Domingo 12 del Tiempo Ordinario B - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - Tempestad calmada
Comentario Teológico: P. Leonardo Castellani - Tempestad y valentía
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - ¿Por qué?
Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - La tempestad calmada
Aplicación: SS. Benedicto XVI - La fuerza del amor de Cristo
Aplicación: P. Leonardo Castellani - La tormenta del Lago [Mt 8, 23-27] Mc 4, 35-41
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La tempestad calmada, Mc 4, 35-41; Mt 8,23-27; Lc 8, 22-25
Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - Domingo Décimo Segundo del Tiempo Ordinario - Año B Mc 4: 35-40
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - Tempestad calmada
Jesús no había manifestado sus intenciones cuando dijo a sus discípulos:
«Pasemos a la otra orilla». Según san Marcos, sucedió esto en el mismo día
en que pronunció las parábolas sobre el reino de Dios. Tal vez quiso dejar a
sus galileos tiempo para que reflexionasen, o trató de evadir sus
apremiantes demandas al saltar a la playa, o fue por llevar la buena palabra
a la parte opuesta del lago. Un fracaso previsto no le hubiese apartado de
su intento.
Lo seguro es que su partida no era esperada. Obedientes los discípulos, sin
recomendar a Jesús que tomase precauciones contra el frío de la noche, que
se había echado encima, llevaron a Jesús como estaba. Precisa leer en san
Marcos estos pormenores inútiles para un escritor literato, pero que
expresan muy bien la familiaridad de aquella vida en común. Jesús, fatigado,
sin duda, de haber hablado largamente y con mucho calor, dejaba a sus
discípulos, más experimentados que Él, el cuidado y la fatiga de las
maniobras; y se había sentado en la popa, «en el lugar del huésped»" y
dormía reclinado sobre un cojín, que jamás falta en ella. Sobrevino un
fuerte viento. En el pequeño lago, las tempestades que se precipitan por la
bocana del noroeste, son muchas veces temibles, y más para las embarcaciones
de los pescadores, que son poco resistentes. Un falso movimiento sería
suficiente para hacer zozobrar la barca, que ya se llenaba de agua. Los
remeros, inquietos, perdiendo un poco el respeto, despiertan al dormido:
«Maestro, ¿no te da cuidado que perezcamos?» Jesús increpa al viento, y como
si se dirigiese a una persona importuna, dice a la mar: «Silencio: cállate»,
y se hizo una gran calma. Volviéndose a sus discípulos les dijo: «¿Por qué
estáis así amedrentados? ¿Aún no tenéis fe?» Si hubieran tenido fe plena,
habrían pensado que Jesús, durmiendo, velaba sobre ellos. Guiados por el
instinto, le pidieron protección mediante una asistencia sobrenatural, pues
sólo con manejar los remos no creían poder salvarse. Había rehusado a
Satanás acudir al milagro para satisfacer el hambre; pero lo hace por los
suyos, para asegurar en adelante su confianza: ahora ya saben que el mar y
los vientos obedecen a Jesús.
(LAGRANGE, Vida de Jesucristo según el evangelio, Edibesa Madrid 1999, pág.
166-7)
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Comentario Teológico: P. Leonardo Castellani - Tempestad y valentía
La Tempestad "frenada" (Cristo "reprendió a los vientos", dice San Lucas) en
el Mar de Galilea, que es un lago; menor que el Mar Muerto, en la mitad del
Río Jordán, contra las ciudades de Cafarnaúm y Magdala, donde las tormentas
son muy peligrosas (para los barquichuelos de pesca) y levantan olas de dos
metros, pues está situado en una depresión o cuenca. Dos veces Cristo sosegó
una tempestad, una vez estando embarcado (y dormido por cierto), otra vez
viniendo de fuera caminando sobre las aguas con facha de fantasma.
La barquilla de Pedro ha sido siempre un símbolo de la Iglesia, y los Santos
Padres por ende ven en este milagro la figura (de las tempestades de la
Iglesia, cuya historia es una serie de tempestades y contrastes, a veces de
dentro, a veces de fuera y a veces de los dos. Pero lo que significa
directamente este episodio es una reprensión de Cristo a la cobardía; la
cual en este caso parecería bastante justificada; es decir, Cristo no
reprende la cobardía sino la falta de fe. "¿Por qué tenéis miedo? ¡No tenéis
fe!". ¿Cómo no vamos a tener miedo?
Cristo aborrece la cobardía en el cristiano porque arguye falta de fe. La
virtud de la fortaleza, o sea valentía, es absolutamente necesaria para la
vida cristiana y nace de la fe: hoy día quizás más que nunca, en que el
cristiano tiene que caminar por una selva oscura:
"Nel mezzo del cammin di nostra vita
Mi ritrovai per una selva scura... "[1]
La fortaleza es una de las cuatro virtudes cardinales, sin la cual las otras
tres quedan infructuosas, inertes: es como la cúpula que unifica todo el
edificio de la conducta. "La virtud de valentía —dice Santo Tomás— nos
habilita a soportar lo adverso y acometer lo difícil". Tiene dos actos que
son aguantar y arrojarse; de los cuales el mayor es aguantar; a los cuales
corresponden dos virtudes, la paciencia y la intrepidez o arrojo. La
cobardía puede ser pecado grave y fuente de graves pecados: por cobardía
pecó San Pedro, pecó Pilatos y quizás también Judas. San Juan en el
Apokalypsis la enumera entre los pecados que mandan a la perdición.
La virtud del valor o valentía no es lo mismo que el coraje, que es una
disposición natural, que puede usarse para el bien o para el mal: Barrabás
fue corajudo, estos asesinos que andan ahora en Buenos Aires matando
comerciantes y policías a pasto, son corajudos. El coraje es una cualidad
animal, que algunos hombres tienen y otros no: el león es corajudo, la
liebre no es corajuda; la liebre tendría la virtud del valor si algún día lo
corriese al león; así un tímido puede tener la virtud de valentía (Santa
Martina, una jovencita tímida, delicada, enfermiza, cuya fiesta fue ayer, la
tuvo) quizás más perfectamente y más fácilmente que un corajudo; porque como
dijo Ercilla:
"El miedo es natural en el prudente Y el saberlo vencer, es ser valiente".
Que la valentía sea necesaria para una vida cristiana, lo sabemos de sobra.
El cristianismo no ha sido inventado para volver la vida fácil sino más bien
difícil, dice audazmente Kirkegord: el joven rico, que era virtuoso y a
quien Cristo miró con tristeza, no quiso seguir a Cristo por falta de
valentía: así se arruinan muchísimas vocaciones y muchísimas personas: estoy
cansado de verlo. Por ejemplo, personas que se ponen en una "situación
irregular", como se dice, es decir, en mal camino; y al principio es fácil
romper eso pero se va haciendo cada vez más difícil (porque "el pecado más
fácil de evitar es el primero" —y después el segundo) hasta que al fin no
tienen valor para romper la cadena, supera sus fuerzas. Si entonces
reconocieran la situación y dijeran: "No tengo fuerzas" sería menos malo;
pero sucede algo peor, que se inventan una justificación, lo que llamó
Aristóteles el "silogismo del borracho", "racionalizan", como dicen los
psicólogos modernos. Las mujeres tienen fama de ser especiales para eso,
para remodelar la religión de manera que les acomode; pero creo que los
varones no se quedan cortos.
Hay un episodio de mi vida muy remoto ya, casi de mi infancia, que nunca
pude olvidar: un varón muy allegado a mí, que hizo algo que era un verdadero
crimen; años después lo encontré, se había transformado en un místico; es
decir, en un misticón: hacía poesías muy por lo fino a Dios, al amor de
Dios; y las publicaba en el diario del pueblo. Yo que era menor que él no me
atreví a decirle que me parecían falsas; no veía en él ni arrepentimiento ni
reparación del antiguo crimen —sino más bien una como escapatoria de su
conciencia. Un buen día, con gran asombro de todos, cometió suicidio. Es muy
peligroso tapar la olla del remordimiento, puede reventar. Por supuesto, yo
no sé con seguridad si fue eso, Dios lo sabe. Digo lo que vi; y conjeturo lo
que no vi.
Se necesita valor para mirar cara a cara nuestros errores y defectos,
tendemos a ocultarlos, incluso a nosotros mismos, deformamos el espejo
interior. La gran dificultad para vernos bien a nosotros mismos es la falta
de valor; pero aun después de vernos bien, falta mucho, hay que vivir bien.
Muchos viéndose bien caen en desaliento y tristeza; porque la desesperación
también es un acto de cobardía: "Señor ¿no te importa nada que perezcamos?",
gritaron los Apóstoles.
El pueblo argentino fue renombrado en otros tiempos por su coraje natural y
por su valentía; ¿y ahora? Un amigo mío me dice siempre que el pueblo
argentino ahora no es valiente, ni siquiera resignado; que es embotado. La
resignación es una virtud, es tener encima un mal irremediable, y no
quebrarse; el embotamiento no es una virtud. Yo no lo sé, no podría
afirmarlo; pero cierto a veces me parece que en la Argentina la mujer,
hablando en general, no ha rehuido su riesgo mortal —la mujer tiene siempre
un riesgo mortal— y el varón rehúye su riesgo mortal; de modo que la mujer
puede despreciar un poco al varón, subvalorarlo. El riesgo mortal de la
mujer es el parto, el riesgo mortal del varón es la guerra; es decir, la
lucha; pues hay muchas clases de guerra. La Argentina no tiene ahora nada
que hacer en el mundo —excepto adherirse a los funerales de Churchill, a los
cuales me adhiero de todo corazón— y el hombre argentino no tiene para quién
luchar; tiene que trabajar para los extranjeros, o en todo caso trabajar
para hacerse rico y luchar contra los otros codiciosos; para Dios no se ve
que haya nada que hacer aquí.
"Señor ¿no te importa que muramos?" El temor a la muerte es el más difícil
de vencer; el hombre tiene miedo a la Nada. Por eso nos dijo Cristo: "No
temáis a los que pueden matar el cuerpo, temed más bien al que puede perder
el cuerpo y el alma en los infiernos". El temor de Dios expulsa los otros
temores; o los modera por lo menos. El temor a la muerte se modera con la
convicción de la inmortalidad.
En la liturgia de la Iglesia Inglesa existe esta frase notable: "vivir como
corresponde a seres inmortales". "¿Por qué no tenéis fe? Yo estaba con
vosotros" —dijo Cristo a los amedrentados pescadores. Estaba con ellos la
Inmortalidad, el Vencedor no sólo de las olas del mar sino también de la
Muerte.
(Castellani, DOMINGUERAS PRÉDICAS, Jauja Mendoza, 1997, 37-40)
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Santos
Padres: San Juan Crisóstomo - ¿Por qué?
POR QUÉ PERMITE EL SEÑOR QUE SUS DISCÍPULOS SUFRAN LA TORMENTA
1. Lucas, no sintiéndose obligado a seguir el orden exacto del tiempo, dijo
de modo general: Y sucedió en uno de aquellos días que subió el Señor a una
barca y con Él sus discípulos . De modo semejante se expresa Marcos . No así
Mateo, que guarda también aquí la continuación de tiempo. No todos, en
efecto, lo escribieron todo del mismo modo. Observación que ya anteriormente
hicimos, a fin de que nadie, de una omisión, concluya una contradicción.
Así, pues, despidió el Señor a las turbas y tomó consigo a sus discípulos.
En esto están todos de acuerdo. Y a fe que no los tomó consigo sin causa ni
motivo, sino porque quería que fueran testigos del milagro que iba a
realizar. Como buen maestro de atletas, los quiere adiestrar a doble
ejercicio: a mantenerse imperturbables en los peligros y a ser moderados en
los honores. Para que no se enorgullecieran de que, despedidas las turbas,
los había retenido consigo a ellos, permite que sean juguete de la tormenta;
con lo que no sólo les da esa lección de humildad, sino que a par los
ejercita en sufrir generosamente las tentaciones. Grandes eran cierta-mente
los milagros que el Señor había ya realizado, más éste llevaba consigo no
pequeño ejercicio y tenía algún parentesco con el antiguo milagro del paso
del mar por el pueblo de Israel. De ahí que sólo a sus discípulos lleva en
su compañía. Cuando sólo se trata de contemplar sus milagros, el Señor
permite que asista allí el pueblo; pero en momentos en que había que
afrontar pruebas y temores, sólo toma consigo a sus discípulos, atletas que
eran de toda la tierra y a quienes Él se propone ejercitar. Por lo demás,
Mateo cuenta simplemente que el Señor dormía; pero Lucas añade que dormía
sobre una almohada. Con lo que nos pone de manifiesto su humildad y nos da
una lección de alta filosofía.
POR QUÉ SE DUERME JESÚS
Una vez, pues, que estalló la tormenta y se enfureciera el mar, los
apóstoles despiertan al Señor diciendo: Señor, sálvanos, que perecemos. Más
el Señor los reprende a ellos antes que al mar. Porque, como antes he dicho,
esta tormenta la permitió Él para ejercitarlos y darles como un preludio de
las pruebas que más tarde debían de sobrevenirles. Realmente, muchas veces
habían de verse luego entre tempestades más fieras que aquélla, y Él dio
largas a su socorro. De ahí es que Pablo decía: No quiere que ignoréis,
hermanos, que sobre toda ponderación fuimos agravados por encima de nuestras
fuerzas, hasta el punto de sentir hastío de nuestra propia vida . Y luego
nuevamente: Y de tamaños trances de muertes nos ha librado el Señor . Así,
pues, para hacerles ver que hay que tener buen ánimo, por muy grandes que se
levanten las olas, y que Él lo dispone todo convenientemente, empieza el
Señor por reprender a sus discípulos. Realmente su misma turbación fue cosa
conveniente, a fin de que el milagro apareciera mayor y su recuerdo se les
grabara para siempre en el alma. Y es que siempre que quiere el Señor obrar
algo maravilloso, lo prepara con una serie de circunstancias que lo fijen en
la memoria y eviten así que, pasado el milagro, caiga totalmente en olvido.
Tal aconteció con Moisés, que primero se espantó de la serpiente en que se
convirtió su vara, y no sólo se espantó, sino que sintió angustia de muerte,
y entonces fue justa-mente cuando vio el milagro que sabemos por la
Escritura . Así también los apóstoles, cuando ya no esperaban sino la
muerte, entonces se salvaron, a fin de que, confesando la grandeza del
peligro, reconocieran también la grandeza del milagro. De ahí el sueño de
Cristo. Porque si la tempestad se hubiera desencadenado estando Él
despierto, o no hubieran tenido miedo alguno, o no le hubieran rogado, o,
tal vez, ni pensaran que tenía Él poder de hacer nada en aquel trance. De
ahí el sueño del Señor, pues así daba tiempo; a su acobardamiento y a que
fuera más profunda la impresión de los hechos. No es lo mismo,
efectivamente, ver las cosas en los otros y sentirlas en la propia carne.
Habían visto los discípulos los beneficios que dispensaba e1 Señor a los
otros; pero como a ellos no les había tocado nada, pues ni estaban
paralíticos ni sufrían otra enfermedad alguna, se sentían indiferentes. Sin
embargo, como era menester que también ellos, por personal experiencia,
gozaran de los beneficios del Señor, permitió Él la tempestad, a fin de que,
al sentirse libres de ella, tuvieran también el más claro sentimiento de un
beneficio suyo. Por eso, no quiere tampoco hacer este milagro en presencia
de las muchedumbres, porque no condenaran éstas a sus discípulos por hombres
de poca fe, sino que los toma a solas consigo y a solas los corrige.
HOMBRES DE POCA FE
Antes de calmar la tempestad de las aguas apacigua la de sus almas al
reprenderlos y decirles: ¿Por qué estáis acobardados, hombres de poca fe?
Con lo que justamente nos enseña que el temor no tanto nos lo producen las
pruebas, cuanto le debilidad de nuestra alma. Más, si se objeta que no
suponía cobardía ni poquedad de fe que los discípulos se acercaran a
despertar al Señor, yo respondería que ello era particularmente señal de que
no tenían de Él la idea que debían. Porque sin duda sabían que podía el
Señor, despierto, intimar al mar; pero no creían aún que lo mismo pudiera
hacer dormido. ¿Y qué maravilla es que no lo creyeran ahora, cuando vemos
que, después de otros muchos milagros, se muestran aún más imperfectos? De
ahí frecuentes reprensiones del Señor, como cuando les dice ¿También
vosotros estáis aún sin inteligencia? No nos sorprendamos, pues, si, cuando
tan imperfectos se muestran los discípulos, no tenían las turbas idea alguna
grande sobre el Señor, pues se admiraban y decían: ¿Qué hombre es éste, a
quien obedecen los vientos y el mar? Cristo, empero, no les reprendió de que
le llamaran hombre, sino que esperó a demostrarles por sus milagros que su
opinión era equivocada. Ahora, ¿de dónde deducían ellos que fuera hombre? De
su apariencia, de su sueño, de tenerse que servir de una barca. De ahí su
perplejidad y su pregunta: ¿Qué hombre es éste...? Porque el sueño y la
apariencia externa mostraban que era hombre; pero el mar y la calma de la
tormenta lo proclamaban Dios.
COMPARACIÓN ENTRE JESÚS Y MOISÉS
2. También Moisés hizo en otro tiempo un milagro semejante; pero la
superioridad del Señor es patente. Porque Moisés hacía los milagros como
siervo; pero Jesús como dueño soberano. Así, Él no tuvo necesidad de
levantar la vara ni de extender su mano hacia el cielo, ni siquiera de hacer
oración. No. Con la misma naturalidad con que un amo da una orden a su
esclava, como manda el creador a su creatura, así, con sólo su mandato y su
palabra, calmó y puso freno a la mar, y toda la tormenta se deshizo en un
momento, y no quedó huella de la pasada turbación. Así lo significó el
evangelista al decir: Y se produjo una calma grande. Lo que del Padre se
dijo como grande maravilla, eso realizó con sus obras el Hijo. ¿Qué se dijo,
pues, del Padre? Dijo, y se paró el viento de tormenta. Exactamente como
aquí: Dijo, y se produjo una calma grande. Por eso señaladamente le
admiraban las muchedumbres; y no le hubieran admirado si hubiera hecho como
Moisés.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía
28, 1-2, BAC Madrid 1955, 567-571)
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Aplicación: P. Alfredo Saenz, S.J. - La tempestad calmada
1. LA TEMPESTAD Y LOS APOSTOLES
Fue el Señor mismo quien impulsó a sus discípulos a subir a la barca:
"Crucemos —les dijo-- a la otra orilla" .El, como Dios que era, bien que
sabía lo que les esperaba, ya que nada acontece sin el permiso del Señor. Y
sin embargo, los exhortó a caminar hacia la prueba. ¿Cuál será la razón por
la cual Jesús obró de esta forma? Quizás para que esos discípulos, amados
con predilección y especialmente llamados al apostolado, no se
ensoberbecieran por tal distinción sino que, aprendiendo a ser humildes en
la dificultad, se preparasen mejor para la prueba futura, la más terrible de
todas, que sería para ellos el escándalo de la Pasión de Cristo, verdadera
tempestad en sus corazones vacilantes que contemplarían cómo su Señor moría
en una cruz del mismo modo que un malhechor cualquiera.
Trastabillando en la barca sacudida por las olas mientras Jesús dormía, y
comprobando luego el poder absoluto del Señor que súbitamente hizo cesar la
tempestad, los apóstoles aprenderían por los ojos que Jesús era verdadero
hombre y verdadero Dios. Dormía primero sobre el cabezal de la popa,
mostrando así que era hombre como nosotros, sujeto a las necesidades de
todos los mortales. Calmó luego el mar bravío, en lo cual se manifestaba
como Dios, a quien el viento y el oleaje obedecían. Su acción prodigiosa, al
tiempo que nos lo muestra como el Señor de los elementos, nos trae a la
memoria la creación original, a que alude la primera lectura de hoy, donde
se destaca el poder soberano de Dios sobre el mar impetuoso a cuyas olas
arrogantes impuso límites, de ese mismo Dios que un día encresparía las
tranquilas aguas del Mar Rojo para anegar en ellas al perseguidor egipcio.
Obrando así, el Señor fortalecía la fe de sus discípulos, fe todavía
incipiente, pero que empezaba a aprender que Jesús era el Señor de la
historia y de los elementos de este mundo.
2. LA IGLESIA EN TEMPESTAD
El episodio evangélico que nos ocupa encuentra también aplicación en la vida
de la Iglesia. Sabemos que la Iglesia ha sido comparada con una barca que a
lo largo de los siglos atraviesa el mar de este mundo, con la proa puesta en
dirección al puerto, que es la eternidad. El Señor, como antaño a los
discípulos, ordenó a todos los hombres que entrasen en ella, si querían
salvarse de las olas procelosas.
Y así la Iglesia ha navegado durante los veinte siglos de su historia, y
seguirá navegando hasta el fin del mundo, hasta la vuelta del Señor. A veces
con períodos de bonanza. Otras veces en medio de tempestades. Hoy vivimos
momentos de borrasca. En cierta ocasión, Pablo VI dijo a un grupo de
peregrinos: "Vosotros sois como navegantes en medio de un mar de tempestad.
Y he aquí que un fenómeno extraño se produce en nosotros: mientras que Nos
pensamos en confirmaros, el sentimiento del peligro que vosotros corréis nos
alcanza a nosotros mismos". En repetidas ocasiones, tanto ese Papa como el
actual, han aludido a la profunda crisis que sacude hoy a la Iglesia.
Sin duda que en estos últimos tiempos la Iglesia ha conocido algunos cambios
saludables, que han sido o al menos pueden ser causa de una auténtica
renovación espiritual. Pero sería pretender tapar el cielo con un harnero
ignorar la existencia de una aguda crisis en el cuerpo de la Iglesia:
disminución de las vocaciones, decadencia del espíritu apostólico y
misionero, pérdida de la fe en muchos corazones, negación práctica del
magisterio de la Iglesia. Un importante teólogo contemporáneo, el cardenal
de Lubac, afirmaba que en muy raras ocasiones de su historia la Iglesia se
ha visto tan sacudida como ahora. Con excepción de la gran crisis arriana de
los primeros siglos, por lo general las otras crisis eran sólo regionales y
no afectaban, como la presente, a la totalidad de la Iglesia. "Está bien
claro que la Iglesia se enfrenta con una grave crisis, escribe. Se está
tratando ahora de establecer una Iglesia distinta de la de Jesucristo: una
sociedad antropocéntrica amenazada por la apostasía inmanente, un dejarse
arrastrar por un movimiento de abdicación general bajo pretexto de
renovación, ecumenismo o adaptación".
Todos nosotros sentimos, con mayor o menor intensidad, el vaivén de esta
tormenta. Sin embargo, hoy como ayer, debemos tener confianza en el Señor,
que aparentemente duerme. No debemos perder la esperanza. Decimos
"esperanza", no necesariamente "optimismo", que son dos cosas diferentes.
Cuando se habla de esperanza se alude a la Providencia de Dios, a la
intervención divina capaz de romper el mecanismo de las causas segundas. La
esperanza no excluye que detectemos los peligros, los peligros verdaderos
del momento presente, así como que preveamos las amenazas del futuro; lejos
de ello, presupone que captamos la realidad tal cual es. Pero a la vez
implica una fe inquebrantable en la victoria final de Cristo, con la feliz
convicción de que al hombre que busca a Dios, nada ni nadie podrá separarlo
de su amor. Por eso el que tiene esperanza no es ni pesimista ni optimista.
Es el único realista verdadero. Sabe muy bien que Cristo está por encima del
mundo. Y que, a su hora, se despertará de su desconcertante sueño, y con un
gesto imperioso calmará la desatada tempestad.
3. NUESTRA ALMA EN TEMPESTAD
Finalmente podemos aplicar este episodio de la vida de Cris-to a nuestra
propia vida espiritual. Al fin y al cabo, nuestra alma es una microiglesia,
una pequeña iglesia, con sus períodos de calma y sus momentos de tormenta.
Eso que dice San Pablo en la segunda lectura de hoy: "El que vive en Cristo
es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho
presente", implica un permanente desmoronamiento del hombre viejo y una
perenne resurrección a la vida en Cristo. Y ello no se hace sin cimbronazos,
en tranquila bonanza. Más aún, como decíamos en otra ocasión, Cristo permite
que sus predilectos sufran este tipo de pruebas, como antaño permitió que
las soportaran sus discípulos más cercanos. En ocasiones podemos tener la
impresión de que Jesús se ha olvidado de nosotros. De que nos abandona
mientras remamos en medio de olas impresionantes. De que nos deja en la pura
fe, sin consuelo alguno sensible. ¡Cuántas veces nos sentimos cansados,
salpicados por las gotas de nuestra angustia, agotados, deshechos, como los
apóstoles vacilantes en su barca! Y Jesús durmiendo...
Cada uno de ustedes sabe de sus luchas íntimas, con frecuencia más dolorosas
que las que provienen del exterior. Pero nunca olvidemos que Cristo está
siempre junto a nosotros. Que nos comprende mejor que lo que podrían hacerlo
nuestros allegados más queridos. Aunque duerma. Aunque nos parezca
insensible. Cada golpe de remo que damos en medio del huracán quedará
inscrito en el Libro de la Vida. Cristo reprochó a los, apóstoles su poca fe
porque no creían que mientras dormía era capaz de salvarlos.
Podríamos decir que nuestra vida se desarrolla entre el temor y la
esperanza; temor, porque no pocas veces advertimos que las olas se elevan
hasta entrar en la barca de nuestra alma, amenazando hundirla; esperanza,
porque sabemos por la fe que no estamos solos, y que el Señor es el primer
interesado en que no sucumbamos. El se reserva darnos el gozo de su
presencia, quizás cuando nuestro desaliento se haga extenuante. Un día se
nos mostrará cara a cara, al término de nuestra vida mortal. Nos verá a lo
mejor sudorosos, salpicados de barro, pero esto le agradará sobremanera,
como después de una batalla a un general le satisface más ver a sus soldados
de fajina y un poco maltrechos que en impecable uniforme de gala.
Pronto nos vamos a acercar a recibir el Cuerpo de Jesús. A lo mejor nuestra
alma se encuentra en un momento de tempestad interior. ¿Qué mejor que la
presencia del Señor para calmarla? Pidámosle que nos confirme en la
fidelidad, de modo que sepamos permanecer inclaudicables en su servicio,
aunque lo sintamos ausente, o le veamos silencioso y dormido. El siempre
está con nosotros. Como lo estará realmente dentro de pocos momentos por la
Sagrada Eucaristía.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993,
p. 187-192)
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Aplicación: SS. Benedicto XVI - La fuerza del amor de Cristo
Queridos hermanos y hermanas:
Acabamos de escuchar el pasaje evangélico de la tempestad calmada, que ha
ido acompañado por un breve pero incisivo texto del libro de Job, en el que
Dios se revela como el Señor del mar. Jesús increpa al viento y ordena al
mar que se calme, lo interpela como si se identificara con el poder
diabólico. En la Biblia, según lo que nos dicen la primera lectura y el
Salmo 107, el mar se considera como un elemento amenazador, caótico,
potencialmente destructivo, que sólo Dios, el Creador, puede dominar,
gobernar y silenciar.
Sin embargo, hay otra fuerza, una fuerza positiva, que mueve al mundo, capaz
de transformar y renovar a las criaturas: la fuerza del "amor de Cristo" (2
Co 5, 14), como la llama san Pablo en la segunda carta a los Corintios; por
tanto, esencialmente no es una fuerza cósmica, sino divina, trascendente.
Actúa también sobre el cosmos, pero, en sí mismo, el amor de Cristo es
"otro" tipo de poder, y el Señor manifestó esta alteridad trascendente en su
Pascua, en la "santidad" del "camino" que eligió para liberarnos del dominio
del mal, como había sucedido con el éxodo de Egipto, cuando hizo salir a los
judíos atravesando las aguas del mar Rojo. "Dios mío —exclama el salmista—,
tus caminos son santos (...). Te abriste camino por las aguas, un vado por
las aguas caudalosas" (Sal 77, 14.20). En el misterio pascual, Jesús pasó a
través del abismo de la muerte, porque Dios quiso renovar así el universo:
mediante la muerte y resurrección de su Hijo, "muerto por todos", para que
todos puedan vivir "por aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15),
y para que no vivan sólo para sí mismos.
El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del
señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su
divinidad: "¿Quién es este —se preguntan asombrados y atemorizados los
discípulos—, que hasta el viento y las aguas le obedecen?" (Mc 4, 41). Su fe
aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por
el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por
eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente
seguro en los brazos de Dios. Pero llegará el momento en el que también
Jesús experimentará miedo y angustia: cuando llegue su hora, sentirá sobre
sí todo el peso de los pecados de la humanidad, como una gran ola que está
punto de abatirse sobre él. Esa sí que será una tempestad terrible, no
cósmica, sino espiritual. Será el último asalto, el asalto extremo del mal
contra el Hijo de Dios.
Sin embargo, en esa hora Jesús no dudó del poder de Dios Padre y de su
cercanía, aunque tuvo que experimentar plenamente la distancia que existe
entre el odio y el amor, entre la mentira y la verdad, entre el pecado y la
gracia. Experimentó en sí mismo de modo desgarrador este drama,
especialmente en Getsemaní, antes de ser arrestado y, después, durante toda
la Pasión, hasta su muerte en la cruz. En esa hora Jesús, por una parte,
estaba totalmente unido al Padre, plenamente abandonado en él; y, por otra,
al ser solidario con los pecadores, estaba como separado y se sintió como
abandonado por él.
Que, juntamente con san Francisco y la Virgen, a la que tanto amó e hizo
amar en este mundo, vele sobre todos vosotros y os proteja siempre. Y
entonces, incluso en medio de las tempestades que puedan levantarse
repentinamente, podréis experimentar el soplo del Espíritu Santo, que es más
fuerte que cualquier viento contrario e impulsa la barca de la Iglesia y a
cada uno de nosotros. Por eso debemos vivir siempre con serenidad y cultivar
en el corazón la alegría, dando gracias al Señor. "Es eterna su
misericordia" (Salmo responsorial). Amén.
(Atrio de la iglesia de San Pío de Pietrelcina, Domingo 21 de junio de 2009)
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Aplicación: P. Leonardo Castellani - La tormenta del Lago [Mt 8,
23-27] Mc 4, 35-41
En el Domingo cuarto después de Epifanía la Iglesia lee en la misa la
narración de la Tormenta en el Lago, que cuentan los tres Sinópticos; según
el texto más breve de todos, que es el de Mateo: tiene solamente cuatro
versículos, pero la narración está hecha con tan magistral energía que
parece un grabado en cobre o en madera, con los cuatro rasgos principales.
Mateo es el más rico y más enérgico de los tres Sinópticos. La Biblia de
Bover-Cantera dice: “Este Evangelio pertenece a la literatura escrita; el de
Marcos a la literatura oral”. Es un error serio que muestra mucho atraso en
exégesis. Con toda certeza, los cuatro Evangelios pertenecen al género que
hoy llaman los lingüistas, etnólogos y psicólogos estilo oral; y fueron
recitados de memoria antes de ser fijados en el pergamino –por lo menos los
tres primeros– como las rapsodias de Homero, el Vedhanta, el Korán, el Poema
del Myo Cid y en realidad casi todos los monumentos religiosos o épicos de
la Antigüedad. Esta noción, que hoy día se posee en forma científica,
resuelve de un golpe la falsa Cuestión Sinóptica, que preocupó a los
eruditos durante dos siglos; consistente en que los Evangelios tienen entre
sí algunas divergencias por un lado, y una concordancia maciza por otro;
como puede verse en este relato, que traen los tres Sinópticos. Eso ocasionó
un lío muy grande en la cabeza de los sabios alemanes, algunos de los cuales
llegaron a negar la autencía y la veracidad de esos tres documentos
religiosos, hasta que Marcel Jousse descubrió las admirables leyes del
estilo oral.
Cosa increíble: hay una tormenta tal en el Mar de Tiberíades que las olas
invaden la cubierta de la barca de los Pescadores; y Jesucristo duerme. ¿Se
hace el dormido, como dicen algunos, para “probar a sus discípulos”? No:
duerme, apoyada la cabeza en un banco. Esa manera de probar a la gente con
cosas fingidas es una chiquilinada inventada por un mal maestro de novicios:
lo único que prueba de veras es la vida, la verdad, la realidad, no las
ficciones. Tampoco es verdad que Dios haya prohibido a Eva el Fruto del
Árbol del Malsaber para probarla; se lo prohibió porque simplemente no le
convenía ese fruto a ella ni a nadie. Dios no hace pavadas, pero hay gente
que tiene inclinación a atribuirle las pavadas propias. Dios hizo al hombre
a su imagen y semejanza; pero el hombre se lo ha devuelto; porque ¡cuántas
veces no ha rehecho el hombre a Dios a imagen y semejanza suya!
Jesucristo es notable: duerme de día en medio de una tormenta, y de noche
deja la cama y se sube a una colina para orar hasta la madrugada. No lo
despiertan el bramar del viento, el golpe del agua, los gritos de los
marinos, y lo despierta un gemido en la noche o una mujer hemorroisa que le
toca el vestido. Mi abuela Doña Magdalena decía: “Jesucristo es bueno, yo no
digo nada; pero ¿quién lo entiende, dígame un poco?”.
Sólo un niño o un animal puede dormir en esas condiciones en que los tres
Evangelistas dicen que Cristo realmente “dormía”; y también un hombre que
esté tan cansado como un animal y tenga una naturaleza tan sana como la de
un niño. Muchos hombres de natura privilegiadamente robusta sabemos que
podían dormir cuando querían: como el Primer Napoleón por ejemplo, del cual
se cuenta podía eso: dormir cuando le parecía bien, sobre todo en los
sermones; y hubo que despertarlo la mañana de la batalla de Austerlitz. En
cambio el Tercer Napoleón, su sobrino, no pegó los ojos la noche del golpe
de Estado de 1851 y se levantó tres veces para ver si se había dormido el
centinela. Porque el Primer Napoleón fue un Héroe; pero el Tercer Napoleón
fue una Imitación de Héroe: un Payaso.
Bueno, el caso es que Cristo dormía, y los discípulos lo despertaron
diciéndole algo que está diferentemente en los tres Evangelistas; pero en
realidad le deben haber gritado no tres sino unas doce cosas diferentes por
lo menos; que se resumen en ésta: “”¡Sonamos!,. ,¿No te importa nada que
nosotros “sonemos”?” que trae San Lucas como resumen de toda la gritería. Lo
que dijo Mateo, que estaba allí, fue esto: “Señor, ayúdanos, perecemos”.
Cada uno dijo lo mejor que supo y eso es todo.
Lo que les dijo Cristo–en esto concuerdan los tres relatores– fue
“cobardes”. La Vulgata latina traduce “Modicae fidei”, o sea “hombres de
poca fe”; pero Cristo, en griego o en arameo, les dijo “cobardes”. Un hombre
que grita cuando hace agua su lancha en una tempestad del Mar de Galilea,
que son breves pero violentas; suponiendo incluso que haya gritado un poco
de más, ¿es cobarde? Para mí, no es cobarde. Pero para Jesucristo es
cobarde. A Jesucristo no le gustan los cobardes.
La Iglesia (“la barquilla de Pedro”, que le dicen) ha tenido muchas
tempestades y ha de tener todavía otra que está profetizada, en la cual las
olas invadirán el bordo, y parecerá realmente que los pocos que están dentro
suenan. Cristo parece haber conservado su costumbre juvenil de dormir en
esos casos; y también su idiosincrasia de no amar la cobardía.
La cobardía ¿es pecado? Sí; y en algunos casos muy grande. Los Apóstoles
tenían una manera de predicar que yo no usaría otra si me dejaran predicar:
que es hacer una lista de pecados grandes, recitarla y después decir:
“Ninguno de estos entrará en el Reino de los Cielos. Basta”. Así San Pablo
dice: “No os engañéis, hermanos: que ni los idólatras, ni los ladrones, ni
los divorciados, ni los avaros, ni los perros [o sea los maricones] ni... –y
así sigue un rato–entrarán en el Reino de los Cielos”. Hoy día habría que
predicar así, sencillo... es opinión nuestra.
Pues bien, San Juan en el Apokalypsis, que es una profecía acerca de los
últimos tiempos, añade a la lista de pecados otros dos que no están en San
Pablo: “los mentirosos y los cobardes”. Lo cual parece indicar que en los
últimos tiempos habrá un gran refuerzo de mentira y de cobardía. Dios nos
pille confesados.
La cobardía en un cristiano es un pecado serio, porque es señal de poca fe
en Cristo (“cobardes y hombres de poca fe”) que ha dado sus pruebas de que
es un hombre “a quien el mar y los vientos obedecen” –dice el Evangelio de
hoy– con el cual por lo tanto, el miedo no es cosa bonita; ni lícita
siquiera. Julio César, en una ocasión parecida, no permitió a sus compañeros
que se asustaran. “¿Qué teméis? Lleváis a César y a su buena estrella” les
dijo. Mucho más Jesucristo, creador de las estrellas.
Lo que gobierna el mundo son las Ideas y las Mujeres, dijo uno. Las Ideas,
lo dudo mucho. Las Mujeres, habría que hacer la prueba. ¿Qué sucedería si en
la Argentina saliese una especie de Teresa de Jesús, que persuadiese a todas
las mujeres este propósito: “¡No te casaré con ningún hombre que sea un
cobarde!”. Yo creo que se vendría abajo la tiranía de turno; y no subiría
más ningún otro tirano.
En otros tiempos, los argentinos no eran ni adulones ni cobardes. Ahora
parecería, según algunos que leen los diarios, que se están volviendo
adulones y cobardes. Que Dios nos salve por lo menos de las mujeres.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires,
1977, p. 135-138)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La tempestad calmada, Mc 4,
35-41; Mt 8,23-27; Lc 8, 22-25
Los tres sinópticos traen la narración del milagro de Jesús y los tres el
versículo en cuestión[2] ¿Pues quién es éste? Porque aun el viento y el mar
le obedecen (Mc). ¿Por qué la sorpresa de los discípulos? Admirados (Mt),
llenos de gran temor (Mc), admirados y temerosos (Lc).
La admiración proviene de un nuevo conocimiento a la mente[3]. El viento y
el mar no se calman repentinamente a la orden de un hombre sino es por una
intervención sobrenatural. El temor surge ante la presencia del poder, de lo
que sobrepasa las fuerzas humanas.
Esta reacción de los discípulos se da porque advierten en Jesús más que un
hombre que necesita dormir y atravesar el mar en una barca. La bonanza
repentina los hace reconocer en Jesús a Dios[4]. Y ante la presencia de la
divinidad cobran temor[5].
Jesús les reprocha su poca fe, porque han visto muchos de sus milagros y
todavía no terminan de reconocer su divinidad y la solicitud que tiene por
ellos y por los que esperan la venida de su Reino.
Jesús no ha obrado el milagro por algún intermediario[6] sino por su sola
palabra. Milagro que evoca el poder de Yahvé[7].
Pero la reacción de buscar en Jesús el auxilio se da por la constatación que
hacen, aquellos experimentados navegantes, de su impotencia ante aquella
situación. Reconocen su indigencia creatural, su situación desesperada,
límite, podríamos decir, y buscan el poder de Dios en Jesús.
Su admiración se expresa en la pregunta ¿quién es este?... Los discípulos
elevan sus mentes a la divinidad única capaz de poder sobre el mar y el
viento desencadenados.
¿A quién no aterrorizan y empequeñecen los elementos desatados de la
naturaleza? ¿Hay algo que parezca más inasequible al poder humano que
dominarlos? Así resulta tan verosímil la estupefacción producida por este
prodigio, incluso en el espíritu de aquellos que acaban de presenciar en
Naím la resurrección del hijo de la viuda ¿Quién es éste? Nosotros lo
sabemos: el Hombre Dios[8]
La pregunta de los discípulos “¿quién es éste?” surge espontánea ante el
poder de Jesús. Jesús es omnipotente no solo por ser Hijo de Dios, poseyendo
la omnipotencia eternamente como el Padre y el Espíritu Santo[9] sino
también según su naturaleza humana (en cuanto hombre) en el tiempo, por la
Unión Hipostática[10]. La omnipotencia es un atributo divino, incomunicable,
propio y exclusivo de Dios. El poder activo es consecuencia de la naturaleza
misma del ser. Como la naturaleza divina es el mismo ser de Dios
incircunscripto, de ahí se sigue que posee potencia activa respecto de todas
las cosas que pueden tener razón de ser. Por tanto, la omnipotencia es
exclusiva de la divinidad[11].
Si hablamos del alma de Jesucristo, en cuanto que es instrumento del Verbo,
tuvo la virtud instrumental para hacer toda clase de milagros. Es necesario
para el fin de la Encarnación, que es restaurar todas las cosas, ya en los
cielos, ya en la tierra[12]. Y en este sentido, Jesucristo pudo todo cuanto
quiso, bien por sí o bien por la virtud divina[13].
Los discípulos ven al hombre y creen en Dios. Saben que lo sobrenatural es
obra del poder divino, único capaz de mudar el orden natural, en lo cual
consiste el milagro. La naturaleza humana que ellos veían es el instrumento
de la acción divina y la acción humana manifestada por las palabras “¡calla,
enmudece!”[14], recibe la virtud de la naturaleza divina, es decir, ambas
naturalezas obran una obra común[15]. “El hombre recibió en el tiempo la
omnipotencia que el Hijo de Dios tuvo desde la eternidad”[16].
Los milagros de Jesús tienen dos finalidades, primero confirmar la verdad de
lo que enseña, hacer conocer que su doctrina viene de Dios. Las verdades que
sobrepasan la razón humana no pueden ser probadas con la razón humana sino
con argumentos de poder divino y en esto consisten los milagros.
Segundo, para mostrar la presencia de Dios en Él por la gracia de Unión no
de adopción como en los demás hombres.
Y así fue convenientísimo que hiciera milagros; por lo cual dice El mismo:
“Aunque a mí no me creáis, creed por las obras”[17] y también “porque las
obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que
realizo, dan testimonio de mí” (Jn 5, 36)[18].
Este milagro podemos compararlo con la caminata de Jesús sobre las
aguas[19]. Allí también Jesús calma la tempestad y hay dos versículos que
señalan la divinidad de Jesús. Su presentación ante los discípulos que
estaban espantados por creer que un fantasma se acercaba a ellos (Mt y Mc).
El les dijo: “Confiad soy yo” (Mt y Mc), “no temáis soy yo” (Jn)[20]. Jesús
se llama con el nombre divino y en consecuencia manifiesta su divinidad[21]
para que no teman[22]. El otro versículo es la adoración que hacen los
discípulos a Jesús después de presenciar el milagro de devolver la bonanza
(Mt y Mc) y llegar rápidamente a la orilla (Jn). Mateo dice que se
arrodillaron ante El y dijeron “verdaderamente eres Hijo de Dios”[23];
Marcos señala el gran asombro de los discípulos[24]. La adoración que hacen
es porque reconocen en Cristo a Dios[25]. Se suma el asombro o la admiración
que manifiestan. La conciencia de estar frente a algo que excede lo
conocido[26].
La admiración como signo de la presencia de Dios
En los pasajes del paralítico y la tempestad calmada se produce en los
espectadores una reacción afectiva: temor[27], asombro[28], pasmo[29],
efectos todos de la admiración.
Y ¿qué es la admiración? Es un sentimiento intelectual que surge ante lo
inesperado. La admiración es la raíz afectiva de la religiosidad[30]. Es una
prueba más que los discípulos se sienten ante la presencia de la divinidad.
En el caso de la tempestad ante el poder de Jesús que hace callar las
fuerzas naturales, en el caso del paralítico porque le devuelve el andar
como prueba de su poder de perdonar los pecados.
La admiración procede según Santo Tomás[31] del desconocimiento de las
causas del fenómeno admirado y tanto más desconocidas nos parecen cuanto mas
llamativo es el efecto y más lejano de nosotros el poder que lo pudiera
producir.
Por eso aunque todos los milagros son igualmente portentosos unos suscitan
mayor estupor que los demás.
La admiración que experimentan los apóstoles surge al constatar un poder que
puede salvarlos. Pero si retrocedemos en la situación, antes han constatado
su impotencia para salvarse ante la furia del mar y del viento. Han
experimentado la angustia, una situación límite que declara la verdad de la
existencia del hombre. Se sienten impotentes y por tanto reclama su
naturaleza un remedio seguro a tal situación. Jesús se levanta y calma los
elementos desatados. Ellos admirados exclaman “¿quién es este?” y se aferran
a la única tabla de salvación posible. Luego vendrá toda la elaboración
intelectual para hacer un acto de fe formal en la divinidad de Jesús. Por
ahora su naturaleza ha reaccionado casi instintivamente generando un acto de
religión.
La situación límite nos pone en contacto con la realidad que en definitiva
es la constatación de nuestra limitación creatural. Por otra parte nos hace
ver que recurriendo al Señor vamos a salir de la indigencia.
El sentimiento de indigencia es el más profundo del hombre y es el punto de
partida de toda religión[32].
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Aplicación: P. Jorge Loring S.I. - Domingo Décimo Segundo del Tiempo
Ordinario - Año B Mc 4: 35-40
1.- En este Evangelio se nos narra cómo Jesús calmó la tempestad.
2.- Cristo aludió varias veces a los milagros que hacía para que creyéramos
en Él.
3.- El milagro es un rompimiento de las leyes de la naturaleza.
4.- No son milagros los trucos y habilidades de un prestidigitador que en el
circo se saca palomas de las mangas.
5.- Pero si en un caso concreto se demuestra que ha habido un rompimiento de
las leyes de la naturaleza, allí está el sello de Dios, la firma de Dios;
pues sólo Dios puede cambiar las leyes de la naturaleza hechas por Él.
6.- El hombre estudia las leyes de la naturaleza y las aplica a la técnica y
al progreso, pero ningún hombre puede cambiar una ley de la naturaleza.
7.- Algunos santos han hecho milagros, pero siempre en nombre de Dios. San
Pedro cura al paralítico del templo, pero le dice: «En nombre de JESÚS
NAZARENO levántate y anda». Y el paralítico salió andando.
8.- Pero Jesús hacía los milagros en nombre propio. Le dijo al viento: «Yo
te lo digo, cálmate». Y el viento se calmó.
9.- Los milagros de Cristo confirman su divinidad.
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El esclavo y la tempestad
Un rico marajá de la India se embarcó y se desató una gran tormenta. Uno de
sus esclavos empezó a llorar de miedo, tanto que la tripulación empezó a
irritarse, y poco faltó para que el marajá lo arrojase al mar. Pero su
consejero le dijo: "Yo lo arreglaré". Entonces ordenó arrojarle al mar atado
con una cuerda. El pobre esclavo empezó a gritar sacudido por las olas que
lo zarandeaban en todas direcciones. Luego el consejero mandó sacarlo.
Una vez en cubierta el esclavo se tendió en un rincón, silencioso y
tranquilo. El consejero explicó al marajá a qué se debía semejante cambio de
actitud: "Los seres humanos nunca nos damos cuenta de lo afortunados que
somos hasta que nuestra situación empeora". Nadie aprecia tanto la salud
como el que ha estado gravemente enfermo. Cristina lloraba porque no tenía
zapatos, hasta que vio a una niña que no tenía pies.
Entrega
Muy celebrada en la historia es la batalla de Salamina, en la que 1200 naves
persas, mandadas por el rey Jerjes, fueron vergonzosamente derrotadas por
4OO naves griegas capitaneadas por el héroe Tem¡stocles. Al atravesar los
persas, en la fuga, el Helesponto (o estrecho de los Dardanelos), se levantó
en el mar la más furiosa tempestad, y el piloto de la nave regia,
fastuosamente adornada, avisó que era preciso aligerar su peso si no querían
irse todos al fondo del abismo. Arrojaron al agua todo el cargamento y con
ello objetos bell¡simos y raros, de fantástico valor; mas, como aún corriera
la nave riesgo de zozobrar, se levantaron los magnates y grandes señores de
Persia, que cubr¡an el puente del navío, y,haciendo al estilo oriental una
profunda reverencia hasta el suelo ante el gran rey, se arrojaron al mar,
pereciendo entre sus olas alborotadas, para que se salvara la vida del rey.
¿No es, por ventura, Jesucristo más merecedor que Jerjes de que le
profesemos rendida lealtad, aunque sea a costa de nuestros bienes y de
nuestra vida?
Confianza
En cierta ocasión se levantó en alta mar una tempestad aterradora que hacía
bailar como un juguete un gran barco; los pasajeros, pálidos de espanto,
corrían enloquecidos de un lado al otro. Las olas se levantaban espumosas...
los bancos del buque crujían... Mas, en medio de tal espanto, un niño jugaba
tranquilo en el camarote. -¿Es que tú no temes, pequeño? -¿Cómo voy a temer?
El timón está en manos de mi padre. También el joven creyente, en medio de
cualquier prueba, sabe a ciencia cierta que el timón de su vida está en
manos de su Padre celestial, y porque lo sabe, conoce que ninguna desgracia
podrá quebrantarle.
Providencia
Érase una vez un amo que después de una mala cosecha se quejaba diciendo:
"Si Dios dejara en mis manos el gobierno del tiempo, todo iría mejor,
porque, al pare cer, EL no entiende mucho del cultivo de la tierra." Y el
Señor le dijo: "Para este año te concedo la dirección del tiempo; pide lo
que quieras y lo tendrás." EL pobre hombre se olvió loco de alegría Dijo al
momento: "¡Ahora quiero sol!" Y salió el sol. Más tarde dijo: "¡Que venga la
lluvia! " Y llovió. De nuevo sol, de nuevo lluvia. Y así durante el año. La
siembra crecía crecía hacia arriba; daba gusto mirarla. "Ahora puede ver
Dios cómo se dirige el tiempo", dijo con orgullo. Y llegó el tíempo de
segar. EL amo cogió su hoz para cortar el trigo, pero se le cayeron las alas
del corazón. Las espigas estaban vacías. Mucha paja y poco grano. Vino el
Señor y le preguntó: " ¿Qué tal la cosecha?" EL hombre se quejó: "¡Mala,
Señor, muy mala! " "Pero, ¿no dirigiste tú el tiempo? ¿No se cumplía todo lo
que deseabas?" "Pues ¡claro que sí!, y por eso estoy perplejo; ¡yo pedía
Iluvia y sol y venía todo, mas ahora no hay cosecha! " Díjole por fin el
Señor: "¿Y nunca has pedido viento y tempestad, y hielo y nieve? ¡Y todo lo
que purifica el aiire y hace resistentes y duras las raíces? Pediste la
lluvia y el sol, pero no pediste mal tiempo. ¡Por eso no hay cosecha!
Infortunio
"El infortunio puede tener como efecto la madurez y la iluminación", decía
el maestro. Lo explicaba de la siguiente manera: "Todos los días un pájara
buscaba la protección en las ramas secas de un árbol en medio de una
planicie grande y solitaria. Un día una tempestad sacó el árbol de la raíz y
el pobre pajarito tenía que volar cientas de millas para encontrar un lugar
donde cobijarse. Su vuelo lo llevó a un bosque repleto de árboles frutales.
Si no se cae el árbol seco, el pájaro nunca dejaba su seguridad y nunca
hubiera encontrado los árboles frutales.
.- "Señor, Tú eres mi fortaleza"
Cuando el pequeño Tomás cumplió nueve años, su familia, los señores
de Aquino, confiaron su educación a los frailes de Montecasino. Tomás
pasó a vivir en el Monasterio.
Una noche se desató una impresionante tormenta. El monje que
tenía el niño a su cuidado se acercó al dormitorio del pequeño
temiendo que se asustase. Con sorpresa descubrió que no estaba en su
cama. Le buscó en vano por todo el convento. Al final lo encontró en
la iglesia, acurrucado al lado del Sagrario abrazándolo.
o ¿Qué haces aquí? -le preguntó el fraile.
o Tenía mucho miendo por la tormenta. Y como Jesús calmaba las
tempestades, me vine a estar con Él.
El fraile sonrió emocionado.
Pero en Tomás de Aquino el cariño y el afán de estar cerca
del Señor en la Eucaristía fue en aumento a lo largo de toda su vida.
Al final confesaba haber aprendido más de rodillas delante del
Sagrario que en todos los libros de Teología.
1740 En el mar de la vida ocurre una cosa semejante a los que por primera
vez navegan. Aunque sean de suyo valerosos, a causa de su inexperiencia se
turban, se alborotan, se marean: en cambio, los que han recorrido muchos
mares y pasado muchas borrascas, arrecifes, bajíos, escollos, acometidas de
monstruos marinos, ataques de salteadores y piratas y continuas tempestades,
van en su barco más tranquilos y confiados que los que andan por la tierra,
se sientan lo mismo en los costados del barco que en el interior de sus
camarotes y pasean y saltan tan tranquilos de la proa a la popa, y los que
antes yacían acobardados a la vista de todos, ahora escalan el palo mayor
con suma ligereza, tiran de las maromas, izan las velas, manejan los remos y
en un momento recorren de parte a parte la embarcación con la mayor
facilidad (San Juan Crisóstomo, Carta a Santa Olimpiades desde el
destierro).
Cristiano, en tu nave duerme Cristo; despiértale, que Él increpará a la
tempestad y se hará la calma (San Agustín, Sermón 361).
Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos
amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie
sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se
levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué
podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una
ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La
confiscación de los bienes? Nada trajimos al mundo, de modo que nada podemos
llevarnos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus
bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir,
si no es para vuestro bien espiritual. Por eso, os hablo de lo que sucede
ahora exhortando vuestra caridad a la confianza (San Juan Crisóstomo, Hom.
antes del exilio, 1-3).
Los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos, mientras
que externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y
fangosos, y fácilmente les hiere cualquier cosa; sin embargo, los árboles
que viven en las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos
vientos y constantemente expuestos a la intemperie y a todas las
inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes
nieves, se hacen más robustos que el hierro (San Juan Crisóstomo, Hom. sobre
la gloria en la tribulación).
[1] En medio del camino
de la vida/ errante me encontré por selva oscura
[2] Mc 4, 27; Mt 8, 41; Lc 8, 25
[3] Cf. III, 15, 8c.
[4] Santo Tomás, Catena Áurea…, San Juan
Crisóstomo a Mt 8, 27, Teofilacto a Mc 4, 41; San Pedro Crisólogo, Sermones,
20, 1. Cit. en La Biblia Comentada por los Padres de la Iglesia y otros
autores de la época patrística. Nuevo Testamento, Mateo (1-13), 1a, Ciudad
Nueva. Madrid 2004 comentario a Mt 8, 27, Prudencio, La Biblia Comentada por
los Padres de la Iglesia y otros autores de la época patrística…, Nuevo
Testamento, Marcos, 2, Ciudad Nueva. Madrid 2000 comentario a Mc 4, 41.
[5] Cf. Lc 1, 12 y Jsalén. Cf. Lc 1, 29
[6] Cf. Ex 14; 2 R 2; Jos 3.
[7] Cf. Sal 28, 3-4; 32, 7; 45, 2-4; 65, 8; 68,
2-4.15-17; 88, 10.13; 106, 21-30; Jr 5, 22
[8] Maldonado, Cit. por Herrera, La Palabra de
Cristo, t.2. , BAC Madrid 19572, 465
[9] Cf. I, 42, 6 c. Símbolo Atanasiano.
[10] Cf. III, 13, 1 ad 1
[11] Cf. III, 13, 1 c
[12] Cf. III, 13, 2 c
[13] Cf. III, 13, 4c
[14] Mc 4, 39
[15] Cf. III, 43, 2c
[16] III, 13, 1 ad 1
[17] Jn 10, 38
[18] Cf. III, 43, 1c
[19] Mt 14, 22-33; Mc 6, 45-52; Jn 6, 16-21
[20] El texto griego dice egw eimi: Yo soy
[21] Santo Tomás, Catena Áurea…, San Jerónimo a
Mt 14, 27; Crisóstomo, San Jerónimo a Mc 14, 33; Beda, Teofilacto a Jn 6,
20.
[22] Santo Tomás, Catena Áurea…, Crisóstomo a Mt
14, 27; Teofilacto, San Agustín a Mc 6, 50; Crisóstomo a Jn 6, 20.
[23] v. 33
[24] v. 52
[25] Santo Tomás, Catena Áurea…, Crisóstomo a Mt
14, 33
[26] Santo Tomás, Catena Áurea…, Teofilacto, Beda
a Mc 6, 51. Señalan los Santos Padres siguiendo al evangelista (Marcos) su
embotamiento después de este milagro, milagro mayor que el de la
multiplicación de los panes, embotamiento que dificulta reconocer la
divinidad.
[27] Mt 9, 8; Lc 5, 26; Mc 4, 41; Lc 8, 25
[28] Mc 2, 12; Lc 5, 26
[29] Lc 8, 25
[30] Cf. Castellani, Psicología Humana, Jauja
Mendoza 19972, 151
[31] Cf. III, 15, 8
[32] Cf. Castellani, La Catarsis Católica en los
Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Epheta Buenos Aires 1991,
87.
(Cortesía: iveargentina.org y otros)