Solemnidad de la Santísima Trinidad C - Comentarios de Sabios y Santos I: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A SU DISPOSICIÓN:
Exégesis: Manuel de Tuya - Significado de la venida del Paráclito (Jn 16,
5-15)
Comentario Teológico: Beata Isabel de la Trinidad - Elevación a la Santísima
Trinidad
Santos
Padres: San Agustín - Tratado sobre la Santísima Trinidad
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - La Santísima Trinidad
Aplicación: R.P. Carlos M. Buela, I.V.E. - La Santísima Trinidad
Aplicación:
Catecismo de la Iglesia Católica
Aplicación: Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica
Aplicación:
Benedicto XVI - La Santísima Trinidad
Aplicación: San Juan Pablo II - La Santísima Trinidad
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas de la solemnidad
Nota: remitimos para este domingo de la
Solemnidad de la Santísima Trinidad al
Domingo VI del
Tiempo de Pascua C donde hemos presentado abundante material
acerca de la inhabitación trinitaria en el alma del justo.
Exégesis: Manuel de Tuya - Significado de la venida del Paráclito
(Jn 16, 5-15)
También en este capítulo se habla del Paráclito, aunque más ampliamente que
en los capítulos 14 y 15; y precisamente de su acción “testificadora” y
“docente.” Pero más extensa y más matizada.
5 Mas ahora voy al que me ha enviado, y nadie de vosotros me pregunta:
¿Adónde vas? 6 Antes, porque os hablé estas cosas, vuestro corazón se llenó
de tristeza. 7 Pero os digo la verdad: os conviene que Yo me vaya. Porque,
si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo
enviaré. 8Y el viniendo, éste argüirá al mundo de pecado, de justicia y de
juicio. 9 De pecado, porque no creen en mí; 10 de justicia, porque voy al
Padre y no me veréis más; 11 de juicio, porque el príncipe de este mundo
está ya juzgado. 12 Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis
llevarlas ahora; 13pero cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, os
guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que
hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. 14 EL me
glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto
tiene el Padre es mío; 15 por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo
dará a conocer.
(…)
En el plan del Padre, la “ausencia” de Cristo es condición no sólo para la
“venida” del Espíritu Santo, sino para que el mismo Cristo lo “envíe.”
“Este primer rasgo basta para señalar la divinidad del Espíritu Santo, que
es objeto de esta promesa; sólo Dios puede ser aquel cuya venida es tan
preciosa, que es uno dichoso comprándola al precio mismo de la ausencia de
Cristo”.
La acción “acusadora” del Espíritu contra el “mundo” (vv. 8-11). La venida
del Espíritu trae primeramente una misión fiscalizadora y condenatoria. Esta
ofensiva del Espíritu contra el “mundo” malo va a ser triple. El pensamiento
se expresa con una serie de matizaciones de un tema fundamental, que casi
viene a ser un pequeño clímax conceptual.
“De pecado, porque no creen en mí.” Este fue el gran pecado de Israel:
cerrar culpablemente los ojos a la Luz (Jua_3:2.19; Jua_8:46; Jua_15:22.24;
Jua_9:41).
“De justicia, porque voy al Padre y no me veréis.” La venida del Paráclito
va a ser la venida del gran defensor de la verdad de Cristo: hacerle
“justicia.” Todo su “mensaje” quedaba garantizado con la gran efusión de la
venida del Paráclito, que El prometía. Pentecostés fue la prueba de la
verdad del “mensaje” del Hijo, rubricado con la promesa que hizo de enviar
el Espíritu Santo. Y la prueba de que estaba con el Padre. Y como una
secuencia de esta misma garantía es que ya no “verían en adelante” de una
manera normal a Cristo. Su ausencia era el precio del envío que hacía.
“De juicio, porque el príncipe de este mundo ya está condenado.” El
“príncipe de este mundo” es Satanás. El es el que establece la lucha
escatológica de las tinieblas contra la Luz, moviendo a los hombres a ser
hostiles al imperio del Mesías. Pero al venir el Espíritu, viene la prueba
de que el “mensaje” redentor de Cristo estaba hecho, y, por tanto, el
imperio satánico vencido, “juzgado,” en el sentido de “condenado.” La hora
escatológica final no será más que la expulsión definitiva de Satanás de su
imperio temporal en el “mundo” (Jua_12:31; Jua_16:33). La “condena” de
Satanás es el triunfo de la “justicia” de Cristo.
Esta “venida” del Espíritu, que trae esta misión tan concreta, ¿se refiere
sólo a Pentecostés o tiene una proyección indefinida?
La promesa de esta venida se refiere, como auditorio inmediato, a los
apóstoles (v.16c) y, con relación a un momento determinado, a la actitud del
mundo judío, al cual expuso Cristo directamente su “mensaje,” y a su
reacción ante él: “porque no creen en mí” (v.9). Pero el contenido doctrinal
de la misma lleva una proyección más universal. Se ve ya esto en el mismo
Pentecostés, en el prodigio de la “glosolalia,” en que la acción del
Espíritu testifica la verdad de Cristo ante gentes de la diáspora que
estaban en Jerusalén (Hec_2:5-12). Esta amplitud se continuará luego en la
Iglesia con toda la acción del Espíritu: no hace ella siempre otra cosa que
testificar la verdad de Cristo. Y los “carismas” del Espíritu fueron uno de
los medios que contribuyeron a la expansión, a los comienzos del
cristianismo, y establecimiento de la “verdad” de Cristo (cf. Gal_3:1-5).
La acción docente - “reveladora” del Espíritu a los apóstoles (v.12-15). —
La acción del Espíritu Santo sobre los apóstoles continúa explicitándose
ahora en una función “reveladora.”
Cristo quería completar su enseñanza sobre sus apóstoles, pero no puede
“ahora,” porque no podrían comprender ni recibir útilmente estas enseñanzas
sublimes. A pesar de tener el mejor Maestro, su rudeza, su estado de gentes
sencillas e imbuidas en el ambiente judío, y, sobre todo, la sublimidad de
las enseñanzas, no les permitía recibirlas entonces. Necesitaban una
transformación radical, que estaba reservada, en el plan del Padre, a
Pentecostés, como momento inicial de la acción del Espíritu en ellos.
Por eso, cuando venga el Paráclito, los “conducirá a la verdad toda entera”
El término usado aquí para llevarlos o hacerles comprender es “guiar en el
camino: los llevará “a la verdad toda entera.”
La razón de esto es que les hacía falta la acción del Espíritu para
comprender la plenitud de la enseñanza de Cristo; pues el Espíritu Santo “no
hablará” de sí mismo, sino que hablará lo que “oyere,” “porque tomará de lo
mío y os lo dará a conocer.”
El Paráclito les “recordará” todo lo que Yo os he dicho
(Jua_14:26), es decir, “tomará” las enseñanzas de Cristo y se las hará
comprender en la plenitud conveniente, llevándoles así “a la verdad
completa” de su enseñanza.
Como una garantía trinitaria, final, dirá Cristo que toda su doctrina es del
Padre. “Todo cuanto tiene el Padre es mío” (v.14), parece restringirse aquí
al orden doctrinal; es toda la doctrina que el Padre le entregó para
comunicarla en su “mensaje.” Por eso es una posesión mutua. Y, siendo su
doctrina del Padre y llevándola a plenitud el Espíritu, la doctrina de
Cristo es, en realidad, esa “verdad toda entera” (v.12-15).
El contexto del evangelio de Jn sugiere que, mejor que a una revelación
absolutamente nueva de verdades hecha por el Espíritu, se refiere a una
mayor penetración de las verdades reveladas por Cristo a los apóstoles
(Jua_15:15; Jua_17:8.14; cf. Mat_28:19.20).
En esta acción iluminadora del Espíritu se destaca concretamente que “os
anunciará las cosas venideras” (v.13). Encuadrado esto en las enseñanzas de
Cristo, probablemente se refiere este sentido profético a que el Espíritu
Santo “les revelará el nuevo orden de cosas, que tiene su origen en la
muerte y resurrección de Cristo”.
Una última cuestión es saber si este llevar “a la verdad toda entera” se
refiere sólo a los apóstoles o es promesa hecha aquí, en este pasaje, a la
Iglesia. El paralelo con Jua_14:26 hace ver que esta frase forma parte de un
contexto más amplio, que conduce, allí como aquí, a la valoración de un
contenido más universal.
(DE TUYA, M., Evangelio de San Juan, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia
Comentada, Tomo Vb, BAC, Madrid, 1977)
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Comentario Teológico: Beata Isabel de la Trinidad - Elevación a la Santísima
Trinidad
Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme enteramente de mí
para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya
en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh
mi Inmutable!, sino que cada minuto me sumerja más en la hondura de tu
Misterio.
Inunda mi alma de paz; haz de ella tu cielo, la morada de tu amor y el lugar
de tu reposo. Que nunca te deje allí solo, sino que te acompañe con todo mi
ser, toda despierta en fe, toda adorante, entregada por entero a tu acción
creadora.
¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser una esposa para tu
Corazón; quisiera cubrirte de gloria amarte… hasta morir de amor! Pero
siento mi impotencia y te pido «ser revestida de Ti mismo»; identificar mi
alma con todos los movimientos de la tuya, sumergirme en Ti, ser invadida
por Ti, ser sustituida por Ti, a fin de que mi vida no sea sino un destello
de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
¡Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios!, quiero pasar mi vida escuchándote,
quiero hacerme dócil a tus enseñanzas, para aprenderlo todo de Ti. Y luego,
a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias,
quiero fijar siempre la mirada en Ti y morar en tu inmensa luz. ¡Oh, Astro
mío querido!, fascíname para que no pueda ya salir de tu esplendor.
¡Oh, Fuego abrasador, Espíritu de Amor, «desciende sobre mí» para que en mi
alma se realice como una encarnación del Verbo. Que yo sea para El una
humanidad suplementaria en la que renueve todo su Misterio.
Y Tú, ¡oh Padre Eterno!, inclínate sobre esta pequeña criatura tuya,
«cúbrela con tu sombra», no veas en ella sino a tu Hijo Predilecto en quien
has puesto todas tus complacencias.
¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad
donde me pierdo!, yo me entrego a Ti como una presa. Sumergíos en mí para
que yo me sumerja en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el
abismo de vuestras grandezas.
Santos Padres: San Agustín - Fe en la Santísima Trinidad
LIBRO I
En que fe prueba, al tenor de las Escrituras sagradas, la unidad e igualdad
de la Trinidad soberana y se resuelven ciertas dificultades contra la
igualdad del Hijo.
CAPITULO I
Escribe contra aquellos que, abusando de la razón, calumnian la doctrina de
la Trinidad. El error de los que polemizan acerca de Dios proviene de una
triple causa. La escritura divina, dejadas a un lado las interpretaciones
falsas, nos eleva gradualmente a las cosas de Dios. Inmortalidad verdadera.
Por la fe somos nutridos y nos hacemos aptos para entender lo divino.
1. Ante todo, conviene advertir al futuro lector de este mí tratado sobre la
Trinidad que mi pluma está vigilante contra las calumnias de aquellos que,
despreciando el principio de la fe, se dejan engañar por un prematuro y
perverso amor a la razón. Ensayan unos aplicar a las sustancias incorpóreas
y espirituales las nociones de las cosas materiales adquiridas mediante la
experiencia de los sentidos corpóreos, o bien con la ayuda de la penetración
natural del humano ingenio, de la vivacidad del espíritu, o con el auxilio
de una disciplina cualquiera, y pretenden sopesar y medir aquéllas por
éstas.
Hay quienes razonan de Dios —si esto es razonar—al tenor de la naturaleza o
afectos del alma humana y este error los arrastra, cuando de Dios discurren,
a sentar atormentados e ilusorios principios. Existe además una tercera raza
de hombres que se esfuerzan, es cierto, por elevarse sobre todas las
criaturas mudables con la intención de fijar su pupila en la inconmutable
sustancia, que es Dios; pero, sobrecargados con el fardo de su mortalidad,
aparentan conocer lo que ignoran, y no son capaces de conocer lo que
anhelan. Afirmando con audacia presuntuosa sus opiniones, pues se cierran
caminos a la inteligencia y prefieren no corregir su doctrina perversa antes
que mudar de sentencia.
Y éste es el virus de los tres mencionados errores; es decir, de los que
razonan de Dios según la carne, de los que sienten según la criatura
espiritual, como lo es el alma, y de los que, equidistantes de lo corpóreo y
espiritual, sostienen opiniones sobre la divinidad tanto más absurdas y
distanciadas de la verdad cuanto su sentir no se apoya en los sentidos
corporales, ni en el espíritu creado, ni en el Creador. El que opina que
Dios es blanco o sonrosado se equivoca; con todo, estos accidentes se
encuentran en el cuerpo. Nuevamente, quien opina que Dios ahora se recuerda
y luego se olvida, u otras cosas a este tenor, yerra sin duda, pero estas
cosas se encuentran en el ánimo. Mas quien juzga que Dios es una fuerza
dinámica capaz de engendrarse a sí mismo, llega al vértice del error, pues
no sólo no es así Dios, pero ni criatura alguna espiritual o corpórea puede
engendrar su misma existencia.
2. Con el fin, pues, de purificar el alma humana de estas falsedades, la
Sagrada Escritura, adaptándose a nuestra parvedad, no esquivó palabra alguna
humana con el intento de elevar, en gradación suave, nuestro entendimiento
bien cultivado a las alturas sublimes de los misterios divinos. Así, al
hablar de Dios, usa expresiones tomadas del mundo corpóreo y dice: Encúbreme
a la sombra de tus alas. Y aún le place usurpar del mundo inmaterial
locuciones innúmeras, no para significar lo que Dios es en sí, sino porque
así era conveniente expresarse. Por ejemplo: Yo soy un Dios celoso. Me
arrepiento de haber creado al hombre. Por el contrario, de las cosas
inexistentes se abstiene en general la Escritura de emplear expresiones que
cuajen enigmas o iluminen sentencias. Por eso se disipan en vanas y
perniciosas sutilezas aquellos que, enmarcados en el tercer error, se
distancian de la verdad fingiendo en Dios lo que ni en El ni en ser alguno
creado es dable encontrar.
Con símiles tomados de la creación suele la Escritura divina formar como
pasatiempos infantiles con la intención de excitar por sus pasos en los
débiles un amor encendido hacia las realidades superiores, abandonando las
rastreras. Lo que es propio de Dios, que no se encuentra en ninguna
criatura, rara vez lo menciona la Escritura divina, como aquello que fue
dicho a Moisés: Yo soy el que soy; y: El que es me envía a vosotros. Ser se
dice en cierto modo del cuerpo y del espíritu, más la Escritura no diría
esto si no quisiera darle un sentido especial. Dice también el Apóstol: El
único que posee la inmortalidad. Siendo el alma, en cierta medida, inmortal,
no diría el Apóstol: El único que la posee, si no se tratase de la verdadera
inmortalidad inconmutable, que ninguna criatura puede poseer, pues es
exclusiva del Creador. Esto dice Santiago: Toda dádiva óptima y todo don
perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces, en el cual no se
da mudanza ni sombra de variación. Y David en el Salmo: Los mudarás y serán
mudados; pero tú eres siempre el mismo.
3. De aquí la dificultad de intuir y conocer plenamente la sustancia
inconmutable de Dios, creadora de las cosas transitorias, que, sin mutación
alguna temporal en sí, crea las cosas temporales. Para poder contemplar
inefablemente lo inefable es menester purificar nuestra mente. No dotados
aún con la visión somos nutridos por la fe y conducidos a través de caminos
practicables, a fin de hacernos aptos e idóneos de su posesión. Afirma el
Apóstol estar en Cristo escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia ; sin embargo, al hablar a los ya regenerados por su gracia, pero,
como carnales y animales, aún parvulillos en Cristo, nos lo recuerda no en
su potencia divina, en la que es igual al Padre, sino en su flaqueza humana,
que le llevó a sufrir muerte de cruz. Nunca, dice, me precié entre vosotros
de saber alguna cosa, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y a renglón
seguido les dice: Me presenté a vosotros en flaqueza y mucho temor y
temblor. Y un poco después les dice: Y yo, hermanos, no pude hablares como a
espirituales, sino como a carnales. Como a infantes en Cristo, os di leche a
beber y no comida, porque no la admitíais aún, ni ahora la podéis sufrir.
Hay quienes se irritan ante este lenguaje, juzgándolo injurioso, y prefieren
creer que quien así habla nada tiene que decir, antes que confesar su
desconocimiento ante lo que oyen. Y a veces les damos no las razones que
ellos piden y exigen cuando hablamos de Dios —quizás no las entendieran, ni
nosotros sabríamos explicarnos bien—, sino las que sirven para demostrarles
cuán negados e incapaces son para entender lo que exigen.
Más como no escuchan lo que quieren, juzgan, o que obramos así para ocultar
nuestra insipiencia, o que maliciosamente emulamos su saber, y así,
indignados y coléricos, se alejan.
CAPITULO II
Plan de la obra
4. Por lo cual, con la ayuda del Señor, nuestro Dios, intentaré contestar,
según mis posibles, a la cuestión que mis adversarios piden, a saber : que
la Trinidad es un solo, único y verdadero Dios, y cuán rectamente se dice,
cree y entiende que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son de una misma
esencia o sustancia; de suerte que, no burlados con nuestras excusas, sino
convencidos por experiencia, se persuadan de la existencia del Bien Sumo,
visible a las almas puras, y de su incomprensibilidad inefable, porque la
débil penetración de la humana inteligencia no puede fijar su mirada en el
resplandor centelleante de la luz si no es robustecida por la justicia de la
fe.
Primero es necesario probar, fundados en la autoridad de las Santas
Escrituras, si es ésta nuestra fe. Luego, si Dios quiere y nos socorre,
abordaré mi respuesta a estos gárrulos disputadores, más hinchados que
capaces, enfermos de gran peligro, ayudándoles quizá a encontrar una verdad
de la cual no puedan dudar, y obligándolos, en lo que no pudieren entender,
a poner en cuarentena la penetración y agudeza de su inteligencia o la
validez de nuestros razonamientos, antes que dudar de la verdad. Y si hay en
ellos una centella de amor o temor de Dios, vuelvan al orden y principio de
la fe, experimentando en sí la influencia saludable de la medicina de los
fieles existente en la santa Iglesia, para que la piedad bien cultivada sane
la flaqueza de su inteligencia y pueda percibir la verdad inconmutable, y
así su audacia temeraria no les precipite en opiniones de una engañosa
falsedad. Y no me pesará indagar cuando dudo, ni me avergonzaré de aprender
cuando yerro.
CAPITULO III
Disposiciones que en el lector exige Agustín
5. En consecuencia, quien esto lea, si tiene certeza, avance en mi compañía;
indague conmigo, si duda; pase a mi campo cuando reconozca su error, y
enderece mis pasos cuando me extravíe. Así marcharemos, con paso igual, por
las sendas de la caridad en busca de aquel de quien está escrito: Buscad
siempre su rostro. Esta es la piadosa y segura regla que brindo, en
presencia del Señor, nuestro Dios, a quienes lean mis escritos,
especialmente este tratado, donde se defiende la unidad en la Trinidad,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, pues no existe materia donde con mayor peligro
se desbarre, ni se investigue con más fatiga, o se encuentre con mayor
fruto.
Aquel que, al correr de la lectura, exclama : "Esto no está bien dicho,
porque no lo comprendo", critica mi palabra, no mi fe. La frase quizá
pudiera ser más diáfana; sin embargo, ningún hombre ha podido expresarse de
manera que todos le entiendan en todo. El que no esté conforme con mi
expresión o no la entienda, vea si es capaz de comprender a otros autores
más versados en estas lides, y si es así, cierre mi libro, y, si le parece,
arrincónelo y dedique sus afanes y su tiempo a los que entiende.
Sin embargo, no crea que deba yo guardar silencio porque no me expreso con
la precisión y nitidez de los autores que él entiende. No todos los libros
que se escriben circulan en manos de todos; y es posible que algunos no
tengan a su alcance los escritos que se juzgan más asequibles y topen con
estos nuestros y sean capaces de entenderlos.
Por eso es útil que ciertas cuestiones sean tratadas por diversos autores de
idénticas creencias, con diferente estilo, para que así la misma verdad
llegue a conocimiento de muchos, a unos por este conducto, a otros por
aquél. Más, si alguien se lamenta de no entender mi lenguaje porque nunca
fue capaz de comprender tales cosas, aunque estén expuestas con agudeza y
diligencia, trate consigo de adelantar en los deseos y estudios, pero no
pretenda hacerme enmudecer con sus lamentos y ultrajes.
El que, al recorrer estas líneas, diga que entiende lo que se dice, pero no
lo juzga verdadero, pruebe, si le place, su sentencia e impugne, si puede,
la mía. Si lo hace impulsado por la caridad y por la verdad y se digna —si
aún vivo— hacérmelo saber, óptimos frutos me producirá este mi afán; si no
le fuera posible hacérmelo presente, siempre le estaré agradecido y obligado
en nombre de aquellos a quienes se lo hiciese notar. Por mi parte,
continuaré meditando, si no día y noche, sí; empero, en los fugaces momentos
en que me es posible, y para no olvidar mis soliloquios los confío a mi
pluma, esperando, por la misericordia divina, poder perseverar en estas
verdades que se complace en revelarme; y si estoy en el error, El me lo dará
a conocer, ya por medio de sus secretas amonestaciones e inspiraciones, ya
por medio de su palabra revelada; ya por medio de mis coloquios con los
hermanos. Esto es lo que pido, y este mi deseo lo deposito cabe El, pues es
poderoso para custodiar lo que me dio y cumplir lo que prometió.
6. Creo, en verdad, que algunos, más tardos de ingenio, en ciertos pasajes
de mis libros opinarán que yo dije lo que no he dicho o que no dije lo que
dije. ¿Quién ignora que su error no se me ha de imputar si al seguir mis
pasos, mientras me veo obligado a caminar por oscura e impracticable vía no
me comprenden y se desvían hasta dar en el error, si nadie puede con razón
atribuir a las autoridades sagradas de los libros divinos los múltiples y
variados errores de los herejes, cuando todos acuden a las Escrituras para
defender sus falaces y erróneas opiniones?
La ley de Cristo, con suavísimo imperio, es decir, la caridad, me amonesta
abiertamente y manda preferir ser reprendido por el que fustiga el error a
la lisonja del que lo alaba, cuando los hombres crean que he defendido en
mis libros algún error que yo no defiendo, y a unos place y a otros
desagrada. Aunque injustamente, pues no es mi opinión, con justo enojo es
vituperado el error por el primero; mientras, por el contrario, no soy con
razón alabado por el que juzga que defiendo lo que la verdad condena, ni es
con rectitud loada una doctrina que la verdad vitupera.
En el nombre del Señor doy, pues, principio a mi obra.
CAPITULO IV
Doctrina Católica sobre la Trinidad
7. Cuantos intérpretes católicos de los libros divinos del Antiguo y Nuevo
Testamento he podido leer, anteriores a mí en la especulación sobre la
Trinidad, que es Dios, enseñan, al tenor de las Escrituras, que el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, de una misma e idéntica sustancia, insinúan, en
inseparable igualdad, la unicidad divina, y, en consecuencia, no son tres
dioses, sino un solo Dios. Y aunque el Padre engendró un Hijo, el Hijo no es
el Padre; y aunque el Hijo es engendrado por el Padre, el Padre no es el
Hijo; y el Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu del
Padre y del Hijo, al Padre y al Hijo coigual y perteneciente a la unidad
trina.
Sin embargo, la Trinidad no nació de María Virgen, ni fue crucificada y
sepultada bajo Poncio Pilato, ni resucitó al tercer día, ni subió a los
cielos, sino el Hijo solo; ni descendió la Trinidad en figura de paloma
sobre Jesús el día de su bautismo; ni en la solemnidad de Pentecostés,
después de la ascensión del Señor, entre viento huracanado y fragores del
cielo, vino a posarse, en forma de lenguas de fuego, sobre los apóstoles,
sino sólo el Espíritu Santo. Finalmente, no dijo la Trinidad desde el cielo:
Tú eres mi Hijo, cuando Jesús fue bautizado por Juan, o en el monte cuando
estaba en compañía de sus tres discípulos, ni al resonar aquella voz: Le he
glorificado y volveré a glorificar, sino que era únicamente la voz del
Padre, que hablaba a su Hijo, si bien el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
sean inseparables en su esencia y en sus operaciones. Y ésta es mi fe, pues
es la fe católica.
CAPITULO V
Dificultades acerca de la Trinidad. Cómo las Tres Personas son un solo Dios,
y obrando inseparablemente, ejecutan ciertas cosas sin mutuo concurso.
8. Pero algunos se turban cuando oyen decir que el Padre s Dios, que el Hijo
es Dios y que el Espíritu Santo es Dios, y, sin embargo, no hay tres dioses
en la Trinidad, sino un solo Dios; y tratan de entender cómo puede ser esto:
especialmente cuando se dice que la Trinidad actúa inseparablemente en todas
las operaciones de Dios; con todo, no fue la voz del Hijo, sino la voz del
Padre, la que resonó; sólo el Hijo se apareció en carne mortal, padeció,
resucitó y subió al cielo; y sólo el Espíritu Santo vino en figura de
paloma. Y quieren entender cómo aquella voz del Padre es obra de la
Trinidad, y cómo aquella carne en la que sólo el Hijo nació de una Virgen es
obra de la misma Trinidad, y cómo pudo la Trinidad actuar en la figura de
paloma, pues únicamente en ella se apareció el Espíritu Santo.
Pues de no ser así, la Trinidad no obraría inseparablemente, y entonces el
Padre sería autor de unas cosas, el Hijo de otras y el Espíritu Santo de
otras; o, si ciertas operaciones son comunes y algunas privativas de una
persona determinada, ya no es inseparable la Trinidad.
Les preocupa también saber cómo el Espíritu Santo pertenece a dicha Trinidad
no siendo engendrado por el Padre, ni por el Hijo, ni por ambos a una,
aunque es Espíritu del Padre y del Hijo. Estas son, pues, las cuestiones que
hasta cansarnos nos proponen; y si Dios se complace en ayudar nuestra
pequeñez, ensayaremos responderles, evitando caminar con aquel que de
envidia se consume.
Si afirmo que no suelen venirme al pensamiento tales problemas, mentiría; y
si confieso que estas cosas tienen holgada mansión en mi entendimiento, pues
me inflamo en el amor de la verdad a indagar, me asedian, con el derecho de
la caridad, para que les indique las soluciones encontradas. No es que haya
alcanzado la meta, o sea ya perfecto (si el apóstol San Pablo no se atrevió
a decirlo de sí, ¿cómo osaré yo pregonarlo, estando tan distanciado de él y
bajo sus pies?); más olvido lo que atrás queda y me lanzo, según mi
capacidad, a la conquista de lo que tengo delante y corro, con la intención,
hacia la recompensa de la vocación suprema. Dónde me encuentro en este
caminar, adónde he llegado y cuánto me falta para alcanzar el fin, es lo que
desean saber de mí aquellos de quienes la caridad libre me hace humilde
servidor.
Es menester, y Dios me lo otorgará, que yo mismo aprenda enseñando a mis
lectores, y al desear responder a otros, yo mismo encontraré lo que buscando
voy. Tomo sobre mí este trabajo por mandato y con el auxilio del Señor,
nuestro Dios, no con el afán de discutir autoritariamente, sino con el
anhelo de conocer lo que ignoro discurriendo con piedad.
(SAN AGUSTÍN, Tratado sobre la Santísima Trinidad, L.1, c. 1-5, o.c. (V),
BAC, Madrid, 1968, pp. 115-127)
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - La Santísima Trinidad
Durante la Semana Santa hemos contemplado y meditado los misterios de la
Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Dios Padre había
resuelto la redención del hombre, pero esa redención pasaba por la entrega
de su Hijo Único al tormento de la Cruz, a la humillación.
El Hijo acepta ser considerado como "nada", con tal de cumplir a la
perfección la voluntad del Padre. Su humillación quedaría de manifiesto en
los distintos momentos de la Semana Santa, desde el Domingo de Ramos hasta
el descenso a los infiernos. A decir verdad, la kénosis del Verbo había
comenzado ya el día de la Anunciación cuando, tomando un cuerpo, "habitó
entre nosotros".
Desde los infiernos, donde se inaugura ya el triunfo del Salvador,
anunciando la liberación a los justos del Antiguo Testamento, la liturgia
nos ha ido llevando a la contemplación de los misterios gloriosos de Cristo,
a los misterios de la glorificación del Señor. En la Noche Santa de la
Pascua, la Iglesia cantó con gozo el Pregón y el Aleluya, porque Cristo
había resucitado. Y en los domingos posteriores, propuso a nuestra
consideración sus distintas apariciones, hasta la entrada triunfal de Cristo
Rey en la Jerusalén Celestial, que es lo que se celebra en la fiesta de la
Ascensión.
La Iglesia militante no quedaría sola. Por eso, tras haber presenciado la
subida de Cristo a los cielos, permaneció a la espera de la promesa del
Señor, la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Así nos resume
San Bernardo estos misterios, en uno de sus sermones: "El Padre, por redimir
al siervo, no perdona al Hijo; el Hijo por él se entrega a la muerte
gustosísimamente; uno y otro envían al Espíritu Santo; y el mismo Espíritu
Santo pide por nosotros con gemidos inefables".
En este día solemne, la Iglesia quiere festejar y celebrar en conjunto a las
tres Personas divinas, y al adorar la unidad de naturaleza en la distinción
de las personas, les tributa "todo honor y toda gloria".
1. "Creo en un solo Dios..."
En el Antiguo Testamento, Dios se nos revela como Padre-Creador. Es el Dios
único y celoso que nos da la vida, nos educa y nos ama gratuitamente. Toda
la creación y la invitación a gozar de su gloria es una especie de
"capricho" divino. Nos ha creado a su imagen y semejanza. Imagen que el
hombre ha deteriorado con el pecado original y que el Padre logrará
restaurar enviando un Salvador.
Para cumplir su designio elige a Israel, con predilección por sobre todos
los otros pueblos de la tierra. Como ama tanto al pueblo que ha escogido, lo
salva de la servidumbre de Egipto y pacta con él una Alianza en el Sinaí.
Pero los elegidos se resisten a cumplir los pactos. Cuando Moisés baja del
Sinaí, se encuentra ante un pueblo que ha sido infiel y se ha construido un
becerro de oro. Dios es único y no quiere ser compartido. Quiere que el
hombre lo ame solamente a El por sobre todas las cosas, con toda su
inteligencia y con todas sus fuerzas.
Dios se revela como el único y el solo verdadero. El monoteísmo es quizás la
idea central del Antiguo Testamento. Lo que no obsta a que ya entonces
encontremos algunos textos que, sin dejar de proclamar la unidad de Dios,
van adelantando la revelación del misterio trinitario. Así leemos en el
Génesis: "Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra". Los Padres de la
Iglesia han visto en ese texto la obra de la Trinidad. Vayamos ahora a la
revelación plena del misterio.
2. Cristo nos revela al Padre
El hombre jamás hubiera podido, por sus solas fuerzas, llegar a conocer el
misterio del Dios Uno y Trino. Es en el Nuevo Testamento donde se conoce
verdaderamente al Padre, por medio del Hijo, así como al Espíritu Santo,
"que nos enseñará todo".
Será Cristo quien lleve a cabo la revelación plenaria de la Trinidad. Y,
ante todo, nos revela al Padre. El Padre es para el Hijo la idea principal.
El no ha venido para hacer su voluntad, sino la del Padre. Nos muestra a su
Padre como "nuestro Padre" en la oración dominical. Es un Padre providente,
que cuida de los lirios y pájaros del campo, pero mucho más se preocupa por
sus hijos. Un Padre que perdona siempre, aunque sus hijos lo abandonen y
malgasten sus talentos. Un Padre que no vacila en entregar a su Hijo
Unigénito a la muerte, para conquistamos como hijos adoptivos. Un Padre que
nos pide el cumplimiento fiel de su voluntad para que podamos entrar en su
Reino.
Es Cristo quien mejor conoce al Padre, ya que todo lo que tiene lo ha
recibido de Él. Su conocimiento no es puramente especulativo, sino un
conocimiento en el sentido bíblico de la palabra, es decir, un conocimiento
transido de amor.
De ese conocimiento brota el celo por hacer conocer y para defender la honra
del Padre, como lo manifestó al sacar el látigo y expulsar a los mercaderes
del templo: "No hagáis de la casa de mi Padre una cueva de ladrones".
A lo largo de su vida pública, Jesús se nos mostró una y otra vez como el
itinerario obligado para llegarse hasta el Padre: "Yo soy el camino... Nadie
va al Padre, sino por mí". El anhelo más recóndito de Cristo es que lo
acompañemos en la casa del Padre: "Padre, quiero que donde yo esté, estén
conmigo los que tú me has dado".
3. Cristo nos promete el Espíritu Santo
Muchas fueron las manifestaciones del Espíritu Santo antes de que Jesús lo
anunciase con una promesa clara y formal.
Fue por el Espíritu Santo que el Verbo comenzó a habitar en este mundo en el
seno purísimo de la Virgen. También Santa Isabel "quedó llena del Espíritu
Santo", al recibir la visita de la Madre de Dios.
El Bautismo del Señor, episodio relatado por los cuatro evangelistas, es
inseparable de la presencia del Espíritu Santo que allí descendió bajo forma
de paloma.
Ese mismo Espíritu sigue actuando después de la Ascensión del Señor.
Santifica a los miembros del cuerpo de Cristo, es decir a los que integran
la Iglesia; todo lo plenifica "renovando la faz de la tierra". Conduce a la
Iglesia, como antaño llevó a Cristo al desierto; la protege y la inspira.
Así lo profetizó Cristo a sus apóstoles: "No sois vosotros los que
hablaréis, sino el Espíritu Santo".
Ciertamente que Cristo se mostró muy cuidadoso de exaltar el papel y la
dignidad de la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Hablando un día a
la multitud, dijo solemnemente: "Al que blasfeme contra el Espíritu Santo,
no se le perdonará".
Cuando Jesús se despidió formalmente de los suyos en la Última Cena, para
alentar y fortalecer sus corazones débiles les aseguró que no los dejaría
solos, sino que les enviaría un Paráclito o abogado celestial. Sólo que
dicho envío presuponía su retorno a la casa del Padre. En cumplimiento de
dicha promesa, desde la corte celestial descendería el Espíritu Santo el día
de Pentecostés para santificar a la Iglesia y guiarla hacia su consumación.
Desde niños hemos aprendido a saludar a la Trinidad cubriendo nuestro cuerpo
con la cruz mientras decimos: "En el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo". Fueron quizás las primeras palabras religiosas que nos
enseñaron nuestros padres. Hagamos de este misterio el centro de nuestra
vida. Pensar en la Trinidad es pensar en el cielo. Como dice San Agustín,
"allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos;
tal será el fin sin fin". Que esta solemnidad nos lleve a desear la
felicidad eterna, al tiempo que nos anime a practicar las virtudes y a
perseverar en el bien. No olvidemos que las tres Personas divinas están
presentes en nuestra alma por la gracia. Dirigiéndonos a ellas, hagamos
nuestra la solemne doxología que pronuncia el celebrante en la Santa Misa:
"Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre todopoderoso, en la unidad del
Espíritu Santo, todo honor y toda gloria". Así sea.
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed. Gladius, 1994, pp. 179-183)
Aplicación: R.P. Carlos M. Buela, I.V.E. - La Santísima Trinidad
Vimos lo que es Dios y cómo es Dios. ¿Pero quién es Dios? Cuando trazas la
señal de la cruz sobre tu pecho estás expresando quién es Dios. Es éste el
misterio central de nuestra fe. Vamos a ver. Cuando haces la señal de la
Cruz, dices: «En el nombre», en singular, no «en los nombres» en plural.
¿Por qué? Porque hay un solo Dios vivo y verdadero; y sin embargo, luego de
decir «en el nombre» mencionas a tres: «del Padre, y del Hijo y del Espíritu
Santo». ¿Por qué? Porque en el único Dios vivo y verdadero hay tres Personas
distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es, pues, no sólo uno
sino, además, trino. Hay en Él tres Personas. Es el misterio de la Santísima
Trinidad. La fe católica acerca de la Santísima Trinidad nos hace adorar a
«tres Personas distintas de naturaleza única e iguales en su dignidad».43
Confesamos por lo tanto:
1. La propiedad o distinción de las Personas. El Padre es Padre, no es ni
Hijo ni Espíritu Santo; el Hijo es Hijo, no es ni Padre ni Espíritu Santo;
el Espíritu Santo es Espíritu Santo, no es ni Padre ni Hijo. O sea, que son
tres Personas realmente distintas.
2. La unidad de naturaleza. Pero todos tienen la misma única naturaleza de
Dios porque el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios y
sin embargo no son tres dioses, sino uno solo, un Dios verdadero.
3. La igualdad en la dignidad. Tan Dios es el Padre como elHijo y como el
Espíritu Santo; tan Dios es el Hijo como el Padre y como el Espíritu Santo;
y tan Dios es el Espíritu Santo como el Padre y el Hijo; «tan grande el
Padre, como el Hijo y como el Espíritu Santo; tan eterno el Padre, como el
Hijo y como el Espíritu Santo; tan poderoso el Padre como el Hijo y como el
Espíritu Santo».44
Dice San Atanasio: «El que separa al Hijo del Padre (pensando que no es tan
Dios como el Padre) o reduce al Espíritu Santo al nivel de las criaturas, no
tiene ni al Hijo ni al Padre, sino que está sin Dios, peor que un infiel y
es cualquier cosa menos cristiano». Erraron en el misterio de la Trinidad
los herejes que por afirmar la Unidad de la naturaleza de Dios negaron la
Trinidad de Personas y, por otro lado, los que por afirmar la Trinidad de
Personas negaron la unidad de la naturaleza: nosotros «veneramos lo mismo la
Unidad en la Trinidad que la Trinidad en la Unidad».45
Así como el color, la forma y el perfume de la rosa no hacen tres rosas sino
una; así como uno multiplicado por uno no es igual a tres sino a uno (1 x 1
x 1 = 1); así como el sol tiene figura, nos da luz y nos da calor, y sin
embargo no son tres soles sino uno solo; así como si juntamos las llamas de
tres fósforos prendidos forman una sola llama y no tres; de manera
semejante, aunque en un nivel infinitamente superior, Dios es Padre, Hijo y
Espíritu Santo, y sin embargo, no son tres dioses sino un solo Dios
verdadero. Dios Padre piensa, desde toda la eternidad, un pensamiento que es
igual a Él en todo y por ser pensamiento de Dios es infinito como Él. El
Pensamiento, o Verbo, o Palabra, por ser infinito, constituye una Persona,
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad: el Hijo. Ahora bien, el Padre y
el Hijo, que mutuamente se conocen, no pueden menos que amarse. Ese amor,
por proceder de Dios, es infinito, y constituye, por lo tanto, la Tercera
Persona de la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo.
Siempre que te hagas la señal de la Cruz, piensa en ese Dios todopoderoso y
eterno, inmenso y bueno, justo y sabio, Padre, Hijo, Espíritu Santo,
infinitamente feliz, hermoso, libre, trascendente, espíritu puro y
providente, el cual, no por necesidad, sino por pura bondad, porque quiso
participar a otros seres su vida, su verdad, su amor, y su felicidad, te
creó para que fueses capaz de conocerlo, amarlo y servirlo y así ser muy
feliz en esta vida y mucho más en la otra.
Un gran Santo, San Francisco de Asís, alababa a Dios de este modo:
«Tú eres Santo, Señor, Dios único, que haces maravillas.
Tú eres fuerte, Tú eres grande, Tú eres altísimo.
Tú eres Rey omnipotente, Tú eres Padre santo,
Rey del cielo y de la tierra.
Tú eres Trino y Uno, Señor Dios, todo bien.
Tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios,
vivo y verdadero.
Tú eres Caridad y Amor, Tú eres Sabiduría.
Tú eres humildad, Tú eres paciencia, Tú eres seguridad.
Tú eres quietud, Tú eres gozo y alegría.
Tú eres justicia y templanza.
Tú eres todas nuestras riquezas y satisfacciones.
Tú eres hermosura, Tú eres custodia y defensor.
Tú eres refrigerio, Tú eres fortaleza.
Tú eres esperanza nuestra, Tú eres fe nuestra.
Tú eres la gran dulzura nuestra.
Tú eres la vida eterna nuestra, grande y admirable Señor,
Dios Omnipotente, Misericordioso, Salvador».
(BUELA, C., Catecismo de los jóvenes, IVE Press, New York, 2006)
Aplicación:
Catecismo de la Iglesia Católica
El Padre
I "En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"
228 Los cristianos son bautizados "en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo" (Mt 28,19). Antes responden "Creo" a la triple pregunta que
les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: "Fides
omnium christianorum in Trinitate consistit" ("La fe de todos los cristianos
se cimenta en la Santísima Trinidad") (S. Cesáreo de Arlés, symb.).
229 Los cristianos son bautizados en "el nombre" del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo y no en "los nombres" de estos (cf. Profesión de fe del Papa
Vigilio en 552: DS 415), pues no hay más que un solo Dios, el Padre
todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.
230 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y
de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la
fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es
la enseñanza más fundamental y esencial en la "jerarquía de las verdades de
fe" (DCG 43). "Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la
historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres,
apartados por el pecado, y se une con ellos" (DCG 47).
231 En este párrafo, se expondrá brevemente de qué manera es revelado el
misterio de la Bienaventurada Trinidad (I), cómo la Iglesia ha formulado la
doctrina de la fe sobre este misterio (II), y finalmente cómo, por las
misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, Dios Padre realiza su
"designio amoroso" de creación, de redención, y de santificación (III).
232 Los Padres de la Iglesia distinguen entre la "Theologia" y la
"Oikonomia", designando con el primer término el misterio de la vida íntima
del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se
revela y comunica su vida. Por la "Oikonomia" nos es revelada la
"Theologia"; pero inversamente, es la "Theologia", quien esclarece toda la
"Oikonomia". Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente,
el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así
sucede, analógicamente, entre las personas humanas, La persona se muestra en
su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su
obrar.
233 La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los
"misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son
revelados desde lo alto" (Cc. Vaticano I: DS 3015. Dios, ciertamente, ha
dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su
Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser
como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e
incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el
envío del Espíritu Santo.
II La Revelación de Dios como Trinidad
El Padre revelado por el Hijo
234 La invocación de Dios como "Padre" es conocida en muchas religiones. La
divinidad es con frecuencia considerada como "padre de los dioses y de los
hombres". En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf.
Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la alianza y del don
de la Ley a Israel, su "primogénito" (Ex 4,22). Es llamado también Padre del
rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente "el Padre de los pobres",
del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal
68,6).
235 Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica
principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad
transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos
sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también
mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más
expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura.
El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que
son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre.
Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que
pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene
recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos.
No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la
maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef
3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.
236 Jesús ha revelado que Dios es "Padre" en un sentido nuevo: no lo es sólo
en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, el
cual eternamente es Hijo sólo en relación a su Padre: "Nadie conoce al Hijo
sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27).
237 Por eso los apóstoles confiesan a Jesús como "el Verbo que en el
principio estaba junto a Dios y que era Dios" (Jn 1,1), como "la imagen del
Dios invisible" (Col 1,15), como "el resplandor de su gloria y la impronta
de su esencia" Hb 1,3).
238 Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó
en el año 325 en el primer concilio ecuménico de Nicea que el Hijo es
"consubstancial" al Padre, es decir, un solo Dios con él. El segundo
concilio ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta
expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó "al Hijo Unico de
Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre"
(DS 150).
El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu
239 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de "otro Paráclito"
(Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn
1,2) y "por los profetas" (Credo de Nicea-Constantinopla), estará ahora
junto a los discípul os y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn
14,16) y conducirlos "hasta la verdad completa" (Jn 16,13). El Espíritu
Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al
Padre.
244 El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El
Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre
en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al
Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras
la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de
la Santa Trinidad.
245 La fe apostólica relativa al Espíritu fue confesada por el segundo
Concilio ecuménico en el año 381 en Constantinopla: "Creemos en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre" (DS 150). La Iglesia
reconoce así al Padre como "la fuente y el origen de toda la divinidad" (Cc.
de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu
Santo está en conexión con el del Hijo: "El Espíritu Santo, que es la
tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de
la misma sustancia y también de la misma naturaleza: Por eso, no se dice que
es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del
Hijo" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de
Constantinopla (año 381) confiesa: "Con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria" (DS 150).
246 La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu "procede del
Padre y del Hijo (filioque)". El Concilio de Florencia, en el año 1438,
explicita: "El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y
del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo
Principio y por una sola espiración...Y porque todo lo que pertenece al
Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su
ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo,
éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente" (DS
1300-1301).
247 La afirmación del filioque no figuraba en el símbolo confesado el año
381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y
alejandrina, el Papa S. León la había ya confesado dogmáticamente el año 447
(cf. DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el
concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el
Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII
y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo de Nicea-Constantinopla
por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia
con las Iglesias ortodoxas.
248 La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen
primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu
como "salido del Padre" (Jn 15,26), esa tradición afirma que este procede
del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer
lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el
Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice "de manera
legítima y razonable" (Cc. de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden
eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el
Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que "principio sin
principio" (DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Unico, sea
con él "el único principio de que procede el Espíritu Santo" (Cc. de Lyon
II, 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no
afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.
III La Santísima Trinidad en la doctrina de la fe
La formación del dogma trinitario
249 La verdad revelada de la Santa Trinidad ha estado desde los orígenes en
la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del bautismo.
Encuentra su expresión en la regla de la fe bautismal, formulada en la
predicación, la catequesis y la oración de la Iglesia. Estas formulaciones
se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en
la liturgia eucarística: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios
Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros" (2 Co 13,13;
cf. 1 Cor 12,4-6; Ef 4,4-6).
250 Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe
trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para
defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los
Concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la
Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.
251 Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una
terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico:
"substancia", "persona" o "hipóstasis", "relación", etc. Al hacer esto, no
sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo,
sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante
un Misterio inefable, "infinitamente más allá de todo lo que podemos
concebir según la medida humana" (Pablo VI, SPF 2).
252 La Iglesia utiliza el término "substancia" (traducido a veces también
por "esencia" o por "naturaleza") para designar el ser divino en su unidad;
el término "persona" o "hipóstasis" para designar al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término "relación" para
designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a
los otros.
El dogma de la Santísima Trinidad
253 La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres
personas: "la Trinidad consubstancial" (Cc. Constantinopla II, año 553: DS
421). Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada
una de ellas es enteramente Dios: "El Padre es lo mismo que es el Hijo, el
Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu
Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS
530). "Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la
substancia, la esencia o la naturaleza divina" (Cc. de Letrán IV, año 1215:
DS 804).
254 Las personas divinas son realmente distintas entre si. "Dios es único
pero no solitario" (Fides Damasi: DS 71). "Padre", "Hijo", Espíritu Santo"
no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son
realmente distintos entre sí: "El que es el Hijo no es el Padre, y el que es
el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo"
(Cc. de Toledo XI, año 675: DS 530). Son distintos entre sí por sus
relaciones de origen: "El Padre es quien engendra, el Hijo quien es
engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede" (Cc. Letrán IV, año 1215:
DS 804). La Unidad divina es Trina.
255 Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de
las personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente
en las relaciones que las refieren unas a otras: "En los nombres relativos
de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el
Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres
personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o
substancia" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 528). En efecto, "todo es uno (en
ellos) donde no existe oposición de relación" (Cc. de Florencia, año 1442:
DS 1330). "A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el
Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el
Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo" (Cc. de Florencia
1442: DS 1331).
256 A los catecúmenos de Constantinopla, S. Gregorio Nacianceno, llamado
también "el Teólogo", confía este resumen de la fe trinitaria:
Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el
cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos
los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el
Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en
el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda
vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres,
y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de
substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior
que abaje...Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno,
considerado en sí mismo, es Dios todo entero...Dios los Tres considerados en
conjunto...No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me
baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la
unidad me posee de nuevo...(0r. 40,41: PG 36,417).
IV Las obras divinas y las misiones trinitarias
257 "O lux beata Trinitas et principalis Unitas!" ("¡Oh Trinidad, luz
bienaventurada y unidad esencial!") (LH, himno de vísperas) Dios es eterna
beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada.
Tal es el "designio benevolente" (Ef 1,9) que concibió antes de la creación
del mundo en su Hijo amado, "predestinándonos a la adopción filial en él"
(Ef 1,4-5), es decir, "a reproducir la imagen de su Hijo" (Rom 8,29) gracias
al "Espíritu de adopción filial" (Rom 8,15). Este designio es una "gracia
dada antes de todos los siglos" (2 Tm 1,9-10), nacido inmediatamente del
amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia
de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del
Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia (cf. AG 2-9).
258 Toda la economía divina es la obra común de las tres personas divinas.
Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza,
así también tiene una sola y misma operación (cf. Cc. de Constantinopla, año
553: DS 421). "El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios
de las criaturas, sino un solo principio" (Cc. de Florencia, año 1442: DS
1331). Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su
propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento
(cf. 1 Co 8,6): "uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, un
solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu
Santo en quien son todas las cosas (Cc. de Constantinopla II: DS 421). Son,
sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del
Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas.
259 Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la
propiedad de las personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida
cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas
de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu
Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6,44)
y el Espíritu lo mueve (cf. Rom 8,14).
260 El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas
en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero
desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: "Si
alguno me ama -dice el Señor- guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23).
"Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo
para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en
la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi
inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu
Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar
de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí
enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin
reservas a tu acción creadora". (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad).
Resumen
261 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y
de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
262 La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y
que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en él y con él el
mismo y único Dios.
263 La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo
(cf. Jn 14,26) y por el Hijo "de junto al Padre" (Jn 15,26), revela que él
es con ellos el mismo Dios único. "Con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria".
264 "El Espíritu Santo procede del Padre en cuanto fuente primera y, por el
don eterno de este al Hijo, del Padre y del Hijo en comunión" (S. Agustín,
Trin. 15,26,47).
265 Por la gracia del bautismo "en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo" somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada
Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la
luz eterna (cf. Pablo VI, SPF 9).
266 "La fe católica es esta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la
Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las
substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del
Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la
divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad" (Symbolum "Quicumque").
267 Las personas divinas, inseparables en lo su ser, son también
inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una
manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones
divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.
Aplicación: Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica
44. ¿Cuál es el misterio central de la fe y de la vida cristiana? (232-237)
El misterio central de la fe y de la vida cristiana es el misterio de la
Santísima Trinidad. Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo.
45. ¿Puede la razón humana conocer, por sí sola, el misterio de la Santísima
Trinidad? (237)
Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo
Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un
misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe de Israel,
antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo.
Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos los
demás misterios.
46. ¿Qué nos revela Jesucristo acerca del misterio del Padre? (240-243)
Jesucristo nos revela que Dios es «Padre», no sólo en cuanto es Creador del
universo y del hombre sino, sobre todo, porque engendra eternamente en su
seno al Hijo, que es su Verbo, «resplandor de su gloria e impronta de su
sustancia» (Hb 1, 3).
47. ¿Quién es el Espíritu Santo, que Jesucristo nos ha revelado? (243-248)
El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es Dios,
uno e igual al Padre y al Hijo; «procede del Padre» (Jn 15, 26), que es
principio sin principio y origen de toda la vida trinitaria. Y procede
también del Hijo (Filioque), por el don eterno que el Padre hace al Hijo. El
Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo encarnado, guía a la
Iglesia hasta el conocimiento de la «verdad plena» (Jn 16, 13).
48. ¿Cómo expresa la Iglesia su fe trinitaria? (249-256, 266)
La Iglesia expresa su fe trinitaria confesando un solo Dios en tres
Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres divinas Personas son un
solo Dios porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e
indivisible naturaleza divina. Las tres son realmente distintas entre sí,
por sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es
engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
49. ¿Cómo obran las tres divinas Personas? (257-260, 267)
Inseparables en su única sustancia, las divinas Personas son también
inseparables en su obrar: la Trinidad tiene una sola y misma operación. Pero
en el único obrar divino, cada Persona se hace presente según el modo que le
es propio en la Trinidad.
«Dios mío, Trinidad a quien adoro... pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo,
tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en
ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en
adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora» (Beata Isabel de la
Trinidad).
Aplicación: Benedicto XVI - Santísima Trinidad
Celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad. Después del tiempo
pascual, después de haber revivido el acontecimiento de Pentecostés, que
renueva el bautismo de la Iglesia en el Espíritu Santo, dirigimos la mirada,
por decirlo así, "a los cielos abiertos" para entrar con los ojos de la fe
en las profundidades del misterio de Dios, uno en la sustancia y trino en
las personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En la primera lectura, tomada del libro de los Proverbios, entra en escena
la Sabiduría, que está junto a Dios como asistente, como "arquitecto" (Pr 8,
30). La "panorámica" sobre el cosmos, observado con sus ojos, es estupenda.
La Sabiduría misma confiesa: "Jugaba con la bola de la tierra, gozaba con
los hijos de los hombres" (Pr 8, 31). Le complace habitar en medio de los
seres humanos, porque en ellos reconoce la imagen y la semejanza del
Creador. Esta relación preferencial de la Sabiduría con los hombres lleva a
pensar en un célebre pasaje de otro libro sapiencial, el libro de la
Sabiduría: "La Sabiduría —leemos— es una emanación pura de la gloria del
Omnipotente (...); sin salir de sí misma, renueva el universo; en todas las
edades, entrando en las almas santas, forma en ellas amigos de Dios y
profetas" (Sb 7, 25-27). Esta última expresión, sugestiva, invita a
considerar la multiforme e inagotable manifestación de la santidad en el
pueblo de Dios a lo largo de los siglos. La Sabiduría de Dios se manifiesta
en el cosmos, en la variedad y belleza de sus elementos, pero sus obras
maestras, en las que realmente se muestra mucho más su belleza y su
grandeza, son los santos.
En el pasaje de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos encontramos una
imagen semejante: la del amor de Dios "derramado en los corazones" de los
santos, es decir, de los bautizados, "por medio del Espíritu Santo", que les
ha sido dado (cf. Rm 5, 5). Por Cristo pasa el don del Espíritu,
"Persona-amor, Persona don", como lo definió el beato Juan Pablo II (Dominum
et vivificantem, 10).
Por Cristo el Espíritu de Dios llega a nosotros como principio de vida
nueva, de una vida "santa".
El Espíritu pone el amor de Dios en el corazón de los creyentes, en la forma
concreta que tenía en el hombre Jesús de Nazaret. Así se realiza lo que dice
san Pablo en la carta a los Colosenses: "Cristo entre vosotros, la esperanza
de la gloria" (Col 1, 27). Las "tribulaciones" no están en contraste con
esta esperanza; más aún, contribuyen a realizarla, a través de la
"paciencia" y la "virtud probada" (Rm 5, 3-4): es el camino de Jesús, el
camino de la cruz.
Desde esta misma perspectiva de la Sabiduría de Dios encarnada en Cristo y
comunicada por el Espíritu Santo, el Evangelio nos ha sugerido que Dios
Padre sigue manifestando su designio de amor mediante los santos. También
aquí sucede lo que ya hemos notado a propósito de la Sabiduría: el Espíritu
de verdad revela el designio de Dios en la multiplicidad de los elementos
del cosmos —agradezcamos esta visibilidad de la belleza y de la bondad de
Dios en los elementos del cosmos—, y lo hace sobre todo mediante las
personas humanas, de modo especial mediante los santos y las santas, en los
que se refleja con gran fuerza su luz, su verdad y su amor.
En efecto, "la imagen de Dios invisible" (Col 1, 15) es precisamente sólo
Jesucristo, "el Santo y el Justo" (Hch 3, 14). Él es la Sabiduría encarnada,
el Logos creador que encuentra su alegría en habitar entre los hijos del
hombre, en medio de los cuales ha puesto su morada (cf. Jn 1, 14). En él
Dios se complació en poner "toda la plenitud" (cf. Col 1, 19); o, como dice
él mismo en el pasaje evangélico de hoy: "Todo lo que tiene el Padre es mío"
(Jn 16, 15). Cada santo participa de la riqueza de Cristo tomada del Padre y
comunicada en el tiempo oportuno. Es siempre la misma santidad de Jesús, es
siempre él, el "Santo", a quien el Espíritu plasma en las "almas santas",
formando amigos de Jesús y testigos de su santidad. Jesús nos quiere
convertir también a nosotros en amigos suyos. Precisamente este día abrimos
nuestro corazón para que también en nuestra vida crezca la amistad con
Jesús, de forma que podamos testimoniar su santidad, su bondad y su verdad.
Amigo de Jesús y testigo de la santidad que viene de él.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios por las maravillas que ha
realizado en los santos, en los que resplandece su gloria. Dejémonos atraer
por sus ejemplos, dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que toda nuestra
vida llegue a ser, como la suya, un cántico de alabanza para gloria de la
santísima Trinidad. Que nos obtenga esta gracia María, la Reina de los
santos. Amén.
(Homilía predicada por BENEDICTO XVI en la Plaza de San Pedro el Domingo 3
de junio de 2007)
Aplicación: San Juan Pablo II - Santísima Trinidad
1. La razón ante la infinitud de Dios
“¡Señor, dueño nuestro,/ qué admirable es tu nombre/ en toda la tierra!”(Sal
8,2).
Estas palabras del salmo responsorial de la liturgia de hoy nos ponen con
temblor y adoración ante el gran misterio de la Santísima Trinidad. “¡Qué
admirable es tu nombre sobre la tierra!”. Y sin embargo la extensión del
mundo y del universo, aun cuando ilimitado, no iguala la inconmensurable
realidad de la vida de Dios. Ante Él hay que acoger más que nunca con
humildad la invitación del Sabio bíblico, cuando advierte: “Que tu corazón
no se apresure a proferir una palabra delante de Dios, que en los cielos
está Dios, y tú en la tierra” (Qoh 5,1).
Efectivamente, Dios es la única realidad que escapa a nuestras capacidades
de medida, de control, de domino, de comprensión exhaustiva. Por esto es
Dios: porque es Él quien nos mide, nos rige, nos guía, nos comprende, aun
cuando no tuviésemos conciencia de ello. Pero si esto es verdad para la
Divinidad en general, vale mucho más para el misterio trinitario, es decir,
típicamente cristiano, de Dios mismo. Él es, a la vez, Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Pero no se trata ni de tres dioses separados -esto sería una
blasfemia -ni siquiera de simples modos diversos e impersonales de
presentarse una sola persona divina -esto significaría empobrecer
radicalmente su riqueza de comunión interpersonal-.
Nosotros podemos decir del Dios Uno y Trino mejor lo que no es, que lo que
es. Por lo demás, si pudiésemos explicarlo adecuadamente con nuestra razón,
eso querría decir que lo habríamos apresado y reducido a la medida de
nuestra mente, lo habríamos como aprisionado en las mallas de nuestro
pensamiento; pero entonces lo habríamos empequeñecido a las dimensiones
mezquinas de un ídolo.
En cambio: “¡Que admirable es tu nombre en toda la tierra!” ¡Esto es: qué
grande eres a nuestros ojos, qué libre, qué diverso eres!
2. Misterio de amor
Sin embargo, he aquí la novedad cristiana: el Padre nos ha amado tanto que
nos ha dado a su Hijo unigénito; el Hijo, por amor, ha derramado su Sangre
en favor nuestro; y el Espíritu Santo, desde luego, “nos ha sido dado” de
tal manera que introduce en nosotros el amor mismo con que Dios nos ama (Rom
5,5), como dice la segunda lectura bíblica de hoy.
El Dios Uno y Trino, pues, no es sólo algo diverso, superior, inalcanzable.
Al contrario, el Hijo de Dios “no se avergüenza de llamarnos hermanos” (Hb
2,11), “participando en la sangre y la carne” (ib., 2,14), de cada uno de
nosotros; y, después de la resurrección de Pascua, se realiza para cada uno
de los cristianos la promesa del Señor mismo, cuando dijo en la última Cena:
“Vendremos a Él, y en Él haremos morada” (Jn 14,23). Es evidente, pues, que
la Trinidad no es tanto un misterio para nuestra mente, como si se tratase
sólo de un teorema intrincado. Es mucho más, es un misterio para nuestro
corazón (cfr. 1 Jn 3,20), porque es un misterio de amor. Y nosotros nunca
captaremos, no digo tanto la naturaleza ontológica de Dios, cuanto más bien
la razón por la que Él nos ha amado hasta el punto de identificarse ante
nuestros ojos con el Amor mismo (cfr., 4,16).
Con la confirmación adquirís una relación totalmente particular precisamente
con el Señor Jesús. Sois consagrados oficialmente como testigos de Él ante
la Iglesia y ante el mundo. Él tiene necesidad de vosotros, y quiere
disponer de vosotros como muchachos fuertes, alegres, generosos. De algún
modo le prestáis vuestro rostro, vuestro corazón, toda vuestra persona, de
manera que Él se comportará ante los otros como os comportéis vosotros: si
sois buenos, convencidos, entregados al bien de los demás, servidores fieles
del Evangelio, entonces será Jesús mismo el que quede bien; pero si fuerais
flojos y viles, ofuscaríais su auténtica identidad y no haríais honor.
Mirad, pues, que habéis sido llamados a una misión altísima, que hace de
vosotros cristianos verdaderos, completos. Efectivamente, la confirmación os
sitúa en la edad adulta del cristiano, esto es, os confía y os reconoce un
sentido de responsabilidad tal que no es de niños. El niño todavía no es
dueño de sí, de sus actos, de su vida. En cambio, el adulto tiene la
valentía de las propias opciones, sabe sacar sus consecuencias, es capaz de
responder personalmente, porque ha adquirido una plenitud interior tal que
puede decidir por sí solo, comprometer, como mejor crea, la propia
existencia, y sobre todo dar amor, en vez de recibirlo solamente.
Nadie llega a ser un auténtico discípulo de Cristo, si quiere serlo por sí
solo, por propia iniciativa y con las propias energías. Es imposible. Sólo
se realizaría una caricatura del verdadero cristiano. Lo mismo que no se
puede llegar a ser humanamente adultos si no hay una nueva y decisiva
aportación de la naturaleza, así ocurre con el cristiano en otro nivel.
3. La fuerza del Espíritu Santo
Pero con la confirmación recibiréis una efusión y una dotación especial del
Espíritu Santo, el cual, precisamente como el viento, de donde se deriva la
palabra, vivifica, impulsa, da vigor.
Él es nuestra fuerza secreta, diría que es como la reserva inagotable y la
energía propulsora de todo nuestro pensar y actuar como cristianos. Él os da
valentía, como a los Apóstoles en el Cenáculo de Pentecostés. Él os hace
aceptar la verdad y la belleza de las palabras de Jesús como hemos leído en
el Evangelio de hoy tomado de San Juan. Él os da la vida, como dice bien el
Apóstol Pablo (cfr. 2 Cor 3,6). Efectivamente, Él es el Espíritu de Dios y
el Espíritu de Cristo. Y esto significa que, al venir a vosotros, no viene
solo, sino que trae consigo el sello del Padre y del Hijo Jesús. Al mismo
tiempo, Él os introduce en ese misterio trinitario que, si es difícil hablar
de él, no por eso deja de ser el fundamento y sello inconfundible de nuestra
identidad cristiana.
Si éstas son cosas grandes, pensad que, de ahora en adelante, precisamente
en cuanto adultos en la fe, vosotros no podéis ni debéis prescindir de
ellas.
Deseo de corazón que vuestros pulmones estén siempre llenos de este viento
del Espíritu, que recibís hoy en abundancia, y que os permite a vosotros y a
la Iglesia respirar según el ritmo de Cristo mismo.
(Homilía del SAN JUAN PABLO II en la Basílica de S. Pedro el día 29 de
mayo de 1983)
EJEMPLOS
"La alegría del desprendimiento espiritual inspirada por la Santísima
Trinidad"
Un día, Messire Bernard se acercó en secreto a Francisco que entonces
todavía no tenía ningún compañero. "Hermano, dice Bernardo, por amor de mi
Señor, quien me los ha confiado, quiero distribuir todos mis bienes de la
manera que tú juzgues más conveniente." Francisco respondió: "Mañana iremos
a la iglesia y el libro de los evangelios nos dirá de qué manera el Señor
instruye a sus discípulos." La mañana siguiente se levantaron y fueron,
junto con otro hombre que se llamaba Pedro y que también quería ser fraile
menor, a la iglesia... Entraron para orar y como no tenían instrucción y no
sabían dónde encontrar la palabra del evangelio sobre la renuncia del mundo,
pedían al Señor que se dignase mostrarles su voluntad al abrir los
evangelios.
Una vez terminada la oración, el bienaventurado Francisco tomó el libro, se
arrodilló delante del altar y lo abrió. En el lugar abierto se presentó el
consejo del Señor: "Si quieres ser perfecto, va, vende todo lo que tienes,
dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo." (Mt 19,21) Al leer esto,
el bienaventurado Francisco se alegró mucho y dio gracias a Dios. Pero, como
tenía una gran devoción a la Santísima Trinidad, quería tener la
confirmación por un triple testimonio. Abrió, pues, el libro de los
evangelios por segunda y por tercera vez. En el segundo lugar encontró: "No
llevéis nada por el camino." (cf Lc 9,3) y en el tercero: "El que quiera
venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz de cada
día y me siga." (Lc 9,23ss) Francisco dijo: "Hermanos, he aquí nuestra vida
y nuestra Regla y la de todos los que querrán juntarse a nuestro grupo. Id,
y lo que habéis comprendido, ponedlo en práctica."
Bernardo, que era muy rico, se fue: vendió todo lo que poseía, reunió una
gran cantidad de dinero y lo distribuyó todo entre los pobres de la
ciudad... A partir de aquella hora, los tres vivieron según la Regla del
santo evangelio que el Señor les había mostrado. Esto es lo que dice el
bienaventurado Francisco en su testamento: "El mismo Señor me ha revelado
que debía vivir según el santo evangelio."
(Cortesía: iveargentina.org et alii)