Domingo de Resurrección C - Comentarios de Sabios y Santos: Preparémonos con ellos para acoger la Palabra de la Celebración
Recursos adicionales para la prepración
A su disposición
Exégesis: Manuel De Tuya - Capitulo 20
Comentario Teológico: Benedicto XVI - La resurrección de Jesús de entre los
muertos
Santos Padres: San León Magno - Resurrcción del Señor
Aplicación - Vigilia Pascual: P. Alfredo Sáenz, SJ - El misterio de la resurrección
Aplicación - Vigilia Pascual: San Juan Pablo II - ¿Buscan a Jesús?
Aplicación - Domingo de Resurrección: P. Alfredo Sáenz, S.J. - Confianza y Convocatoria
Aplicación; Papa Francisco - Jesús ha resucitado
Aplicación: San Juan Pablo II - Hemos resucitado todos
Aplicación: Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap - ¡Ha resucitado! La verdad
histórica
Aplicación: P. Carlos M. Buela, I.V.E. - La Resurrección sin el Resucitado
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Domingo primero de Pascua
Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor - Año C
Aplicación: Directorio Homilético - Domingo de Pascua – Resurrección del Señor
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Manuel
De Tuya - Capitulo 20.
Magdalena va al Sepulcro, 20:1-2 (Mat_28:1; Mar_16:1-8; Luc_24:1-11). Cf.
comentario a Mat_28:1.
1 El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando
aún era de noche, al monumento, y vio quitada la piedra del monumento. 2
Corrió y vino a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les
dijo: Han tomado al Señor del monumento y no sabemos dónde lo han puesto.
Los cuatro evangelistas recogen esta ida de Magdalena al sepulcro. Pero lo
ponen con rasgos y perspectivas literarias distintas.
Jn sitúa esta ida con el término técnico judío: “el primer día de la
semana.” Es decir, al día siguiente del sábado, que, en este mismo año, cayó
la Pascua. Los judíos nombraban los días de la semana por el primero,
segundo, etc., excepto el último, que, por el descanso, lo llamaban “sábado”
(shabbath = descanso)
l.
La hora en que viene al sepulcro es de “mañana”, pero cuando aún hay “alguna
oscuridad” (skotías heti oúses). Es en la hora crepuscular del amanecer, que
en esta época sucede en Jerusalén sobre las seis de la mañana
2.
Por los sinópticos se sabe que esta visita de María al sepulcro no la hace
ella sola, sino que viene en compañía de otras mujeres, cuyos nombres se
dan: María, la madre de Santiago, y Salomé, la madre de Juan y Santiago el
Mayor (Mar_16:1) y otras más (Luc_24:10).
Al ver, desde cierta distancia, “quitada” la piedra rotatoria o golel, dejó
a las otras mujeres, que llevaban aromas para acabar de preparar el
“embalsamamiento” del cuerpo de Cristo, ya que su enterramiento había sido
cosa precipitada a causa del sábado pascual que iba a comenzar (Jua_19:42),
— este tema de divergencias “embalsamatorias” se indicó antes — y,
“corriendo,” vino a dar la noticia a Pedro y “al otro discípulo,” que, por
la confrontación de textos, es, con toda probabilidad, el mismo Jn.
Naturalmente, como ella no entró en el sepulcro, supuso la noticia que da a
estos apóstoles: que el cuerpo del Señor fue “quitado” del sepulcro, y no
“sabemos” dónde lo pusieron. El plural con que habla: no “sabemos”, entronca
fielmente la narración con lo que dicen los sinópticos de la compañía de las
otras mujeres que allí fueron (Mt 28,lss; Mc 16ss; Luc_24:1ss; cf.
Luc_24:10).
Seguramente, al ver, a cierta distancia, removida la piedra de cierre, cuya
preocupación de cómo la podían rodar para entrar temían (Mar_16:3),
cambiaron, alarmadas, sus impresiones, y Magdalena, más impetuosa, se dio
prisa en volver, para poner al corriente a Pedro y al anónimo Jn.
La preeminencia de Pedro se acusa siempre, en formas distintas, en los
evangelios, como en este caso.
Lo que no deja de extrañar, pero con valor apologético aquí, es cómo,
después de haberse anunciado por Cristo su resurrección al tercer día, ni
estas mujeres piensan, al punto, en el cumplimiento de la profecía de
Cristo. La verdad se iba a imponer sobre toda antidisposición a ella. Lo
mismo que en los sinópticos, si el “anuncio” de Cristo no hubiese sido
primitivo, no se hubiese puesto, pues venía a ser desmentido por estos
hechos, tanto en los sinópticos como en Jn. Dicho en forma “profética,” ¿qué
habrían captado los apóstoles y estas “mujeres”? Aparte, que el shock de la
muerte de Cristo los tuvo que haber desmoronado moralmente.
Pedro y Juan van al sepulcro,Mar_20:3-10.
3 Salió, pues, Pedro y el otro discípulo y fueron al monumento. 4 Ambos
corrían; pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero
al monumento, 5 e inclinándose, vio los lienzos; pero no entró. 6 Llegó
Simón Pedro después de él, y entró en el monumento y vio los lienzos allí
colocados, 7 y el sudario que habían estado sobre su cabeza, no puesto con
los lienzos, sino envuelto aparte. 8 Entonces entró también el otro
discípulo que vino primero al monumento, y vio y creyó; 9 porque aún no se
habían dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que él
resucitase de entre los muertos. 10 Los discípulos se fueron de nuevo a
casa.
Pedro y Juan debieron de salir enseguida de recibir esta noticia, pues ambos
“corrían.” Pero el evangelista dejará en un rasgo su huella literaria. Este
“discípulo” corría más que Pedro. En efecto, Pedro debía de estar sobre la
mitad de su edad, sobre los cincuenta años (Jua_21:18.19), y, según San
Ireneo, vivió hasta el tiempo de Trajano (98-117) 3. Esto hace suponer que
Jn pudiese tener entonces sobre veinticinco o treinta años.
Jn, por su juventud y su fuerte ímpetu de amor a Cristo, “corrió más aprisa”
y llegó primero al sepulcro. Pero “no entró.” Sólo se “inclinó” para ver el
interior. Teniendo el sepulcro la entrada en lo bajo y teniendo que
agacharse para entrar, Jn, para poder echar una ojeada al interior, tenía
que “inclinarse.”
Jn no entró, esperando a Pedro. ¿Por qué esto? ¿Acaso un cierto temor a una
cámara sepulcral, máxime en aquellas condiciones de “desaparición” del
cadáver? No parece que sea ésta la razón.
Pedro es el primero que entra en el sepulcro. El evangelista insiste en lo
que vio: los “lienzos” 4 en que había sido envuelto estaban allí; y el
“sudario” en que se había envuelto su cabeza no estaba con los “lienzos,”
sino que estaba “enrollado” y puesto aparte. El evangelista, al recoger
estos datos, pretende, manifiestamente, hacer ver que no se trata de un
robo; de haber sido esto, los que lo hubiesen robado no se hubiesen
entretenido en llevar un cuerpo muerto sin su mortaja, ni en haber cuidado
de dejar “lienzos” y “sudario” puestos cuidadosamente en sus sitios
respectivos (Luc_24:12). A este propósito, el caso de Lázaro al salir del
sepulcro, “fajado” de pies y manos y envuelta su cabeza en el “sudario,”
antes descrito por el evangelista, era aleccionador (Jua_11:44).
Jn pone luego el testimonio de fe. También él entró “y vio, y creyó.” Vio el
sepulcro vacío, sin que hubiese habido robo. Y “creyó.”
Pero el evangelista destaca su fe en las enseñanzas proféticas sobre la
resurrección. A la hora en que escribe el evangelio, ya con la luz de
Pentecostés, había penetrado los vaticinios proféticos sobre la resurrección
de Cristo. Y ve en los hechos los cumplimientos proféticos (Sal_2:7;
Sal_16:8-11; cf. Hec_2:24-31; Hec_13:32-37; 1Co_15:4). ¿Por qué no citan,
junto con la “profecía” de la Escritura sobre la resurrección de Cristo, el
“vaticinio” que éste les había hecho? Acaso porque el testimonio de la
Escritura era de un valor ambiental indiscutido (cf. 1Co_15:3.4; cf.
Hec_10:40-42).
A la vuelta, seguramente se reunieron con los otros apóstoles. Pues si la
frase usada en el texto puede significar que Pedro y Juan van al alojamiento
propio 5, de hecho, en la tarde del mismo día aparecen todos los apóstoles
reunidos en el mismo lugar (Jua_21:19).
(…)
Se destaca que Juan llegó al sepulcro “antes” que Pedro; que vio y “creyó”;
que es el “discípulo al que amaba el Señor”; que Pedro, para preguntar a
Cristo quien es el traidor, recurre a Juan; que éste “descansó sobre el
pecho del Señor”; que para entrar en casa de Caifás, Pedro tiene necesidad
de la recomendación de Jn, y que es el primero que lo reconoce en el lago,
lo mismo que la respuesta que le da Cristo a Pedro a propósito de Juan (cf.
Jua_13:23-26; Jua_18:15-16; Jua_20:2-8; Jua_21:7-8; Jua_21:21-23).
(DE TUYA, M., Evangelio de San Juan, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia
Comentada, BAC, Madrid, Tomo Vb, 1977)
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Comentario Teológico: Benedicto XVI - La resurrección de Jesús de entre los
muertos
Qué sucede en la resurrección de Jesús
«Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra
fe lo mismo.
Además, como testigos de Dios, resultamos unos embusteros, porque en nuestro
testimonio le atribuimos falsamente haber resucitado a Cristo» (1 Co
15,14s). San Pablo resalta con estas palabras de manera tajante la
importancia que tiene la fe en la resurrección de Jesucristo para el mensaje
cristiano en su conjunto: es su fundamento. La fe cristiana se mantiene o
cae con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado de entre los
muertos.
Si se prescinde de esto, aún se pueden tomar sin duda de la tradición
cristiana ciertas ideas interesantes sobre Dios y el hombre, sobre su ser
hombre y su deber ser —una especie de concepción religiosa del mundo—, pero
la fe cristiana queda muerta. En este caso, Jesús es una personalidad
religiosa fallida; una personalidad que, a pesar de su fracaso, sigue siendo
grande y puede dar lugar a nuestra reflexión, pero permanece en una
dimensión puramente humana, y su autoridad sólo es válida en la medida en
que su mensaje nos convence. Ya no es el criterio de medida; el criterio es
entonces únicamente nuestra valoración personal que elige de su patrimonio
particular aquello que le parece útil. Y eso significa que estamos
abandonados a nosotros mismos. La última instancia es nuestra valoración
personal.
Sólo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia
el mundo y la situación del hombre. Entonces Él, Jesús, se convierte en el
criterio del que podemos fiarnos.
Pues, ahora, Dios se ha manifestado verdaderamente.
Por esta razón, en nuestra investigación sobre la figura de Jesús la
resurrección es el punto decisivo. Que Jesús sólo haya existido o que, en
cambio, exista también ahora depende de la resurrección. En el «sí» o el
«no» a esta cuestión no está en juego un acontecimiento más entre otros,
sino la figura de Jesús como tal.
Por tanto, es necesario escuchar con una atención particular el testimonio
de la resurrección que nos ofrece el Nuevo Testamento. Pero, para ello,
antes de nada debemos ciertamente dejar constancia de que este testimonio,
considerado desde el punto de vista histórico, se nos presenta de una manera
particularmente compleja, suscitando muchos interrogantes.
¿Qué pasó allí? Para los testigos que habían encontrado al Resucitado esto
no era ciertamente nada fácil de expresar. Se encontraron ante un fenómeno
totalmente nuevo para ellos, pues superaba el horizonte de su propia
experiencia. Por más que la realidad de lo acontecido se les presentara de
manera tan abrumadora que los llevara a dar testimonio de ella, ésta seguía
siendo del todo inusual. San Marcos nos dice que los discípulos, cuando
bajaban del monte de la Transfiguración, reflexionaban preocupados sobre
aquellas palabras de Jesús, según las cuales el Hijo del hombre resucitaría
«de entre los muertos». Y se preguntaban entre ellos lo que querría decir
aquello de «resucitar de entre los muertos» (9,9s). Y, de hecho, ¿en qué
consiste eso? Los discípulos no lo sabían y debían aprenderlo sólo por el
encuentro con la realidad.
Quien se acerca a los relatos de la resurrección con la idea de saber lo que
es resucitar de entre los muertos, sin duda interpretará mal estas
narraciones, terminando luego por descartarlas como insensatas. Rudolf
Bultmann ha objetado a la fe en la resurrección que, aunque Jesús hubiera
salido de la tumba, se debería decir no obstante que «un acontecimiento
milagroso de esta naturaleza, como es la reanimación de un muerto» no nos
ayudaría para nada y, desde el punto de vista existencial, sería irrelevante
(cf. Neues Testament und Mythologie, p. 19).
Efectivamente, si la resurrección de Jesús no hubiera sido más que el
milagro de un muerto redivivo, no tendría para nosotros en última instancia
interés alguno. No tendría más importancia que la reanimación, por la
pericia de los médicos, de alguien clínicamente muerto.
Para el mundo en su conjunto, y para nuestra existencia, nada hubiera
cambiado. El milagro de un cadáver reanimado significaría que la
resurrección de Jesús fue igual que la resurrección del joven de Naín (cf.
Lc 7,1117), de la hija de Jairo (cf. Mc 5,22-24.35-43 par.) o de Lázaro (cf.
Jn 11,1-44). De hecho, éstos volvieron a la vida anterior durante cierto
tiempo para, llegado el momento, antes o después, morir definitivamente.
Los testimonios del Nuevo Testamento no dejan duda alguna de que en la
«resurrección del Hijo del hombre» ha ocurrido algo completamente diferente.
La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir
hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a
la ley del devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso; una vida
que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre. Por eso, la
resurrección de Jesús no es un acontecimiento aislado que podríamos pasar
por alto y que pertenecería únicamente al pasado, sino que es una especie de
«mutación decisiva» (por usar analógicamente esta palabra, aunque sea
equívoca), un salto cualitativo. En la resurrección de Jesús se ha alcanzado
una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y
que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad.
Por eso Pablo, con razón, ha vinculado inseparablemente la resurrección de
los cristianos con la resurrección de Jesús: «Si los muertos no resucitan,
tampoco Cristo resucitó... ¡Pero no!
Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos» (1 Co 15,16.20).
La resurrección de Cristo es un acontecimiento universal o no es nada, viene
a decir Pablo. Y sólo si la entendemos como un acontecimiento universal,
como inauguración de una nueva dimensión de la existencia humana, estamos en
el camino justo para interpretar el testimonio de la resurrección en el
Nuevo Testamento.
Desde aquí puede entenderse la peculiaridad del testimonio neotestamentario.
Jesús no ha vuelto a una vida humana normal de este mundo, como Lázaro y los
otros muertos que Jesús resucitó. Él ha entrado en una vida distinta, nueva;
en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos.
Esto era algo totalmente inesperado también para los discípulos, ante lo
cual necesitaron un cierto tiempo para orientarse. Es cierto que la fe judía
conocía la resurrección de los muertos al final de los tiempos. La vida
nueva estaba unida al comienzo de un mundo nuevo y, en esta perspectiva,
resultaba también comprensible: si hay un mundo nuevo, entonces existe en él
un modo de vida nuevo. Pero la resurrección a una condición definitiva y
diferente, en pleno mundo viejo, que todavía sigue existiendo, era algo no
previsto y, por tanto, tampoco inteligible al inicio. Por eso, la promesa de
la resurrección resultaba incomprensible para los discípulos en un primer
momento.
El proceso por el que se llega a ser creyente se desarrolla de manera
análoga a lo ocurrido con la cruz. Nadie había pensado en un Mesías
crucificado. Ahora el «hecho» estaba allí, y este hecho requería leer la
Escritura de un modo nuevo. Hemos visto en el capítulo anterior cómo,
partiendo de lo inesperado, la Escritura se ha desvelado de un modo nuevo y,
así, también el hecho ha adquirido su propio sentido. Obviamente, la nueva
lectura de las Escrituras sólo podía comenzar después de la resurrección,
porque únicamente por ella Jesús quedó acreditado como enviado de Dios.
Ahora había que identificar ambos eventos —cruz y resurrección— en la
Escritura, entenderlos de un modo nuevo y llegar así a la fe en Jesús como
el Hijo de Dios.
Pero esto significa que, para los discípulos, la resurrección era tan real
como la cruz. Presupone que se rindieron simplemente ante la realidad; que,
después de tanto titubeo y asombro inicial, ya no podían oponerse a la
realidad: es realmente Él; vive y nos ha hablado, ha permitido que le
toquemos, aun cuando ya no pertenece al mundo de lo que normalmente es
tangible.
La paradoja era indescriptible: por un lado, Él era completamente diferente,
no un cadáver reanimado, sino alguien que vivía desde Dios de un modo nuevo
y para siempre; y, al mismo tiempo, precisamente El, aun sin pertenecer ya a
nuestro mundo, estaba presente de manera real, en su plena identidad. Se
trataba de algo absolutamente sin igual, único, que iba más allá de los
horizontes usuales de la experiencia y que, sin embargo, seguía siendo del
todo incontestable para los discípulos. Así se explica la peculiaridad de
los testimonios de la resurrección: hablan de algo paradójico, algo que
supera toda experiencia y que, sin embargo, está presente de manera
absolutamente real.
Pero ¿puede haber sido realmente así? ¿Podemos —especialmente en cuanto
personas modernas— dar crédito a testimonios como éstos? El pensamiento
«ilustrado» dice que no.
Para Gerd Lüdemann, por ejemplo, es evidente que después del «cambio de la
imagen científica del mundo... las ideas tradicionales sobre la resurrección
de Jesús» han de «considerarse obsoletas» (citado según Wilckens, I, 2, p.
119s). Ahora bien, ¿qué significa propiamente «la imagen científica del
mundo»? ¿Hasta dónde alcanza su normatividad? Hartmut Gese, en su importante
contribución Die Frage des Weltbildes, al que quisiera remitirme aquí,
describe con precisión los límites de dicha normatividad.
Naturalmente no puede haber contradicción alguna con lo que constituye un
claro dato científico. Ciertamente, en los testimonios sobre la resurrección
se habla de algo que no figura en el mundo de nuestra experiencia. Se habla
de algo nuevo, de algo único hasta ese momento; se habla de una dimensión
nueva de la realidad que se manifiesta entonces. No se niega la realidad
existente.
Se nos dice más bien que hay otra dimensión más de las que conocemos hasta
ahora. Esto,¿está quizás en contraste con la ciencia?¿Puede darse sólo
aquello que siempre ha existido? ¿No puede darse algo inesperado,
inimaginable, algo nuevo? Si Dios existe, ¿no puede acaso crear también una
nueva dimensión de la realidad humana, de la realidad en general? La
creación, en el fondo, ¿no está en espera de esta última y suprema
«mutación», de este salto cualitativo definitivo? ¿Acaso no espera la
unificación de lo finito con lo infinito, la unificación entre el hombre y
Dios, la superación de la muerte?
En la historia de todo lo que tiene vida, los comienzos de las novedades son
pequeños, casi invisibles; pueden pasar inadvertidos. El Señor mismo dijo
que el «Reino de los cielos» en este mundo es como un grano de mostaza, la
más pequeña de todas las semillas (cf. Mt 13,31s par.). Pero lleva en sí la
potencialidad infinita de Dios. Desde el punto de vista de la historia del
mundo, la resurrección de Jesús es poco llamativa, es la semilla más pequeña
de la historia.
Esta inversión de las proporciones es uno de los misterios de Dios. A fin de
cuentas, lo grande, lo poderoso, es lo pequeño. Y la semilla pequeña es lo
verdaderamente grande. Así es como la resurrección ha entrado en el mundo:
sólo a través de algunas apariciones misteriosas a unos elegidos. Y, sin
embargo, fue el comienzo realmente nuevo; aquello que, en secreto, todo
estaba esperando. Ypara los pocos testigos —precisamente porque ellos mismos
no lograban hacerse una idea— era un acontecimiento tan impresionante y
real, y se manifestaba con tanta fuerza ante ellos, que desvanecía cualquier
duda, llevándolos al fin, con unvalor absolutamente nuevo, a presentarse
ante el mundo para dar testimonio: Cristo ha resucitado verdaderamente.
Los dos tipos diferentes de testimonios
Ocupémonos ahora de cada uno de los testimonios sobre la resurrección en el
Nuevo Testamento. Al examinarlos, se verá ante todo que hay dos tipos
diferentes de testimonios, que podemos calificar como tradición en forma de
confesión y tradición en forma de narración.
La tradición en forma de confesión
La tradición en forma de confesión sintetiza lo esencial en enunciados
breves que quieren conservar el núcleo del acontecimiento. Son la expresión
de la identidad cristiana, la «confesión» gracias a la cual nos reconocemos
mutuamente y nos hacemos reconocer ante Dios y ante los hombres. Quisiera
proponer tres ejemplos.
El relato de los discípulos de Emaús concluye refiriendo que los dos
encuentran en Jerusalén a los once discípulos reunidos, que los saludan
diciendo:
«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34).
Según el contexto, esto es ante todo una especie de breve narración, pero ya
destinada a convertirse en una aclamación y una confesión que afirma lo
esencial: el acontecimiento y el testigo que es su garante.
En el capítulo 10 de la Carta a los Romanos encontramos una combinación de
dos fórmulas: «Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón
cree que Dios lo resucitó, te salvarás» (v. 9). La confesión —análogamente
al relato de la confesión de Pedro en Cesarea de Felipe (cf. Mt 16,13ss)—
tiene aquí dos partes: se afirma que Jesús es «el Señor» y, con ello,
teniendo en cuenta el sentido veterotestamentario de la palabra «Señor», se
evoca su divinidad. A ello se asocia la confesión del acontecimiento
histórico fundamental: Dios loha resucitado de entre los muertos. Se dice
también qué significado tiene esta confesión para el cristiano: es causa
dela salvación. Nos introduce en la verdad que es salvación. Tenemos aquí
una primera formulación de las confesiones bautismales, en las que el
señorío de Cristo se vincula cada vez con la historia de su vida, de su
pasión y su resurrección. En el Bautismo el hombre se confía a la nueva
existencia del resucitado. La confesión se convierte en vida.
La confesión más importante en absoluto de los testimonios sobre la
resurrección se encuentra en el capítulo 15 de la Primera Carta a los
Corintios. De manera similar a como lo hace en el relato de la Última Cena
(cf. 1 Co 11,23-26), Pablo subraya aquí con gran vigor que no propone
palabras suyas: «Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había
recibido, fue esto» (15,3). Con elloPablo se inserta conscientemente en la
cadena del recibir y trasmitir.
En esto, tratándose de algo esencial, de lo que todo lo demás depende, se
requiere sobre todo fidelidad. Y Pablo, que recalca siempre con vigor su
testimonio personal del Resucitado y su apostolado recibido del Señor,
insiste aquí con gran vigor en la fidelidad literal de la transmisión de lo
que ha recibido, en que se trata de la tradición común de la Iglesia ya
desde los comienzos.
El «Evangelio» del que aquí habla Pablo es aquel «en el que estáis fundados
y por el cual os salvaréis, si es que lo conserváis tal como os lo he
proclamado» (15,1s). De este mensaje central no sólo interesa el contenido,
sino también la formulación literal, a la que no se puede añadir ninguna
modificación. De esta vinculación con la tradición que proviene de los
comienzos se derivan tanto su obligatoriedad universal como la uniformidad
de la fe: «Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos; esto es lo que
habéis creído» (15,11). En su núcleo, la fe es una sola incluso en su misma
formulación literal: ella une a todos los cristianos.
A este respecto, la investigación ha seguido preguntándose cuándo y de quién
exactamente ha recibido Pablo dicha confesión, así como también la tradición
sobre la Última Cena. En cualquier caso, todo esto forma parte de la primera
catequesis que, una vez convertido, recibió tal vez ya en Damasco; pero una
catequesis que en su núcleo provenía sin duda de Jerusalén, y que se
remontaba por tanto a los años treinta. Es, pues, un verdadero testimonio de
los orígenes.
En la versión de 1 Corintios, Pablo ha ampliado el texto transmitido en el
sentido de que ha añadido la referencia a su encuentro personal con el
Resucitado. Me parece importante el hecho de que Pablo, por la idea que
tenía de sí mismo y por la fe de la Iglesia naciente, se sintiera legitimado
a unir con el mismo carácter vinculante la confesión original y la aparición
que tuvo del Resucitado, así como la misión de apóstol que ello comportaba.
Él estaba claramente convencido de que esta revelación del Resucitado
entraba también a formar parte de la confesión: que formaba parte de la fe
de la Iglesia universal, como elemento esencial y destinado a todos.
Escuchemos ahora el texto en su conjunto, tal como se encuentra en Pablo:
«3 Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras;
4 que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras;
5 que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce.
6 Después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los
cuales viven todavía...
7Después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles
8por último, como a un aborto, se apareció también a mí» (1 Co 15,3-8).
Según la opinión de la mayor parte de los exegetas, la verdadera confesión
original acaba con el versículo 5, es decir con la aparición a Cefas y a los
Doce. Tomándolo de tradiciones sucesivas, Pablo ha añadido a Santiago, a los
más de quinientos hermanos y a «todos» los apóstoles, usando obviamente un
concepto de «apóstol» que va más allá del círculo de los Doce. Santiago es
importante, porque con él la familia de Jesús, que antes había manifestado
alguna reticencia (cf. Mc 3,20s.31-35; Jn 7,5), entra en el círculo de los
creyentes, y también porque luego es él quien asumirá la guía de la Iglesia
madre en la Ciudad Santa, tras la huida de Pedro de Jerusalén.
(…)
La cuestión del sepulcro vacío
En esta confesión de fe se afirma a continuación, escuetamente y sin
comentarios: «Fue sepultado». Con eso se hace referencia a una muerte real,
a la plena participación en la suerte humana de tener que morir. Jesús ha
aceptado el camino de la muerte hasta el final, amargo y aparentemente sin
esperanza, hasta el sepulcro. Obviamente el sepulcro de Jesús era conocido.
Y, naturalmente, aquí se plantea de inmediato la pregunta: ¿Acaso permaneció
en el sepulcro? O, después de su resurrección, ¿quedó vacío el sepulcro?
Esta pregunta ha dado lugar a muchas discusiones en la teología moderna. La
conclusión más común es que el sepulcro vacío no puede ser una prueba de la
resurrección. Eso, en el caso de que fuera un dato de hecho, podría
explicarse también de otras maneras. Se llega así a la convicción de que la
cuestión sobre el sepulcro vacío es irrelevante y que, por tanto, se puede
dejar de lado este punto; además, esto implica frecuentemente la suposición
de que probablemente el sepulcro no quedó vacío, evitando así al menos una
controversia con la ciencia moderna acerca de la posibilidad de una
resurrección corpórea. Sin embargo, en la base de todo eso hay un
planteamiento distorsionado de la cuestión.
Naturalmente, el sepulcro vacío en cuanto tal no puede ser una prueba de la
resurrección.
Según Juan, María Magdalena lo encontró vacío y supuso que alguien se había
llevado el cuerpo de Jesús (cf. 20,1-3). El sepulcro vacío no puede, de por
sí, demostrar la resurrección; esto es cierto. Pero cabe también la pregunta
inversa: ¿Es compatible la resurrección con la permanencia del cuerpo en el
sepulcro? ¿Puede haber resucitado Jesús si yace en el sepulcro?
¿Qué tipo de resurrección sería ésta? Hoy se han desarrollado ideas de
resurrección para las que la suerte del cadáver es irrelevante. En dicha
hipótesis, sin embargo, también el sentido de resurrección queda tan vago
que obliga a preguntarse con qué género de realidad se enfrenta un
cristianismo así.
Sea como sea, Thomas Söding, Ulrich Wilckens y otros hacen notar con razón
que en la Jerusalén de entonces el anuncio de la resurrección habría sido
absolutamente imposible si se hubiera podido hacer referencia al cadáver que
permanece en el sepulcro. Por eso, partiendo de un planteamiento correcto de
la cuestión, hay que decir que, si bien el sepulcro vacío de por sí no puede
probar la resurrección, sigue siendo un presupuesto necesario para la fe en
la resurrección, puesto que ésta se refiere precisamente al cuerpo y, por
él, a la persona en su totalidad.
En el Credo de san Pablo no se afirma explícitamente que el sepulcro
estuviera vacío, pero se da claramente por supuesto. Los cuatro Evangelios
hablan de ello ampliamente en sus relatos sobre la resurrección.
Para la comprensión teológica del sepulcro vacío me parece importante un
pasaje del discurso de san Pedro en Pentecostés, en el cual anuncia
abiertamente por primera vez la resurrección de Jesús a la muchedumbre
reunida. No lo hace con palabras suyas, sino mediante una cita del Salmo
16,9-11, donde se dice: «Mi carne descansa en la esperanza, porque no
abandonarás mi alma en el lugar de los muertos, ni permitirás que tu Santo
sufra la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida...» (Hch 2,26ss).
Pedro cita a este respecto el texto del Salmo según la versión de la Biblia
griega, que se distingue del texto hebreo en que leemos: «No abandonarás mi
vida en los infiernos, ni dejarás a tu fiel ver la fosa. Me enseñarás el
camino de la vida» (Sal 16,10s). Según esta versión, el orante habla seguro
de que Dios lo protegerá y lo salvará de la muerte, incluso en la situación
de amenaza en que claramente se encuentra, es decir, en la certeza de que
puede descansar seguro: no verá la fosa. La versión que cita Pedro es
distinta: en ella se dice que el orante no permanecerá en los infiernos, no
conocerá la corrupción.
Pedro presupone a David como el orante originario de este Salmo, y ahora
puede constatar que en David no se ha cumplido esta esperanza: «David murió
y lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy» (Hch 2,29).
El sepulcro con el cadáver es la prueba de que no ha habido resurrección.
Sin embargo, la palabra del Salmo es verdadera, en cuanto vale para el David
definitivo; más aún, Jesús se demuestra aquí como el verdadero David,
precisamente porque en Él se ha cumplido la palabra de la promesa: no
«dejarás a tu fiel conocer la corrupción».
No es necesario discutir aquí sobre si este discurso es de Pedro o fue
redactado por otro, y por quién, como tampoco sobre cuándo y dónde fue
compuesto exactamente. En todo caso, se trata de un tipo antiguo de anuncio
de la resurrección, cuya autoridad en la Iglesia de los inicios se demuestra
por el hecho de que se le atribuyó a Pedro mismo y fue considerado el
anuncio original de la resurrección.
Cuando en el Credo de Jerusalén, que se remonta a los orígenes y es
transmitido por Pablo, se dice que Jesús ha resucitado según las Escrituras,
se mira indudablemente al Salmo 16 como a un testimonio bíblico decisivo
para la Iglesia naciente. Aquí se encontró claramente expresado que Cristo,
el David definitivo, no habría conocido la corrupción, que Él debió ser
realmente resucitado.
«No conocer la corrupción»: ésta es precisamente la definición de
resurrección. Sólo la corrupción era considerada como la fase en la que la
muerte era definitiva. Con la descomposición del cuerpo que se disgrega en
sus elementos —un proceso que disuelve al hombre y lo devuelve al universo—,
la muerte ha vencido. Ahora, aquel hombre ya no existe más como hombre; sólo
puede permanecer tal vez como una sombra en los infiernos. En esta
perspectiva, era fundamental para la Iglesia antigua que el cuerpo de Jesús
no hubiera sufrido la corrupción. Sólo en ese caso estaba claro que no había
quedado en la muerte, que en Él la vida había vencido efectivamente a la
muerte.
Lo que la Iglesia antigua dedujo de la versión de los Setenta del Salmo
16,10 ha determinado también la visión compartida durante todo el periodo de
los Padres. En dicha visión la resurrección implica esencialmente que el
cuerpo de Jesús no sufra la corrupción.
En este sentido, el sepulcro vacío como parte del anuncio de la resurrección
es un hecho estrictamente conforme a la Escritura. Las especulaciones
teológicas, según las cuales la corrupción y la resurrección de Jesús serían
compatibles una con otra, pertenecen al pensamiento moderno y están en clara
contradicción con la visión bíblica. Según eso se confirma también que un
anuncio de la resurrección habría sido imposible si el cuerpo de Jesús
hubiera permanecido en
el sepulcro.
(Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret (II), Ediciones Encuentro,
Madrid, 2011, p. 281-299)
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Santos Padres: San León Magno - Resurrcción del Señor
En nuestro discurso anterior, oh carísimos, os hablábamos, no sin causa, a
lo que pienso, de la participación en la cruz de Cristo, a fin de que los
misterios pascuales tengan vida para los fieles y lo que en la fiesta se
honra con santas costumbres se celebre. La utilidad de tal sistema vosotros
mismos la habéis experimentado, y vuestra misma devoción os ha enseñado lo
mucho que aprovechan así al alma como al cuerpo los prolongados ayunos, las
plegarias frecuentes, las limosnas espléndidas. Difícil será que exista
alguien que con tales ejercicios no adelante y, que en el fondo de su
conciencia no esconda con qué poder regocijarse. Más tales ganancias hay que
guardarlas con perseverante vigilancia, no pase que al convertirse en
desidia el trabajo, lo que nos dio la gracia divina, nos lo arrebate la
envidia del diablo.
Siendo nuestro objeto en la guarda del ayuno de los cuarenta días sentir
algo de la cruz al tiempo de la pasión del Señor, también ahora debemos
esforzarnos para hacernos participantes de la resurrección de Cristo, y
pasar así de la muerte a la vida, mientras estemos sujetos a este cuerpo.
Cada hombre se propone al pasar, mediante un cambio, de una cosa a otra,
dejar lo que era y transformarse en lo que no era; aunque importa saber a
qué vamos a morir o cuál vida vamos a tomar, porque existen muertes que son
el origen de la vida y vidas que producen muerte. Y precisamente en este
mundo ambas cosas pueden sobrevenir y de la diversa clase de nuestras
acciones temporales depende el premio de la vida eterna. Hay que morir al
diablo y vivir para Dios, renunciar a la iniquidad para resucitar a la
justicia. Húndase lo viejo y surja lo nuevo, y puesto que dice la Verdad que
nadie puede servir a dos señores (Mt 6, 24), sea para nosotros el Señor no
quien empuja a los que están de pie para que caigan, sino el que ayuda a los
caídos para subir a la gloria.
Al decir el Apóstol: El primer hombre por ser de la tierra era terreno, y el
segundo hombre que es del cielo, es celestial; como es el terreno así son
los otros terrenos y como lo es el celestial así son los celestiales; como
hubimos llevado la imagen del hombre terreno así llevemos la imagen de aquel
que es del cielo (1 Co 15, 47): justo es que muchos nos alegremos de
semejante cambio, por el que de la ignominia terrena pasamos a la dignidad
celestial gracias a la inefable misericordia de quien, para llevarnos
consigo, bajó hasta nosotros, no tomando únicamente nuestra naturaleza, sino
también la condición pecadora de nuestro ser, hasta sufrir tales cosas la
divina impasibilidad que únicamente el hombre mortal experimenta en su
miseria. Al objeto de que una prolongada tristeza no se apoderase de los
ánimos desconsolados de los discípulos, de tal manera supo abreviar los tres
días de la tardanza predicha, que al juntarse al día segundo, que fue
entero, la última parte del primero y la primera del último fue posible
quitar algo al tiempo señalado sin que por eso desapareciera el número de
tres. La resurrección del Salvador no dejó por mucho tiempo su alma en el
infierno (seno de Abraham), ni su cuerpo en el sepulcro; y fue tan rápida la
vuelta a la vida de la carne incorrupta que más puede compararse a sueño que
a muerte, porque la Divinidad, que nunca llegó a estar separada de ninguna
de las dos sustancias que integran al hombre (alma y cuerpo), lo que con su
poder separó con su mismo poder volvió a juntar.
A continuación vinieron muchas pruebas con que poder autorizar la fe que iba
a ser predicada por todo el mundo. Y aunque la piedra quitada, el sepulcro
vacío, los lienzos doblados y los mismos Ángeles con la narración del hecho
prueban sobradamente la verdad de la resurrección del Señor, quiso además
dejarse ver de las mujeres y aparecerse a los Apóstoles, no sólo hablando
con ellos, sino también conviviendo y comiendo y llegando a permitir que le
tocara con diligencia y curiosidad aquellos que eran presa de la duda. Por
eso entraba con las puertas cerradas donde estaban los Apóstoles, y con su
soplo les daba el Espíritu Santo, y proporcionándoles la luz a su
inteligencia les abría el sentido oculto de la Escritura, y nuevamente les
mostraba la llaga del costado, las desgarraduras de las manos y las otras
más recientes señales de su pasión, para que reconociesen que permanecía
intacta en él la propiedad de ambas naturaleza (divina y humana), y
supiésemos que el Verbo no es igual que la carne (que la naturaleza humana),
y que en el Hijo de Dios hay que admitir al Verbo y al hombre.
No disiente de esta creencia, mis amados, el Maestro de los gentiles, el
Apóstol Pablo, cuando dice: Aunque conocimos según la carne a Cristo, más ya
no le vemos (2 Co 5, 16). La resurrección del Señor no fue el fin de su
carne (de su humanidad), sino su transformación, ni por adquirir mayor
virtud se destruyó la sustancia humana. Las apariencias son las que pasan,
pero la naturaleza no se destruye: y se convirtió en cuerpo impasible el que
antes pudo ser crucificado, se cambió en inmortal el que pudo ser muerto, se
hizo incorruptible el que pudo ser llagado. Y con razón se dice (por San
Pablo) que la carne de Cristo en aquel primitivo estado en que existió,
actualmente no está, por que nada hay ya en ella posible, nada quedó en la
misma de debilidad, siendo la misma por su esencia, y no la misma por la
gloria. ¿Qué extraño, pues, que proclame esto del cuerpo de Cristo, quien
dice de todos los cristianos: Así ya nosotros desde ahora a nadie conocemos
según la carne? (2 Co 5, 16). Desde ahora, dice, ha tenido comienzo nuestra
resurrección en Cristo, desde que nos precedió la forma de nuestra
esperanza, en aquel que murió por todos nosotros. No dudamos con
desconfianza ni estamos pendientes con incierta expectación, sino que
habiendo recibido ya los comienzos de nuestra promesa con los ojos de la fe
empezamos a ver las cosas futuras, y alegrándonos de la exaltación de
nuestra naturaleza, lo que creemos ya es como si lo tuviéramos.
No nos distraigan, por tanto, las apariencias de las cosas temporales, ni
nos deleite la contemplación de lo terreno apartándonos de lo celestial.
Demos aquellas cosas por pasadas, ya que muchas en gran parte ni existen, y
el alma englobada en los bienes permanentes, allí fije su deseo donde es
eterno lo que se le promete. Aunque por la fe hemos alcanzado la salvación y
aunque todavía llevemos esta carne mortal y corruptible, rectamente decimos
que no vivimos en carne humana si los afectos carnales no nos dominan, y
bien podemos dejar el nombre de aquella cosa, de la cual no seguimos el
querer. Cuando dice el Apóstol: No tengáis cuidado de la carne conforme a
todos sus deseos (Rm 13, 14), entendemos que no se nos prohíben aquellos que
ayudan a la salvación y que la humana flaqueza precisa. Más como no podemos
servir a todos los deseos ni lo que la carne ansía podemos satisfacerlo,
hemos de estar avisados para usar de una razonable templanza, no concediendo
a la carne, que debe estar sometida al juicio de la razón, cosas superfluas
ni negándole las necesarias. Por donde el mismo Apóstol dice en otro lugar:
Ninguno tuvo jamás odio a su carne, sino que la alimenta y favorece (Ef 5,
29), pero es lógico que se la deba proteger y recrear no para los vicios, ni
para la lujuria, sino para que sirva razonablemente, para que guarde el
orden que tiene asignado con renovado fervor, sin prevalecer pervertida y
deshonradamente las potencias inferiores sobre las superiores o sucumbiendo
éstas ante aquellas, más venciendo el alma a los vicios, comenzando allí la
carne a servir donde la razón debe dominar.
Reconozca, pues, el pueblo de Dios que es nueva criatura en Cristo, y
entienda con claridad por quién ha sido elevado y a quién se ha consagrado.
Lo que ha sido creado de nuevo no vuelva ya a la caduca vejez, ni abandone
su obra quien puso la mano en el arado, sino más bien esté atento a su
oficio de sembrador sin preocuparse de aquello que dejó. Nadie recaiga en
aquello de lo cual ya resucitó; aunque si por la debilidad corporal yace
postrado a causa de algunas enfermedades, desee sobre todo levantarse cuanto
antes. Este es el camino de la salvación, y la manera de imitar la
resurrección comenzada en Cristo, y puesto que en el resbaladizo itinerario
de esta vida no faltan las caídas y los tropezones, las pisadas de los
caminantes vayan progresando del sendero fangoso al seguro, porque, según
está escrito, el Señor dirige los pasos del hombre y busca su bien; tanto
que al caerse el justo no se dañará, porque el Señor le sostendrá con su
mano (Sal 36, 23).
Este pensamiento, queridos hermanos, hemos de rumiarlo no sólo con motivo de
la solemnidad pascual, sino que debemos conservarlo para santificar toda
nuestra vida y dirigirlo a nuestra diaria lucha, a fin de que habiendo
deleitado el ánimo de los fieles con la experiencia de su breve observancia,
se convierta después en costumbre, guardándolo sin tacha, y de introducirse
alguna sombra de culpa, borrarla con ligero arrepentimiento. Más como es
difícil y lenta la curación de las enfermedades arraigadas, tanto más
rápidamente hay que tomar los remedios, cuanto más recientes son las
heridas, para poder levantarnos siempre por completo de cualquier caída y
merecer llegar a la incorruptible resurrección de la carne glorificada en
Cristo Jesús Señor nuestro, que vive y reina con el Padre y el Espíritu
Santo por los siglos de los siglos. Amén.
(San León Magno, Sermones Escogidos, Sermón I: De la Resurrección del Señor.
(71), Apostolado Mariano España 1990, 77-80)
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Aplicación - Vigilia Pascual: P. Alfredo Sáenz, SJ - El misterio de
la resurrección
Queridos hermanos: si en el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ha llamado a
la conversión, es decir, al cambio de vida, a una vida definitivamente
orientada hacia Cristo; si en el tiempo cuaresmal la Iglesia nos ha incitado
al arrepentimiento y a la penitencia por nuestros pecados y rebeldías, a
partir de esta santa noche nos exhorta a la alegría, a la santa alegría, y a
perseverar en ella, porque Cristo ha resucitado. Alegría no mundana, no
carnal, sino espiritual, sobrenatural, que nace de la victoria de Cristo
sobre la muerte y de la gracia del Señor en nuestras almas.
La liturgia de esta solemne celebración es muy rica y variada en símbolos.
Detengámonos en algunos de ellos.
Hemos comenzado con la bendición solemne del fuego nuevo. Fuera de la
iglesia, y en un lugar adecuado, se ha encendido una fogata, y en torno a
ella se congregaron los fieles. El sacerdote, acompañado de los ministros,
se ha acercado, llevando el cirio pascual, y ha bendecido el fuego,
rociándolo con agua bendita. El fuego bendecido representa a Cristo. Es
figura del amor de Cristo, de la caridad del Señor, que desea arder como una
antorcha encendida en cada alma. Es como una llamarada divina que desea
abrazar a todas las almas para encenderlas en el deseo de las cosas eternas,
pero es también un fuego que debe quemar nuestras miserias, un fuego
abrasador que nos purifique de nuestro amor propio, que nos vacíe de
nosotros mismos para llenarnos de Dios. "Fuego he traído a la tierra y
cuánto deseo que arda", dijo Jesucristo. Este fuego es figura también de
Nuestro Señor que resurgió victorioso del sepulcro.
Con la llama del fuego nuevo se ha encendido el Cirio Pascual. Es el cirio
más bello de nuestros templos, imagen también del Redentor. Tiene una cruz
grabada con dos letras griegas, la primera y la última de su abecedario,
alfa y omega, aludiendo al libro del Apocalipsis, donde Jesús es presentado
como el principio y el fin de nuestra salvación. También aparecen los
números correspondientes al año actual, indicándose con ello que a Cristo le
pertenece el tiempo y la eternidad, y en consecuencia a Él le corresponde el
poder y la gloria por los siglos de los siglos.
En el cirio se insertan, asimismo, cinco granos de incienso, que
representan las cinco llagas del Señor. Son las llagas que nos han curado
del pecado, que nos han merecido el perdón de Dios y el derecho a la vida
eterna. Llagas que nos predican el valor del sufrimiento cuando se une al de
Cristo. Llagas, en último término, santas y gloriosas, para que en ellas
nos sintamos protegidos, escondidos, y en ellas Cristo nos conserve fieles
en el seguimiento de sus pasos. Estos cinco granos de incienso nos predican
lo que el mundo rechaza: el valor del dolor cristiano, que unido a la cruz
del Redentor, se convierte en dolor purificador, redentor, santificador.
Con el cirio encendido y las luces del templo apagadas, hemos entrado en
procesión. Nos dice la Sagrada Escritura que cuando los judíos, de la mano
de Moisés, huyeron del Faraón a través del desierto, en dirección a la
tierra prometida, de noche eran guiados por una luz milagrosa, una columna
de fuego que precedía al pueblo elegido, iluminando el camino. Dicho pueblo
es imagen de la Iglesia, del pueblo cristiano, el desierto lo es de nuestras
vidas, la luz es figura de Cristo, y la tierra prometida, imagen del cielo,
de la vida eterna.
La liturgia retorna, por así decirlo, todos estos simbolismos. El cirio
encendido que encabeza la procesión nos recuerda, pues, a Cristo, que en el
desierto de esta vida nos conduce hacia la eternidad. Por eso, todas las
luces han permanecido apagadas, queriendo significarse con ello que la única
luz que nos salva es la del Redentor resucitado. Cristo nos trae la luz de
la gracia, la luz de la fe, la luz de sus enseñanzas. Cristo nos trae la
claridad en medio de este mundo que vive en tinieblas, en las tinieblas que
ocasiona el pecado. "Yo soy la luz —nos dice el Señor—, quien me sigue no
camina en las tinieblas".
Esta sociedad, que pretende brillar con luz propia, se sumerge cada vez más
en las penumbras. Por eso los errores pululan con tanta facilidad, sembrando
la confusión y destruyendo las almas. Cristo es la única y verdadera luz
capaz de iluminar nuestras inteligencias para conocer la verdad y seguirla,
la única capaz de iluminar nuestros corazones para amar la verdad pura y
transparente que nos trae el Señor resucitado. Sólo en El se halla la
claridad que disipa las tinieblas del error. Cristo es el Señor de la
historia, el principio y el fin, el alfa y la omega, el Rey de reyes y el
Señor de los señores, que ha resucitado glorioso del sepulcro, y marcha con
paso victorioso y lleno de majestad delante de nosotros. Es un Rey
triunfador que nos comunica su victoria sobre la muerte y el pecado, que nos
trae su gracia y sus ejemplos. Es luz celestial que da sentido a nuestra
existencia, guiándonos por el camino de la virtud y de la santidad. Luz
radiante que nos impregna y nos contagia para que con ella también nosotros
brillemos, glorificando de este modo a Dios con nuestras vidas.
Así como para la vida material, la luz que proviene del sol disipa las
tinieblas de la noche, trae seguridad para el viajero, hermosea la creación,
y en cierta manera aporta vida, así el Señor, que es luz, disipa para
nosotros las tinieblas del error, de la Ignorancia y del pecado; nos ofrece
seguridad en nuestro peregrinar hacia el cielo; embellece el alma
comunicándonos su propia vida. Sin Cristo, peregrinamos en penumbras,
carecemos de vida sobrenatural, nuestro andar se toma vacilante, nuestras
almas permanecen horriblemente afeadas por el pecado. "Todo lo puedo en
aquel que me conforta", decía el gran Apóstol San Pablo. También nosotros
podemos repetir lo mismo. Por eso hemos encendido nuestras velitas en el
Cirio, como diciéndole a Cristo: "Señor, haz que vea..., que la oscuridad de
la tentación y del pecado no me invadan".
Al llegar al altar, el sacerdote entona el Exsultet o Pregón Pascual,
bellísimo himno que se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Es un
cántico impregnado de júbilo por la resurrección gloriosa del Redentor.
Júbilo del cielo, de la tierra, de la Iglesia. En él se proclama el misterio
de la Resurrección, sobre el telón de fondo del pecado del hombre y la
misericordia de Dios.
A continuación tuvo lugar la liturgia de la palabra. Varias lecturas nos
propone la Iglesia esta noche, que resumen las maravillas de Dios en favor
de los hombres, culminando con la del evangelio de la Resurrección que nos
relata San Lucas. En el Antiguo Testamento, Dios nos hablaba por medio de
los profetas; en el Nuevo Testamento, nos habla por medio de su propio
Hijo, el Verbo encarnado, que se ha hecho hombre verdadero, sin dejar de ser
Dios.
Son, pues, las lecturas puestas a nuestra consideración para meditar las
hazañas de Dios que provienen de su amor infinito y que tienen por destino
al hombre. Palabras sagradas a las que debemos recurrir con frecuencia para
alimentar el alma, para saciar su sed de eternidad. Palabras que brotan del
Señor como de su fuente para esclarecer nuestra inteligencia, tan poco
ilustrada, y encender en nosotros el entusiasmo por las cosas celestiales.
¡Cuántas palabras vanas escuchamos diaria-nonio, cuánto palabrerío inútil,
cuánto tiempo dedicado a lecturas superficiales, cuando no a lecturas
frívolas, irreverentes, vacías de contenido! ¡Y qué poco tiempo le dedicamos
a la lectura de los Libros Sagrados, a esa carta que Dios ha enviado a los
hombres y que se llama Sagrada Escritura!
Por el Bautismo hemos sido injertados en Cristo. Fue nuestra resurrección
espiritual, pues gracias a él pasamos de la muerte a la vida. Por la
providencia de Dios, ya hemos dado ese paso, ya hemos hecho esa pascua del
pecado original a la vida de la gracia. Tránsito incomparable, nuevo milagro
que contemplaron los ángeles exultantes de gozo. En esta tercera parte de la
Vigilia Pascual, la liturgia bautismal, invocamos a Dios para que con su
poder santifique el agua con que serán bautizados los catecúmenos.
Recurrimos para ello a la Iglesia triunfante, a la Iglesia del cielo, a
través de las letanías, rogando a los ángeles y a los santos que intercedan
ante el trono de Dios por nosotros y por los que serán bautizados. Al
bendecir el agua, el sacerdote introduce en ella el cirio pascual, imagen de
Cristo, a cuyo contacto adquiere su virtud santificadora. El agua recibe de
Cristo resucitado el poder de sanar el alma cuando se junta con las palabras
que el sacerdote pronuncia al bautizar. Nosotros ya hemos tenido la dicha de
haber sido bautizados. Merced a dicho Bautismo, hemos sido resucitados con
Cristo, y por tanto, como dice San Pablo, debemos buscar las cosas de
arriba. Estamos en el mundo pero no somos del mundo. Habitamos en este mundo
no para enquistarnos en él sino para ganamos la verdadera tierra prometida:
la Vida eterna. Nuestra lucha deberá ser constante si queremos mantener
siempre el alma resucitada por la gracia.
Queridos hermane, en esta noche, "la más santa de todas" en que conmemoramos
la gloriosa resurrección de Nuestro Señor, pidámosle que, por medio de su
Madre Santísima, nos alcance la gracia de la verdadera alegría para que, en
medio de las vicisitudes de esta vida, nos dirijamos sin vacilar hacia los
gozos de la Vida eterna.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994,
p. 134-138)
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Aplicación - Vigilia Pascual: San Juan Pablo II - ¿Buscan a Jesús?
"¿Buscáis a Jesús el crucificado?" (Mt 28, 5).
Es la pregunta que oirán las mujeres cuando, "al alborear el primer día de
la semana" (ib., 28,1), lleguen al sepulcro.
¡Crucificado!
Antes del sábado fue condenado a muerte y expiró en la cruz clamando:
"Padre, en tus manos entrego mi espíritu" (Lc 23, 46).
Colocaron, pues, a Jesús en un sepulcro, en el que nadie había sido
enterrado todavía, en un sepulcro prestado por un amigo, y se alejaron. Se
alejaron todos, con prisa, para cumplir la norma de la ley religiosa.
Efectivamente, debían comenzar la fiesta, la Pascua de los judíos, el
recuerdo del éxodo de la esclavitud de Egipto: la noche antes del sábado.
Luego, pasó el sábado pascual y comenzó la segunda noche.
2. Y he aquí que hemos venido todos a este templo, igual que tantos hermanos
y hermanas nuestros en la fe, a los diversos templos en todo el globo
terrestre, para que descienda a nuestras almas y a nuestros corazones la
noche santa: la noche después del sábado.
Os encontráis. aquí, hijos e hijas de la Iglesia que está en Roma, hijos e
hijas de la Iglesia extendida por los diversos países y continentes,
huéspedes y peregrinos. Juntos hemos vivido el Viernes Santo: el vía crucis
entre los restos del Coliseo —y la adoración de la cruz hasta el momento en
que una gran piedra fue puesta a la puerta del sepulcro— y en ella fue
colocado un sello.
¿Por qué habéis venido ahora?
¿Buscáis a Jesús el crucificado?
Sí. Buscamos a Jesús crucificado. Lo buscamos esta noche después del sábado,
que precedió a la llegada de las mujeres al sepulcro, cuando ellas con gran
estupor vieron y oyeron: "No está aquí..." (Mt 28, 6).
Hemos venido, pues, aquí, pronto, ya entrada la noche, para velar junto a su
tumba. Para celebrar la Vigilia pascual.
Y proclamamos nuestra alabanza a esta noche maravillosa, pronunciando con
los labios del diácono el "Exsultet" de la Vigilia. Y escuchamos las
lecturas sagradas que comparan a esta noche única con el día de la Creación,
y sobre todo, con la noche del éxodo, durante la cual, la sangre del cordero
salvó a los hijos primogénitos de Israel de la muerte y los hizo salir de la
esclavitud de Egipto. Y, luego, en el momento en que se renovaba la amenaza,
el Señor los condujo por medio del mar a pie enjuto.
Velamos, pues, en esta noche única junto a la tumba sellada de Jesús de
Nazaret, conscientes de que todo lo que ha sido anunciado por la Palabra de
Dios en el curso de las generaciones se cumplirá esta noche, y que la obra
de la redención del hombre llegará esta noche a su cénit.
Velamos, pues, y, aun cuando la noche es profunda y el sepulcro está
sellado, confesamos que ya se ha encendido en ella la luz y avanza a través
de las tinieblas de la noche y de la oscuridad de la muerte. Es la luz de
Cristo: Lumen Christi.
3. Hemos venido para sumergirnos en su muerte; tanto nosotros que, hace
tiempo, hemos recibido ya el bautismo, que sumerge en Cristo, como también
los que recibirán el bautismo esta noche.
Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe; hasta ahora eran
catecúmenos, y esta noche podemos saludarlos en la comunidad de la Iglesia
de Cristo, que es: una, santa, católica y apostólica. Son nuestros nuevos
hermanos y hermanas en la fe y en la comunidad de la Iglesia, y provienen de
diversos países y continentes: Corea, Japón, Italia, Nigeria, Holanda,
Ruanda, Senegal y Togo.
Los saludamos cordialmente y proclamamos con alegría el "Exsultet" en honor
de la Iglesia, nuestra Madre, que los ve reunidos aquí en la plena luz de
Cristo: Lumen Christi.
Y juntamente con ellos proclamamos la alabanza del agua bautismal, a la
cual, por obra de la muerte de Cristo, descendió la potencia del Espíritu
Santo: la potencia de la vida nueva que salta hasta la eternidad, hasta la
vida eterna (cf. Jn 4, 14).
4. Así, todavía antes de que despunte el alba y las mujeres lleguen a la
tumba de Jerusalén, hemos venido aquí para buscar a Jesús crucificado,
porque:
"Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con El, para que... no seamos más
esclavos del pecado..." (Rom 6, 6), porque nosotros nos consideramos
"muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (ib., 6, 11);
efectivamente: "Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para
siempre; y su vivir es un vivir para Dios" (ib., 6, 10);
porque: "Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que,
así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre,
así también nosotros andemos en una vida nueva" (ib., 6, 4);
porque: "Si nuestra existencia está unida a El en una muerte como la suya,
lo estará también en una resurrección como la suya" (ib., 6, 5);
porque creemos que "si hemos muerto con Cristo..., también viviremos con El"
(ib., 6, 8);
y porque creemos que "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no
muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre El" (ib., 6, 9).
5. Precisamente por esto estamos aquí.
Por esto velamos junto a su tumba.
Vela la Iglesia. Y vela el mundo.
La hora de la victoria de Cristo sobre la muerte es la hora más grande de su
historia.
(Sábado Santo, 18 de abril de 1981)
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Aplicación: P. Alfredo Sáenz, S.J. - Confianza y Convocatoria
"Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía
resucitar de entre los muertos". Hemos vivido la Semana Santa, y en ella
contemplamos el misterio del Amor de Dios Padre por la obra de su Creación;
hemos palpado la medida del Amor sin medida del Verbo Encamado, que
"habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo"; hemos saboreado la obra santificadora del Espíritu Santo en la
economía de la salvación, ya que a El se le atribuye la fecundación de las
entrañas purísimas de Nuestra Señora, dando origen a la carne redentora del
Salvador. Sin embargo podemos correr el riesgo de que, como Pedro y Juan, no
lleguemos a comprender que Jesús debía resucitar; que para que la obra de la
redención alcanzara su perfección, el que se "hizo pecado" debía vencer
totalmente al Oponente con la frustración de la muerte en su naturaleza
asumida; que para que nosotros nos pudiésemos gloriar del "varón de
dolores", éste debía vencer el dolor de la separación de Dios con la Vida
sin fin de la resurrección.
La profundidad del Amor de Dios y la frialdad de nuestros corazones han
venido lidiando durante estos días de la Cuaresma y, como en un último
encuentro, en la Semana Santa. Quizás nuestro corazón buscó ardor junto al
Crucificado, pero su cuerpo frío, "sin apariencia ni presencia, despreciable
y varón de dolores", no nos hizo sino recordar nuestra infidelidad, y
entonces, abatidos, vimos hacerse noche nuestras vidas. Quizás corrimos
presurosos a consolar a María, pero su corazón atravesado con "una espada de
dolor", nos recordó ser nosotros quienes la desenvainamos, y entonces
nuestros pasos retrocedieron por no saber que decir a Aquella que nos dice
"mirad si hay dolor semejante a mi dolor". Por momentos nuestros corazones
quedaron inmóviles para poder compartir la muerte de Aquel Corazón Sagrado
que en la Cruz nos dio su Sangre y su Agua.
Pero la noche en que hemos estado sumergidos desde el Viernes Santo ha
desaparecido. El "sol de justicia" ha amanecido desde lo profundo del
sepulcro. Cristo, sin dejar sus llagas redentoras, abandonando, sí, el
abismo, volvió a la Vida, para que nuestra vida no conozca nunca más la
oscuridad de la muerte. El Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas, la
vuelve a tomar, para conducir a su rebaño hasta los manantiales de la Vida
Eterna; el que a sí mismo se llamó Puerta, destruyó la piedra del sepulcro
para que a través de la muerte podamos llegar al reino de la luz; el que es
Pan de Vida se dejó moler en el granero del patíbulo, para que nuestra vida
fermentara al calor de su Resurrección; por fin, el Camino, que es la
Verdad, peregrinó hacia la muerte que le preparaban los mentirosos, para que
la realidad de su resurrección constituyese la cumbre de nuestro peregrinar.
Miramos a Cristo resucitado, y en Él nos miramos a nosotros mismos. Ha
resucitado la Cabeza, por tanto también resucitará el Cuerpo; venció a la
muerte el Dios de los Ejércitos, por tanto, también sus vasallos; conquistó
el reino de la luz el Sol de Justicia, por tanto no experimentaremos la
oscuridad y la frialdad de la muerte. Mirara Cristo Resucitado es consolar
nuestros corazones afligidos; es dar calor a nuestra alma para que se
entusiasme nuevamente en el desandar la vida de pecado y seguir las huellas
del divino Maestro; es correr en busca de la Madre de los Dolores no ya para
consolarla, sino para contemplarla gloriosa en la gloria de su divino Hijo;
es sintonizar nuestros corazones con al Corazón del resucitado, para que
latan al unísono en el Amor de la redención. Contemplar la resurrección de
Cristo es dar seguridad a nuestra fe, avivar nuestra esperanza, enardecer
nuestra caridad. Contemplar la resurrección del Señor es dar descanso y
consuelo a nuestro corazón.
"Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes del cielo, donde
está Cristo sentado a la derecha de Dios", hoy nos exhorta San Pablo. Si la
resurrección de Cristo ha sido un consuelo para nuestros corazones, si ha
sido la luz gloriosa que disipó la oscuridad del pecado y de la muerte, si
ha sido el calor que fermenta en nuestras almas la esperanza de la
bienaventuranza final, la resurrección del Señor implica también la
exigencia de un nuevo estilo de vida. Tras la victoria de nuestra Cabeza,
debemos mirar hacia el cielo; viviendo en la tierra, debemos tender hacia lo
alto. En la parábola del hijo pródigo, Cristo comparé la situación del
pecador con la de los cerdos. Como éstos escondan su hocico en el barro del
chiquero, buscando saciar su hambre de inmundicia, quizás hemos vivido en un
ambiente fangoso buscando saciar nuestra hambre de placer, egoísmo, mentira
y ambición.
Cristo resucitado ennoblece nuestra naturaleza caída, Ya no podemos seguir
obrando como seres irracionales. Se nos llama a erguimos, a levantar nuestra
cabeza, a vivir la nobleza de ser cristianos. Se nos llama a "aspirar a las
cosas de arriba", a buscar lo trascendental por sobre lo caduco, lo que
permanece por sobra lo superfluo de las modas y los estilos, lo que
pertenece al reino da la luz, por su claridad y belleza, por sobre lo
oscuro, intrigante y deforme. Se nos llama, en definitiva, a elevar y
transfigurar nuestro estilo de vida; a recordar que es más importante ser
que tener; a darnos cuenta que exigirnos es mejor que reclamar derechos; que
vivir con recogimiento es más digno que derramarse en mil actividades
distractivas. La resurrección de Cristo nos invita a vivir del Resucitado,
de la gracia, de su Iglesia, de la belleza de su doctrina. Nos invita a
resucitar con Él, a inaugurar un nuevo tipo de vida, muriendo a la vida
animalizante del pecado.
Cristo resucitado se nos ofrece así como consuelo para nuestros corazones
al tiempo que cual convocatoria a una nueva vida.
Su resurrección sucedió "el primer día de la semana", según lo escuchamos de
San Juan. Ese "primer día" fue y es el domingo. Por ello los cristianos
cada "día del Señor" –que eso significa "domingo"– nos reunimos a celebrar
los misterios del Dios que, haciéndose hombre y habiendo resucitado, se
vuelve Eucaristía para alimento de su Cuerpo Místico, la Iglesia que
peregrina hacia la resurrección final. Pero el domingo es, a la vez, el
"octavo día" en que Cristo, tras su reposo del gran sábado –el reposo de la
obra redentora que retorna el reposo de la obra creadora– inaugura el día
"que hizo el Señor", el "día que no conoce ocaso". Porque la resurrección de
Cristo es, en cierta manera, el comienzo de la Vida Eterna, el principio de
una era nueva sin fin.
Vivir la resurrección de Cristo es incorporarse a este nuevo estado,
preparándose así a la vuelta gloriosa del Señor. De ahí lo que nos anuncia
San Pablo en la segunda lectura de hoy: "Cuando se manifieste Cristo, que es
vuestra vida, entonces vosotros también apareceréis con Él, llenos de
gloria". Nos toca, pues, vivir la resurrección de Cristo, y pregustar su
triunfo definitivo. Mientras tanto, seguimos peregrinando en esta vida
mortal, con nuestros defectos y limitaciones, con nuestros pecados y
tentaciones. Mas, a pesar de todo, en el fragor de la lucha nos anima saber
que nuestra Cabeza ya ha triunfado. Lo que nos resta es tan sólo librar la
batalla y alcanzar la victoria en el interior de nuestro corazón.
Demos rienda suelta a nuestra alegría. ¡Cristo ha resucitado! Pero no
olvidemos que para resucitar tuvo primero que haber una muerte. Justamente
nos gozamos por la Pascua de Resurrección, pero antes hubo un Viernes Santo
de Pasión. Cada día Cristo quiere resucitar en nuestro corazón por el ardor
de la caridad, pero ello no sucederá si antes nuestra voluntad no tiene su
pasión y muerte, si cada día no abdicamos un poco más a nuestros criterios y
juicios mundanos, "porque vosotros estáis muertos–dice San Pablo–, y vuestra
vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios". La resurrección exige una
previa postración; postración de nuestra voluntad ante la voluntad soberana
de Dios. Postración que nos haga capaces de repetir, día tras día, con la
Madre del Resucitado: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu
Palabra".
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994,
p. 139-143)
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Aplicación; Papa Francisco - Jesús ha resucitado
Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo: ¡Feliz Pascua!
¡Feliz Pascua!
Es una gran alegría para mí poderos dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado!
Quisiera que llegara a todas las casas, a todas las familias, especialmente
allí donde hay más sufrimiento, en los hospitales, en las cárceles...
Quisiera que llegara sobre todo al corazón de cada uno, porque es allí donde
Dios quiere sembrar esta Buena Nueva: Jesús ha resucitado, hay la esperanza
para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del mal. Ha vencido el
amor, ha triunfado la misericordia. La misericordia de Dios siempre vence.
También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús que fueron al
sepulcro y lo encontraron vacío, podemos preguntarnos qué sentido tiene este
evento (cf. Lc 24,4). ¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que
el amor de Dios es más fuerte que el mal y la muerte misma, significa que el
amor de Dios puede transformar nuestras vidas y hacer florecer esas zonas de
desierto que hay en nuestro corazón. Y esto lo puede hacer el amor de Dios.
Este mismo amor por el que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, y ha ido
hasta el fondo por la senda de la humildad y de la entrega de sí, hasta
descender a los infiernos, al abismo de la separación de Dios, este mismo
amor misericordioso ha inundado de luz el cuerpo muerto de Jesús, y lo ha
transfigurado, lo ha hecho pasar a la vida eterna. Jesús no ha vuelto a su
vida anterior, a la vida terrenal, sino que ha entrado en la vida gloriosa
de Dios y ha entrado en ella con nuestra humanidad, nos ha abierto a un
futuro de esperanza.
He aquí lo que es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre de la esclavitud
del pecado, del mal, a la libertad del amor y la bondad. Porque Dios es
vida, sólo vida, y su gloria somos nosotros: es el hombre vivo (cf. san
Ireneo, Adv. haereses, 4,20,5-7).
Queridos hermanos y hermanas, Cristo murió y resucitó una vez para siempre y
por todos, pero el poder de la resurrección, este paso de la esclavitud del
mal a la libertad del bien, debe ponerse en práctica en todos los tiempos,
en los momentos concretos de nuestra vida, en nuestra vida cotidiana.
Cuántos desiertos debe atravesar el ser humano también hoy. Sobre todo el
desierto que está dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del prójimo,
cuando no se es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador nos ha
dado y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la
tierra más árida, puede hacer revivir incluso a los huesos secos (cf. Ez
37,1-14).
He aquí, pues, la invitación que hago a todos: Acojamos la gracia de la
Resurrección de Cristo. Dejémonos renovar por la misericordia de Dios,
dejémonos amar por Jesús, dejemos que la fuerza de su amor transforme
también nuestras vidas; y hagámonos instrumentos de esta misericordia,
cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la
creación y hacer florecer la justicia y la paz.
Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la muerte en vida, que
cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en paz. Sí, Cristo
es nuestra paz, e imploremos por medio de él la paz para el mundo entero.
Paz para Oriente Medio, en particular entre israelíes y palestinos, que
tienen dificultades para encontrar el camino de la concordia, para que
reanuden las negociaciones con determinación y disponibilidad, con el fin de
poner fin a un conflicto que dura ya demasiado tiempo. Paz para Irak, y que
cese definitivamente toda violencia, y, sobre todo, para la amada Siria,
para su población afectada por el conflicto y los tantos refugiados que
están esperando ayuda y consuelo. ¡Cuánta sangre derramada! Y ¿cuánto dolor
se ha de causar todavía, antes de que se consiga encontrar una solución
política a la crisis?
Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos. Para Malí, para
que vuelva a encontrar unidad y estabilidad; y para Nigeria, donde
lamentablemente no cesan los atentados, que amenazan gravemente la vida de
tantos inocentes, y donde muchas personas, incluso niños, están siendo
rehenes de grupos terroristas. Paz para el Este la República Democrática del
Congo y la República Centroafricana, donde muchos se ven obligados a
abandonar sus hogares y viven todavía con miedo.
Paz en Asia, sobre todo en la península coreana, para que se superen las
divergencias y madure un renovado espíritu de reconciliación.
Paz a todo el mundo, aún tan dividido por la codicia de quienes buscan
fáciles ganancias, herido por el egoísmo que amenaza la vida humana y la
familia; egoísmo que continúa en la trata de personas, la esclavitud más
extendida en este siglo veintiuno: la trata de personas es precisamente la
esclavitud más extendida en este siglo veintiuno. Paz a todo el mundo,
desgarrado por la violencia ligada al tráfico de drogas y la explotación
inicua de los recursos naturales. Paz a esta Tierra nuestra. Que Jesús
Resucitado traiga consuelo a quienes son víctimas de calamidades naturales y
nos haga custodios responsables de la creación.
Queridos hermanos y hermanas, a todos los que me escuchan en Roma y en todo
el mundo, les dirijo la invitación del Salmo: «Dad gracias al Señor porque
es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: /
“Eterna es su misericordia”» (Sal117,1-2).
(Domingo 31 de marzo de 2013)
Aplicación: Juan Pablo II - Hemos resucitado todos
1. «En la resurrección de Cristo hemos resucitado todos» (cf. Prefacio
pascual II).
Que el anuncio pascual llegue a todos los pueblos de la tierra
y que toda persona de buena voluntad se sienta protagonista
en este día en que actuó el Señor,
el día de su Pascua,
en el que la Iglesia, con gozosa emoción,
proclama que el Señor ha resucitado realmente.
Este grito que sale del corazón de los discípulos
en el primer día después del sábado,
ha recorrido los siglos, y ahora,
en este preciso momento de la historia,
vuelve a animar las esperanzas de la humanidad
con la certeza inmutable de la resurrección de Cristo,
Redentor del hombre.
2. «En la resurrección de Cristo hemos resucitado todos»
El asombro incrédulo de los apóstoles y las mujeres
que acudieron al sepulcro al salir el sol,
hoy se convierte en experiencia colectiva de todo el Pueblo de Dios.
Mientras el nuevo milenio da sus primeros pasos,
queremos legar a las jóvenes generaciones
la certeza fundamental de nuestra existencia:
Cristo ha resucitado y, en Él, hemos resucitado todos.
«Gloria a ti, Cristo Jesús,
ahora y siempre tú reinarás».
Vuelve a la memoria este canto de fe,
que tantas veces, a lo largo del periodo jubilar,
hemos repetido alabando a Aquel
que es «el Alfa y la Omega, el Primero y el Último,
el Principio y el Fin» (Apocalipsis 22, 13).
A Él permanece fiel la Iglesia peregrina
«entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (san Agustín).
A Él dirige la mirada y no teme.
Camina con los ojos fijos en su rostro,
y repite a los hombres de nuestro tiempo,
que Él, el Resucitado,
es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hebreos 13, 8).
3. En aquel dramático viernes de Pasión,
en que el Hijo del hombre
«obedeciendo hasta la muerte
y muerte de cruz» (Filipenses 2, 8),
terminaba la vida terrena del Redentor.
Una vez muerto, fue depositado de prisa en el sepulcro,
al ponerse el sol. ¡Qué ocaso tan singular!
Aquella hora oscurecida por el avanzar de las tinieblas
señalaba el fin del «primer acto» de la obra de la creación,
turbada por el pecado.
Parecía el triunfo de la muerte, la victoria del mal.
En cambio, en la hora del gélido silencio de la tumba,
comenzaba el pleno cumplimiento del designio salvífico,
comenzaba la «nueva creación».
Hecho obediente por el amor hasta al sacrificio extremo,
Jesucristo es ahora «exaltado» por Dios
que «le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre» (Filipenses 2, 9).
En su nombre recobra esperanza toda existencia humana.
En su nombre el ser humano
es rescatado del poder del pecado y de la muerte
y devuelto a la Vida y al Amor.
4. Hoy el cielo y la tierra cantan
«el nombre» inefable y sublime del Crucificado resucitado.
Todo parece como antes, pero, en realidad, nada es ya como antes.
Él, la Vida que no muere, ha redimido
y vuelto a abrir a la esperanza a toda existencia humana.
«Pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Co 5,17).
Todo proyecto y designio del ser humano,
esta noble y frágil criatura,
tiene hoy un nuevo «nombre» en Cristo resucitado de entre los muertos,
porque «en Él hemos resucitado todos".
En esta nueva creación se realiza plenamente
la palabra del Génesis: «Y dijo Dios:
"Hagamos al hombre a nuestra imagen
y semejanza"» (Génesis 1,26).
En la Pascua Cristo,
el nuevo Adán que se ha hecho «espíritu que da vida» (1 Co 15,45),
rescata al antiguo Adán de la derrota de la muerte.
5. Hombres y mujeres del tercer milenio,
el don pascual de la luz es para todos,
que ahuyente las tinieblas del miedo y de la tristeza;
el don de la paz de Cristo resucitado es para todos,
que rompa las cadenas de la violencia y del odio.
Redescubrid hoy, con alegría y estupor,
que el mundo no es ya esclavo de acontecimientos inevitables.
Este mundo nuestro puede cambiar:
la paz es posible incluso allí donde desde hace demasiado tiempo
se combate y se muere, como en Tierra Santa y Jerusalén;
es posible en los Balcanes, no condenados ya
a una preocupante incertidumbre que corre el riesgo
de hacer vana toda propuesta de entendimiento
Y tú, Africa, tierra martirizada
por conflictos en constante acecho,
levanta la cabeza con confianza
apoyándote en el poder de Cristo resucitado.
Gracias a su ayuda tu también, Asia,
cuna de seculares tradiciones espirituales,
puedes vencer la apuesta de la tolerancia y de la solidaridad.
Y tú, América Latina, depósito de jóvenes promesas,
solo en Cristo encontrarás capacidad y coraje
para un desarrollo respetuoso de cada ser humano.
Vosotros, hombres y mujeres de todo continente,
sacad de su tumba ya vacía para siempre,
el vigor necesario para vencer
las fuerzas del mal y de la muerte,
y poner toda investigación y progreso técnico y social
al servicio de un futuro mejor para todos.
6. «En la resurrección de Cristo hemos resucitado todos».
Desde que tu tumba, Oh Cristo, fue encontrada vacía
y Cefas, los discípulos, las mujeres,
y «más de quinientos hermanos» (1 Corintios 15, 6)
te vieron resucitado,
ha comenzado el tiempo en que toda la creación
canta tu nombre «que está sobre todo nombre»
y espera tu retorno definitivo en la gloria.
En este tiempo, entre la Pascua
y la venida de tu Reino sin fin,
tiempo que se parece a los dolores de un parto (cf. Romanos 8, 22),
sosténnos en el compromiso de construir un mundo más humano,
vigorizado con el bálsamo de tu amor.
Víctima pascual, ofrecida por la salvación del mundo,
haz que no decaiga este compromiso nuestro,
aun cuando el cansancio haga lento nuestro paso.
Tú, Rey victorioso,
¡danos, a nosotros y al mundo
la salvación eterna!
(Mensaje de San Juan Pablo II en la Pascua 2001)
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Aplicación: Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap - ¡Ha resucitado! La
verdad histórica
Hay hombres --lo vemos en el fenómeno de los terroristas suicidas-- que
mueren por una causa equivocada o incluso inicua, considerando sin razón que
es buena. Por sí misma, la muerte de Cristo no testimonia la verdad de su
causa, sino sólo el hecho de que Él creía en la verdad de ella. La muerte de
Cristo es testimonio supremo de su caridad , pero no de su verdad. Ésta es
testimoniada adecuadamente sólo por la resurrección. «La fe de los
cristianos -dice San Agustín- es la resurrección de Cristo. No es gran cosa
creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos; todos lo
creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado».
Ateniéndonos al objetivo que nos ha guiado hasta aquí, estamos obligados a
dejar de lado, de momento, la fe, para atenernos a la historia. Desearíamos
buscar respuesta al interrogante: ¿podemos o no definir la resurrección de
Cristo como un evento histórico, en el sentido común del término, esto es,
«realmente ocurrido»?
Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de
la resurrección son dos hechos: primero, la imprevista e inexplicable fe de
los discípulos, una fe tan tenaz como para resistir hasta la prueba del
martirio; segundo, la explicación que, de tal fe, nos han dejado los
interesados, esto es, los discípulos. En el momento decisivo, cuando Jesús
fue prendido y ajusticiado, los discípulos no alimentaban esperanza alguna
de una resurrección. Huyeron y dieron por acabado el caso de Jesús.
Entonces tuvo que intervenir algo que en poco tiempo no sólo provocó el
cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una
actividad del todo nueva y a la fundación de la Iglesia. Este «algo» es el
núcleo histórico de la fe de Pascua.
El testimonio más antiguo de la resurrección es el de Pablo, y dice así: «Os
he transmitido, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió
por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al
tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los Doce.
Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los que la
mayor parte viven todavía, si bien algunos han muerto. Luego se apareció a
Santiago, y más tarde a todos los apóstoles. Y después de todos se me
apareció a mí, como si de un hijo nacido a destiempo se tratara» (1
Corintios 15, 3-8). La fecha en la que se escribieron estas palabras es el
56 o 57 d.C. El núcleo central del texto, sin embargo, está constituido por
un credo anterior que San Pablo dice haber recibido él mismo de otros.
Teniendo en cuenta que Pablo conoció tales fórmulas inmediatamente después
de su conversión, podemos situarlas en torno al año 35 d.C., eso es, unos
cinco o seis años después de la muerte de Cristo. Testimonio, por lo tanto,
de raro valor histórico.
Los relatos de los evangelistas se escribieron algunas décadas más tarde y
reflejan una fase ulterior de la reflexión de la Iglesia. El núcleo central
del testimonio, sin embargo, permanece intacto: el Señor ha resucitado y se
ha aparecido vivo. A ello se añade un elemento nuevo, tal vez determinado
por preocupación apologética y por ello de menor valor histórico: la
insistencia sobre el hecho del sepulcro vacío. Para los Evangelios el hecho
decisivo siguen siendo las apariciones del Resucitado.
Las apariciones, además, testimonian también la nueva dimensión del
Resucitado, su modo de ser «según el Espíritu», que es nuevo y diferente
respecto al modo de existir anterior, «según la carne». Él, por ejemplo,
puede ser reconocido no por cualquiera que le vea, sino sólo por aquél a
quien Él mismo se dé a conocer. Su corporeidad es diferente de la de antes.
Está libre de las leyes físicas: entra y sale con las puertas cerradas;
aparece y desaparece.
Una explicación diferente de la resurrección, aquella que presentó Rudolf
Bultmann, todavía la proponen algunos, y es que se trató de visiones
psicógenas, esto es, de fenómenos subjetivos del tipo de las alucinaciones.
Pero esto, si fuera verdad, constituiría al final un milagro no inferior que
el que se quiere evitar admitir. Supone de hecho que personas distintas, en
situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la misma impresión o
alucinación.
Los discípulos no pudieron engañarse: eran gente concreta, pescadores, lo
contrario de personas dadas a las visiones. En un primer momento no creen;
Jesús debe casi vencer su resistencia: «¡tardos de corazón en creer!».
Tampoco pudieron querer engañar a los demás. Todos sus intereses se oponían
a ello; habrían sido los primeros en sentirse engañados por Jesús. Si Él no
hubiera resucitado, ¿para qué afrontar las persecuciones y la muerte por Él?
¿Qué provecho material podían sacar?
Negado el carácter histórico, esto es, el carácter objetivo y no sólo el
subjetivo, de la resurrección, el nacimiento de la Iglesia y de la fe se
convierte en un misterio más inexplicable que la resurrección misma. Se ha
observado justamente: «La idea de que el imponente edificio de la historia
del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en vilo sobre un hecho
insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el
evento –o sea, el dato de hecho más el significado inherente a él- realmente
haya ocupado un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo
Testamento».
¿Cuál es entonces el punto de llegada de la investigación histórica a
propósito de la resurrección? Podemos percibirlo en las palabras de los
discípulos de Emaús: algunos discípulos, la mañana de Pascua, fueron al
sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido
las mujeres, quienes habían acudido antes que ellos, «pero a Él no le
vieron». También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar
que las cosas están como los testigos dijeron. Pero a Él, al resucitado, no
lo ve. No basta constatar históricamente, es necesario ver al Resucitado, y
esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe.
El ángel que se apareció a las mujeres, la mañana de Pascua, les dijo: «¿Por
qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lucas 24, 5). Os confieso
que al término de estas reflexiones siento este reproche como si se
dirigiera también a mí. Como si el ángel me dijera: «¿Por qué te empeñas a
buscar entre los muertos argumentos humanos de la historia, al que está vivo
y actúa en la Iglesia y en el mundo? Ve mejor y di a tus hermanos que Él ha
resucitado».
Si de mí dependiera, querría hacer sólo eso. Hace treinta años que dejé la
enseñanza de la Historia de los Orígenes Cristianos para dedicarme al
anuncio del Reino de Dios, pero en estos últimos tiempos, ante las
negaciones radicales e infundadas de la verdad de los Evangelios, me he
sentido obligado a volver a tomar las herramientas de trabajo. De aquí la
decisión de emplear estos comentarios a los evangelios dominicales para
contrarrestar una tendencia frecuentemente sugerida por intereses
comerciales, y para dar a quien tal vez los lea la posibilidad de formarse
una opinión sobre Jesús menos influenciada por el clamor publicitario.
(Prediación 2007)
Aplicación: P. Carlos M. Buela, I.V.E. - La Resurrección sin el
Resucitado
1. La resurrección sin milagro
Para el idealismo moderno y el progresismo cristiano, la resurrección surge
de la idealización póstuma de Jesús muerto. La gloria nace de una derrota.
De este modo se altera la narración evangélica para la cual la fe nace de la
percepción real del Resucitado, de Aquel que ha derrotado a la muerte. Así
dice Andrés Torres Queiruga, La risurrezione senza miracolo, recientemente
traducido al italiano , en la frase de portada que comenta el texto: «No
solamente la resurrección no es un milagro, sino que ni siquiera es un
acontecimiento empírico. Y la fe en la resurrección no depende del hecho de
que se acepte o rechace la realidad histórica del sepulcro vacío». El
opúsculo es interesante en la medida en que es la expresión culminante de
una tendencia que, después de Bultmann, se ha vuelto hegemónica en los
estudios exegéticos y teológicos: según la cual la resurrección es una
piedra errante, un peñasco errático que la crítica debe quitar para hacer
comprensible al hombre moderno el contenido de la fe cristiana. Es la
enseñanza progresista que expresa el nuevo gnosticismo cristiano.
a. No a la interpretación de siempre
Pretenden que no se dé una lectura realista de la resurrección y que sólo se
admita la interpretación “simbólica”, negando así la fe católica en la
resurrección. En una singular inversión de los procesos cognitivos la fe no
presupone el sepulcro vacío y la experiencia tangible del Resucitado; al
contrario, es el Cristo resucitado que “aparece” en cuanto tal sólo en la
precomprensión de la fe. De este modo una parte conspicua de la literatura
teológica –la que da por descontado la oposición entre el “Cristo histórico”
y el “Cristo de la fe”– abandona la posición realista y se encuentra,
necesariamente, con el punto de vista idealista. Para éste no es la
realidad, lo que acontece concretamente, lo que mueve y explica la
“persuasión”; al contrario, es la “visión del mundo”, la fe preliminar, la
que hace que sean evidentes, “visibles”, hechos que de otro modo no
subsisten.
La fe, privada de toda racionabilidad, ya no es “juicio” sino “pre-juicio”
que “ve” de manera deforme de la realidad, lugar de una experiencia
“mística”, afectiva, idealizante. La fe idealiza, gracias a la mediación
imaginativa, su objeto. En el caso del cristianismo esto significa que
Cristo “aparece” como el resucitado en la fe, gracias a la fe. Fuera de la
fe hay sólo el ‘misterio’ de una tumba vacía, de un cadáver desaparecido. Un
problema que no le interesa a la fe, para la cual lo que importa es
solamente el Cristo ideal, divino. La resurrección no necesita la carne de
Jesús de Nazaret, su persona singular; basta la idea, el símbolo del
Hombre-Dios. La fe vive de la idea, no de la realidad.
Este presupuesto, verdadero y propio a priori conceptual, es patente en el
texto de Torres Queiruga. Para el filósofo de Santiago de Compostela las
adquisiciones «irreversibles» de la exégesis y de la cultura actual hacen
que ya no se pueda concebir «la presencia activa de Dios como una injerencia
puntual, es decir, física y comprensible para los sentidos, en la trama del
mundo». Una definición perfecta de la Encarnación que el autor suprime con
una simple tachadura de su pluma. Al igual que Bultmann, para quien es
«mitológica la concepción en que lo no-mundano, lo divino, aparece como
mundano y como humano, el más allá como el más acá», tampoco para Torres
Queiruga Dios puede obrar sensiblemente en este mundo. Por esto «el
tratamiento de la resurrección de Jesús como “milagro” –el más espectacular–
ha desaparecido definitivamente de los tratados serios. Hasta tal punto que
incluso en los tratados más “ortodoxos” puede leerse la afirmación que la
resurrección no sólo no es un milagro, sino que ni siquiera es un
acontecimiento “histórico”». La “experiencia” del Resucitado debe alejar
toda presencia de tipo empírico. «Si el Resucitado fuera tangible o comiera,
necesariamente estaría limitado por las leyes del espacio, es decir, no
habría resucitado. Y lo mismo sucedería si fuera visible». Pensar
diversamente significaría someterse al «imperialismo del principio
empirista», hacer imposible «la racionabilidad razonable de la fe en la
resurrección».
b. Según el A., los discípulos ni lo vieron ni lo tocaron, sólo lo
imaginaron
Para el autor «los discípulos no vieron con sus ojos al Resucitado ni lo
tocaron con sus manos, porque esto era imposible estando él fuera del
alcance de sus sentidos». Lo que ellos “vieron” «no puede conservar ninguna
relación material con un cuerpo espacio-temporal». Por lo demás, «ni
siquiera para la vida en el espacio-tiempo puede tomarse sin más el cuerpo
como soporte de la identidad», ni «se ve qué es lo que podría aportar la
transformación (?) del cuerpo muerto, es decir, del cadáver». Para el
“idealista” Torres Queiruga la “realidad” de Cristo resucitado no presupone
su realidad sensible, corpórea, sino que se funda en la subjetividad del
creyente, en las «experiencias psíquicas, de visualizaciones o imaginaciones
de convicciones íntimas. Convicciones que pueden tener un referente real –el
místico en su visión se conecta realmente a Cristo- sin que lo sea la forma
en que se presenta».
La “visión” presupone la experiencia interior, la condición personal y
ambiental peculiar, a partir de la cual la «mediación imaginativa» –que el
autor evoca citando a Kant– se concretiza dando forma al objeto de su
aspiración. En el caso de los discípulos, «dentro de la cultura del tiempo,
abierta a las manifestaciones extraordinarias y empíricas de lo
sobrenatural, podía funcionar con toda naturalidad el esquema imaginativo de
la resurrección como una especie de vuelta a la vida». Los discípulos
creyeron verlo porque estaban predispuestos a ello por un contexto, un
ámbito espiritual. Dentro de este horizonte el elemento decisivo, la chispa,
la provoca la experiencia fundamental de la muerte de Jesús: «El contexto
vivísimamente emotivo causado por el drama del Calvario». Es aquí, en el
drama de la desaparición del ser querido, donde madura «lo que podríamos
llamar kantianamente el “esquema imaginativo” para comprender la
resurrección como ya acontecida».
En el contexto mesiánico-escatológico de Israel la muerte de Jesús provoca
un vacío desgarrador, una experiencia de dolor que empuja hacia su
resolución. La cruz de Cristo se “transmuta” en la resurrección: «La
resurrección tiene lugar en la misma cruz». Cristo, el muerto, vuelve a la
vida en la fe. Torres Queiruga sigue a la letra, sin citarlo, a Rudolf
Bultmann: «Cruz y resurrección como acontecimiento “cósmico” son todo uno» .
La resurrección no es un acontecimiento real que sigue a la muerte de Jesús
en la cruz. Es, simbólicamente, la transfiguración ideal de Cristo inducida
por la experiencia trágica de su fin. Con una forma paradójica, que está en
el centro del modelo idealista, la ausencia produce la presencia, el vacío
da lugar a una plenitud, la privación se trueca en victoria. Esto requiere
que se quite de la cruz el aspecto de escándalo, en sentido paulino: el Hijo
de Dios colgado en lo que para los modernos es la horca. Este aspecto sería,
en los Evangelios, una construcción literaria, no un elemento histórico.
Torres Queiruga reconoce que «una costumbre inveterada, que se apoya con
fuerza en la letra de los Evangelios, ha llevado a ver la cruz como un lugar
de “escándalo”, que decretaba el fin de la fe de los discípulos, los cuales
a este punto huyeron, negando y traicionando a su Maestro.
Para explicar la recuperación de la fe por parte de los discípulos tuvo que
suceder algo extraordinario y milagroso que, con su evidencia irrefutable,
los devolvió a la fe. Este algo sería la resurrección, que así obtiene una
auténtica “demostración” histórica. No cabe negar que el tema tenga su
fuerza, y de hecho sigue siendo el más corriente en los tratados en uso. Sin
embargo, una reflexión más atenta ha mostrado, cada vez con más claridad y
mayor aceptación entre los estudiosos, su naturaleza de “dramatización”
literaria de corte apologético». Comprobaría esta conclusión el hecho de que
la «hipótesis de una traición o de una negación resulta profundamente
incomprensible e injusta para con los discípulos». Estos traicionaron a
Jesús en el momento de la prueba suprema, fueron ingratos y sin corazón.
Algo inadmisible para el autor. Por otra parte, el escándalo es válido para
los romanos, no para los judíos: «Los criminales de Roma eran los héroes del
pueblo sometido por ella».
La cruz de Cristo, en la óptica totalmente positiva perfilada por Torre
Queiruga, no es lo que aleja, el lugar de la soledad. Todo lo contrario, es
el punto coagulante de la fe: «La crucifixión, con el horrible escándalo de
su injusticia, aparece como el más decisivo catalizador para comprender que
lo sucedido en la cruz no podía ser el final definitivo». La cruz no es un
punto de huida, sino de “cambio”. Conclusión obligada, la de Torres
Queiruga, en la medida en que entre la muerte de Jesús y la fe de la Iglesia
naciente no sucede nada.
El idealismo, como filosofía del no-acontecimiento, comporta un
cortocircuito por el que la fe debe preceder al acontecimiento, no seguirlo.
El argumento según el cual los discípulos huyen, aterrados y desmoralizados,
tiene una “fuerza propia”, como reconoce el autor, y, sin embargo, no puede
admitirse. El vacío debe producir lo lleno, la muerte hacerse idea del
Resucitado, y no generar escándalo, huida, desorientación. De otro modo
sería “apologética”, no historia. En su efectualidad el muerto es una
bandera, el símbolo de una vida que no podía acabar.
Todo lo cual es ‘tomar el rábano por las hojas’, poner el carro adelante y
los caballos atrás. Es un axioma que operari sequitur esse. Es negar el
principio de no-contradicción afirmar que esse sequitur operari, como lo es
hacer del primo posterior, o de lo posterior primo. Como sería que el A.
comiera por el ano y defecara por la boca.
2. En la órbita del perverso e impío pensamiento hegeliano
a. La revelación inmanente
Es singular que Torres Queiruga cite varias veces a Kant –por la mediación
imaginativa de la fe– y no cite en cambio a Hegel. Es singular porque su
reflexión se sitúa, de manera perfecta, dentro del horizonte especulativo
idealista, siguiendo su cristología a la hegeliana, con discordancias que,
por el tema tratado, son totalmente marginales . Como para Hegel, también
para el filósofo español, la revelación «no consiste en la irrupción de algo
exterior, sino en el descubrimiento de una presencia que, quizás ignorada o
tal vez presentida, ya está dentro y trata de darse a conocer». El
cristianismo concierne a la ontología, no a la historia. Revela lo que está
presente desde siempre, aunque velado, en la interioridad del yo; es una
relación inmanente, no inducida desde fuera. «No es que en un determinado
momento Dios “entra” en el mundo para revelar algo con una intervención
extraordinaria. Él siempre está presente y es activo en el mundo, en la
historia y en la vida de los individuos, y siempre está tratando de hacer
conocer su presencia, para que consigamos interpretarla de manera correcta».
Por esto «lo que hace falta no es que el sol comience a brillar, sino que
tengamos limpias y abiertas las ventanas».
La Revelación no es Dios que se “revela”, puesto que lo hace siempre, sino
el descubrimiento humano «que constituye revelación en sentido estricto».
Torres Queiruga deshistoriza radicalmente el cristianismo. Lo resuelve en
una estructura ideal, en una concepción gnóstico-panteísta según la cual el
Dios-en-el-mundo anhela hacerse cognoscible perforando el velo de sombra de
la humana ignorancia. El Cristo histórico, como en Hegel, es solamente la
“ocasión” del despertarse, en la conciencia, del conocimiento del Cristo
ideal. A la par de Sócrates Él es la “comadrona” cuya arte mayéutica trae a
la luz al Dios-en-nosotros según la «rica y profunda tradición del magister
interior».
b. Negación de la dimensión empírica de la fe
Esta perspectiva, la idea de una revelación inmanente, respecto a la cual el
Cristo histórico es solamente una provocación contingente, aclara el segundo
punto de contacto entre Hegel y Torres Queiruga: la negación de la dimensión
empírica de la fe. En sus Lecciones sobre la filosofía de la religión Hegel
distingue una doble fe: la fe exterior y la fe interior. La fe “exterior” se
basa en el Cristo histórico, en su persona y autoridad. Para Hegel, sin
embargo, ésta es una fe limitada, contingente. Es «un modo exterior,
accidental de la fe.
La fe verdadera y propia reposa en el espíritu de verdad. La otra aún
concierne a una relación con la presencia sensible inmediata. La fe
verdadera y propia es espiritual, está en el espíritu: tiene por fundamento
la verdad de la idea». Respecto a ella «la fe exterior, pues, ha de ser
considerada sólo como un medio para alcanzar la verdadera fe; en cuanto
exterior está sometida a la contingencia y el espíritu alcanza su verdad no
según la contingencia, sino según el libre testimonio». La fe interior
descansa sobre la idea eterna, sobre el ideal inmanente del espíritu, no
sobre los milagros o sobre una revelación empírica. Esta es la fe que, según
el idealista Hegel, “produce” la idea del Hombre-Dios, transforma al muerto
en un resucitado. La fe interior realiza la metamorfosis del Cristo
histórico, un utopista judío con un mensaje revolucionario, en el Cristo
“teológico”, divino. Gracias a ella la figura de Jesús de Nazaret es
destinada a la memoria, al pasado, a la primera aparición no espiritual de
lo divino.
c. La sublimación de la derrota de la Cruz
El término que media el paso entre las dos imágenes de Cristo, la empírica y
la ideal y es el tercer elemento que une la cristología de Torres Queiruga a
la hegeliana– es la muerte de Cristo. La muerte es la resurrección: este
topos de la cristología idealista, desde Hegel a Bultmann, es el verdadero
nudo en torno al cual se mueve gran parte de la exégesis histórico-crítica.
Es un nudo que se sustenta, a nivel especulativo, sólo si vale la aserción
de la dialéctica, según la cual lo positivo procede necesariamente de lo
negativo. Como escribe el propio Torres Queiruga: «El pensamiento moderno,
tanto filosófico como teológico, sabe de la capacidad reveladora de este
tipo de experiencia, pues la propia contradicción interna de la misma obliga
a buscar la síntesis superior que la reconcilie». En el caso de la muerte de
Jesús «sólo la resurrección y la exaltación permitían superar este terrible
contraste, que amenazaba con hundirlo todo en lo absurdo». De la muerte, de
lo negativo, surge la necesidad de lo positivo.
Una necesidad ideal: Cristo resucita en la idea, en la concepción de la
comunidad, en la fe interior. No en la realidad factual. De ese modo, como
escribe Hegel: «Esta muerte es el punto central en torno al cual gira todo,
en su concepción reside la diferencia entre la concepción exterior y la fe,
es decir, la mediación con el espíritu». Resulta, como consecuencia, que la
fe auténtica se funda en la muerte de Jesús, no en su resurrección, surge
del Cristo muerto, no del Cristo resucitado. El Cristo resucitado no funda
la fe, es más bien “fundado”, idealizado por la fe. El idealismo, que
subyace en la oposición entre el Cristo de la fe y el Cristo de la historia,
cambia los términos con que, en la concepción de la Iglesia, se presenta la
relación entre fe y realidad. En la medida en que el Resucitado presupone ya
la fe en el Hombre-Dios, esa fe debe surgir, necesariamente, de la
sublimación de una derrota. El cristianismo, como dogma, surge de la
idealización de un fracaso, no del empirismo joaneo basado en lo que fue
«visto, oído, tocado con la mano».
3. Una muerte incomprensible y una fe sin resurrección
El idealismo histórico-crítico, basado en la dialéctica de lo negativo, hace
difícil no sólo la comprensión de la resurrección –obra de “visionarios”–,
sino también la de la muerte de Cristo. Si Jesús no fue condenado a muerte
por haberse proclamado Dios, ¿por qué fue crucificado? Se niega la
autoproclamación divina en nombre de la oposición entre el Cristo histórico
y el Cristo de la fe. Solamente la comunidad de los creyentes diviniza a
Jesús que de por sí nunca se concibió como Dios. Para explicar el motivo de
la condena no queda otra alternativa que la hipótesis política: Jesús como
posible zelote que, peligroso para el orden romano, fue crucificado. Es el
leitmotiv del Jesús “judío” que guía la Inchiesta su Gesù de Corrado Augias
y Mauro Pesce . Una prueba más de una investigación, curiosa y a veces no
banal, que, sin embargo, no consigue, por los presupuestos una vez más
idealistas, aportar nada nuevo. El Jesús judío no cristiano de Augias-Pesce
es un utopista, cercano al grupo de Juan Bautista, caracterizado por una
confianza total en Dios y por una atención especial por los últimos. Un
radical, pero sin utopía social organizada, que, más allá del tono y del
testimonio, no muestra nada original, en la moral, respecto de la ley
hebrea. ¿Por qué, entonces, este soñador, impolítico e inofensivo, fue
condenado a muerte? Pesce declara que el poder romano no condenó a muerte a
Jesús por motivos religiosos, sino políticos.
Las responsabilidades de los miembros de Sanedrín son obra de la
reconstrucción, posterior, de los redactores de los Evangelios,
filorromanos. Pero ¿cuáles son los motivos políticos por los que Jesús fue
condenado? Se trata de sospechas sobre la naturaleza de un movimiento,
surgidas en quien «no ha captado las intenciones reales de la acción de
Jesús. Por parte de los romanos se trató de un burdo y grave error de
valoración política». Una consideración sorprendente de verdad, que deja
pendiente los motivos de la condena a muerte de Jesús. Motivos, que por lo
demás, no conciernen, y también esto resulta extraño, a sus discípulos.
Igualmente misteriosa es la resurrección, que no fue afirmada por testigos
oculares sino por videntes que “veían” dentro de los esquemas
cultural-religiosos de Israel. Es asimismo enigmático, en el libro Inchiesta
su Gesù, el nacimiento del cristianismo. Pesce no está de acuerdo «con la
idea de que el cristianismo nace con la fe en la resurrección de Jesús, ni
que nazca gracias a Pablo […]. Pablo como Jesús, no es un cristiano, sino un
judío que permanece en el hebraísmo».
El cristianismo nacería, más tarde, en la segunda mitad del siglo II en un
proceso de helenización de la posición originaria hebrea. Respecto a Hegel y
a Torres Queiruga, Augias y Pesce añaden otra fractura que hace que sea aún
más enigmático el nacimiento de la fe cristiana. En el marco hegeliano el
cristianismo está mediado por la muerte de Jesús, cuyo producto es la idea
del resucitado. En Inchiesta su Gesù surge mucho después de la visión de la
resurrección, fruto no de la fe sino de una tardía elaboración
teológico-filosófica de impronta helenística. Lo que permanece firme es el
topos dominante: la fe no se funda en la resurrección, la precede o la sigue
sin tener ninguna relación con ella. Un planteamiento que, en vez de
simplificar el problema, lo complica enormemente.
Si el Cristo histórico es que el describen Augias y Pesce, un judío
observante que carece de originalidad, no se entiende cómo puede ser «el
hombre que ha cambiado el mundo». No se comprende por qué fue condenado. Si
este hombre terminó su vida derrotado, no se comprende, para quien no acepta
la necesidad lógica de la dialéctica, cómo de un muerto puede surgir, en la
primitiva comunidad, la fe en un vivo. No se comprende, por último, cómo el
“Cristo de la fe” puede prescindir de la resurrección, sea real o
imaginaria, y formarse sólo en el siglo II, como pretende Pesce. Un destino
singular para el racionalismo histórico-crítico: nacido con la intención de
dar claridad al contexto, consigue delinear un cuadro de conjunto lleno de
zonas de sombra y saltos en el vacío. El modelo idealista demuestra todos
sus límites.
Partiendo del prejuicio que el hecho no puede haber acontecido –que Dios no
puede hacerse hombre y resucitar de la muerte– debe justificar la fe como
idealización. Pero así la narración evangélica se vuelve incomprensible. Si
las descripciones del Cristo resucitado constituyen el gran enigma, para el
lector antiguo y moderno, su anulación, sin embargo, produce una serie de
interrogantes sin respuesta. El Cristo “histórico” se vuelve incomprensible.
Hallado, arqueológicamente, bajo los estratos de la fe, aparece como un
soñador, radical e ingenuo al mismo tiempo, que no motiva el incendio que
embistió la historia. Las conclusiones del racionalismo crítico –sacar a un
vivo de un muerto, una revolución espiritual de un utopista análogo a muchos
más– son profundamente irrazonables. El fracaso de esta postura es la
premisa “crítica” para una reanudación de una postura realista que no tiene
la pretensión de demostrar el dogma, sino la de reconocer que va contra toda
evidencia racional, humana, afirmar que la vista desolada de un crucificado
pueda generar la idea, gloriosa, de un resucitado.
El A. no cree en la Revelación, no cree en Dios Omnipotente y Omnisciente,
no cree en la Encarnación, no cree en la Divinidad de nuestro Señor
Jesucristo… y es un perfecto sofista. Todo un ejemplo de lo que no debe ser
un teólogo católico. Sólo y únicamente suma a favor de la ideología
gnóstica.
(BUELA, C., http://www.padrebuela.com.ar)
Seguimos, libremente, a Massimo Borghesi, 30Días,
n. 10, 2006, 56-65.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza
miracolo, tr. it., Edizioni La Meridiana, Molfetta (Ba) 2006. El texto, del
que no se indica el original español, es una síntesis de la obra mayor,
Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las
religiones y de la cultura, Trotta, Madrid 2003.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza
miracolo, cit., p. 8.
R. Bultmann, Neues Testament und Mythologie. Das
Problem der Entmythologisierung der neutestamentlichen Verkündigun, Herbert
Reich Verlag, Hamburg-Bergsted 1948, tr. it., Nuovo Testamento e mitologia.
Il problema della demitizzazione del messaggio neotestamentario, en: R.
Bultmann, Nuovo Testamento e mitologia, Queriniana, Brescia 1973, p.119.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza
miracolo, cit., p. 8.
Ibid., p.42.
Ibid., p. 48.
Ibid., p. 47.
Ibid., pp. 46-47.
Ibid., p. 49.
Ibid., p. 54. De manera idéntica Kant afirma: «A
la razón no le interesa arrastrar en la eternidad a un cuerpo que (admitido
que la personalidad se asiente en la identidad del cuerpo) debe siempre, por
purificado que sea, estar compuesto por la misma materia que se encuentra en
la base del nuestro organismo y a la que el hombre mismo no se ha unido
nunca durante la vida; ni se comprende qué puede tener en común con el cielo
esta tierra calcárea de la que está formado el hombre »(I. Kant, La
religione nei limiti della semplice ragione, tr. it. in: I. Kant, Scritti
morali, Utet, Turín, 1970, p. 457, nota a). [Jamás fue cadáver el cuerpo
muerto de Jesús, porque estuvo siempre unido a su única Persona divina, la
del Verbo].
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza
miracolo, cit., p.42
Ibid, p. 65.
Ibid, p. 41.
Ibid., p. 23.
Ibid.
Ibid., p. 53. Este disparate ya nos lo enseñaba
un profesor del Seminario en la década del 60.
R. Bultmann, Nuovo Testamento e mitologia. Il
problema della demitizzazione del messaggio neotestamentario, cit., p.165.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza
miracolo, op. cit., pp. 26-27. El subrayado es nuestro.
Ibid., p. 26.
Ibid., p. 29.
Ibid., p. 30.
Sobre la cristología hegeliana véase M. Borghesi,
La figura di Cristo in Hegel, Studium, Roma 1983; Idem, L’età dello Spirito
in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno”, Studium, Roma 1995.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza
miracolo, op. cit., p. 59.
Ibid., p. 36.
Ibid., p. 36.
Ibid., p. 37.
Ibid., p. 38.
G.F.W. Hegel, Lezioni sulla filosofia della
religione, tr. it., 2 vols., Zanichelli, Bolonia 1974, vol.II, pp. 388-389.
Ibid., vol.I, p. 283.
A. Torres Queiruga, La risurrezione senza
miracolo, cit., p. 30. Subrayado nuestro.
Ibid., p. 31.
G.F.W. Hegel, Lezioni sulla filosofia della
religione, cit., vol.II, p. 372.
C. Augias – M. Pesce, Inchiesta su Gesù. Chi era
l’uomo che ha cambiato il mondo, Mondadori, Milán, 2006.
Cf. Ibid., pp. 221 y 237.
Ibid., pp.168-169.
Ibid., p. 201.
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - Domingo primero de Pascua
La resurrección es el misterio de los misterios, sin el cual, la cadena de
la doctrina católica queda abierta y le falta el eslabón fundamental, el que
cierra la cadena.
“Si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra
fe”.
Todos los aspectos del mensaje cristiano y de la correspondiente aceptación
creyente, carece de sentido, si se niega su referencia a la realidad
central: el Cristo resucitado. Sin ello todo se desploma.
Cuando San Pablo fue a Atenas y comenzó a hablar a los atenienses del dios
desconocido le prestaron atención pero cuando dijo: “Dios, pues, pasando por
alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los hombres que todos y
en todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a
juzgar al mundo según justicia, por el hombre que ha destinado, dando a
todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos.
Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron:
sobre esto ya te oiremos otra vez”.
De la resurrección tenemos datos rigurosamente históricos. Es un hecho
histórico cierto, pero es un hecho que está más allá de lo histórico, es
trascendente, es un misterio de fe.
El dato histórico no se puede negar. Están los datos que me dicen que, en
tal tiempo, sucedió este hecho, pero el hecho sólo lo puede afirmar la fe.
Hay que dar un salto. Un salto obligatorio, porque los datos históricos son
ciertos y negarlos sería inhonestidad intelectual, pero también un salto
libre: la fe. El dato histórico del hecho es natural, el hecho que narra el
dato histórico es sobrenatural. Es un milagro.
Ese salto de la fe es difícil de dar y por eso muchos prefieren empantanarse
en el absurdo: hemos encontrado la tumba de Cristo, hemos conocido su
historia verdadera, la resurrección es una alucinación colectiva de los
apóstoles, inventaron ese mito, o como dicen los judíos, robaron el cuerpo y
dijeron que había resucitado .
Algunos dicen: “Increíble que Cristo haya resucitado de entre los muertos;
increíble es que el mundo entero haya creído ese increíble; más increíble de
todo es que unos pocos hombres, rudos débiles e iletrados, hayan persuadido
al mundo entero, incluso a los sabios y filósofos, ese increíble. El primer
increíble, no lo quieren creer; el segundo no tienen más remedio que verlo;
de donde no queda más remedio que admitir el tercero”. La existencia de la
Iglesia, sin la resurrección de Cristo, es otro absurdo más grande.
Todos deseamos la resurrección. Experimentamos día a día como se nos va
derrumbando esta casa de nuestro cuerpo y como se dirige inexorablemente a
la muerte. Queremos un nuevo cuerpo que no muera, pero, si queremos un
cuerpo nuevo, este debe morir y resucitar transformado: “el primer hombre
fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual es el
terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los
celestiales. Como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la
imagen del celestial.
Nuestra naturaleza pide la resurrección. Somos hombres: cuerpo y alma. La
separación que produce la muerte es temporal porque el hombre es por
naturaleza cuerpo y alma.
Las ideologías persiguen una resurrección del mundo, un mundo de hombres
resucitados donde todo esté bien pero lo quieren por sus propias fuerzas y
no por obra de Dios. En definitiva quieren una resurrección sin muerte, lo
cual, es una utopía. Si se quiere un cuerpo nuevo, el actual tiene que
morir.
Y la primera muerte es la fe. Creer que Dios lo realizará como lo realizó en
Cristo y esto no es utopía sino verdad. Dios es el único capaz de resucitar
el mundo pero este mundo tiene que morir: “cielos nuevos y tierra nueva”
dice San Pedro y esto es obra de Dios.
El neopaganismo de hoy se esfuerza por crear un superhombre por sus solas
fuerzas como en Babel, un hombre divino, y esto es imposible. Nosotros
creemos que seremos hombres nuevos, celestiales, como Cristo, el primer
resucitado. Pero lo creemos porque antes hemos muerto a nuestros propios
juicios por la fe y sabemos que vamos a morir a este cuerpo terrenal por la
experiencia diaria pero creemos que resucitaremos con un cuerpo celestial:
ágiles, impasibles, luminosos, sutiles, inmortales.
(…)
Si no hay fe se pierde la esperanza y la desesperanza es muerte aunque no se
quiera morir. El mundo neopagano vive muerto o está muerto en vida ¿por qué?
Porque ha perdido la esperanza en la resurrección y ¿por qué? Porque ha
perdido la fe.
Los que no creen como los que creemos vemos la injusticia social y vemos el
mal en el mundo. Ambos trabajamos por solucionar lo que se pueda. Ellos sin
fe, sin querer morir, van tras la utopía y mueren en el intento,
desesperados. Nosotros, muertos por la fe, esperamos con certeza un mundo
nuevo, en donde no existirá el mal. Ellos en un esfuerzo colosal no alcanzan
el fruto que esperan porque es imposible al esfuerzo humano. Nosotros
reconociendo la pequeñez de nuestra limitación nos apoyamos en Dios y
alcanzaremos el fruto, que es obra sobrenatural: “Si Yahveh no construye la
casa, en vano se afanan los constructores; si Yahveh no guarda la ciudad, en
vano vigila la guardia. En vano madrugáis a levantaros, el descanso
retrasáis, los que coméis pan de fatigas, cuando él colma a su amado
mientras duerme”.
La resurrección es un hecho histórico que todos podemos comprobar, está
documentado. El hecho, la resurrección, es un acto de fe. Acto de fe clave
para el resto de la revelación: Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra
fe, vana nuestra predicación, estamos todavía en nuestros pecados, somos los
más desdichados de los hombres.
1 Co 15, 14
Jsalén. a 1 Co 15, 14
Hch 17, 30-32
Cf. Mt 28, 11-15
Castellani, El Evangelio de Jesucristo…, 203
1 Co 15, 48-49
Sal 127, 1-2
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Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Domingo de Pascua de la
Resurrección del Señor - Año C
1.-La resurrección de Cristo es uno de la principales dogmas de la fe
católica.
2.- Cristo, resucitando por su propio poder confirmaba su divinidad, pues
así lo había profetizado.
3.- La resurrección de Cristo es prenda de nuestra propia resurrección.
4.- Nuestra resurrección no tiene nada que ver con la reencarnación del
budismo y del hinduismo, hoy tan de moda.
5.-Es de fe que el hombre muere una sola vez (Carta a los Hebreos, 9:27). No
se reencarnará ni en otro hombre ni en un animal.
6.- Resucitaremos con nuestro propio cuerpo y en la plenitud de nuestra
existencia.
7.- No importa que al final de nuestra vida nuestro cuerpo haya sido
decrépito, o que hayamos sido devorados por los tiburones.
8.- El que no entendamos el cómo puede suceder esto no quita que será una
realidad, pues es dogma de fe.
9.- Si nos dicen que en cinco minutos separemos las limaduras de hierro de
un montón de aserrín nos parecerá imposible. Pero si tenemos un imán la
solución es fácil. Somos las mismas personas que cuando teníamos diez años,
sin embargo todas las células del cuerpo (incluidas las neuronas como se
sabe hoy) se han renovado.
10.- Dios tiene soluciones para lo que nosotros creemos imposible.
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Aplicación: Directorio Homilético - Domingo de Pascua – Resurrección
del Señor
CEC 638-655, 989, 1001-1002: la Resurrección de Cristo y nuestra
resurrección
CEC 647, 1167-1170, 1243, 1287: la Pascua, el Día del Señor
CEC 1212: los Sacramentos de la iniciación cristiana
CEC 1214-1222, 1226-1228, 1234-1245, 1254: el Bautismo
CEC 1286-1289: la Confirmación
CEC 1322-1323: la Eucaristía
Párrafo 2 AL TERCER DIA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS
638 "Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios
la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33).
La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo,
creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central,
transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos
del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al
mismo tiempo que la Cruz:
Cristo resucitó de entre los muertos.
Con su muerte venció a la muerte.
A los muertos ha dado la vida.
(Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)
I EL ACONTECIMIENTO HISTORICO Y TRANSCENDENTE
639 El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que
tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo
Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios:
"Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo
murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y
luego a los Doce: "(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición
viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas
de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).
El sepulcro vacío
640 "¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha
resucitado" (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el
primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una
prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría
explicarse de otro modo (cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el
sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su
descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento
del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas
mujeres (cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (cf. Lc 24, 12). "El
discípulo que Jesús amaba" (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro
vacío y al descubrir "las vendas en el suelo"(Jn 20, 6) "vio y creyó" (Jn
20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cf.Jn 20,
5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y
que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el
caso de Lázaro (cf. Jn 11, 44).
Las apariciones del Resucitado
641 María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo
de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes
Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en
encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10;Jn 20, 11-18).Así las mujeres
fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios
Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a
Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la
fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que
los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: "¡Es
verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!" (Lc 24, 34).
642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de
los Apóstoles - y a Pedro en particular - en la construcción de la era nueva
que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los
apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera
comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos,
conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos
todavía. Estos "testigos de la Resurrección de Cristo" (cf. Hch 1, 22) son
ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente
de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez,
además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8).
643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de
Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico.
Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba
radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él
de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan
grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan
pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos
una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos
presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y
asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que
regresaban del sepulcro y "sus palabras les parecían como desatinos" (Lc 24,
11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de
Pascua "les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber
creído a quienes le habían visto resucitado" (Mc 16, 14).
644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad
de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver
un espíritu (cf. Lc 24, 39). "No acaban de creerlo a causa de la alegría y
estaban asombrados" (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda
(cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo,
"algunos sin embargo dudaron" (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la
cual la resurrección habría sido un "producto" de la fe (o de la credulidad)
de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la
Resurrección nació - bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia
directa de la realidad de Jesús resucitado.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
645 Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas
mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf.
Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es
un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo
resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido
martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf
Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al
mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado
en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad
donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14.
19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y
no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por
esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como
quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra
figura" (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y
eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el
caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija
de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos
milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por
el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán
a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo
resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del
espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del
Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto
que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (cf. 1 Co
15, 35-50).
La resurrección como acontecimiento transcendente
647 "¡Qué noche tan dichosa, canta el 'Exultet' de Pascua, sólo ella conoció
el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie
fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún
evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos
aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los
sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro
vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo
resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del
Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por
eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus
discípulos, "a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que
ahora son testigos suyos ante el pueblo" (Hch 13, 31).
II LA RESURRECCION OBRA DE LA SANTISIMA TRINIDAD
648 La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención
transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las
tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia
originalidad. Se realiza por el poder del Padre que "ha resucitado" (cf. Hch
2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta
su humanidad - con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela
definitivamente "Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por
su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la
manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1,
19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad
muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.
649 En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su
poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho,
morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31;
10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: "doy mi vida, para
recobrarla de nuevo ... Tengo poder para darla y poder para recobrarla de
nuevo" (Jn 10, 17-18). "Creemos que Jesús murió y resucitó" (1 Te 4, 14).
650 Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de
Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por
la muerte: "Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en
cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte
se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la
unión de las dos partes separadas" (San Gregorio Niceno, res. 1; cf.también
DS 325; 359; 369; 539).
III SENTIDO Y ALCANCE SALVIFICO DE LA RESURRECCION
651 "Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también
vuestra fe"(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la
confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades,
incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación
si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina
según lo había prometido.
652 La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo
Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida
terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión "según las
Escrituras" (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica
que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
653 La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El
había dicho: "Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis
que Yo Soy" (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que
verdaderamente, él era "Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo
pudo decir a los Judíos: "La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido
en nosotros ... al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero:
'Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy" (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7).
La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la
Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de
Dios.
654 Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera
del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta
es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios
(cf. Rm 4, 25) "a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre
los muertos ... así también nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4).
Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva
participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción
filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús
mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a mis
hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don
de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real
en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
655 Por último, la Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado -
es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de
entre los muertos como primicias de los que durmieron ... del mismo modo que
en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15,
20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el
corazón de sus fieles. En El los cristianos "saborean los prodigios del
mundo futuro" (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida
divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino
para aquél que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).
989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha
resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre,
igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo
resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como
la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:
Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la
vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm
8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).
Cómo resucitan los muertos
997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el
cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro
con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su
omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible
uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: "los que hayan
hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para
la condenación" (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).
999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis
pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del
mismo modo, en El "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora"
(Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de
gloria" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44):
Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la
vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras
no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano..., se siembra
corrupción, resucita incorrupción; ... los muertos resucitarán
incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista
de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1
Cor 15,35-37. 42. 53).
1000 Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no
es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía
nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la
invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por
dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan
en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la
resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); "al
fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está
íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta
de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en
primer lugar (1 Ts 4, 16).
Resucitados con Cristo
1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo
es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto,
gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora,
una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:
Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe
en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos... Así pues, si
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).
1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente
en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida
permanece "escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3) "Con El nos ha
resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 6).
Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al
Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos
"manifestaremos con El llenos de gloria" (Col 3, 4).
1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de
la dignidad de ser "en Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia
el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:
El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó
al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis
que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?... No os pertenecéis...
Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.(1 Co 6, 13-15. 19-20).
La resurrección como acontecimiento transcendente
647 "¡Qué noche tan dichosa, canta el 'Exultet' de Pascua, sólo ella conoció
el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie
fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún
evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos
aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los
sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro
vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo
resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del
Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por
eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus
discípulos, "a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que
ahora son testigos suyos ante el pueblo" (Hch 13, 31).
1167 El domingo es el día por excelencia de la Asamblea litúrgica, en que
los fieles "deben reunirse para, escuchando loa palabra de Dios y
participando en la Eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la
gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los 'hizo renacer a la
esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos'" (SC
106):
Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este
día del domingo de tu santa Resurrección, decimos: Bendito es el día del
domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación...la salvación del
mundo...la renovación del género humano...en él el cielo y la tierra se
regocijaron y el universo entero quedó lleno de luz. Bendito es el día del
domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán
y todos los desterrados entraran en él sin temor (Fanqîth, Oficio siriaco de
Antioquía, vol 6, 1ª parte del verano, p.193b).
El año litúrgico
1168 A partir del "Triduo Pascual", como de su fuente de luz, el tiempo
nuevo de la Resurrección llena todo el año litúrgico con su resplandor. De
esta fuente, por todas partes, el año entero queda transfigurado por la
Liturgia. Es realmente "año de gracia del Señor" (cf Lc 4,19). La Economía
de la salvación actúa en el marco del tiempo, pero desde su cumplimiento en
la Pascua de Jesús y la efusión del Espíritu Santo, el fin de la historia es
anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la
humanidad.
1169 Por ello, la Pascua no es simplemente una fiesta entre otras: es la
"Fiesta de las fiestas", "Solemnidad de las solemnidades", como la
Eucaristía es el Sacramento de los sacramentos (el gran sacramento). S.
Atanasio la llama "el gran domingo" (Ep. fest. 329), así como la Semana
santa es llamada en Oriente "la gran semana". El Misterio de la
Resurrección, en el cual Cristo ha aplastado a la muerte, penetra en nuestro
viejo tiempo con su poderosa energía, hasta que todo le esté sometido.
1170 En el Concilio de Nicea (año 325) todas las Iglesias se pusieron de
acuerdo para que la Pascua cristiana fuese celebrada el domingo que sigue al
plenilunio (14 del mes de Nisán) después del equinoccio de primavera.Por
causa de los diversos métodos utilizados para calcular el 14 del mes de
Nisán, en las Iglesias de Occidente y de Oriente no siempre coincide la
fecha de la Pascua. Por eso, dichas Iglesias buscan hoy un acuerdo, para
llegar de nuevo a celebrar en una fecha común el día de la Resurrección del
Señor.