiesta de la Purificación de
Nuestra Señora. Y, apenas llegado a París, se topa con estudiantes españoles
y portugueses, en cuya casa encuentra hospedaje, al mismo tiempo que le
encaminan al colegio Monteagudo. En él es admitido como alumno, gracias a
sus paisanos, con quienes comparte la misma posada en sus primeros tiempos.
Allí, con sus estatutos exigentes, empieza realmente sus estudios. Comprende
la necesidad de volver a empezar por el principio, "estudiando con los
niños" para poner buenos funda-mentos de gramática y retórica, y con ello
pasar a estudiar filosofía y teología. Según confiesa él mismo: "Como le
habían hecho pasar adelante en los estudios con tanta prisa, se hallaba muy
falto de fundamentos".
Entre las prisas, los gustos espirituales, que le sobrevenían mientras
estudiaba, y su dedicación al apostolado, con las consecuencias de
acusaciones, persecuciones, procesos y cárceles, no está muy satisfecho de
los resultados de sus estudios. A sus treinta y seis años se pone a estudiar
con seriedad y método. Este método del colegio Monteagudo le entusiasma,
adoptándolo más tarde, ya fundada la Compañía, para sus estudiantes. Su
experiencia le ayudará además a la hora de organizar los estudios de los
colegios de la Compañía. En sus Constitu-ciones señala que quienes se
dedican a los estudios, como preparación a su misión apostólica, deben
dedicarse a ellos con suma diligencia: "No buscando en las letras sino la
gloria de Dios y el bien de las almas", deben "tener deliberación firme de
ser muy de veras estudiantes, persuadiéndose que no pueden hacer cosa más
grata a Dios que estudiar", pues el fin de los estudios "es ayudar a los
prójimos al conocimiento y amor divino y salvación de las almas". Para ello
será preciso suavizar el ritmo de las prácticas de devoción:
mortificaciones, oración, meditación. El estudio ya es servicio a Dios, pues
en él hay que encontrar a Dios.
Los amigos de Barcelona le hacen llegar veinticinco escudos para que pueda
estudiar todo el curso sin tener que preocuparse del sustento. Pero a
Ignacio el dinero le quema en las manos. Se lo da, para que lo guarde, a un
compatriota, estudiante y residente en la misma posada. Este lo gasta
alegremente y, al final de la cuaresma, Ignacio se halla de nuevo sin nada,
viéndose obligado a salir de la posada, a mendigar y a buscar acogida, como
ha hecho siempre, en el Hospital de Saint Jacques, más allá de la Iglesia y
cementerio de los Inocentes, posada de los pobres. De puerta en puerta otra
vez se busca el alimento. Ya está acostumbrado a ello. Pero ahora hay un
inconveniente; el Hospital queda muy lejos y, aunque abre muy temprano,
resulta imposible llegar a la hora de empezar las lecciones. El resultado es
que "aprovechaba poco en las letras".
Ignacio quiere poner remedio a este contratiempo. Como ha visto hacer a
otros estudiantes, se pone a buscar a un maestro que le acepte como fámulo.
Pero todas sus diligencias son inútiles, ningún maestro le quiere como
sirviente. Por consejo de un fraile español, determina dedicar dos meses a
la mendicidad para asegurar el sustento y el estudio durante el resto del
año. En las vacaciones, durante tres años, se va a Flandes, donde es fácil
recibir limosnas de los comerciantes españoles. Esto le da resultado. El
recompensa a sus bienhechores con lo que tiene, que es hablarles de Dios.
También llega, en una ocasión, a Londres con el mismo propósito, recogiendo
tantas limosnas que puede sufragar todos sus gastos e incluso ayudar a otros
estudiantes.
b) "Seductor de estudiantes"
La dedicación al estudio, no significa interrumpir su atención a las almas.
En un cierto momento "empezó más intensamente de lo que solía a darse a
conversaciones espirituales". Aprovecha todas sus horas libres para dar
Ejercicios. En París comprueba el cambio que la gracia de Dios obra en
quienes aceptan hacerlos bajo su guía. Y de nuevo surgen los conflictos,
pues el demonio no duerme. Las conversiones se dan en personas muy
conocidas, como Castro, de la Sorbona, y Peralta, del colegio Monteagudo,
que se deciden a seguir la vida de Ignacio, dando sus bienes, "aún los
libros", a los pobres y yéndose a vivir al Hospital. Como siempre, los
santos son una provocación para los mediocres. Ante el cambio radical de
personas tan conocidas, se arma tal "alboroto en la Universi-dad", que
amigos y parientes de Peralta y Castro van al Hospital a raptar a mano
armada a los dos neoconversos. Como no sirven persuasiones, les arrancan por
la fuerza del Hospital, intentando persuadirlos a volver a la vida anterior.
Ignacio, una vez más, es acusado a la Inquisición como sospechoso de herejía
y seductor de estudiantes. "Todo se atribuía a mí", confiesa Ignacio.
Ribadeneyra lo cuenta con más detalles: "En el tiempo de sus estudios, no
solamente se ocupaba nuestro Beato Padre Ignacio en estudiar, sino también
en mover con su vida, consejos y doctrina, a los otros estudiantes, y
atraerlos a la imitación de Jesucristo nuestro Señor. Y así, antes que
comenzase el curso de Filosofía, movió tanto a algunos mozos nobles,
ingeniosos y bien enseñados, que desde entonces se desapropiaron de todo
cuanto en el mundo tenían, siguiendo el consejo del Evangelio... Y, acabado
el curso, de tal modo inflamó los ánimos de muchos estudiantes, de los
mejores que en aquel tiempo había en la universidad de París, a seguir la
perfección evangélica que, cuando partió de París, casi todos sus conocidos
y devotos, dando de mano al mundo y a todo cuanto de él podían esperar, se
acogieron al puerto seguro de la sagrada religión. Porque estaba tan
encendido y abrasado con el fuego del amor divino su ánimo que, doquiera que
llegaba, fácilmente se prendía en los corazones de los otros el mismo fuego
que en el suyo ardía. Pero, como la envidia suele ir siempre ladrando tras
la virtud, a las llamas de este fuego se seguía el humo de la contradicción.
Y se levantaron en París grandes borrascas contra él; y la causa particular
fue ésta".
El mismo doctor Gouvea, director del colegio de Santa Bárbara, convencido
de que Ignacio es un seductor de estudiantes y ha vuelto loco a Amador,
estudiante de su colegio, decide dar un cruel y ejemplar castigo de azotes
públicamente a Ignacio. Ribadeneyra nos narra el desenlace de este hecho,
que Ignacio omite en su Autobiografía: "Al llegar Ignacio a Santa Bárbara,
mandó el Principal que se cerrase la puerta del colegio, y se sonase la
campana al aula, adonde, juntándose, según la costumbre, todos los maestros
con sus mazos de vergas, entendió nuestro Padre que la reunión era para
azotarle como se solía hacer en aquel tiempo en París. Entonces estuvo el
Padre en duda de lo que debía hacer; porque, por una parte, deseaba
grandemente que le azotasen y maltratasen por Cristo, y, por otra, juzgaba
que esto sería causa de que aquellos mozos, que habían comenzado a servir al
Señor, se volviesen atrás. Y así, venciendo la caridad del prójimo a su
propio gusto y contento, se fue a la cámara del doctor Gouvea, que aún no
había bajado, y le dijo lo que había entendido y lo que él había hecho; y
que, por lo que a él tocaba, estaba muy dispuesto a ser azotado; pero que no
era justo que se diese escándalo a los pequeños... El Padre habló de tal
suerte que, tomándole por la mano, el Doctor le llevó al aula y, ante los
maestros y estudiantes, se arrodilló, pidiendo con lágrimas perdón a nuestro
Padre de lo que había querido hacerle...Y así, nuestro Señor sacó mayor bien
de lo que el diablo había armado para estorbar lo que se había comenzado;
porque de aquí comenza-ron otros a seguir a los primeros".
c) Brasas de amor sobre el enemigo
El cambio en los demás es evidente. Pero Dios no abandona a Ignacio. Sigue
actuando en su vida, llevándolo de conversión en conversión. Un día le llega
una carta desde Ruán. Es del compañero de hospedaje que le robó y gastó
alegremente los veinticinco ducados. En la carta le comunica que se halla
gravemente enfermo, solo y desamparado. Ignacio, sin pensarlo dos veces, se
determina a ir en su auxilio. Pero contra esta determinación, se alza en su
alma algo inesperado: la repugnancia a servir a quien ha abusado de su
confianza. En el combate, Ignacio, para dar muerte a sus sentimientos,
decide hacer el viaje descalzo y sin comer nada, ofreciéndolo por su
compañero enfermo. La repugnan-cia se transforma en consolación, que explota
en alegría. Ignacio comienza a gritar de alegría por aquellos campos,
alabando a Dios. Así llega a Ruán, consuela y auxilia al enfermo, dejándolo
en una nave para España.
Merece la pena citar una vez más la narración de Ribadeneyra: "Estudiando
nuestro Padre en París, un compañero de aposento se le alzó con el dinero
que le había dado a guardar, poniéndole en gran aprieto, pues, con grande
detrimento de sus estudios, hubo de pedir por amor de Dios de puerta en
puerta lo que había de comer. Del que le hizo esta burla se vengó de esta
manera. Yéndose éste de París a España y, esperando embarcación en Ruán, que
está como a 28 leguas de París, adoleció allí de una enfermedad peligrosa, y
como conocía la gran mansedumbre y caridad de nuestro Padre, le escribió
amigablemente, dándole cuenta de su trabajo; y como si le hubiera hecho
algún señalado servicio, le pedía que le viniese a socorrer en su dolencia y
le ayudase a salir de ella. No dejó perder nuestro Padre tan buena ocasión
de ejercitar su caridad, y ofrecer su salud y vida por la vida y salud de
aquel de quien se quería vengar, echándole sobre la cabeza brasas, no de
venganza, sino de amor y caridad".
Vuelto a París, se encuentra con el "gran rumor sobre él", debido al cambio
de vida de Peralta, Castro y Elduayen. Ignacio no espera a ser llamado, sino
que se presenta espontáneamente ante el sorprendido inquisidor, ante quien
sabe que ha sido acusado. Le explica su vida y doctrina, dejándolo
satisfecho. Una vez más Ignacio es declarado libre de toda sospecha. Con
esta declaración de inocencia pueda matricularse en Artes en Santa Bárbara.
Allí se inscribe con el nombre de Ignacio. Hasta entonces había conservado
su nombre de pila, Iñigo, con el que todos le llamaban. Pero, al traducirlo
al latín, entre Inicus, Enucus, Ignatius, prefiere el de Ignacio, por la
devoción que tiene a san Ignacio de Antioquía.
Ignacio está decidido a "dedicarse a los estudios con concentración". Pero
"empezando a asistir a las lecciones, le vinieron las mismas tentaciones que
tuvo en Barcelona cuando estudiaba gramática: cada vez que escuchaba las
lecciones no podía estar atento por las muchas cosas espirituales que
entonces sentía. Y viendo que de este modo no rendía nada, fue a ver al
maestro y le prometió no faltar ni a una sola lección en todo el curso,
mientras pudiese encontrar pan y agua para sustentarse". Hecha esta promesa,
"todas aquellas devociones, que le venían a destiempo, desaparecieron y fue
progresando tranquilamente en sus estudios".
d) Primeros compañeros
Ignacio no olvida el propósito que le ha llevado a París, además de los
estudios. Sigue pensando en la búsqueda de compañeros para formar un grupo
apostólico, que dediquen con él su vida a la evangelización. Destinado al
tercer piso del colegio Santa Bárbara, le toca compartir la cámara con dos
estudiantes más antiguos en el colegio, aunque mucho más jóvenes que él. Son
Francisco Javier y Pedro Fabro, a punto ya de licenciarse. En esa habitación
nace, en su primer germen, la Compañía. Los dos serán verdaderas primicias
de la cosecha que Dios le tiene preparada. Con laconismo recuerda Ignacio en
la Autobiografía: "En este tiempo conversaba con Maestro Pedro Fabro y con
Maestro Francisco Javier, a los cuales ganó para servicio de Dios por medio
de los Ejercicios".
La cosa fue así de sencilla, aunque no tan simple. Los compañeros han
recordado más datos de la sencilla e increíble historia. Fabro es de Saboya,
hijo de campesinos, cuyo gran deseo de saber le ha llevado a París. Hombre
dotado de singular bondad, con una juventud de inocencia, ha sentido desde
muy temprana edad la llamada al sacerdocio, dedicándose desde pequeño al
estudio. Estando a punto de terminar los cursos de Artes cuando Ignacio los
comenzaba, le han encargado de seguir los estudios de Ignacio. Lo cuenta él
mismo: "Habiendo ordenado el maestro Peña que yo instruyese al varón santo,
conseguí gozar de su conversación en lo exterior y después también en lo
interior; y viviendo juntos en el mismo aposento, comiendo a la misma mesa,
con igual beca, y siendo él mi maestro en las cosas espirituales, dándome
modo de ascender en el conocimiento propio, por fin llegamos a ser los dos
un solo hombre en los deseos, en la voluntad y en el firme propósito de
elegir esta vida que ahora llevamos". Mientras Fabro ayuda a Ignacio en el
estudio, Ignacio ofrece su magisterio espiritual a Fabro, que vive momentos
de turbación y escrúpulos. Poco a poco se va abriendo a Ignacio, maestro por
experiencia propia en vencer los escrúpulos.
No fue tan fácil con Javier, el otro compañero de aposento. Javier, navarro,
de familia noble, con grandes aspiraciones intelectuales, de temperamento
impetuoso, bien dotado para los juegos, como también para los estudios, se
siente inclinado al fasto y a la honra de este mundo. No le atrae en
absoluto el estilo de vida de Ignacio y se burla incluso de los que le
siguen. Es su forma de autodefensa ante la fuerza de atracción que ejerce
sobre él Ignacio, ante quien caerá como si "le hubiera vuelto loco", como
dice su criado al ser despedido.
e) Anécdotas del nuevo Doctor en Teología
Entre la Lógica y los largos comentarios de Aristóteles y Porfirio, con la
Metafísica, la Etica y las Matemáticas, Ignacio pasa sus años de París,
hasta alcanzar el título de Bachiller primero y, luego, el de Licencia, que
le faculta para enseñar Filosofía en cualquier universidad. Pero no son esos
sus planes. El se siente contento con su título, pues éste le libra de todos
los impedimentos para predicar, que hasta ahora ha sufrido "por carecer de
letras". Quiere aún coronar su formación y se matricula para el doctorado,
que alcanza el 14 de marzo de 1534, como consta en acta: "Por eso nosotros,
queriendo dar testimonio de la verdad, hacemos saber por el tenor de las
presentes, a cuantos interese, que nuestro querido y prudente maestro
Ignacio de Loyola, de la diócesis de Pamplona, maestro en Artes, ha obtenido
el grado Superior en la preclara facultad de Artes de París, tras rigurosos
exámenes, el año de 1534, con loa y honor, dado en París, a 14 de marzo del
susodicho año".
Terminados los estudios de Filosofía, Ignacio emprende el estudio de la
Teología con Dominicos y Franciscanos. Sigue la Suma de Santo Tomás y lee la
Biblia. Así a los cuarenta y cuatro años de edad era teólogo. Con diligencia
ha estudiado en París, como no lo hiciera en las universidades anteriores.
De sus largos años de estudios en París Ignacio supo sacar unas cuantas
consecuencias prácticas: convicción de que es necesario integrar la
Escritura, los Padres y la Escolástica; el valor de los métodos pedagógicos;
la conveniencia de los grados universitarios en el mundo en que le toca
vivir y la necesidad de garantizar al estudiante unas condiciones mínimas
para su dedicación total al estudio.
Esto no quiere decir que los estudios llenen toda su vida en París. Ignacio
recuerda que, cojo y en sus cuarenta años, un paisano suyo, al que visitó en
su enfermedad, para aliviarle le pidió que cantara y bailara "alguna danza
de su tierra". Venciéndose a sí mismo, Ignacio rompió su compostura y le
complació. Ribadeneyra lo cuenta en su biografía con aires de fioretti:
"Contóme una persona grave, que fue en un tiempo discípulo espiritual de
nuestro padre en París, que estando él una vez muy malo y muy acongojado y
afligido por la enfermedad, le visitó nuestro padre y con gran caridad le
preguntó qué cosa habría que le pudiese dar contento y quitarle aquel afán y
extremada tristeza que tenía. Y como él respondiese que su pena no tenía
remedio, volvióle Ignacio a rogar que lo mirase bien y pensase cualquier
cosa que le pudiese dar gusto y alegría. Y el enfermo, después de haber
pensado en ello, dijo un disparate:
-Una cosa sola se me ofrece: si cantaseis aquí un poco y bailaseis al uso de
nuestra tierra, como se usa en Vizcaya. De esto me parece que recibiría yo
alivio y consuelo.
-¿De esto recibiréis gran placer?, preguntó Ignacio.
-Grandísimo, dijo el enfermo.
Entonces Ignacio, aunque le parecía que la demanda era de hombre
verdaderamente enfermo, por no acrecentarle la pena si se lo negara y con
ella la enfermedad, venciendo la caridad a la autoridad y mesura de su
persona, determinó hacer lo que se le pedía y así lo hizo. Más acabando, le
dijo: Mirad que no me lo pidáis otra vez, pues no lo haré. Fue tal la
alegría que recibió el enfermo con esta caridad de Ignacio, que luego
comenzó a despedir de sí toda aquella tristeza, que le carcomía el corazón,
y a mejorar, y dentro de pocos días estuvo bueno del todo. Por donde parece
que el enfermo siguió su antojo en pedir lo que pidió, e Ignacio en
concederlo tuvo cuenta de la caridad, por la cual nuestro Señor dio salud al
enfermo".
Otro episodio, que tampoco olvida Ignacio, es el que le ocurrió con un
estudiante de buenas cualidades, por el que estaba muy preocupado, ya que se
estaba perdiendo tras una mujer casada. Después de muchas pláticas inútiles,
una noche Ignacio se fue a esperarlo en casa de ella. Era invierno y la casa
estaba en las afueras de París. Ignacio cayó o se arrojó a una laguna
helada, sumergiéndose hasta los hombros. Según pasaba el estudiante, Ignacio
le gritó:
-Anda, desventurado, vete a gozar de tus sucios deleites que yo me estaré
aquí haciendo penitencia hasta que Dios se apiade de tu alma.
Impresionado, el estudiante rompió con aquel amor que le tenía cautivo.
Más grave aún fue el apuro que se pasó con motivo de la peste que se
extendía entonces por París. Un día le llaman de una casa donde morían
muchos. Allí acudió sin pensar siquiera en la posibilidad del contagio.
Consoló a los enfermos, y hasta llegó a tocar la llaga de uno con la mano.
Pero, apenas salió de la casa, "le pareció que aquella mano le comenzaba a
doler, de tal modo que creyó haber contraído la peste". Era tan fuerte el
temor de haberse contagiado que no podía quitarse de la mente esta aprensión
que le hacía sentirse un apestado. Y esta sugestión le duró hasta que "se
determinó a meterse aquella en la boca y revolverla bien dentro, diciéndose:
Si tienes la peste en la mano, ahora ya la tendrás también en la boca". Al
instante recobró la paz.
¿Y cómo no recordar la anécdota del doctor? Ignacio ha intentado llevarlo a
Dios, pero, por más que lo intentaba, nada hacía mella en él. Nada le
servían pláticas ni consejos. Pero un día en que fue a visitarlo le encontró
entretenido en el juego de los trucos. El doctor se empeñó en que Ignacio
jugara con él. Ignacio se resiste, entre otras cosas, porque nada sabía de
ese juego. Pero, ante la insistencia, Ignacio cedió con una condición:
-Jugaré, pero con una condición, que lo hagamos de veras y de modo que, si
vos me ganáis, yo hago por treinta días lo que os plazca, y si os ganara yo,
vos haréis otro tanto.
Le agradó esto al doctor y empezaron a jugar. Y la maravilla es que Ignacio,
sin haber jugado nunca en su vida a tal juego, le ganó al doctor. Y, como
era hombre de palabra, el doctor se puso a disposición de Ignacio, que
durante treinta días le dio los Ejercicios Espirituales, con el fruto
correspondiente.
f) Los fundamentos de la Compañía
En el ambiente revuelto de París, Ignacio tiene menos problemas con la
Inquisición. De caer en la herejía libra a Javier, medio seducido por
algunos innovadores del colegio de Santa Bárbara. Así lo confiesa él mismo:
"El (Ignacio) fue la causa de que yo me apartara de las malas compañías, las
cuales yo, por mi poca experiencia, no conocía. Y ahora que estas herejías
han pasado por París, no quisiera haber tenido compañía con ellos por todas
las cosas del mundo". Los peligros de herejía que amenazan la fe, más bien
sirven para estimular en Ignacio el deseo de reunir en torno a sí a los
cristianos, doctos y piadosos, que quieran dedicar su vida a la defensa de
la fe para mayor gloria de Dios.
La atracción de Ignacio sobre doctores y estudiantes es algo sorprendente.
No es su ciencia, sino esa palabra viva, que brota de la abundancia del
corazón, la que conquista a sus oyentes. Como dice Polanco: "ganaba el amor
de muchos, teniendo ojo al fin suyo de traer algunas personas que más
ingeniosas y hábiles para su propósito le parecían". Sin tener muy claro lo
que Dios quiere de él, poco a poco va poniendo los fundamentos de la
Compañía de Jesús, formando a sus primeros compañeros de París. Los
anteriores de Alcalá y Salamanca, cada uno ha elegido su vida. Ahora le
siguen Fabro, Javier, Laínez, Salmerón, Simón Rodrigues, Bobadilla, con
quienes fundará la Compañía.
Fabro se deja cautivar en seguida. Es el primero en recibir el sacerdocio.
Antes de ordenarse presbítero hace los Ejercicios Espirituales y queda
tocado de la gracia de Dios. Javier es más difícil. Polanco lo cuenta: "Yo
he oído decir a nuestro gran moldeador de hombres, Ignacio, que la más dura
pasta que él había manejado jamás fue, en los comienzos, este joven
Francisco Javier". Le gusta la conversación y la amistad de Ignacio, pero le
cuesta cambiar de vida, por su inclinación al fasto y gloria del mundo.
Dotado de un gran ingenio, se doctora a los veintitrés años. Rico y con
tantas cualidades no es fácil para él rendirse a la gracia de Dios. Ignacio,
finalmente, entra en su alma con una frase del Evangelio, que derrumba todos
los castillos de la mente de Javier: "¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el
mundo si pierde su alma?". Esta palabra de Cristo enciende el corazón de
Javier llev��ndole hasta el Extremo Oriente.
Llegan también otros dos, españoles, "grandes amigos entre sí", bastante
jóvenes, de veinte y dieciocho años, tan bien dotados para el estudio, que
en el concilio de Trento se dice de ellos: "De estos dicen que son dos de
los grandes letrados que ahora hay en el mundo, y en especial Laínez, que
dicen no haber otro semejante en la cristiandad". El otro es Salmerón. Viven
juntos, como amigos entrañables. Al llegar a París, Ignacio les halla en un
albergue y, viéndoles tan jóvenes e inexpertos, los toma bajo su protección.
Al año siguiente ya hacen los Ejercicios y se determinan a seguir la vida de
Ignacio.
Pocos meses más tarde llega a París Nicolás de Bobadilla, un palentino, no
tan dotado para los estudios, pero cargado de vitalidad y alegría. Hechos
los Ejercicios, se une al grupo, llevando alegría y franqueza a la compañía.
El sexto es Simón Rodrigues, compañero de Santa Bárbara, inestable y
propenso a la melancolía. Ignacio le cura despertando en él la fe y una
sólida piedad. Los seis se sienten unidos a Ignacio, aunque aún no se
conocen entre ellos. Pero, después de un tiempo de prudente espera, Ignacio
reúne a los seis en Montmartre, les explica que los siete han abrazado el
mismo ideal de vida, con los mismos deseos y, que, por tanto, sería
conveniente estrechar sus lazos de modo estable.
Los lazos que les unen son cada día más profundos. Entre ellos se va
formando una auténtica comunidad cristiana. Diego Laínez cuenta el estilo de
vida y amistad creado: "De tantos a tantos días nos íbamos con nuestras
porciones a comer a casa de uno, y después a casa de otro. Lo cual, junto
con el visitarnos a menudo, creo que ayudase mucho a mantenernos. En este
tiempo el Señor especialmente nos ayudó tanto en las letras, en las cuales
hicimos mediano provecho, enderezándolas siempre a gloria del Señor y a
utilidad del prójimo, como en tenernos especial amor los unos a los otros,
ayudándonos incluso temporalmente en lo que podíamos".
g) El voto de Montmartre
Los siete reflexionan, en oración y ayunos, sobre la forma de dar mayor
gloria a Dios y al fin se deciden a hacer con solemnidad tres votos:
pobreza, que significa en concreto que sus títulos universitarios no los
usarán para ganarse el pan, sino que ejercerán el apostolado gratuitamente,
sin buscar prebendas ni honorarios; castidad, como alegres y confiados
seguidores de Cristo; y, en tercer lugar, peregrinar a Jerusalén, para
recorrer las huellas de Cristo, a quien quieren seguir fielmente.
El voto de peregrinar a Jerusalén tiene una condición. Si llegados a Venecia
pasa un año sin encontrar ocasión de embarcar para Jerusalén, darán por
cumplido el voto y, vueltos a Roma, se postrarán ante el Papa, Vicario de
Cristo, ofreciéndose a él para la misión que quiera encomendarles, "donde
considere que es mayor gloria de Dios y provecho de las almas". Deliberado
todo esto, señalan la fecha para hacer solemnemente los votos: el quince de
agosto de aquel año 1534, festividad de la Asunción de nuestra Señora.
Ni Ignacio ni sus seis compañeros sospechan el alcance de su determina-ción.
No piensan en fundar una orden religiosa. Se ponen simplemente en las manos
de Dios para que El marque el rumbo de sus vidas según sus planes. La
alegría les explota en el pecho cuando se dirigen a la Iglesia más alejada
de las afueras de París, la capilla de san Dionisio en Montmartre, donde
hacen sus votos en soledad y sin más testigos que ellos mismos. Celebra la
Eucaristía el Maestro Fabro, el único sacerdote del grupo. Antes de la
comunión, uno a uno va pronunciando sus votos ante el Maestro Fabro,
recitando la fórmula él mismo después de los demás. Tras la ceremonia,
celebran su frugal ágape en el campo, junto a una fuente, "con grande
contento y exultación".
Ninguno pronuncia el voto de obediencia. Los seis se ofrecen a Dios y, en
caso de fallar la peregrinación a Jerusalén, se presentarán al Papa para que
les envíe a cualquier parte del mundo a evangelizar a toda criatura. Laínez
comenta: "Nuestra intención aún no era hacer congregación, sino dedicarnos
en pobreza al servicio de Dios y al provecho del prójimo, predicando y
sirviendo en hospitales". Tampoco Ignacio tiene claro el futuro. Desde
Venecia, esperando embarcar para Jerusalén, escribe: "No sé lo que Dios
nuestro Señor ordenará de mí en adelante". Y Nadal escribe: "Era llevado
suavemente a donde no sabía".
A los siete se unen pronto otros tres, una vez hechos los Ejercicios, esta
vez dirigidos por Fabro. Son Claudio Jayo, Pascasio Broet y Juan Codure.
Ignacio persigue por mucho tiempo a Nadal, que se le resiste mostrándole el
Evangelio y diciéndole: "Este es el libro que yo quiero seguir; vosotros no
sé dónde iréis a parar; no vuelvas a hablarme más de esas cosas, ni te
preocupes de mí". Sólo mucho más tarde, se unirá al grupo, siendo confidente
privilegiado de Ignacio.
h) Sentir con la Iglesia
Mientras Ignacio y sus seis compañeros viven estos momentos de gracia, París
se llena de carteles protestantes atacando la misa. En diversas plazas son
quemados los condenados como herejes. Se organizan igualmente procesiones de
desagravio. En medio de este clima, Ignacio, que va retocando sin cesar su
cuaderno de los Ejercicios, introduce varias meditaciones y el capítulo
titulado: "para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos
tener". Al final serán dieciocho normas para "sentir verdaderamente con la
Iglesia". Ignacio, en el ambiente parisino, descubre que, además de situar a
cada hombre ante Cristo, es necesario ayudarle a vivir su fe bajo la guía de
la Iglesia, para evitar las desviaciones que él ve en tantos profesores y
compañeros de estudios.
Ignacio siempre ha vivido su fe en la Iglesia, sin dudar de sus dogmas ni de
la autoridad jerárquica. Siempre ha buscado la comunión con la Iglesia,
sometiéndose a sus dictámenes. Ahora esta fe se hace explícita, confesando
sin reticencias la fe en la Iglesia como "santa madre", "verdadera esposa de
Jesucristo". Ignacio se aferra a la Iglesia con fe y confianza, "con ánimo
pronto y aparejado para obedecer". El se muestra dispuesto a "lo blanco que
yo veo creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina". Y
esto por una razón muy simple: "creyendo que entre Cristo nuestro Señor,
esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige
para salud de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro,
que dio los diez mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa Madre
Iglesia".
En medio de esta vida de gracia y alegrías, Ignacio no es que goce de una
salud excelente. Los dolores le aquejan periódicamente. Y ya no le
abandonarán por el resto de su vida. Es la cruz que carga tras las huellas
del Maestro. Los médicos han intentado todos los remedios para aliviarle los
dolores sin conseguir nada. Al final, no sabiendo qué diagnosticar, deciden
que sólo los aires natales podrán aliviarle. Ignacio, que no pensaba volver
a su tierra, instado por todos, acepta volver por un tiempo al valle de
Loyola. Con cartas y encargos de los compañeros para sus familias, Ignacio
acepta volver a España. Con los compañeros queda citado en Venecia para
cumplir el voto de la peregrinación a Jerusalén.
Pero estando ya para partir, a Ignacio le llega una noticia inquietante: ha
sido acusado ante el inquisidor de París, Fray Valentín de Lievin. En aquel
ambiente cargado de recelos, la práctica secreta de los Ejercicios y el
magisterio de Ignacio es sospechoso de herejía. Ignacio se presenta
espontáneamente ante el inquisidor. Le habla de su inminente viaje y pide al
inquisidor que dicte cuanto antes su sentencia. El inquisidor, que no ha
dado importancia a la denuncia, sí se muestra interesado en ver "los
escritos de los Ejercicios". Tras haberlos leído, los alaba y pide a Ignacio
una copia de ellos. Ignacio no tiene dificultad en dársela, pero no se
contenta con las alabanzas verbales, sino "que insistió en que el proceso
siguiera adelante hasta dictar sentencia. Y como el inquisidor se excusara",
Ignacio lleva un notario público y testigos y hace levantar la
correspondiente acta. En punto a ortodoxia, Ignacio siempre defiende su fama
pública.
Así, el 16 de mayo de 1535, Ignacio, tras abrazar a cada uno de sus
compañeros, sale de París montando un caballo que, en atención a su
enfermedad, le han proporcionado entre todos. Siete años ha durado la
estancia de París. Ya es Maestro el iletrado que allí llegó.