Domingo 9 del Tiempo Ordinario C - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Aplicación: Julio Alonso Ampuero: La fe del centurión
Comentario Litúrgico Patrístico:Manuel Garrido Bonaño
Aplicación: Alessandro Pronzato - una fe fuera de lo normal
Aplicación: Hans Urs von Balthasar - la verdadera fe
Padres
de la Iglesia: SAN JUAN CRISÓSTOMO - HOMILIA XXVI
DIRECTORIO HOMILÉTICO
Aplicación: RANIERO CANTALAMESSA - Yo no soy digno de que entres en mi casa
Aplicación: Hablar con Dios
(santos)
Aplicación: Fr. John A.
SISTARE - La Fe
Aplicación: Zevini-Cabra
- Lectio Divina
¿Como acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: celebrarla
Aplicación: Julio Alonso Ampuero - La fe del centurión
Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico, Fundación Gratis Date.
«No soy quién…» Conmueve la humildad de este centurión. Un hombre con poder,
que tiene gente bajo sus órdenes, que quizá humanamente tendría motivos para
ser orgulloso y altanero… Sin embargo, se considera indigno incluso de que
Jesús entre en su casa. No exige ni reclama; suplica con humildad.
La Iglesia pone en nuestros labios estas palabras como preparación inmediata
a la comunión: «No soy digno…» ¡Si comulgáramos siempre con la misma
conciencia de indignidad que este centurión…!
«Dilo de palabra». Junto a la conciencia de indignidad, la fe firme en el
poder de Cristo. Más aún, en el poder de su palabra. Humildad no es
apocamiento. El reconocimiento de nuestra indignidad puede y debe ir unido
al reconocimiento del poder de Dios. Su sola palabra es capaz de obrar
grandes cosas. En efecto, «Él lo dijo y existió, Él lo mandó y surgió» (Sal
33,9).
«Ni en Israel he encontrado tanta fe». El que hace este acto impresionante
de fe es precisamente un pagano, un extranjero. Él sabe que su propia
palabra surte efecto cuando manda algo a un subordinado, pues ¡cuánto más la
palabra del Hijo de Dios! En él se realiza el universalismo de la salvación
anunciado en el A.T. (1ª lectura: 1Re 8,41-43; Salmo responsorial: Sal
116,1). ¿Por qué con tanta frecuencia «los de siempre» o «los cercanos»
somos los más incrédulos?
Comentario Litúrgico Patrístico: Manuel Garrido Bonaño: Año
Litúrgico Patrístico
Tomo IV: Tiempo Ordinario, Semanas I-X, Fundación Gratis Date.
La Iglesia orante nos invita a extender nuestra mirada a todos los hombres,
para ensanchar nuestro corazón de creyentes en Cristo, con la esperanza de
una salvación sin fronteras.
–1 Reyes 8,41-43: Cuando venga, Señor, un extranjero para rezar en este
templo, escúchale desde el cielo. Salomón construyó la Casa del Señor, el
Templo de Jerusalén, con un corazón abierto al amor universal de Dios, es
decir, con la esperanza de que todos los hombres pudieran orar allí como
hermanos. Esta universalidad pretendida solo tendrá realización plena en
Cristo y en su Iglesia católica. San Agustín dice:
«Nosotros somos la santa Iglesia. Pero no he dicho “nosotros” como si me
refiriera solo a los que estamos aquí, a los que ahora me habéis oído. Lo
somos cuantos, por la gracia de Dios, somos fieles cristianos en esta
Iglesia, en esta ciudad, en esta región, en esta provincia y aún más allá
del mar, y hasta en todo el orbe de la tierra… Tal es la Iglesia católica,
nuestra verdadera Madre» (Sermón 213).
San Cirilo de Jerusalén enseña:
«La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el
orbe de la tierra, del uno a otro confín, y porque de un modo universal y
sin defecto enseña todas las verdades de la fe que los hombres deben
conocer, ya se trate de las cosas visibles o invisibles, de las celestiales
o terrenas; también porque induce al verdadero culto a toda clase de
hombres, a los gobernantes y a los simples ciudadanos, a los instruidos y a
los ignorantes; y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin
excepción, tanto los internos como los externos. Ella posee todo género de
virtudes, cualquiera que sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier
clase de dones espirituales» (Catequesis 18,23-25).
–Con el Salmo 116 cantamos la universalidad del mensaje de Cristo, de su
extensión a todos los hombres: «Alabad al Señor todas las naciones,
aclamadlo todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su
fidelidad dura por siempre»
La catolicidad de la Iglesia se afirma también continuamente en la liturgia,
que no se centra en el «yo», sino en el «nosotros». Nosotros oramos,
nosotros damos gracias al Señor y lo alabamos, nosotros pedimos por todos
los hombres. Si hemos de ser verdaderos hijos de Dios, todo en nosotros ha
de ser universal, es decir, católico. «Dios quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de su verdad» (1 Tim 2,4).
–Gálatas 1,1-2.6-10: Si quisiera agradar a los hombres, no sería servidor de
Cristo. Para San Pablo, apóstol de los gentiles, un Evangelio que no sea
universal, que no ofrezca la salvación a todos los hombres, es «otro»
evangelio, no el de Jesucristo. Así lo enseña el Vaticano II:
«Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo pueblo de Dios.
Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse en
todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la
voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a
sus hijos que estaban dispersos, determinó luego congregarlos (Jn 11,52).
Para esto envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero de todo (Heb
1,2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo
nuevo y universal de los hijos de Dios…
«Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la
tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son de un reino
no terrestre, sino celestial… Este carácter de universalidad que distingue
al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor, con el que la Iglesia Católica
tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad con todos
sus bienes bajo Cristo Cabeza, en la unidad del Espíritu» (Lumen Gentium
13).
–Lucas 7,1-10: Ni en Israel he encontrado tanta fe. El Corazón del Redentor
no aceptó fronteras, ni religiosas ni mentales, ni sociales. La fe auténtica
no es patrimonio de una institución, sino una actitud profunda del alma, que
se eleva personalmente al Misterio de Cristo. Esta fe es la que aparece hoy
en la lectura evangélica. San Ambrosio dice:
«Es hermoso que, después de haber dado sus preceptos, [Cristo] nos enseña
cómo hemos de conformarnos con ellos. En efecto, inmediatamente, es
presentado al Señor el siervo de un centurión pagano para ser curado. Él es
una figura del pueblo gentil, que estaba retenido por las cadenas de la
esclavitud del mundo, enfermo de pasiones mortales, y que el beneficio del
Señor había de curar. Y al decir que “estaba a punto de morir”, no se
equivoca el evangelista; pues, efectivamente, estaba a punto de morir, si
Cristo no lo hubiese curado. Ha cumplido, pues, el precepto con su caridad
celestial, amando a sus enemigos hasta arrancarlos de la muerte e invitarlos
a la esperanza de la salvación eterna…
«Observa cómo la fe da un título para la curación. Advierte también que, aun
en el pueblo gentil, hay penetración del misterio… “Ni siquiera en Israel he
encontrado una fe semejante”. La fe de este hombre la antepone a la de
aquellos elegidos que ven a Dios (Israel se interpretaba “el que ve a
Dios”)» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, V, 83,85 y 87).
Aplicación: Alessandro Pronzato - una fe fuera de lo normal
Pan del Domingo (C), p. 124
Y no ha sido sólo el Maestro el que ha quedado admirado de aquella fe fuera
de lo normal. Parece que también Lucas ha sido tocado, fulgurado, casi
trastornado. Por lo que da la impresión de que se olvida del criado
moribundo, que está en la base de todo. Cae en la cuenta al final y lo
remedia con una anotación apresurada: “Y al volver a casa, los enviados
encontraron al criado sano”. Ahí está todo. Es algo increíble.
El evangelista pretende contarnos un milagro. Y, por el camino, su pluma es
desviada hacia otro suceso excepcional.
Tanto que, sólo en la última línea, se nos hace saber que el criado ha sido
efectivamente curado. Casi como si el detalle resultase insignificante
respecto al núcleo esencial de la narración, respecto a la “novedad”
sorprendente con la que ha topado a lo largo del camino. Como diciendo que
el verdadero milagro es la fe.
La fe constituye la premisa indispensable del milagro. No al revés.
La fe es la que provoca, la que hace posible el milagro.
No es el milagro el que hace nacer la fe (aunque ésta sea la mentalidad
corriente).
Es más, ya la fe en sí misma representa el prodigio, el suceso milagroso, la
realidad inaudita.
Jesús se pone en camino para ir a hacer un milagro.
Pero encuentra el milagro por el camino. Por lo que no puede librarse de
proclamar la propia sorpresa: “os digo que ni en Israel he encontrado tanta
fe”.
Sí. Aquí todo sucede a distancia.
Cristo y el centurión no se encuentran. No se conocen en absoluto.
Y tampoco se encuentran cara a cara el enfermo y el que cura.
Las palabras vienen “referidas”.
El milagro de realiza a distancia. Y se constata “después”.
¿No será la fe acaso esta realidad “presente”, punto supremo de cercanía,
que es capaz de soportar todas las distancias y todas las ausencias?.
Yo, desgraciadamente, necesito de un Dios siempre al alcance de la mano, al
alcance de mis charlatanerías.
Un Dios de quien disponer en los momentos que yo quiero.
Un Dios que se deje oír, que me facilite las pruebas de su presencia, que me
documente concretamente su cercanía.
Soy incapaz de fiarme de una palabra suya “a distancia”, de agarrarme a su
ausencia, de sentirme seguro incluso cuando no está (como yo pretendería).
Entonces no es Dios quien está “distante”.
Es mi fe la que está ausente.
(¿Quién sabe si a Jesús le “resulta” el milagro de curar una fe -la mía- que
tiene necesidad de tantas palabras tranquilizadoras, claras, y ya no está en
condiciones de percibir “una sola palabra” que llega de lejos?).
Áplicación: Hans Urs von Balthasar - La verdadera Fe
1. «No soy yo quién para que entres bajo mi techo».
Resulta ciertamente impresionante la manera como el centurión pagano del
evangelio transmite a Jesús su ruego de que cure a su criado enfermo. El se
siente indigno de presentarse personalmente ante el Señor y envía a unos
amigos judíos para que lo recomienden a Jesús. Y cuando Jesús se acerca, el
centurión tampoco sale de su casa, sino que envía de nuevo a otros amigos,
que deben informar a Jesús de la gran fe de que hace gala el centurión,
quien está convencido de que, al igual que le obedecen a él los soldados que
tiene bajo su disciplina, así también el poder de la enfermedad está
sometido a Jesús. Esta confianza, expresada desde una doble distancia,
«admira» a Jesús, pues se diferencia claramente del comportamiento de los
judíos, quienes le exigen signos o malinterpretan muy a menudo los milagros
que hace con habladurías sensacionalistas. La verdadera fe no se limita a
Israel, se la puede encontrar fuera del pueblo elegido en una forma aún más
pura (así también en el caso de la mujer cananea). El antiguo Israel sabía
ya de la existencia de paganos sabios y piadosos que eran hombres modélicos
(Ez 14,14; 28,3).
2. «Haz lo que te pide el extranjero».
Este acento universalista resuena ya en la oración de Salomón en el templo
(primera lectura). El rey de Israel amplía su oración por el pueblo
incluyendo también a los extranjeros, que, viniendo de lejos, rezarán en
esta casa de Dios; que Dios se digne escucharlos: «Así te conocerán y te
temerán todos los pueblos de la tierra». Aunque en la Antigua Alianza este
aspecto no es frecuente, en la Iglesia de Cristo no sólo está permitido sino
que está incluso expresamente prescrito: la Iglesia debe hacer «oraciones,
plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres, por los
reyes y por todos los que están en el mando» (1 Tm 2,2). Pues la voluntad
salvífica de Dios es universal y manifiesta desde la encarnación de su
Palabra, que tiene poder «sobre toda carne» (Jn 17,2).
3. «No hay otro evangelio».
De ahí, en la segunda lectura, la sorpresa de Pablo de que los Gálatas hayan
abandonado «tan pronto» el evangelio de la «gracia de Jesucristo», que está
pensado para todos los hombres, para entregarse a una religión particular
llena de prácticas “sin eficacia ni contenido” (Ga 4,9) que jamás podrían
justificar al hombre ante Dios, aunque se cumpliera «la ley entera» con
todas y cada una de sus prescripciones. Esto sería «neutralizar el escándalo
de la cruz» (Ga 5,11), que ha revelado el amor de Dios a todos los hombres y
nos impone un solo mandamiento, el del amor, por el cual, si es auténtico,
queda cumplida de paso «la ley entera» (Ga 5,14). El mandamiento del amor es
el único universal porque es simplemente la respuesta al acontecimiento de
la cruz, y con ello, como «amor al prójimo», es también el único medio de
salvación universal capaz de traer la paz de Dios al mundo dividido.
Padres de la Iglesia: SAN JUAN CRISÓSTOMO -
HOMILIA XXVI - (www.iveargentina.org)
El leproso se acercó a Cristo cuando éste bajaba del monte; y por el
contrario el centurión se le acerca al ir a entrar en la ciudad de
Cafarnaúm. ¿Por qué ni aquél ni éste se le acercaron cuando estaba allá en
el monte? No fue por desidia, pues ambos tenían una fe ardiente, sino para
no interrumpirlo mientras ensenaba. Y acercándosele le dijo: mi siervo yace
en casa paralítico, gravemente atormentado. Afirman algunos que el
centurión, como excusándose, alegó el motivo de traer consigo al siervo.
Porque no podía, dice, ser llevado estando paralítico y gravemente
atormentado y exhalando el 'último aliento. Porque Lucas refiere que se
encontraba en tal extremo que estaba para morir.
Por mi parte, yo pienso que lo hizo dando señales de su gran fe, mucho mayor
que la de aquellos que por el techo descolgaron al otro paralítico. Como
sabía bien que el solo mandato del Señor podía levantar del lecho al
enfermo, le pareció inútil llevarlo. ¿Y qué hace Jesús? Hizo ahora lo que
nunca antes había hecho. Como en todas partes se acomodaba a la voluntad de
los suplicantes, aquí, sin embargo, se adelanta y no sólo promete curar al
enfermo, sino ir personalmente a la casa. Y lo hace para que conozcamos la
fe del centurión. Si no hubiera prometido esto, sino que le hubiera dicho:
Vete, que tu siervo está sano, no conoceríamos la virtud del centurión. Lo
mismo hizo en el caso de la sirofenicia, pero por modos contrarios. En el
caso presente, sin ser invitado, espontáneamente promete ir a la casa, para
que veas la fe y la gran humildad del centurión.
En cambio a la sirofenicia le niega el don que pide y la orilla a la duda, a
ella que persevera en pedir. Siendo él médico sagaz y perito, sabe sacar de
las cosascontrarias efectos opuestos. Aquí descubre la fe del centurión
prometiéndole espontáneamente ir a su casa; allá, mediante una larga
tardanza y aun repulsa, nos descubre la fe de aquella mujer. Lo mismo hizo
con Abraham cuando le dijo: No lo ocultaré a mi siervo Abraham, para
descubrirte y ensenarte cuánto lo amaba y cuán grande providencia tenía de
Sodoma. También los ángeles enviados a Lot no querían entrar en su casa,
para darte así noticia de la hospitalidad de aquel justo.
¿Qué dice, pues, el centurión? Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi
techo. Oigámoslo todos cuantos queremos recibir a Cristo, porque también
ahora es posible recibirlo. Oigámoslo e imitémoslo, y recibamos a Cristo con
el mismo fervor. Di una sola palabra y mi siervo será curado. Observa cómo
el centurión, lo mismo que el leproso, tienen una opinión verdadera respecto
de Cristo. Pues tampoco éste dice: ruega, ni suplica, sino únicamente manda.
Y luego, temeroso por modestia, de que Cristo se negara, añadió: Porque
también yo soy un subordinado; pero bajo mi mando tengo soldados y digo a
éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi esclavo: Haz esto, y lo
hace.
Preguntarás: pero ¿qué se concluye de aquí, si es que el centurión solamente
sospechaba el poder de Cristo? Porque lo que se quiere saber es si Cristo lo
proclamó y confirmó. ¡Bella y prudentemente lo preguntas! Investiguémoslo,
pues. Desde luego encontramos que aquí sucedió lo mismo que en el caso del
leproso. En éste, dijo el leproso: Si quieres. Y se confirma el poder de
Cristo no sólo por lo que dice el leproso, sino también por las palabras de
Cristo; puesto que no sólo no refutó la opinión del leproso, sino que la
confirmó añadiendo algo que parecía superfluo, cuando dijo: Quiero, sé
limpio, para dar firmeza a la dicha opinión. En el caso del centurión es
necesario igualmente examinar si acaso Cristo también lo confirma en su
opinión: encontraremos que sucedió lo mismo.
Porque apenas terminó de hablar el centurión y dio testimonio de la gran
potestad de Cristo, éste no sólo no lo reprendió, sino que lo aprobó y aun
hizo algo más. Porque el evangelista no dice solamente que Cristo alabó sus
palabras, sino que, dando a entender lo altísimo de su alabanza, dice que
Cristo se admiró; y que estando presente todo el pueblo, se lo propuso como
ejemplo para que lo imitaran. ¿Observas cómo todos los que testificaban el
poder de Cristo lo hacían con admiración? Y las turbas se espantaban de su
doctrina, porque les ensenaba como quien tiene autoridad. Y El no sólo no
los reprende, sino que baja con ellos del monte, y con la curación del
leproso los confirma en su opinión. El leproso decía: Si quieres, puedes
limpiarme. Y Cristo no lo corrigió, sino
que procedió como el leproso le decía, y así lo curó. También acá el
centurión decía: Di sólo una palabra y mi siervo será curado. Y Cristo con
admiración le dijo: No he encontrado fe tan grande en Israel. Puedes conocer
lo mismo en un ejemplo contrario.
Nada igual a eso dijo Marta, sino todo al
revés: Yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo otorgará. Pero Cristo no la
alabó, a pesar de que era su conocida y que ella mucho lo amaba y era una de
las que diligentemente le servían. Al revés, la corrigió porque no se
expresaba bien. Y así le dijo: ¿No te he dicho que si creyeres verás la
gloria de Dios?, con lo que la corregía por no haber creído aún. Y como ella
decía: Yo sé que cuanto pides a Dios, Dios todo te lo otorga, la aparta de
semejante opinión, y le ensena que El no necesita suplicar a otro, sino que
es la fuente de todo bien. Y le dice: Yo soy la resurrección y la vida. Como
si dijera: Yo no tengo que esperar de otro la fuerza para proceder, sino que
todo lo hago por mi propia virtud. Tal es pues el motivo de admirarse del
centurión; y así lo ensalza sobre todo el pueblo y le da el honor del reino
y excita a los demás a imitarlo. Y para que veas que Cristo lo dijo para
ensenar a los demás la misma fe, advierte la diligencia del evangelista y
cómo lo deja entender cuando dice: Volviéndose Jesús, dijo a los que lo
seguían: no he encontrado tan grande fe en Israel. De manera que pensar
excelentemente de Cristo es lo más propio de la fe, y es lo que nos acarrea
el reino de los cielos y todos los otros bienes.
La alabanza de Cristo no consistió en solas palabras, sino que por su fe le
restituyó sano al enfermo y a él lo ciñó con una brillante corona, y le
prometió grandes dones con estas palabras: Muchos vendrán del Oriente y del
Occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en, el reino de
los cielos, mientras que los hijos del reino serán arrojados fuera. Como ya
había hecho muchos milagros, en adelante habla a las turbas con mayor
confianza y libertad. Y luego, para que nadie creyera que tales cosas decía
por adulación, y además para que todos vieran que el ánimo del centurión era
sincero, le dijo: Ve, hágase contigo según has creído. Y al punto se siguió
el milagro, como testimonio de la sinceridad de ánimo y voluntad del
centurión. Y en aquella hora quedó curado el siervo. Lo mismo que sucedió
con la sirofenicia. Pues a ésta le dijo: Mujer, grande es tu fe, hágase como
tú quieres. Y sanó su hija.
Mas como Lucas, refiriendo este milagro, pone otras muchas circunstancias
que ofrecen cierta dificultad, tenemos que examinarlas y resolver la
dificultad. ¿Qué dice Lucas? Que el centurión echó por delante a los
ancianos de los judíos que rogaran a Jesús ir a su casa. Mateo, en cambio,
dice que él personalmente se acercó y le dijo: Yo no soy digno. Hay quienes
afirman tratarse de dos centuriones, aunque hay muchos rasgos semejantes. De
uno se dice: Nos ha edificado una sinagoga y ama a nuestro pueblo; del otro
dice Jesús: No he encontrado fe tan grande en Israel. Del primero se dice:
Vendrán muchos del Oriente, por lo que es verosímil que fuera judío. ¿Qué
diremos nosotros? Que esa solución es fácil. Pero preguntamos si acaso es
también verdadera. Por mi parte, creo que es un solo centurión.
Dirás: ¿cómo es entonces que Mateo lo pone diciendo: Yo no soy digno de que
entres bajo mi techo, mientras que Lucas afirma que envió emisarios a Jesús
para que lo llamaran a su casa? Creo yo que Lucas da a entender la adulación
de los judíos y la inestabilidad de los hombres que se encuentran con
adversidades y cómo cambian pronto de pareceres. Es natural que cuando el
centurión quería partirse, lo detuvieran los judíos adulándolo y diciéndole:
Nosotros iremos y lo traeremos. Observa sus palabras llenas de adulación,
pues le decían a Jesús: Ama a nuestro pueblo y aun nos ha construido una
sinagoga. No saben cuál es el capítulo de alabanzas para el centurión.
Cuando debían decir a Jesús: Quería él venir personalmente a suplicarte,
pero nosotros se lo impedimos considerando su aflicción y viendo en el lecho
al enfermo. Y de este modo manifestar la fe del centurión. Pero nada de eso
dicen a Cristo. No querían, movidos de envidia, hacer resaltar la fe del
centurión; y por esto prefieren ocultar la virtud de aquel por quien se
acercaban a suplicar, para que no apareciera ser persona de valer el que
rogaba ni llevara a cabo el negocio a que iban, exaltando su fe.
Porque
suele la envidia oscurecer el entendimiento. Jesús, en cambio, que conoce
los secretos de los corazones, exaltó, contra la voluntad de los
judíos, la fe del centurión. Y que esto sea la verdad, oye cómo lo
interpreta Lucas cuando dice que como Jesús estuviera lejos, le envió unos
mensajeros que le dijeran: Señor, no te molestes, pues yo no soy digno de
que entres bajo mi techo. Una vez que el centurión se vio libre de la
molestia de los judíos, entonces envió a Jesús a algunos que le dijeran que
él no se juzgaba digno de recibirlo en su casa. Y aunque Mateo afirme que
esto lo dijo no por medio de amigos, sino personalmente, esto no importa. Lo
que importa y se investiga es solamente si ambos varones declararon su
fervorosa voluntad y tuvieron la debida opinión respecto de Cristo.
Por otra parte, es verosímil que el centurión, tras de haber enviado a sus
amigos, viniera personalmente y repitiera lo mismo: cosa que si no la dijo
Lucas, tampoco la afirmó Mateo. No se contradicen, pues, en la narración,
sino que uno refiere lo que el otro omitió. Observa además cómo Lucas por
otro camino enaltece la fe del centurión diciendo: Estaba a punto de morir
el siervo, lo cual no hizo que el centurión desesperara ni le quitó la
confianza, pues aun así confió en que el criado recobraría la salud. Y si
Mateo afirma que Cristo dijo de él que no había encontrado en Israel fe tan
grande, con lo que declara que el centurión no era israelita, Lucas asegura
que había construido una sinagoga para los judíos: no se opone lo uno a lo
otro. Pudo, sin ser judío, construirla y amar a la nación judía.
Por tu parte, no pases de ligero sus palabras, sino ten en cuenta su
dignidad de centurión, y así apreciarás mejor su virtud. Generalmente la
soberbia de quienes obtienen prefecturas es tal que ni aun en las desgracias
se humillan. Así, el otro que menciona Juan, llama a Jesús a su casa y le
dice: Baja antes de que muera. No así éste, sino que se muestra más
excelente que aquél y que los que por el techo descolgaron al enfermo.
Porque no exige la presencia corporal de Cristo ni lleva al enfermo hasta el
médico (cosa que ya indica estima grande de su poder), sino que, apoyado en
la opinión suya, consentánea con lo que a Dios conviene, le dice: Di sólo
una palabra. Y aun antes, al principio, no dijo: Di una palabra, sino que
solamente declaró lo de la enfermedad; pues por su mucha humildad pensaba
que Cristo no accedería a su petición al punto, sino que iría a su casa. Y
así, cuando le oyó decir: Yo iré y lo curaré, entonces le dijo: Di sólo una
palabra. No lo perturbó tanto su aflicción que no discurriera en medio de su
tristeza; y no miraba tanto a la salud de su siervo como a no hacer él nada
que fuera menos conveniente. Y eso que él no lo pedía, sino que fue Cristo
quien se ofreció. Aun así, temió recibir más de lo que su dignidad merecía e
ir a propasarse. ¿Adviertes su prudencia? Considera la necedad de los judíos
que dicen: Merece que le hagas esto. Cuando lo conveniente era acudir a la
misericordia de Jesús, ellos echan por delante la dignidad del centurión, y
ni siquiera saben en qué forma ponérsela delante. No procedía lo mismo el
centurión, sino que en absoluto se confesaba indigno no sólo del beneficio;
sino aun simplemente de recibir a Cristo en su casa.
Por tal motivo, cuando dijo: Mi siervo está en cama, no añadió: ¡Di! pues
temía no ser digno de aquel favor. Lo único que hizo fue declarar su
desgracia. Y cuando vio que Cristo se disponía a ir a su casa, ni aun
entonces se avorazó a lo que se le ofrecía, sino que se contuvo en los
límites de lo conveniente. Si alguno dijere: ¿Por qué Cristo no lo honró
igualmente? yo respondería que en realidad le confirió un grande honor a su
vez. En primer lugar, declarando su buena inclinación y voluntad, la cual
quedó manifiesta, sobre todo en no ir a su casa. En segundo lugar, porque lo
introdujo en el reino y lo exaltó sobre todo el pueblo judío. Como el
centurión se había juzgado indigno de recibir a Cristo en su casa, se hizo
digno aun del reino y alcanzó las mismas bendiciones y bienes que Abraham.
Preguntarás por qué motivo el leproso, que dio mayores testimonios que el
centurión, no fue alabado. Porque él no dijo: Di una palabra, sino lo que es
mucho más: basta con que quieras, que es lo que el profeta dice acerca del
Padre: Hizo todo lo que deseó. La realidad es que también el leproso fue
alabado. Pues cuando Cristo le dijo: lleva la ofrenda que mandó Moisés para
testimonio de ellos, no fue otra cosa sino decirle: tú serás su acusador,
pues has creído. Por lo demás, no era lo mismo que un judío creyera y que
creyera un gentil. Y que el centurión no era judío, queda ya claro, pues era
centurión; y también por lo que dijo Cristo: Ni en Israel he encontrado fe
tan grande.
Y era en verdad cosa eximia que un hombre no contado entre los judíos
pensase tan altamente de Cristo. Porque esto supone, creo yo, que ya había
concebido en su mente los ejércitos del cielo; y que la muerte y las
enfermedades y todas las demás cosas estaban sujetas a Cristo, como a él lo
estaban los soldados. Y por esto decía: Porque también yo soy súbdito; es
decir: tú eres Dios, yo soy hombre. Yo soy súbdito, tú no lo eres. Pues si
yo, hombre y súbdito, tan grande poder tengo, mucho mayor lo tendrás tú que
eres Dios y de nadie eres súbdito. Porque quiere, alegando la suma
preeminencia de Cristo, persuadirlo de que no ha querido poner ejemplo de
igual a igual, sino de una cosa altísima en exceso. Si yo, dice, que soy
como otro cualquiera de los que son súbditos y vivo sujeto a la potestad de
otro, por esta pequeña autoridad que me confiere la prefectura, tengo tanto
poder que no se me resiste, sino que cuanto impero, por vario que sea, al
punto se pone por obra; y digo a uno ve, y va; y a otro ven, y viene, sin
duda tú puedes cosas mucho mayores. Hay quienes entienden este pasaje de
este modo.
Leen: Si yo siendo hombre. Y puntúan aquí, y luego continúan:
Tengo soldados bajo mi potestad. Pero yo quiero que te fijes en cómo el
centurión declara que Cristo manda aun sobre la muerte y como a un esclavo
le da órdenes de Señor. Pues cuando dice Ven, y viene; ve, y va, eso
significa. Si tú ordenaras que la muerte no venga sobre mi siervo, no
vendrá. ¿Ves cuán lleno estaba de fe? Lo que hasta más tarde sería claro
para todos y a todos manifiesto, eso aquí lo hace público el centurión: es a
saber, que Cristo tiene potestad sobre la muerte y sobre la vida y que puede
llevar hasta las puertas de la muerte y devolver desde ahí. Y no habló sólo
de los soldados, sino también de los siervos cuya obediencia es mayor.
Y sin embargo, teniendo fe tan grande, se juzgaba indigno. Pero Cristo,
demostrando que sí era digno de que él entrara en su casa, le hace dones
mayores, pues lo admira y lo ensalza y le concede más de lo que pedía.
Porque vino en busca de la salud corporal para su siervo, pero regresó tras
de recibir el reino. ¿Ves cómo ya se va cumpliendo aquello de: Buscad el
reino de los cielos y las demás cosas se os darán por añadidura? Por haber
demostrado fe grande y humildad, le da el cielo y le añade la salud corporal
de su siervo; y no sólo lo honró tan grandemente de esta manera, sino además
manifestándole cómo entraba en el reino tras de ser expulsados otros más
importantes.
Por todas estas cosas, declaró Cristo que la salvación proviene por la fe y
no por las obras según la Ley. Y por esto el don de la fe se propone no sólo
a los judíos sino también a los gentiles; más aún, a éstos antes que a los
otros. Como si dijera: no penséis que esto sólo ha sucedido con el
centurión, sino que en todo el orbe sucederá lo mismo. Y lo dijo hablando en
profecía acerca de los gentiles y ofreciéndoles la buena esperanza. Porque
los que lo seguían eran de Galilea de los gentiles. Decía pues estas cosas
para no dejar que los gentiles perdieran ánimo, y para abatir la soberbia de
los judíos. Mas para no herir con estas palabras a los oyentes, ni dar
ocasión alguna de eso, no habló de los gentiles antes; sino que ahora toma
ocasión del centurión y ni siquiera usa la palabra gentiles.
Pues no dijo: Muchos de los gentiles, sino: Muchos del Oriente y del
Occidente, con lo que, cierto, significaba a los gentiles, mas no ofendía a
los oyentes, pues la sentencia quedaba suboscura. Ni es este el único modo
con que suaviza esta nueva e inaudita doctrina; sino que, además, poniendo
en vez del reino el seno de Abraham. No les era conocido este nombre; en
cambio mucho más los conmovía el nombre de Abraham pronunciado. Así lo hizo
el Bautista, quien al principio nada dijo de la gehenna, sino que trajo al
medio lo que más los impresionaba: No queráis alegar: tenemos por padre a
Abraham.
Y para no parecer contrario a las antiguas instituciones, toma además otra
providencia. Puesto que quien admira a los patriarcas, y a estar en su seno
llama suerte de todos los buenos, quita en absoluto y de raíz semejante
sospecha. Y nadie piense que en eso se encierra una sola conminación: tienen
ahí los malos un doble suplicio y una doble alegría los buenos. Para los
primeros y judíos, no únicamente haber perdido el sitio tan eximio, sino
haber perdido lo que por derecho les correspondía; para los segundos y los
gentiles, no sólo haber recibido esa porción y suerte, sino haberla recibido
cuando no la esperaban. Y aun se les añade una tercera alegría, que es
recibir lo que a los otros pertenecía por herencia.
A éstos, para quienes estaba preparado el reino, los llamó hijos del reino,
cosa que a los otros les causaba gran dolor. Pues habiendo declarado que los
judíos, según la promesa, estaban en el seno de Abraham, al punto los echa
fuera. Y luego, como sus palabras eran una verdadera sentencia, la confirma
con el milagro, del mismo modo que los milagros se confirman con la
predicción de las cosas que después han sucedido. De manera que quien no
creyera que el siervo en aquella ocasión quedó curado, que se mueva a
creerlo por la dicha profecía que ya se ha cumplido. Porque la profecía,
antes de que se cumpliera, fue de todos conocida por el milagro
subsiguiente. Primero predijo esto Jesús y luego curó al siervo paralítico
para confirmar lo futuro mediante lo presente, y mediante lo que era más se
afianzara lo que era menos. Que los dotados de virtudes gocen bienes y que
los viciosos sufran castigos, era algo verosímil para la razón; más aún, es
lógico y conforme a las leyes de la justicia. En cambio, sanar y curar a un
paralítico, era cosa que estaba sobre las leyes naturales.
Mas para esta tan grande y admirable cosa, no poco aportó el centurión, como
el mismo Cristo declaró cuando dijo: Ve y hágase según has creído. ¿Ves cómo
la salud restituida al siervo predica el poder de Cristo y la fe del
centurión, y confirma la profecía de lo que había de suceder? Pero más aún:
todo ahí predicaba el poder de Cristo. Pues no sólo sanó el cuerpo del
siervo, sino que también arrastró poderosamente a la fe al alma del
centurión, mediante el milagro. Y no consideres únicamente que el uno haya
creído y el otro haya sanado; sino admira la rapidez del negocio. La declaró
el evangelista diciendo: Y sanó el siervo en aquella hora. Lo mismo que dijo
acerca del leproso: y al punto quedó limpio. Mostró Cristo su poder no sólo
sanándolos, sino haciéndolo de un modo inesperado y en un instante.
DIRECTORIO HOMILÉTICO - Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de
los
Sacramentos
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Todos los hombres estamos llamados a entrar en el Reino de Dios
543 Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en
primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico
está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11;
28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús: "La
palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que
escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino;
después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la
siega" (LG 5).
544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo
acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena
Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. Lc 7, 22). Los declara bienaventurados
porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a
quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los
sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz
comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt
21,18), la sed (cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más:
se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia
ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).
545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a
llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a
la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra
de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos
(cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que
se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio
de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
546 Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico
de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del
Reino (cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para
alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt13, 44-45); las palabras
no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un
espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena
tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25,
14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en
el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir,
hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los
cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de
las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).
La Iglesia, sacramento
universal de la salvación
774 La palabra griega mysterion ha sido traducida en latín por dos términos:
mysterium y sacramentum. En la interpretación posterior, el término
sacramentum expresa mejor el signo visible de la realidad oculta de la
salvación, indicada por el término mysterium. En este sentido, Cristo es Él
mismo el Misterio de la salvación: Non est enim aliud Dei mysterium, nisi
Christus ("No hay otro misterio de Dios fuera de Cristo"; san Agustín,
Epistula 187, 11, 34). La obra salvífica de su humanidad santa y
santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en
los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también
"los santos Misterios"). Los siete sacramentos son los signos y los
instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de
Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia
contiene, por tanto, y comunica la gracia invisible que ella significa. En
este sentido analógico ella es llamada "sacramento".
775 "La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la
unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano "(LG 1): Ser
el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de
la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la
Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad
ya está comenzada en ella porque reúne hombres "de toda nación, raza, pueblo
y lengua" (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es "signo e instrumento" de
la plena realización de esta unidad que aún está por venir.
776 Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida
por Cristo "como instrumento de redención universal" (LG 9), "sacramento
universal de salvación" (LG 48), por medio del cual Cristo "manifiesta y
realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre" (GS 45, 1).
Ella "es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad" (Pablo VI,
Discurso a los Padres del Sacro Colegio Cardenalicio, 22 junio 1973) que
quiere "que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en
un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu
Santo" (AG 7; cf. LG 17).
La oración de la dedicación del Templo de Salomón
2580 El Templo de Jerusalén, la casa de oración que David quería construir,
será la obra de su hijo, Salomón. La oración de la Dedicación del Templo (cf
1 R 8, 10-61) se apoya en la Promesa de Dios y su Alianza, la presencia
activa de su Nombre entre su Pueblo y el recuerdo de los grandes hechos del
Éxodo. El rey eleva entonces las manos al cielo y ruega al Señor por él, por
todo el pueblo, por las generaciones futuras, por el perdón de sus pecados y
sus necesidades diarias, para que todas las naciones sepan que Dios es el
único Dios y que el corazón del pueblo le pertenece por entero a Él. Jesús y
el Templo
583 Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto
al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días
después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió
quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos
de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los
años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público
estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las
grandes fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10,
22- 23).
584 Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con
Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se
indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21,
13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de
su Padre: "No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus
discípulos se acordaron de que estaba escrito: 'El celo por tu Casa me
devorará' (Sal 69, 10)" (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los
Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46;
3, 1; 5, 20. 21). 585 Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión,
la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra
(cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos
que se van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc13, 35). Pero esta
profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa
del sumo sacerdote (cf. Mc 14, 57-58) y serle reprochada como injuriosa
cuando estaba clavado en la cruz (cf. Mt 27, 39-40).
586 Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn
4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso
pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a
quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16, 18).
Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva
de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte
corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la
entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: "Llega la hora en
que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre"(Jn 4, 21; cf. Jn
4, 23-24; Mt 27, 51;Hb 9, 11; Ap 21, 22).
Aplicación: RANIERO CANTALAMESSA - Yo no soy digno de que entres en mi casa
(www.cantalamessa.org)
En la Misa,
en el momento de recibir la comunión, cada vez la liturgia nos hace repetir:
"Señor, no soy digno de que entres en mi casa; pero, una palabra tuya
bastará para sanarme". Esta frase está tomada del fragmento evangélico de
hoy. Es aquel en el que el centurión manda decirle a Jesús que tiene un
siervo enfermo: "Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo
mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de
palabra, y mi criado quedará sano".
No podemos continuar repitiendo esta
palabra, sacándola de contexto, esto es, sin conocer por ello la ocasión, de
la que ha nacido, y hacer nuestros los sentimientos, que la han inspirado.
Hoy se nos ofrece la ocasión para hacerlo. Aquel militar se nos ha
facilitado como modelo por el Evangelio; él es el instructor y nosotros los
jóvenes reclutas. No es la primera vez que esto acontece en el Evangelio.
Los militares nunca han gozado de buena fama; pero, el Evangelio sabe
distinguir y señalamos entre ellos igualmente a las personas de
extraordinario valor. En el Nuevo Testamento encontramos tres centuriones y
cada uno con un papel positivo: el centurión de hoy; el que bajo la cruz de
Jesús estando moribundo dice: "Ciertamente este hombre era justo" (Lucas
23,47); Y el centurión Cornelio, el primer pagano admitido en la Iglesia
(cfr. Hechos 10). Con este ánimo, por lo tanto, intentemos leer la entera
cuestión y veremos que ciertos detalles exegéticos toman también entonces
importancia y nos llegan a ser queridos.
El episodio del siervo (más exactamente, del esclavo) del centurión curado
es un caso de rara y conmovedora colaboración entre paganos, hebreos y
cristianos. Leamos: "Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un
criado a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, le envió unos
ancianos de los judíos, para rogarle que fuera a curar a su criado. Ellos,
presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente: "Merece que se lo
concedas, porque tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido la
sinagoga" ". Un pagano, que construye (¡no destruye!) una sinagoga a los
hebreos; unos hebreos, que interceden a favor de un pagano; y un cristiano,
Jesús, que, conmovido y admirado, hace lo que se le pide. En particular, hay
que notar la sensibilidad del centurión pagano. Él sabe bien que no le es
lícito a un judío entrar en la casa de un pagano. Lo recuerda Pedro al
centurión Camelia (Hechos 10, 28) Y Jesús mismo será rigurosamente criticado
por haberlo hecho en el caso de Zaqueo (Lucas 19,7). Parla tanto, para
evitar una situación embarazos a bien sea para los judíos presentes como
para el Maestro el centurión insta a Jesús a no estorbarse para ir personal
mente a su casa; y ello desde el momento en que él puede muy bien actuar
también a distancia.
Veamos, ahora, el razonamiento con que el centurión motiva esta su
convicción, que es posiblemente la parte teo1ógica más relevante de toda la
narración: "Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis
órdenes, y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; y a mi
criado: "Haz esto", y lo hace". Hay dos posibles modos de entender el
razonamiento del centurión, según que se traduzca el inicio de la frase con
"también yo, no obstante vivo bajo disciplina..." o, simplemente, "también
yo, precisamente porque vivo bajo disciplina..." En el primer caso, el
centurión viene a decir: yo no tengo más que un poder limitado, estoy
sometido y vivo bajo disciplina; y si le digo a un soldado: "Ve", va; al
otro: "Ven", y viene; cuánto más tú, con el poder ilimitado que tienes,
puedes decide a mi esclavo: "¡Cúrate!" y él se curará. En suma, hay una
profesión de fe en la autoridad y en el poder absoluto de Cristo, una
respuesta anticipada a la declaración del mismo Cristo: "Se me ha dado todo
poder en el cielo y en la tierra" (Mateo 28,18).
En el segundo caso, el centurión viene a decir: el hecho de que yo viva
sometido o bajo disciplina a mi superior y en último análisis al emperador
me da la misma autoridad del emperador, por lo cual, cuando yo digo a un
soldado algo, él me obedece. Tú puedes hacer lo mismo. Desde el momento en
que tú eres agradable a Dios y Dios está contigo, tú puedes mandar y una
sola palabra tuya lo alcanza todo. En el primer caso, se pone de relieve la
omnipotencia absoluta de Cristo, como Señor; en el segundo, su obediencia al
Padre, como fuente de esta omnipotencia y del poder de hacer milagros.
Una y otra explicación justificarían la admiración de Cristo; pero,
posiblemente esta segunda es todavía más importante que la primera. Se
trataría, en este caso, de una de aquellas intuiciones, de las que Jesús
dijo una vez que no pueden venir "de la carne y de la sangre", sino sólo
"del Padre que está en los cielos" (cfr. Mateo 16, 17). El centurión habría
entendido por divina inspiración lo que Jesús se esforzaba en vano en hacer
entender a sus contemporáneos: que en él estaba el Padre mismo quien se
manifestaba y actuaba, dado que él hacía siempre lo que le agradaba, ya que
nadie puede realizar milagros "si Dios no está con él" (cfr. Juan 3, 2;
8,29; 11, 41). Si esta última explicación es la justa (así lo creen D. H.
Dodd y otros) se obtendría una conclusión importante para el ejercicio de la
autoridad de la Iglesia: toda autoridad humana a su vez se funda en la
sumisión a Dios; quien manda debe ser el primero en obedecer. "No se haga
nada sin tu permiso, escribía san Ignacio de Antioquía al obispo san
Policarpo; pero, tú no hagas nada sin el permiso de Dios".
Y, ahora, la conclusión de toda la historia: "Al oír esto, Jesús se admiró
de él y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo: "Os digo que ni en
Israel he encontrado tanta fe"". Jesús, con estas palabras, no enaltece al
centurión a expensas de los judíos presentes. No dice que no ha encontrado
fe en Israel, sino que ha encontrado todavía más en este hombre pagano; cosa
tanto más sorprendente en cuanto que él no poseía las Escrituras, que le
ayudaban a creer. ¿Qué hay de tan especial en la fe del centurión para
merecer (caso único en el Evangelio) la "admiración" de Cristo? La suya es
una fe desinteresada, genuina, absoluta y humilde.
Veamos dónde se
encuentran estas características. Es una fe desinteresada. Al menos, según
Lucas, el centurión no pide un milagro para sí y ni siquiera para un
familiar suyo sino para un esclavo (la fuente más antigua llevaba el término
pais, que puede significar bien sea siervo como hijo; Mateo conserva el
término ambivalente y Juan lo traduce como hijo). En un tiempo como aquel,
esto es un hecho más único que raro y revela la gran humanidad de este
hombre. Aunque si no faltan ejemplos en la antigüedad sobre relaciones
admirables y profundas entre el patrón o dueño y el esclavo, nunca un patrón
se hubiera sentido empujado a hacer lo que hace aquí el centurión por uno de
sus esclavos. La fe no es nunca tan pura y desinteresada como cuando está
puesta al servicio de los otros e intercede por los demás. Es una fe
genuina. El centurión no cambia el poder de hacer milagros de Cristo por un
poder mágico, como si él poseyese "poderes ocultos" y los usase a su antojo,
no conociéndolo Dios, como hacían ciertos taumaturgos paganos del templo. Lo
ve, más bien, como la manifestación natural de su ser, de su Última comunión
con Dios. Una distinción a tener siempre presente cuando se habla de
milagros y de "poderes especiales".
Es una fe absoluta. Según el centurión, Jesús puede mandar a distancia, usar
una sola palabra; no hay límites a su acción; todo le es posible. Ésta es
ciertamente una de las cosas que al evangelista le importaba más subrayar en
el relato al transmitido a la Iglesia: se puede, por lo tanto, tener
confianza en el Señor, incluso ahora que él no está físicamente presente con
los suyos, habiendo regresado ya al Padre.
Es una fe humilde. Es el aspecto que sobresale más en el conjunto del
relato. El centurión no se considera digno de hospedar en su casa a Cristo;
no tanto por ser un pagano (los paganos en este punto no comparten
ciertamente los escrúpulos de los judíos), cuanto a causa de la superior
dignidad y santidad, que él reconoce en Cristo. Cuando la fe se expone con
humildad llega a ser verdaderamente omnipotente: "Todo es posible para quien
cree" (Marcos 9,22); se entiende, a quien cree así. El Evangelio nota, casi
casualmente, el éxito de la petición, puesto que eso aparece como
descontado: "y al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano".
Todo este mundo de fe humilde y extralimitada estamos llamados a hacer
revivir en nosotros cada vez que en la Misa hacemos nuestras aquellas
palabras del centurión: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa..."
(el Misal italiano lo ha modificado diciendo: "... de participar en tu
mesa"; pero, en otras lenguas ha sido conservada, más felizmente, la imagen
original de "recibir o entrar" a alguno y acogerlo bajo el mismo techo).
Pensemos quién es aquel a quien vamos a recibir y no será difícil compartir
el sentimiento de humildad y de indignidad del centurión.
Gracias, anónimo hermano centurión, también tú, "soldado desconocido", como
desconocida ha permanecido la otra gran creyente del paganismo, la Cananea.
Gracias por la espléndida "ejercitación" que nos has hecho hacer. Se ha
realizado a la letra, también para ti, lo que Jesús dijo de la mujer que le
había ungido los pies en Betania: " Yo os aseguro: dondequiera que se
proclame esta Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que
ésta ha hecho para memoria suya" (Mateo 26,13). UNA CITA CON DIOS - Pablo
Cardona 1. "Yo iré y lo curaré". Jesús, ¡cuántas ganas tienes de hacer el
bien! Hay una persona con dolores muy fuertes y ese dolor te remueve. Pero,
¿no sabías que el criado del centurión estaba enfermo antes de que te lo
dijera su amo? ¿Por qué no habías ido antes? ¿No había más gente sufriendo
dolores fuertes en Cafarnaún? Jesús, empiezo a prepararme para tu nacimiento
y veo que desde Belén hasta la Cruz no rehúyes el dolor ni el sufrimiento:
ni el tuyo ni el de los tuyos.
José no encuentra sitio en la posada; Herodes os persigue; María sufre
cuando te "pierdes" en el Templo. Podías haber evitado todo, pero no lo
haces. ¿Por qué? "Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del
hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó
unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males
aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del
pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas
sus servidumbres humanas" (CEC. 549)
Jesús, no evitas el sufrimiento sino el pecado.
María es concebida sin pecado.
Tú te hiciste igual al hombre en todo menos en el pecado. Perdonas los
pecados al paralítico antes de curarle de su enfermedad: "tus pecados te son
perdonados" Lucas 5,20. ¿No será que el sufrimiento no es un mal, y en
cambio el pecado sí? Si quiero prepararme bien para tu venida, debo empezar
por rechazar el pecado con todas mis fuerzas.
2. Lázaro resucitó porque oyó la voz de Dios: y en seguida quiso salir de
aquel estado. Si no hubiera "querido" moverse, habría muerto de nuevo.
Propósito sincero: tener siempre fe en Dios; tener siempre esperanza en
Dios; amar siempre a Dios..., que nunca nos abandona, aunque estemos
podridos como Lázaro. (San Josemaría, Forja. 211). "En verdad os digo que en
nadie de Israel he encontrado una fe tan grande." Y por eso, Jesús, puedes
hacer el milagro. "Propósito sincero: tener siempre fe en Dios".
Jesús, quiero moverme, quiero salir de este estado mortecino o muerto- en el
que me encuentro. Quiero oír tu voz, tu llamada, y salir del mundo de mis
miserias, de mis egoísmos, de mis envidias, de mis planes y proyectos
personales en los que no cabe Dios ni los demás. Mi alma yace quizá un poco
paralítica porque no tiene fuerza para vencer la comodidad, la vanidad, la
sensualidad, el egoísmo.
"Yo iré y lo curaré". Jesús, vas a venir al mundo para salvarme, pero aún
"no soy digno de que entres en mi casa." Quiero prepararme bien. Quiero
aprender a amarte. Y veo que lo primero que debo hacer es limpiarme,
rechazar verdaderamente el pecado, empezando por acudir al sacramento de la
confesión Jesús, vas a venir al mundo para salvar a todos los hombres. No
sólo a los de Israel: "muchos de Oriente y Occidente vendrán y se pondrán a
la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos". No haces
grupitos, buscas a todos: sabios y menos sabios, ricos y pobres, sanos y
enfermos. Has venido a salvar a todos y por eso de todos esperas una
respuesta. Que sepa responder con fe, con mi vida de cristiano, a esa
muestra tan grande de amor que es tu Encamación: la demostración más clara
de que Tú no me abandonas.
Aplicación: PALABRA Y VIDA
La fe que mueve montañas (www.palabrayvida.com.ar)
Los centuriones romanos dejaron decididamente un buen recuerdo en el Nuevo
Testamento; se recuerdan tres y todos bastante píos. Uno es el del Evangelio
de hoy, otro el que debajo de la Cruz, exclamó: ¡Verdaderamente, este hombre
era Hijo de Dios! (Mc. 15,39) y el último, de nombre Cornelio, fue el primer
pagano que entró en la Iglesia (d. Hech. 10, lssq.). En el Evangelio, sin
embargo, las cosas no son como en el mundo: en el mundo, un alto oficial del
ejército es admirado y condecorado con honores por su valor militar, por su
orgullo y por las victorias sobre sus enemigos; aquí, al contrario, son
alabados por la humildad, la fe, la limosna y la oración (Tus plegarias y
tus limosnas se han elevado hasta Dios, le fue dicho a Cornelio). Son las
paradojas del Reino, la ejemplificación de los valores nuevos proclamados en
las bienaventuranzas; nadie queda excluido del Reino -ni siquiera el
comandante de un ejército de ocupación siempre y cuando acepte entrar en él
por la puerta justa que es la "puerta estrecha". Y pasemos ahora a nuestro
episodio que tiene como centro al primero de estos centuriones, el de
Cafarnaún. El episodio es narrado también por Mateo y, con diferencias
notables, también por Juan. En casos como éste, cuando un mismo hecho o
dicho evangélico es relatado por dos evangelistas, la liturgia, en general,
nos lo hace escuchar una sola vez en el espacio de los tres ciclos
litúrgicos, precisamente en la redacción que considera más significativa.
Aquí se comprende no obstante el valor y la utilidad de la sinopsis, o sea,
de leer los Evangelios juntos, uno junto al otro: superponiendo solamente,
en nuestro caso, los diversos relatos (de Mateo, Lucas y Juan), podemos
reconstruir la totalidad, o sea, el hecho en toda la riqueza de significado
que supo leer en él la Iglesia primitiva. En Lucas y Mateo, por ejemplo, lo
que provoca el milagro de parte de Jesús es la fe del centurión: Yo les
aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe. Cuando los
enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano.
En Juan, viceversa, lo que provoca la fe del centurión es el milagro de
Jesús: Ve, tu hijo vive... y creyeron él y toda su familia. De todos modos,
las dos versiones no se excluyen sino que se enriquecen recíprocamente: la
fe - ¡cierta fe!- obtiene el milagro y el milagro, una vez realizado,
suscita una fe nueva, una fe más grande.
Examinemos más de cerca qué tiene de especial la fe de es te hombre para
despertar la admiración de Jesús, ya que se dice que Jesús se admiró. Es una
fe humilde. La humildad de este hombre es verdaderamente sorprendente y se
vislumbra en muchas cosas (no solamente en las famosas palabras: No soy
digno...). Ante todo, en la relación que hay entre él y su siervo: ese
siervo no es para él una cosa sino una persona, un amigo (lo estimaba
mucho); por él, se incomoda personalmente y esa es humildad ¡de la mejor
harina! Indica que, también en la vida, no es un hombre que mira a los demás
desde lo alto de su cargo, no hace sentir su superioridad sino que sabe
ponerse al lado de los más humildes, como persona entre personas.
En segundo
lugar (es Lucas quien lo señala), él no va personalmente a ver a Jesús,
porque, como pagano, se considera indigno de estar frente a él. La fe misma
de este hombre es humilde; tiene una fe para mover montañas, una fe de
maestro de teología, y no se da cuenta, más aún, parece incluso
avergonzarse, porque trata de justificarla. Como decir: No hay ningún mérito
de mi parte en creer que tú puedes curar a mi sirviente; ¡veo cómo me
obedecen mis subalternos! Pero justamente aquí está el milagro de su fe que
despierta la admiración de Jesús: También yo -dice- pese a ser subalterno,
tengo soldados a mis órdenes, y le dice a uno: Ve y él va; y a otro: Ven y
él viene. "La lógica es clara: él responde de sus acciones a su comandante,
éste a su vez al gobernador local que en definitiva responde a César en
Roma. Y en consecuencia, el oficial por el hecho de obedecer a los
superiores, puede emitir órdenes que tienen atrás la autoridad del Emperador
en persona. La autoridad que se espera que ejerza Jesús está en las mismas
condiciones. El argumento es notable, pero aún más notable es el hecho de
que Jesús parece haberle dado la razón al oficial y esto puede comprenderse
solamente en el sentido de que él ejercita la autoridad misma de Dios
simplemente porque le obedece sin reservas. Es lo que pone en términos
explícitos el Evangelio de Juan: El que me envió está conmigo y no me ha
dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada (Jn. 8,9)" (Ch. H.
Dodd). Este hombre comprendió -ciertamente por gracia del Espíritu Santo-
que los milagros de Jesús surgen de su obediencia al Padre y esto, en
Israel, todavía no lo había comprendido nadie, ¡ni siquiera los discípulos
más íntimos! Se entiende que Jesús se conmoviera.
Creer no es admitir el poder taumatúrgico de Jesús (¡no lo negaban ni
siquiera sus enemigos!) sino admitir que ese poder viene de Dios, es divino;
esto lo comprendió el centurión que era pagano y no lo comprendieron los de
la misma patria de Jesús (d. Mc. 6, 1-6). ¿Qué nos dice hoy a nosotros esta
página simple y profunda del Evangelio? Con la elección de la primera
lectura ("también al extranjero que viene de un país lejano..."), la
liturgia nuestra indica extraer esta enseñanza: Dios es el Dios de todos, no
sólo de los que pertenecen a su pueblo y también Cristo es el Salvador de
todos, no sólo de los cristianos y de los ya creyentes; quienquiera que se
acerca a Jesús, es recibido por él y también deben recibirlo sus discípulos.
Hay tantos que hoy se acercan a Jesús, como aquel centurión: vienen "de un
país lejano"; militaron o militan en otros frentes; están buscando una fe o
están en la angustia; oyeron hablar de él o intuyeron que no hay otro nombre
bajo el sol en el cual se pueda ser salvado. No se consideran dignos de
participar en la Misa y la Eucaristía, por eso eligen otras horas para venir
a la Iglesia, cuando no hay nadie, y a menudo se los ve arrodillados frente
a la estatua de la Virgen. No sólo no podemos prohibirles que vengan a rezar
a nuestras iglesias porque "no son de los nuestros", sino que nosotros
mismos debemos rezar por ellos, cuando los vemos, y decirle a Jesús, como
dijeron los ancianos judíos a propósito del centurión: Él merece que le
hagas este favor.
Pero no es toda la enseñanza que se puede extraer del episodio evangélico; a
más aún, no es ni siquiera la más importante. Lo más importante es la fe del
centurión; ¡la calidad de esa fe! Es una fe humilde, sí, pero audaz; se
diría incluso descarada, indiscreta, demasiado segura de sí, si no fuera
porque a Jesús le gustaba justamente así: Porque yo les aseguro que si
alguien dice a esta montaña: "Retírate de ahí y arrójate al mar", sin
vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo
conseguirá (Mc. 11,23). Esta palabra no es una "ocurrencia", (Jesús no vino
a contarnos frivolidades"); es necesario creer que si alguien le dice a una
montaña por motivos relacionados con el Reino: "Retírate", sin dudar en su
interior, de que se moverá, se moverá. Sé que esto no ocurre nunca, pero no
porque la montaña no se retiraría, sino porque nadie es capaz de decir:
"¡Retírate!" sin vacilar. El milagro más difícil es ese, no el otro. Lo que
Jesús quiere decir es que la fe hace superar todos los obstáculos; que entre
lo que Dios le pide al hombre con la fe y lo que él está dispuesto a darle
existe la misma desproporción que existe entre un grano de mostaza y una
montaña que se mueve.
Hablaba entonces, de la audacia de la fe. He aquí la descripción de un caso
de fe audaz hecha por un poeta creyente: Un hombre tenía tres hijos. Un día
se enfermaron y él tuvo miedo, mucho miedo. Entonces, hizo un gesto
imprevisto. Hay que decir que fue más bien un gesto audaz. Y todos los
cristianos pueden hacer lo mismo (cabe preguntarse incluso por qué no lo
hacen). Así como se levantan tres niños del suelo y se ponen en los brazos
de su madre por una especie de juego, él, audaz tomó -con la oración tomó- a
los tres niños de la enfermedad y tranquilamente los colocó -con la oración
de los colocó- en los brazos de la Santa Virgen y dijo: "Yo no puedo más;
tómalos, te los doy, y me doy vuelta y escapo para que no me los devuelvas.
No los quiero más, ya lo ves." Y se felicitaba por haber tenido el coraje de
haber hecho aquel gesto: no todos se habrían animado. A partir de ese
momento todo anduvo bien; cómo podría haber sido de otro modo si era la
Santa Virgen la que se ocupaba. Es curioso que no todos los cristianos hagan
lo mismo. Es tan simple, pero nunca se piensa en lo que es simple (cf. Ch.
Péguy, El portal de la segunda virtud).
Esto es lo que hizo precisamente el centurión; pensó en lo más simple: puso
a su sirviente en las manos de Jesús; sabía que no podía hacerle más que
bien: Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente
completamente sano. Esto es lo que debemos aprender sobre todo del Evangelio
de hoy: a creer de manera simple y valiente, a atrevernos mucho en materia
de fe, a pedir "sin vacilar". La nuestra es a menudo una fe muy intelectual,
muy cerebral; consiste en creer que lo que Dios dijo es verdad (creer en la
veracidad de Dios), pero no en creer que lo que prometió sucederá (creer en
el poder de Dios). En suma, nos falta la fe en los milagros. Y esto, lejos
de ser un signo de respeto por Dios (el no tentar a Dios), es sólo un signo
de poca fe. Hasta ahora, no han pedido nada en mi Nombre (debe entenderse:
¡lo que han pedido hasta ahora es casi nada!). Pidan y recibirán y tendrán
una alegría que será perfecta (Jn. 16,24).
En la Aclamación al Evangelio oímos: "Dios amó tanto al mundo que entregó a
su Hijo único". Pero si nos entregó a su Hijo, ¿cómo dudar de que nos
concederá "con él toda clase de favores" (cf. Rom. 8,32)? ¿Qué son los demás
favores comparados con el Hijo? Ese Hijo que el Padre nos entregó la primera
vez en la Encarnación y que "sacrificó por todos nosotros en la Cruz", ahora
vuelve a entregárnoslo en la Eucaristía. Hagamos nuestra la humildad del
centurión con esas palabras que fue el primero en decir y que atravesaron
los siglos hasta nosotros: "Señor, yo no soy digno"; pero hagamos nuestra
también su fe: "Basta que digas una sola palabra y me sanaré".
Aplicación:
HABLAR CON DIOS
(www.hablarcondios.org)
Devoción a los santos.
- Son nuestros intercesores ante Dios y nuestros grandes aliados en las
dificultades.
I. El Evangelio de la Misa1 nos presenta la figura de un centurión, modelo
de muchas virtudes: fe, humildad, confianza en el Señor. La liturgia ha
conservado sus palabras en la Santa Misa: Señor, no soy digno de que entres
en mi casa... Jesús quedó admirado de la actitud de este hombre y, después
de concederle lo que le pedía -la curación de uno de sus siervos-, se volvió
a la muchedumbre que le seguía y dijo: Os digo que ni aun en Israel he
hallado tanta fe. Este centurión es también para nosotros un ejemplo del que
sabe pedir. Primero envió a unos ancianos para que intercedieran por él. Y
éstos, cuando llegaron junto a Jesús, le rogaban encarecidamente diciendo:
Merece que le hagas esto, pues aprecia a nuestro pueblo y él mismo nos ha
construido una sinagoga. Y después, cuando el Señor está cerca de su casa,
le envía de nuevo a unos amigos para decir a Jesús que no se tomara la
molestia de ir, que con su deseo bastaba para la curación del criado. Jesús
había escuchado complacido a los judíos que hablaban en favor de este
gentil: merece que le hagas esto...
En la Escritura encontramos abundantes testimonios de esta intercesión
eficaz. Cuando Yahvé está dispuesto a destruir las ciudades de Sodoma y
Gomorra, Abrahán le rogó: Si hubiera cincuenta justos en la ciudad, ¿los
exterminarías y no perdonarías al lugar por los cincuenta justos?... Y dijo
Yahvé: Si hallare en Sodoma cincuenta justos, perdonaría por ellos a todo el
lugar. Pero como no había cincuenta justos, Abrahán irá rebajando la cifra:
Si de los cincuenta justos faltaran cinco, ¿destruirías la ciudad?... ¿Y si
se hallasen allí cuarenta?..., ¿treinta?..., ¿veinte?..., ¿diez?...2
. El Señor acoge siempre su intercesión, porque Abrahán era el amigo de
Dios3
. Los santos que ya gozan de la eterna bienaventuranza son particularmente
los amigos de Dios, pues le han amado sobre todas las cosas y le han servido
con una vida heroica. Ellos son nuestros grandes aliados e intercesores,
atienden siempre nuestros ruegos y los presentan al Señor, avalados por los
méritos que adquirieron aquí en la tierra y por su unión con la Beatísima
Trinidad. Dios les honra y glorifica a través de los milagros que hacen y de
las gracias que nos alcanzan en nuestras necesidades materiales y
espirituales, "pues en esta vida merecieron ante Dios que sus oraciones
fuesen escuchadas después de su muerte"4
.
La devoción a los santos es parte de la fe católica, y se ha vivido en la
Iglesia desde los comienzos. El Concilio Vaticano II nos dice que es
"sumamente conveniente que amemos a estos amigos y coherederos de Cristo,
hermanos también y eximios bienhechores nuestros; que rindamos a Dios las
gracias que le debemos por ellos; que los invoquemos humildemente y que,
para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro
Señor, que es el único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus
oraciones, protección y socorro"
. Tenemos amigos en el Cielo; acudamos
en el día de hoy -y todos los días- a su intercesión. Nos prestarán grandes
ayudas para realizar con rectitud nuestros quehaceres, para vencer en
aquello que más nos cuesta, en el apostolado...
- El culto a los santos. El dies natalis. II. En los mismos inicios de la
Iglesia nace la veneración por la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre
nuestra, por los Ángeles Custodios, los apóstoles y los mártires. Nos han
quedado innumerables testimonios de estas devociones de los primeros
cristianos. Ya en las Actas del martirio de San Policarpo -que fue discípulo
del Apóstol San Juan- se dice que los cristianos sepultaron piadosamente sus
restos mortales para celebrar en aquel lugar cada año el natalicio (el día
del martirio); y San Cipriano recomienda al clero de Cartago que tome nota
del día en que mueren los mártires para celebrar el aniversario. Esta
celebración tenía lugar junto a la tumba. Cada iglesia guardaba memoria de
sus mártires y estas relaciones recopiladas dieron lugar a los primeros
calendarios de los santos. Muchos se disputaban el privilegio de ser
sepultados junto a un mártir; sus sepulcros constituían una gloria local,
eran símbolo de protección y donde se alcanzaban muchas gracias
particulares; pronto se convirtieron en centros de peregrinación. Después,
sobre todo cuando el martirio fue menos frecuente, "se unieron también los
que imitaron más intensamente la virginidad y la pobreza de Cristo y,
finalmente, todos aquellos en cuya piadosa devoción e imitación confiaban
los fieles a causa del preclaro ejercicio de las virtudes y de los carismas
divinos"6 . Son el tesoro de la Iglesia y una gran ayuda en nuestra lucha
cotidiana, en el trabajo, en el empeño por sacar adelante los propósitos de
mejorar y hacer realidad los deseos de acercar almas a Cristo. Los santos
interceden por nosotros en el Cielo, nos alcanzan gracias y favores, pues
-comenta San Jerónimo- si cuando estaban en la tierra "y tenían motivos para
ocuparse de sí mismos, ya oraban por los demás, ¡cuánto más, después de la
corona, la victoria y el triunfo!"7
. Nosotros veneramos su memoria y procuramos honrarles en la tierra. Y no
debemos conformarnos con invocarlos como intercesores en nuestro favor: la
Iglesia quiere que les demos el culto que merecen, en reconocimiento de su
santidad, como miembros predilectos del Cuerpo Místico de Cristo, poseedores
para siempre de la eterna bienaventuranza. En ellos alabamos a Dios:
"honramos a los siervos, para que el honor de éstos redunde sobre el Señor"8
, pues el trato con los bienaventurados "de ninguna manera rebaja el culto
latréutico, tributado a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu, sino
que más bien lo enriquece copiosamente"9
.
Además del culto externo, debemos hablarles desde lo íntimo del corazón, sin
palabras, con afectos de amistad y confianza, al oído, como a un amigo que
nos ayuda siempre, particularmente cuando nos encontramos en alguna
dificultad. Muchas veces acudiremos al santo o al mártir que la Iglesia
celebre ese día, y cuya festividad coincide frecuentemente con el día de su
muerte (dies natalis), en el que oyeron aquellas dichosísimas palabras del
Señor: Ven, bendito de mi Padre...10 , mira lo que he preparado para ti; es
el aniversario de aquel día en el que por vez primera contemplaron la gloria
inefable de Dios, y que ya jamás perderán. Son de mucho provecho esas
devociones particulares a los santos que por determinadas circunstancias
consideramos más cercanos a nuestra vida. Experimentamos entonces cómo "el
consorcio con los santos nos une a Cristo, de quien, como de Fuente y
Cabeza, dimana toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios"11 .
- Veneración y aprecio de las reliquias. Las imágenes. La Virgen, especial
intercesora
en las necesidades.
III. Es una manifestación de piedad tener en gran aprecio y venerar sus
cuerpos y los objetos que usaron en la tierra. Son recuerdos preciosos que
guardamos con gran estima, igual que los objetos que pertenecieron a
personas muy cercanas y queridas. Los primeros cristianos conservaban las
reliquias de los mártires como tesoros inestimables12. "Debemos, en su
memoria, venerar dignamente todo aquello que nos han dejado, y sobre todo
sus cuerpos, que fueron templos e instrumentos del Espíritu Santo, que
habitaba y obraba en ellos, y que se configurarán con el Cuerpo de Cristo,
después de su gloriosa resurrección. Por eso, el mismo Dios honra estas
reliquias de manera conveniente, obrando milagros por ellas"13
También honramos sus imágenes, pues en ellas veneramos a los mismos santos a
quienes representan, y nos mueven a amarlos e imitarlos. El Señor ha
glorificado algunas veces estas imágenes, y también las reliquias, por medio
de milagros. Con frecuencia, concede particulares favores y gracias a
quienes las veneran piadosamente. Santa Teresa nos ha dejado escrito que
ella era "muy amiga de imágenes". "¡Desventurados los que por su culpa
pierden este bien!", decía, refiriéndose quizá a aquellos que, influidos por
doctrinas protestantes, arremetían contra las imágenes.
De modo muy particular debemos amar y buscar la intercesión de nuestra Madre
Santa María -Medianera de todas las gracias-, en quien "hallan los ángeles
la alegría, los justos la gracia y los pecadores el perdón para siempre"14.
Ella nos protege siempre, nos ayuda en todo momento. No ha dejado de llevar
hasta su Hijo ni una siquiera de nuestras súplicas. Sus imágenes son un
recordatorio continuo para ser fieles en nuestra tarea diaria.
De la mano de la Virgen, terminemos nuestra oración invocando al Señor con
las palabras de la liturgia: Dios todopoderoso y eterno, tú que has querido
darnos una prueba suprema de tu amor en la glorificación de tus santos;
concédenos ahora que su intercesión nos ayude y su ejemplo nos mueva a
imitar fielmente a tu Hijo Jesucristo15
Notas
1 Evangelio del domingo
2 Cfr. Gen 18, 24-32.
3 Cfr. Jdt 8, 22.
4 SANTO TOMAS, Suma Teológica, Suplem. q. 72, a. 3, ad 4.
5 CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 50.
6 SAN JUAN PABLO II, Const. Apost. Divinus perfectionis magister, 25-I-1983.
7 SAN JERONIMO, Contra Vigilantium, 1, 6.
8 IDEM, Carta 109.
9 CONC. VAT. II, loc. cit, 51.
10 Cfr. Mt 25, 34.
11 CONC. VAT. II, loc. cit, 50.
12 Martirio de San Ignacio, 6, 5.
13 SANTO TOMAS, o. c., 3, q 25, a. 6. .
14 SAN BERNARDO, Sermón en el día de Pentecostés, 2.
15 LITURGIA DE LAS HORAS, Común de santos varones.
Aplicación:
Fr. John A. SISTARE - La Fe
(Cumberland, Rhode Island, Estados Unidos) (www.evangeli.net)
"Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande"
Hoy, nos enfrentamos a una pregunta interesante. ¿Por qué razón el centurión
del Evangelio no fue personalmente a encontrar a Jesús y, en cambio, envió
por delante algunos notables de los judíos con la petición de que fuese a
salvar a su criado? El mismo centurión responde por nosotros en el pasaje
evangélico: Señor, "ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro.
Mándalo de palabra, y quede sano mi criado" (Lc 7,7).
Aquel centurión poseía la virtud de la fe al creer que Jesús podría hacer el
milagro -si así lo quería- con sólo su divina voluntad. La fe le hacía creer
que, prescindiendo de allá donde Jesús pudiera hallarse, Él podría sanar al
criado enfermo. Aquel centurión estaba muy convencido de que ninguna
distancia podría impedir o detener a Jesucristo, si quería llevar a buen
término su trabajo de salvación.
Nosotros también estamos llamados a tener la misma fe en nuestras vidas. Hay
ocasiones en que podemos ser tentados a creer que Jesús está lejos y que no
escucha nuestros ruegos. Sin embargo, la fe ilumina nuestras mentes y
nuestros corazones haciéndonos creer que Jesús está siempre cerca para
ayudarnos. De hecho, la presencia sanadora de Jesús en la Eucaristía ha de
ser nuestro recordatorio permanente de que Jesús está siempre cerca de
nosotros. San Agustín, con ojos de fe, creía en esa realidad: "Lo que vemos
es el pan y el cáliz; eso es lo que tus ojos te señalan. Pero lo que tu fe
te obliga a aceptar es que el pan es el Cuerpo de Jesucristo y que en el
cáliz se encuentra
la Sangre de Jesucristo".
La fe ilumina nuestras mentes para hacernos ver la presencia de Jesús en
medio de nosotros. Y, como aquel centurión, diremos: "Señor, no te molestes,
porque no soy digno de que entres bajo mi techo" (Lc 7,6). Por tanto, si nos
humillamos ante nuestro Señor y Salvador, Él viene y se acerca a curarnos.
Así, dejemos a Jesús penetrar nuestro espíritu, en nuestra casa, para curar
y fortalecer nuestra fe y para llevarnos hacia la vida eterna
Aplicación:
Zevini-Cabra: Lectio Divina
Primera lectura: 1 Reyes 8,41-43
Esta breve perícopa forma parte de la gran plegaria que pronunció Salomón
con ocasión de la dedicación del templo que había construido en Jerusalén.
Tras el solemnísimo traslado del arca de la alianza (8,1-9), y después de
que YHWH hubiera tomado posesión del templo, llenándolo de su gloria
(manifestada de manera visible por la nube: vv. 10-13), Salomón habla a la
asamblea de Israel con un discurso que recuerda las circunstancias que
condujeron a la construcción del templo (vv. 14-21). Al discurso le sigue
una apasionada plegaria proclamada «ante el altar del Señor, frente a toda
la asamblea de Israel y con las manos extendidas hacia el cielo» (v. 22).
Salomón reza por él mismo (vv. 23-29), por el pueblo (vv. 30-40), por los
extranjeros (vv. 41-43: es nuestra perícopa) y, después, de nuevo por el
pueblo (vv. 44-51).
La oración que tiene como objeto a «los extranjeros» tiene que ver con los
que venían, de manera ocasional, a la tierra de Israel (por motivos
comerciales o diplomáticos, o como mercenarios, por ejemplo) no por propia
voluntad, pero se habían instalado en ella definitivamente. No faltaban
extranjeros que venían a Israel porque habían oído hablar de YHWH: los
paganos, en efecto, buscaban propiciarse el mayor número de divinidades
posible. Pues bien, el rey Salomón le pide a YHWH que también escuche a
éstos, y por un motivo bien preciso: la conversión de estos extranjeros al
único Dios, el descubrimiento del amor de YHWH («… para que todos los
pueblos de la tierra conozcan tu nombre, te respeten como lo hace tu pueblo,
Israel»).
Si bien es preciso reconocer que el universalismo atestiguado por esta
perícopa está referido todavía a una «centralización» del templo y de
Jerusalén (una visión que recorre todo el Antiguo Testamento: cf., sólo a
título de ejemplo, Is 56,1-8; Is 2; Miq 4; Sal 87), el Sal 116, que acompaña
a la primera lectura en la liturgia de hoy, se abre a todos los pueblos como
llamados a la fe y a la salvación. En este salmo, el más breve de todo el
Salterio, se puede decir que está encerrada toda la larga historia de
Israel: historia del amor «fuerte» y fiel de Dios, historia de una
predilección que si, por un lado, supone para Israel una garantía de su
elección y de la alianza, por otro, pide a Israel que difunda el amor
divino, a fin de que todos los pueblos experimenten su dulzura y alaben el
nombre de YHWH.
Segunda lectura: Gálatas 1,1-2.6-10
El problema que hay en el fondo de la Carta a los Gálatas es la oposición
entre la justificación del hombre por parte de Dios en Cristo y la
justificación por medio de la Ley. Cuando Pablo habla, en el v. 7, de «que
algunos están desconcertándoos e intentan manipular el Evangelio de Cristo»,
se refiere a la corriente de los judaizantes, que sostenía la necesidad de
la circuncisión para poderse salvar (cf. Gal 5,4ss: «Los que tratáis de
alcanzar la salvación mediante la ley, os separáis de Cristo, perdéis la
gracia. Por nuestra parte, esperamos ardientemente alcanzar la salvación por
medio de la fe, mediante la acción del Espíritu. Porque en cuanto seguidores
de Cristo, lo mismo da estar circuncidados que no estarlo; lo que vale es la
fe que actúa por medio del amor»). El riesgo que corrían los gálatas era
grave: «Anular el escándalo de la cruz» (5,11b). Éste es el motivo que
justifica la severidad de la intervención de Pablo. Después de haber
proclamado su autoridad apostólica, vinculándola directamente a un encargo
recibido del Resucitado, Pablo reprocha a los gálatas no sólo que hayan
pasado de una doctrina a otra, que hayan abrazado otro evangelio, sino que
hayan abandonado, de hecho, «a quien os llamó mediante la gracia de Cristo»
(v. 6). La severa amonestación, con sus correspondientes maldiciones («sea
maldito»: vv. 8ss), recuerda el deber de fidelidad de los gálatas a Dios y a
Cristo a través de la fidelidad a la tradición eclesial «apostólica» que
anuncia el Evangelio.
En el v. 10 Pablo contrapone el agradar a los hombres y al agradar a Dios.
Agradar a los hombres significa en este caso anunciarles que la justicia va
ligada a sus propias obras (en efecto, Pablo, antes de su conversión, lo
había hecho predicando la circuncisión: «Si todavía tratara de agradar a los
hombres, no sería siervo de Cristo»); agradar a Dios, en cambio, significa
servir a Cristo anunciando el único Evangelio que da la salvación. Ésta es
la Buena Nueva: anunciar que el hombre no se justifica por las obras de la
ley, practicadas por él con gran fatiga, sino sólo por medio de la fe en
Cristo Jesús y en su cruz, que libera de la pretensión de procurarnos la
salvación por nosotros mismos (cf. Gal 2,16): «Para que seamos libres, nos
ha liberado Cristo. Permaneced, pues, firmes y no os dejéis someter de nuevo
al yugo de la esclavitud» (Gal 5,1).
Evangelio: Lucas 7,1-10
El relato de la curación del siervo de un centurión (atestiguada asimismo
por Mt 8,5-13 y por Jn 4,46-54) viene inmediatamente después del sermón de
las bienaventuranzas (Lc 6,20-49) y deja entrever, por una parte, la
dificultad que reinaba en las relaciones entre judíos y paganos (dificultad
atestiguada también por los Hechos de los apóstoles) y, por otra, la
teología universalista que conduce a Lucas a trazar casi un itinerario ideal
del anuncio del Evangelio desde Jerusalén a Roma.
El centurión es un oficial importante para la pequeña población de
Cafarnaún. No tiene por qué ser necesariamente un romano; en todo caso, es
un pagano que siente simpatías por el judaísmo. Lucas deja intuir que el
centurión es un personaje inteligentemente inquieto: se sirve de
intermediarios para entrar en comunicación (signo de la conciencia de que
«la Salvación viene de los judíos»); primero invita a Jesús a su casa para
que cure a su criado, después se lo vuelve a pensar: no se siente digno de
que el Señor vaya a su casa (ningún judío entra en la casa de un pagano), ni
de hablarle personalmente, pero, sobre todo, considera que no hay necesidad
de ello, pues basta con una sola palabra suya para curar al criado… El
centurión está seguro de ello. Esto es, en el fondo, la insinuación del
reconocimiento de la autoridad suprema de Jesús por parte de un hombre
acostumbrado a ver reconocida su autoridad personal.
La reacción de Jesús es de asombro maravillado: en la inquietud del
centurión, que tiene la certeza de la eficacia y del poder de su palabra,
Jesús reconoce una fe auténtica. La curación del criado apenas se indica de
pasada (v. 10). Lo que le importa a Lucas no es tanto el milagro de la
curación como el carácter ejemplar de la fe de un pagano, fe que Jesús no
había encontrado «ni en Israel (v. 9).
MEDITATIO
«Al oír esto Jesús, quedó admirado» ante la fe del centurión. También
nosotros repetimos con frecuencia aquella fórmula de fe y de humildad
(«Señor, no soy digno…»), pero quién sabe si suscitamos la misma admiración
en Aquel que entra en nuestra casa, quién sabe si se lo decimos con el mismo
corazón bueno que aquel pagano, con su misma sincera humildad y fina
discreción, y, sobre todo, con la misma profundísima certeza y confianza
creyente de que basta una sola palabra de Jesús para ser salvos.
«Una sola palabra…»: esta palabra ya ha sido dicha, en el tiempo de la
Iglesia, de una manera eficaz, y está viva y activa. Es la Palabra de la
cruz, pronunciada de una vez por siempre sobre el mundo, especialmente allí
donde la vida se encuentra o choca con la muerte, y la esperanza se ve
tentada por la desesperación; Palabra misteriosamente creadora, que cura a
cada hombre de toda enfermedad y salva a todo mortal de la enfermedad más
grave: la del pecado. En el caos verbal de nuestro tiempo, nuestra fe se
apoya en la única Palabra; toda nuestra vida tiene sentido únicamente a
partir de ella, toda nuestra esperanza viene de ahí.
Ahora bien, tal vez ocurre hoy con mayor frecuencia que el Señor se dirige a
nosotros —el Israel de hoy— para expresar su desconcierto, con un reproche
(«ni en Israel he encontrado una fe tan grande») dirigido precisamente a
nosotros, que confundimos a menudo la fe con una presunta y alegre
familiaridad con Dios, que hablamos en ocasiones de experiencia de Dios como
si fuera la cosa más simple de este mundo y no nos damos cuenta de que
nuestra fe es pobre mientras no se abre a la confianza y al pleno abandono
en Dios, mientras no corremos el riesgo de hacer algo, humanamente
imposible, contando única y exclusivamente «con tu Palabra», como Pedro
aquella vez en el lago…
Resulta inquietante que Jesús haya encontrado una fe grande no en Israel,
sino en el corazón inquieto de un hombre bueno, de un pagano preocupado por
la salud y la vida de su criado, de alguien que busca la verdad y está
dispuesto a buscarla lejos de sí, consciente de la distancia que le separa
del Señor Jesús y también —al mismo tiempo— de la autoridad benévola de este
Señor y de la eficacia de su Palabra.
En verdad, «Dios puede hacer surgir hijos de Abrahán de las piedras» (Mc
3,9), y todo corazón puede alabar al Señor misericordioso y fiel. Si
sentimos la tentación de pensar, aunque no tengamos el valor de confesarlo,
que la gracia de Dios es en exclusiva para nosotros, «que le servimos desde
hace tantos años» (cf. Lc 15,29), este evangelio nos recuerda que cualquier
itinerario de fe comienza por la conciencia de nuestra propia indignidad y
de la pobreza de nuestro propio creer y acaba con la sorpresa y la gratitud
por aquella palabra ya dicha y la salvación ya dada. Pero pasa,
inevitablemente, por la oración suplicante y plena de confianza.
ORATIO
Te alabo, Padre, unido a todos los hombres y mujeres de la tierra, porque tu
ternura ha vencido a mi soberbia y tu fidelidad ha suscitado mi fe.
Te alabo, Padre, porque, en la cruz de tu Hijo, has manifestado el poder de
la Palabra que nos salva y anticipa todas nuestras obras buenas, y es así
más grande que todo culto y observancia; haz que esta Palabra resuene en
todas las lenguas y en todas las culturas y sea acogida por todo hombre como
ofrenda de salvación.
Te alabo, Padre, porque tu Espíritu abre nuestro corazón a todo extranjero
hermano nuestro; escúchalo desde el cielo, haz que también él experimente
«tu mano poderosa y tu brazo tenso», tu amor vigoroso y tu fidelidad
inmutable, para que también él, junto con nosotros, pueda darte gloria.
Te alabo, Padre, por esta Iglesia tuya que no tiene límites, enriquecida con
un don que debe compartir y abierta a cada don sembrado por el Espíritu
sobre la faz de la tierra; Iglesia de creyentes de la primera y de la última
hora, comunidad en donde nadie es extranjero o pagano, que no tiene nada que
dar o recibir; fraternidad donde la fe de cada uno ayuda a la fe del otro;
morada donde tú te dignas entrar y habitar.
CONTEMPLATIO
[El centurión] mandó a sus amigos al encuentro de Cristo, que venía a él […]
para que le dijera esto: «Yo no soy digno de que entres en mi casa, por eso
no me he atrevido a presentarme personalmente a ti, pero basta una palabra
tuya para que mi criado quede curado. Porque yo, que no soy más que un
subalterno, tengo soldados a mis órdenes». Fijaos de qué modo respetó la
orden: en primer lugar, declaró que él estaba sometido a otros y, a
continuación, que otros estaban sometidos a él. Estoy bajo la autoridad y
tengo la autoridad […]. Es como si dijera: si yo, que estoy bajo la
autoridad de otro, mando a los que tengo a mis órdenes, tú, que no estás
bajo la autoridad de nadie, ¿no podrás acaso mandar a tu criatura? «Di»,
pues, «una palabra y tu criado quedará curado. En efecto, no soy digno de
que entres en mi casa». Temblaba ante la idea de hacer entrar a Cristo en su
casa, y estaba ya en su corazón, su alma era ya sede de Cristo, y ya moraba
en ella aquel que busca a los humildes. «Y, volviéndose a la gente que leo
seguía, dijo: Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande». Los
soberbios alejaban a Dios en el pueblo de Israel; entre los príncipes de los
gentiles se encontró a uno que era humilde y se atrajo a Dios. Jesús,
admirando su fe, condena la perfidia de los judíos. «Por eso os digo que
vendrán muchos de Oriente y de Occidente… y se sentarán con Abrahán en el
Reino de los Cielos». Abrahán no ha engendrado a éstos de su propia carne,
pero vendrán y se sentarán con él en el Reino de los Cielos, y serán hijos
suyos (…). Serán condenados a las tinieblas exteriores aquellos que nacieron
de la carne de Abrahán, y se sentarán con él en el Reino de los Cielos
aquellos que han imitado la fe de Abrahán (Agustín de Hipona, Comentario al
salmo 46, 12).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará
para Sanarme» (de la liturgia eucarística).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Sin cerrar los ojos ante la angustia de fantas multitudes «sentadas a la
sombra de la muerte», pensamos, no obstante, con san Ireneo, que el Hijo,
desde el origen y bajo todos los cielos, de una manera más o menos oscura
revela al Padre a toda criatura, y que puede ser «la salvación para aquellos
que han nacido fuera del camino. Con San Cipriano, san Hilario y San
Ambrosio, creemos que el divino sol de justicia resplandece sobre todos y
para todos. Profesamos con san Juan Crisóstomo que la gracia se difunde por
todas partes y que no priva a ningún alma de su solicitud. Con Orígenes, san
Jerónimo y san Cirilo de Alejandría, nos negamos a decir que pueda nacer
cualquier hombre sin Cristo. Por último, con san Agustín, que también es el
más severo de todos los Padres, admitimos de buena gana que la clemencia
divina se mantuvo siempre a la obra entre los pueblos y que los mismos
paganos han tenido sus «santos ocultos» y sus «profetas» […]. La gracia de
Cristo es universal y el medio concreto de salvación —en el sentido pleno de
esta palabra-, y no falta a ningún alma de buena voluntad (H. de Lubac,
Cattolicismo. Gli aspetti sociali del dogma, Roma 1974, p. 188 edición
española: Catolicismo, Encuentro, Madrid, 1988).
cortesía deiverbum.org