EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 2.6 EL ESPIRITU SANTO PRINCIPIO DE SANTIDAD EN LA IGLESIA
2.6. EL
ESPIRITU SANTO, PRINCIPIO DE SANTIDAD EN LA IGLESIA
a) Espíritu de
Santificación (Rom 1,4)
b) Un mismo
Espíritu en la Cabeza y en los miembros
c) La Iglesia,
morada de Dios en el Espíritu
d) El Espíritu, fuente de
santidad
e) Espíritu Santo y
Santificador
2.6. EL ESPIRITU SANTO, PRINCIPIO DE SANTIDAD EN LA IGLESIA
a) Espíritu de santificación (Rom 1,4)
La santidad de la Iglesia es la expresión de su unidad con Cristo en
un mismo Espíritu. El Espíritu de Cristo, presente en la Iglesia, su
Cuerpo, libera a la Iglesia del espíritu del mundo. El Espíritu suscita en
la Iglesia y en cada uno de sus miembros la santidad, uniéndolos a Cristo
crucificado y resucitado. Es la santidad que no viene de nosotros, de las
obras de la carne, sino del Padre, que en su Hijo nos hace partícipes de su
santidad, infundiéndonos su Espíritu.
El Concilio puso de relieve la estrecha relación que existe en la
Iglesia entre el don del Espíritu Santo y la vocación y aspiración de los
fieles a la santidad:
Pues Cristo, el Hijo de Dios, que con el Padre y el Espíritu Santo es
proclamado "el único santo", amó a la Iglesia como a su esposa,
entregándose a sí mismo por ella para santificarla (Ef 5,25-26), la unió a
sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para
gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia, todos están llamados a la santidad.
Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en
los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles. Se
expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los
demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida
(LG,n.39).
"Espíritu de santificación" (Rom 1,4), llama San Pablo al Espíritu.
Este es el rasgo que define al Espíritu Santo en la economía de la
salvación. El Espíritu nos santifica uniéndonos con Dios: "En esto conocemos
que permanecemos en Dios y El en nosotros: en que nos ha dado el Espíritu"
(1Jn 4,13). El Espíritu nos lleva, en primer lugar, a creer que el Hijo de
Dios fue enviado en nuestra carne; hace, luego, que le conozcamos y le
confesemos. Y
esto supone amarlo como El nos amó (1Jn 4, 14ss;3,23). Por ello, el
Espíritu une su testimonio al que Jesús, enviado por el Padre en nuestra
carne, dio y que es actualizado en la Iglesia por el bautismo y la
Eucaristía:
Este es el que viene por agua y sangre: Jesucristo; no en el agua solamente,
sino en el agua y en la sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio,
porque el Espíritu es la verdad. Son, pues, tres los que testifican: el
Espíritu, el agua y la sangre (1Jn 5,6-8).
Aquí vemos la venida de Jesús en el agua por su bautismo, su venida
por la sangre en su pasión y el Espíritu que nos fue dado en virtud de ambas
venidas. Pero Juan no piensa sólo en el hecho histórico, sucedido una sola
vez, del bautismo y de la muerte de Jesús. Según ha puesto de manifiesto O.
Cullmann, en el Evangelio de Juan los gestos de la vida de Jesús tienen un
significado doble: además del hecho histórico que recuerda, señala también
la inauguración de los signos sacramentales que se realizan en la Iglesia.
Así el Espíritu actúa en el oyente de la Palabra para suscitar la fe, que
sella el bautismo (Jn 3,5) y alimenta la Eucaristía (Jn 6,27.63).
En realidad la Iglesia se nutre de dos mesas: la Palabra y la
Eucaristía.[1]
Pero, para que se dé fruto de santidad en la actualización en nuestras vidas
del misterio de Cristo en la Palabra y en la Eucaristía, es preciso invocar
al Espíritu Santo.[2]
"El hombre no puede entender la lengua de la Palabra de vida si no se la
habla el Espíritu Santo al corazón".[3]
Es necesario que Dios abra con su Espíritu el corazón de los fieles (He
16,14). La unción de la fe viene del Espíritu Santo (1Jn 2,20.27;2Cor
1,21). Sin el Espíritu, en la proclamación y predicación de la Palabra, no
se da el evento espiritual, no se comunica el misterio de Jesús en ellas:
"Nada hacemos los predicadores si El no actúa en el corazón con su gracia.
Por tanto, para que podamos comprender y oír esta lengua, imploremos el
Espíritu Santo que nos ayude, a mí a hablar, a vosotros a escuchar".[4]
b) Un mismo Espíritu en la Cabeza y en los miembros
Acogida la Palabra en el Espíritu, el mismo Espíritu incorpora el
fiel a Cristo, incorporándolo a su cuerpo eclesial, en el bautismo: "Fuimos
bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo" (1Cor 12,13). Así
el Espíritu inserta al creyente en el pueblo de Dios (Ef 2,18),
transformándolo en habitación santa de Dios (Ef 3,18-22;Rom 5,5), pues es
el mismo e idéntico Espíritu de Cristo: "Este Espíritu, idéntico en la
cabeza y en los miembros, da a todo el cuerpo unidad y movimiento"
(LG,n.7).
La santidad de la Iglesia tiene su inicio en Jesucristo. Pero
la santidad de Jesús en su misma concepción y en su nacimiento por obra del
Espíritu Santo está en profunda comunión con la santidad de aquella que
Dios eligió para ser su madre, María, "la llena de gracia", "totalmente
santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva
criatura por el Espíritu Santo" (LG,n.56). María es la primera y más alta
realización de santidad en la Iglesia, por obra del Espíritu, que es Santo y
Santificador.
Y María, la santa madre de Dios, es figura de la Iglesia. Lo que se
dice especialmente de María, se dice en general de la Iglesia y en
particular de cada fiel.[5]
"Jesús, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de Santidad,
por su resurrección de entre los muertos" (Rom 1,4), hace partícipe a la
Iglesia de su mismo Espíritu de Santidad.
San Pablo presenta a la Iglesia como esposa de Cristo, que "la amó y
se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante
el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentándosela resplandeciente
a sí mismo, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada"
(Ef 5,26-27), y también como templo santo de Dios: "¿No sabéis que sois
templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno
destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario
de Dios es santo y vosotros sois ese santuario" (1Cor 3,16-17).
Porque la Iglesia es santa, a sus miembros se les llama "santos"[6],
"sacerdocio santo, nación santa" (1Pe 2,5-9), "templo santo" (Ef 2,21). Ya
desde Hipólito se formula la tercera pregunta bautismal: "¿Crees en el
Espíritu Santo en la santa Iglesia para la resurrección de la carne?".
Santo Tomás, en su comentario del Credo, explica:
La Iglesia de Cristo es santa. El templo de Dios es santo y este templo sois
vosotros (1Cor 3,17). De ahí la expresión santa Iglesia. Los fieles
de esta santa asamblea son hechos santos por cuatro títulos. En primer
lugar, así como una Iglesia es lavada materialmente en su consagración, los
fieles son lavados con la sangre de Cristo: "El que nos ama y que nos lavó
nuestros pecados con su sangre" (Ap 1,5) y "Jesús para santificar al pueblo
por su propia sangre" (Heb 13,12)...En segundo lugar, por una unción: de la
misma manera que la iglesia recibe una unción, los fieles son ungidos para
ser consagrados por una unción espiritual; de otro modo no serían
cristianos, porque Cristo significa ungido. Esta unción es
la gracia del Espíritu Santo: "Dios es quien nos da la unción" (2Cor 1,21);
"habéis sido santificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el
Espíritu de nuestro Dios" (1Cor 6,11). En tercer lugar, por la inhabitación
de la Trinidad; porque allí dónde Dios habita, es lugar santo:
"verdaderamente, este lugar es santo"; "a tu casa conviene la santidad"
(Sal 92,5). En cuarto lugar, porque Dios es invocado: "Tú estás entre
nosotros, Señor, y tu nombre ha sido invocado sobre nosotros" (Jr 14,9). Es
preciso, pues, vigilar para que, así santificados, no mancillemos, por el
pecado, nuestra alma que es el templo de Dios. El Apóstol dice: "Al que
destruya el templo de Dios, Dios lo destruirá a él".[7]
c) La Iglesia, morada de Dios en el Espíritu
La Iglesia santa, constituida edificio de Dios en el Espíritu, es el
lugar donde se rinde un culto espiritual a Dios. Frente al culto de la
Antigua Alianza, "Dios nos ha capacitado para ser ministros de una nueva
Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata, mas el
Espíritu da vida" (2Cor 3,6):
Porque, por medio de El, los unos y los otros tenemos acceso, en un solo
Espíritu, al Padre. Así, pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino que
compartís la ciudadanía del pueblo santo y sois de la familia de Dios,
edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra
angular Cristo Jesús, en el cual toda construcción, bien ajustada, crece
hasta formar un templo santo en el Señor; en el cual también vosotros sois
edificados juntamente, hasta ser morada de Dios en el Espíritu (Ef
2,18-22).
Igualmente, San Pedro, a los "fieles que viven como extranjeros en
la Dispersión", les recuerda que "han sido elegidos según el previo
conocimiento de Dios Padre, con la acción santificadora del Espíritu,
para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre" (1Pe 1,1-2). Por
ello:
Acercándoos a El, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida,
preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la
construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para
ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por medio de Jesucristo.
Pues vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo
adquirido para anunciar las alabanzas de aquel que os ha llamado de las
tinieblas a su luz admirable (1Pe 2,4-10).
Cada cristiano, porque está insertado en Cristo y es miembro de la
Iglesia, es templo de Dios y del Espíritu (Rom 8,11). Los cristianos son
templo de Dios porque, como piedras vivas, forman parte del gran templo que
es la Iglesia y porque están inhabitados personalmente por el Espíritu de
Dios (Jn 14, 23). Ambas cosas están ligadas: puesto que el cuerpo
resucitado de Jesús, en el que habita corporalmente la divinidad (Col
2,9), es el templo de Dios por excelencia, los cristianos por su inserción
en Cristo forman parte de ese cuerpo y así son con El templo espiritual. Así
Cristo es la piedra viva rechazada por los hombres pero escogida por Dios
(Sal 118,22), la piedra angular del templo santo que se edifica en El.[8]
Apoyados en esta piedra firme, los fieles son también ellos piedras vivas
(1Pe 2,5), pues han sido incorporados a la construcción de la morada de
Dios (Ef 2,21). Más aún, "Dios les ha escogido desde el principio para la
salvación mediante la acción santificadora del Espíritu y la fe en la
verdad" (2Tes 2,13).
De este modo, los hombres "lavados, santificados y justificados en
el nombre de Jesucristo", se convierten en santos "en el Espíritu de nuestro
Dios" (1Cor 6,11), "pues el que se une al Señor, se hace un solo espíritu
con El" (1Cor 6,17). Y esta santidad es el verdadero culto que agrada al
Dios vivo: es "el culto en el Espíritu" (Filp 3,3), "el culto en espíritu y
verdad" (Jn 4,23-24).
d) El Espíritu, fuente de santidad
En realidad sólo Dios es santo. Pero el Dios Santo nos santifica
derramando su Espíritu en nuestros corazones: "Dios os ha escogido como
primicias para la salvación por la santificación del Espíritu y por la fe
en la verdad" (2Tes 2,13). "Fuisteis santificados, fuisteis justificados en
el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1Cor
6,11; Rom 15,16;Heb 2,11). La Iglesia es Santa porque en ella habita y
actúa el Espíritu Santo.
Podemos decir con J. Mahé: "La obra de santificación no es propia del
Espíritu Santo hasta el punto de pertenecerle únicamente a El. Pero puede
decirse que le es propia y le pertenece a título especial, que no conviene
a las otras personas, por tres razones, basadas en la concepción de la
Trinidad de los Padres griegos: a)El Espíritu Santo es el lazo, el
trazo de unión que liga nuestras almas al Hijo y al Padre;b)El es la
imagen del Hijo; imprimiéndose en nuestras almas, las configura con la
imagen del Hijo y, por consiguiente con la imagen del Padre;c) El Espíritu
Santo es la virtud santificadora de la divinidad; la santidad es tan
esencial al Espíritu Santo como la paternidad al Padre y la filiación al
Hijo".[9]
Aunque también es verdad que donde está y actúa el Espíritu Santo,
está y actúa el Padre, está y actúa el Hijo, que el Espíritu como lazo de
amor une. Es lo que afirman tantos textos de los Padres:
El Padre hace todas las cosas por el Verbo en el Espíritu Santo; de esta
manera se salvaguarda la unidad de la santa Tríada. La gracia y el don
concedidos en la Tríada son dados de parte del Padre por el Hijo en el
Espíritu Santo. En efecto, de igual manera que la gracia concedida viene del
Padre por el Hijo, así no puede darse comunicación del don en nosotros a
no ser en el Espíritu Santo ya que, participando de El, tenemos la caridad
del Padre y la gracia del Hijo y la comunicación del Espíritu Santo.[10]
Como en la creación, también en el proceso de santificación de la
Iglesia y del cristiano, como miembro de ella, se conserva el orden que
existe entre las personas de la Trinidad: el Padre dispuso la creación, el
Hijo ejecutó la orden, el Espíritu Santo tiene cuidado de los seres creados.
Continuando la misión del Verbo encarnado, que nos dio la filiación
adoptiva, el Espíritu Santo nos santifica y nos une con el Hijo, y éste nos
conduce al Padre. El hombre verá al Padre en el cielo cuando haya recibido
la incorruptibilidad y la inmortalidad; para ello el Espíritu Santo
desarrolla en los redimidos la acción que empezó en la encarnación y luego
en el Verbo encarnado durante su existencia. Actuando en el Verbo
encarnado se acostumbró a habitar y actuar en los hombres.[11]
Pero, al mismo tiempo, habitando en el cristiano, habitúa al
cristiano a vivir en la comunión con Dios, despojándole de su vetustez de
vida y pasándole a una vida nueva en Cristo. Esta compenetración de vida
entre el fiel y el Espíritu Santo lleva al cristiano a sentir el habla del
Espíritu en su interior, cuando se dirige a Dios y cuando se dirige a los
hombres para dar testimonio de Cristo antes los enemigos: "no seréis
vosotros quienes hablaréis, sino que será el Espíritu de vuestro Padre el
que hablará en vosotros" (Mt 10,20).
e) Espíritu Santo y Santificador
El Espíritu es Santo y, como fuente de santidad, es Santificador.
Hace a la Iglesia santa y, como fruto de su presencia, nace la comunión de
los santos, de las cosas santas y de los fieles santos, en el cielo y en la
tierra. Por eso, en el Símbolo de la fe, están vinculados entre sí los
artículos sobre el Espíritu Santo, la Iglesia y la comunión de los santos:
Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los
santos.
La plenitud de esta comunión de los santos será el fruto escatológico
de la santidad sembrada en la tierra por el Espíritu Santo en los hijos que
engendra en la Iglesia. La Escritura nos señala el comienzo y las
vicisitudes de esta semilla de santidad encaminada por el Espíritu hasta
llevarla a su plena granazón.
La acción santificadora del Espíritu comienza en el bautismo, donde
crea nuestro ser en Cristo (1Cor 6,11;Tit 3,5), haciéndonos hijos de Dios
(Gál 4,6-8;Rom 8,14-16). Después del bautismo permanece en nosotros como don
del Padre (Gál 3,5): habita establemente en los fieles (Rom 8,11.13-14),
enriqueciéndoles con sus dones y frutos de santidad (Gál 5,22), el primero
de los cuales es el amor. Con esta presencia, el Espíritu Santo nos
transforma en templo de Dios (1Cor 6,16-19), impulsándonos a ofrecer
"nuestro cuerpo como víctima viva" en culto espiritual (Rom 6,19;12,1-2).
Nos santifica siendo en nosotros fuerza interior que lucha contra los deseos
de nuestra carne (Gál 5,17;Rom 5,8), sosteniendo nuestra debilidad en la
oración, intercediendo en y por nosotros "según la voluntad de Dios" (Rom
8,26-27). El Espíritu nos hace libres: del pecado;[12]de
la muerte, siendo principio de resurrección (Rom 8, 11); de la carne,
llevándonos a suspirar por las cosas del Espíritu (Rom 8,5-6); incluso nos
libera de la ley, pasándonos a la economía de la gracia, que es economía del
Espíritu (2Cor 3,6). La ley se hace interior como "ley de la fe" (Rom 3,27),
"ley de Cristo" (Gál 6,2), "ley del Espíritu" (Rom 8,2), que se resume en
el amor (Gál 5,14;Rom 13,8), derramado en nuestros corazones por el Espíritu
(Rom 5,5), haciendo de nosotros siervos fieles de Dios (Rom 6,22;1Cor
7,22) y de la justicia (Rom 6,16-18). Este amor elimina en nosotros el
temor (1Jn 4,18), dándonos la confianza de hijos, que esperan del Padre la
herencia del Reino de los cielos (Rom 8,15-18).
Por ello, podemos implorar en la liturgia Eucarística:
Padre de bondad,
que todos tus hijos nos reunamos
en la heredad de tu reino,
con María, la Virgen Madre de Dios,
con los apóstoles y los santos;
y allí, junto con toda la creación
libre ya del pecado y de la muerte,
te glorifiquemos por Cristo, Señor nuestro,
por quien concedes al mundo todos los bienes.
(Plegaria IV)
[6]
Rom 12,13;1Cor 1,2;6,12; 14,33;Filp 1,1;4,21-22;Col 1,1.4;Ef 4,12;He
9,13.32.41; 26,10.18;Ap 13,7.
[9]
J. MAHE, La sanctification d'après S. Cyrille d'Alexandrie,
Rev.Asc.et Myst. 7(1926)30-40 y 469-492.
[10]
SAN ATANASIO, Ad Serapionem, I,28 y 30. Cfr. igualmente: SAN
GREGORIO DE NISA, Quod non sint tres dii, PG 45,125 C;SAN CIRILO DE
ALEJANDRIA, In Ioan.,l.X,c.2...