EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 3.6 EL ESPIRITU LUCHA CONTRA LA CARNE
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3.6. EL ESPIRITU EN LA LUCHA CONTRA LA CARNE
a) Carne contra Espíritu
b) Bajo la ley o bajo el Espíritu
c) Palabra y Sacramentos
d) El Espíritu, Abogado del Padre, convence al mundo de pecado
y comunica el perdón
e) Espíritu de libertad
3.6. EL ESPIRITU EN LA LUCHA CONTRA LA CARNE
El Espíritu, derramado en el cristiano en su bautismo, es el germen de
la vida nueva. Por ello, el Espíritu está en lucha con la vida pasada de
pecado y de muerte; en combate contra la carne.
Carne
en la Escritura significa, fundamentalmente, la condición terrestre del
hombre, con su connotación de fragilidad y limitación. No alcanza la
comunicación con Dios, que es la aspiración del Espíritu que Dios ha
infundido en el hombre. De aquí el drama de la vida del hombre con la
carne en tensión con el Espíritu. La carne se hace sede de la oposición
a lo que quiere el Espíritu. La carne habita en nosotros lo mismo que
habita el Espíritu. Por el pecado, la carne, la situación existencial
del hombre, se ve poseída por una inclinación contraria a la vocación de
los hijos de Dios, miembros del cuerpo de Cristo y templo del Espíritu
Santo.
En nosotros se da, pues, una lucha entre dos formas de existencia: entre
vivir en la carne o vivir en el Espíritu. San Pablo ve la insensatez de
los gálatas, que después de haber recibido por la fe la libertad de
Cristo, quieren volver a vivir en la esclavitud de la carne. Con la
fuerza de apóstol de Jesucristo, les gritará: "Caminad en el Espíritu y
no dejéis que se cumplan los deseos de la carne. Pues la carne tiene
apetencias contrarias al Espíritu, y el Espíritu contrarias a la carne,
como que son antagónicos" (Gál 5,16-17).[1]
La carne, el hombre no redimido, con toda su sabiduría, condenó a morir
en cruz a Cristo (1Cor 1,17ss). Desde Adán, el hombre busca la autonomía
de Dios y mata a sus enviados. Ni ante el amor entrañable de Dios, que
manda a la viña a su Hijo único, el hombre de pecado acepta la vida como
don de Dios, en obediencia a Dios. Más bien se dice: "Este es el
heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia" (Mt 21,37).
Donde aparece el Espíritu de Dios, allí se alza la carne contra El.
"Maldito el hombre que confía en el hombre y hace de la carne su apoyo,
apartando su corazón de Yahveh" (Jr 17,5).
Jesús, ungido por el Espíritu en su bautismo con miras a su misión de
Mesías, inmediatamente después, fue conducido por el Espíritu al
desierto, a enfrentarse con el demonio. El demonio le combate en su
cualidad de Hijo amado, enviado por el Padre a cumplir una misión como
Siervo, según la voz que escucha al salir del agua. El cristiano, por su
parte, ungido por el Espíritu en el bautismo, se enfrenta en su vida con
el mismo combate contra el Príncipe del imperio del aire, el Espíritu
que actúa en los rebeldes (Ef 2,2), contra las asechanzas del Diablo,
contra los Dominadores del mundo tenebroso, los Espíritus del mal que
están en las alturas. Para este combate es preciso armarse con el
Espíritu, la fuerza poderosa del Señor (Ef 6,10ss).
Contra el Espíritu de Dios combate el "espíritu de la mentira" (1Re
22,21-23), el "espíritu inmundo", que subyuga a los hombres,
sometiéndolos a la idolatría.[2]
Contra el "espíritu inmundo" luchará Jesús, arrojándole con el Espíritu
Santo.[3]
Ya el libro de la Sabiduría afirmaba la incompatibilidad entre el
espíritu santo y el espíritu de iniquidad:
Pues el
Espíritu
Santo que nos educa, huye del engaño, se aleja de los
pensamientos necios y se ve rechazado al sobrevenir la iniquidad (1,5).
b) Bajo la ley o bajo el Espíritu
"Pero los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus
pasiones y sus apetencias" (Gál 5,24)."Mas vosotros no estáis en la
carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en
vosotros" (Rom 8,9). Y el Espíritu no está pasivo en nosotros. Actúa en
nuestro interior. Por El nos dirigimos a Dios como un hijo al Padre.
Este Espíritu de la promesa[4]
caracteriza la nueva alianza en oposición a la antigua.[5]
No es sólo una manifestación exterior de poder (He 1,8), es sobre todo
un principio interior de vida nueva que Dios nos da, sustituyendo al
principio malo de la carne.[6]
Al cristiano "le mueve el Espíritu a aguardar por la fe la justicia
esperada, porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión
tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad" (Gál 5,5).
Vivir en la carne es vivir bajo la ley, impotente para agradar a Dios y
para comunicar la vida. El hombre sin el Espíritu de Dios, abandonado a
sus fuerzas, no puede agradar a Dios. Por ello, quien vive según la
carne, morirá (Rom 8,1-13). Y vive según la carne quien intenta lograr
la salvación por sí mismo, con el cumplimiento de la ley, sin acogerla
como don gratuito del amor de Dios, manifestado en la muerte y
resurrección de Cristo, que el Espíritu actualiza e interioriza en el
cristiano:
¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, a cuyos ojos fue
presentado Jesucristo crucificado? Quiero saber de vosotros una sola
cosa: ¿recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por la fe en la
predicación? ¿Tan insensatos sois? Comenzando por espíritu, ¿termináis
ahora en la carne? ¿Habéis pasado en vano por tales experiencias? ¡Pues
bien vano sería! El que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros
entre vosotros, ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en
la predicación? (Gál 3,1-5).
El hombre viejo, sometido a la ley de su autoperfección, acaba en el
pecado y en la muerte. El renacido en Cristo, conducido por el
Espíritu, goza de la libertad y la vida. El hombre viejo, esclavo de la
ley, en su orgullo rechaza la gracia de Dios. Buscando justificarse por
sí mismo, crucifica a Cristo y hace vana su cruz (1Cor 1,17). Se opone
a la gratuidad y libertad de los hijos de Dios, que viven de su
Espíritu:
Pues, así como entonces el nacido según la carne perseguía al nacido
según el Espíritu, así también ahora. Pero, ¿qué dice la Escritura?
Despide a la esclava y a su hijo, pues no ha de heredar el hijo de la
esclava con el hijo de la libre. Así que, hermanos, no somos hijos de la
esclava, sino de la libre (Gál 4,29-31).[7]
En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos
de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos
hace exclamar: ¡Abba, Padre! (Rom 8,14-15).
"Termina en carne lo comenzado en Espíritu" (Gál 3,3), quien separa la
Palabra de los Sacramentos. El Espíritu de Dios crea el lazo indisoluble
entre la Palabra, dando testimonio de Cristo junto con los Apóstoles, y
los Sacramentos, en los que actualiza para nosotros la Palabra
anunciada. Así el anuncio de Jesucristo, muerto y resucitado, se hace
presente, se realiza para nosotros en los sacramentos. Sin los
sacramentos, Cristo, al final, se reduce a un modelo externo a
nosotros, que tenemos que reproducir en la vida con nuestro esfuerzo.[8]
También vale lo contrario: los sacramentos sin evangelización previa se
convierten en puro ritualismo, en puro cumplimiento de prescripciones
externas, obras de la carne, que no agradan a Dios ni dan vida al
hombre.
Esta lucha no termina cuando viene el Espíritu; al contrario, entonces
es cuando comienza verdaderamente. El cristiano tiene ya el Espíritu,
es ya hijo, pero se encuentra todavía en la carne; experimenta en sí
una resistencia al Espíritu. Por eso, lucha y gime aguardando la
manifestación plena de su filiación, la redención de su cuerpo. Es lo
que se ha cumplido en Cristo, que fue crucificado y murió según la
carne, pero fue resucitado y glorificado según el Espíritu.[9]
En el bautismo de Cristo, anticipo de su pascua y del bautismo del
cristiano, "Jesús desciende al agua para enterrar completamente al
hombre viejo en el fondo del agua".[10]
La inauguración de la vida filial en el bautismo ha de prolongarse a lo
largo de toda una existencia filial. "Cuanto más entendamos la palabra
de Dios, más seremos hijos suyos, siempre y cuando esas palabras caigan
en alguien que ha recibido el Espíritu de adopción".[11]
En efecto, sigue diciendo Orígenes, uno se convierte en hijo de aquel
cuyas obras practica:
Todos los que cometen el pecado han nacido del diablo (1Jn 3,8); por
consiguiente, nosotros hemos nacido, por así decirlo, tantas veces del
diablo cuantas hemos pecado. Desgraciado aquel que nace siempre del
diablo, pero dichoso el que nace siempre de Dios. Porque yo digo: el
justo no nace una sola vez de Dios. Nace sin cesar, nace según cada
buena acción, por la que Dios lo engendra... De igual manera, también
tú, si posees el Espíritu de adopción, Dios te engendra sin cesar en el
Hijo. Te engendra de obra en obra, de pensamiento en pensamiento. Esta
es la natividad que tú recibes y por la que te conviertes en hijo de
Dios engendrado sin cesar en Cristo Jesús.[12]
d) El Espíritu, Abogado del Padre, convence al mundo
de pecado y comunica el perdón
El Espíritu, el Paráclito que Jesús promete enviar, tiene como misión
"convencer al mundo de pecado". Como abogado del Padre, al revisar el
proceso injusto, hecho por los hombres a al Hijo querido, condenándolo
como malhechor y blasfemo y entregándolo a la ignominiosa muerte de
cruz, el Espíritu convence a los hombres de su injusticia,
declarándoles culpables, declarando a Jesús inocente, acogido por el
Padre. De este modo el Paráclito manifestará el sentido de la muerte de
Jesús, derrota y condenación del Príncipe de este mundo:
Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré, convencerá al mundo de
pecado, por no haber creído en mí y de justicia porque me voy al Padre y
hará el juicio del Príncipe de este mundo, que ya está condenado (Cfr.
Jn 16,7-11).
El mismo día de Pentecostés halló cumplimiento esta promesa de Cristo.
Pedro, "lleno del Espíritu Santo", convence a sus oyentes de pecado, por
no haber creído en Cristo, condenándolo a muerte de cruz. Les anuncia
la justicia que ha hecho el Padre, resucitando a su Hijo y exaltándolo a
su derecha como Señor. Y les anuncia la condena de Satanás, llamándoles
a acoger el perdón de Cristo. Con el corazón compungido preguntaron a
Pedro y a los demás Apóstoles:
¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: "Convertíos y que
cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para
el perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo"
(He 2,14ss).
El Espíritu Santo, actuando en el interior del hombre, penetra hasta lo
más hondo, como una unción. Así nos hace sentir la mentira y el engaño
de nuestra vida frente al amor de Dios, puesto al descubierto en la cruz
de su Hijo. Iluminándonos la cruz de Cristo, el Espíritu nos hace
sentirnos juzgados y, al mismo tiempo, acariciados por el perdón de
Dios, cuyo amor es más grande que nuestro pecado. Ante la luz penetrante
del Espíritu, caen todas nuestras falsas excusas; se derrumba todo
intento de autojustificación, apareciendo la falsedad de la construcción
egocéntrica de nuestra vida.[13]
El fariseo, que no quiere reconocerse pecador, buscando la
justificación por sí mismo, tendrá la tentación de "apagar el
Espíritu", para no "dar gracias en todo, que es lo que Dios, en Cristo
Jesús, quiere de nosotros" (1Tes 5,18-19).
La conversión comienza por el reconocimiento del propio pecado,
imposible a la carne, que siempre busca la autojustificación farisea.
Sólo el Espíritu, que escruta las profundidades del espíritu, puede
convencer al hombre de pecado, ofreciéndole simultáneamente el perdón
de Dios. El Espíritu convence de pecado para anunciar la condenación
del Príncipe de este mundo, ofreciendo así la posibilidad de la
conversión, acogiendo la salvación de la cruz de Jesucristo.[14]
El Espíritu Paráclito, como Abogado Defensor de la obra de salvación,
realizada por Cristo, es el garante de la definitiva victoria
sobre el pecado y sobre el mundo sometido al pecado, liberando así al
creyente del pecado e introduciéndolo en el camino de la salvación.
El Credo confiesa como fruto del Espíritu la remisión de los
pecados. Es lo que ya afirma san Juan en su Evangelio:
Jesús resucitado se presentó a sus discípulos y les dijo: "La paz con
vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío". Y dicho esto,
sopló sobre ellos y les dijo: "Recibir el Espíritu Santo. A quienes
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20,21-23).
"La Iglesia puede perdonar los pecados porque el Espíritu habita en
ella", dice san Ambrosio.[15]
Pentecostés era ya en la Antigua Alianza el año jubilar, año de remisión
de deudas y de libertad (Lv 25,8ss). La Iglesia celebra el don del
Espíritu como perdón de los pecados. Por ello el Espíritu trae al
cristiano la verdadera liberación:"Donde está el Espíritu del Señor, hay
libertad" (2Cor 3,17):
Vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad...Si os dejáis guiar por
el Espíritu, no estáis ya bajo la ley (Gál 5,13.18).
Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo
Jesús. Porque la ley del Espíritu, dador de la vida en Cristo Jesús, nos
liberó de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a la
ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su
propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado,
condenó al pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley se
cumpliera en nosotros, no según la carne, sino según el Espíritu.
Efectivamente, los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que
viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne
son muerte; mas las del Espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la
carne llevan al odio a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera
pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas
vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de
Cristo habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le
pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a
causa del pecado, el Espíritu es vida a causa de la justicia...Así que,
hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne,
pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis
morir las obras del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que se dejan
guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no recibisteis
un espíritu de esclavos para recaer en el temor, antes bien, recibisteis un
Espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abba, Padre! (Rom 8,1-15).
Como dice San Agustín, el cristiano, a quien el Espíritu ha infundido el
amor de Dios, realiza espontáneamente una ley que se resume en el amor: "no
está bajo la ley, pero no está sin ley"16.
Esta es la verdadera libertad:
El hombre libre es aquel que se pertenece a sí mismo. El esclavo es el que
pertenece a su amo. Así, el que actúa espontáneamente, actúa libremente;
pero el que recibe el impulso de otro, no actúa libremente. Aquel que evita
el mal, no porque es mal, sino porque es un precepto del Señor, no es libre.
Por el contrario, el que evita el mal porque es un mal, ése es libre.
Justamente ahí es donde actúa el Espíritu Santo, que perfecciona
interiormente nuestro espíritu, comunicándole un dinamismo nuevo. Se
abstiene del mal por amor, como si la ley divina mandara en él. Es libre no
en el sentido de que no esté sometido a la ley divina, sino porque su
dinamismo interior le lleva a hacer lo que prescribe la ley divina17
La ley nueva no es otra cosa que el mismo Espíritu Santo o su efecto propio,
la fe que obra por el amor18
El Espíritu es tan interior a nosotros que El es nuestra misma
espontaneidad. Así el Espíritu nos hace libres en la verdad. Santiago puede
llamar a esta ley del cristiano: "ley perfecta de libertad" (1,5;2,12). Y
San Pablo:
Porque, cuando estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, excitadas
por la ley, obraban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos frutos
de muerte. Mas, al presente, hemos quedado emancipados de la ley, muertos a
aquello que nos tenía aprisionados de modo que sirvamos con un espíritu
nuevo y no con la letra muerta (Rom 7,5-6).
Porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad. Solamente que
esta libertad no dé pretexto a la carne; sino al contrario, por medio del
amor poneos los unos al servicio de los otros. Pues toda la ley queda
cumplida con este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo (Gál
5,13-14).
Es la libertad, hecha capacidad de servicio a los demás, como la vive san
Pablo:"¿No soy libre? Y, siendo libre respecto de todos, me hice esclavo de
todos para ganar al mayor número posible" (1Cor 9,1.19). Esta libertad,
don del Espíritu, lleva al apóstol a anunciar a Jesucristo con parresía19.
Es la libertad e intrepidez que da el Espíritu a los mártires frente a
los torturadores.
[7]
Un ejemplo es el hermano mayor, que obedece en todo, pero no tiene
el corazón del padre, para acoger gratuitamente al hermano pródigo.
Este participa de la fiesta y el fariseo se queda fuera(Lc 15,11ss).
[8] Este es el
moralismo de tantas sectas, que anuncian el kerigma y luego todo se
reduce a un sin fin de normas y prohibiciones, sin la gracia
sacramental para vivir la alegría de la salvación.