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Domingo de Resurrección C - Comentarios de Sabios y Santos: Preparémonos con ellos para acoger la Palabra de la Celebración

Recursos adicionales para la prepración

A su disposición

Exégesis: Manuel De Tuya - Capitulo 20

Comentario Teológico: Benedicto XVI - La resurrección de Jesús de entre los muertos

Santos Padres: San León Magno - Resurrcción del Señor

Aplicación - Vigilia Pascual: P. Alfredo Sáenz, SJ - El misterio de la resurrección

Aplicación - Vigilia Pascual: San Juan Pablo II - ¿Buscan a Jesús?

Aplicación - Domingo de Resurrección: P. Alfredo Sáenz, S.J. - Confianza y Convocatoria

Aplicación; Papa Francisco - Jesús ha resucitado

Aplicación:  San Juan Pablo II - Hemos resucitado todos

Aplicación: Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap - ¡Ha resucitado! La verdad histórica

Aplicación: P. Carlos M. Buela, I.V.E. - La Resurrección sin el Resucitado

Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Domingo primero de Pascua

Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor - Año C

Aplicación: Directorio Homilético - Domingo de Pascua – Resurrección del Señor

 

¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
La Palabra de Dios y yo - cómo acogerla
Falta un dedo: Celebrarla

 

comentarios a Las Lecturas del Domingo

Exégesis: Manuel De Tuya - Capitulo 20.

Magdalena va al Sepulcro, 20:1-2 (Mat_28:1; Mar_16:1-8; Luc_24:1-11). Cf. comentario a Mat_28:1.

1 El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al monumento, y vio quitada la piedra del monumento. 2 Corrió y vino a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: Han tomado al Señor del monumento y no sabemos dónde lo han puesto.

Los cuatro evangelistas recogen esta ida de Magdalena al sepulcro. Pero lo ponen con rasgos y perspectivas literarias distintas.
Jn sitúa esta ida con el término técnico judío: “el primer día de la semana.” Es decir, al día siguiente del sábado, que, en este mismo año, cayó la Pascua. Los judíos nombraban los días de la semana por el primero, segundo, etc., excepto el último, que, por el descanso, lo llamaban “sábado” (shabbath = descanso)
l.
La hora en que viene al sepulcro es de “mañana”, pero cuando aún hay “alguna oscuridad” (skotías heti oúses). Es en la hora crepuscular del amanecer, que en esta época sucede en Jerusalén sobre las seis de la mañana
2.
Por los sinópticos se sabe que esta visita de María al sepulcro no la hace ella sola, sino que viene en compañía de otras mujeres, cuyos nombres se dan: María, la madre de Santiago, y Salomé, la madre de Juan y Santiago el Mayor (Mar_16:1) y otras más (Luc_24:10).

Al ver, desde cierta distancia, “quitada” la piedra rotatoria o golel, dejó a las otras mujeres, que llevaban aromas para acabar de preparar el “embalsamamiento” del cuerpo de Cristo, ya que su enterramiento había sido cosa precipitada a causa del sábado pascual que iba a comenzar (Jua_19:42), — este tema de divergencias “embalsamatorias” se indicó antes — y, “corriendo,” vino a dar la noticia a Pedro y “al otro discípulo,” que, por la confrontación de textos, es, con toda probabilidad, el mismo Jn.

Naturalmente, como ella no entró en el sepulcro, supuso la noticia que da a estos apóstoles: que el cuerpo del Señor fue “quitado” del sepulcro, y no “sabemos” dónde lo pusieron. El plural con que habla: no “sabemos”, entronca fielmente la narración con lo que dicen los sinópticos de la compañía de las otras mujeres que allí fueron (Mt 28,lss; Mc 16ss; Luc_24:1ss; cf. Luc_24:10).

Seguramente, al ver, a cierta distancia, removida la piedra de cierre, cuya preocupación de cómo la podían rodar para entrar temían (Mar_16:3), cambiaron, alarmadas, sus impresiones, y Magdalena, más impetuosa, se dio prisa en volver, para poner al corriente a Pedro y al anónimo Jn.

La preeminencia de Pedro se acusa siempre, en formas distintas, en los evangelios, como en este caso.

Lo que no deja de extrañar, pero con valor apologético aquí, es cómo, después de haberse anunciado por Cristo su resurrección al tercer día, ni estas mujeres piensan, al punto, en el cumplimiento de la profecía de Cristo. La verdad se iba a imponer sobre toda antidisposición a ella. Lo mismo que en los sinópticos, si el “anuncio” de Cristo no hubiese sido primitivo, no se hubiese puesto, pues venía a ser desmentido por estos hechos, tanto en los sinópticos como en Jn. Dicho en forma “profética,” ¿qué habrían captado los apóstoles y estas “mujeres”? Aparte, que el shock de la muerte de Cristo los tuvo que haber desmoronado moralmente.

Pedro y Juan van al sepulcro,Mar_20:3-10.
3 Salió, pues, Pedro y el otro discípulo y fueron al monumento. 4 Ambos corrían; pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al monumento, 5 e inclinándose, vio los lienzos; pero no entró. 6 Llegó Simón Pedro después de él, y entró en el monumento y vio los lienzos allí colocados, 7 y el sudario que habían estado sobre su cabeza, no puesto con los lienzos, sino envuelto aparte. 8 Entonces entró también el otro discípulo que vino primero al monumento, y vio y creyó; 9 porque aún no se habían dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que él resucitase de entre los muertos. 10 Los discípulos se fueron de nuevo a casa.

Pedro y Juan debieron de salir enseguida de recibir esta noticia, pues ambos “corrían.” Pero el evangelista dejará en un rasgo su huella literaria. Este “discípulo” corría más que Pedro. En efecto, Pedro debía de estar sobre la mitad de su edad, sobre los cincuenta años (Jua_21:18.19), y, según San Ireneo, vivió hasta el tiempo de Trajano (98-117) 3. Esto hace suponer que Jn pudiese tener entonces sobre veinticinco o treinta años.

Jn, por su juventud y su fuerte ímpetu de amor a Cristo, “corrió más aprisa” y llegó primero al sepulcro. Pero “no entró.” Sólo se “inclinó” para ver el interior. Teniendo el sepulcro la entrada en lo bajo y teniendo que agacharse para entrar, Jn, para poder echar una ojeada al interior, tenía que “inclinarse.”

Jn no entró, esperando a Pedro. ¿Por qué esto? ¿Acaso un cierto temor a una cámara sepulcral, máxime en aquellas condiciones de “desaparición” del cadáver? No parece que sea ésta la razón.

Pedro es el primero que entra en el sepulcro. El evangelista insiste en lo que vio: los “lienzos” 4 en que había sido envuelto estaban allí; y el “sudario” en que se había envuelto su cabeza no estaba con los “lienzos,” sino que estaba “enrollado” y puesto aparte. El evangelista, al recoger estos datos, pretende, manifiestamente, hacer ver que no se trata de un robo; de haber sido esto, los que lo hubiesen robado no se hubiesen entretenido en llevar un cuerpo muerto sin su mortaja, ni en haber cuidado de dejar “lienzos” y “sudario” puestos cuidadosamente en sus sitios respectivos (Luc_24:12). A este propósito, el caso de Lázaro al salir del sepulcro, “fajado” de pies y manos y envuelta su cabeza en el “sudario,” antes descrito por el evangelista, era aleccionador (Jua_11:44).

Jn pone luego el testimonio de fe. También él entró “y vio, y creyó.” Vio el sepulcro vacío, sin que hubiese habido robo. Y “creyó.”

Pero el evangelista destaca su fe en las enseñanzas proféticas sobre la resurrección. A la hora en que escribe el evangelio, ya con la luz de Pentecostés, había penetrado los vaticinios proféticos sobre la resurrección de Cristo. Y ve en los hechos los cumplimientos proféticos (Sal_2:7; Sal_16:8-11; cf. Hec_2:24-31; Hec_13:32-37; 1Co_15:4). ¿Por qué no citan, junto con la “profecía” de la Escritura sobre la resurrección de Cristo, el “vaticinio” que éste les había hecho? Acaso porque el testimonio de la Escritura era de un valor ambiental indiscutido (cf. 1Co_15:3.4; cf. Hec_10:40-42).

A la vuelta, seguramente se reunieron con los otros apóstoles. Pues si la frase usada en el texto puede significar que Pedro y Juan van al alojamiento propio 5, de hecho, en la tarde del mismo día aparecen todos los apóstoles reunidos en el mismo lugar (Jua_21:19).
(…)
Se destaca que Juan llegó al sepulcro “antes” que Pedro; que vio y “creyó”; que es el “discípulo al que amaba el Señor”; que Pedro, para preguntar a Cristo quien es el traidor, recurre a Juan; que éste “descansó sobre el pecho del Señor”; que para entrar en casa de Caifás, Pedro tiene necesidad de la recomendación de Jn, y que es el primero que lo reconoce en el lago, lo mismo que la respuesta que le da Cristo a Pedro a propósito de Juan (cf. Jua_13:23-26; Jua_18:15-16; Jua_20:2-8; Jua_21:7-8; Jua_21:21-23).
(DE TUYA, M., Evangelio de San Juan, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia Comentada, BAC, Madrid, Tomo Vb, 1977)


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Comentario Teológico: Benedicto XVI - La resurrección de Jesús de entre los muertos

Qué sucede en la resurrección de Jesús

«Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo.

Además, como testigos de Dios, resultamos unos embusteros, porque en nuestro testimonio le atribuimos falsamente haber resucitado a Cristo» (1 Co 15,14s). San Pablo resalta con estas palabras de manera tajante la importancia que tiene la fe en la resurrección de Jesucristo para el mensaje cristiano en su conjunto: es su fundamento. La fe cristiana se mantiene o cae con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado de entre los muertos.

Si se prescinde de esto, aún se pueden tomar sin duda de la tradición cristiana ciertas ideas interesantes sobre Dios y el hombre, sobre su ser hombre y su deber ser —una especie de concepción religiosa del mundo—, pero la fe cristiana queda muerta. En este caso, Jesús es una personalidad religiosa fallida; una personalidad que, a pesar de su fracaso, sigue siendo grande y puede dar lugar a nuestra reflexión, pero permanece en una dimensión puramente humana, y su autoridad sólo es válida en la medida en que su mensaje nos convence. Ya no es el criterio de medida; el criterio es entonces únicamente nuestra valoración personal que elige de su patrimonio particular aquello que le parece útil. Y eso significa que estamos abandonados a nosotros mismos. La última instancia es nuestra valoración personal.

Sólo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia el mundo y la situación del hombre. Entonces Él, Jesús, se convierte en el criterio del que podemos fiarnos.

Pues, ahora, Dios se ha manifestado verdaderamente.

Por esta razón, en nuestra investigación sobre la figura de Jesús la resurrección es el punto decisivo. Que Jesús sólo haya existido o que, en cambio, exista también ahora depende de la resurrección. En el «sí» o el «no» a esta cuestión no está en juego un acontecimiento más entre otros, sino la figura de Jesús como tal.

Por tanto, es necesario escuchar con una atención particular el testimonio de la resurrección que nos ofrece el Nuevo Testamento. Pero, para ello, antes de nada debemos ciertamente dejar constancia de que este testimonio, considerado desde el punto de vista histórico, se nos presenta de una manera particularmente compleja, suscitando muchos interrogantes.

¿Qué pasó allí? Para los testigos que habían encontrado al Resucitado esto no era ciertamente nada fácil de expresar. Se encontraron ante un fenómeno totalmente nuevo para ellos, pues superaba el horizonte de su propia experiencia. Por más que la realidad de lo acontecido se les presentara de manera tan abrumadora que los llevara a dar testimonio de ella, ésta seguía siendo del todo inusual. San Marcos nos dice que los discípulos, cuando bajaban del monte de la Transfiguración, reflexionaban preocupados sobre aquellas palabras de Jesús, según las cuales el Hijo del hombre resucitaría «de entre los muertos». Y se preguntaban entre ellos lo que querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos» (9,9s). Y, de hecho, ¿en qué consiste eso? Los discípulos no lo sabían y debían aprenderlo sólo por el encuentro con la realidad.

Quien se acerca a los relatos de la resurrección con la idea de saber lo que es resucitar de entre los muertos, sin duda interpretará mal estas narraciones, terminando luego por descartarlas como insensatas. Rudolf Bultmann ha objetado a la fe en la resurrección que, aunque Jesús hubiera salido de la tumba, se debería decir no obstante que «un acontecimiento milagroso de esta naturaleza, como es la reanimación de un muerto» no nos ayudaría para nada y, desde el punto de vista existencial, sería irrelevante (cf. Neues Testament und Mythologie, p. 19).

Efectivamente, si la resurrección de Jesús no hubiera sido más que el milagro de un muerto redivivo, no tendría para nosotros en última instancia interés alguno. No tendría más importancia que la reanimación, por la pericia de los médicos, de alguien clínicamente muerto.

Para el mundo en su conjunto, y para nuestra existencia, nada hubiera cambiado. El milagro de un cadáver reanimado significaría que la resurrección de Jesús fue igual que la resurrección del joven de Naín (cf. Lc 7,1117), de la hija de Jairo (cf. Mc 5,22-24.35-43 par.) o de Lázaro (cf. Jn 11,1-44). De hecho, éstos volvieron a la vida anterior durante cierto tiempo para, llegado el momento, antes o después, morir definitivamente.

Los testimonios del Nuevo Testamento no dejan duda alguna de que en la «resurrección del Hijo del hombre» ha ocurrido algo completamente diferente. La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso; una vida que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre. Por eso, la resurrección de Jesús no es un acontecimiento aislado que podríamos pasar por alto y que pertenecería únicamente al pasado, sino que es una especie de «mutación decisiva» (por usar analógicamente esta palabra, aunque sea equívoca), un salto cualitativo. En la resurrección de Jesús se ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad.

Por eso Pablo, con razón, ha vinculado inseparablemente la resurrección de los cristianos con la resurrección de Jesús: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó... ¡Pero no!

Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos» (1 Co 15,16.20). La resurrección de Cristo es un acontecimiento universal o no es nada, viene a decir Pablo. Y sólo si la entendemos como un acontecimiento universal, como inauguración de una nueva dimensión de la existencia humana, estamos en el camino justo para interpretar el testimonio de la resurrección en el Nuevo Testamento.

Desde aquí puede entenderse la peculiaridad del testimonio neotestamentario. Jesús no ha vuelto a una vida humana normal de este mundo, como Lázaro y los otros muertos que Jesús resucitó. Él ha entrado en una vida distinta, nueva; en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos.

Esto era algo totalmente inesperado también para los discípulos, ante lo cual necesitaron un cierto tiempo para orientarse. Es cierto que la fe judía conocía la resurrección de los muertos al final de los tiempos. La vida nueva estaba unida al comienzo de un mundo nuevo y, en esta perspectiva, resultaba también comprensible: si hay un mundo nuevo, entonces existe en él un modo de vida nuevo. Pero la resurrección a una condición definitiva y diferente, en pleno mundo viejo, que todavía sigue existiendo, era algo no previsto y, por tanto, tampoco inteligible al inicio. Por eso, la promesa de la resurrección resultaba incomprensible para los discípulos en un primer momento.

El proceso por el que se llega a ser creyente se desarrolla de manera análoga a lo ocurrido con la cruz. Nadie había pensado en un Mesías crucificado. Ahora el «hecho» estaba allí, y este hecho requería leer la Escritura de un modo nuevo. Hemos visto en el capítulo anterior cómo, partiendo de lo inesperado, la Escritura se ha desvelado de un modo nuevo y, así, también el hecho ha adquirido su propio sentido. Obviamente, la nueva lectura de las Escrituras sólo podía comenzar después de la resurrección, porque únicamente por ella Jesús quedó acreditado como enviado de Dios. Ahora había que identificar ambos eventos —cruz y resurrección— en la Escritura, entenderlos de un modo nuevo y llegar así a la fe en Jesús como el Hijo de Dios.

Pero esto significa que, para los discípulos, la resurrección era tan real como la cruz. Presupone que se rindieron simplemente ante la realidad; que, después de tanto titubeo y asombro inicial, ya no podían oponerse a la realidad: es realmente Él; vive y nos ha hablado, ha permitido que le toquemos, aun cuando ya no pertenece al mundo de lo que normalmente es tangible.

La paradoja era indescriptible: por un lado, Él era completamente diferente, no un cadáver reanimado, sino alguien que vivía desde Dios de un modo nuevo y para siempre; y, al mismo tiempo, precisamente El, aun sin pertenecer ya a nuestro mundo, estaba presente de manera real, en su plena identidad. Se trataba de algo absolutamente sin igual, único, que iba más allá de los horizontes usuales de la experiencia y que, sin embargo, seguía siendo del todo incontestable para los discípulos. Así se explica la peculiaridad de los testimonios de la resurrección: hablan de algo paradójico, algo que supera toda experiencia y que, sin embargo, está presente de manera absolutamente real.

Pero ¿puede haber sido realmente así? ¿Podemos —especialmente en cuanto personas modernas— dar crédito a testimonios como éstos? El pensamiento «ilustrado» dice que no.

Para Gerd Lüdemann, por ejemplo, es evidente que después del «cambio de la imagen científica del mundo... las ideas tradicionales sobre la resurrección de Jesús» han de «considerarse obsoletas» (citado según Wilckens, I, 2, p. 119s). Ahora bien, ¿qué significa propiamente «la imagen científica del mundo»? ¿Hasta dónde alcanza su normatividad? Hartmut Gese, en su importante contribución Die Frage des Weltbildes, al que quisiera remitirme aquí, describe con precisión los límites de dicha normatividad.

Naturalmente no puede haber contradicción alguna con lo que constituye un claro dato científico. Ciertamente, en los testimonios sobre la resurrección se habla de algo que no figura en el mundo de nuestra experiencia. Se habla de algo nuevo, de algo único hasta ese momento; se habla de una dimensión nueva de la realidad que se manifiesta entonces. No se niega la realidad existente.

Se nos dice más bien que hay otra dimensión más de las que conocemos hasta ahora. Esto,¿está quizás en contraste con la ciencia?¿Puede darse sólo aquello que siempre ha existido? ¿No puede darse algo inesperado, inimaginable, algo nuevo? Si Dios existe, ¿no puede acaso crear también una nueva dimensión de la realidad humana, de la realidad en general? La creación, en el fondo, ¿no está en espera de esta última y suprema «mutación», de este salto cualitativo definitivo? ¿Acaso no espera la unificación de lo finito con lo infinito, la unificación entre el hombre y Dios, la superación de la muerte?

En la historia de todo lo que tiene vida, los comienzos de las novedades son pequeños, casi invisibles; pueden pasar inadvertidos. El Señor mismo dijo que el «Reino de los cielos» en este mundo es como un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas (cf. Mt 13,31s par.). Pero lleva en sí la potencialidad infinita de Dios. Desde el punto de vista de la historia del mundo, la resurrección de Jesús es poco llamativa, es la semilla más pequeña de la historia.

Esta inversión de las proporciones es uno de los misterios de Dios. A fin de cuentas, lo grande, lo poderoso, es lo pequeño. Y la semilla pequeña es lo verdaderamente grande. Así es como la resurrección ha entrado en el mundo: sólo a través de algunas apariciones misteriosas a unos elegidos. Y, sin embargo, fue el comienzo realmente nuevo; aquello que, en secreto, todo estaba esperando. Ypara los pocos testigos —precisamente porque ellos mismos no lograban hacerse una idea— era un acontecimiento tan impresionante y real, y se manifestaba con tanta fuerza ante ellos, que desvanecía cualquier duda, llevándolos al fin, con unvalor absolutamente nuevo, a presentarse ante el mundo para dar testimonio: Cristo ha resucitado verdaderamente.

Los dos tipos diferentes de testimonios

Ocupémonos ahora de cada uno de los testimonios sobre la resurrección en el Nuevo Testamento. Al examinarlos, se verá ante todo que hay dos tipos diferentes de testimonios, que podemos calificar como tradición en forma de confesión y tradición en forma de narración.

La tradición en forma de confesión

La tradición en forma de confesión sintetiza lo esencial en enunciados breves que quieren conservar el núcleo del acontecimiento. Son la expresión de la identidad cristiana, la «confesión» gracias a la cual nos reconocemos mutuamente y nos hacemos reconocer ante Dios y ante los hombres. Quisiera proponer tres ejemplos.

El relato de los discípulos de Emaús concluye refiriendo que los dos encuentran en Jerusalén a los once discípulos reunidos, que los saludan diciendo:

«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34). Según el contexto, esto es ante todo una especie de breve narración, pero ya destinada a convertirse en una aclamación y una confesión que afirma lo esencial: el acontecimiento y el testigo que es su garante.

En el capítulo 10 de la Carta a los Romanos encontramos una combinación de dos fórmulas: «Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás» (v. 9). La confesión —análogamente al relato de la confesión de Pedro en Cesarea de Felipe (cf. Mt 16,13ss)— tiene aquí dos partes: se afirma que Jesús es «el Señor» y, con ello, teniendo en cuenta el sentido veterotestamentario de la palabra «Señor», se evoca su divinidad. A ello se asocia la confesión del acontecimiento histórico fundamental: Dios loha resucitado de entre los muertos. Se dice también qué significado tiene esta confesión para el cristiano: es causa dela salvación. Nos introduce en la verdad que es salvación. Tenemos aquí una primera formulación de las confesiones bautismales, en las que el señorío de Cristo se vincula cada vez con la historia de su vida, de su pasión y su resurrección. En el Bautismo el hombre se confía a la nueva existencia del resucitado. La confesión se convierte en vida.

La confesión más importante en absoluto de los testimonios sobre la resurrección se encuentra en el capítulo 15 de la Primera Carta a los Corintios. De manera similar a como lo hace en el relato de la Última Cena (cf. 1 Co 11,23-26), Pablo subraya aquí con gran vigor que no propone palabras suyas: «Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto» (15,3). Con elloPablo se inserta conscientemente en la cadena del recibir y trasmitir.

En esto, tratándose de algo esencial, de lo que todo lo demás depende, se requiere sobre todo fidelidad. Y Pablo, que recalca siempre con vigor su testimonio personal del Resucitado y su apostolado recibido del Señor, insiste aquí con gran vigor en la fidelidad literal de la transmisión de lo que ha recibido, en que se trata de la tradición común de la Iglesia ya desde los comienzos.

El «Evangelio» del que aquí habla Pablo es aquel «en el que estáis fundados y por el cual os salvaréis, si es que lo conserváis tal como os lo he proclamado» (15,1s). De este mensaje central no sólo interesa el contenido, sino también la formulación literal, a la que no se puede añadir ninguna modificación. De esta vinculación con la tradición que proviene de los comienzos se derivan tanto su obligatoriedad universal como la uniformidad de la fe: «Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (15,11). En su núcleo, la fe es una sola incluso en su misma formulación literal: ella une a todos los cristianos.

A este respecto, la investigación ha seguido preguntándose cuándo y de quién exactamente ha recibido Pablo dicha confesión, así como también la tradición sobre la Última Cena. En cualquier caso, todo esto forma parte de la primera catequesis que, una vez convertido, recibió tal vez ya en Damasco; pero una catequesis que en su núcleo provenía sin duda de Jerusalén, y que se remontaba por tanto a los años treinta. Es, pues, un verdadero testimonio de los orígenes.

En la versión de 1 Corintios, Pablo ha ampliado el texto transmitido en el sentido de que ha añadido la referencia a su encuentro personal con el Resucitado. Me parece importante el hecho de que Pablo, por la idea que tenía de sí mismo y por la fe de la Iglesia naciente, se sintiera legitimado a unir con el mismo carácter vinculante la confesión original y la aparición que tuvo del Resucitado, así como la misión de apóstol que ello comportaba. Él estaba claramente convencido de que esta revelación del Resucitado entraba también a formar parte de la confesión: que formaba parte de la fe de la Iglesia universal, como elemento esencial y destinado a todos.

Escuchemos ahora el texto en su conjunto, tal como se encuentra en Pablo:
«3 Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras;
4 que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras;
5 que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce.
6 Después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía...
7Después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles
8por último, como a un aborto, se apareció también a mí» (1 Co 15,3-8).

Según la opinión de la mayor parte de los exegetas, la verdadera confesión original acaba con el versículo 5, es decir con la aparición a Cefas y a los Doce. Tomándolo de tradiciones sucesivas, Pablo ha añadido a Santiago, a los más de quinientos hermanos y a «todos» los apóstoles, usando obviamente un concepto de «apóstol» que va más allá del círculo de los Doce. Santiago es importante, porque con él la familia de Jesús, que antes había manifestado alguna reticencia (cf. Mc 3,20s.31-35; Jn 7,5), entra en el círculo de los creyentes, y también porque luego es él quien asumirá la guía de la Iglesia madre en la Ciudad Santa, tras la huida de Pedro de Jerusalén.

(…)

La cuestión del sepulcro vacío

En esta confesión de fe se afirma a continuación, escuetamente y sin comentarios: «Fue sepultado». Con eso se hace referencia a una muerte real, a la plena participación en la suerte humana de tener que morir. Jesús ha aceptado el camino de la muerte hasta el final, amargo y aparentemente sin esperanza, hasta el sepulcro. Obviamente el sepulcro de Jesús era conocido. Y, naturalmente, aquí se plantea de inmediato la pregunta: ¿Acaso permaneció en el sepulcro? O, después de su resurrección, ¿quedó vacío el sepulcro?

Esta pregunta ha dado lugar a muchas discusiones en la teología moderna. La conclusión más común es que el sepulcro vacío no puede ser una prueba de la resurrección. Eso, en el caso de que fuera un dato de hecho, podría explicarse también de otras maneras. Se llega así a la convicción de que la cuestión sobre el sepulcro vacío es irrelevante y que, por tanto, se puede dejar de lado este punto; además, esto implica frecuentemente la suposición de que probablemente el sepulcro no quedó vacío, evitando así al menos una controversia con la ciencia moderna acerca de la posibilidad de una resurrección corpórea. Sin embargo, en la base de todo eso hay un planteamiento distorsionado de la cuestión.

Naturalmente, el sepulcro vacío en cuanto tal no puede ser una prueba de la resurrección.

Según Juan, María Magdalena lo encontró vacío y supuso que alguien se había llevado el cuerpo de Jesús (cf. 20,1-3). El sepulcro vacío no puede, de por sí, demostrar la resurrección; esto es cierto. Pero cabe también la pregunta inversa: ¿Es compatible la resurrección con la permanencia del cuerpo en el sepulcro? ¿Puede haber resucitado Jesús si yace en el sepulcro?

¿Qué tipo de resurrección sería ésta? Hoy se han desarrollado ideas de resurrección para las que la suerte del cadáver es irrelevante. En dicha hipótesis, sin embargo, también el sentido de resurrección queda tan vago que obliga a preguntarse con qué género de realidad se enfrenta un cristianismo así.

Sea como sea, Thomas Söding, Ulrich Wilckens y otros hacen notar con razón que en la Jerusalén de entonces el anuncio de la resurrección habría sido absolutamente imposible si se hubiera podido hacer referencia al cadáver que permanece en el sepulcro. Por eso, partiendo de un planteamiento correcto de la cuestión, hay que decir que, si bien el sepulcro vacío de por sí no puede probar la resurrección, sigue siendo un presupuesto necesario para la fe en la resurrección, puesto que ésta se refiere precisamente al cuerpo y, por él, a la persona en su totalidad.

En el Credo de san Pablo no se afirma explícitamente que el sepulcro estuviera vacío, pero se da claramente por supuesto. Los cuatro Evangelios hablan de ello ampliamente en sus relatos sobre la resurrección.

Para la comprensión teológica del sepulcro vacío me parece importante un pasaje del discurso de san Pedro en Pentecostés, en el cual anuncia abiertamente por primera vez la resurrección de Jesús a la muchedumbre reunida. No lo hace con palabras suyas, sino mediante una cita del Salmo 16,9-11, donde se dice: «Mi carne descansa en la esperanza, porque no abandonarás mi alma en el lugar de los muertos, ni permitirás que tu Santo sufra la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida...» (Hch 2,26ss). Pedro cita a este respecto el texto del Salmo según la versión de la Biblia griega, que se distingue del texto hebreo en que leemos: «No abandonarás mi vida en los infiernos, ni dejarás a tu fiel ver la fosa. Me enseñarás el camino de la vida» (Sal 16,10s). Según esta versión, el orante habla seguro de que Dios lo protegerá y lo salvará de la muerte, incluso en la situación de amenaza en que claramente se encuentra, es decir, en la certeza de que puede descansar seguro: no verá la fosa. La versión que cita Pedro es distinta: en ella se dice que el orante no permanecerá en los infiernos, no conocerá la corrupción.

Pedro presupone a David como el orante originario de este Salmo, y ahora puede constatar que en David no se ha cumplido esta esperanza: «David murió y lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy» (Hch 2,29). El sepulcro con el cadáver es la prueba de que no ha habido resurrección. Sin embargo, la palabra del Salmo es verdadera, en cuanto vale para el David definitivo; más aún, Jesús se demuestra aquí como el verdadero David, precisamente porque en Él se ha cumplido la palabra de la promesa: no «dejarás a tu fiel conocer la corrupción».

No es necesario discutir aquí sobre si este discurso es de Pedro o fue redactado por otro, y por quién, como tampoco sobre cuándo y dónde fue compuesto exactamente. En todo caso, se trata de un tipo antiguo de anuncio de la resurrección, cuya autoridad en la Iglesia de los inicios se demuestra por el hecho de que se le atribuyó a Pedro mismo y fue considerado el anuncio original de la resurrección.

Cuando en el Credo de Jerusalén, que se remonta a los orígenes y es transmitido por Pablo, se dice que Jesús ha resucitado según las Escrituras, se mira indudablemente al Salmo 16 como a un testimonio bíblico decisivo para la Iglesia naciente. Aquí se encontró claramente expresado que Cristo, el David definitivo, no habría conocido la corrupción, que Él debió ser realmente resucitado.

«No conocer la corrupción»: ésta es precisamente la definición de resurrección. Sólo la corrupción era considerada como la fase en la que la muerte era definitiva. Con la descomposición del cuerpo que se disgrega en sus elementos —un proceso que disuelve al hombre y lo devuelve al universo—, la muerte ha vencido. Ahora, aquel hombre ya no existe más como hombre; sólo puede permanecer tal vez como una sombra en los infiernos. En esta perspectiva, era fundamental para la Iglesia antigua que el cuerpo de Jesús no hubiera sufrido la corrupción. Sólo en ese caso estaba claro que no había quedado en la muerte, que en Él la vida había vencido efectivamente a la muerte.

Lo que la Iglesia antigua dedujo de la versión de los Setenta del Salmo 16,10 ha determinado también la visión compartida durante todo el periodo de los Padres. En dicha visión la resurrección implica esencialmente que el cuerpo de Jesús no sufra la corrupción.

En este sentido, el sepulcro vacío como parte del anuncio de la resurrección es un hecho estrictamente conforme a la Escritura. Las especulaciones teológicas, según las cuales la corrupción y la resurrección de Jesús serían compatibles una con otra, pertenecen al pensamiento moderno y están en clara contradicción con la visión bíblica. Según eso se confirma también que un anuncio de la resurrección habría sido imposible si el cuerpo de Jesús hubiera permanecido en
el sepulcro.
(Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret (II), Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 281-299)


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Santos Padres: San León Magno - Resurrcción del Señor

En nuestro discurso anterior, oh carísimos, os hablábamos, no sin causa, a lo que pienso, de la participación en la cruz de Cristo, a fin de que los misterios pascuales tengan vida para los fieles y lo que en la fiesta se honra con santas costumbres se celebre. La utilidad de tal sistema vosotros mismos la habéis experimentado, y vuestra misma devoción os ha enseñado lo mucho que aprovechan así al alma como al cuerpo los prolongados ayunos, las plegarias frecuentes, las limosnas espléndidas. Difícil será que exista alguien que con tales ejercicios no adelante y, que en el fondo de su conciencia no esconda con qué poder regocijarse. Más tales ganancias hay que guardarlas con perseverante vigilancia, no pase que al convertirse en desidia el trabajo, lo que nos dio la gracia divina, nos lo arrebate la envidia del diablo.

Siendo nuestro objeto en la guarda del ayuno de los cuarenta días sentir algo de la cruz al tiempo de la pasión del Señor, también ahora debemos esforzarnos para hacernos participantes de la resurrección de Cristo, y pasar así de la muerte a la vida, mientras estemos sujetos a este cuerpo. Cada hombre se propone al pasar, mediante un cambio, de una cosa a otra, dejar lo que era y transformarse en lo que no era; aunque importa saber a qué vamos a morir o cuál vida vamos a tomar, porque existen muertes que son el origen de la vida y vidas que producen muerte. Y precisamente en este mundo ambas cosas pueden sobrevenir y de la diversa clase de nuestras acciones temporales depende el premio de la vida eterna. Hay que morir al diablo y vivir para Dios, renunciar a la iniquidad para resucitar a la justicia. Húndase lo viejo y surja lo nuevo, y puesto que dice la Verdad que nadie puede servir a dos señores (Mt 6, 24), sea para nosotros el Señor no quien empuja a los que están de pie para que caigan, sino el que ayuda a los caídos para subir a la gloria.

Al decir el Apóstol: El primer hombre por ser de la tierra era terreno, y el segundo hombre que es del cielo, es celestial; como es el terreno así son los otros terrenos y como lo es el celestial así son los celestiales; como hubimos llevado la imagen del hombre terreno así llevemos la imagen de aquel que es del cielo (1 Co 15, 47): justo es que muchos nos alegremos de semejante cambio, por el que de la ignominia terrena pasamos a la dignidad celestial gracias a la inefable misericordia de quien, para llevarnos consigo, bajó hasta nosotros, no tomando únicamente nuestra naturaleza, sino también la condición pecadora de nuestro ser, hasta sufrir tales cosas la divina impasibilidad que únicamente el hombre mortal experimenta en su miseria. Al objeto de que una prolongada tristeza no se apoderase de los ánimos desconsolados de los discípulos, de tal manera supo abreviar los tres días de la tardanza predicha, que al juntarse al día segundo, que fue entero, la última parte del primero y la primera del último fue posible quitar algo al tiempo señalado sin que por eso desapareciera el número de tres. La resurrección del Salvador no dejó por mucho tiempo su alma en el infierno (seno de Abraham), ni su cuerpo en el sepulcro; y fue tan rápida la vuelta a la vida de la carne incorrupta que más puede compararse a sueño que a muerte, porque la Divinidad, que nunca llegó a estar separada de ninguna de las dos sustancias que integran al hombre (alma y cuerpo), lo que con su poder separó con su mismo poder volvió a juntar.

A continuación vinieron muchas pruebas con que poder autorizar la fe que iba a ser predicada por todo el mundo. Y aunque la piedra quitada, el sepulcro vacío, los lienzos doblados y los mismos Ángeles con la narración del hecho prueban sobradamente la verdad de la resurrección del Señor, quiso además dejarse ver de las mujeres y aparecerse a los Apóstoles, no sólo hablando con ellos, sino también conviviendo y comiendo y llegando a permitir que le tocara con diligencia y curiosidad aquellos que eran presa de la duda. Por eso entraba con las puertas cerradas donde estaban los Apóstoles, y con su soplo les daba el Espíritu Santo, y proporcionándoles la luz a su inteligencia les abría el sentido oculto de la Escritura, y nuevamente les mostraba la llaga del costado, las desgarraduras de las manos y las otras más recientes señales de su pasión, para que reconociesen que permanecía intacta en él la propiedad de ambas naturaleza (divina y humana), y supiésemos que el Verbo no es igual que la carne (que la naturaleza humana), y que en el Hijo de Dios hay que admitir al Verbo y al hombre.

No disiente de esta creencia, mis amados, el Maestro de los gentiles, el Apóstol Pablo, cuando dice: Aunque conocimos según la carne a Cristo, más ya no le vemos (2 Co 5, 16). La resurrección del Señor no fue el fin de su carne (de su humanidad), sino su transformación, ni por adquirir mayor virtud se destruyó la sustancia humana. Las apariencias son las que pasan, pero la naturaleza no se destruye: y se convirtió en cuerpo impasible el que antes pudo ser crucificado, se cambió en inmortal el que pudo ser muerto, se hizo incorruptible el que pudo ser llagado. Y con razón se dice (por San Pablo) que la carne de Cristo en aquel primitivo estado en que existió, actualmente no está, por que nada hay ya en ella posible, nada quedó en la misma de debilidad, siendo la misma por su esencia, y no la misma por la gloria. ¿Qué extraño, pues, que proclame esto del cuerpo de Cristo, quien dice de todos los cristianos: Así ya nosotros desde ahora a nadie conocemos según la carne? (2 Co 5, 16). Desde ahora, dice, ha tenido comienzo nuestra resurrección en Cristo, desde que nos precedió la forma de nuestra esperanza, en aquel que murió por todos nosotros. No dudamos con desconfianza ni estamos pendientes con incierta expectación, sino que habiendo recibido ya los comienzos de nuestra promesa con los ojos de la fe empezamos a ver las cosas futuras, y alegrándonos de la exaltación de nuestra naturaleza, lo que creemos ya es como si lo tuviéramos.

No nos distraigan, por tanto, las apariencias de las cosas temporales, ni nos deleite la contemplación de lo terreno apartándonos de lo celestial. Demos aquellas cosas por pasadas, ya que muchas en gran parte ni existen, y el alma englobada en los bienes permanentes, allí fije su deseo donde es eterno lo que se le promete. Aunque por la fe hemos alcanzado la salvación y aunque todavía llevemos esta carne mortal y corruptible, rectamente decimos que no vivimos en carne humana si los afectos carnales no nos dominan, y bien podemos dejar el nombre de aquella cosa, de la cual no seguimos el querer. Cuando dice el Apóstol: No tengáis cuidado de la carne conforme a todos sus deseos (Rm 13, 14), entendemos que no se nos prohíben aquellos que ayudan a la salvación y que la humana flaqueza precisa. Más como no podemos servir a todos los deseos ni lo que la carne ansía podemos satisfacerlo, hemos de estar avisados para usar de una razonable templanza, no concediendo a la carne, que debe estar sometida al juicio de la razón, cosas superfluas ni negándole las necesarias. Por donde el mismo Apóstol dice en otro lugar: Ninguno tuvo jamás odio a su carne, sino que la alimenta y favorece (Ef 5, 29), pero es lógico que se la deba proteger y recrear no para los vicios, ni para la lujuria, sino para que sirva razonablemente, para que guarde el orden que tiene asignado con renovado fervor, sin prevalecer pervertida y deshonradamente las potencias inferiores sobre las superiores o sucumbiendo éstas ante aquellas, más venciendo el alma a los vicios, comenzando allí la carne a servir donde la razón debe dominar.

Reconozca, pues, el pueblo de Dios que es nueva criatura en Cristo, y entienda con claridad por quién ha sido elevado y a quién se ha consagrado. Lo que ha sido creado de nuevo no vuelva ya a la caduca vejez, ni abandone su obra quien puso la mano en el arado, sino más bien esté atento a su oficio de sembrador sin preocuparse de aquello que dejó. Nadie recaiga en aquello de lo cual ya resucitó; aunque si por la debilidad corporal yace postrado a causa de algunas enfermedades, desee sobre todo levantarse cuanto antes. Este es el camino de la salvación, y la manera de imitar la resurrección comenzada en Cristo, y puesto que en el resbaladizo itinerario de esta vida no faltan las caídas y los tropezones, las pisadas de los caminantes vayan progresando del sendero fangoso al seguro, porque, según está escrito, el Señor dirige los pasos del hombre y busca su bien; tanto que al caerse el justo no se dañará, porque el Señor le sostendrá con su mano (Sal 36, 23).

Este pensamiento, queridos hermanos, hemos de rumiarlo no sólo con motivo de la solemnidad pascual, sino que debemos conservarlo para santificar toda nuestra vida y dirigirlo a nuestra diaria lucha, a fin de que habiendo deleitado el ánimo de los fieles con la experiencia de su breve observancia, se convierta después en costumbre, guardándolo sin tacha, y de introducirse alguna sombra de culpa, borrarla con ligero arrepentimiento. Más como es difícil y lenta la curación de las enfermedades arraigadas, tanto más rápidamente hay que tomar los remedios, cuanto más recientes son las heridas, para poder levantarnos siempre por completo de cualquier caída y merecer llegar a la incorruptible resurrección de la carne glorificada en Cristo Jesús Señor nuestro, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
(San León Magno, Sermones Escogidos, Sermón I: De la Resurrección del Señor. (71), Apostolado Mariano España 1990, 77-80)


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Aplicación - Vigilia Pascual: P. Alfredo Sáenz, SJ - El misterio de la resurrección

Queridos hermanos: si en el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ha llamado a la conversión, es decir, al cambio de vida, a una vida definitivamente orientada hacia Cristo; si en el tiempo cuaresmal la Iglesia nos ha incitado al arrepentimiento y a la penitencia por nuestros pecados y rebeldías, a partir de esta santa noche nos exhorta a la alegría, a la santa alegría, y a perseverar en ella, porque Cristo ha resucitado. Alegría no mundana, no carnal, sino espiritual, sobrenatural, que nace de la victoria de Cristo sobre la muerte y de la gracia del Señor en nuestras almas.

La liturgia de esta solemne celebración es muy rica y variada en símbolos. Detengámonos en algunos de ellos.

Hemos comenzado con la bendición solemne del fuego nue­vo. Fuera de la iglesia, y en un lugar adecuado, se ha encendido una fogata, y en torno a ella se congregaron los fieles. El sa­cerdote, acompañado de los ministros, se ha acercado, llevando el cirio pascual, y ha bendecido el fuego, rociándolo con agua bendita. El fuego bendecido representa a Cristo. Es figura del amor de Cristo, de la caridad del Señor, que desea arder como una antorcha encendida en cada alma. Es como una llamarada divina que desea abrazar a todas las almas para encenderlas en el deseo de las cosas eternas, pero es también un fuego que debe quemar nuestras miserias, un fuego abrasador que nos purifique de nuestro amor propio, que nos vacíe de nosotros mismos para llenarnos de Dios. "Fuego he traído a la tierra y cuánto deseo que arda", dijo Jesucristo. Este fuego es figura también de Nuestro Señor que resurgió victorioso del sepulcro.

Con la llama del fuego nuevo se ha encendido el Cirio Pas­cual. Es el cirio más bello de nuestros templos, imagen también del Redentor. Tiene una cruz grabada con dos letras griegas, la primera y la última de su abecedario, alfa y omega, aludiendo al libro del Apocalipsis, donde Jesús es presentado como el princi­pio y el fin de nuestra salvación. También aparecen los números correspondientes al año actual, indicándose con ello que a Cristo le pertenece el tiempo y la eternidad, y en consecuencia a Él le corresponde el poder y la gloria por los siglos de los siglos.

En el cirio se insertan, asimismo, cinco granos de incienso, que repre­sentan las cinco llagas del Señor. Son las llagas que nos han curado del pecado, que nos han merecido el perdón de Dios y el derecho a la vida eterna. Llagas que nos predican el valor del sufrimiento cuando se une al de Cristo. Llagas, en último térmi­no, santas y gloriosas, para que en ellas nos sintamos protegidos, escondidos, y en ellas Cristo nos conserve fieles en el seguimien­to de sus pasos. Estos cinco granos de incienso nos predican lo que el mundo rechaza: el valor del dolor cristiano, que unido a la cruz del Redentor, se convierte en dolor purificador, redentor, santificador.

Con el cirio encendido y las luces del templo apagadas, hemos entrado en procesión. Nos dice la Sagrada Escritura que cuando los judíos, de la mano de Moisés, huyeron del Faraón a través del desierto, en dirección a la tierra prometida, de noche eran guiados por una luz milagrosa, una columna de fuego que precedía al pueblo elegido, iluminando el camino. Dicho pueblo es imagen de la Iglesia, del pueblo cristiano, el desierto lo es de nuestras vidas, la luz es figura de Cristo, y la tierra prometida, imagen del cielo, de la vida eterna.

La liturgia retorna, por así decirlo, todos estos simbolismos. El cirio encendido que encabeza la procesión nos recuerda, pues, a Cristo, que en el desierto de esta vida nos conduce hacia la eternidad. Por eso, todas las luces han permanecido apagadas, queriendo significarse con ello que la única luz que nos salva es la del Redentor resucitado. Cristo nos trae la luz de la gracia, la luz de la fe, la luz de sus enseñanzas. Cristo nos trae la claridad en medio de este mundo que vive en tinieblas, en las tinieblas que ocasiona el pecado. "Yo soy la luz —nos dice el Señor—, quien me sigue no camina en las tinieblas".

Esta sociedad, que pretende brillar con luz propia, se sumerge cada vez más en las penumbras. Por eso los errores pululan con tanta facilidad, sembrando la confusión y destruyendo las almas. Cristo es la única y verdadera luz capaz de iluminar nuestras inteligencias para conocer la verdad y seguirla, la única capaz de iluminar nuestros corazones para amar la verdad pura y transparente que nos trae el Señor resucitado. Sólo en El se halla la claridad que disipa las tinieblas del error. Cristo es el Señor de la historia, el principio y el fin, el alfa y la omega, el Rey de reyes y el Señor de los señores, que ha resucitado glorioso del sepulcro, y marcha con paso victorioso y lleno de majestad delante de nosotros. Es un Rey triunfador que nos comunica su victoria sobre la muerte y el pecado, que nos trae su gracia y sus ejemplos. Es luz celestial que da sentido a nuestra existencia, guiándonos por el camino de la virtud y de la santidad. Luz radiante que nos impregna y nos contagia para que con ella también nosotros brillemos, glorificando de este modo a Dios con nuestras vidas.

Así como para la vida material, la luz que proviene del sol disipa las tinieblas de la noche, trae seguridad para el viajero, hermosea la creación, y en cierta manera aporta vida, así el Señor, que es luz, disipa para nosotros las tinieblas del error, de la Ignorancia y del pecado; nos ofrece seguridad en nuestro peregrinar hacia el cielo; embellece el alma comunicándonos su propia vida. Sin Cristo, peregrinamos en penumbras, carecemos de vida sobrenatural, nuestro andar se toma vacilante, nuestras almas permanecen horriblemente afeadas por el pecado. "Todo lo puedo en aquel que me conforta", decía el gran Apóstol San Pablo. También nosotros podemos repetir lo mismo. Por eso hemos encendido nuestras velitas en el Cirio, como diciéndole a Cristo: "Señor, haz que vea..., que la oscuridad de la tentación y del pecado no me invadan".

Al llegar al altar, el sacerdote entona el Exsultet o Pregón Pascual, bellísimo himno que se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Es un cántico impregnado de júbilo por la resurrec­ción gloriosa del Redentor. Júbilo del cielo, de la tierra, de la Iglesia. En él se proclama el misterio de la Resurrección, sobre el telón de fondo del pecado del hombre y la misericordia de Dios.

A continuación tuvo lugar la liturgia de la palabra. Varias lecturas nos propone la Iglesia esta noche, que resumen las maravillas de Dios en favor de los hombres, culminando con la del evangelio de la Resurrección que nos relata San Lucas. En el Antiguo Testamento, Dios nos hablaba por medio de los profe­tas; en el Nuevo Testamento, nos habla por medio de su propio Hijo, el Verbo encarnado, que se ha hecho hombre verdadero, sin dejar de ser Dios.

Son, pues, las lecturas puestas a nuestra consideración para meditar las hazañas de Dios que provienen de su amor infinito y que tienen por destino al hombre. Palabras sagradas a las que debemos recurrir con frecuencia para alimen­tar el alma, para saciar su sed de eternidad. Palabras que brotan del Señor como de su fuente para esclarecer nuestra inteligencia, tan poco ilustrada, y encender en nosotros el entusiasmo por las cosas celestiales. ¡Cuántas palabras vanas escuchamos diaria-nonio, cuánto palabrerío inútil, cuánto tiempo dedicado a lecturas superficiales, cuando no a lecturas frívolas, irreverentes, vacías de contenido! ¡Y qué poco tiempo le dedicamos a la lectura de los Libros Sagrados, a esa carta que Dios ha enviado a los hombres y que se llama Sagrada Escritura!

Por el Bautismo hemos sido injertados en Cristo. Fue nuestra resurrección espiritual, pues gracias a él pasamos de la muerte a la vida. Por la providencia de Dios, ya hemos dado ese paso, ya hemos hecho esa pascua del pecado original a la vida de la gracia. Tránsito incomparable, nuevo milagro que contemplaron los ángeles exultantes de gozo. En esta tercera parte de la Vigilia Pascual, la liturgia bautismal, invocamos a Dios para que con su poder santifique el agua con que serán bautizados los cate­cúmenos.

Recurrimos para ello a la Iglesia triunfante, a la Iglesia del cielo, a través de las letanías, rogando a los ángeles y a los santos que intercedan ante el trono de Dios por nosotros y por los que serán bautizados. Al bendecir el agua, el sacerdote introduce en ella el cirio pascual, imagen de Cristo, a cuyo con­tacto adquiere su virtud santificadora. El agua recibe de Cristo resucitado el poder de sanar el alma cuando se junta con las palabras que el sacerdote pronuncia al bautizar. Nosotros ya hemos tenido la dicha de haber sido bautizados. Merced a dicho Bautismo, hemos sido resucitados con Cristo, y por tanto, como dice San Pablo, debemos buscar las cosas de arriba. Estamos en el mundo pero no somos del mundo. Habitamos en este mundo no para enquistarnos en él sino para ganamos la verdadera tierra prometida: la Vida eterna. Nuestra lucha deberá ser constante si queremos mantener siempre el alma resucitada por la gracia.

Queridos hermane, en esta noche, "la más santa de todas" en que conmemoramos la gloriosa resurrección de Nuestro Señor, pidámosle que, por medio de su Madre Santísima, nos alcance la gracia de la verdadera alegría para que, en medio de las vicisitudes de esta vida, nos dirijamos sin vacilar hacia los gozos de la Vida eterna.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 134-138)


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Aplicación - Vigilia Pascual: San Juan Pablo II - ¿Buscan a Jesús?

"¿Buscáis a Jesús el crucificado?" (Mt 28, 5).
Es la pregunta que oirán las mujeres cuando, "al alborear el primer día de la semana" (ib., 28,1), lleguen al sepulcro.

¡Crucificado!

Antes del sábado fue condenado a muerte y expiró en la cruz clamando: "Padre, en tus manos entrego mi espíritu" (Lc 23, 46).

Colocaron, pues, a Jesús en un sepulcro, en el que nadie había sido enterrado todavía, en un sepulcro prestado por un amigo, y se alejaron. Se alejaron todos, con prisa, para cumplir la norma de la ley religiosa. Efectivamente, debían comenzar la fiesta, la Pascua de los judíos, el recuerdo del éxodo de la esclavitud de Egipto: la noche antes del sábado.

Luego, pasó el sábado pascual y comenzó la segunda noche.

2. Y he aquí que hemos venido todos a este templo, igual que tantos hermanos y hermanas nuestros en la fe, a los diversos templos en todo el globo terrestre, para que descienda a nuestras almas y a nuestros corazones la noche santa: la noche después del sábado.

Os encontráis. aquí, hijos e hijas de la Iglesia que está en Roma, hijos e hijas de la Iglesia extendida por los diversos países y continentes, huéspedes y peregrinos. Juntos hemos vivido el Viernes Santo: el vía crucis entre los restos del Coliseo —y la adoración de la cruz hasta el momento en que una gran piedra fue puesta a la puerta del sepulcro— y en ella fue colocado un sello.

¿Por qué habéis venido ahora?

¿Buscáis a Jesús el crucificado?

Sí. Buscamos a Jesús crucificado. Lo buscamos esta noche después del sábado, que precedió a la llegada de las mujeres al sepulcro, cuando ellas con gran estupor vieron y oyeron: "No está aquí..." (Mt 28, 6).

Hemos venido, pues, aquí, pronto, ya entrada la noche, para velar junto a su tumba. Para celebrar la Vigilia pascual.

Y proclamamos nuestra alabanza a esta noche maravillosa, pronunciando con los labios del diácono el "Exsultet" de la Vigilia. Y escuchamos las lecturas sagradas que comparan a esta noche única con el día de la Creación, y sobre todo, con la noche del éxodo, durante la cual, la sangre del cordero salvó a los hijos primogénitos de Israel de la muerte y los hizo salir de la esclavitud de Egipto. Y, luego, en el momento en que se renovaba la amenaza, el Señor los condujo por medio del mar a pie enjuto.

Velamos, pues, en esta noche única junto a la tumba sellada de Jesús de Nazaret, conscientes de que todo lo que ha sido anunciado por la Palabra de Dios en el curso de las generaciones se cumplirá esta noche, y que la obra de la redención del hombre llegará esta noche a su cénit.

Velamos, pues, y, aun cuando la noche es profunda y el sepulcro está sellado, confesamos que ya se ha encendido en ella la luz y avanza a través de las tinieblas de la noche y de la oscuridad de la muerte. Es la luz de Cristo: Lumen Christi.

3. Hemos venido para sumergirnos en su muerte; tanto nosotros que, hace tiempo, hemos recibido ya el bautismo, que sumerge en Cristo, como también los que recibirán el bautismo esta noche.

Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe; hasta ahora eran catecúmenos, y esta noche podemos saludarlos en la comunidad de la Iglesia de Cristo, que es: una, santa, católica y apostólica. Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe y en la comunidad de la Iglesia, y provienen de diversos países y continentes: Corea, Japón, Italia, Nigeria, Holanda, Ruanda, Senegal y Togo.

Los saludamos cordialmente y proclamamos con alegría el "Exsultet" en honor de la Iglesia, nuestra Madre, que los ve reunidos aquí en la plena luz de Cristo: Lumen Christi.

Y juntamente con ellos proclamamos la alabanza del agua bautismal, a la cual, por obra de la muerte de Cristo, descendió la potencia del Espíritu Santo: la potencia de la vida nueva que salta hasta la eternidad, hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14).

4. Así, todavía antes de que despunte el alba y las mujeres lleguen a la tumba de Jerusalén, hemos venido aquí para buscar a Jesús crucificado, porque:


"Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con El, para que... no seamos más esclavos del pecado..." (Rom 6, 6), porque nosotros nos consideramos "muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (ib., 6, 11); efectivamente: "Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios" (ib., 6, 10);


porque: "Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva" (ib., 6, 4);
porque: "Si nuestra existencia está unida a El en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya" (ib., 6, 5);
porque creemos que "si hemos muerto con Cristo..., también viviremos con El" (ib., 6, 8);

y porque creemos que "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre El" (ib., 6, 9).

5. Precisamente por esto estamos aquí.
Por esto velamos junto a su tumba.
Vela la Iglesia. Y vela el mundo.
La hora de la victoria de Cristo sobre la muerte es la hora más grande de su historia.
(Sábado Santo, 18 de abril de 1981)


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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S.J. - Confianza y Convocatoria

"Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos". Hemos vivido la Semana Santa, y en ella contemplamos el misterio del Amor de Dios Padre por la obra de su Creación; hemos palpado la medida del Amor sin medida del Verbo Encamado, que "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo"; hemos saboreado la obra santificadora del Espíritu Santo en la economía de la salvación, ya que a El se le atribuye la fecundación de las entrañas purísimas de Nuestra Señora, dando origen a la carne redentora del Salvador. Sin embargo podemos correr el riesgo de que, como Pedro y Juan, no lleguemos a comprender que Jesús debía resucitar; que para que la obra de la redención alcanzara su perfección, el que se "hizo pecado" debía vencer totalmente al Oponente con la frustración de la muerte en su naturaleza asumida; que para que nosotros nos pudiésemos gloriar del "varón de dolores", éste debía vencer el dolor de la separación de Dios con la Vida sin fin de la resurrección.

La profundidad del Amor de Dios y la frialdad de nuestros corazones han venido lidiando durante estos días de la Cuares­ma y, como en un último encuentro, en la Semana Santa. Quizás nuestro corazón buscó ardor junto al Crucificado, pero su cuerpo frío, "sin apariencia ni presencia, despreciable y varón de dolo­res", no nos hizo sino recordar nuestra infidelidad, y entonces, abatidos, vimos hacerse noche nuestras vidas. Quizás corrimos presurosos a consolar a María, pero su corazón atravesado con "una espada de dolor", nos recordó ser nosotros quienes la desenvainamos, y entonces nuestros pasos retrocedieron por no saber que decir a Aquella que nos dice "mirad si hay dolor semejante a mi dolor". Por momentos nuestros corazones que­daron inmóviles para poder compartir la muerte de Aquel Corazón Sagrado que en la Cruz nos dio su Sangre y su Agua.

Pero la noche en que hemos estado sumergidos desde el Viernes Santo ha desaparecido. El "sol de justicia" ha amanecido desde lo profundo del sepulcro. Cristo, sin dejar sus llagas redentoras, abandonando, sí, el abismo, volvió a la Vida, para que nuestra vida no conozca nunca más la oscuridad de la muerte. El Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas, la vuelve a tomar, para conducir a su rebaño hasta los manantiales de la Vida Eterna; el que a sí mismo se llamó Puerta, destruyó la piedra del sepulcro para que a través de la muerte podamos llegar al reino de la luz; el que es Pan de Vida se dejó moler en el granero del patíbulo, para que nuestra vida fermentara al calor de su Resurrección; por fin, el Camino, que es la Verdad, peregrinó hacia la muerte que le preparaban los mentirosos, para que la realidad de su resurrección constituyese la cumbre de nuestro peregrinar.

Miramos a Cristo resucitado, y en Él nos miramos a nosotros mismos. Ha resucitado la Cabeza, por tanto también resucitará el Cuerpo; venció a la muerte el Dios de los Ejércitos, por tanto, también sus vasallos; conquistó el reino de la luz el Sol de Justicia, por tanto no experimentaremos la oscuridad y la frialdad de la muerte. Mirara Cristo Resucitado es consolar nuestros corazones afligidos; es dar calor a nuestra alma para que se entusiasme nuevamente en el desandar la vida de pecado y seguir las huellas del divino Maestro; es correr en busca de la Madre de los Dolores no ya para consolarla, sino para contemplarla gloriosa en la gloria de su divino Hijo; es sintonizar nuestros corazones con al Corazón del resucitado, para que latan al unísono en el Amor de la redención. Contemplar la resurrección de Cristo es dar seguridad a nuestra fe, avivar nuestra esperanza, enardecer nuestra caridad. Contemplar la resurrección del Señor es dar descanso y consuelo a nuestro corazón.

"Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes del cielo, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios", hoy nos exhorta San Pablo. Si la resurrección de Cristo ha sido un consuelo para nuestros corazones, si ha sido la luz gloriosa que disipó la oscuridad del pecado y de la muerte, si ha sido el calor que fermenta en nuestras almas la esperanza de la bienaventuranza final, la resurrección del Señor implica también la exigencia de un nuevo estilo de vida. Tras la victoria de nuestra Cabeza, debemos mirar hacia el cielo; viviendo en la tierra, debemos tender hacia lo alto. En la parábola del hijo pródigo, Cristo comparé la situación del pecador con la de los cerdos. Como éstos escondan su hocico en el barro del chiquero, buscando saciar su hambre de inmundicia, quizás hemos vivido en un ambiente fangoso buscando saciar nuestra hambre de placer, egoísmo, mentira y ambición.

Cristo resucitado ennoblece nuestra naturaleza caída, Ya no podemos seguir obrando como seres irracionales. Se nos llama a erguimos, a levantar nuestra cabeza, a vivir la nobleza de ser cristianos. Se nos llama a "aspirar a las cosas de arriba", a buscar lo trascendental por sobre lo caduco, lo que permanece por sobra lo superfluo de las modas y los estilos, lo que pertenece al reino da la luz, por su claridad y belleza, por sobre lo oscuro, intrigante y deforme. Se nos llama, en definitiva, a elevar y transfigurar nues­tro estilo de vida; a recordar que es más importante ser que tener; a darnos cuenta que exigirnos es mejor que reclamar derechos; que vivir con recogimiento es más digno que derramarse en mil actividades distractivas. La resurrección de Cristo nos invita a vivir del Resucitado, de la gracia, de su Iglesia, de la belleza de su doctrina. Nos invita a resucitar con Él, a inaugurar un nuevo tipo de vida, muriendo a la vida animalizante del pecado.

Cristo resucitado se nos ofrece así como consuelo para nues­tros corazones al tiempo que cual convocatoria a una nueva vida.

Su resurrección sucedió "el primer día de la semana", según lo escuchamos de San Juan. Ese "primer día" fue y es el do­mingo. Por ello los cristianos cada "día del Señor" –que eso significa "domingo"– nos reunimos a celebrar los misterios del Dios que, haciéndose hombre y habiendo resucitado, se vuelve Eucaristía para alimento de su Cuerpo Místico, la Iglesia que peregrina hacia la resurrección final. Pero el domingo es, a la vez, el "octavo día" en que Cristo, tras su reposo del gran sábado –el reposo de la obra redentora que retorna el reposo de la obra creadora– inaugura el día "que hizo el Señor", el "día que no conoce ocaso". Porque la resurrección de Cristo es, en cierta manera, el comienzo de la Vida Eterna, el principio de una era nueva sin fin.

Vivir la resurrección de Cristo es incorporarse a este nuevo estado, preparándose así a la vuelta gloriosa del Señor. De ahí lo que nos anuncia San Pablo en la segunda lectura de hoy: "Cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, entonces vo­sotros también apareceréis con Él, llenos de gloria". Nos toca, pues, vivir la resurrección de Cristo, y pregustar su triunfo definitivo. Mientras tanto, seguimos peregrinando en esta vida mortal, con nuestros defectos y limitaciones, con nuestros pecados y tentaciones. Mas, a pesar de todo, en el fragor de la lucha nos anima saber que nuestra Cabeza ya ha triunfado. Lo que nos resta es tan sólo librar la batalla y alcanzar la victoria en el interior de nuestro corazón.

Demos rienda suelta a nuestra alegría. ¡Cristo ha resucitado! Pero no olvidemos que para resucitar tuvo primero que haber una muerte. Justamente nos gozamos por la Pascua de Resurrec­ción, pero antes hubo un Viernes Santo de Pasión. Cada día Cristo quiere resucitar en nuestro corazón por el ardor de la caridad, pero ello no sucederá si antes nuestra voluntad no tiene su pasión y muerte, si cada día no abdicamos un poco más a nuestros criterios y juicios mundanos, "porque vosotros estáis muertos–dice San Pablo–, y vuestra vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios". La resurrección exige una previa postración; postración de nuestra voluntad ante la voluntad soberana de Dios. Postración que nos haga capaces de repetir, día tras día, con la Madre del Resucitado: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra".
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 139-143)


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Aplicación; Papa Francisco - Jesús ha resucitado

Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo: ¡Feliz Pascua! ¡Feliz Pascua!

Es una gran alegría para mí poderos dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado! Quisiera que llegara a todas las casas, a todas las familias, especialmente allí donde hay más sufrimiento, en los hospitales, en las cárceles...

Quisiera que llegara sobre todo al corazón de cada uno, porque es allí donde Dios quiere sembrar esta Buena Nueva: Jesús ha resucitado, hay la esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del mal. Ha vencido el amor, ha triunfado la misericordia. La misericordia de Dios siempre vence.

También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús que fueron al sepulcro y lo encontraron vacío, podemos preguntarnos qué sentido tiene este evento (cf. Lc 24,4). ¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma, significa que el amor de Dios puede transformar nuestras vidas y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón. Y esto lo puede hacer el amor de Dios.

Este mismo amor por el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, y ha ido hasta el fondo por la senda de la humildad y de la entrega de sí, hasta descender a los infiernos, al abismo de la separación de Dios, este mismo amor misericordioso ha inundado de luz el cuerpo muerto de Jesús, y lo ha transfigurado, lo ha hecho pasar a la vida eterna. Jesús no ha vuelto a su vida anterior, a la vida terrenal, sino que ha entrado en la vida gloriosa de Dios y ha entrado en ella con nuestra humanidad, nos ha abierto a un futuro de esperanza.

He aquí lo que es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad del amor y la bondad. Porque Dios es vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros: es el hombre vivo (cf. san Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7).

Queridos hermanos y hermanas, Cristo murió y resucitó una vez para siempre y por todos, pero el poder de la resurrección, este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica en todos los tiempos, en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida cotidiana. Cuántos desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre todo el desierto que está dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del prójimo, cuando no se es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador nos ha dado y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la tierra más árida, puede hacer revivir incluso a los huesos secos (cf. Ez 37,1-14).

He aquí, pues, la invitación que hago a todos: Acojamos la gracia de la Resurrección de Cristo. Dejémonos renovar por la misericordia de Dios, dejémonos amar por Jesús, dejemos que la fuerza de su amor transforme también nuestras vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia y la paz.

Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la muerte en vida, que cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en paz. Sí, Cristo es nuestra paz, e imploremos por medio de él la paz para el mundo entero.

Paz para Oriente Medio, en particular entre israelíes y palestinos, que tienen dificultades para encontrar el camino de la concordia, para que reanuden las negociaciones con determinación y disponibilidad, con el fin de poner fin a un conflicto que dura ya demasiado tiempo. Paz para Irak, y que cese definitivamente toda violencia, y, sobre todo, para la amada Siria, para su población afectada por el conflicto y los tantos refugiados que están esperando ayuda y consuelo. ¡Cuánta sangre derramada! Y ¿cuánto dolor se ha de causar todavía, antes de que se consiga encontrar una solución política a la crisis?

Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos. Para Malí, para que vuelva a encontrar unidad y estabilidad; y para Nigeria, donde lamentablemente no cesan los atentados, que amenazan gravemente la vida de tantos inocentes, y donde muchas personas, incluso niños, están siendo rehenes de grupos terroristas. Paz para el Este la República Democrática del Congo y la República Centroafricana, donde muchos se ven obligados a abandonar sus hogares y viven todavía con miedo.

Paz en Asia, sobre todo en la península coreana, para que se superen las divergencias y madure un renovado espíritu de reconciliación.

Paz a todo el mundo, aún tan dividido por la codicia de quienes buscan fáciles ganancias, herido por el egoísmo que amenaza la vida humana y la familia; egoísmo que continúa en la trata de personas, la esclavitud más extendida en este siglo veintiuno: la trata de personas es precisamente la esclavitud más extendida en este siglo veintiuno. Paz a todo el mundo, desgarrado por la violencia ligada al tráfico de drogas y la explotación inicua de los recursos naturales. Paz a esta Tierra nuestra. Que Jesús Resucitado traiga consuelo a quienes son víctimas de calamidades naturales y nos haga custodios responsables de la creación.

Queridos hermanos y hermanas, a todos los que me escuchan en Roma y en todo el mundo, les dirijo la invitación del Salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: / “Eterna es su misericordia”» (Sal117,1-2).
(Domingo 31 de marzo de 2013)

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Aplicación:  Juan Pablo II - Hemos resucitado todos

1. «En la resurrección de Cristo hemos resucitado todos» (cf. Prefacio pascual II).
Que el anuncio pascual llegue a todos los pueblos de la tierra
y que toda persona de buena voluntad se sienta protagonista
en este día en que actuó el Señor,
el día de su Pascua,
en el que la Iglesia, con gozosa emoción,
proclama que el Señor ha resucitado realmente.
Este grito que sale del corazón de los discípulos
en el primer día después del sábado,
ha recorrido los siglos, y ahora,
en este preciso momento de la historia,
vuelve a animar las esperanzas de la humanidad
con la certeza inmutable de la resurrección de Cristo,
Redentor del hombre.

2. «En la resurrección de Cristo hemos resucitado todos»
El asombro incrédulo de los apóstoles y las mujeres
que acudieron al sepulcro al salir el sol,
hoy se convierte en experiencia colectiva de todo el Pueblo de Dios.
Mientras el nuevo milenio da sus primeros pasos,
queremos legar a las jóvenes generaciones
la certeza fundamental de nuestra existencia:
Cristo ha resucitado y, en Él, hemos resucitado todos.
«Gloria a ti, Cristo Jesús,
ahora y siempre tú reinarás».
Vuelve a la memoria este canto de fe,
que tantas veces, a lo largo del periodo jubilar,
hemos repetido alabando a Aquel
que es «el Alfa y la Omega, el Primero y el Último,
el Principio y el Fin» (Apocalipsis 22, 13).
A Él permanece fiel la Iglesia peregrina
«entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (san Agustín).
A Él dirige la mirada y no teme.
Camina con los ojos fijos en su rostro,
y repite a los hombres de nuestro tiempo,
que Él, el Resucitado,
es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hebreos 13, 8).

3. En aquel dramático viernes de Pasión,
en que el Hijo del hombre
«obedeciendo hasta la muerte
y muerte de cruz» (Filipenses 2, 8),
terminaba la vida terrena del Redentor.
Una vez muerto, fue depositado de prisa en el sepulcro,
al ponerse el sol. ¡Qué ocaso tan singular!
Aquella hora oscurecida por el avanzar de las tinieblas
señalaba el fin del «primer acto» de la obra de la creación,
turbada por el pecado.
Parecía el triunfo de la muerte, la victoria del mal.
En cambio, en la hora del gélido silencio de la tumba,
comenzaba el pleno cumplimiento del designio salvífico,
comenzaba la «nueva creación».
Hecho obediente por el amor hasta al sacrificio extremo,
Jesucristo es ahora «exaltado» por Dios
que «le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre» (Filipenses 2, 9).
En su nombre recobra esperanza toda existencia humana.
En su nombre el ser humano
es rescatado del poder del pecado y de la muerte
y devuelto a la Vida y al Amor.

4. Hoy el cielo y la tierra cantan
«el nombre» inefable y sublime del Crucificado resucitado.
Todo parece como antes, pero, en realidad, nada es ya como antes.
Él, la Vida que no muere, ha redimido
y vuelto a abrir a la esperanza a toda existencia humana.
«Pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Co 5,17).
Todo proyecto y designio del ser humano,
esta noble y frágil criatura,
tiene hoy un nuevo «nombre» en Cristo resucitado de entre los muertos,
porque «en Él hemos resucitado todos".
En esta nueva creación se realiza plenamente
la palabra del Génesis: «Y dijo Dios:
"Hagamos al hombre a nuestra imagen
y semejanza"» (Génesis 1,26).
En la Pascua Cristo,
el nuevo Adán que se ha hecho «espíritu que da vida» (1 Co 15,45),
rescata al antiguo Adán de la derrota de la muerte.

5. Hombres y mujeres del tercer milenio,
el don pascual de la luz es para todos,
que ahuyente las tinieblas del miedo y de la tristeza;
el don de la paz de Cristo resucitado es para todos,
que rompa las cadenas de la violencia y del odio.
Redescubrid hoy, con alegría y estupor,
que el mundo no es ya esclavo de acontecimientos inevitables.
Este mundo nuestro puede cambiar:
la paz es posible incluso allí donde desde hace demasiado tiempo
se combate y se muere, como en Tierra Santa y Jerusalén;
es posible en los Balcanes, no condenados ya
a una preocupante incertidumbre que corre el riesgo
de hacer vana toda propuesta de entendimiento
Y tú, Africa, tierra martirizada
por conflictos en constante acecho,
levanta la cabeza con confianza
apoyándote en el poder de Cristo resucitado.
Gracias a su ayuda tu también, Asia,
cuna de seculares tradiciones espirituales,
puedes vencer la apuesta de la tolerancia y de la solidaridad.
Y tú, América Latina, depósito de jóvenes promesas,
solo en Cristo encontrarás capacidad y coraje
para un desarrollo respetuoso de cada ser humano.
Vosotros, hombres y mujeres de todo continente,
sacad de su tumba ya vacía para siempre,
el vigor necesario para vencer
las fuerzas del mal y de la muerte,
y poner toda investigación y progreso técnico y social
al servicio de un futuro mejor para todos.

6. «En la resurrección de Cristo hemos resucitado todos».
Desde que tu tumba, Oh Cristo, fue encontrada vacía
y Cefas, los discípulos, las mujeres,
y «más de quinientos hermanos» (1 Corintios 15, 6)
te vieron resucitado,
ha comenzado el tiempo en que toda la creación
canta tu nombre «que está sobre todo nombre»
y espera tu retorno definitivo en la gloria.
En este tiempo, entre la Pascua
y la venida de tu Reino sin fin,
tiempo que se parece a los dolores de un parto (cf. Romanos 8, 22),
sosténnos en el compromiso de construir un mundo más humano,
vigorizado con el bálsamo de tu amor.
Víctima pascual, ofrecida por la salvación del mundo,
haz que no decaiga este compromiso nuestro,
aun cuando el cansancio haga lento nuestro paso.
Tú, Rey victorioso,
¡danos, a nosotros y al mundo
la salvación eterna!
(Mensaje de San Juan Pablo II en la Pascua 2001)


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Aplicación: Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap - ¡Ha resucitado! La verdad histórica

Hay hombres --lo vemos en el fenómeno de los terroristas suicidas-- que mueren por una causa equivocada o incluso inicua, considerando sin razón que es buena. Por sí misma, la muerte de Cristo no testimonia la verdad de su causa, sino sólo el hecho de que Él creía en la verdad de ella. La muerte de Cristo es testimonio supremo de su caridad , pero no de su verdad. Ésta es testimoniada adecuadamente sólo por la resurrección. «La fe de los cristianos -dice San Agustín- es la resurrección de Cristo. No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos; todos lo creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado».

Ateniéndonos al objetivo que nos ha guiado hasta aquí, estamos obligados a dejar de lado, de momento, la fe, para atenernos a la historia. Desearíamos buscar respuesta al interrogante: ¿podemos o no definir la resurrección de Cristo como un evento histórico, en el sentido común del término, esto es, «realmente ocurrido»?

Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección son dos hechos: primero, la imprevista e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz como para resistir hasta la prueba del martirio; segundo, la explicación que, de tal fe, nos han dejado los interesados, esto es, los discípulos. En el momento decisivo, cuando Jesús fue prendido y ajusticiado, los discípulos no alimentaban esperanza alguna de una resurrección. Huyeron y dieron por acabado el caso de Jesús.

Entonces tuvo que intervenir algo que en poco tiempo no sólo provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad del todo nueva y a la fundación de la Iglesia. Este «algo» es el núcleo histórico de la fe de Pascua.

El testimonio más antiguo de la resurrección es el de Pablo, y dice así: «Os he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los que la mayor parte viven todavía, si bien algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, y más tarde a todos los apóstoles. Y después de todos se me apareció a mí, como si de un hijo nacido a destiempo se tratara» (1 Corintios 15, 3-8). La fecha en la que se escribieron estas palabras es el 56 o 57 d.C. El núcleo central del texto, sin embargo, está constituido por un credo anterior que San Pablo dice haber recibido él mismo de otros. Teniendo en cuenta que Pablo conoció tales fórmulas inmediatamente después de su conversión, podemos situarlas en torno al año 35 d.C., eso es, unos cinco o seis años después de la muerte de Cristo. Testimonio, por lo tanto, de raro valor histórico.

Los relatos de los evangelistas se escribieron algunas décadas más tarde y reflejan una fase ulterior de la reflexión de la Iglesia. El núcleo central del testimonio, sin embargo, permanece intacto: el Señor ha resucitado y se ha aparecido vivo. A ello se añade un elemento nuevo, tal vez determinado por preocupación apologética y por ello de menor valor histórico: la insistencia sobre el hecho del sepulcro vacío. Para los Evangelios el hecho decisivo siguen siendo las apariciones del Resucitado.

Las apariciones, además, testimonian también la nueva dimensión del Resucitado, su modo de ser «según el Espíritu», que es nuevo y diferente respecto al modo de existir anterior, «según la carne». Él, por ejemplo, puede ser reconocido no por cualquiera que le vea, sino sólo por aquél a quien Él mismo se dé a conocer. Su corporeidad es diferente de la de antes. Está libre de las leyes físicas: entra y sale con las puertas cerradas; aparece y desaparece.

Una explicación diferente de la resurrección, aquella que presentó Rudolf Bultmann, todavía la proponen algunos, y es que se trató de visiones psicógenas, esto es, de fenómenos subjetivos del tipo de las alucinaciones. Pero esto, si fuera verdad, constituiría al final un milagro no inferior que el que se quiere evitar admitir. Supone de hecho que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la misma impresión o alucinación.

Los discípulos no pudieron engañarse: eran gente concreta, pescadores, lo contrario de personas dadas a las visiones. En un primer momento no creen; Jesús debe casi vencer su resistencia: «¡tardos de corazón en creer!». Tampoco pudieron querer engañar a los demás. Todos sus intereses se oponían a ello; habrían sido los primeros en sentirse engañados por Jesús. Si Él no hubiera resucitado, ¿para qué afrontar las persecuciones y la muerte por Él? ¿Qué provecho material podían sacar?

Negado el carácter histórico, esto es, el carácter objetivo y no sólo el subjetivo, de la resurrección, el nacimiento de la Iglesia y de la fe se convierte en un misterio más inexplicable que la resurrección misma. Se ha observado justamente: «La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en vilo sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el evento –o sea, el dato de hecho más el significado inherente a él- realmente haya ocupado un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento».

¿Cuál es entonces el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos percibirlo en las palabras de los discípulos de Emaús: algunos discípulos, la mañana de Pascua, fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, quienes habían acudido antes que ellos, «pero a Él no le vieron». También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están como los testigos dijeron. Pero a Él, al resucitado, no lo ve. No basta constatar históricamente, es necesario ver al Resucitado, y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe.

El ángel que se apareció a las mujeres, la mañana de Pascua, les dijo: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lucas 24, 5). Os confieso que al término de estas reflexiones siento este reproche como si se dirigiera también a mí. Como si el ángel me dijera: «¿Por qué te empeñas a buscar entre los muertos argumentos humanos de la historia, al que está vivo y actúa en la Iglesia y en el mundo? Ve mejor y di a tus hermanos que Él ha resucitado».

Si de mí dependiera, querría hacer sólo eso. Hace treinta años que dejé la enseñanza de la Historia de los Orígenes Cristianos para dedicarme al anuncio del Reino de Dios, pero en estos últimos tiempos, ante las negaciones radicales e infundadas de la verdad de los Evangelios, me he sentido obligado a volver a tomar las herramientas de trabajo. De aquí la decisión de emplear estos comentarios a los evangelios dominicales para contrarrestar una tendencia frecuentemente sugerida por intereses comerciales, y para dar a quien tal vez los lea la posibilidad de formarse una opinión sobre Jesús menos influenciada por el clamor publicitario.
(Prediación 2007)

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Aplicación: P. Carlos M. Buela, I.V.E. - La Resurrección sin el Resucitado

1. La resurrección sin milagro
Para el idealismo moderno y el progresismo cristiano, la resurrección surge de la idealización póstuma de Jesús muerto. La gloria nace de una derrota. De este modo se altera la narración evangélica para la cual la fe nace de la percepción real del Resucitado, de Aquel que ha derrotado a la muerte. Así dice Andrés Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, recientemente traducido al italiano , en la frase de portada que comenta el texto: «No solamente la resurrección no es un milagro, sino que ni siquiera es un acontecimiento empírico. Y la fe en la resurrección no depende del hecho de que se acepte o rechace la realidad histórica del sepulcro vacío». El opúsculo es interesante en la medida en que es la expresión culminante de una tendencia que, después de Bultmann, se ha vuelto hegemónica en los estudios exegéticos y teológicos: según la cual la resurrección es una piedra errante, un peñasco errático que la crítica debe quitar para hacer comprensible al hombre moderno el contenido de la fe cristiana. Es la enseñanza progresista que expresa el nuevo gnosticismo cristiano.

a. No a la interpretación de siempre
Pretenden que no se dé una lectura realista de la resurrección y que sólo se admita la interpretación “simbólica”, negando así la fe católica en la resurrección. En una singular inversión de los procesos cognitivos la fe no presupone el sepulcro vacío y la experiencia tangible del Resucitado; al contrario, es el Cristo resucitado que “aparece” en cuanto tal sólo en la precomprensión de la fe. De este modo una parte conspicua de la literatura teológica –la que da por descontado la oposición entre el “Cristo histórico” y el “Cristo de la fe”– abandona la posición realista y se encuentra, necesariamente, con el punto de vista idealista. Para éste no es la realidad, lo que acontece concretamente, lo que mueve y explica la “persuasión”; al contrario, es la “visión del mundo”, la fe preliminar, la que hace que sean evidentes, “visibles”, hechos que de otro modo no subsisten.

La fe, privada de toda racionabilidad, ya no es “juicio” sino “pre-juicio” que “ve” de manera deforme de la realidad, lugar de una experiencia “mística”, afectiva, idealizante. La fe idealiza, gracias a la mediación imaginativa, su objeto. En el caso del cristianismo esto significa que Cristo “aparece” como el resucitado en la fe, gracias a la fe. Fuera de la fe hay sólo el ‘misterio’ de una tumba vacía, de un cadáver desaparecido. Un problema que no le interesa a la fe, para la cual lo que importa es solamente el Cristo ideal, divino. La resurrección no necesita la carne de Jesús de Nazaret, su persona singular; basta la idea, el símbolo del Hombre-Dios. La fe vive de la idea, no de la realidad.

Este presupuesto, verdadero y propio a priori conceptual, es patente en el texto de Torres Queiruga. Para el filósofo de Santiago de Compostela las adquisiciones «irreversibles» de la exégesis y de la cultura actual hacen que ya no se pueda concebir «la presencia activa de Dios como una injerencia puntual, es decir, física y comprensible para los sentidos, en la trama del mundo». Una definición perfecta de la Encarnación que el autor suprime con una simple tachadura de su pluma. Al igual que Bultmann, para quien es «mitológica la concepción en que lo no-mundano, lo divino, aparece como mundano y como humano, el más allá como el más acá», tampoco para Torres Queiruga Dios puede obrar sensiblemente en este mundo. Por esto «el tratamiento de la resurrección de Jesús como “milagro” –el más espectacular– ha desaparecido definitivamente de los tratados serios. Hasta tal punto que incluso en los tratados más “ortodoxos” puede leerse la afirmación que la resurrección no sólo no es un milagro, sino que ni siquiera es un acontecimiento “histórico”». La “experiencia” del Resucitado debe alejar toda presencia de tipo empírico. «Si el Resucitado fuera tangible o comiera, necesariamente estaría limitado por las leyes del espacio, es decir, no habría resucitado. Y lo mismo sucedería si fuera visible». Pensar diversamente significaría someterse al «imperialismo del principio empirista», hacer imposible «la racionabilidad razonable de la fe en la resurrección».

b. Según el A., los discípulos ni lo vieron ni lo tocaron, sólo lo imaginaron
Para el autor «los discípulos no vieron con sus ojos al Resucitado ni lo tocaron con sus manos, porque esto era imposible estando él fuera del alcance de sus sentidos». Lo que ellos “vieron” «no puede conservar ninguna relación material con un cuerpo espacio-temporal». Por lo demás, «ni siquiera para la vida en el espacio-tiempo puede tomarse sin más el cuerpo como soporte de la identidad», ni «se ve qué es lo que podría aportar la transformación (?) del cuerpo muerto, es decir, del cadáver». Para el “idealista” Torres Queiruga la “realidad” de Cristo resucitado no presupone su realidad sensible, corpórea, sino que se funda en la subjetividad del creyente, en las «experiencias psíquicas, de visualizaciones o imaginaciones de convicciones íntimas. Convicciones que pueden tener un referente real –el místico en su visión se conecta realmente a Cristo- sin que lo sea la forma en que se presenta».

La “visión” presupone la experiencia interior, la condición personal y ambiental peculiar, a partir de la cual la «mediación imaginativa» –que el autor evoca citando a Kant– se concretiza dando forma al objeto de su aspiración. En el caso de los discípulos, «dentro de la cultura del tiempo, abierta a las manifestaciones extraordinarias y empíricas de lo sobrenatural, podía funcionar con toda naturalidad el esquema imaginativo de la resurrección como una especie de vuelta a la vida». Los discípulos creyeron verlo porque estaban predispuestos a ello por un contexto, un ámbito espiritual. Dentro de este horizonte el elemento decisivo, la chispa, la provoca la experiencia fundamental de la muerte de Jesús: «El contexto vivísimamente emotivo causado por el drama del Calvario». Es aquí, en el drama de la desaparición del ser querido, donde madura «lo que podríamos llamar kantianamente el “esquema imaginativo” para comprender la resurrección como ya acontecida».

En el contexto mesiánico-escatológico de Israel la muerte de Jesús provoca un vacío desgarrador, una experiencia de dolor que empuja hacia su resolución. La cruz de Cristo se “transmuta” en la resurrección: «La resurrección tiene lugar en la misma cruz». Cristo, el muerto, vuelve a la vida en la fe. Torres Queiruga sigue a la letra, sin citarlo, a Rudolf Bultmann: «Cruz y resurrección como acontecimiento “cósmico” son todo uno» . La resurrección no es un acontecimiento real que sigue a la muerte de Jesús en la cruz. Es, simbólicamente, la transfiguración ideal de Cristo inducida por la experiencia trágica de su fin. Con una forma paradójica, que está en el centro del modelo idealista, la ausencia produce la presencia, el vacío da lugar a una plenitud, la privación se trueca en victoria. Esto requiere que se quite de la cruz el aspecto de escándalo, en sentido paulino: el Hijo de Dios colgado en lo que para los modernos es la horca. Este aspecto sería, en los Evangelios, una construcción literaria, no un elemento histórico. Torres Queiruga reconoce que «una costumbre inveterada, que se apoya con fuerza en la letra de los Evangelios, ha llevado a ver la cruz como un lugar de “escándalo”, que decretaba el fin de la fe de los discípulos, los cuales a este punto huyeron, negando y traicionando a su Maestro.

Para explicar la recuperación de la fe por parte de los discípulos tuvo que suceder algo extraordinario y milagroso que, con su evidencia irrefutable, los devolvió a la fe. Este algo sería la resurrección, que así obtiene una auténtica “demostración” histórica. No cabe negar que el tema tenga su fuerza, y de hecho sigue siendo el más corriente en los tratados en uso. Sin embargo, una reflexión más atenta ha mostrado, cada vez con más claridad y mayor aceptación entre los estudiosos, su naturaleza de “dramatización” literaria de corte apologético». Comprobaría esta conclusión el hecho de que la «hipótesis de una traición o de una negación resulta profundamente incomprensible e injusta para con los discípulos». Estos traicionaron a Jesús en el momento de la prueba suprema, fueron ingratos y sin corazón. Algo inadmisible para el autor. Por otra parte, el escándalo es válido para los romanos, no para los judíos: «Los criminales de Roma eran los héroes del pueblo sometido por ella».

La cruz de Cristo, en la óptica totalmente positiva perfilada por Torre Queiruga, no es lo que aleja, el lugar de la soledad. Todo lo contrario, es el punto coagulante de la fe: «La crucifixión, con el horrible escándalo de su injusticia, aparece como el más decisivo catalizador para comprender que lo sucedido en la cruz no podía ser el final definitivo». La cruz no es un punto de huida, sino de “cambio”. Conclusión obligada, la de Torres Queiruga, en la medida en que entre la muerte de Jesús y la fe de la Iglesia naciente no sucede nada.

El idealismo, como filosofía del no-acontecimiento, comporta un cortocircuito por el que la fe debe preceder al acontecimiento, no seguirlo. El argumento según el cual los discípulos huyen, aterrados y desmoralizados, tiene una “fuerza propia”, como reconoce el autor, y, sin embargo, no puede admitirse. El vacío debe producir lo lleno, la muerte hacerse idea del Resucitado, y no generar escándalo, huida, desorientación. De otro modo sería “apologética”, no historia. En su efectualidad el muerto es una bandera, el símbolo de una vida que no podía acabar.

Todo lo cual es ‘tomar el rábano por las hojas’, poner el carro adelante y los caballos atrás. Es un axioma que operari sequitur esse. Es negar el principio de no-contradicción afirmar que esse sequitur operari, como lo es hacer del primo posterior, o de lo posterior primo. Como sería que el A. comiera por el ano y defecara por la boca.

2. En la órbita del perverso e impío pensamiento hegeliano
a. La revelación inmanente
Es singular que Torres Queiruga cite varias veces a Kant –por la mediación imaginativa de la fe– y no cite en cambio a Hegel. Es singular porque su reflexión se sitúa, de manera perfecta, dentro del horizonte especulativo idealista, siguiendo su cristología a la hegeliana, con discordancias que, por el tema tratado, son totalmente marginales . Como para Hegel, también para el filósofo español, la revelación «no consiste en la irrupción de algo exterior, sino en el descubrimiento de una presencia que, quizás ignorada o tal vez presentida, ya está dentro y trata de darse a conocer». El cristianismo concierne a la ontología, no a la historia. Revela lo que está presente desde siempre, aunque velado, en la interioridad del yo; es una relación inmanente, no inducida desde fuera. «No es que en un determinado momento Dios “entra” en el mundo para revelar algo con una intervención extraordinaria. Él siempre está presente y es activo en el mundo, en la historia y en la vida de los individuos, y siempre está tratando de hacer conocer su presencia, para que consigamos interpretarla de manera correcta». Por esto «lo que hace falta no es que el sol comience a brillar, sino que tengamos limpias y abiertas las ventanas».

La Revelación no es Dios que se “revela”, puesto que lo hace siempre, sino el descubrimiento humano «que constituye revelación en sentido estricto». Torres Queiruga deshistoriza radicalmente el cristianismo. Lo resuelve en una estructura ideal, en una concepción gnóstico-panteísta según la cual el Dios-en-el-mundo anhela hacerse cognoscible perforando el velo de sombra de la humana ignorancia. El Cristo histórico, como en Hegel, es solamente la “ocasión” del despertarse, en la conciencia, del conocimiento del Cristo ideal. A la par de Sócrates Él es la “comadrona” cuya arte mayéutica trae a la luz al Dios-en-nosotros según la «rica y profunda tradición del magister interior».

b. Negación de la dimensión empírica de la fe
Esta perspectiva, la idea de una revelación inmanente, respecto a la cual el Cristo histórico es solamente una provocación contingente, aclara el segundo punto de contacto entre Hegel y Torres Queiruga: la negación de la dimensión empírica de la fe. En sus Lecciones sobre la filosofía de la religión Hegel distingue una doble fe: la fe exterior y la fe interior. La fe “exterior” se basa en el Cristo histórico, en su persona y autoridad. Para Hegel, sin embargo, ésta es una fe limitada, contingente. Es «un modo exterior, accidental de la fe.

La fe verdadera y propia reposa en el espíritu de verdad. La otra aún concierne a una relación con la presencia sensible inmediata. La fe verdadera y propia es espiritual, está en el espíritu: tiene por fundamento la verdad de la idea». Respecto a ella «la fe exterior, pues, ha de ser considerada sólo como un medio para alcanzar la verdadera fe; en cuanto exterior está sometida a la contingencia y el espíritu alcanza su verdad no según la contingencia, sino según el libre testimonio». La fe interior descansa sobre la idea eterna, sobre el ideal inmanente del espíritu, no sobre los milagros o sobre una revelación empírica. Esta es la fe que, según el idealista Hegel, “produce” la idea del Hombre-Dios, transforma al muerto en un resucitado. La fe interior realiza la metamorfosis del Cristo histórico, un utopista judío con un mensaje revolucionario, en el Cristo “teológico”, divino. Gracias a ella la figura de Jesús de Nazaret es destinada a la memoria, al pasado, a la primera aparición no espiritual de lo divino.

c. La sublimación de la derrota de la Cruz
El término que media el paso entre las dos imágenes de Cristo, la empírica y la ideal y es el tercer elemento que une la cristología de Torres Queiruga a la hegeliana– es la muerte de Cristo. La muerte es la resurrección: este topos de la cristología idealista, desde Hegel a Bultmann, es el verdadero nudo en torno al cual se mueve gran parte de la exégesis histórico-crítica. Es un nudo que se sustenta, a nivel especulativo, sólo si vale la aserción de la dialéctica, según la cual lo positivo procede necesariamente de lo negativo. Como escribe el propio Torres Queiruga: «El pensamiento moderno, tanto filosófico como teológico, sabe de la capacidad reveladora de este tipo de experiencia, pues la propia contradicción interna de la misma obliga a buscar la síntesis superior que la reconcilie». En el caso de la muerte de Jesús «sólo la resurrección y la exaltación permitían superar este terrible contraste, que amenazaba con hundirlo todo en lo absurdo». De la muerte, de lo negativo, surge la necesidad de lo positivo.

Una necesidad ideal: Cristo resucita en la idea, en la concepción de la comunidad, en la fe interior. No en la realidad factual. De ese modo, como escribe Hegel: «Esta muerte es el punto central en torno al cual gira todo, en su concepción reside la diferencia entre la concepción exterior y la fe, es decir, la mediación con el espíritu». Resulta, como consecuencia, que la fe auténtica se funda en la muerte de Jesús, no en su resurrección, surge del Cristo muerto, no del Cristo resucitado. El Cristo resucitado no funda la fe, es más bien “fundado”, idealizado por la fe. El idealismo, que subyace en la oposición entre el Cristo de la fe y el Cristo de la historia, cambia los términos con que, en la concepción de la Iglesia, se presenta la relación entre fe y realidad. En la medida en que el Resucitado presupone ya la fe en el Hombre-Dios, esa fe debe surgir, necesariamente, de la sublimación de una derrota. El cristianismo, como dogma, surge de la idealización de un fracaso, no del empirismo joaneo basado en lo que fue «visto, oído, tocado con la mano».

3. Una muerte incomprensible y una fe sin resurrección
El idealismo histórico-crítico, basado en la dialéctica de lo negativo, hace difícil no sólo la comprensión de la resurrección –obra de “visionarios”–, sino también la de la muerte de Cristo. Si Jesús no fue condenado a muerte por haberse proclamado Dios, ¿por qué fue crucificado? Se niega la autoproclamación divina en nombre de la oposición entre el Cristo histórico y el Cristo de la fe. Solamente la comunidad de los creyentes diviniza a Jesús que de por sí nunca se concibió como Dios. Para explicar el motivo de la condena no queda otra alternativa que la hipótesis política: Jesús como posible zelote que, peligroso para el orden romano, fue crucificado. Es el leitmotiv del Jesús “judío” que guía la Inchiesta su Gesù de Corrado Augias y Mauro Pesce . Una prueba más de una investigación, curiosa y a veces no banal, que, sin embargo, no consigue, por los presupuestos una vez más idealistas, aportar nada nuevo. El Jesús judío no cristiano de Augias-Pesce es un utopista, cercano al grupo de Juan Bautista, caracterizado por una confianza total en Dios y por una atención especial por los últimos. Un radical, pero sin utopía social organizada, que, más allá del tono y del testimonio, no muestra nada original, en la moral, respecto de la ley hebrea. ¿Por qué, entonces, este soñador, impolítico e inofensivo, fue condenado a muerte? Pesce declara que el poder romano no condenó a muerte a Jesús por motivos religiosos, sino políticos.

Las responsabilidades de los miembros de Sanedrín son obra de la reconstrucción, posterior, de los redactores de los Evangelios, filorromanos. Pero ¿cuáles son los motivos políticos por los que Jesús fue condenado? Se trata de sospechas sobre la naturaleza de un movimiento, surgidas en quien «no ha captado las intenciones reales de la acción de Jesús. Por parte de los romanos se trató de un burdo y grave error de valoración política». Una consideración sorprendente de verdad, que deja pendiente los motivos de la condena a muerte de Jesús. Motivos, que por lo demás, no conciernen, y también esto resulta extraño, a sus discípulos. Igualmente misteriosa es la resurrección, que no fue afirmada por testigos oculares sino por videntes que “veían” dentro de los esquemas cultural-religiosos de Israel. Es asimismo enigmático, en el libro Inchiesta su Gesù, el nacimiento del cristianismo. Pesce no está de acuerdo «con la idea de que el cristianismo nace con la fe en la resurrección de Jesús, ni que nazca gracias a Pablo […]. Pablo como Jesús, no es un cristiano, sino un judío que permanece en el hebraísmo».

El cristianismo nacería, más tarde, en la segunda mitad del siglo II en un proceso de helenización de la posición originaria hebrea. Respecto a Hegel y a Torres Queiruga, Augias y Pesce añaden otra fractura que hace que sea aún más enigmático el nacimiento de la fe cristiana. En el marco hegeliano el cristianismo está mediado por la muerte de Jesús, cuyo producto es la idea del resucitado. En Inchiesta su Gesù surge mucho después de la visión de la resurrección, fruto no de la fe sino de una tardía elaboración teológico-filosófica de impronta helenística. Lo que permanece firme es el topos dominante: la fe no se funda en la resurrección, la precede o la sigue sin tener ninguna relación con ella. Un planteamiento que, en vez de simplificar el problema, lo complica enormemente.

Si el Cristo histórico es que el describen Augias y Pesce, un judío observante que carece de originalidad, no se entiende cómo puede ser «el hombre que ha cambiado el mundo». No se comprende por qué fue condenado. Si este hombre terminó su vida derrotado, no se comprende, para quien no acepta la necesidad lógica de la dialéctica, cómo de un muerto puede surgir, en la primitiva comunidad, la fe en un vivo. No se comprende, por último, cómo el “Cristo de la fe” puede prescindir de la resurrección, sea real o imaginaria, y formarse sólo en el siglo II, como pretende Pesce. Un destino singular para el racionalismo histórico-crítico: nacido con la intención de dar claridad al contexto, consigue delinear un cuadro de conjunto lleno de zonas de sombra y saltos en el vacío. El modelo idealista demuestra todos sus límites.

Partiendo del prejuicio que el hecho no puede haber acontecido –que Dios no puede hacerse hombre y resucitar de la muerte– debe justificar la fe como idealización. Pero así la narración evangélica se vuelve incomprensible. Si las descripciones del Cristo resucitado constituyen el gran enigma, para el lector antiguo y moderno, su anulación, sin embargo, produce una serie de interrogantes sin respuesta. El Cristo “histórico” se vuelve incomprensible. Hallado, arqueológicamente, bajo los estratos de la fe, aparece como un soñador, radical e ingenuo al mismo tiempo, que no motiva el incendio que embistió la historia. Las conclusiones del racionalismo crítico –sacar a un vivo de un muerto, una revolución espiritual de un utopista análogo a muchos más– son profundamente irrazonables. El fracaso de esta postura es la premisa “crítica” para una reanudación de una postura realista que no tiene la pretensión de demostrar el dogma, sino la de reconocer que va contra toda evidencia racional, humana, afirmar que la vista desolada de un crucificado pueda generar la idea, gloriosa, de un resucitado.
El A. no cree en la Revelación, no cree en Dios Omnipotente y Omnisciente, no cree en la Encarnación, no cree en la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo… y es un perfecto sofista. Todo un ejemplo de lo que no debe ser un teólogo católico. Sólo y únicamente suma a favor de la ideología gnóstica.
(BUELA, C., http://www.padrebuela.com.ar)

Seguimos, libremente, a Massimo Borghesi, 30Días, n. 10, 2006, 56-65.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, tr. it., Edizioni La Meridiana, Molfetta (Ba) 2006. El texto, del que no se indica el original español, es una síntesis de la obra mayor, Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura, Trotta, Madrid 2003.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p. 8.
R. Bultmann, Neues Testament und Mythologie. Das Problem der Entmythologisierung der neutestamentlichen Verkündigun, Herbert Reich Verlag, Hamburg-Bergsted 1948, tr. it., Nuovo Testamento e mitologia. Il problema della demitizzazione del messaggio neotestamentario, en: R. Bultmann, Nuovo Testamento e mitologia, Queriniana, Brescia 1973, p.119.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p. 8.
Ibid., p.42.
Ibid., p. 48.
Ibid., p. 47.
Ibid., pp. 46-47.
Ibid., p. 49.
Ibid., p. 54. De manera idéntica Kant afirma: «A la razón no le interesa arrastrar en la eternidad a un cuerpo que (admitido que la personalidad se asiente en la identidad del cuerpo) debe siempre, por purificado que sea, estar compuesto por la misma materia que se encuentra en la base del nuestro organismo y a la que el hombre mismo no se ha unido nunca durante la vida; ni se comprende qué puede tener en común con el cielo esta tierra calcárea de la que está formado el hombre »(I. Kant, La religione nei limiti della semplice ragione, tr. it. in: I. Kant, Scritti morali, Utet, Turín, 1970, p. 457, nota a). [Jamás fue cadáver el cuerpo muerto de Jesús, porque estuvo siempre unido a su única Persona divina, la del Verbo].
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p.42
Ibid, p. 65.
Ibid, p. 41.
Ibid., p. 23.
Ibid.
Ibid., p. 53. Este disparate ya nos lo enseñaba un profesor del Seminario en la década del 60.
R. Bultmann, Nuovo Testamento e mitologia. Il problema della demitizzazione del messaggio neotestamentario, cit., p.165.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, op. cit., pp. 26-27. El subrayado es nuestro.
Ibid., p. 26.
Ibid., p. 29.
Ibid., p. 30.
Sobre la cristología hegeliana véase M. Borghesi, La figura di Cristo in Hegel, Studium, Roma 1983; Idem, L’età dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno”, Studium, Roma 1995.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, op. cit., p. 59.
Ibid., p. 36.
Ibid., p. 36.
Ibid., p. 37.
Ibid., p. 38.
G.F.W. Hegel, Lezioni sulla filosofia della religione, tr. it., 2 vols., Zanichelli, Bolonia 1974, vol.II, pp. 388-389.
Ibid., vol.I, p. 283.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, cit., p. 30. Subrayado nuestro.
Ibid., p. 31.
G.F.W. Hegel, Lezioni sulla filosofia della religione, cit., vol.II, p. 372.
C. Augias – M. Pesce, Inchiesta su Gesù. Chi era l’uomo che ha cambiato il mondo, Mondadori, Milán, 2006.
Cf. Ibid., pp. 221 y 237.
Ibid., pp.168-169.
Ibid., p. 201.


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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Domingo primero de Pascua

La resurrección es el misterio de los misterios, sin el cual, la cadena de la doctrina católica queda abierta y le falta el eslabón fundamental, el que cierra la cadena.

“Si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra fe”.
Todos los aspectos del mensaje cristiano y de la correspondiente aceptación creyente, carece de sentido, si se niega su referencia a la realidad central: el Cristo resucitado. Sin ello todo se desploma.

Cuando San Pablo fue a Atenas y comenzó a hablar a los atenienses del dios desconocido le prestaron atención pero cuando dijo: “Dios, pues, pasando por alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justicia, por el hombre que ha destinado, dando a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos.

Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: sobre esto ya te oiremos otra vez”.

De la resurrección tenemos datos rigurosamente históricos. Es un hecho histórico cierto, pero es un hecho que está más allá de lo histórico, es trascendente, es un misterio de fe.

El dato histórico no se puede negar. Están los datos que me dicen que, en tal tiempo, sucedió este hecho, pero el hecho sólo lo puede afirmar la fe. Hay que dar un salto. Un salto obligatorio, porque los datos históricos son ciertos y negarlos sería inhonestidad intelectual, pero también un salto libre: la fe. El dato histórico del hecho es natural, el hecho que narra el dato histórico es sobrenatural. Es un milagro.

Ese salto de la fe es difícil de dar y por eso muchos prefieren empantanarse en el absurdo: hemos encontrado la tumba de Cristo, hemos conocido su historia verdadera, la resurrección es una alucinación colectiva de los apóstoles, inventaron ese mito, o como dicen los judíos, robaron el cuerpo y dijeron que había resucitado .

Algunos dicen: “Increíble que Cristo haya resucitado de entre los muertos; increíble es que el mundo entero haya creído ese increíble; más increíble de todo es que unos pocos hombres, rudos débiles e iletrados, hayan persuadido al mundo entero, incluso a los sabios y filósofos, ese increíble. El primer increíble, no lo quieren creer; el segundo no tienen más remedio que verlo; de donde no queda más remedio que admitir el tercero”. La existencia de la Iglesia, sin la resurrección de Cristo, es otro absurdo más grande.

Todos deseamos la resurrección. Experimentamos día a día como se nos va derrumbando esta casa de nuestro cuerpo y como se dirige inexorablemente a la muerte. Queremos un nuevo cuerpo que no muera, pero, si queremos un cuerpo nuevo, este debe morir y resucitar transformado: “el primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales. Como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celestial.

Nuestra naturaleza pide la resurrección. Somos hombres: cuerpo y alma. La separación que produce la muerte es temporal porque el hombre es por naturaleza cuerpo y alma.

Las ideologías persiguen una resurrección del mundo, un mundo de hombres resucitados donde todo esté bien pero lo quieren por sus propias fuerzas y no por obra de Dios. En definitiva quieren una resurrección sin muerte, lo cual, es una utopía. Si se quiere un cuerpo nuevo, el actual tiene que morir.

Y la primera muerte es la fe. Creer que Dios lo realizará como lo realizó en Cristo y esto no es utopía sino verdad. Dios es el único capaz de resucitar el mundo pero este mundo tiene que morir: “cielos nuevos y tierra nueva” dice San Pedro y esto es obra de Dios.

El neopaganismo de hoy se esfuerza por crear un superhombre por sus solas fuerzas como en Babel, un hombre divino, y esto es imposible. Nosotros creemos que seremos hombres nuevos, celestiales, como Cristo, el primer resucitado. Pero lo creemos porque antes hemos muerto a nuestros propios juicios por la fe y sabemos que vamos a morir a este cuerpo terrenal por la experiencia diaria pero creemos que resucitaremos con un cuerpo celestial: ágiles, impasibles, luminosos, sutiles, inmortales.

(…)

Si no hay fe se pierde la esperanza y la desesperanza es muerte aunque no se quiera morir. El mundo neopagano vive muerto o está muerto en vida ¿por qué? Porque ha perdido la esperanza en la resurrección y ¿por qué? Porque ha perdido la fe.

Los que no creen como los que creemos vemos la injusticia social y vemos el mal en el mundo. Ambos trabajamos por solucionar lo que se pueda. Ellos sin fe, sin querer morir, van tras la utopía y mueren en el intento, desesperados. Nosotros, muertos por la fe, esperamos con certeza un mundo nuevo, en donde no existirá el mal. Ellos en un esfuerzo colosal no alcanzan el fruto que esperan porque es imposible al esfuerzo humano. Nosotros reconociendo la pequeñez de nuestra limitación nos apoyamos en Dios y alcanzaremos el fruto, que es obra sobrenatural: “Si Yahveh no construye la casa, en vano se afanan los constructores; si Yahveh no guarda la ciudad, en vano vigila la guardia. En vano madrugáis a levantaros, el descanso retrasáis, los que coméis pan de fatigas, cuando él colma a su amado mientras duerme”.

La resurrección es un hecho histórico que todos podemos comprobar, está documentado. El hecho, la resurrección, es un acto de fe. Acto de fe clave para el resto de la revelación: Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe, vana nuestra predicación, estamos todavía en nuestros pecados, somos los más desdichados de los hombres.

1 Co 15, 14
Jsalén. a 1 Co 15, 14
Hch 17, 30-32
Cf. Mt 28, 11-15
Castellani, El Evangelio de Jesucristo…, 203
1 Co 15, 48-49
Sal 127, 1-2


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Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor - Año C

1.-La resurrección de Cristo es uno de la principales dogmas de la fe católica.

2.- Cristo, resucitando por su propio poder confirmaba su divinidad, pues así lo había profetizado.

3.- La resurrección de Cristo es prenda de nuestra propia resurrección.

4.- Nuestra resurrección no tiene nada que ver con la reencarnación del budismo y del hinduismo, hoy tan de moda.

5.-Es de fe que el hombre muere una sola vez (Carta a los Hebreos, 9:27). No se reencarnará ni en otro hombre ni en un animal.

6.- Resucitaremos con nuestro propio cuerpo y en la plenitud de nuestra existencia.

7.- No importa que al final de nuestra vida nuestro cuerpo haya sido decrépito, o que hayamos sido devorados por los tiburones.

8.- El que no entendamos el cómo puede suceder esto no quita que será una realidad, pues es dogma de fe.

9.- Si nos dicen que en cinco minutos separemos las limaduras de hierro de un montón de aserrín nos parecerá imposible. Pero si tenemos un imán la solución es fácil. Somos las mismas personas que cuando teníamos diez años, sin embargo todas las células del cuerpo (incluidas las neuronas como se sabe hoy) se han renovado.

10.- Dios tiene soluciones para lo que nosotros creemos imposible.


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Aplicación: Directorio Homilético - Domingo de Pascua – Resurrección del Señor

CEC 638-655, 989, 1001-1002: la Resurrección de Cristo y nuestra resurrección
CEC 647, 1167-1170, 1243, 1287: la Pascua, el Día del Señor
CEC 1212: los Sacramentos de la iniciación cristiana
CEC 1214-1222, 1226-1228, 1234-1245, 1254: el Bautismo
CEC 1286-1289: la Confirmación
CEC 1322-1323: la Eucaristía

Párrafo 2 AL TERCER DIA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS

638 "Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz:

Cristo resucitó de entre los muertos.
Con su muerte venció a la muerte.
A los muertos ha dado la vida.

(Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)


I EL ACONTECIMIENTO HISTORICO Y TRANSCENDENTE

639 El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: "Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: "(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).


El sepulcro vacío

640 "¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado" (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). "El discípulo que Jesús amaba" (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir "las vendas en el suelo"(Jn 20, 6) "vio y creyó" (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf.Jn 20, 5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).


Las apariciones del Resucitado

641 María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18).Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: "¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!" (Lc 24, 34).

642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles - y a Pedro en particular - en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos "testigos de la Resurrección de Cristo" (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).

643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y "sus palabras les parecían como desatinos" (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua "les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado" (Mc 16, 14).

644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). "No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados" (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, "algunos sin embargo dudaron" (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un "producto" de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació - bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.


El estado de la humanidad resucitada de Cristo

645 Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra figura" (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).

646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (cf. 1 Co 15, 35-50).


La resurrección como acontecimiento transcendente

647 "¡Qué noche tan dichosa, canta el 'Exultet' de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, "a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo" (Hch 13, 31).


II LA RESURRECCION OBRA DE LA SANTISIMA TRINIDAD

648 La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que "ha resucitado" (cf. Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad - con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente "Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.

649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: "doy mi vida, para recobrarla de nuevo ... Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo" (Jn 10, 17-18). "Creemos que Jesús murió y resucitó" (1 Te 4, 14).

650 Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: "Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas" (San Gregorio Niceno, res. 1; cf.también DS 325; 359; 369; 539).


III SENTIDO Y ALCANCE SALVIFICO DE LA RESURRECCION

651 "Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe"(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

652 La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión "según las Escrituras" (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

653 La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: "Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy" (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era "Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: "La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros ... al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: 'Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy" (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

654 Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) "a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos ... así también nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a mis hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

655 Por último, la Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado - es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron ... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En El los cristianos "saborean los prodigios del mundo futuro" (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).

989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

Cómo resucitan los muertos

997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: "los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).

999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora" (Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44):

Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano..., se siembra corrupción, resucita incorrupción; ... los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).

1000 Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).

1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); "al fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).


Resucitados con Cristo

1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:

Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos... Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).

1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece "escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3) "Con El nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos "manifestaremos con El llenos de gloria" (Col 3, 4).

1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser "en Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:

El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?... No os pertenecéis... Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.(1 Co 6, 13-15. 19-20).

La resurrección como acontecimiento transcendente

647 "¡Qué noche tan dichosa, canta el 'Exultet' de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, "a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo" (Hch 13, 31).

1167 El domingo es el día por excelencia de la Asamblea litúrgica, en que los fieles "deben reunirse para, escuchando loa palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los 'hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos'" (SC 106):

Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este día del domingo de tu santa Resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación...la salvación del mundo...la renovación del género humano...en él el cielo y la tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de luz. Bendito es el día del domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor (Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía, vol 6, 1ª parte del verano, p.193b).


El año litúrgico

1168 A partir del "Triduo Pascual", como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la Resurrección llena todo el año litúrgico con su resplandor. De esta fuente, por todas partes, el año entero queda transfigurado por la Liturgia. Es realmente "año de gracia del Señor" (cf Lc 4,19). La Economía de la salvación actúa en el marco del tiempo, pero desde su cumplimiento en la Pascua de Jesús y la efusión del Espíritu Santo, el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad.

1169 Por ello, la Pascua no es simplemente una fiesta entre otras: es la "Fiesta de las fiestas", "Solemnidad de las solemnidades", como la Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos (el gran sacramento). S. Atanasio la llama "el gran domingo" (Ep. fest. 329), así como la Semana santa es llamada en Oriente "la gran semana". El Misterio de la Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro viejo tiempo con su poderosa energía, hasta que todo le esté sometido.

1170 En el Concilio de Nicea (año 325) todas las Iglesias se pusieron de acuerdo para que la Pascua cristiana fuese celebrada el domingo que sigue al plenilunio (14 del mes de Nisán) después del equinoccio de primavera.Por causa de los diversos métodos utilizados para calcular el 14 del mes de Nisán, en las Iglesias de Occidente y de Oriente no siempre coincide la fecha de la Pascua. Por eso, dichas Iglesias buscan hoy un acuerdo, para llegar de nuevo a celebrar en una fecha común el día de la Resurrección del Señor.

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