Domingo 2 de Cuaresma C - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Exégesis: Alois Stöger - Manifestación del Mesías
Sufriente - (Lc 9, 28-43)
Comentario Teológico: Benedicto XVI - La
Transfiguración
Santos Padres: San Ambrosio - La Transfiguración
(Lc 9, 28-36)
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Por la
Cruz a la Luz (Lc 9, 28-36)
Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - En la
cumbre del Tabor
Aplicación: Mons. Fulton Sheen - La
Transfiguración
Aplicación:
Benedicto XVI - La gloria de Cristo
Aplicación: P.
Jorge Loring, S.J. - Escuchadle
Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por el Directorio
Homilético
Falta un dedo: Celebrarla
Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Alois Stöger - Manifestación del Mesías Sufriente - (Lc 9,
28-43)
28 Unos ocho días después de estos discursos, tomó consigo a Pedro, a Juan y
a Santiago, y subió al monte para orar.
La transfiguración se pone en relación con la confesión de Pedro y el
subsiguiente anuncio de la pasión: ocho días después de estos discursos. La
transfiguración representa y confirma lo que ha anunciado Jesús. El monte es
el lugar de las epifanías de Dios. En el monte de Dios, Horeb, vio Moisés a
Dios en la zarza ardiente (Ex 3). Israel vio el monte Sinaí completamente
cubierto de humo porque el Señor había descendido a él en el fuego (Exo
19:18).
Para Lucas no tiene importancia dónde está situado el monte de la
transfiguración ni cómo se llama. Lo que en cambio le importaba era decir
que Jesús subió al monte para orar. Antes de recibir de los discípulos la
confesión de Mesías y antes de comenzar la revelación de su pasión y muerte,
había orado Jesús en la soledad. Ahora que va a hacerse visible aquello de
que ha hablado, vuelve otra vez a orar. La proclamación y la manifestación
de Jesús supone su oración, la comunión con el Padre. Aquello de que habla a
los hombres lo trata primero con el Padre.
Los tres discípulos a los que toma consigo habían sido también testigos de
la resurrección de la hija de Jairo. También serán testigos de su agonía en
el huerto de los Olivos. Antes de que lo vean en su angustia mortal les hace
el presente de contemplarlo como triunfador del poder de la muerte. Él tiene
poder sobre la muerte de la muchacha; transfigurado, triunfa también de su
propia muerte. Sólo elige tres, porque tres testigos son más que suficientes
para la prueba de una verdad (Deu 19:15). Probablemente sólo toma a tres
para que le acompañen al monte, porque la glorificación de Jesús debe ser un
misterio de fe hasta su venida gloriosa, como también el resucitado sólo
apareció a los testigos señalados de antemano por Dios (Hec 10:41).
29 Y mientras estaba orando, el aspecto de su rostro se transformó, y su
ropaje se volvió de una blancura deslumbrante.
El mundo divino se muestra en resplandores de luz. «Tú te cubres de luz como
con un manto» (Sal 104:2; 1Ti 6:16). La gloria de Dios brilla como un
relámpago y penetra entera la persona de Cristo, hasta sus vestiduras. Jesús
se manifiesta como el Cristo de Dios, como ha de venir un día con el poder y
el esplendor de un soberano. Lo que confesó Pedro se hace ahora visible.
Dios manifestó a Jesús, mientras éste oraba. Durante la oración vino el
Espíritu sobre él en el bautismo. Orando muere, y ya comienza a brillar su
gloria en la confesión del centurión. Del bautismo arranca un arco que,
pasando por la transfiguración, se extiende hasta la resurrección. El camino
de la gloria es la confesión de la propia nada en la oración, la cual se
experimenta sobre todo en la muerte. En la oración se expresa la prontitud
para la entrega a la voluntad de Dios, se sientan las bases para el don de
la glorificación por Dios.
30 Y he aquí que dos hombres conversaban con él; eran Moisés y Elías, 31
que, aparecidos en gloria, hablaban de la muerte que había de sufrir él en
Jerusalén.
El resplandor de la gloria de Dios envuelve también a los dos hombres que se
aparecen y los muestra como figuras celestiales. Los evangelistas ven en
ellos a Moisés y Elías. De los dos se decían que habían sido trasladados al
cielo. Ambos son «profetas, poderosos en obras y en palabras», ambos fueron
puestos en estrecha relación con la venida del Mesías: Elías fue preparador
del camino del Mesías, Moisés fue su imagen y modelo según el dicho de los
doctores de la ley: Como el primer redentor (Moisés), así el segundo (el
Mesías). Ambos son figuras de la pasión. Los Hechos de los apóstoles
presentan a Moisés como siervo de Dios incomprendido y repudiado (Hec
7:17-44), Elías se queja ante Dios de que sus adversarios conspiran contra
su vida (lRe 19,10). La imagen de Elías asoma ya en la resurrección del hijo
de la viuda de Naím, la de Moisés en la multiplicación de los panes para dar
de comer al pueblo en el desierto. Las dos grandes figuras del Antiguo
Testamento brillan en el resplandor de la gloria de Dios, pero ambos
tuvieron que pasar antes por el sufrimiento. En ellos se diseña el camino de
Jesús: por la pasión a la gloria de Dios, por el destino del siervo de Dios
al divino esplendor del Mesías. Las dos grandes figuras del Mesías hablaban
de la muerte que había de sufrir él en Jerusalén. Ambos confirman el anuncio
de la pasión y de la muerte. El sufrimiento y la muerte forman parte del
designio trazado por Dios mismo, hacía mucho tiempo, en la Escritura, en la
ley y en los profetas. Tenía que cumplirse en Jerusalén (Luc 9:51; Luc
13:22; Luc 17:11; Luc 18:31; Luc 19:11; Luc 24:36-53; Hec 1:4-13): la muerte
y la glorificación. Allí termina su camino y comienza su gloria. La muerte
de Cristo en Jerusalén es el punto central de la historia salvífica. Hacia
este punto miran los grandes hombres del tiempo anterior, hacia él mira
también la Iglesia. La muerte de Jesús en Jerusalén es el comienzo del
tiempo final; este, en efecto, lleva a perfección lo que había comenzado en
la muerte.
32 Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño. Pero, una vez bien
despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que con él
estaban. 33 Y cuando éstos se disponían a separarse de él, dijo Pedro a
Jesús: ¡Maestro! ¡Qué bueno sería quedarnos aquí! Vamos a hacer tres
tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Esto dijo sin
saber lo que decía.
¿Hay que ver conexiones entre el monte de la transfiguración y el monte de
los Olivos, en el que la pasión comenzó? En ambos lugares están dormidos los
tres discípulos y testigos elegidos, mientras Jesús ora. Cuando «se levantó
de la oración, fue hacia sus discípulos y los encontró dormidos por causa de
la tristeza» (22,45). En el monte de la transfiguración despiertan y
perciben su gloria; en el monte de los Olivos son despertados por el Señor,
y a continuación aparece ya el traidor (22,47). El camino de la gloria pasa
por el sufrimiento, por la pasión. Sólo los que velan en oración comprenden
este camino.
Pedro quiere retener la aparición en tres tiendas. Cuando Dios viene al
hombre, habita en la tienda. Así sucedía en el desierto cuando Dios moraba
con su pueblo en el tabernáculo de la Alianza, y así se dice también en
forma figurada con respecto al tiempo final: «Aquí está la tienda de Dios
con los hombres; y morará con ellos: y ellos serán sus pueblos, y Dios mismo
con ellos estará» (Rev 21:3).
Pedro piensa que se ha iniciado ya el reino de Dios, que ha comenzado ya la
era mesiánica, que Dios y sus santos habitan ya en su pueblo, por lo cual es
conveniente que los tres discípulos estén allí. En efecto, ahora podían
ellos construir las tiendas. ¡Cómo se reflejan en las representaciones
humanas los grandes hechos salvíficos de Dios!
El apóstol no sabía lo que decía. Con Jesús ha aparecido la gloria
mesiánica, pero sólo por pocos momentos. Todavía no se puede retener. Antes
hay que andar el camino hasta Jerusalén, donde aguarda la muerte. Tampoco
los discípulos pueden todavía retener la gloria, también a ellos les es
necesario caminar: tienen que partir a través de la muerte. Esta ley se
aplica, no sólo a los tres, sino a todos los discípulos a través del tiempo
de la Iglesia. Todavía no podemos retener (Jua 20:17), sino que debemos
seguir caminando con constancia decidiéndonos una y otra vez por la palabra
de Dios...
34 Mientras él hablaba así, se formó una nube que los envolvió, y quedaron
aterrados cuando se vieron dentro de ella. 35 Y de la nube salió una voz que
decía. éste es mi Hijo, el elegido; escuchadlo.
La nube es señal de la presencia de Dios (Cf. 1,35; Exo 16:10; Exo 19:9),
que confiere gracia o que castiga. Acompaña al pueblo de Dios en su
peregrinación por el desierto (Exo 14:20), envuelve al monte Sinaí cuando
desciende Dios en la figura del fuego para manifestar su voluntad (Exo 19:16
ss). Una nube llenó el templo cuando fue consagrado; en él se posa la gloria
de Dios (1Re 8:10 ss). El comienzo del tiempo final está acompañado de nubes
(Sof 1:15; Eze 30:18; Eze 34:12; Joe 2:2). La nube que en el monte de la
transfiguración envuelve a Moisés y a Elías manifiesta la presencia de Dios,
la gloria divina de Jesús, la anticipación del tiempo final. «Entonces
aparecerá su gloria, y asimismo la nube, como se manifestó al tiempo de
Moisés y cuando Salomón pidió que el templo fuese gloriosamente santificado»
(2Ma 2:8). A los discípulos se ha dado a conocer el «futuro de Dios».
Sobre el monte de la transfiguración se alza un nuevo santuario. Dios
establece en forma nueva su presencia entre los hombres, erige un nuevo
templo. Ya no es el templo de Jerusalén el lugar de la manifestación y del
culto de Dios, sino Jesús, al que apuntaba el Antiguo Testamento. Cristo,
que pasando por la pasión y la muerte ha sido glorificado, es presencia,
manifestación y centro del nuevo culto divino.
Desde esta nueva tienda de Dios entre los hombres da Dios mismo su
revelación y con su palabra declara que Jesús es su Hijo, el elegido. En él
se cumple lo que había profetizado Isaías acerca del siervo de Yahveh: «He
aquí a mi siervo, a quien sostengo yo, mi elegido, en quien se complace mi
alma. He puesto mi espíritu sobre él, y él dará la ley a las naciones» (Isa
42:1). Los enemigos de Jesús se mofarán de él junto a la cruz diciendo: «Que
se salve a sí mismo, si él es el ungido de Dios, el elegido» (Lc.23:35). La
voz de los enemigos recusa la reivindicación mesiánica por causa de la
pasión. Cristo es el elegido, no sólo en la pasión, ni tampoco sólo a pesar
de la pasión, sino precisamente por la pasión. Dios lo ha elegido, lo ha
hecho Hijo de Dios y ungido de Dios, porque él va a la gloria a través de la
pasión y la muerte.
Escuchadlo. La voz de Dios repite lo que había dicho Moisés sobre el profeta
venidero: «Un profeta os suscitará Dios, el Señor, de entre vuestros
hermanos como a mí; lo escucharéis en todo lo que os hable. Todo el que no
escuche a tal profeta será exterminado del pueblo» (Hec 3:22s; Deu
18:15.19). La ley que promulga Jesús a los tres apóstoles en el monte de la
transfiguración reza así: Por la pasión y la muerte, a la resurrección y a
la gloria. Esta es la ley de Cristo, la ley de sus discípulos, la ley de la
Iglesia, la ley de los sacramentos y de la vida cristiana.
36 Y al acabarse de oír la voz, encontraron a Jesús solo. Ellos guardaron
silencio y, por entonces, a nadie refirieron nada de lo que habían visto.
La epifanía dura poco. Encontró a Jesús solo. Jesús, «siendo de condición
divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo,
tomando condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp
2:6s). Descendió del Padre a Nazaret, después de la epifanía del bautismo se
dirigió al desierto, tras la gran revelación en Nazaret fue a Cafarnaúm...
estaba solo, incomprendido...
Los discípulos, mientras estuvo Jesús con ellos, no hablaron a nadie de lo
que habían visto. Ven el reino de Dios y sus misterios. Pero el mayor
misterio es éste: que la gloria del reino se inicia con la muerte de Jesús,
que el salvador da la salvación por el camino del sufrimiento.
¿Quién estaba maduro para soportar este misterio del reino de Dios?
(STÖGER, A., El Evangelio de San Lucas, en El Nuevo Testamento y su mensaje,
Herder, Barcelona, 1969)
Volver Arriba
Comentario Teológico: Benedicto XVI - La Transfiguración
En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la
transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia
temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe:
«Unos ocho días después...» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos
acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están
relacionados uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en
ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos
ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de
la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa
interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con
palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la
«exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la
cruz. Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación
temporal. Existen dos interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen
una a otra.
(...)
Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte
alto, a solas (cf. Mc 9, 2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el
monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como
imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están
inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación
con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y
Abihú, además de los setenta ancianos de Israel.
De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches
que Jesús pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de
Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de
Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran
predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el
monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la
ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio
sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno
poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo
también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del
Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión
y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el
que la revelación se hace liturgia.
En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar
sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la
subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación
del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la
creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su
belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La
historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y
la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el
sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado
en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación
de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en
persona.
«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con
un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se
volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero
del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro
resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz»
(17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la
subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí,
explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos:
«Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de
blanco» (9, 29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve
claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la
íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En
su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se
percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y
lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de
Dios, su propio ser luz como Hijo.
Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su
diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí... no sabía que tenía
radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29). Al
hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace
resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y
que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece
desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz.
Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la
transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura
apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de
los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los
vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7,
9.13; 19, 14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son
blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es
decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su
pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que
habíamos perdido por el pecado (cf. Ec 15, 22). A través del bautismo nos
revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.
Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado
explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición
visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas
nos cuenta —al menos en una breve indicación—de qué hablaban los dos grandes
testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte,
que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la
cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que
debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta
vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en
la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas.
Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es
la «esperanza de Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además,
el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo
de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés
y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión.
Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión
de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente
que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de
Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría.
En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos
mantienen con Jesús mientras baan del «monte alto». Jesús habla con ellos
de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone
obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le
preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice
al respecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué
está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser
despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han
querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 9-13). Jesús confirma así, por
una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige
y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica la Elías
que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del
Bautista ha tenido lugar la venida de Elías.
Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del
Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así
abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad
preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión.
Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de
él» (Mc 9, 13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del
Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las
tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era
considerado «como el único que se había librado del martirio durante la
persecución; a su regreso... también él debe sufrir la muerte» (Pesch,
Markusevangelium II, p. 80).
De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre
sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a
la Escritura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las
esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y
debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos
introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que
aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el
Resucitado.
Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están
impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se
apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que
sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan
casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y
entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «... no sabía lo
que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres
chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5).
Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en
éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios.
¿Tienen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar
la aparición? Hartmut Gese lo discute y opina que el auténtico punto de
referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se describe la
«ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó
«fuera del campamento�� la tienda del encuentro, sobre la que descendió
después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara,
como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro querría aquí
dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también
tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos
podría confirmarlo. (…)
(…)
Teniendo en cuenta esta panorámica, volvamos de nuevo al relato de la
transfiguración. «Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la
nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). La nube sagrada, es el
signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del
encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre
la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora
«con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de
Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú
eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11).
Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el
imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación
con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como
trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte
la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con
referencia a Jesús: «Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta escena de un
modo bastante acertado: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina
de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor
autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con esto concluye la aparición:
su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los
discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de
nuevo: «Escuchadlo».
Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la
transfiguración como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico—, podemos
entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la confesión
de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato de
la transfiguración, por otro: «Y añadió: "Os aseguro que algunos de los aquí
presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios"» (9,
1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes
seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de
Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa?
Rudolf Pesch (II 2, p, 66s) ha mostrado convincentemente que la posición de
estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se
refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos —los tres que acompañan
a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán una experiencia de la llegada
del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven resplandecer en
Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la
nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús
transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la
verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo
es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder»
(dýnamis) del reino que llega en Cristo.
Pero precisamente en el encuentro aterrador con la gloria de Dios en Jesús
tienen que aprender lo que Pablo dice a los discípulos de todos los tiempos
en la Primera Carta a los Corintios: «Nosotros predicamos a Cristo
crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para
los llamados a Cristo —judíos o griegos—, poder (dýnamis) de Dios y
sabiduría de Dios» (1, 23s) Este «poder» (dýnamis) del reino futuro se les
muestra en Jesús transfigurado, que con los testigos de la Antigua Alianza
habla de la «necesidad» de su pasión como camino hacia la gloria (cf. Lc 24,
26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introduciendo así poco a
poco en toda la profundidad del misterio de Jesús.
(JOSEPH RATZINGER-BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret (Primera Parte), Editorial
Planeta, Santiago de Chile, 2007, pp. 356-370)
Volver Arriba
Santos Padres: San Ambrosio - La Transfiguración (Lc 9, 28-36)
¿Por qué afirmó el evangelista: a los ocho días de dichas estas palabras?
¿No será, acaso, porque quien oye las palabras de Cristo y cree en ellas,
verá su gloria en el tiempo de su resurrección? En realidad, la
resurrección se llevó a cabo en el octavo día, y, por eso muchas veces los
salmos llevan como título: para la octava. Puede ser también que con ello
nos quiera mostrar por qué Él había dicho que todo el que, por causa de la
palabra de Dios, pierde su alma, la salvará, porque cumplirá en él sus
promesas en el día de la resurrección.
Pero Mateo y Marcos mencionan que fueron conducidos seis días después. Y,
por lo mismo, nosotros podemos decir que esto tuvo lugar después de seis mil
años —pues mil años ante los ojos de Dios son como un día (Ps 89,4)—, pero
se puede decir también que más de seis mil años, y preferimos ver los seis
días como un símbolo, ya que en seis días fue creado todo el mundo, y esto
para que por el tiempo comprendamos las obras y por éstas el mundo. Así es
como se nos ha revelado la resurrección futura que tendrá lugar al fin del
mundo, o puede ser también que aquel que ha ascendido sobre la tierra,
espere, sentado en lo alto del cielo, el fruto eterno de la resurrección
futura.
Por eso hemos de trascender las cosas del mundo para poder ver a Dios cara a
cara. Sube a un monte, anuncia a Sión la buena nueva (Is 40,9). Si debe
subir a un monte quien anuncia a Sión, ¿cuánto más el que predica a Cristo y
a Cristo que resucita para la gloria? No hay duda que ha habido muchos que
vieron su cuerpo; ya que muchos hemos conocido a Cristo según la carne, pero
ahora ya no es así (2 Cor 5,16).
Muchos lo hemos conocido porque lo hemos visto —he aquí que lo hemos visto y
no tenía figura ni hermosura (Is 53,2) — sin embargo, sólo tres, y éstos
elegidos, fueron llevados al monte. Si no atendiese a la condición de
elegidos, yo creería que en estos tres está simbolizado místicamente todo el
género humano, ya que todos los hombres descienden de los tres hijos de Noé.
Quizás quiera enseñarnos que, entre todos los hombres, solamente merezcan
llegar a la gracia de la resurrección los que hubieren confesado a Cristo,
ya que los impíos no resucitarán para el juicio (Ps 1,5), aunque serán
castigados en virtud de un juicio, de algún modo celebrado. Tres, pues, son
elegidos para subir al monte, y se escoge a dos para aparecer junto al
Señor. Ambos números parecen sagrados. Y la razón es porque, seguramente
ninguno puede contemplar la gloria de la resurrección, sin que haya creído
perfectamente el misterio de la Trinidad con una fe pura y sincera. Así,
pues, subieron Pedro, que fue quien recibió las llaves del reino de los
cielos; Juan, a quien encomendó su Madre, y Santiago, que fue el primero en
tomar posesión del trono sacerdotal.
Entonces aparecen Moisés y Elías, es decir, la Ley y la Profecía, con el
Verbo; en realidad, ni la Ley puede existir sin el Verbo ni profeta alguno
puede haber vaticinado algo que no se refiera al Hijo de Dios. Y con esa
gloria corporal es, sin duda, como contemplaron a Moisés y a Elías los
"Hijos del Trueno"; pero también nosotros vemos diariamente a Moisés con el
Hijo de Dios, ya que, al leer amarás al Señor tu Dios, contemplamos la Ley
en el Evangelio; como también vemos a Elías con el Verbo cuando leemos: He
aquí que una virgen concebirá en su seno (Is 7,14) 8.
Por eso añade muy bien Lucas a este propósito que hablaban de su muerte, la
cual había de cumplirse en Jerusalén. No hay duda que los misterios te
instruyen acerca de su muerte. Y también hoy nos enseña Moisés y nos habla
Elías, y hoy también podemos ver a Moisés en un alto grado de gloria.
¿Quién no va a tener esa posibilidad, cuando el mismo pueblo judío lo pudo
ver y, aún más, lo vio? El contempló el rostro glorificado de Moisés, pero
se les interpuso un velo, ya que no subió al monte, que fue la razón por la
que cayó en el error. Quien sólo contempló a Moisés no pudo ver al mismo
tiempo al Verbo de Dios.
Descubramos, por tanto, nuestro rostro para que podamos contemplar a cara
descubierta la gloria de Dios y nos transemos en la misma imagen (2 Cor
3,18). Subamos al monte, imploremos al Verbo de Dios, que, "ya que es fuerte
y avanza majestuosamente y reina" (Ps 44,3), se nos aparezca en su esplendor
y belleza. Sin embargo, todo esto es un misterio y encierra en sí mismo una
realidad más profunda; es decir, que para ti, el Verbo aumenta o decrece
según tu capacidad, y, si no subes más alto de la prudencia, no se te
aparecerá la Sabiduría ni entenderás los misterios, ni cuánta gloria y
hermosura se encuentra escondida en el Verbo de Dios, sino que para ti este
Verbo será como un cuerpo desprovisto de todo esplendor y hermosura (Is
53,2ss), o un hombre hecho una llaga, que soporta nuestras enfermedades, o,
finalmente, una especie de palabra pronunciada por un hombre que, aunque
vestida con el ropaje de las letras, no tiene ningún fulgor, propio del
poder del Espíritu. Pero, por el contrario, si, mientras contemplas al
hombre, crees firmemente que ese cuerpo fue engendrado por la Virgen, y,
poco a poco, la fe va penetrando en su procedencia del Espíritu de Dios,
entonces es cuando comienzas a subir al monte. Si comprendes que el que
pende de la cruz está como dominador de la muerte, y no como vencido, sino
como vencedor, y que la tierra tembló, el sol se ocultó, las tinieblas
invadieron los ojos de los incrédulos, los sepulcros se abrieron, los
muertos resucitaron, y todo esto para que fuera una señal de que aquel
pueblo gentil, que estaba muerto para Dios, procede, por así decirlo, de
las, llagas abiertas de su cuerpo, y que El después resucitó, bañado por la
luz de la cruz; si te das cuenta plena de este misterio, has subido a un
monte muy alto y, allí, contemplarás otras grandezas del Verbo.
Se veían en El vestidos propios de la parte superior de la persona y otros
de la inferior. Parece posible que los vestidos del Verbo simbolicen las
palabras de la Escritura, como si fueran una especie de indumentaria del
pensamiento divino, porque, del mismo modo que a Pedro, Juan y Santiago se
les apareció con otro aspecto y su vestido resplandeció de blancura, así
también el sentido de las divinas Escrituras se te hará transparente a los
ojos de tu inteligencia. Así es como la palabra divina se vuelve como la
nieve, y los vestidos del Verbo se blanquean con una intensidad como no lo
puede blanquear lavandero alguno sobre la tierra (Mc 9,26).
Tratemos de buscar a este lavandero y a esta nieve. Leemos que Isaías subió
a la finca de un lavandero (Is 7,3). Ahora bien, ¿quién es esté lavandero,
sino Aquel que tiene casi por oficio lavar nuestros pecados? El mismo es
quien ha dicho: aunque vuestros delitos fuesen como la grana, quedarán
blancos como la nieve (Is 1,18). ¿Quién es este lavandero, sino el que, una
vez que nos hubo borrado todos los pecados corporales, se dedicó a poner al
sol divino los vestidos de nuestro espíritu y el ropaje de nuestras
virtudes?
También tengo oído, y tomo con esto un argumento para refutar a los
adversarios, que alguien ha comparado la elocuencia de dos hombres
prudentes a la nieve y a las abejas. También he visto que David dijo: ¡Cuán
dulce son a mi paladar tus preceptos, ellos son para mi boca más agradables
que la miel! (Ps 118,103), y más adelante: Tu palabra es para mis pies como
esa antorcha, es la luz de mis pasos (ibíd., 105). La palabra de Dios es luz
y es nieve. La palabra de Dios supera a la miel del panal (Ps 18,11), porque
de los labios divinos proceden palabras más dulces que la miel y su claro
mensaje desciende suavemente como la nieve a llenar palabras vacías. En
verdad, este lenguaje que, descendiendo del cielo a la tierra, fecundó los
campos áridos de nuestros corazones, sólo puede ser comparado a la nieve. Y
para ver que esto no es algo arbitrario, sino que es una deducción sacada
del texto de la Escritura, el mismo Dios lo atestigua, diciendo: Caiga a
gotas como la lluvia mi doctrina y desciendan mis palabras como el rocío,
como la llovizna sobre la hierba, como la nieve sobre el césped (Deut 32,2).
¡Ojalá, Señor Jesús, reverdezca mi alma con el rocío lluvia! ¡Ojalá empapes
mi tierra con el candor de esa nieve, para que las partes áridas de mi
cuerpo en primavera no se agosten por un calor prematuro, antes bien, la
semilla de la palabra celestial, oculta en la tierra, se fecundice al
ponerse en contacto con esa nieve que alimenta! Cuando la nieve visita la
tierra, las aves del cielo no tienen dónde habitar, pero gracias a ella la
recolección del trigo se lleva a cabo con más exuberancia que de ordinario.
Pedro contempló este espectáculo, como también lo vieron los que con él
estaban, aunque estuvieron dominados por el sueño; y es que, el esplendor
incomprensible de la divinidad hace callar por completo los sentidos de
nuestro cuerpo. En efecto, si la pupila de los ojos de la carne no puede
aguantar la incidencia de un rayo de sol de frente, ¿cómo la corrupción,
propia de los miembros humanos, podrá soportar la gloria de Dios? Y por eso
el cuerpo, una vez desligado de las torpezas de los vicios, adquiere una
forma más pura y sutil. Y quizás era por esto por lo que se dejaron dominar
por el sueño, con el fin de contemplar la imagen de la resurrección después
del descanso. Y así, al despertar, pudieron ver su majestad; pues para poder
ver la gloria de Cristo hay que estar vigilando. Pedro se extasió de
alegría, y los placeres de este mundo ya no le atraían, antes, por el
contrario, fue conquistado por la belleza de la resurrección.
Y exclamó: ¡Qué agradable nos resulta estar aquí! —también otro ha dicho :
En verdad, para mí es mucho mejor morir y estar con Cristo (Phil 1,23)—,
pero, no contento con la alabanza, ofrece el servicio de una entrega común
y, cual laborioso obrero, no sólo llevado de un sentimiento, sino también
con una disposición efectiva, que es más excelente, se presta a edificar
tres tiendas. Y aunque es cierto que no sabía lo que decía, sin embargo,
prometía su trabajo, en el cual no era una petulancia irreflexiva, sino una
entrega, a la verdad, poco madura, la que multiplicaba los frutos de la
piedad. Realmente lo que no sabía era fruto de su condición humana, pero lo
que prometía era un producto de su deseo de entrega. Es cierto que la
humana condición, mientras vive en este corruptible y mortal cuerpo, no sabe
fabricar una morada digna de Dios. Por tanto, no presumas entender lo que
no te es lícito saber, sea en lo tocante al alma, al cuerpo o a otras
realidades. Pues si Pedro no lo logró comprender, ¿cómo lo vas a poder
entender tú? Si lo ignoró aquel que se había entregado y que, a causa de su
grandeza de alma, no conocía los límites del cuerpo, ¿cómo lo vamos a
comprender nosotros que, por una especie de torpor de la mente, nos
encontramos prisioneros en la cárcel de la carne? Con todo, la completa
entrega fue del agrado de Dios.
Y mientras decía esto, apareció una nube que los cubrió. Esta sombra procede
del Espíritu divino, y es una sombra que no oscurece los corazones de los
hombres, sino que les revela las cosas ocultas. Es la misma que aquella de
la que se hace mención en otro lugar cuando dice el ángel: y la virtud del
Altísimo te cubrirá con su sombra (Lc 1,35). Y el resultado aparece cuando
oye la voz que dice:
Este es mi Hijo muy amado, oídle, que es lo mismo que el Hijo no es ni Elías
ni Moisés, sino solamente este que veis; pues aquéllos se retiraron hacia
atrás cuando el Señor comenzó a señalar. Date cuenta, por tanto, cómo la fe
perfecta, consiste en conocer al Hijo de Dios (Jn 17,3), no es sólo propia
de los principiantes, sino también de los perfectos y, aún más, de los
bienaventurados. Pero, puesto que ya lo hemos tratado antes, date cuenta
que esta nube no es una elaboración de la humedad nebulosa de montes
humeantes (Ps 103,32) ni una sombra vaporosa de aire condensado que oscurece
el cielo con el tinte apagado de las tinieblas, sino que es una nube
luminosa que no daña con lluvias torrenciales ni con el aluvión de aguas que
causan desperfectos, antes, por el contrario, su rocío, enviado por la voz
del Dios omnipotente, impregna de fe las almas de los hombres.
Y apenas se había escuchado la voz, encontraron a Jesús solo. Este fue el
hecho, que, siendo tres los que estaban presentes, no se vio más que a uno.
Al principio se contempla a los tres, al final sólo a uno; y es que, en
efecto, por la fe perfecta, los tres se hacen uno solo. Es el mismo Señor
quien, al final de su vida, pide a su Padre que todos sean uno (Jn 17,2). Y
no sólo Moisés y Elías son uno en Cristo, sino que también nosotros somos
el mismo cuerpo de Cristo (Rom 12,5). Y de la misma manera que ellos fueron
incorporados a Cristo, nosotros también lo seremos en Cristo Jesús; otra
interpretación es que la Ley y los Profetas proceden del Verbo; y otra
tercera es que todo aquello que tiene origen en el Verbo, en El encuentra
también su fin, ya que el fin de la Ley es Cristo, para la justificación de
todo creyente (Rom 10,4).
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nº 7-21, BAC,
Madrid, 1966, pp. 349-356)
Volver Arriba
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - Por la Cruz a la Luz (Lc 9,
28-36)
El domingo pasado vimos cómo Jesús se dejó guiar al desierto por el Espíritu
Santo para ser allí tentado, preparando de este modo su ministerio público.
El Evangelio que hoy hemos leído se sitúa al final de dicho ministerio. El
tiempo de la Pasión ya se aproxima. Jesús ha predicado incansablemente su
buena nueva, confirmándola con milagros y refrendándola con la perfección de
su conducta. Sin embargo, pocos son los que han escuchado su mensaje con
docilidad de corazón. Los jefes religiosos del judaísmo lo han rechazado y
comienzan a urdir planes para eliminarlo.
En este contexto, el Señor comienza a ocuparse con mayor intensidad de la
formación de sus apóstoles, aquellos que llevarán su mensaje de salvación a
todo el mundo cuando Él "vuelva al Padre". Es interesante destacar cómo
Jesús amó con amor de predilección a tres de sus discípulos, a los cuales
asoció de una manera especialmente íntima en los momentos culminantes de su
vida. A ellos les revelaría los secretos más recónditos de su divino
corazón. Son ellos: Pedro, Juan y Santiago. Estos tres apóstoles parecen
poseer en común un especial componente en su carácter: son lo que ya los
filósofos antiguos llamaban "almas grandes" o, en otras palabras, hombres
magnánimos. Aspiran, como lo demuestran sendos pasajes evangélicos, a la
"mejor parte", poseen una fuerte personalidad, desean ardientemente un
lugar de privilegio en el Reino de Dios. Pedro responde afirmativamente y
con gran seguridad ante la pregunta de Jesús que lo interroga: ¿Pedro, me
amas más que éstos? Santiago y Juan piden a Jesús, por intermedio de su
madre, ocupar los dos lugares de privilegio, a la derecha y a la izquierda,
en el futuro Reino que el Señor ha prometido instaurar; el Evangelio nos
dice que por su carácter impetuoso y decidido eran llamados "hijos del
trueno".
Almas grandes, pues, que aspiran a grandes empresas, dispuestas para ello a
pasar por las mismas pruebas que el Señor deberá afrontar, hasta "beber su
mismo cáliz". Ciertamente que estas aspiraciones están aún impregnadas de
miserias humanas, de falsa confianza en las propias fuerzas y no en la
gracia de Dios. Jesús purificará por el dolor y la humillación esas
tendencias para transformarlas en oro acrisolado. Sin embargo, podemos
retener como enseñanza que Dios ama a las almas generosas, capaces de
aspirar a los bienes mayores, aborreciendo la chatura propia de la
mediocridad. Hay quien no peca grandemente, ni ama tampoco con gran corazón.
Jesús dice de María Magdalena: "Mucho se le ha perdonado porque mucho ha
amado".
Si nuestro corazón es ardiente y magnánimo como el de Pedro, Santiago y
Juan, Dios nos hará partícipes de los secretos de su Reino, que ha reservado
a quienes lo aman. También nosotros, muy probablemente, nos dejaremos
muchas veces guiar por una falsa seguridad en nuestras propias fuerzas, nos
declararemos dispuestos a beber el cáliz del Señor sin habernos retirado
con Él al desierto al que el Espíritu Santo nos atrae para purificamos de
las escorias del pecado, pero si sabemos escuchar la voz de Dios y unir a la
magnanimidad la humildad de corazón, el Señor no dejará de saciar la sed que
Él mismo ha suscitado en nosotros. "Si alguno me ama, mi Padre lo amará
también, vendremos a él y haremos morada en él". Aquella "alma grande", que
era San Pablo, terrible perseguidor de la Iglesia primero y ardiente apóstol
luego, nos dice: "Hermanos, aspirad a los bienes más perfectos".
Por el misterio de la Transfiguración, el Señor quiere preparar a sus
discípulos predilectos a la gran prueba que se avecina. Todo el odio del
demonio y del mundo están por abatirse sobre el cordero que quita los
pecados del mundo. La divinidad de Jesucristo quedará más que nunca
invisible a los ojos demasiado humanos aún de sus apóstoles. ¿Cómo
comprender que aquel que era capaz de curar a ciegos de nacimiento con una
sola palabra de su boca, de resucitar a los muertos, de multiplicar pocos
pedazos de pan y saciar a cinco mil hombres, deba morir escarnecido,
escupido y aparentemente impotente en el suplicio reservado a los peores
criminales? ¿Qué designios misteriosos pueden justificar aquello que para
los judíos es un escándalo y para los paganos una locura?
Los apóstoles no están preparados para soportar la prueba de la Fe, de una
noche oscura que se hará más cerrada que nunca. El Señor los dispone a dicho
trance mostrando a sus ojos aún carnales, sólo por un momento, la gloria de
la divinidad que se esconde tras el velo de su naturaleza humana. Les hace
gustar un instante de gloria para prepararlos a la cruz, que es el único
camino hacia la misma. Por la cruz a la luz. La reacción de Pedro ante esta
experiencia divina: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí!", es aquella que se
verifica con frecuencia en cada uno de nosotros: "¿Por qué es necesaria la
cruz? ¿Por qué no gozar desde ya de la visión cara a cara de aquel que puede
saciar los deseos más recónditos de nuestro corazón? ¿Por qué un Mesías
sufriente que busca discípulos que lleven su cruz?". En estas preguntas que
el hombre se hace ante el misterio del dolor se esconde toda la nostalgia
que tenemos de aquella presencia divina para la cual Dios ha creado nuestro
corazón.
El evangelista San Lucas, que al escribir este evangelio ya había sido
iluminado por la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, comenta: "Él no
sabía lo que decía". Como advertimos en el evangelio del domingo pasado, es
propio del demonio proponer la gloría sin la cruz, prometer la felicidad
sin pasar por el Calvario, por la purificación interior, por la noche oscura
de la Fe.
Queridos hermanos, también a nosotros Jesucristo nos muestra su gloria para
que comprendamos que lo que lo mueve a seguir caminando hacia Jerusalén es
su deseo ardiente de glorificar a su Padre y de ganar nuestra salvación. Su
muerte sería aceptada voluntariamente, su causa última no sería sino el
amor. Un exceso de amor, como lo manifiesta su sed por tomar nuestro lugar
en el altar del sacrificio.
El Señor nos invita a amarlo como Él nos amó primero, cuando aún éramos sus
enemigos por el pecado. “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se
entregó por mí”, dice San Pablo. Amor con amor se paga. Sin embargo, Jesús
sabe de la debilidad de nuestra Fe, y por ello muchas veces, a lo largo de
nuestro peregrinar en medio de las pruebas de esta vida terrena, nos ilumina
con los resplandores de su gloria, hasta que por fin seamos semejantes a Él
"porque lo veremos tal cual es".
Jesús nos ilumina de múltiples maneras. Lo hace en la oración, ofreciéndonos
el regalo de su presencia, de su voz interior; en los sacramentos,
concediéndonos su gracia; en la Sagrada Escritura, que esclarece el camino
de nuestra vida; en la mano tendida de un hermano en la fe, que nos conforta
con su testimonio de vida y nos aconseja con su palabra; en el amor de una
familia cristiana; en el inocente resplandor de los ojos de un niño; en la
maravilla de una obra de arte o de una puesta de sol. Demos gracias a Dios
por todo ello. No le pidamos el reposo antes del buen combate. Pidámosle tan
sólo su gracia hasta que nos llame para recibir de su misericordia la
"corona de gloria" Amén.
(ALFREDO SÁENZ, SJ, Palabra y Vida Homilías dominicales y Festivas, Ciclo C,
Ed. Gladius, Buenos Aires, 1994, pp. 99-102)
Volver Arriba
Aplicación: Beato Dom Columba Marmion - En la cumbre del Tabor
Sigamos primero el relato evangélico, para ver luego de ahondar su sentido.
Corría el último año de la vida pública de Jesús. Hasta entonces habían sido
muy raras las alusiones a su futura Pasión, mas, como dice San Mateo: “Jesús
comenzó desde entonces a manifestar a sus discípulos que convenía fuese Él a
Jerusalén, y que allí padeciese por parte de sus enemigos, y que debía morir
y resucitar al tercer día". Y añadió: “Varios de los que aquí están, no han
de morir hasta que no hayan visto al Hijo del hombre aparecer en el
esplendor de su reino” (Mt 16, 21, 28)
Unos días después de esta predicción, toma consigo nuestro divino Salvador
algunos de sus discípulos, los tres apóstoles preferidos: Pedro, a quien
pocos días antes había prometido que fundaría sobre él su Iglesia: Santiago,
que había de ser el primer mártir del Colegio Apostólico, y Juan, el
discípulo amado.
Habíales ya elegido el Señor como testigos de la resurrección de la hija de
Jairo, mas ahora los conduce a un monte elevado para hacerlos testigos de
una manifestación mucho más espléndida de su divinidad. La tradición señala
el monte Tabor, que se levanta a una legua al Este de Nazaret, monte
aislado, de unos seiscientos metros de altura, alfombrado de rica
vegetación, y desde cuya cumbre se divisan por todos los lados grandes
horizontes.
En la cima, pues, de este monte, y huyendo del bullicio mundanal, “seorsum”,
se dirige Jesús con sus discípulos; y conforme acostumbraba, se puso en
oración, según registra San Lucas. Et facta est, dum oraret, species vultus
ejus altera (Lc 9, 29) “ y mientras oraba apareció diversa la figura de su
semblante, y su vestido se volvió blanco y radiante”, transfiguróse mientras
oraba. Su rostro resplandece como el sol, tórnanse sus vestidos blancos como
la nieve, y de pronto se ve envuelto en una atmósfera divina.
Al comenzar Jesús su oración, habíanse los Apóstoles dejado vencer del
sueño, cuando un fuerte resplandor los despierta: entonces contemplan a su
Maestro radiante de gloria, y ven a su lado a Moisés y a Elías conversando
con Él. Pedro lleno de gozo al ver la gloria de Jesús, fuera de sí y sin
saber lo que decía, exclama: Bonum est nos hic esse (Mt 17, 24; Mc 9, 4-5):
"Maestro, bien se está aquí". ¡0h Señor, qué bien se está contigo! Cesen,
pues, las luchas con los fariseos, los cansancios y fatigas de tantas
correrías: basta de humillaciones y asechanzas; quedémonos aquí y pongamos
tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías. Creíanse los
Apóstoles ya como en el cielo; tanta era la gloria que inundaba a Jesús, que
su sola vista bastaba para saciar los corazones de tres discípulos.
Todavía estaba Pedro hablando, cuando una nube refulgente vino a
envolverlos, y al mismo tiempo resonó desde la nube una voz que decía: "Este
es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias; escuchadle".
Al oírla, los Apóstoles quedaron sobrecogidos y llenos de miedo, y se
postraron ante Dios para adorarle.
Mas tocólos Jesús al instante, y les dijo: "Levantaos y no hayáis miedo".
Alzando ellos los ojos, "sólo vieron a Jesús": Neminem viderunt nisi solum
Jesum (Mt 17, 5-8). Vieron entonces a Jesús cual le veían antes de subir al
monte, cual estaban acostumbrados a verle; el mismo Jesús hijo del artesano
de Nazaret, el mismo Jesús que poco tiempo después había de morir en la
cruz.
II
He aquí el misterio tal como nos lo describe el Santo Evangelio. Veamos
ahora su sentido oculto, pues que todo en la vida de Jesús, Verbo encarnado,
tiene algún alto significado. Cristo, permitidme la expresión, es el gran
Sacramento de la nueva Ley, porque, al fin, un Sacramento tomado en sentido
lato, no es sino el signo sensible de una gracia interior; por consiguiente,
se puede decir que Cristo es el gran sacramento de todas las gracias que
Dios ha hecho al género humano.
Como dice el Apóstol San Juan: “Cristo apareció en medio de nosotros como
Hijo único de Dios lleno de gracia y de verdad”, y añade a renglón seguido:
"y todos debemos participar de su plenitud" (Jn 1, 14.16) . Jesús nos
comunica en sus misterios las gracias, por habérnoslas merecido como Hombre
Dios, y por haberle constituido el Padre Eterno único- pontífice y- supremo
mediador.
Los misterios del Señor, corno ya os tengo dicho, deben servirnos como
motivos de contemplación, de admiración y de culto; debemos ver en ellos
como otros tantos sacramentos que producen en nosotros su gracia propia, en
proporción de nuestra fe y de nuestro amor.
Esto mismo sucede con cada uno de sus estados, con cada tina de sus obras:
porque, si Cristo es siempre el Hijo de Dios, si en todo cuanto dice y hace
glorifica ante todas cosas a su Padre, sin separarnos jamás de su
pensamiento, también asigna a cada uno de sus misterios una gracia, para
ayudarnos a reproducir en nosotros su divina fisonomía y hacernos semejantes
a Él.
Hablando de la Transfiguración, el gran San León, dice: "El relato
evangélico que acabamos de oír nuestro espíritu, nos convida a indagar cuál
sea el sentido de este gran Misterio”. Es gracia muy precisa la de poder
penetrar el significado de los misterios de Jesús, porque –en ellos se halla
la vida eterna": Haec est vita aeterna (Jn 17,3). Nuestro Señor mismo decía
a sus discípulos que "esta gracia de espiritual inteligencia sólo la
concedía a los que se unían consigo": Vobis datum est nosse mysterium regni
Dei, caeteris in parabolis (Lc 8, 10).
Es tan importante para nuestras almas esta gracia, que la Iglesia, guiada
aquí como en todo por el Espíritu Santo, la pide un modo especial en la
Poscomunión de la fiesta.
Escuchad nuestra oración, Dios omnipotente, y haced que nuestras almas
purificadas comprendan bien los santos misterios de la Transfiguración de
vuestro Hijo, que acabamos de celebrar con solemne oficio. Ut sacrosancta
Filii tui Transfigurationis mysteria quae solemne celebramus officio
purificatae mentis intelligentia consequamur.
Veamos, pues, lo que significa este misterio primero para los Apóstoles, ya
que tuvo lugar en presencia de tres de ellos.
¿Por qué se transformó Cristo ante ellos? El mismo San León nos lo declara:
"El objeto principal de esta transfiguración era quitar del corazón de los
discípulos el escándalo de la cruz, y para Que las humillaciones de su
Pasión, libremente aceptadas, no viniesen a turbar su fe, una vez que les
fuera revelada la altísima, aunque oculta, dignidad del Hijo de Dios con los
oídos corporales, y que ha cautivado la atención de fe, una vez que les
fuera revelada la altísima, aunque oculta, dignidad del Hijo de Dios".
Los Apóstoles, que tenían íntimo trato con el divino Maestro y que, por otra
parte, no habían perdido la mentalidad judía respecto de los destinos de un
Mesías glorioso, no podían concebir que Cristo pudiese padecer. Ved a San
Pedro, príncipe del Colegio Apostólico, que poco tiempo antes había
proclamado, en presencia y en nombre de todos, la divinidad de Jesús: "Tú
eres el Cristo Hijo del Dios vivo" (Jn 17, 3). El amor que tenía al Señor y
la idea todavía rastrera que de su reino conservaba, le hacían rechazar la
otra idea de la muerte de su Maestro. Por eso, al predecirles Jesús
abiertamente su próxima Pasión, algunos días antes de la Transfiguración,
Pedro se había conmovido sobremanera, y tomando aparte a Jesús, había
protestado diciendo: “¿Ah, Señor, eso de ningún modo: no quiera Dios que tal
suceda!” Entonces le represente nuestro divino Salvador, y le dice:
“Apártate de, mí, Satanás (es decir, adversario), que quieres estorbar se
cumpla la voluntad del que me envió; tú no sabes ni has gustado las cosas de
Dios, sino que abrigas todavía pensamientos humanos (Lc 8, 10).
Tenía previsto, pues el Señor que sus Apóstoles no habían de conformarse con
sus humillaciones, y que su cruz sería para ellos ocasión de tropiezo. Si
eligió con preferencia a estos tres discípulos para que presenciaran su
Transfiguración, fue porque dentro de poco tiempo habían de ser éstos mismos
testigos de su flaqueza y congoja, de su inmensa tristeza y agonía en el
Huerto de las Olivas.
Con esto, al verle ahora transfigurado, los pertrecha contra el escándalo
que había de sufrir su fe al ver después a Jesús tan humillado: Por eso
quiere afianzarlos en la fe. ¿Cómo? Primero por este mismo misterio.
Jesucristo durante su vida mortal tenía las apariencias de un hombre como
los demás: Habitu inventus ut homo, dice San Pablo (Fp 2, 7), tanto que
muchos de los que le veían le tomaban por un hombre ordinario, aún entre sus
mismos parientes, sui, aún entre aquellos que, según costumbre de entonces,
el escritor sagrado denomina fratres Dominio (Cf. Jn7, 3). Estos mismos, al
oír su doctrina tan extraordinaria, le decían “que había perdido el juicio”
(Mc 3, 21), y los que le habían conocido en Nazaret, en el taller de José,
se preguntaban extrañados de dónde podía venirle tanta sabiduría. ¿Nonne hic
es fabri filius? (Mt 13, 55).
Había en Jesús, a no dudarlo, una virtud interior divina que irradiaba de Él
al obrar tantos prodigios: “Virtus de illo exibat et sanabat omnes” (Lc, 6
19); dejaba tras de sí un como perfume divino que atraía a las muchedumbres,
pues ocurría, según leemos en el Evangelio, que los judíos, aunque groseros
y carnales, hasta tres días sin comer, a trueque de seguirle (Mt. 15, 32)
La divinidad, sin embargo de ello, estaba en El velada por una carne mortal
y flaca; Jesús se hallaba sometido, a las condiciones ordinarias y variadas
de la vida humana débil y pasible: sujeto al hambre, y a la sed, al sueño y
al cansancio, a la fuga y a la lucha. Tal era el Cristo de todos los días,
tal la humilde existencia que los Apóstoles continuamente veían.
Mas ahora, en la montaña, le ven todo transfigurado, y los efluvios de la
divinidad atraviesan los velos de su santa Humanidad. El rostro de Jesús se
apareció radiante como el sol, y sus vestidos eran tan blancos cual copos de
pura nieve (Mc 9,2).
Comprenden con esto los Apóstoles que aquel Jesús es verdadero Dios, puesto
que los inunda la majestad de su divinidad y se les revela en toda su
integridad la gloría eterna de su Maestro. Aún más, aparecen al lado de
Jesús Moisés y Elías conversando con Él y adorándole.
Sabido es que para los Apóstoles, como para todos los Judíos fíeles, Moisés
y Elías eran los dos personajes que resumían toda su religión y todas sus
tradiciones patrias, como quiera que Moisés era su legislador y Elías
representaba a los profetas todos. La Ley y los Profetas, representados por
estos personajes, vienen a atestiguar que Cristo es el Mesías anunciado
tantos siglos y esperado. Podrán los fariseos emprenderla contra El, podrán
abandonarle sus discípulos, pero la presencia de Moisés y de Elías prueba a
Pedro y sus compañeros que Jesús respeta la ley y va de acuerdo con los
Profetas, que Cristo es el Enviado de Dios y el que ha de venir. En fin,
para digno remate de todos estos testimonios, y manifestar de una vez la
divinidad de Jesús, déjase oír la voz del Padre eterno, el cual proclama
desde arriba que Jesús es su Hijo, y Dios como Él mismo. Todo esto
contribuirá poderosamente a consolidar la fe de los Apóstoles en Aquel a
quien Pedro había reconocido ya como a Cristo e Hijo de Dios vivo.
(COLUMBA MARMION, Cristo en sus misterios, ED. LUMEN, Chile, pp. 285-ss.)
Volver Arriba
Aplicación: Mons. Fulton Sheen - La Transfiguración
Tres escenas importantes en la vida de nuestro Señor tuvieron efecto en las
montañas. En una de ellas predicó las bienaventuranzas, la práctica de las
cuales acarrearía la cruz de parte del mundo; en la segunda manifestó la
gloria que aguardaba detrás de la cruz; en la tercera se ofreció a sí mismo
a la muerte como preludio de su gloria y la de todos aquellos que habrían de
creer en su nombre.
El segundo incidente ocurrió sólo unas pocas semanas antes del
acontecimiento del Calvario, cuando llevó a una montaña a sus discípulos
Pedro, Santiago y Juan; Pedro, la «Roca»; Santiago, al destinado a ser el
primero de los apóstoles mártires, y Juan, el visionario de la futura gloria
del Apocalipsis. Estos tres se hallaban presentes en el momento en que
Jesús resucitó de entre los muertos a la hija de Jairo. Los tres necesitaban
aprender la lección de la cruz y rectificar su falsa concepción del Mesías.
Pedro había protestado con vehemencia contra la cruz, mientras que Santiago
y Juan habían ambicionado un trono en el futuro reino de los cielos. Los
tres dormirían más adelante en el huerto de Getsemaní, durante la agonía
del Señor. Para creer en su Calvario tenían que ver la gloria que
resplandecía detrás del escándalo de la cruz.
En la cima de la montaña, después de orar, se transfiguró ante ellos cuando
la gloria de su naturaleza divina atravesó los hilos de su ropaje terreno.
No era tanto una luz que brillaba desde fuera como la belleza de la
divinidad que refulgía desde dentro. No se trataba de la plena manifestación
de la divinidad, que ningún hombre podía contemplar sobre la tierra, ni
tampoco era su cuerpo glorificado, puesto que aún no había resucitado de
entre los muertos, pero poseía una propiedad de gloria. Su pesebre, su
oficio de carpintero, el oprobio recibido de sus enemigos fueron para Él
otras tantas humillaciones, pero adecuadamente estuvo acompañada cada una
de ellas de epifanía de gloria cuando los ángeles cantaron en su nacimiento
y se oyó la voz del Padre durante el bautismo en el Jordán.
Ahora que se está acercando al Calvario, una nueva gloria le circunda.
Nuevamente la voz le inviste con los ropajes del sacerdocio, para ofrecer el
sacrificio. La gloria que brilló a alrededor como al Templo de Dios, no era
algo con que estuviera envestido externamente, sino más bien expresión
natural de la hermosura inherente a aquel «que bajó del cielo». El milagro
no era aquella irradiación momentánea de su persona, sino más bien el hecho
que en el resto del tiempo aquella radiación estuviera reprimida. De la
misma manera que Moisés, después de haber hablado con Dios, puso un velo
sobre su rostro para ocultarlo a la vista del pueblo de Israel, así había
velado Cristo su gloria a los ojos de la humanidad. Pero por aquellos breves
instantes apartó el velo para que aquellos tres hombres pudieran contemplar
su aspecto glorioso; y la radiación de aquella gloria fue la proclamación
provisional del Hijo de la Justicia a todos los ojos humanos. A medida que
la cruz se aproximaba, su gloria iba en aumento. Así, es posible que la
venida del Anticristo, o la crucifixión final de la buena voluntad vaya
acompañada de una gloria extraordinaria de Cristo en sus miembros.
En el hombre, el cuerpo es una especie de jaula del alma. En Cristo, el
cuerpo era el templo de la Divinidad. En el jardín del Edén, sabemos que el
hombre y la mujer estaban desnudos, pero no sentían vergüenza. Ello es
debido a que antes del pecado lo gloria del alma atravesaba el cuerpo y le
brindaba una especie de ropaje. De la misma manera, en la transfiguración la
Divinidad brillaba a través de la naturaleza humana. Probablemente esto era
para Cristo algo más natural que aparecer con otro aspecto, es decir, sin
aquella gloria.
"Y mientras oraba, el aspecto de su rostro se hizo otro, y sus vestiduras se
tornaron blancas y resplandecientes ; y he aquí que dos hombres hablaban con
Él, los cuales eran Moisés y Elías, que aparecieron en la gloria, y hablaban
de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén". (Lc 9, 29-31)
El Antiguo Testamento estaba acercándose al Nuevo. Moisés, el promulgador de
la ley; Elías, el principal de los profetas. Ambos fueron vistos brillando
en la luz del mismo Cristo, el cual, como Hijo de Dios, fue quien dictó la
ley y envió a los profetas. El tema de la conversación de Moisés, Elías y
Cristo no era lo que éste había enseñado, sino su muerte de sacrificio; esto
era su deber como mediador, puesto que esta muerte de sacrificio era la
consumación de la ley, los profetas y los eternos designios de Dios.
Terminada su obra, Moisés y Elías señalaban hacia Él para ver cumplida la
redención.
Así se mantuvo en el propósito de ser «contado entre los transgresores»,
como Isaías había ya profetizado. Incluso en este momento de gloria, la
cruz es el tema de la conversación con sus visitantes celestiales. Pero se
trataba de una muerte vencida, de un pecado expiado y de una tumba vacía. La
luz de gloria que envolvía la escena era un gozo igual al del «ahora ya
puedo morir» que Jacob pronunció al ver a José, o como el nunc dimittis
pronunciado por Simeón al ver al divino Niño. ESQUILO, en su Agamenón,
describe un soldado que regresa a su tierra natal después de la guerra de
Troya, el cual en su alegría dice que siente deseos de morir. SHAKESPEARE
pone las mismas gozosas palabras en boca de Otelo después de los peligros de
un viaje:
"Si ahora fuera preciso morir, sería éste el momento más dichoso; porque
temo que mi alma posee ahora un gozo tan absoluto, que ninguna otra
satisfacción como ésta le reserva el ignorado sino".
Pero en el caso de nuestro Señor, como dijo san Pablo, «teniendo el gozo
puesto ante sí, padeció la cruz».
Lo que los apóstoles observaron como algo particularmente hermoso y
resplandeciente de gloria fueron su faz y su vestido; la faz, que más
adelante quedaría teñida en la sangre que manaría de una corona de espinas;
y sus vestiduras, que serían luego un ropaje de escarnio con que Herodes le
vestiría para mofarse de El vestido de luz gloriosa que ahora cubría su
cuerpo se convertiría en desnudez cuando su cuerpo fuera tan cruelmente
maltratado en otra montaña.
Mientras los apóstoles se hallaban contemplando aquella visión lo que
parecía ser el mismo vestíbulo del cielo, formándose una nube que los cubrió
con su sombra.
"Y he aquí una voz de la nube que decía: 'Éste es mi amado Hijo, en quien
tengo mi complacencia. Oídle a Él'". (Mt 17, 5)
Cuando Dios hace aparecer una nube es para manifestar que existen límites
que al hombre no le es dado trasponer. En su bautismo, los cielos se
abrieron; ahora, en la transfiguración se abrieron de nuevo para presentar a
Cristo como el mediador y para distinguirle de Moisés y de los profetas. Era
el cielo mismo el que le estaba enviando, no la perversa voluntad de los
hombres. En el bautismo, la voz del cielo era para Jesús mismo, para los
discípulos, en la colina de la transfiguración. Los gritos de
“¡Crucifícale!” habrían sólo sido insoportables para los oídos de ellos si
no hubieran sabido que era necesario que Hijo padeciera. No era Moisés y a
Elías a quienes tenían que oír, sino a aquel que en apariencia moriría como
un maestro cualquiera, pero que más que un profeta. La voz daba testimonio
de la unión inquebrantable e indivisa de Padre e Hijo; recordaba también las
palabras de Moisés de que a su debido tiempo suscitaría Dios de entre el
pueblo de Israel a uno igual a Él mismo, al cual ellos tendrían que oír.
Al despertar los apóstoles de aquella radiante visión, hallaron a su
portavoz, como casi siempre, en su compañero Pedro.
"Y sucedió que al tiempo que ellos se apartaban de Él, Pedro dijo a Jesús:
'Maestro, bueno es que nos estemos aquí. Hagamos, pues, tres enramadas: una
para ti, otra para Moisés, y otra para Elías', sin saber lo que decía". (Lc
9, 31)
Una semana antes Pedro estaba tratando de encontrar un camino que condujera
a la gloria sin necesidad de la cruz. Ahora imaginaba que la transfiguración
era un buen atajo para llegar a la salvación, teniendo un monte de las
Bienaventuranzas o un monte de la Transfiguración, sin el monte Calvario.
Era la segunda y vez que Pedro intentaba disuadir a nuestro Señor de ir a
Jerusalén a ser crucificado. Antes del Calvario, fue el que hablaba en
nombre de todos aquellos que quisieran entrar en la gloria sin tener que
comprarla mediante la abnegación y el sacrificio. En su vehemencia creía
Pedro que la gloria que Dios hacía bajar del cielo y que los ángeles habían
cantado en Belén podía establecer su tabernáculo entre los hombres sin
necesidad de librar una guerra contra el pecado. Pedro olvidaba que, así
como la paloma sólo después del diluvio pudo poner los pies en la tierra,
también ahora la verdadera paz viene sólo después de la crucifixión.
Igual que un niño, Pedro trataba de capitalizar y hacer que fuera permanente
aquella gloria transitoria. Para el Salvador, era una anticipación de lo que
se reflejaba desde el otro lado de la cruz; para Pedro, era una
manifestación de una gloria mesiánica terrena que era preciso almacenar y
conservar. El Señor, que llamó a Pedro «Satán» porque quería una corona sin
una cruz, le perdonó ahora este sentimiento humano exento de cruz porque
sabía que él «no sabía lo que decía». Pero, después de la resurrección Pedro
lo sabría. Entonces evocaría aquella escena con estas palabras:
"Con nuestros ojos hemos visto su majestad. Porque recibió de Dios Padre
honra y gloria, cuando una voz descendió a Él desde el esplendor de la
gloria, diciendo: 'Éste es mi amado Hijo, en quien tengo mi complacencia'.
Y esta voz la oímos nosotros enviada desde el cielo, estando con Él en el
santo monte.
Y también tenemos, más firme, la palabra profética; a la cual hacéis bien en
estar atentos, como a una lámpara que luce en lugar tenebroso, hasta que el
día esclarezca, y el lucero de la mañana nazca en vuestros corazones". (II
Ped 16-20)
(FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Ed. Herder, Barcelona, 1996, pp. 169-173)
Aplicación: Benedicto XVI - La gloria de Cristo
En este segundo domingo de Cuaresma la liturgia está dominada por el
episodio de la Transfiguración, que en Evangelio de san Lucas sigue
inmediatamente a la invitación del Maestro: "Si alguno quiere venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9, 23). Este
acontecimiento extraordinario nos alienta a seguir a Jesús.
San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a
través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido se
vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de
la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les
dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los
prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los
asalta permite a Pedro, Santiago y Juan "ver" la gloria de Jesús. Entonces
el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro
habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros
discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria
de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los
ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube:
"Este es mi Hijo, el elegido; escuchadlo" (v. 35).
Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un
vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus
ojos está "Jesús solo" (v. 36). Jesús está solo ante su Padre, mientras
reza, pero, al mismo tiempo, "Jesús solo" es todo lo que se les da a los
discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el
camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso
seguir, él que subiendo hacia Jerusalén dará la vida y un día "transfigurará
este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3,
21).
"Maestro, qué bien se está aquí" (Lc 9, 33): es la expresión de éxtasis de
Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del
Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por
Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la
peregrinación terrena, para que "Jesús solo" sea nuestra ley y su Palabra
sea el criterio que guíe nuestra existencia.
En este periodo cuaresmal invito a todos a meditar asiduamente el Evangelio.
Además, espero que en este Año sacerdotal los pastores "estén realmente
impregnados de la Palabra de Dios, la conozcan verdaderamente, la amen hasta
el punto de que realmente deje huella en su vida y forme su pensamiento"
(cf. Homilía de la misa Crismal, 9 de abril de 2009: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 17 de abril de 2009, p. 3). Que la Virgen María
nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor
para que podamos seguirlo cada día con alegría.
(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 28 de febrero de 2010)
Aplicación: P. Jorge Loring, S.J. - Escuchadle
1.- En el Evangelio de hoy se nos narra la Transfiguración de Jesucristo. Se
oye una voz del Padre que dice: «Éste es mi amado hijo, ESCUCHADLE».
2.-Si escucháramos el mensaje de Jesucristo el mundo sería una maravilla.
Decía el Papa Pío XII: «Si queremos un mundo mejor, hagamos mejores a los
hombres». No son las estructuras las que hacen UN MUNDO MEJOR. Son los
hombres que están en esas estructuras. Por eso dijo alguien con mucha
gracia: «Vamos a ser tú y yo buenos, y habrá dos pillos menos». La gran obra
en bien de la humanidad es hacer mejores a los hombres.
3.-Por eso fue un disparate lo que dijo en un mitin electoral el aspirante
socialista a Presidente del Gobierno de España hablando a los jóvenes: «Si
gano las elecciones habrá más deporte y menos religión».
4.- ¿Es que piensa que quitando la religión los hombres van a ser mejores?
5.-Por aquellos días nos estremeció la noticia de que en Murcia unos niños
de doce años habían martirizado a un amigo subnormal. Si estos niños se
hubieran formado católicamente no hubieran hecho eso.
6.-La falta de religión es la que fomenta la violencia, la lujuria, la
corrupción y el terrorismo.
7.- Los enemigos de la Iglesia la atacan diciendo que es intolerante, porque
no acepta el mal. Combatir el mal, es un bien. La Iglesia quiere hombres
buenos que sean bienhechores de la humanidad como un San Juan de Dios, un
San Vicente de Paúl, un San Pedro Nolasco, un San Pedro Claver, un San Juan
Bosco, y tantos santos que han sido bienhechores de la Humanidad. Hagamos
mejores a los hombres, y tendremos UN MUNDO MEJOR. Para eso, oigamos el
mensaje de Jesucristo como pide el Padre.
Párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica sugeridos por el
Directorio Homilético
Segundo domingo de Cuaresma (C)
CEC 554-556. 568: la Transfiguración
CEC 59, 145-146, 2570-2572: la obediencia de Abrahán
CEC 1000: la fe nos abre el camino para comprender el misterio de la
Resurrección
CEC 645, 999-1001: la resurrección de la carne
Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración.
554 A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios vivo, el Maestro "comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a
Jerusalén, y sufrir ... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día"
(Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23), los otros no lo
comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el
episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par.: 2 P
1, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro,
Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes
como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le "hablaban de su partida, que
estaba para cumplirse en Jerusalén" (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó
una voz desde el cielo que decía: "Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle"
(Lc 9, 35).
555 Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la
confesión de Pedro. Muestra también que para "entrar en su gloria" (Lc 24,
26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían
visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían
anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es
la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf.
Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: "Tota Trinitas
apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara"
("Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el
Espíritu en la nube luminosa" (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2):
Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran
capaces, tus discípulos han contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de
que cuando te vieran crucificado comprendiesen que Tu Pasión era voluntaria
y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre
(Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración,)
556 En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la
Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús "fue manifestado el
misterio de la primera regeneración": nuestro bautismo; la Transfiguración
"es es sacramento de la segunda regeneración": nuestra propia resurrección
(Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la
Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos
del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada
de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo
nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero ella nos
recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para
entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22):
Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña
(cf. Lc 9, 33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte.
Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en
la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida
desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino
desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y
tú, ¿vas a negarte a sufrir? (S. Agustín, serm. 78, 6).
568 La Transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los
Apóstoles ante la proximidad de la Pasión: la subida a un "monte alto"
prepara la subida al Calvario. Cristo, Cabeza de la Iglesia, manifiesta lo
que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos: "la esperanza de la
gloria" (Col 1, 27) (cf. S. León Magno, serm. 51, 3).
Dios elige a Abraham
59 Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo
"fuera de su tierra, de su patria y de su casa" (Gn 12,1), para hacer de él
"Abraham", es decir, "el padre de una multitud de naciones" (Gn 17,5): "En
ti serán benditas todas las naciones de la tierra" (Gn 12,3 LXX; cf. Ga
3,8).
Abraham, "el padre de todos los creyentes"
145 La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados
insiste particularmente en la fe de Abraham: "Por la fe, Abraham obedeció y
salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a
dónde iba" (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y
peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se otorgó
el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a
su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).
146 Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los
Hebreos: "La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades
que no se ven" (Hb 11,1). "Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como
justicia" (Rom 4,3; cf. Gn 15,6). Gracias a esta "fe poderosa" (Rom 4,20),
Abraham vino a ser "el padre de todos los creyentes" (Rom 4,11.18; cf. Gn
15,15).
La Promesa y la oración de la fe
2570 Cuando Dios le llama, Abraham parte "como se lo había dicho el Señor"
(Gn 12, 4): todo su corazón se somete a la Palabra y obedece. La obediencia
del corazón a Dios que llama es esencial a la oración, las palabras tienen
un valor relativo. Por eso, la oración de Abraham se expresa primeramente
con hechos: hombre de silencio, en cada etapa construye un altar al Señor.
Solamente más tarde aparece su primera oración con palabras: una queja
velada recordando a Dios sus promesas que no parecen cumplirse (cf Gn 15,
2-3). De este modo surge desde los comienzos uno de los aspectos de la
tensión dramática de la oración: la prueba de la fe en la fidelidad a Dios.
2571 Habiendo creído en Dios (cf Gn 15, 6), marchando en su presencia y en
alianza con él (cf Gn 17, 2), el patriarca está dispuesto a acoger en su
tienda al Huésped misterioso: es la admirable hospitalidad de Mambré,
preludio a la anunciación del verdadero Hijo de la promesa (cf Gn 18, 1-15;
Lc 1, 26-38). Desde entonces, habiéndole confiado Dios su Plan, el corazón
de Abraham está en consonancia con la compasión de su Señor hacia los
hombres y se atreve a interceder por ellos con una audaz confianza (cf Gn
18, 16-33).
2572 Como última purificación de su fe, se le pide al "que había recibido
las promesas" (Hb 11, 17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe
no vacila: "Dios proveerá el cordero para el holocausto" (Gn 22, 8),
"pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos" (Hb
11, 19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no
perdonará a su propio Hijo sino que lo entregará por todos nosotros (cf Rm
8, 32). La oración restablece al hombre en la semejanza con Dios y le hace
participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud (cf Rm 4,
16-21).
1000 Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no
es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía
nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la
invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por
dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan
en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la
resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
645 Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas
mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf.
Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es
un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo
resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido
martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf
Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al
mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado
en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad
donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14.
19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y
no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por
esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como
quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra
figura" (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y
eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis
pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del
mismo modo, en El "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora"
(Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de
gloria" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44):
Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la
vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras
no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano..., se siembra
corrupción, resucita incorrupción; ... los muertos resucitarán
incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista
de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1
Cor 15,35-37. 42. 53).
1000 Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no
es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía
nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la
invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por
dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan
en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la
resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); "al
fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está
íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: El Señor mismo, a la orden dada
por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los
que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).
Ejemplos
"La reina de la noche"
"Conserva tu tenedor"
El camino de Jesús
"Conserva tu tenedor"
Había una mujer que había sido diagnosticada con una enfermedad
incurable y a la que le habían dado solo tres meses de vida. Así que empezó
a poner sus cosas "en orden", contactó a su sacerdote y lo citó en su casa
para discutir algunos aspectos de su última voluntad. Le dijo qué canciones
quería que se cantaran en su misa de cuerpo presente, qué lecturas hacer y
con qué traje deseaba ser enterrada. La mujer también solicitó ser enterrada
con su Biblia favorita. Todo estaba en orden y el sacerdote se estaba
preparando para irse cuando la mujer recordó algo muy importante para ella.
- "Hay algo más", dijo ella exaltada.
- "¿Qué es?", respondió el sacerdote.
- "Esto es muy importante, -continuó la mujer- quiero ser enterrada con un
tenedor en mi mano derecha".
El sacerdote se quedo impávido mirando a la mujer, sin saber exactamente qué
decir.
- "Eso lo sorprende, ¿no?", pregunto la mujer.
- "Bueno, para ser honesto, estoy intrigado con la solicitud," dijo el
sacerdote. La mujer explicó:
- "En todos los años que he asistido a eventos sociales y cenas de
compromiso, siempre recuerdo que cuando se retiraban los platos del platillo
principal, alguien inevitablemente se agachaba y decía, ’Quédate con tu
tenedor’. Era mi parte favorita porque sabía que algo mejor estaba por
venir... como pastel de chocolate o pay de manzana.
¡Algo maravilloso y sustancioso! Así que quiero que la gente me vea dentro
de mi ataúd con un tenedor en mi mano y quiero que se pregunten '¿Para qué
con el tenedor?'. Después quiero que usted les diga: 'Se quedó con su
tenedor porque lo mejor está por venir'".
Los ojos del sacerdote se llenaron de lágrimas de alegría mientras abrazaba
a la mujer despidiéndose. Él sabía que esta sería una de las últimas veces
que la vería antes de su muerte. Pero también sabía que la mujer tenía un
mayor concepto del Cielo que él. Ella sabía que algo mejor estaba por venir.
En el funeral la gente pasaba por el ataúd de la mujer y veían el precioso
vestido que llevaba, su Biblia favorita y el tenedor puesto en su mano
derecha. Una y otra vez el sacerdote escuchó la pregunta "¿Qué onda con el
tenedor?" y una y otra vez el sonrió.
Durante su mensaje el sacerdote les platicó a las personas la conversación
que había tenido con la mujer poco tiempo antes de que muriera. También les
habló acerca del tenedor y qué era lo que simbolizaba para ella.
El sacerdote les dijo a las personas como él no podía dejar de pensar en el
tenedor y también que probablemente ellos tampoco podrían dejar de pensar en
él. Estaba en lo correcto. Así que la próxima vez que tomes en tus manos un
tenedor, déjalo recordarte que lo mejor está aún por venir...
El camino de Jesús
El camino de quien sigue a Jesús es estrecho, pero vale la pena. Es
como una vereda del bosque cuyas señales se pierden entre la maleza y
requiere la experiencia de un buen scout para reconocerla. No es fácil
hallar sus pistas. Son detalles, símbolos que hay que saber interpretar. A
un caminante descuidado le pasan fácilmente desapercibidos. Siempre existe
el peligro de desorientarse, y entonces hay que corregir la ruta y desandar
lo andado...
Elegir la vía estrecha un día tras otro, ¡cuánta incomprensión nos causa! Y
esto es más evidente porque cada día nos plantea la decisión.
En un mundo como el de hoy, donde la corriente arrastra con gran fuerza en
dirección opuesta, empeñarse por recorrer este camino parece cosa de locos.
La alternativa es la opción mayoritaria: la que promete el gozo de placeres,
el triunfo humano, el poseer y el aparecer. Pese a ello, Jesús no deja de
asistirnos en la elección más difícil. No nos abandona jamás. Sufrir en
silencio la injusticia, saber perdonar y no juzgar nunca; pagar bien por
mal; vivir con generosidad, colaborando con quienes nos necesitan y
desprendido de las cosas; todo esto es seguir la vereda estrecha.
En realidad es imposible perseverar en ella sino miramos a Jesús, si su
ánimo no nos sostiene y su presencia y compañía no nos alienta. Él mismo es
el camino, la puerta estrecha. No vamos por un camino más difícil sin
sentido y sin recompensa. Por encima de todas las dificultades y
encrucijadas, de todas las decisiones y de toda prueba, sabemos que
encontrándole a Él lo tenemos todo.
Cortesía: iveargentina.org et alii