EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 3.3 VIDA EN EL ESPIRITU
Páginas relacionadas
a) Sekinah de
Dios-Emmanuel-Espíritu Santo
b) Inhabitación de
Dios en el cristiano
c) El Espíritu de Dios
deifica al cristiano
3. 3. VIDA EN EL ESPIRITU
a) Sekinah de Dios-Emmanuel-Espíritu Santo
Israel vivió siempre en la convicción de que Dios estaba con él. Lo
señala de modo particular Ezequiel: "Pondré mi santuario en medio de
ellos para siempre. Mi morada estará entre ellos, yo seré su Dios y
ellos serán mi pueblo" (37,26-27).[1]
Lo mismo aparece ya en el Pentateuco:
Pondré mi morada en medio de vosotros y yo no sentiré hastío de
vosotros. Andaré en medio de vosotros, yo seré vuestro Dios y vosotros
seréis mi pueblo (Lv 26,11-12).
Dios promete a Moisés consagrar la tienda de la reunión con su gloria y,
en efecto, cuando la tienda estuvo terminada, Dios tomó posesión de
ella, cubriéndola con la nube y llenándola de su gloria:
Me encontraré contigo a la entrada de la Tienda de la reunión para
hablarte allí. Me encontraré con los israelitas en ese lugar que será
consagrado por mi gloria...Habitaré en medio de los hijos de Israel y yo
seré su Dios. Ellos conocerán que yo soy Yahveh, su Dios, que les hice
salir del país de Egipto para poner mi morada en medio de ellos (Ex
29,42-46).
Apenas acabó Moisés los trabajos, la Nube cubrió la Tienda de la reunión
y la gloria de Yahveh llenó la morada. Moisés no podía entrar en la
Tienda de la reunión, pues la Nube moraba sobre ella y la gloria de
Yahveh llenaba la morada (Ex 40,33-38).
Lo mismo sucedió también después al consagrar Salomón el Templo (1Re
8,10s). Para marcar, al mismo tiempo que la presencia, la
transcendencia de Yahveh, se evitaba pronunciar o escribir ese vocablo;
se hablaba de su Nombre, su Gloria.[2]
En el judaísmo intertestamentario, el de los Targums, se expresó
el lazo entre presencia y transcendencia de Yahveh usando la palabra
Sekinah.
Mientras los textos citados están en futuro o señalan la presencia de
Dios en la Tienda o el Templo, donde los israelitas no pueden entrar
(1Re 8,11), cuando pasamos al Nuevo Testamento nos encontramos con las
mismas expresiones, pero en presente y Dios no habita fuera sino dentro
del creyente. Cristo es Emmanuel, Dios con nosotros, y el
Espíritu de Dios está en nuestros corazones:
¿No sabéis que sois el templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita
en vosotros? (1Cor 3,16).
Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de
Cristo no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros...Y si el
Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también
la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en
vosotros (Rom 8,9-11).
Ciertamente, el Espíritu Santo está presente y actúa en toda la Iglesia;
pero "la realización concreta de su presencia y acción tiene lugar en la
relación con la persona humana, con el alma del justo en quien establece
su morada e infunde el don obtenido por Cristo con la redención. La
acción del Espíritu Santo penetra en lo más íntimo del hombre, en el
corazón de los fieles, y allí derrama la luz y la gracia de la vida".[3]
La venida del Espíritu Santo significa su presencia en aquellos a quienes se
comunica. "Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros", dirá Pedro
hablando de los gentiles (He 11,17).
Es lo que los discípulos han experimentado en el Cenáculo. En Pentecostés
desciende el Espíritu Santo y se posa sobre los Apóstoles y discípulos en
forma de lenguas de fuego. Pero en esta venida del Espíritu Santo sobre los
presentes en el Cenáculo, el Espíritu se dona, provocando en ellos la
transformación de su ser y de su vida (He 2,1-12). Se realiza la profecía
de Ezequiel: "Infundiré mi Espíritu en vosotros y viviréis" (37,14) y la
súplica de Jesús: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo, para que
tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que Tú le has dado sobre
toda carne, dé también El vida eterna a todos los que Tú le has dado"
(Jn 17,1-2). El Espíritu Santo da esta vida, tomándola de Cristo: "El
Espíritu es el que da vida" (Jn 6,63;2Cor 3,6), pero para ello "tomará de lo
mío" (Jn 16,14).
La vida eterna que "da el Espíritu" es la vida divina, la inhabitación de
Dios en el cristiano. Esta inhabitación de Dios en el cristiano y en la
comunidad eclesial es el fruto de la salvación en Cristo, hecha realidad
por el Espíritu Santo, "infundido o derramado en nuestros corazones". Es el
cumplimiento de la promesa de Cristo en la cena pascual:
Y yo rogaré al Padre y El os dará otro Paráclito para que esté con vosotros
para siempre, el Espíritu de la verdad a quien el mundo no puede recibir,
porque no lo ve ni lo conoce. Pero vosotros lo conocéis, porque mora en
vosotros (Jn 14,16-17).
Con la presencia visible en Cristo, Dios prepara por medio de El una nueva
presencia, invisible, que se realiza con la venida del Espíritu Santo. La
presencia de Cristo en medio de los hombres abre el camino a la presencia
del Espíritu Santo, que es una presencia interior, una presencia en los
corazones humanos. Así, la presencia del Padre y del Hijo se realiza
mediante el Amor, es decir, en el Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo.
En el Espíritu Santo, Dios, en su unidad trinitaria, se comunica al espíritu
del hombre4.La
corriente de amor que circula entre el Padre y el Hijo, "ha sido derramada
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5).
Juan presenta la salvación, después de la marcha del Salvador, como una
habitación durable del Espíritu en los fieles. Y con el Espíritu el Padre y
el Hijo:
Si uno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él
para fijar morada en él (Jn 14,23).
Este amor, que prepara la morada del Padre y del Hijo en el cristiano, es
fruto de la presencia del Espíritu en el corazón del cristiano. El Espíritu
testifica al creyente que Dios es amor y le hace confesar la fe en Jesús:
Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado
en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en El y El en
nosotros: en que nos ha dado su Espíritu...Quien confiese que Jesús
es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios...Dios es amor y quien
permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él (1Jn 4,12-16).
La habitación de Dios en su pueblo, expresada en términos cultuales en el
Antiguo Testament5,
esperada, en virtud de la promesa, para la época fina6,
aparece ya realizada en el presente de la comunidad eclesial por el Espíritu
Santo. La Iglesia es el templo de Dios en el que habita su Espíritu (1Cor
3,16). Aunque su consumación plena se realizará al fin de los tiempos, en la
Jerusalén celestial, cuando se consumen las bodas de la Iglesia y el
Cordero:
Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a
Dios, engalanada como una novia para su esposo. Y oí una fuerte voz que
decía desde el trono: "Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su
morada entre ellos y ellos serán su pueblo y El, Dios-con-ellos, será su
Dios" (Ap 21,2-3).
Pero ya aquí, en esta tierra, el cristiano y la comunidad eclesial viven una
relación definitiva de alianza y de comunión con Dios, como templo en el
que Dios habita y donde se le da culto:
Porque por medio de Cristo, tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre.
Así, pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los
santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y
profetas, siendo la piedra angular Cristo Jesús, en el cual toda
construcción, bien trabada, se eleva hasta formar un templo santo en el
Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta
ser morada de Dios en el Espíritu (Ef 2,18-22).
Para los discípulos, Pentecostés es el día de la Resurrección, es decir, el
día del inicio de la nueva vida en el Espíritu Santo. Por el Espíritu Santo
los cristianos se transforman en "hombres pascuales", renacidos. El
Espíritu Santo obra su transformación interior, infundiéndoles la nueva
vida, que Cristo recuperó en su resurrección y ahora infunde en sus
seguidores.
Los Padres de la Iglesia, fieles a la Escritura, subrayan que no se trata
simplemente de la presencia de Dios, sino de la habitación o, como suelen
decir, inhabitación77.
Eusebio, en su Historia Eclesiástica, narra el siguiente hecho que se sitúa
hacia el año 195: Leónidas, que moriría mártir, se detenía por la noche
junto a su hijo, Orígenes, mientras dormía; destapaba su pequeño pecho y le
besaba, pensando que era un templo donde moraba el Espíritu Santo, porque el
niño estaba ya habitado por el amor de Jesús y de las Escrituras que hablan
de El, como lo probaría luego a lo largo de su vida8.
Orígenes mismo nos dirá en una de sus homilías que el alma que no posee a
Dios, no posee a Cristo, no tiene el Espíritu; está desierta; se encuentra
habitada sólo cuando está llena de las Tres Personas:
Dios no habita la tierra, sino el corazón del hombre. ¿Buscas la morada de
Dios? El habita en los corazones puros...En cada una de nuestras almas ha
sido excavado un pozo de agua viva: allí se encuentra cierto sentido
celestial, allí mora la imagen de Dios9.
En realidad el hombre fue creado, según el designio de Dios, para ser morada
de su Espíritu, única imagen de su presencia en la tierra. El hombre no
debía hacerse imagen alguna de Dios, pues la llevaba ya en sí mismo, por el
Espíritu que Dios sopló e infundió en él. Con gran lirismo el llamado
Pseudo-Macario ha cantado en sus cincuenta Homilías la grandeza del
alma humana convertida en habitación del Espíritu Santo:
Obra verdaderamente grande, divina, estupenda es el alma. Mientras la
creaba, Dios no incorporaba nada malo a su naturaleza, sino que la plasmaba
según la misma imagen del Espíritu...Dios creó al hombre, alma y cuerpo,
para que fuera su habitación; en él deposita y amasa todas las riquezas del
Espíritu. Ninguna inteligencia humana puede medir la grandeza del alma,
cuyos secretos son revelados por el Espíritu Santo. Aunque por sí misma
esté infinitamente lejos de Dios, El se ha complacido, por la infinita
ternura de su amor, en habitar en su criatura, admitiéndola a la
participación de la sabiduría y amistad, llamándola a permanecer en El, a
ser su esposa pura...Hecha perfecta, pura de toda mancha e impregnada por
el Espíritu, el alma se convierte toda ella en luz, ojo, espíritu, gozo,
amor, bondad, benignidad; inmersa en el Espíritu, como una piedra en el
océano, se hace conforme a Cristo..10.
c) El Espíritu de Dios deifica al cristiano
La unión con Cristo y, por El, con el Padre, en que consiste nuestra
divinización, es obra de la inhabitación del Espíritu Santo en nosotros. El
término del camino es Dios y a Dios sólo se llega llevado por Dios mismo.
Esta es la acción del Espíritu Santo, como nos dicen San Basilio, San
Gregorio Nacianzeno y San Atanasio, los Padres que más han hablado de la
divinización del cristiano por la unión de las Personas divinas con él:
El Espíritu Santo, como el sol, si encuentra tu ojo puro, te revelará en sí
mismo la imagen del invisible (Cristo). En la bienaventurada contemplación
de esta imagen verás la inefable belleza del arquetipo (el Padre). Por El
se levantan los corazones, los débiles son guiados, los proficientes son
llevados a la perfección. El, brillando ante los que son puros de todo
pecado, los hace espirituales por la comunión que establece con ellos11.
El Espíritu Santo, dedo de Dios, fuego, lo conoce y lo enseña todo, sopla
donde quiere y cuando quiere: guía, habla, envía, separa;es revelador y
comunicador de vida, porque él mismo es vida y luz; construye el templo de
Dios, deifica, perfecciona, de modo que antes del bautismo es
invocado y luego es requerido, porque todo lo lleva a cumplimiento,
distribuye los dones, crea a los apóstoles, profetas, evangelistas,
doctores y forma el cuerpo íntegro y verdaderamente digno de nuestra cabeza,
Cristo12.
Así como nos convertimos en hijos y dioses a causa del Verbo que está en
nosotros, así también estaremos en el Hijo y en el Padre, y seremos
considerados como uno en ellos, gracias a la presencia en nosotros
del Espíritu que está en el Verbo, el cual a su vez está realísimamente en
el Padre13.
Evagrio Póntico, lapidariamente, dice:
Cuando el espíritu se hace digno de la contemplación de la Santa Trinidad,
por gracia es llamado Dios, en cuanto que ha llegado a la imagen de su
Creador14.
Esta "participación de la naturaleza divina" (2Pe 1,4), comenzada en esta
vida, llegará a su plenitud en la visión celestial, como afirma Pío XII en
la encíclica Mystici Corporis:
En aquella visión celestial se concederá a los ojos de la mente humana,
fortalecidos con luz sobrenatural, contemplar de modo totalmente inefable
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, asistir por toda la eternidad a las
procesiones de las divinas personas, embriagándose con un goce muy semejante
a aquel con que es feliz la santísima e indivisa Trinidad.
San Pablo lo testimoniará de sí mismo: "No soy yo quien vive, es Cristo
quien vive en mí" (Gál 2,20). Es la experiencia de San Juan de la Cruz,
Santa Teresa de Avila, Isabel de la Trinidad..15.
"Estas almas no desean ya gozos ni gustos como en otro tiempo, pues tienen
en ellas al Señor mismo; su Majestad vive ahora en ellas" (Teresa de
Avila).
La inhabitación del Espíritu Santo en el cristiano no es mera presencia,
sino presencia activa: consagra, santifica, dignifica con su presencia
cuerpo y espíritu, hasta hacer del cristiano templo de Dios. Es el Espíritu
quien le hace vivir y actuar. El Espíritu actúa en el espíritu y en la
concienci16
del hombre:
En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor;
antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace
exclamar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios (Rom 8,14-16;Cfr.9,1).
Como hijos de Dios, "El nos ungió y nos marcó con su sello y nos dio en
arras su Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,21-22). Estas "arras",
"primicias del Espíritu", son las que nos hacen gemir, anhelando la herencia
total:
El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de
Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de
Cristo...Y nosotros, que posemos las primicias del Espíritu, gemimos en
nuestro interior, anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rom 8,16-23).
Y mientras esperamos anhelantes que se manifieste plenamente lo que ya
somos: hijos de Dios, el Espíritu nos ayuda a invocar a Dios como
"Abba,Padre". Esta vida filial, que el Espíritu anima en nosotros, nos
encamina hacia el Padre, a verle como El nos ve (1Jn 3,1-2). Se trata, pues,
de nuestra divinización. Dios es Dios no sólo en sí mismo, sino también en
nosotros. El Espíritu, que es el término de la comunicación de la vida
intradivina, es el principio de esta comunicación de Dios fuera de sí, más
allá de sí mismo, en nosotros. Es la vida en el Espíritu.
Esta vida en el Espíritu se manifiesta en la vida del cristiano en docilidad
a la voz interior del Espíritu, que "susurra: ven al Padre" (Ignacio de
Antioquía), pero por donde El quiere, siguiendo caminos que sólo El conoce,
incomprensibles para el mundo, a veces absurdos (1Cor 1-2;Jn 15,27). El
mismo cristiano, al verse incomprendido y perseguido no sabría explicar su
vida si el Espíritu no se lo sugiriera:
Por mi causa seréis llevados ante los gobernadores y reyes, para que deis
testimonio ante ellos y ante los gentiles. Pero, cuando os entreguen, no os
preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Porque no seréis vosotros los que
hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros (Mt
10,18-20).
[7] Cfr. SAN EPIFANIO, Adv.Haer. III,74,n.13;SAN BASILIO, Epist. 2,4; SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, In Ioan,l.V,c.2; SAN AGUSTIN, Epist.187 ad Dardanum,c.13,n.38...