San Ignacio de Loyola:
3. MANRESA, OJOS NUEVOS
EMILIANO JIMENEZ HERNANDEZ
a) Caminando a ciegas
b) "El hombre del saco"
c) La hora de la tentación
d) Ilustración del Cardoner
a) Caminando a ciegas
Vestido de saco hasta los pies, con un bordón en la mano, con un pie
descalzo y otro calzado con una alpargata de esparto, Ignacio ha comenzado a
caminar. Es, como el mismo se llama, el peregrino. Ha dejado en Monserrat
sus vestidos y se ha cubierto de saco, dejando así para siempre su vida
pasada. Sale al amanecer "huyendo de la notoriedad"; busca el anonimato,
abrazando la precariedad de vida; sin amparo alguno se abre a lo que cada
día le ofrezca. Solo, despacio y cojeando de su pierna derecha, el peregrino
emprende la subida a Jerusalén.
En su itinerario de "cojo que camina", Ignacio pasará de un amor ciego a un
amor clarificado. Un signo más de Cristo es que los "ciegos ven" (Mt 11,5).
El amor, que mueve los pies de Ignacio es un amor inflamado, voluntarioso,
de neófito. Pero es un amor que camina a ciegas, a tanteos, centrado en la
propia perfección más que en Dios. Es un amor a sí mismo, con toda la
escoria de su vida pasada, aunque sus pasos vayan en otra dirección. Y
aunque entregue su cuerpo a las llamas y reparta sus bienes a los pobres, si
no tiene amor, no es nada. Ignacio necesita ojos nuevos, ojos interiores,
que le descubran el amor de Dios.
Ignacio necesita pasar de la ceguera a la luz, del amor a ciegas al amor con
discernimiento. El mismo lo ha confesado más tarde: "Esta alma aún estaba
ciega, no sabiendo qué cosa era humildad, ni caridad, ni discreción, sin
tener ningún conocimiento de cosas interiores espirituales, aunque en su
hablar mostrara mucho fervor y voluntad de ir adelante en el servicio de
Dios". Es la lección que el maestro interior le tiene preparada en Manresa.
Pues de Monserrat Ignacio se desvía a Manresa, donde piensa pasar "unos
pocos días" con la intención de anotar en su cuaderno algunas cosas. En
realidad la estancia en Manresa se prolongará por casi un año y tendrá mucho
que anotar de la rica, variada y también atormentada experiencia de vida en
soledad. Aquí Ignacio pondrá las bases de Los Ejercicios Espirituales; en
Manresa concibe sustancialmente el pequeño y denso libro, cuya maduración le
supondrá unos veinticinco años. No se trata de un libro de erudición o de
estudio, sino fruto de la inspiración de Dios manifestada en la experiencia
personal e íntima de Ignacio, que recorre el itinerario de la fe antes de
proponerlo a los demás.
Los dones interiores, que Dios hace a Ignacio en Manresa, superan con mucho
lo que él podía imaginar. El Espíritu "sopla donde quiere y oyes su voz,
pero no sabes de dónde viene ni a dónde va" (Jn 3,8). La acción de Dios
siempre es sorprendente. El hombre no puede programar sus caminos. Dios toma
siempre la iniciativa. A Ignacio sólo le queda secundarlos y seguirlos.
b) "El hombre del saco"
Manresa es una villa amurallada, situada junto al río Cardoner, en cuyas
márgenes verdean los prados y huertos, que le dan encanto. Hay también
grutas de poca profundidad a las que se retira Ignacio a orar y a hacer
penitencia, alejado de todo ruido y estorbos humanos. Como alojamiento
tiene, en primer lugar, el hospital de Santa Lucía, y, luego, diversas casas
de viudas y señoras, que se disputan el don de acogerlo y cuidarlo en sus
enfermedades.
Ante la curiosidad de las gentes, Ignacio inicia en Manresa su nueva vida.
Duerme poco y en el suelo. Pasa sus horas orando y escribiendo, arropado en
su saco, ceñido con una cuerda gruesa de la que cuelga otra más fina con
nudos, que aumentan o disminuyen, sin que las gentes adivinen el porqué, al
verle cada día cuando recorre el pueblo pidiendo limosna. En la mañana
asiste a la misa y en ella lee la Pasión; en la tarde participa en las
vísperas cantadas, deleitándose con la música de los salmos. Siempre lleva
consigo el Libro de las Horas y el rosario. En el hospital lava y ayuda a
los enfermos en cuanto le solicitan.
En la calle habla a los niños y a los adultos que desean oírle. Sus palabras
simples, sin elocuencia, tienen una gran fuerza persuasiva sobre sus
oyentes. Les exhorta a romper con el pecado, a examinar frecuentemente la
conciencia, a confesar y comulgar. Así comienza a tener fieles que le
siguen, sobre todo "mujeres honradas, casadas y viudas, que andaban de noche
y de día tras él con la boca abierta, muertas por oír las pláticas y
palabras espirituales que siempre decía, y por ver las buenas obras que
hacía, así en el Hospital adonde acudía para servir a los enfermos y
limpiarlos las manos y los pies, como en los demás pobres y huérfanos que
había en la ciudad, para los cuales pedía limosna de puerta en puerta y la
repartía en la puerta de la casa donde estaba a ciertas horas del día
secretamente".
El primer período de Manresa es un tiempo de paz, sosiego y alegría: con
"igualdad grande de alegría". Ignacio saborea la liturgia, gozando de la
música sagrada, con largas horas de oración y leyendo con fruición su
Gersoncito, es decir, el Kempis o Imitación de Cristo, del que no se
desprende y que llama "la perdiz de los libros espirituales". De este modo
vive el gozo del principiante, que, habiendo roto sinceramente con el mundo,
se siente santo ya y como si hubiera llegado a puerto, cuando en realidad no
ha hecho más que levar anclas y hacerse a la mar, ignorando la tormenta que
le espera.
Cada día sale a pedir limosna y a prestar su ayuda a los necesitados. No
come carne ni bebe vino, a no ser en domingo. El domingo, si se lo dan, lo
bebe con gusto. Está enamorado de Cristo y se alegra en su día. Y, por
Cristo, se mortifica a sí mismo: da muerte a lo que antes más estimaba de
sí. Como, por vanidad, ha cuidado siempre su cabello, ahora lo deja crecer
sin cortarlo ni peinarlo, ni cubrirlo de día ni de noche. Lo mismo hace con
las uñas de manos y pies, que deja crecer, sin preocuparse más de ellas.
Ribadeneyra dice: "Cubría sus carnes con la desnudez y desprecio. Mas porque
en peinar y cuidar el cabello y ataviar su persona en el mundo había sido
muy curioso, para que el desprecio de esto igualase al demasiado cuidado
anterior, de día y de noche llevó la cabeza siempre descubierta y el cabello
desgreñado y sin peinar. Y con el menosprecio de sí, dejó crecer las uñas y
la barba, pues así suele Nuestro Señor trocar los corazones de quienes atrae
a su servicio y, con la nueva luz que les da, les hace ver las cosas como
son y no como primero les parecían, aborreciendo lo que antes les daba gusto
y gustando lo que antes aborrecían". Los niños le bautizan como "el hombre
del saco".
Más tarde, como General de la orden, juzgará estas cosas como "locuras
santas", aunque frenará a los jóvenes jesuitas de Coimbra sus deseos de
penitencias exageradas y extravagantes. Pero, Ignacio está en sus comienzos
y "la necedad de Dios" le parece "más cuerda que la sabiduría de los
hombres" (1Cor 1,25). Desde que Dios manifestó su sabiduría en la locura de
la cruz, se puede ser loco por Cristo. El amor lleva a la libertad de los
hijos de Dios, que desafía con su simplicidad de espíritu a la vanidad
orgullosa de la sabiduría humana.
En las Constituciones Ignacio propone con estima "el deseo de ser tenidos y
estimados por locos" por amor a Cristo y por deseo de imitarlo. Instruido
por su experiencia personal, admite que, antes de llegar a un estado de vida
cristiana madura, se pase por estos intentos primerizos de amor, de "locuras
santas", que son útiles para vencerse a sí mismo "en los principios". Es lo
que vive él al comienzo, en Manresa, yendo descalzo y sin ocultar su cojera,
rompiendo con lo que ha configurado su vida pasada.
c) La hora de la tentación
Pero en medio de estas locuras por Cristo, también se mete el diablo. Es el
segundo período de Manresa, que es un tiempo de escrúpulos, tentaciones y
combates interiores. Satanás se viste de ángel de luz, en forma de serpiente
luminosa, que encandila a Ignacio con su luz y consolaciones, pero que
termina por robarle la alegría y la paz interior, llevándole de la "igualdad
grande de alegría" a experimentar "grandes variedades en su alma". Tarda en
descubrirlo, pero finalmente se da cuenta de que le está arrastrando en
dirección contraria a la acción de Dios. Satanás le inocula un pensamiento
que se abre paso hasta tocar lo más íntimo del alma:
-¿Y cómo podrás tú sufrir esta vida setenta años que has de vivir?
Ignacio se proyecta, engañado, en el futuro. Ve las dificultades de su nueva
vida, que lleva con alegría, pero ¿podrá resistir setenta años de
insoportable penitencia? Aquí entra la tentación. En su fantasía todo se le
hace una montaña insufrible. Pierde el gusto de la oración, de la misa o de
cualquier otra cosa que haga. Y, sin saber cómo, la situación cambia,
desapareciendo la tristeza como si le quitaran una capa de los hombros. Capa
pesada es la tristeza que le envuelve. Pero también le asusta la alegría
retornada. Su volubilidad le da miedo. Si tan fácilmente pasa de la alegría
a la tristeza y de la tristeza a la alegría, ¿que garantía tiene de
permanecer fiel durante setenta años? Así pasan los días hasta que le llega
la iluminación interior del Señor, que le hace descubrir que el enemigo le
está engañando. Entonces con fuerza Ignacio rechaza al tentador:
-¡Oh miserable! ¿puedes tú acaso prometerme una sola hora de vida? Si no
puedes ofrecerme una hora de vida, ¿qué fantasías son esas de los 70 años?
Así vence su primera tentación. Pero Satanás no se da por vencido. Busca
otro campo de batalla. Esta vez son los escrúpulos. Vencida la tentación del
futuro imaginado, Satanás ataca con el pasado realmente vivido. Ignacio, en
Monserrat, ha hecho detalladamente la confesión general de toda su vida. Sin
embargo, ahora le parece que algunas cosas no las ha confesado. La aflicción
le acongoja y vuelve una y otra vez a confesarse. Pero no logra quedar
satisfecho. Pasa de confesor en confesor. Vuelve a escribir de nuevo toda su
vida de pecado, siguiendo el consejo de uno de los confesores. Lo hace con
suma diligencia; pero después de la confesión le siguen atormentando los
escrúpulos. En la oración se da cuenta de que dichos escrúpulos le hacen
daño, pero no consigue librarse de ellos. Cuantas más vueltas da a su pasado
más son las dudas que le asaltan.
Desea que el confesor le prohíba volver a confesar pecados de su vida
pasada. Pero no se atreve a proponérselo, esperando que el confesor lo
descubra. Así son meses los que vive en esta angustia. Hasta tentaciones de
suicidio le vienen en medio del tormento de los escrúpulos. Tan atribulado
esta que en una ocasión, estando en oración, comienza a gritarle a Dios:
-Socórreme tú, Señor, que no hallo remedio en los hombres. Muéstrame tú el
camino, que yo lo seguiré aunque tenga que arrastrarme y seguir a un
perro...
Es tan duro el combate que "le venían muchas veces grandes tentaciones de
echarse por un agujero grande que aquella cámara tenía y estaba junto al
lugar donde hacía oración". Es la noche oscura, con la que Dios está
purificándole, sirviéndose incluso del enemigo. Más tarde, recordando este
momento de su vida, escribe en los Ejercicios: "Los escrúpulos por algún
espacio de tiempo aprovechan no poco al alma, apartándola mucho de toda
apariencia de pecado". Y el P. Polanco, confidente de Ignacio, escribe sobre
este momento: "Y haciendo varios discursos de su vida pasada comenzó a
sentir íntimamente sus pecados y a llorarlos con gran amargura; y para mayor
purificación de su alma, y porque Dios nuestro Señor quería fuese bien
acuchillado para ser buen cirujano en las cosas espirituales, comenzó a
sentir grandes tentaciones y angustia y aflicción espirituales, siendo
especialmente atormentado de diversos escrúpulos; y en todo le daba Dios
gran fortaleza y humildad y diligencia para buscar los remedios".
Estando en este combate, Ignacio se acuerda de un santo que se determinó a
no probar bocado hasta que Dios le socorriera y él hace lo mismo, pero más,
determinando no comer ni beber hasta que Dios le libre de los escrúpulos. Y
efectivamente así, sin probar bocado ni beber una gota de agua, está desde
un domingo al siguiente. Al contárselo al confesor, éste le ordena que coma.
Ignacio, venciéndose a sí mismo, obedece al confesor y Dios viene en su
auxilio, persuadiéndole de que no vuelva a confesar nada del pasado,
confiando en la misericordia de Dios, que le ha perdonado.
En el momento en que reconoce su impotencia, aflojando los puños con que
quería llevar las riendas de su vida, curado de la confianza en sí mismo,
desaparecen también los escrúpulos. Con esto, la paz vuelve a su espíritu. Y
con la paz entra en el tercer período de Manresa, que es el tiempo de la
comunicación deslumbrante de Dios, que abre la mente y el corazón de Ignacio
a sus misterios. Dios se muestra con Ignacio "como un maestro de escuela con
un niño", dándole iluminaciones, consuelos y hasta el don de lágrimas.
Ignacio no olvidará nunca esta dolorosa crisis de escrúpulos. El deseo,
aparentemente bueno, de purificación le ha llevado a sentir repugnancia de
la vida emprendida, llegando incluso a desear abandonarla. Con esto el Señor
le despertó como de un sueño. Si ese era el fruto, esos pensamientos no
procedían de Dios, sino del enemigo: "Si un pensamiento acaba en alguna cosa
mala o enflaquece o turba al alma, quitándole su paz, tranquilidad y
quietud, es señal clara de que procede del mal espíritu, enemigo de nuestro
bien y de la salvación eterna". "Lo propio del mal espíritu es morder,
entristecer e inquietar, poner obstáculos con falsas razones para que el
alma no pase adelante; mientras que lo propio del buen espíritu es dar ánimo
y fuerzas, consolaciones, lágrimas, inspiraciones y quietud, facilitando el
camino y quitando todos los impedimentos para que en el bien obrar proceda
adelante". El mal espíritu busca llevar a la desolación espiritual, que
oscurece el alma, la turba, engendrando inquietud, que "mueve a
desconfianza, a vivir sin esperanza, sin amor, hasta dejar al alma toda
perezosa, tibia, triste y como separada del Señor". En cambio, "es propio de
Dios dar verdadera alegría y gozo espiritual, quitando toda tristeza y
turbación que el enemigo induce con razones aparentes, sutilezas y
falacias".
El enemigo se hace cada vez más sutil en su persecución. Ignacio termina
siendo experto de sus trampas. Así nos cuenta: Cuando se iba a dormir le
venían grandes noticias, grandes consolaciones espirituales, de modo que
perdía el poco tiempo que tenía para dormir. Esto le debilitaba para su
servicio a las almas. Era una trampa más del maligno. Decidió desechar, como
tentación, esas devociones inoportunas, pues ya tenía sus largas horas de
oración durante el día.
En los Ejercicios, partiendo de su experiencia, ayuda al ejercitante a
desvelar las trampas del demonio. Este, "vestido de ángel de luz", se arma
de razones aparentes, sutilezas y falacias con las que procura "entrar con
el alma devota y salir consigo, a saber, trae pensamientos buenos y santos
conforme a la tal alma justa, y después, poco a poco, procura salirse
trayendo al alma a sus engaños encubiertos y perversas intenciones". En
carta a Broet y Salmerón repite esta idea: "El enemigo entra con el otro y
sale consigo; entra con el otro no contradiciendo sus costumbres, sino
alabándoselas; de este modo toma familiaridad con el alma, trayéndola con
buenos y santos pensamientos, apacibles a la buena alma; pero, después, poco
a poco, procura salir consigo, conduciéndola, bajo capa de bien, a algún
error o ilusión hasta hacerla desembocar en el mal".
d) Ilustración del Cardoner
Curado de los escrúpulos, es curado también del deseo de cosas exteriores
extraordinarias. No desea ya llamar la atención. Ignacio comienza a cuidar
su aspecto, cortándose las uñas y el cabello y vistiendo con más limpieza. E
igualmente, sin proponérselo, deja la abstinencia de carne, aceptándola como
algo que Dios le da.
En sus paseos por las márgenes del Cardoner, Dios le ilumina los ojos de la
mente y del corazón sobre los misterios de la fe y sobre las letras. En
confesión suya, "en una hora aprendió de Dios más de lo que pudieran
enseñarle en toda la vida todos los doctores de este siglo".
La ilustración del Cardoner es el paso de la fe infantil a la fe adulta.
Ignacio pasa a vivir la relación con Cristo de una forma totalmente
personal. Es vivir lo que él mismo ha oído, visto con sus ojos y palpado con
sus manos de la Palabra de vida (1Jn 1,1). En Cristo, en su humanidad,
Ignacio ve al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con claridad inexplicable.
Esta visión marca para siempre en Ignacio la devoción a la Santísima
Trinidad: "Desde entonces, escribe Ribadeney-ra, le quedó este inefable
misterio estampado e impreso en el alma... Y por toda la vida le quedaron
como esculpidas en el alma las señales de tan gran regalo. Siempre que hacía
oración a la Santísima Trinidad sentía en su alma grandísima suavidad del
divino consuelo, bebiendo como de un plenísimo manantial y fuente de todas
las gracias el sagrado licor de las virtudes". "Toda su vida ha quedado esta
impresión de sentir grande devoción haciendo oración a la Santísima
Trinidad".
Y a la luz de Dios, Uno y Trino, se le ilumina a Ignacio la creación entera,
obra de su amor. Dios está presente en medio de sus criaturas. Y ¡cómo está
presente en la Eucaristía! Esa carne hecha sacramento le lleva también a
nuestra Señora la Virgen María... Es el misterio de Dios, del hombre y del
mundo lo que el Maestro de escuela hace entender a Ignacio. Pero no se trata
de un entender frío y racional, sino de un conocimiento interno, personal y
vivo, de un "sentir y gustar internamente", como él mismo propone como
finalidad de los Ejercicios Espirituales. Es tan viva esta experiencia en él
que, "aunque no hubiese Escritura que nos enseñase estas cosas de la fe, él
estaría dispuesto a morir por ellas, solamente por lo que había visto".
Ignacio guarda en su corazón el recuerdo inmediato y cálido de este momento
privilegiado de su vida, custodiándolo con veneración y agradecimiento, como
uno de los dones más preciados que Dios le ha otorgado. Del Cardoner Ignacio
sale "como si fuese otro hombre", con la mirada recreada para comprender la
vida y las cosas abrazando la totalidad. Otro hombre, con ojos nuevos, ve
nuevas todas las cosas. Su experiencia es un reflejo de la mirada del Padre
que contempla el mundo y lo ama, le envía a su Hijo para salvarlo y llama a
los hombres para que, guiados por el Espíritu, dediquen su vida a la
salvación del mundo en la Iglesia. Ignacio se siente así confirmado en su
misión de ayudar a las almas a caminar por las sendas de la salvación. Es
algo que quedó grabado de por vida en su corazón, aunque aún no se le revela
el modo de hacerlo, pues Ignacio "seguía al Espíritu que le guiaba; no le
precedía".
Ignacio, con ojos nuevos, ya no deja su camino a merced de la decisión de
una mula. Si se decide a hacer "grandes penitencias" lo hace "por agradar a
Dios"; siente tal aborrecimiento de los pecados pasados que le nace "el vivo
deseo de hacer grandes cosas por amor de Dios". Ya en Loyola "una vez se le
abrieron un poco los ojos", pero es en Manresa "donde el Señor le despertó
como de un sueño", "dándole mucha luz". "A la manera que un maestro de
escuela a un niño", junto al Cardoner, el Señor le iluminó con su luz y "se
le empezaron a abrir los ojos, con una ilustración tan grande que todas las
cosas le parecían nuevas". "Recibió claridad tal que le parecía ser un
hombre nuevo, con otros ojos".
Ignacio aún seguirá caminando de luz en luz, pero ya no como niño de
escuela, sino como adulto. Desde este momento, el peregrino con ojos nuevos
irá penetrando cada día con más claridad en el misterio del amor de Dios,
hasta experimentar que Dios Padre le introduce con Cristo en su seno. En su
Diario íntimo ha escrito que en las horas de oración su corazón revive
frecuentemente esta vivencia: "me venía a la memoria cuando el Padre me puso
con el Hijo". Es el Espíritu Santo, -cuya misión es re-cor-dar: dar de nuevo
al corazón-, quien se encarga de llevar a Ignacio "siempre creciendo en
devoción, esto es, en facilidad de hallar a Dios a cualquier hora".
Esta experiencia del Cardoner, "que iba muy hondo", queda grabada en su alma
para el resto de su vida. A ella remitirá años después a la hora de tomar
graves decisiones. Lágrimas incontenibles y sollozos de consuelo inundan a
Ignacio, como expresión de la vivencia sabrosa de la comunicación de Dios,
como eco de la voz de Dios en lo más íntimo de su ser, hasta rebosar y
desbordarse por toda su persona. Es algo que se repetirá en la vida de
Ignacio hasta que, al final de su vida, el médico le prohíba llorar. Por
obediencia deja de llorar, sin perder el consuelo de las lágrimas.
Pero, aun siendo de complexión fuerte y sana, debido a sus penitencias y
ayunos, por superar en todo a los santos, en Manresa el joven de tez
sonrosada, de cabellos rubios y largos, en pocos meses ha quedado
transformado en un adulto demacrado y macilento, con la salud arruinada para
el resto de su vida. Más tarde, recordando este período de su vida, será muy
prudente con los otros y se cuidará de la salud de los jóvenes estudiantes a
él confiados.
Pasado el invierno y aliviado un poco de las fiebres, que le han
atormenta-do, y del mal de estómago, ya vestido con unas ropillas pardas de
paño grueso, calzado y con la cabeza cubierta con un bonete, Ignacio ve que
es llegado el tiempo de partir para Jerusalén. Así deja Manresa, que en su
recuerdo queda con el nombre de "mi Iglesia primitiva". Allí ha vivido, por
primera vez, la experiencia de la fe. Antes, a pesar de sus grandes pecados,
se consideraba buen cristiano; desde entonces pasó a serlo, considerándose
pecador.
La luz del Señor le ha penetrado el espíritu hasta desnudarlo de las
apariencias. Es la luz penetrante, como una espada de doble filo, que
penetra hasta las junturas del alma y el espíritu, desvelando lo más íntimo
de su corazón pecador, pero bañado por la gracia del amor de Dios. El lo
resume diciendo: "Vi con los ojos interiores". Son los ojos que,
deslumbrados por la visión del misterio trinitario, lloran de admiración y
gratitud. Son los ojos nuevos del hombre nuevo, que ve nuevas todas las
cosas.