Domingo 6 de Pascua C - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A SU DISPOSICÓN
Exégesis: Manuel de Tuya - El capítulo 14 de San Juan
Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - Jesús promete a sus discípulos Su
Presencia, la del Padre y la del Espíritu Santo (Jn 14, 1-31)
Comentario Teológico: P. Antonio Royo Marín, O. P. - La inhabitación de la
Santísima Trinidad en el alma del justo
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El que me ama guardará mis palabras
Santos Padres: San Agustín - Aprender junto con los discípulos
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - La promesa del Espíritu Santo y la
Inhabitación Trinitaria
Aplicación: R.P. Leonardo Castellani - Dios que inhabita en nosotros (Jn 14,
23-29)
Aplicación: R.P. Miguel A. Fuentes, I.V.E. - Inhabitación trinitaria y
gracia santificante
Aplicación: San Juan Pablo Magno - Fidelidad al Evangelio
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La presencia de Cristo en el alma
Aplicación: San Bernardo - “Vendremos a él y haremos morada en él”
Aplicación: Directorio Homilético - Sexto domingo de Pascua
Ejemplos
¿Cómo acoger la Palabra de Dios?
Falta un dedo: Celebrarla
Las Lecturas del Domingo
Exégesis: Manuel de Tuya - El capítulo 14 de San Juan
El capítulo 14 es una continuación del discurso de despedida, comenzado en
el capítulo 13 (v.31-35) e interrumpido, literariamente al menos, por la
predicción de las negaciones de Pedro. A las palabras de tristeza por la
despedida, añade ahora palabras de consuelo y optimismo, al saber lo que
significa su “ausencia” de ellos, que va a ser ventaja y misteriosa
presencia en los mismos. El capítulo tiene una unidad clara. Su redacción se
ve bastante elaborada conforme a la “inclusión semita.” Se notan tres grupos
de ideas: 1) significado de la “ausencia” de Cristo (v.1-6; 27-31); 2) el
“conocimiento” recíproco del Padre y del Hijo, y “manifestación” de los
mismos (v.7-11.18-29); 3) diversos frutos de la fe en Cristo “ausente”
(v.12-19). No obstante, en la exposición se seguirá otra división.
Frutos de la fe en Cristo “ausente,” 14:12-26
La sección que sigue muestra, agrupados, una serie de frutos que los
apóstoles obtendrán por la fe en Cristo “ausente.” El “en verdad, en
verdad,” que repetido es característico de Jn, no introduce un tema
fundamental distinto, sino una variación en el tema general.
12En verdad, en verdad os digo que el que cree en mí, ése hará también las
obras que Yo hago, y las hará mayores que éstas, porque Yo voy al Padre; 13
y lo que pidiereis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado
en el Hijo; 14 si me pidiereis alguna cosa en mi nombre, Yo la haré. 15 Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos; 16 y Yo rogaré al Padre y os dará
otro Paráclito, que estará con vosotros para siempre, 17 el Espíritu de
verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce;
vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros. 18
No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. 19 Todavía un poco y el mundo ya
no me verá; pero vosotros me veréis, porque Yo vivo y vosotros viviréis. 20
En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y Yo en
vosotros. 21 El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama;
el que me ama a mí será amado de mi Padre y Yo le amaré y me manifestaré a
El. 22 Díjole Judas, no el Iscariote: Señor, ¿qué ha sucedido para que hayas
de manifestarte a nosotros, y no al mundo? 23 Respondió Jesús y le dijo: Si
alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y
en él haremos morada. 24 El que no me ama no guarda mis palabras; y la
palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado. 25 Os he dicho
estas cosas mientras permanezco entre vosotros; 26 pero el Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y
os traerá a la memoria todo lo que Yo os he dicho.
Toda la portada de estas enseñanzas caen bajo la supuesta fe viva en Cristo.
Promesa de una triple “venida” (v.15-26)
Esta sección última de promesas está estructurada a tipo, un poco amplio, de
la “inclusión semita.” Por eso, la exposición se hará por agrupación de
ideas, en lugar de seguir un comentario paralelístico al desarrollo
literario.
Todo el pasaje v.15-26 se desenvuelve bajo el tema del “amor.” A los que le
aman les aguarda una triple “venida.”
Esta condición del “amor” para las promesas siguientes va hecha directamente
a los apóstoles presentes, pero la proyección doctrinal tiene, seguramente,
una portada universal.
Promesa de la “venida” del Paráclito (v.15-17, 25-26)
Cristo rogará al Padre por los que le aman, amor garantizado con cumplir
“mis mandamientos,” que son los mandamientos de Dios — Cristo se pone en la
línea de Dios encarnado — para que les dé “otro Paráclito.” 9 El sentido de
esta última palabra puede ser múltiple, conforme a su etimología 10. En el ?
. ? . sólo sale en Jn, y en su primera epístola tiene el sentido específico
de “abogado,” que es el sentido más ordinario, junto con el de “intercesor,”
con cuyos sentidos aparece en el literatura rabínica. Pero puede tener otros
significados distintos. Para valorar su sentido en este contexto hay dos
elementos.
Uno es que Cristo pide al Padre que les dé “otro Paráclito” en su ausencia.
Cristo es, pues, un Paráclito. De aquí se deduce una enseñanza dogmática de
gran importancia; al ser el Paráclito otro ser al modo de Cristo, se sigue
que es una persona y divina y, además, va a sustituir a Cristo en su oficio:
continuar, en forma misteriosa, la misión de Cristo en los hombres.
Pero el contexto permite matizarlo más. Y es el “paralelo” v.26. Según él,
esta misión es “docente.” El Espíritu Santo “os enseñará todas las cosas y
os traerá a la memoria todas las cosas que os dije.” Se trata, pues, de una
acción del Paráclito en ellos por una sugerencia interna, preferentemente al
menos, si no exclusiva (Jua_16:13.14), de la enseñanza de Cristo. Por esta
obra “docente” es por lo que el Paráclito es llamado aquí “Espíritu de
verdad”; lo mismo que por ser el Espíritu de Cristo (Jua_16:13.14), que es
“la Verdad” (Jua_16:4).
En cambio, el “mundo,” que en Jn suele tener sentido peyorativo, no lo puede
“recibir,” porque, sumido en tinieblas y mentira (Jua_3:19; Jua_8:44ss), no
le “ve ni le conoce.”
Pero a ellos, por la oración de Cristo, el Padre “se lo dará para que esté
con ellos para siempre.”
Esta recepción del Espíritu Santo por los apóstoles en un futuro, ¿a qué se
refiere? ¿A Pentecostés?
Sin embargo, el segundo hemistiquio de este mismo v.17 tiene una doble
lectura refiriéndose al Paráclito:
“Vosotros conocéis (o conoceréis)
porque permanece (o permanecerá) en vosotros
y está (o estará) en vosotros.”
Si se admite la lectura en presente, resulta que el Espíritu Santo que se
prometía para un futuro ya lo “conocen,” “está” en ellos, y “permanece” en
ellos. Pero otros muchos códices de importancia lo leen en futuro 11.
Como no puede suponerse una divergencia conceptual entre estos hemistiquios,
se trata de un “futuro inminente o próximo,” que se formula frecuentemente
por un presente 12.
Es el tema de la donación del Espíritu Santo, tan marcado en Jn, hasta decir
que “el Espíritu Santo aún no había sido dado porque Jesús no había sido
glorificado” (Jua_7:39); lo mismo que por la misión doctrinal con que aquí
aparece, y por su paralelo con otros pasajes de este mismo discurso de la
cena (Jua_15:26; Jua_16:5-15), esta promesa futura se refiere a la donación
oficial del Espíritu Santo en Pentecostés, pero prolongada indefinidamente
en la Iglesia y en las almas de los que lo reciben 13 Esta acción del
Paráclito entre ellos:
“les enseñará todas las cosas
y os traerá a la memoria todas las cosas que Yo os dije.”
El segundo hemistiquio es un caso de “paralelismo sinónimo” semita. En el
mismo Jn se leen casos de hechos que los apóstoles, cuando Cristo los
realizó, no los comprendieron: los comprendieron después de su resurrección
y Pentecostés (Jua_2:22; Jua_12:16).
¿A qué se refiere esta acción del Espíritu sobre “todas las cosas que os
dije”? Cabrían dos precisiones:
O referirse a la enseñanza que Cristo hizo a los apóstoles en su período
terreno (Jua_15:15; Jua_4:25), incluso con las complementarias
“revelaciones” que les hizo después de resucitado hasta la ascensión
(Hec_1:3), o admitir nuevas revelaciones hechas directamente por el Espíritu
a los apóstoles para completar el tesoro objetivo de la revelación. Pero el
primer sentido, en su aspecto bimembre, es el que directamente está más en
situación y encuentra su complemento en el lugar “paralelo” del capítulo 16,
en el que se dice que, al “venir” el Espíritu en Pentecostés, comenzará su
obra de “llevaros", conduciros, encaminaros, “hacia la verdad
completa, porque no hablará de sí mismo, sino que. tomará de lo mío y os lo
dará a conocer” (Jua_16:13.14). Es la función del Espíritu haciendo
comprender a los apóstoles — a la Iglesia — el “sentido pleno” de la
enseñanza y obra de Cristo (cf. Jua_16:13).
Aunque literalmente estas palabras se dirigían a los apóstoles, hay datos
que hacen ver que, como promesa-doctrinal, se refieren a la Iglesia.
En primer lugar, no se probaría esto por el solo hecho de decirles que
permanecería con ellos (apóstoles) “para siempre,” pues éste es un término
muy relativo. Así se lee frecuentemente: "cbcá "olam, “siervo eterno,” y
cuya eternidad sólo se refiere al período de su vida de siervo.
La primera razón es que, en varios de estos pasajes de Jn, las promesas
aparecen entremezcladas literariamente, pues unas veces se dirigen a los
apóstoles (v.15-17.26) y otras están en forma impersonal: “Si alguno me ama”
(v.21.23.24). Y a este sujeto indefinido es al que se le promete el amor
suyo y el del Padre, lo mismo que el “manifestarse” a El, y el que en El
“moren.”
“Encuadradas, pues, estas promesas, en las que antes y después se habla del
Paráclito (inclusión semítica), parece que, aunque literalmente se dirijan a
los apóstoles, la promesa-doctrinal tiene la perspectiva universal de la
Iglesia. Al menos en la comprensión e intención del evangelista al situarlas
aquí, en esta perspectiva literaria, si es que ellas pudieran pertenecer a
otro contexto histórico.” 14
Esto encuentra una corroboración en las palabras que cita Lc después de la
consagración eucarística: “Haced esto en memoria mía” (Luc_22:19;
1Co_11:24-25). Directamente se refieren a los apóstoles, y, sin embargo, el
concilio de Trento definió de fe que con esas palabras de Cristo no sólo
ordenó sacerdotes a los apóstoles, sino que con ellas “preceptuó” que ellos
y sus sucesores ofreciesen el sacrificio eucarístico 15.
A esto lleva la contraposición que establece entre ellos y el “mundo” para
que éste no pueda “recibir” el Espíritu: la incompatibilidad con él. Por lo
que parece seguirse que los que no tengan esa incompatibilidad — la Iglesia
— , lo reciben; y se confirma con la acción del Espíritu, acreditada incluso
con carismas (Gal_3:2.5) sobre tantas personas de la primitiva Iglesia, que
no eran los apóstoles. Esto les hacía ver que el Espíritu “estaba con ellos”
y les hacía “penetrar” los misterios de las enseñanzas de Cristo con sus
carismas de revelación, profecías, etc. (1 Cor 12 y 14) 16.
Promesa de la “venida” del Mismo Cristo (v.18-21)
Cristo promete también “su venida” a los apóstoles y a todo aquel “que
recibe mis preceptos y los guarda.” Como antes, la perspectiva rebasa el
solo círculo apostólico. Va “a todo aquel” (v.21ab) que “recibe” los
preceptos de Cristo — “mis preceptos”; otra vez se legislan los mismos
preceptos de Dios como suyos — y los “guarda.” La fe con obras es tema
repetido en el evangelio de San Juan (Jua_3:8) lo mismo que en su primera
epístola.
¿A qué se refiere esta “venida” de Cristo después de resucitado? A la
parusía no, ya que todos lo verán y será el momento de la definitiva reunión
con él.
Y aquí parece haber relación entre el momento de amarle y la presencia en el
creyente. Se debe, pues, de referir, si no exclusiva, al menos sí
preferentemente, a una “venida” espiritual y permanente. Por eso parecen
excluirse de este intento directo las apariciones de Cristo resucitado,
v.gr., a Magdalena, Santiago, a más de quinientos hermanos juntos
(1Co_15:6.7), etc., pues fueron esporádicas y carismáticas. Máxime en esta
perspectiva y hora en que se escribe el evangelio de Jn (cf. v.12.21.23.24).
Los efectos o frutos de esta venida se los presenta en dos aspectos.
Uno es que “me veréis” porque “Yo vivo y vosotros viviréis.” Siendo Cristo
la Vida y no pudiendo hacerse nada “sin Él,” no obstante, después de la
resurrección será el momento de la plenitud torrencial de todo tipo de
gracias — toda vida espiritual y divina — , que se inagurará cuando El
“envíe”el Espíritu Santo. él vive después de la tragedia de la muerte, y
porque El derrama, normal y totalmente, esa vida es por lo que ellos vivirán
henchidamente su vida.
Otro fruto es que “en aquel día,” frase usada en los profetas, conque se
expresan las grandes intervenciones de Dios, y que, como aquí, puede indicar
todo un período, vosotros “conoceréis que Yo estoy en mi Padre, y vosotros
en mí, y yo en vosotros” (v.20).
Por efecto de estas gracias que van a recibirse en abundancia después de
Pentecostés — bien lo experimentaron en su plena transformación ese día los
apóstoles — , van a comprender por efecto de gracias de todo tipo,
iluminaciones intelectuales y experimentaciones sobrenaturales, aunque en
grados diversos, lo que tanto les costaba comprender en la vida de Cristo:
que “El está con el Padre”; que es el verdadero Hijo de Dios; que “El está
con ellos” como Dios y como “Vid,” que les dispensa toda gracia, sin cuya
unión a El nada pueden sobre naturalmente; y que “ellos están en El,” por la
necesidad de su unión vital de “sarmientos,” y como “miembros” del Cuerpo
místico. Y todo, aunque en grados diversos, sabido con certeza y
experimentando de un modo íntimo y maravilloso 16.
Promesa de la “venida” del Padre (v.22-24)
La enseñanza de Cristo sobre su “manifestación” a ellos y no al mundo,
interpretada de un modo erróneo por el apóstol Judas, no Iscariote,
posiblemente pensando en una teofanía, de un modo sensible y maravilloso, es
lo que hace a Cristo exponer la doctrina de la epifanías trinitarias.
También “vendrá” el Padre. Porque el amor a Cristo, garantizado con obras,
trae como premio el ser amado por el Padre. Lo que tiene como efecto el que
“vendremos a él y haremos en él nuestra morada”.
Esta “venida,” pues, del Padre y de Cristo no es transitoria, sino
permanente, pues en el que le ama establece su “morada”; y es presencia
distinta de la que tiene Dios como Creador, pues es sólo para los que le
“aman” en este orden sobrenatural: de amor al Padre y al Hijo; ni es
presencia carismática, pues es condición normal para todo el que así los
ame. Esta “venida” del Padre es también espiritual e íntima. Va entrañando
en su mismo concepto de morar Dios en el alma.
Aunque aquí explícitamente no se dice que también “venga” con ellos el
Espíritu Santo, es lo que está suponiendo el capítulo, ya que se dice que en
el que ama a Cristo el Espíritu Santo “está” y “permanece” en él (v.17). Es
lo que la teología llamó “inhabitación de la Trinidad en el alma.” 17
Palabras finales de despedida y aliento, 14:27-31
El discurso de despedida vuelve, por “inclusión,” a recoger las palabras del
principio.
27 La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo. No se
turbe vuestro corazón ni se intimide. 28 Habéis oído que os dije: Me voy y
vengo a vosotros. Si me amarais, os alegraríais, pues voy al Padre, porque
el Padre es mayor que Yo. 29 Os lo he dicho ahora, antes que suceda, para
que, cuando suceda, creáis. 30 Ya no hablaré muchas cosas con vosotros,
porque viene el príncipe de este mundo, que en mí no tiene nada; 3! pero
conviene que el mundo conozca que Yo amo al Padre, y que, según el mandato
que me dio el Padre, así hago. Levantaos, vamonos de aquí.
Cristo no quiere que se “turben” con su partida, pues les deja “su” paz. La
paz (shalom), entre los judíos, abarca todos los bienes y es sinónimo de
felicidad 18. La paz verdadera era una promesa mesiánica (Eze_37:26;
Isa_9:6). No es la paz que Cristo les anuncia y da como la del mundo. Esta
es paz externa, alejada de molestias. La de Cristo es paz íntima,
inconturbable en el fondo del alma, pero compatible con persecuciones por
El. Ni sería improbable que esta paz a que alude se refiera a la triple
“venida” de que acaba de hablarles: el gran don trinitario en ellos.
Concretamente alude a su “vuelta,” que es a esa “venida” de que les habló.
Además, si de verdad le aman, no deben entristecerse, pues han de desearle
lo mejor. Y El “va al Padre, que es mayor que Yo.” ¿En qué sentido el Padre
es “mayor” que Cristo? Se han propuesto diversas soluciones:
1) En cuanto hombre. Es la interpretación seguida entre los latinos desde el
siglo IV. No parece que sea este el sentido. Era demasiado evidente que el
hombre es inferior a Dios. Además, Jn no disocia en Cristo el Hombre-Dios.
2) En cuanto Hijo de Dios recibe de él, al “engendrarlo,” la naturaleza
divina. Por eso el Padre, como principio, es superior (Efe_1:3.17). Antes
del siglo IV se defendió esto, sin matizar bien el sentido, dando lugar a
imprecisiones que podrían llevar al “subordinacionismo.” Posteriormente al
siglo IV lo sostienen varios Padres griegos.
Pero Jn habla del Verbo encarnado. Y en el evangelio, Cristo, Verbo
encarnado, confiesa que es igual al Padre (Jua_10:30). Tampoco esta solución
responde al contexto. Cristo les deja como razón para que se “alegren” que
el Padre es “mayor” que El. Pero los apóstoles, en aquel estadio
cultural-religioso, no podían comprender esta altísima razón para
alegrarles.
3) La interpretación que parece estar más en consonancia con el contexto
total del evangelio de Jn es la que valora esta frase dicha por el Verbo
encarnado, ya que Jn no disocia estas dos realidades. Por eso, el sentido de
la frase es que el Padre es “mayor” que El, no en cuanto el Verbo recibe por
eterna generación la naturaleza divina, sino que, en cuanto es el Verbo
encarnado, por la “communicatio idiomatum,” se proclama, por razón de su
naturaleza humana, inferior al Padre. Es el sentido en que se habla
abiertamente en otros pasajes de Jn (Jua_6:62; Jua_16:28; Jua_17:5.24). San
Agustín lo comentaba así: “En cuanto aquello por lo cual el Hijo no es igual
al Padre se iba al Padre.” 19
Pero el aviso tiene valor apologético: no lo van a coger de sorpresa, es El
el que se somete libremente a los planes — obediencia — del Padre. Y tan
inminente es, que pone la venida del “príncipe de este mundo,” Satanás, en
presente (futurus instans). Es la lucha entre la luz y las tinieblas, el
fondo satánico que mueve hombres y pasiones contra Cristo. En las
“tentaciones” de Cristo, Satanás, “se retiró hasta el tiempo” determinado
(Luc_4:13).
Satanás viene ahora a través de sus instrumentos, especialmente de Judas
Iscariote, en cuyo “corazón” había puesto el “propósito” de entregarlo
(Jua_13:2), luego “entró” en él para consumar su obra de muerte (Jua_13:27).
Pero, aunque parece su muerte una derrota, no es que Satanás “tenga en mí
nada,” como si viniese para castigarle conforme a la creencia judía. Cristo
es la misma santidad. Y Cristo no va a un reto, va a ejercer un acto supremo
de amor al Padre al cumplir el “mandato” de su muerte. Va así a demostrar al
“mundo” malo, y al Padre, que lo ama cumpliendo su “mandato.”
Y puesto que el “mandato” estaba dado y la “hora” llegada, Cristo da la
orden de partida. “Levantaos,” de los lechos o esteras sobre los que estaban
“recostados” en la cena; “vamos de aquí.” La orden es terminante. Estas
palabras cierran el desarrollo histórico de la narración. El capítulo 17, la
“oración sacerdotal,” aparece como un epílogo-apéndice de aquel acto. Por
eso, este final y esta orden se entroncan, históricamente, con el principio
del capítulo 18, en que ya salen para Getsemaní.
(DE TUYA, M., Evangelio de San Juan, en PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia
Comentada, BAC, Madrid, Tomo Vb, 1977)
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Exégesis: P. Joseph M. Lagrange, O. P. - Jesús promete a sus
discípulos Su Presencia, la del Padre y la del Espíritu Santo (Jn 14, 1-31)
Era costumbre, como hemos dicho, entre los judíos continuar charlando de
sobremesa una vez terminada la cena pascual. Los griegos y los romanos,
terminados sus banquetes, continuaban bebiendo, y entonces entraban los
tañedores y tañedoras de flauta, y eran aquellos momentos muchas veces de
extremada licencia, y aun para los que eran tenidos por buenos, de
conversaciones escabrosas. Los doctores judíos, para evitar aquellos
desórdenes, habían prohibido beber entre la tercera copa y la última, la que
precedía al Hallel, pues no comiendo no había pretexto para seguir bebiendo.
Las conversaciones, sin embargo, no tenían carácter religioso, como no fuese
la lección que daba el padre de familia sobre la Pascua en los momentos en
que era presentado en la mesa el cordero pascual. Probablemente también se
cantaba.
En la última cena, fue Jesús quien tomó la palabra, como para comentar la
institución de la nueva alianza, revelando altísimos misterios. San Juan nos
ha conservado esa expansión, el secreto más elevado y más profundo de su
corazón. Y si trajo a colación algunas instrucciones dadas en otros tiempos,
como que las impregnó de la melancolía y de la tristeza de los adioses, de
suerte que aparecerán siempre en aquel tono de luz mitigada por las sombras
de la última noche.
El primer discurso o plática forma un todo completo: les habla Jesús de su
partida y de la esperanza de volver a verlo. La separación era necesaria
para que los discípulos empezasen su obra; pero en cierto modo era sólo
aparente, gracias a la presencia espiritual del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo en el corazón de los que en Él creen y le aman. Por tanto, no
hay por qué turbarse, sino por qué alegrarse.
El discípulo amado había penetrado más íntimamente que ningún otro en el
pensamiento de su Maestro, y vio cómo se cumplían sus promesas. Sería
asombroso que este cumplimiento no diese algún nuevo colorido a la expresión
de la predicción misma. Sin embargo, no se sintió impresionado, porque los
hechos, no sólo habían sido anunciados, sino que habían sido puestos en su
luz sobrenatural por Aquel que era el único que estaba autorizado para
prometer el don del Espíritu Santo.
El primer pensamiento es que se volverían a encontrar cerca del Padre,
gracias a Jesús que es uno con Él (Jn 14, 1-11). Se aparecerá a sus
discípulos después de su resurrección, pero por pocos días. A lo que atiende
ahora es a la situación en que se encontrarán sus apóstoles al verse
privados de su presencia sensible, que debe ser reemplazada por la fe.
Creían ya en el Padre, creador de todo, y debían creer en su Maestro: esta
fe sería la base de toda su vida.
Al modo que un amigo, encargado de buscar alojamiento después de una jornada
para otros amigos, se adelanta, así Jesús vuelve a la casa de su Padre,
donde tantas moradas hay; bien lo sabe Él, pues va a prepararles el lugar.
Después volverá y los llevará para estar en su compañía. Es necesario, sin
embargo, que aprendan el camino. Tomás duda: interpreta todo esto como si se
tratara de un viaje ordinario. ¿A dónde, pues, va Jesús? Y si lo ignora,
¿cómo dar con el camino? El camino, acababa de decirlo, era la fe en Él, que
es Camino, pues por Él se conoce al Padre. Es, además, camino para la
inteligencia y se anda por él, aprendiendo la verdad: Él es la Verdad. Y
esta verdad es vida del alma, siempre en Él, pues Él es la Vida. Sus
discípulos le han visto, y viéndole a Él, ven al Padre.
Le han visto, pero en la oscuridad de la fe que les dice que el Hijo es el
mismo que el Padre. Felipe desearía saber más: «Señor, muéstranos al Padre,
y nos basta». La visión perfecta está reservada a la eternidad. Felipe debía
contentarse con creer en lo que en la última enseñanza de la Dedicación
había ya revelado Jesús a los judíos (Jn 10, 30) y que ahora les anuncia de
un modo más claro. « ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en
mí?» Esta extraña sentencia, considerada como blasfemia por los judíos, es
también la afirmación del Padre, viviendo en Jesús. Porque si la mejor razón
de creer en su palabra, al menos no podrán recusar el testimonio de las
obras, de los milagros, que son en Él la obra del Padre.
Esta fe no debía permanecer inactiva en los discípulos; los fieles no deben
turbarse, muy al contrario, deben obrar, y su Maestro les dará los recursos
necesarios. Ésta es la segunda exhortación.
El mejor recurso será la oración, siempre favorablemente despachada, porque
los discípulos rogarán al Padre en nombre de Jesús, y es tal la unión entre
el Padre y el Hijo, que el Hijo hará lo que le piden, y el orden será en
adelante que el Padre sea glorificado en el Hijo. Y el hombre de fe, armado
con esta oración, hará las mismas obras, y aún mayores que Jesús. En efecto,
Él no salió de Israel, y a ellos los enviará a convertir a los gentiles.
Para esta obra es necesario el amor de Dios, el amor que guarda sus
mandamientos. La fe sola no basta para obtener el don que la oración de
Jesús conseguirá del Padre, el don del Paráclito, defensor, protector,
grande amigo, que no es otro que el Espíritu de la verdad. Éste asistirá a
los discípulos en sus caminos como luz, que disipa las tinieblas de muerte,
y les anima a seguir su marcha y a obrar. Pero esta luz es interior. El
mundo no puede gozar de este beneficio, porque la busca fuera y allí no se
deja sentir: los discípulos gozarán de ella, porque la hallarán dentro de sí
mismos.
El mismo Jesús vendrá a ellos. El mundo no lo verá, porque su vida es
espiritual: lo verán los discípulos que viven la vida de Él y conocerán el
secreto de esta unión que los une al Padre. Jesús está en ellos, ellos en
Jesús y Jesús en el Padre. Y esta unión no sólo la realizará actualmente la
fe. Si el fiel ama de verdad al Hijo y le ama y guarda sus mandamientos
—precioso consuelo para las almas timoratas—, será amado del Padre y del
Hijo, y el Hijo se le manifestará. Así indicaba Jesús aquella visión casi
intuitiva, por el contacto íntimo de la inteligencia con la verdad infinita,
conocimiento claro y más fecundo que el conseguido por la razón, aunque no
logre disipar todas las oscuridades de esta vida.
Los discípulos todavía tenían la cabeza llena de grandiosos proyectos
suscitados en su fantasía de judíos. La palabra manifestación evoca la
presencia radiante del Mesías, que pondría fin a todas sus dudas y arrojaría
el mundo a sus pies. Judas, no el Iscariote, esperaba ese golpe teatral, que
era parte del programa: «Señor, ¿qué ha ocurrido para que te hayas de
manifestar a nosotros y no al mundo?»
Jesús le da a entender que esta íntima manifestación exige amor y amor
grande: consistirá en la venida del Padre y del Hijo al corazón del que ama,
que convertirán en morada suya. Otra vez el Maestro les testifica que no
hace más que transmitirles las enseñanzas del Padre. Así debía ser: Él
instruiría a sus discípulos mientras estuviera con ellos —san Juan testifica
la realidad de la afirmación del Salvador—. Pero Él sabía que sólo sería
comprendido por la acción del Espíritu Santo, enviado por el Padre, para
traerles a la mente cuanto les había dicho, con una luz más clara, y con las
declaraciones y acentos necesarios para que la doctrina quedase grabada en
el corazón de quienes serían depositarios heraldos de esa doctrina.
Jesús terminó como había comenzado: «No se turbe vuestro corazón». Les deja
la paz, no al modo cómo lo hacían sus compatriotas, siguiendo la costumbre
de saludar a la llegada y a la despedida: ¡Paz!, sino como un legado
valiosísimo de su amistad. Si en verdad eran sus amigos, su amor les
llevaría hasta alegrarse con Él, porque va al Padre, que es mayor que Él. El
que se va no es el Hijo Eterno, que jamás abandonó el reino de su Padre,
sino este Hijo en el estado de hombre, unido a Dios, pero también inferior a
Él por aquella naturaleza humana que tomó y que va a llevar a la gloria. Su
partida no tardará, porque el príncipe de este mundo, Satanás, que reina en
él por el pecado, ya está en el mundo; y aunque ningún poder tenga sobre él,
Jesús acepta soportar sus maquinaciones porque ama a su Padre y le obedece
en todo amorosamente.
Después, como si ya nada le quedase por decir: «Levantaos, vamos de aquí».
Continuará, no obstante, conversando con sus discípulos. Hay aquí una grave
dificultad. Pudiera haber tenido la conversación que sigue a lo largo de las
sendas que van a Galilea, en la soledad o sentados bajo algún terebinto;
pero era muy difícil por las calles de la ciudad, o yendo por sus arrabales.
La oración solemne por la unidad sólo pudo ser hecha a puerta cerrada. A
decir verdad, nada tiene esto de difícil. Muy bien se concibe que Jesús se
hubiera levantado y hubiera bebido con los otros la cuarta copa; después del
Hallel, o para reemplazarle, habría pronunciado esta oración de pie antes de
salir. Pero las alocuciones que precedieron a la oración ocupan no menos de
dos capítulos. ¿Habrían sido pronunciadas así antes de dar la señal de la
partida?
Nos inclinamos, pues, a creer que esta interrupción anunciaba el último acto
de los convidados, una acción de gracias —distinta entre los judíos de la
que seguía a la cena— y llamada Hallel, es decir, las alabanzas dadas a Dios
por la fiesta y por la liberación en el pasado y en el porvenir.
Juan, después de haber compuesto así su libro, quiso en seguida añadir aun
el contenido de los capítulos 15 y 16 y los intercaló o los hizo intercalar
donde nosotros los leemos, sin cambiar nada: tal vez fue una ingeniosa
manera de indicar su carácter suplementario.
(LAGRANGE, Vida de Jesucristo según el evangelio, Edibesa, Madrid, 1999, pp.
455-459)
Comentario Teológico: P. Antonio Royo Marín, O. P. - La inhabitación
de la Santísima Trinidad en el alma del justo
Vamos a examinar las siguientes cuestiones fundamentales: existencia,
naturaleza, finalidad y modo de vivir el sublime misterio de la inhabitación
divina en nuestras almas.
1. Existencia
La inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma del justo es una de las
verdades más claramente manifestadas en el Nuevo Testamento
1. Con
insistencia que muestra bien a las claras la importancia soberana de este
misterio, vuelve una y otra vez el sagrado texto a inculcarnos esta sublime
verdad. Recordemos algunos de los testimonios más insignes:
Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él
y en él haremos nuestra morada» (Io 14,23).
«Dios es caridad, y el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él»
(i Io 4,26).
« ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el
templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor 3,16-17).
« ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en
vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?>>
(I Cor 6,19).
«Pues vosotros sois templo de Dios vivo» (2 Cor 6,16).
«Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo, que mora en
nosotros» (2 Tim 1,14).
Como se ve, la Sagrada Escritura emplea diversas fórmulas para expresar la
misma verdad: Dios habita dentro del alma en gracia. Con preferencia se
atribuye esa inhabitación al Espíritu Santo, no porque quepa una presencia
especial del Espíritu Santo que no sea común al Padre y al Hijo, sino por
una muy conveniente apropiación, ya que es ésta la gran obra del amor de
Dios al hombre y es el Espíritu Santo Amor esencial en el seno de la
Trinidad Santísima.
Los Santos Padres, sobre todo San Agustín, tienen página bellísimas
comentando el hecho inefable de la divina inhabitación en el alma del justo.
2. Naturaleza
Mucho han escrito y discutido los teólogos acerca de la naturaleza de la
inhabitación de las divinas personas en el alma del justo. Nosotros vamos a
recoger aquí las principales opiniones sustentadas por los teólogos, sin
pretender dirimir una cuestión que sólo secundariamente afecta al objeto y
finalidad de nuestra obra. He aquí esas opiniones:
1. La inhabitación consiste formalmente en una unión física y amistosa entre
Dios y el hombre realizada por la gracia, en virtud de la cual
Dios, uno y trino, se da al alma y está personal y substancialmente presente
en ella, haciéndola participante de su vida divina.
He aquí cómo explica esta doctrina el P. Galtier, que es uno de sus devotos
partidarios. La gracia es corno un sello en materia fluida. Y así como es
indispensable para la permanencia de la sigilación en la materia fluida la
permanente aplicación del sello, ya que de lo contrario desaparecería la
sigilación, de manera semejante para que permanezca la gracia en el alma
—que es como la sigilación asimilativa del alma a la divina naturaleza—es
menester que permanezca siempre esta divina naturaleza físicamente presente.
Esta interpretación es rechazada por muchos teólogos por cuanto no parece
trascender el modo común de existir que Dios tiene por esencia en todas las
cosas creadas.
2. Otros teólogos, desde el siglo xiv en adelante, interpretaron el
pensamiento del Angélico Doctor como si hubiera puesto la causa formal de la
inhabitación en el solo conocimiento y amor sobrenaturales,
independientemente de la presencia de inmensidad, esto es, en la sola
presencia intencional. Suárez quiso completar esta doctrina con la de la
amistad sobrenatural, que establece la caridad entre Dios y el alma, y que
reclama y exige, según él, la presencia real—no sólo intencional—de Dios en
el alma; de tal manera—dice—, que por la fuerza de esa amistad Dios vendría
realmente al alma aunque no estuviera ya en ella por ningún otro título
(verbigracia, por la presencia de inmensidad) .
Pero esta explicación suareciana no ha satisfecho a la mayor parte de los
teólogos; porque la amistad, como quiera que pertenezca al orden afectivo,
no se comprende cómo pueda hacer formalmente presentes a las personas
divinas. El amor en cuanto tal no puede hacer físicamente presente al amado,
ya que es de orden puramente intencional.
3. Un sector de la escuela tomista, a partir de Juan de Santo Tomás,
interpreta al Angélico Doctor en el sentido de que, presupuesta ante todo la
presencia de inmensidad, la gracia santificante, por razón de las
operaciones de conocimiento y amor procedentes de la fe y la caridad, es
la causa formal de la inhabitación de las divinas personas en el alma del
justo. Según esta sentencia, el conocimiento y el amor no constituyen la
presencia de Dios en nosotros, sino que, presupuesta esta presencia por la
general de inmensidad, la presencia especial de las personas divinas
consiste en su conocimiento y amor sobrenaturales, o sea en las operaciones
provenientes de la gracia.
Esta teoría, mucho más aceptable que la anterior, parece tener en contra,
sin embargo, una dificultad insuperable. Si las operaciones de conocimiento
y amor provenientes de la gracia santificante fueran la causa formal de la
inhabitación trinitaria, habría que negar el hecho de la inhabitación en los
niños bautizados antes del uso déla razón, en los justos dormidos o
simplemente distraídos y en toda alma santa que dejara de pensar y de amar,
en un momento dado, en las divinas personas. A esta dificultad replican los
partidarios de esta teoría que aun en esos casos se daría cierta presencia
permanente de la Trinidad por la posesión de los hábitos sobrenaturales de
la fe y la caridad, capaces de producir esa presencia. Pero esta respuesta
no satisface a muchos teólogos, por cuanto la posesión de esos hábitos
sobrenaturales nos daría únicamente la facultad o poder de producir la
inhabitación al reducirlos al acto, pero siempre sería verdad que mientras
tanto no tendríamos inhabitación propiamente dicha.
4. Otros teólogos, finalmente, propugnan la unión de`la primera y tercera de
estas teorías para explicar adecuadamente el hecho de la divina
inhabitación. Según ellos, las personas divinas se hacen presentes de algún
modo por la eficiencia y conservación de la gracia santificante, ya que esta
gracia nos da verdaderamente una participación física y formal de la
naturaleza divina en cuanto tal - cosa que no ocurre en la eficiencia y
conservación de las cosas puramente naturales - y, por lo mismo, nos da una
participación en el misterio de la vida íntima de Dios, aun conservando
intacto el principio teológico certísimo de que en las operaciones ad extra
obra Dios como uno y no como trino. Presente ya de algún modo la Trinidad en
el alma por la gracia, el justo entra en contacto con ella por las
operaciones de conocimiento y amor que brotan de la misma gracia. Por la
producción de la gracia, Dios se une al alma como principio; y por las
operaciones de conocimiento y amor, el alma se une a las divinas personas
como término de esas mismas operaciones. De donde la inhabitación trinitaria
es un hecho ontológico y psicológico; en primer lugar ontológico (por la
producción y conservación de la gracia) y en segundo lugar psicológico (por
el conocimiento y amor sobrenaturales).
Como se ve, las opiniones son muchas, y acaso ninguna de ellas nos dé una
explicación enteramente satisfactoria del modo misterioso como se realiza la
presencia real de las divinas personas en el alma del justo. En todo caso,
para la vida de piedad y adelantamiento en la perfección, más que el modo
como se realiza, interesa el hecho de la inhabitación, en el cual están
absolutamente de acuerdo todos los teólogos católicos.
Prescindiendo, pues, de las diversas teorías formuladas para explicar el
modo de la divina inhabitación, vamos a señalar en qué se distingue la
presencia de inhabitación de las otras presencias de Dios que señala la
teología.
Pueden distinguirse, en efecto, hasta cinco presencias de Dios completamente
distintas:
1. Presencia personal e hipostática. Es la propia y exclusiva de
Jesucristo-hombre. En él la persona divina del Verbo no reside como en un
templo, sino que constituye su propia personalidad, aun en cuanto hombre. En
virtud de la unión hipostática Cristo-hombre es una persona divina, de
ningún modo una persona humana.
2. Presencia eucarística. En la Eucaristía está presente Dios de una manera
especial que solamente se da en ella. Es el ubi eucarístico, que, aunque de
una manera directa e inmediata afecta únicamente al cuerpo de Cristo, afecta
también indirectamente a las tres divinas Personas de la Santísima Trinidad:
al Verbo por su unión personal con la humanidad de Cristo, y al Padre y al
Espíritu Santo por la circuminsesión o presencia mutua de las tres divinas
Personas entre sí, que las hace absolutamente inseparables.
3. Presencia de visión. Dios está presente en todas partes - como veremos en
seguida -, pero no en todas se deja ver. La visión beatífica en el cielo
puede considerarse como una presencia' especial de Dios distinta de las
demás. En el cielo está Dios dejándose ver.
4. Presencia de inmensidad. Uno de los atributos de Dios es su inmensidad,
en virtud de la cual Dios está realmente presente en todas partes, sin que
pueda existir criatura o lugar alguno donde no se encuentre Dios. Y esto por
tres capítulos:
Por esencia, en cuanto que Dios está dando el ser a todo cuanto existe sin
descansar un instante, de manera parecida a como la fábrica de electricidad
está enviando sin cesar el fluido eléctrico que mantiene encendida la
bombilla. Si Dios suspendiera un solo instante su acción conservadora sobre
cualquier ser, desaparecería ipso facto ese ser en la nada, como la lámpara
eléctrica se apaga instantáneamente cuando le cortamos la corriente. En este
sentido Dios está presente incluso en un alma en pecado mortal y en el
mismísimo demonio, que no podrían existir sin esa presencia divina.
Por presencia, en cuanto que Dios tiene continuamente ante sus ojos todos
los seres creados, sin que ninguno de ellos pueda substraerse un solo
instante a su mirada divina.
Por potencia, en cuanto que Dios tiene sometidas a su poder todas las
criaturas. Con una sola palabra las creó y con una sola podría aniquilarlas.
5. Presencia de inhabitación. Es la presencia especial que establece Dios,
uno y trino, en el alma justificada por la gracia.
¿En qué se distingue esta presencia de inhabitación de la presencia general
de inmensidad?
Ante todo hay que decir que la presencia especial de inhabitación supone y
preexige la presencia general de inmensidad, sin la cual no sería posible.
Pero añade a esta presencia general dos cosas fundamentales, a saber: la
paternidad y la amistad divinas, la primera fundada en la gracia
santificante y la segunda en la caridad.
Vamos a explicar un poco estas realidades inefables.
La Paternidad. Propiamente hablando, no puede decirse que Dios sea Padre de
las criaturas en el orden puramente natural. Es verdad que todas han salido
de sus manos creadoras, pero este hecho constituye a Dios Autor o Creador de
todas ellas, pero de ningún modo le hace Padre de las mismas. El artista que
esculpe una estatua en un trozo de madera o de mármol es el autor de la
estatua, pero de ningún modo su padre. Para ser padre es preciso transmitir
la propia vida, esto es, la propia naturaleza específica, a otro ser
viviente de la misma especie.
Por eso, si Dios quería ser nuestro Padre, además de nuestro Creador, era
preciso que nos transmitiese su propia naturaleza divina en toda su
plenitud - y éste es el caso de Jesucristo, Hijo de Dios por naturaleza - o,
al menos, una participación real y verdadera de la misma: y éste es el caso
del alma justificada. En virtud de la gracia santificante, que nos da una
participación misteriosa, pero muy real y verdadera de la misma naturaleza
divina, el alma justificada se hace verdaderamente hija de Dios, por una
adopción intrínseca muy superior a las adopciones humanas puramente
jurídicas y extrínsecas. Y desde ese momento, Dios, que ya residía en el
alma por su presencia general de inmensidad, comienza a estar en ella como
Padre y a mirarla como verdadera hija suya. Este es el primer aspecto de la
presencia de inhabitación, incomparablemente superior, como se ve, a la
simple presencia de inmensidad. La presencia de inmensidad es común a todo
cuanto existe (incluso a las piedras y a los mismos demonios). La de
inhabitación, en cambio, es propia y exclusiva de los hijos de Dios. Supone
siempre la gracia santificante y, por lo mismo, no podría darse sin ella.
La Amistad. Pero la gracia santificante no va nunca sola. Lleva consigo el
maravilloso cortejo de las virtudes infusas, entre las que destaca, como la
más importante y principal, la caridad sobrenatural. Como explicaremos en su
lugar, la caridad establece una verdadera y mutua amistad entre Dios y los
hombres: es su esencia misma. Por eso al infundirse en el alma, juntamente
con la gracia santificante, la caridad sobrenatural, Dios comienza a estar
en ella de una manera enteramente nueva: ya no está simplemente como autor,
sino también como verdadero amigo. He ahí el segundo entrañable aspecto de
la divina inhabitación.
Presencia íntima de Dios, uno y trino, como Padre y como Amigo. Este es el
hecho colosal, que constituye la esencia misma de la inhabitación de la
Santísima Trinidad en el alma justificada por la gracia y la caridad.
3. Finalidad
La inhabitación trinitaria en nuestras almas tiene una finalidad altísima,
como no podía menos de ser así. Es el gran don de Dios, el primero y el
mayor de todos los dones posibles, puesto que nos da la posesión real y
verdadera del mismo Ser infinito de Dios. La misma gracia santificante, con
ser un don de valor inapreciable, vale infinitamente menos que la divina
inhabitación. Esta última recibe en teología el nombre de gracia increada, a
diferencia de la gracia habitual o santificante, que se designa con el de
gracia creada. Hay un abismo entre una criatura - por muy perfecta que sea - y
el mismo Creador.
La inhabitación equivale en el cristiano a la unión hipostática en la
persona de Cristo, aunque no sea ella, sino la gracia habitual, la que nos
constituye formalmente hijos adoptivos de Dios. La gracia santificante
penetra y empapa formalmente nuestra alma divinizándola. Pero la divina
inhabitación es como la encarnación o inserción en nuestras almas de lo
absolutamente divino: del mismo ser de Dios, tal como es en sí mismo, uno en
esencia y trino en personas.
Dos son las principales finalidades de la divina inhabitación en nuestras
almas. Vamos a exponerlas en otras tantas conclusiones.
Conclusión 1ª: La Santísima Trinidad inhabita en nuestras almas para
hacernos participantes de su vida íntima divina y transformarnos en Dios.
La vida íntima de Dios consiste, como ya dijimos, en la procesión de las
divinas personas - el Verbo, del Padre por vía de generación intelectual; y el
Espíritu Santo, del Padre y del Hijo por vía de procedencia afectiva - y en la
infinita complacencia que en ello experimentan las divinas personas entre
sí.
Ahora bien: por increíble que parezca esta afirmación, la inhabitación
trinitaria en nuestras almas tiende, como meta suprema, a hacernos
participantes del misterio de la vida íntima divina asociándonos a él y
transformándonos en Dios, en la medida en que es posible a una simple
criatura, Escuchemos a San Juan de la Cruz - doctor de la Iglesia
universal - explicando esta increíble maravilla:
«Este aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará allí en
la comunicación del Espíritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con
aquella su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y
habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el
Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu
Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación,
para unirla consigo. Porque no sería verdadera y total transformación si no
se transformase el alma en las tres personas de la Santísima Trinidad en
revelado y manifiesto grado.
Y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la
transforma en sí, le es a ella de tan subido y delicado y profundo deleite,
que no hay que decirlo por lengua mortal, ni el entendimiento humano en
cuanto tal puede alcanzar algo de ello...
Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta, que el
alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado. Porque
dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el
alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿que increíble cosa es que
obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor
decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma
Trinidad? Pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma
alma; porque esto es estar transformada en las tres personas en potencia y
sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese
venir a esto la crió a su imagen y semejanza...
¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!,? ¿qué hacéis?
¿En qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras
posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues
para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que
en tanto que buscáis grandezas y gloria os quedáis miserables y bajos, de
tantos bienes hechos ignorantes e indignos!
Hasta aquí, San Juan de la Cruz. Realmente el apóstrofe final del sublime
místico fontivereño está plenamente justificado. Ante la perspectiva
soberana de nuestra total transformación en Dios, el cristiano debería
despreciar radicalmente todas las miserias de la tierra y dedicarse con
ardor incontenible a intensificar cada vez más su vida trinitaria hasta
remontarse poco a poco a las más altas cumbres de la unión mística con Dios.
Es lo que sor Isabel de la Trinidad pedía sin cesar a sus divinos huéspedes:
«Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable!,
sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de vuestro
misterio.
No se vaya a pensar, sin embargo, que esa total transformación en Dios de
que hablan los místicos experimentales como coronamiento supremo de la
inhabitación trinitaria tiene un sentido panteísta de absorción de la propia
personalidad en el torrente de la vida divina. Nada más lejos de esto. La
unión panteísta no es propiamente unión, sino negación absoluta de la unión,
puesto que uno de los dos términos - la criatura - desaparece al ser absorbido
por Dios. La unión mística no es esto. El alma transformada en Dios no
pierde jamás su propia personalidad creada. Santo Tomás pone el ejemplo,
extraordinariamente gráfico y expresivo, del hierro candente que, sin perder
su propia naturaleza de hierro, adquiere las propiedades del fuego y se hace
fuego por participación.
Comentando esta divina transformación a base de la imagen del hierro
candente escribe con acierto el P. Ramiére:
Es verdad que en el hierro abrasado está la semejanza del fuego, mas no es
tal que el más hábil pintor pueda reproducirla sirviéndose de los más vivos
colores; ella no puede resultar sino de la presencia y acción del mismo
fuego. La presencia del fuego y la combustión del hierro son dos cosas
distintas; pues ésta es una manera de ser del hierro, y aquélla una relación
del mismo con una substancia extraña. Pero las dos cosas, por distintas que
sean, son inseparables una de otra; el fuego no puede estar unido al hierro
sin abrasarle, y la combustión del hierro no puede resultar sino de su unión
con el fuego.
Así el alma justa posee en sí misma una santidad distinta del Espíritu
Santo; mas ella es inseparable de la presencia del Espíritu Santo en esa
alma, y, por tanto, es infinitamente superior a la más elevada santidad que
pudiera alcanzar un alma en la que no morase el Espíritu Santo. Esta última
alma no podría ser divinizada sino moralmente, por la semejanza de sus
disposiciones con las de Dios; elocristiano, por el contrario, es divinizado
físicamente, y, en cierto sentido, substancialmente, puesto que sin
convertirse en una misma substancia y en una misma persona con Dios, posee
en sí la substancia de Dios y recibe la comunicación de su vida.
Conclusión 2ª: La Santísima Trinidad inhabita en nuestras almas para darnos
la plena posesión de Dios y el goce fruitivo de las divinas personas.
Dos cosas se contienen en esta conclusión, que vamos a examinar por
separado:
a) Para darnos la plena posesión de Dios. Decíamos al hablar de la presencia
divina de inmensidad que, en virtud de la misma, Dios estaba íntimamente
presente en todas las cosas - incluso en los mismos demonios del infierno - por
esencia, presencia y potencia. Y, sin embargo, un ser que no tenga con Dios
otro contacto que el que proviene únicamente de esta presencia de
inmensidad, propiamente hablando no posee a Dios, puesto que este tesoro
infinito no le pertenece en modo alguno. Escuchemos de nuevo al P. Ramiére:
«Podemos imaginarnos a un hombre pobrísimo junto a un inmenso tesoro, sin
que por estar próximo a él se haga rico, pues lo que hace la riqueza no es
la proximidad, sino la posesión del oro. Tal es la diferencia entre el alma
justa y el alma del pecador. El pecador, el condenado mismo, tienen a su
lado y en sí mismos el bien infinito, y, sin embargo, permanecen en su
indigencia, porque este tesoro no les pertenece; al paso que el cristiano en
estado de gracia tiene en sí el Espíritu Santo, y con El la plenitud de las
gracias celestiales como un tesoro que le pertenece en propiedad y del cual
puede usar cuando y como le pareciere
¡Qué grande es la felicidad del cristiano! ¡Qué verdad, bien entendida por
nuestro entendimiento, para ensanchar nuestro corazón! ¡Qué influjo en
nuestra vida entera si la tuviéramos constantemente ante los ojos! La
persuasión que tenemos de la presencia real del cuerpo de Jesucristo en el
copón nos inspira el más profundo horror a la profanación de ese vaso de
metal. ¡Qué horror tendríamos también a la menor profanación de nuestro
cuerpo, si no perdiéramos de vista este dogma de fe, tan cierto como el
primero, a saber, la presencia real en nosotros del Espíritu de Jesucristo!
¿Es por ventura el divino Espíritu menos santo que la carne sagrada del
Hombre-Dios? ¿O pensamos que da El a la santidad de esos vasos de oro y
templos materiales más importancia que a la de sus templos vivos y
tabernáculos espirituales?»
Nada, en efecto, debería llenar de tanto horror al cristiano como la
posibilidad de perder este tesoro divino por el pecado mortal. Las mayores
calamidades y desgracias que podamos imaginar en el plano puramente humano y
temporal -enfermedades, calumnias, pérdida de todos los bienes materiales,
muerte de los seres queridos, etc., etc. - son cosa de juguete y de risa
comparadas con la terrible catástrofe que representa para el alma un solo
pecado mortal. Aquí la pérdida es absoluta y rigurosamente infinita.
b) Para darnos el goce fruitivo de las Divinas Personas. Por más que asombre
leerlo, es ésta una de las finalidades más entrañables de la divina
inhabitación en nuestras almas.
El príncipe de la teología católica, Santo Tomás de Aquino, escribió en su
Suma Teológica estas sorprendentes palabras:
«No se dice que poseamos sino aquello de que libremente podemos usar y
disfrutar. Ahora bien, sólo por la gracia santificante tenemos la potestad 1
de disfrutar de la persona divina («potestatem fruendi divina persona»).
Por el don de la gracia santificante es perfeccionada la criatura racio- C.
nal, no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de
la misma persona divina («ut ipsa persona divina fruatur»)».
Los místicos experimentales han comprobado en la práctica la profunda
realidad de estas palabras. Santa Catalina de Siena, Santa Teresa, San Juan
de la Cruz, sor Isabel de la Trinidad y otros muchos hablan de experiencias
trinitarias inefables. Sus descripciones desconciertan, a veces, a los
teólogos especulativos, demasiado aficionados, quizá, a medir las grandezas
de Dios con la cortedad de la pobre razón humana, aun iluminada por la fe.
Escuchemos algunos testimonios explícitos de los místicos experimentales:
Santa Teresa. «Quiere ya nuestro buen Dios quitarle las escamas de los ojos
y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera
extraña; y metida en aquella morada por visión intelectual, por cierta
manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad,
todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a
manera de una nube de grandísima claridad, y estas personas distintas, y por
una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser
todas tres personas una substancia y un poder y un saber y un solo Dios. De
manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir,
por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no
es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres personas, y la hablan,
y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el
Señor: que vendrían El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma
que le ama y guarda sus mandamientos.
¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas a
entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta
alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que
notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de
su alma; en lo muy muy interior, en una cosa muy honda - que no sabe decir
cómo es, porque no tiene letras - siente en sí esta divina compañía».
San Juan De La Cruz. Ya hemos citado en la conclusión anterior un texto
extraordinariamente expresivo. Oigámosle ponderar el deleite inefable que el
alma experimenta en su sublime experiencia trinitaria:
«De donde la delicadez del deleite que en este toque se siente, es imposible
decirse; ni yo querría hablar de ello, porque no se entienda que aquello no
es más de lo que se dice, que no hay vocablos para declarar cosas tan
subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el propio lenguaje
es entenderlo para sí y sentirlo para sí, y callarlo y gozarlo el que lo
tiene... y así sólo se puede decir, y con verdad, que a vida eterna sabe;
que aunque en esta vida no se goza perfectamente como en la gloria, con todo
eso, este toque, por ser toque de Dios, a vida eterna sabe».
Sor Isabel De La Trinidad. «He aquí cómo yo entiendo ser la «casa de Dios»:
viviendo en el seno de la tranquila Trinidad, en mi abismo interior, en esta
fortaleza inexpugnable del santo recogimiento, de que habla San Juan de la
Cruz.
David cantaba: «Anhela mi alma y desfallece en los atrios del Señor» (Ps
83,3). Me parece que ésta debe ser la actitud de toda alma que se recoge en
sus atrios interiores para contemplar allí a su Dios y ponerse en contacto
estrechísimo con El. Se siente desfallecer en un divino desvanecimiento ante
la presencia de este Amor todopoderoso, de esta majestad infinita que mora
en ella. No es la vida quien la abandona, es ella quien desprecia esta vida
natural y quien se retira, porque siente que no es digna de su esencia tan
rica, y que se va a morir y a desaparecer en su Dios».
Esta es, en toda su sublime grandeza, una de la finalidades más entrañables
de la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestras almas: darnos una
experiencia inefable del gran misterio trinitario, a manera de pregusto y
anticipo de la bienaventuranza eterna. Las personas divinas se entregan al
alma para que gocemos de ellas, según la asombrosa terminología del Doctor
Angélico, plenamente comprobada en la práctica por los místicos
experimentales. Y aunque esta inefable experiencia constituye, sin duda
alguna, el grado más elevado y sublime de la unión mística con Dios, no
representa, sin embargo, un favor de tipo «extraordinario» a la manera de
las gracias «gratis dadas»; entra, por el contrario, en el desarrollo normal
de la gracia santificante, y todos los cristianos están llamados a estas
alturas y a ellas llegarían, efectivamente, si fueran perfectamente fieles a
la gracia y no paralizaran con sus continuas resistencias la acción
santificadora progresiva del Espíritu Santo. Escuchemos a Santa Teresa
proclamando abiertamente esta doctrina;
«Mirad que convida el Señor a todos; pues es la misma verdad, no hay que
dudar. Si no fuera general este convite, no nos llamara el Señor a todos, y
aunque nos llamara, no dijera: «Yo os daré de beber» (Io 7,37). Pudiera
decir: venid todos, que, en fin, no perderéis nada; y a los que a mí me
pareciere, yo los daré de beber. Mas como dijo, sin esta condición, a todos,
tengo por cierto que a todos los que no se quedaren en el camino, no les
faltará este agua viva».
Vale la pena, pues, hacer de nuestra parte todo cuanto podamos para
disponernos con la gracia de Dios a gozar, aun en este mundo, de esta
inefable experiencia trinitaria. Vamos a recordar los principales medios
para ello.
4. Modo de vivir el Misterio de la divina inhabitación
Exponiendo la espiritualidad eminentemente trinitaria de sor Isabel de la
Trinidad, señala con mucho acierto el P. Philipon la manera con que vivía
este misterio la célebre carmelita de Dijon. Sus rasgos esenciales pueden
reducirse a estos cuatro: fe viva, caridad ardiente, recogimiento profundo y
actos fervientes de adoración. Vamos a examinarlos brevemente uno por uno.
a) Fe viva
Escuchemos al P. Philipon en el lugar citado:
«Para avanzar con seguridad en «esta ruta magnífica de la Presencia de
Dios», la fe es el acto esencial, el único que nos da acceso al Dios vivo
pero oculto. «Para acercarse a Dios es preciso creer» (Hebr I1,6); es San
Pablo quien habla así. Y añade todavía: «La fe es la firme seguridad de lo
que esperamos, la convicción de lo que no vemos» (Hebr II,I). Es decir, que
la fe nos hace de tal manera ciertos y presentes los bienes futuros, que por
ella cobran realidad en nuestra alma y subsisten en ella antes de que los
gocemos. San Juan de la Cruz dice que ella «nos sirve de pie para ir a Dios»
y que es «la posesión en estado oscuro». Unicamente ella puede darnos luces
verdaderas sobre «Aquel a quien amamos, y nuestra alma debe escogerla como
medio para llegar a la unión bienaventurada. Ella es la que vierte a
raudales en nuestro interior todos los bienes espirituales».
Esta fe viva nos ha de empujar incesantemente a recordar el gran misterio
permanente en nuestras almas. El ejercicio de la presencia de Dios - cuya gran
eficacia santificadora nos parece ocioso ponderar - cobra aquí toda su fuerza
y su razón de ser. Es preciso recordar, con la mayor frecuencia que la
debilidad humana nos permita, que «somos templos de Dios» y que «el Espíritu
de Dios habita dentro de nosotros mismos». En realidad, éste debería ser el
pensamiento único, la idea fija y obsesionante de toda alma que aspire de
verdad a santificarse. Este es el punto de vista verdaderamente básico y
esencial. Todo lo que nos distraiga o aparte de este ejercicio fundamental
representa para nosotros la disipación y el extravío de la ruta directa que
conduce a Dios.
No es preciso, para ello, sentir a Dios. La fe es enteramente suprasensible
e incluso suprarracional. En el mejor de los casos, nos deja entrever a Dios
en un misterioso claroscuro y, con frecuencia, no es otra cosa que un cara a
cara en las tinieblas. El alma que quiera santificarse de veras ha de
prescindir en absoluto de sus sensibilidades y caminar hacia Dios, valiente
y esforzada, en medio de todas las soledades y tinieblas. Así lo practicaba
la carmelita de Dijon.
"Soy la pequeña reclusa de Dios, y cuando entro en mi querida celda para
continuar con El el coloquio comenzado, una alegría divina se apodera de mí.
¡Amo tanto la soledad con sólo El! Llevo una pequeña vida de ermitaña
verdaderamente deliciosa. Estoy muy lejos de sentirme exenta de impotencias;
también yo tengo necesidad de buscar a mi Maestro que se oculta muy bien.
Pero entonces despierto mi fe y estoy muy contenta de no gozar de su
presencia, para hacerle gozar a El de mi amor".
Este espíritu de fe viva es el mejor procedimiento y el camino más rápido y
seguro para llevarnos a una vida de ardiente amor a Dios, que vale todavía
mucho más.
b) Caridad ardiente
La caridad, en efecto, es mejor y vale más que la fe. En absoluto es posible
tener fe sin caridad, aunque se trataría de una fe informe, sin valor
santificante alguno. La caridad, en cambio, es la reina de todas las
virtudes y va unida siempre, inseparablemente, a la divina gracia y a la
presencia inhabitante de Dios.
La caridad nos une más íntimamente a Dios que ninguna otra virtud. Es ella
la única que tiene por objeto directo e inmediato al mismo Dios como fin
último sobrenatural. Y como Dios es la santidad por esencia y no hay ni
puede haber otra santidad posible que la que de El recibamos, síguese que el
alma será tanto más santa cuanto más de cerca se allegue a Dios por el
impulso de su caridad. La fórmula tan conocida: la santidad es amor, expresa
una auténtica y profunda realidad. Por eso el primero y el más grande de los
preceptos de Dios tenía que ser forzosamente éste: «Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deut 6,4; Mc
12,3o).
La Sagrada Escritura y la tradición cristiana universal a través de los
Padres de la Iglesia, los doctores y los santos están de acuerdo
unánimemente en conceder a la caridad la primacía sobre todas las virtudes.
Ella es «la plenitud de la ley» en frase lapidaria de San Pablo (Rom 13,10).
San Agustín pudo escribir, sin que nadie le desmintiera, aquella frase
simplificadora: «Ama y haz lo que quieras». San Bernardo decía que «la
medida del amor a Dios es amarle sin medida». Y el gran teólogo de la
Iglesia, Santo Tomás de Aquino, escribió rotundamente: «El amor es
formalmente la vida del alma, como el alma es la vida del cuerpo».
San Juan de la Cruz expresó en un pensamiento sublime la primacía del amor:
«A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar a Dios como Dios quiere
ser amado y deja tu condición».
He aquí una breve exégesis del espléndido pensamiento:
A la tarde, esto es, al declinar el día de nuestra vida mortal.
Te examinarán en el amor: la caridad constituirá la asignatura única—o, al
menos, la más importante—de la que habremos de responder ante el supremo
examinador (cf. Mt 25,34-40).
Aprende a amar a Dios como Dios quiere ser amado, esto es, “con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deut 6,4).
Y deja tu condición: Deja ya tu condición humana, tus miras egoístas, tu
manera de conducirte puramente natural. Deja ya tu vida de hijo de los
hombres, para empezar a vivir de veras tu vida de hijo de Dios.
Lo cual no quiere decir que para santificarse deba el cristiano ingresar en
una orden religiosa de vida contemplativa para vivir lejos de las cosas de
la tierra. Sería un gran error. La santidad es para todos, y en todos los
estados y modos de vida se puede de hecho alcanzar. La clave del secreto
está en hacer todas las cosas por amor - «ora comáis, ora bebáis...», decía
San Pablo
(I Cor 10,3 I ) -, aunque se trate de un vivir sin brillo y sin apariencia
humana alguna. Este fue el último pensamiento que sor Isabel de la Trinidad
ofreció a sus hermanas que recitaban junto a ella las oraciones de los
agonizantes: «A la tarde de la vida todo pasa; sólo permanece el amor. Es
preciso hacerlo todo por amor». Y Santa Teresita de Lisieux, la víspera de
su muerte, dijo a su hermana Celina que le pedía una palabra de adiós: Ya lo
he dicho todo: lo único que vale es el amor.
«Aquí comienza - escribe a este propósito el P. Philipon - la diferencia
entre los santos y nosotros. En sus acciones los santos buscan la gloria de
su Dios, <ya sea que coman, ya que beban>, mientras que muchas almas
cristianas no saben encontrar a Dios ni siquiera en la oración, porque se
imaginan que la vida espiritual es cierta cosa inaccesible, reservada a un
pequeño número de almas privilegiadas, llamadas «místicas», y lo complican
todo. La verdadera mística es la del bautismo, en vistas a la Trinidad y
bajo el sello del Crucificado, esto es, «en la trivialidad de todos los
renunciamientos cotidianos».
c) Recogimiento profundo
Es preciso, sin embargo, evitar la disipación del alma y el derramarse al
exterior inútilmente. En cualquier género de vida en que la divina
Providencia haya querido colocarnos, se impone siempre la necesidad de
recogerse al interior de nuestra alma para entrar en contacto y conversación
íntima con nuestros divinos huéspedes. Es inútil tratar de santificarse en
medio del bullicio del mundo, sin renunciar a la mayor parte de sus placeres
y diversiones, por muy honestos e inocentes que sean. Ni la espiritualidad
monástica, ni la llamada «espiritualidad seglar», podrán conducir jamás a
nadie a la cima de la perfección cristiana si el alma no renuncia, al precio
que sea, a todo lo que pueda disiparla o derramarla al exterior. Sin
recogimiento, sin vida de oración, sin trato íntimo con la Santísima
Trinidad presente en el fondo de nuestras almas, nadie se santificará jamás,
ni en el claustro ni en el mundo.
Deberían tener presente este principio
indiscutible los que propugnan con tanto entusiasmo una espiritualidad
perfectamente compatible con todas las disipaciones de la vida mundana, so
pretexto de que «hay que santificarlo todo» y de que el seglar «no puede
santificarse a la manera de los monjes» y de que «no puede ni debe renunciar
a nada de lo que lleva consigo la vida ordinaria en el mundo», a excepción,
naturalmente, del pecado. Los que así piensan pueden tener la seguridad de
que no llegarán jamás a la cumbre de la perfección cristiana. Cristo se
dirigió a todos los cristianos, y no solamente a los monjes, cuando
pronunció aquellas palabras que no perderán jamás su actualidad: «Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y
sígame» (Le 9,23).
d) Actos fervientes de adoración
El recogimiento hacia el interior de nuestra alma ha de impulsarnos a
practicar con frecuencia fervientes actos de adoración a nuestros divinos
huéspedes. Como es sabido, el mérito sobrenatural no consiste en la mera
posesión de los hábitos infusos, sino en su ejercicio o actualización. Y
cada nuevo aumento de gracia santificante lleva consigo una nueva presencia
de la Santísima Trinidad, o sea, una radicación más profunda en lo más hondo
de nuestras almas.
Para ello, practiquemos con ferviente espíritu, llenándolas de sentido,
nuestras devociones trinitarias:
a) El «Gloria Patri et Filio»..., que tantas veces recitamos distraídos, es
un excelente acto de adoración y de alabanza de gloria de la Trinidad
Beatísima. Dom Columba Marmión tenía adquirida la costumbre de asociar a
cada Gloria Patri del final de los salmos la petición de sentirse y vivir
cada vez más intensamente su filiación adoptiva. Es una excelente práctica,
altamente santificadora.
b) El «Gloria in Excelsis Deo» de la misa es una magnífica plegaria
trinitaria, impregnada de alabanza y de amor. Muchas almas interiores hacen
consistir su oración mental en irlo recorriendo lentamente, empapando su
alma de los sublimes pensamientos que encierra, y dejando arder suavemente
su corazón en el fuego del amor.
c) El «Sanctus, Sanctus, Sanctus», que oyeron cantar en el cielo los
bienaventurados el profeta Isaías (Is 6,3) y el vidente del Apocalipsis
(Apoc 4, 8), debería constituir para el cristiano, ya desde esta vida, su
himno predilecto de alabanza y de gloria de la Trinidad Beatísima.
El símbolo «Quicumque» es otro motivo bellísimo de santa y fecunda
meditación del misterio trinitario.
La Misa votiva de la Santísima Trinidad era celebrada con frecuencia por San
Juan de la Cruz, «porque estoy firmemente persuadido—decía con gracia—que la
Santísima Trinidad es el santo más grande del cielo».
En fin: hay otros muchos medios de fomentar en nosotros los actos de
adoración a la Trinidad Beatísima. A muchas almas les va muy bien la
meditación sosegada y afectiva de la sublime «elevación» de sor Isabel de la
Trinidad: «¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro!...» Otras se preocupan de
multiplicar los actos de adoración, reparación, petición y acción de gracias
que son los propios y específicos del sacrificio como supremo acto de culto
y veneración a Dios. Otras siguen otros procedimientos y emplean otros
métodos que el Espíritu Santo les sugiere. Lo importante es intensificar,
como quiera que sea, nuestro contacto íntimo con las divinas personas que
están inhabitando con entrañas de amor en lo más hondo de nuestras almas.
(ROYO MARÍN, A., Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid, 2008, pp.
55-70)
S.TH., 1,43; SUÁREZ, De Trinitate, I2,5;
TERRIEN, La gracia s' la gloria 1.4 (Madrid 1943); FROGET, De l'habitation
du Saint Esprit dans les dines justes (París 190o); GARDEIL, La structure de
l'drne et l'expérience mystique 2 (1927) 6-87; GALTIER, L'habitation en nous
des Trois Personnes (Roma 1950); RETAILLEAU, La sainte Trinité dans les ámes
justes (Angers 1932); PHILIPON, La doctrina espiritual de sor Isabel de la
Trinidad c.3; M. CUERVO, La inhabitación de la Trinidad en toda alma en
gracia (Salamanca 1945).
Santos Padres: San Agustín - Aprendiendo con los discípulos
Tratado 76 (Jn 14, 23-24)
1. Con las preguntas de los discípulos y las respuestas de Jesús, su
Maestro, aprendemos nosotros juntamente con ellos cuando leemos o escuchamos
el santo evangelio. Como el Señor había dicho: Un poco de tiempo más, y el
mundo ya no me ve, pero vosotros me veréis, le preguntó sobre esto Judas, no
aquel traidor que se apodaba Iscariote, sino aquel cuya epístola es leída
entre las Escrituras canónicas: Señor, ¿qué motivos hay para que te
manifiestes a nosotros y no al mundo? Seamos también nosotros como
discípulos, que con ellos interrogan, y escuchemos a la vez nosotros al
Maestro común a todos. Judas el santo, no el perverso; el seguidor, no el
perseguidor, preguntó por qué motivo se había de manifestar Jesús a los
suyos y no al mundo; por qué después de poco tiempo no le vería el mundo, y
ellos le verían.
2. Jesús le respondió diciendo: Si alguno me ama, observará mi doctrina, y
mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él. El que
no me ama, no practica mi doctrina. Ahí tenéis la causa de manifestarse a
los suyos y no a los extraños, incluidos bajo el nombre de mundo, y la causa
de que unos amen y otros no amen. Es el mismo motivo que declara el Salmo,
que dice: Júzgame, Señor, y separa mi causa de la gente perversa. Los que
aman son elegidos porque aman; pero los que no aman, aunque hablen los
idiomas de los hombres y de los ángeles, son como un alambre, que suena, y
como un címbalo, que tañe; y aunque tengan el don de profecía, conozcan
todos los secretos y posean todas las ciencias y tengan tanta fe que puedan
trasladar las montañas, nada son; y aunque distribuyan toda su hacienda a
los pobres y entreguen sus cuerpos al fuego, no les será de ningún provecho.
El amor distingue del mundo a los santos y hace que vivan juntos con una
sola alma en la casa. Y a esta casa la convierten en su mansión el Padre y
el Hijo, que infunden este amor a quienes han de conceder en el fin del
mundo su manifestación, acerca de la cual el discípulo interrogó al Maestro
para que todos pudiésemos llegar al conocimiento de estas cosas,
aleccionados directamente por su boca los que le escuchaban, y nosotros por
medio del Evangelio. Preguntó él por la manifestación de Cristo, y Cristo
habló acerca del amor y de su mansión. Existe, pues, una interior
manifestación de Dios, que los impíos desconocen absolutamente, y para ellos
no hay manifestación del Padre y del Espíritu Santo, aunque pudieron ver la
del Hijo, pero solamente en carne, que no es como aquella otra, ni pueden
tenerla siempre sino por corto tiempo y para su condenación y tormento, no
para ser su alegría y su premio.
3. Es ya hora de que entendamos, en cuanto Él se digna descubrirnos, el
sentido de estas palabras: Un poco más de tiempo, y el mundo ya no me ve,
pero vosotros me veréis. Cierto es que dentro de poco tiempo había de
retirar de su vista su propio cuerpo, el cual podían ver hasta los impíos,
aunque ninguno de éstos lo vio después de su resurrección. Pero, según
declaró por el testimonio de los ángeles, Vendrá del mismo modo que le
habéis visto subir al cielo; y tenemos la creencia de que con el mismo
cuerpo ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos; no cabe duda que
entonces le verá el mundo, en cuyo nombre están incluidos todos los que
serán excluidos de su reino. Por lo cual, con mayor motivo podemos creer que
en estas palabras: Un poco más de tiempo, y el mundo ya no me verá, se
refirió al tiempo aquel en que al fin del mundo se retirará de la vista de
los condenados, para que en adelante solamente le vean aquellos amantes
suyos dentro de los cuales harán su morada el Padre y el Hijo. Y dijo poco,
porque este tiempo que parece tan largo a los hombres es cortísimo a los
ojos de Dios. De este poco dice el mismo evangelista San Juan: Hijitos, ésta
es la última hora.
4. Y no sea que alguno vaya a pensar que solamente el Padre y el Hijo han de
poner su morada sin el Espíritu Santo en sus amantes, recuerdo lo dicho
anteriormente acerca del Espíritu Santo: Que el mundo no puede recibirlo,
porque no lo ve ni lo conoce; pero vosotros lo conoceréis, porque
permanecerá con vosotros y estará dentro de vosotros. Y así, en los justos
tendrán su morada el Padre y el Hijo juntamente con el Espíritu Santo;
dentro de ellos morará Dios como en su templo. El Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo vienen a nosotros cuando nosotros vamos a ellos: vienen
prestando su ayuda, vamos prestando obediencia; vienen iluminando, vamos
contemplando; vienen llenando, vamos cogiendo; de modo que para nosotros su
visión no sea externa, sino interna; y su permanencia en nosotros no sea
transitoria, sino eterna. De esta manera no se manifiesta el Hijo al mundo;
entendiendo aquí por mundo a aquellos de los cuales dijo a continuación:
Quien no me ama, no guarda mi doctrina. Estos son los que jamás han de ver
al Padre y al Espíritu Santo. Por un corto tiempo verán al Hijo, no para ser
dichosos, sino para ser juzgados. Más no le verán como Dios, que será
invisible con el Padre y el Espíritu Santo, sino como hombre, que en su
pasión quiso ser despreciado por el mundo, y será terrible en el juicio.
5. Estas palabras que añadió: La doctrina que habéis escuchado, no es mía,
sino del Padre, que me envió, no deben causarnos admiración ni espanto. No
es Él menor que el Padre, más procede solamente del Padre. No es desigual al
Padre, más no tiene el ser de sí mismo. Tampoco mintió cuando dijo: Quien no
me ama no guarda mis palabras. Aquí dice que las palabras son suyas. ¿Acaso
se contradice cuando volvió a repetir: La palabra que habéis oído, no es
mía? Quizá con esta distinción quiso aludir a El mismo, diciendo que eran
suyas cuando dijo en plural palabras; y cuando dijo en singular palabra,
esto es, el Verbo, no era suya, sino del Padre. Pues en el principio era el
Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. No es suyo el Verbo,
sino del Padre. Como Él no es imagen suya, sino del Padre; ni Él es tampoco
Hijo suyo, sino Hijo del Padre. Con razón, pues, atribuye a su Principio lo
que hace el que es igual a Él, y del cual tiene el ser igual sin diferencia
alguna.
Tratado 77 (Jn 14, 25-27)
1. En la lectura del santo evangelio que precede a esta que acabáis de
escuchar, había dicho Nuestro Señor Jesucristo que El y el Padre vendrían a
sus amantes y establecerían en ellos su morada. Y anteriormente había dicho
del Espíritu Santo: Vosotros le conoceréis, porque morará con vosotros y
estará dentro de vosotros. Por eso llegamos a concluir que Dios trino vive
en los justos como en su templo. Mas ahora dice: Estas cosas os las he dicho
durante mi permanencia con vosotros. Luego aquella permanencia que les
promete para el futuro, es diferente de esta permanencia que ahora tiene
entre ellos. Aquélla es espiritual y se verifica en el interior de las
almas; ésta es corporal y se manifiesta exteriormente a la vista y al oído.
Aquélla constituye la eterna bienaventuranza de los libertados; ésta es una
visita temporal a quienes viene a libertar. Por aquélla jamás el Señor se
aparta de sus amantes; por ésta se va y los deja. Estas cosas os he dicho
durante mi permanencia entre vosotros con la presencia corporal, en la cual
visiblemente hablaba con ellos.
2. Luego dice: Mas el Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en
mi nombre, os enseñará todas las cosas y os recordará cuantas cosas os tengo
dichas. ¿Acaso habla el Hijo y enseña el Espíritu Santo, de modo que, cuando
el Hijo habla, solamente percibimos sus palabras y las entendemos con las
enseñanzas del Espíritu Santo? ¿Habla el Hijo sin el Espíritu Santo, o
enseña el Espíritu Santo sin el Hijo, o más bien igualmente habla el
Espíritu Santo y enseña el Hijo, y cuando Dios dice y enseña algo, lo dice y
enseña la misma Trinidad? Pero, por ser una Trinidad, era conveniente
mencionar a las tres Personas, para que nosotros las oigamos como distintas
y las consideremos inseparables. Escucha la voz del Padre donde lees: Dijome
el Señor: Tú eres mi Hijo; óyele ahora enseñando: Quien oyó al Padre y
aprendió, vino a mí. Ha poco has oído hablar al Hijo, al decir de sí mismo:
Las cosas que os he dicho; y si quieres verle enseñando, recuerda al
Maestro, que dice: Uno es vuestro maestro, Cristo. Y al Espíritu Santo, al
que poco ha le has oído como docente, donde dice: Él os enseñará todas las
cosas, óyele también hablando en los Actos de los Apóstoles, cuando el
Espíritu Santo dijo a Pedro: Vete con ellos, porque los he enviado yo. Así,
pues, toda la Trinidad habla y enseña; mas, si no nos fuera declarada cada
una de las Personas, jamás las hubiese descubierto la cortedad del hombre.
Y, siendo indivisible, nunca hubiéramos sabido que son una Trinidad, si de
ella se hablase siempre inseparablemente, porque, cuando decimos Padre, Hijo
y Espíritu Santo, no los pronunciamos todos a la vez, siendo así que ellos
no pueden ser sino simultáneamente. En cuanto a las palabras Os recordará,
debemos entender que estos avisos saludables, cosa que nunca debemos
olvidar, pertenecen al orden de la gracia, que nos recuerda el Espíritu
Santo.
3. La paz os dejo, mi paz os doy. Esto mismo leemos en el profeta: Paz sobre
la paz. Nos deja la paz cuando va a partir, y nos dará su paz cuando venga
en el fin del mundo. Nos deja la paz en este mundo, nos dará su paz en el
otro. Nos deja su paz para que, permaneciendo en ella, podamos vencer al
enemigo; nos dará su paz cuando reinemos libres de enemigos. Nos deja su paz
para que aquí nos amemos unos a otros; nos dará su paz allí donde no podamos
tener diferencias. Nos deja su paz para que no nos juzguemos unos a otros
acerca de lo que nos es desconocido mientras vivimos en este mundo; nos dará
su paz cuando nos manifieste los pensamientos del corazón, y cada cual
recibirá entonces de Dios la alabanza. Pero en El y de El tenemos nosotros
la paz, sea la que nos deja al irse al Padre, sea la que nos dará cuando nos
conduzca al Padre. Pues ¿qué es lo que nos deja al partirse de nosotros sino
a El mismo, que no se aparta de nosotros? Él es la paz nuestra, que de dos
hizo una sola cosa. Él es nuestra paz, no sólo cuando creemos que Él es,
sino también cuando le veamos como Él es. Pues si, mientras estamos en este
cuerpo corruptible, que aprisiona al alma, y caminamos por la fe y no por la
contemplación, El no abandona a quienes se ven distantes de Él, ¿con cuánta
mayor razón nos llenará de sí cuando lleguemos a contemplarle?
4. Pero ¿por qué, cuando dijo: La paz os dejo, no añadió mí, como cuando
dijo: Mi paz os doy? ¿Habrá que sobrentender esta palabra mí donde Él no la
puso, por referirse a ambas frases lo dicho una sola vez? ¿O habrá aquí
algún secreto que buscar, inquirir y declarar a quienes llaman? ¿Y qué, si
quiso por su paz dar a entender la paz que tiene El mismo? Porque la paz que
nos deja en este mundo, más bien es nuestra que suya. A El nada le contraría
dentro de sí mismo, porque no tiene pecado alguno; pero nuestra paz es aquí
de tal naturaleza, que aún tenemos que decir: Perdónanos nuestras deudas.
Tenemos paz porque nos deleitamos en la ley de Dios según el hombre
interior; mas no es completa, porque vemos en nuestros miembros otra ley que
se opone a la ley de nuestro espíritu. También tenemos paz entre nosotros
mismos, porque mutuamente creemos amarnos unos a otros, pero tampoco esta
paz es completa, porque no alcanzamos a ver los mutuos pensamientos del
corazón, y mutuamente nos formamos una opinión mejor o peor por cosas que
nos imputan siendo inocentes. Y así, esta paz, aunque El nos la haya dejado,
es una paz nuestra, porque, si Él no nos la hubiera dejado, ni tal paz
tendríamos; mas no es ésta la paz que Él tiene. Y si hasta el fin
conservamos esta paz, como la hemos recibido, tendremos la paz que Él tiene
allí, donde no haya dentro de nosotros nada que nos contraríe ni tengamos
unos para otros secretos en el corazón. No ignoro que estas palabras del
Señor pueden tomarse en el sentido de que la segunda frase sea una
repetición de la primera, de modo que sea lo mismo La paz que Mi paz, y lo
mismo os dejo que os doy. Tómelo cada cual como le parezca. Pero a mí, y
creo que a vosotros también, hermanos míos muy amados, me agrada más tener
esta paz aquí, venciendo al adversario con la concordia, para anhelar
aquella paz que no tiene adversarios.
5. Y ¿qué otra cosa viene a ser la frase que añadió el Señor, diciendo: Yo
no os la doy como la da el mundo, sino que yo no os la doy como la dan los
hombres que aman el mundo? Estos se dan la paz para poder gozar, no de Dios,
sino del mundo sin las incomodidades de los pleitos y de las guerras; y
cuando dan paz a los justos, cesando de perseguirlos, no puede ser una paz
verdadera, porque están desunidos los corazones. Pues, así como se llama
consorte a aquel que une a otro su suerte, del mismo modo se llama concorde
al que tiene el corazón unido a otro. Y nosotros, carísimos, a quienes
Cristo deja la paz, y da su paz, no como la da el mundo, sino como la da el
que hizo el mundo, para tener concordia, unamos nuestros corazones en un
solo y levantémoslos al cielo para que no se corrompan en la tierra.
Tratado 78 (Jn 14, 27-28)
1. Hemos oído, hermanos, lo que el Señor dice a sus discípulos: No se turbe
vuestro corazón ni se amilane. Me habéis oído deciros que yo me voy y vuelvo
a vosotros. Si me amaseis, os alegraríais de verdad porque voy al Padre
porque el Padre es mayor que yo. Se turbaba y temía su corazón porque se
separaba de ellos, aunque después volviese, por temor a que en ese intervalo
entrase el lobo en el aprisco aprovechando la ausencia del pastor. Pero,
como Dios, no abandonaba a los que, como hombre, dejaba, porque Cristo es
hombre y es Dios. Se iba en cuanto hombre y con ellos permanecía en cuanto
Dios. Se iba en cuanto aquello que ocupa un lugar, permanecía por lo que
está en todo lugar. ¿Por qué, pues, ha de turbarse y sentir miedo el corazón
cuando de tal modo se aparta de su vista, que no sale de su corazón? Aunque,
como Dios, que está en todo lugar, también se aparta del corazón de aquellos
que de Él se apartan con sus costumbres, si no con sus cuerpos; y viene a
aquellos que a Él se vuelven, no con el rostro, sino por la fe, y se acercan
a Él, no con el cuerpo, sino con el alma. Y para darles a entender que, como
hombre, les había dicho: Voy y vengo a vosotros, añadió: Si me amaseis, os
gozaríais de que me voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. En cuanto
a aquello por lo cual el Hijo no es igual al Padre, se iba al Padre, del que
ha de volver a juzgar a los vivos y a los muertos. Pero, por lo que el
Unigénito es igual al que lo engendró, nunca se aparta del Padre, y con Él
está todo en todas partes con la misma divinidad, que no puede estar
contenida en lugar alguno; porque, estando en la naturaleza de Dios, como
dice el Apóstol, no tuvo por usurpación el ser igual a Dios. ¿Y cómo podía
ser una usurpación la naturaleza que no había sido usurpada, sino
engendrada? Se anonadó, no obstante, a sí mismo, tomando la forma de siervo,
la cual tomó sin perder aquélla. Se anonadó para aparecer aquí menor que
aquello que permanecía en el Padre. Tomó la naturaleza de siervo, no dejó la
naturaleza divina: la una fue asumida, la otra no quedó consumida. Por la
humana dice: El Padre es mayor que yo; y por la divina: Yo y el Padre somos
una sola cosa.
2. Preste atención a esto el arriano, y con ella se vuelva sano, para no
verse en sus esfuerzos vanos, o lo que es peor, insano. Esta es la forma de
siervo, por la cual no sólo es menor que el Padre, sino también menor que el
Espíritu Santo; más aún, menor que El mismo, porque por la forma de Dios es
mayor que El mismo. Y el hombre Cristo se llama Hijo de Dios, como lo
mereció llamarse también su cuerpo solo cuando estaba en el sepulcro. Pues
¿qué otra cosa confesamos cuando decimos que creemos en el Hijo unigénito de
Dios, que fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilato y fue sepultado? ¿Y
qué es lo que fue sepultado sino el cuerpo sin el alma? Y, por consiguiente,
cuando creemos en el Hijo de Dios, que fue sepultado, llamamos realmente
Hijo de Dios al cuerpo, ya que él solo fue sepultado. Luego el mismo Cristo,
Hijo de Dios, igual al Padre por la naturaleza divina, al anonadarse tomando
la naturaleza humana, sin dejar la divina, es mayor que El mismo; porque es
mayor la forma de Dios, que no perdió, que la forma de siervo, que tomó.
¿Por qué, pues, ha de parecer extraño o indigno que, hablando según esta
forma de siervo, diga el Hijo de Dios que el Padre es mayor que yo; y que,
hablando según la forma de Dios, diga: Yo y el Padre somos una sola cosa?
Una cosa, en cuanto que el Verbo era Dios, y mayor el Padre, en cuanto que
el Verbo se hizo carne. Y me atrevo a decir lo que los arríanos y los
eunomianos no pueden negar, que Cristo por la forma de siervo era menor que
sus padres, cuando, siendo pequeño, según está escrito, estaba sujeto a los
mayores. ¿Por qué, pues, oh hereje, siendo Cristo Dios y hombre, cuando
habla como hombre, tú levantas falsos testimonios contra Dios? Él nos
manifiesta su naturaleza humana, ¿y tú te atreves a deformar la divina?
Impío e ingrato, ¿disminuyes tú a aquel que te creó, porque dice lo que Él
se hizo por ti? Para ser menor que el Padre, se hizo hombre el Hijo igual al
Padre, por el cual fue hecho el hombre. Y si Él no se hiciera hombre, ¿qué
sería del hombre?
3. Diga, pues, nuestro Señor y Maestro: Si me amaseis, os gozaríais de que
me voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Y nosotros, con los
discípulos, escuchemos las palabras del Doctor, y no sigamos con los
extraños la astucia del enemigo engañador. Confesemos la doble naturaleza de
Cristo, a saber: la divina, por la que es igual al Padre; y la humana, por
la que el Padre es mayor que Él. La una y la otra unidas son, no dos, sino
un solo Cristo, para que Dios sea una Trinidad y no una cuaternidad. Porque,
así como el alma y el cuerpo son un solo hombre, así Dios y el hombre son un
solo Cristo. Y, en consecuencia, Cristo es Dios, alma racional y carne.
Nosotros confesamos a Cristo en estas tres cosas y en cada una de ellas.
¿Por quién fue creado el mundo? Por Cristo Jesús en la forma de Dios. ¿Quién
fue crucificado por Poncio Pilato? Cristo Jesús en la forma de siervo. Lo
mismo podemos preguntar acerca de las partes constitutivas del hombre.
¿Quién es el que no fue abandonado a la muerte? Cristo Jesús, pero solamente
en su alma. ¿Quién estuvo tres días en el sepulcro para volver a resucitar?
Cristo Jesús en solo su cuerpo. En cada una de estas cosas se le llama
Cristo. Pero no son dos o tres Cristos, sino uno solo. Y por esto dijo: Si
me amaseis, os gozaríais de que me voy al Padre; porque debemos alegrarnos
de que la naturaleza humana de tal modo fue unida al Verbo unigénito, que
fue colocada inmortal en el cielo; y de tal modo fue ensalzada la carne,
que, incorruptible, está sentada a la derecha del Padre. Y en este sentido
dijo que iba al Padre, quien ciertamente estaba con El. Pero el ir al Padre
y separarse de nosotros era cambiar y hacer inmortal al cuerpo mortal, que
había tomado de nosotros, y elevar hasta el cielo la carne en la cual por
nosotros vivió en la tierra. ¿Quién, pues, no ha de alegrarse, si de veras
ama a Cristo, de ver a su naturaleza inmortalizada en Cristo, esperando
llegar él también a la inmortalidad por Cristo?
Tratado 79 (Jn 14, 29-31)
1. Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, había dicho a sus discípulos: Si me
amaseis, os gozaríais porque me voy al Padre, que es mayor que yo. Y que Él
dijo esto por la forma de siervo y no por la forma de Dios, en la cual es
igual al Padre, lo sabe muy bien la fe arraigada en las almas de los fieles,
aunque lo ignore la fe fingida de los necios y calumniadores. Luego añadió:
Os lo he dicho ahora antes que suceda, para que, cuando sucediere, creáis.
¿Qué quiere decir esto, cuando el hombre debe creer lo que ha de creer antes
que suceda? La excelencia de la fe está en creer lo que no se ve. Pues ¿qué
mérito tiene creer lo que se ve, según la frase que el Señor dirigió en tono
de reprensión al discípulo: Has creído porque lo has visto; bienaventurados
los que no ven y creen? Y no sé hasta qué punto puede decirse de uno que
cree lo que ve; porque en la carta a los Hebreos se define así la fe: Es la
fe el fundamento de los que esperan y el convencimiento de las cosas que no
se ven. Por lo tanto, si se da la fe en las cosas que se creen, y la misma
fe es de las cosas que no se ven, ¿qué quiere el Señor dar a entender con
estas palabras: Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que, cuando
sucediere, creáis? ¿No hubiera dicho mejor de este modo: Os lo he dicho
ahora antes de que suceda, para que, cuando sucediere, lo veáis? Porque
aquel a quien dijo: Has creído porque has visto, no creyó en lo que vio; vio
una cosa y creyó otra; vio al hombre y lo creyó Dios. Veía y tocaba la carne
viva que antes había visto muerta, y creía a Dios escondido en aquella
carne. A través de lo que aparecía a los sentidos, creía en su alma lo que
con ellos no veía. Y aunque se dice que se cree lo que se ve, como cuando
uno dice que lo cree por sus propios ojos, no es, sin embargo, ésta la fe
que se planta en nosotros, sino que, por lo que se ve, se llega a creer lo
que no se ve. Y, por consiguiente, carísimos, en las palabras del Señor que
estoy exponiendo: Os lo he dicho ahora para que, cuando haya sucedido,
creáis, al decir cuando sucediere, se refiere a que después de la muerte le
habían de ver vivo y subir al Padre, y que, viendo esto, habían de creer que
Él era el Cristo, Hijo de Dios vivo, que pudo hacer esto cuando lo predijo y
predecirlo antes de suceder; lo cual ellos habían de creer no con una fe
nueva, sino con fe más firme, o porque su fe se entibió con su muerte y se
avivó con su resurrección. Y no es porque antes no le creyesen Hijo de Dios,
sino que, al ver cumplido en Él lo que antes había predicho, su fe, que era
pequeña cuando con ellos hablaba, y llegó a ser casi nula con su muerte,
revivió y creció.
2. ¿Qué es lo que dice después? Ya no he de hablar mucho con vosotros,
porque ya viene el príncipe de este mundo. ¿Quién sino el diablo? Y en mí no
tiene nada suyo, es decir, ningún pecado. De este modo da a entender que el
demonio no es el príncipe de las criaturas, sino de los pecadores, a quienes
ahora les da el nombre de mundo. Y cuantas veces nombra al mundo en sentido
peyorativo, alude a los amadores de este mundo, de los cuales está escrito:
El que quisiere ser amigo de este mundo, se hace enemigo de Dios. Lejos de
vosotros entender el principado del diablo sobre el mundo, como si él
gobernara al universo, o sea, al cielo y a la tierra y a todas las cosas que
hay en ellos, como se dijo hablando de Cristo, Verbo: Y el mundo fue hecho
por El. Todo el universo, desde el cielo empíreo hasta lo más bajo de la
tierra, está sometido al Creador, no al desertor; al Redentor, no al
matador; al Libertador, no al que cautiva; al Doctor, no al deceptor. De qué
manera hay que entender el principado del diablo sobre el mundo, lo declara
con evidencia el apóstol San Pablo, después de haber dicho: No tenemos que
batallar contra la carne y la sangre, o sea, contra los hombres, sino contra
los príncipes, contra las potestades y gobernadores del mundo, de estas
tinieblas. Añadiendo: De estas tinieblas, expresó el significado que daba al
vocablo mundo para evitar que alguno por la palabra mundo entendiese a los
seres creados, que en modo alguno son gobernados por los ángeles desertores.
Tinieblas llama a los amadores de este mundo, entre los cuales ha elegido,
no obstante, por su gracia, no por sus méritos, a aquellos a quienes dice:
Fuisteis tinieblas en algún tiempo, y sois ahora luz en el Señor. Todos
estuvieron bajo el poder de los rectores de estas tinieblas, o sea, de los
impíos, como tinieblas bajo las tinieblas; pero damos gracias a Dios, que
nos sacó de ellas, según dice el mismo Apóstol, del poder de las tinieblas,
y nos trasladó al reino del Hijo de su amor. En el cual nada tiene el
príncipe de este mundo, es decir, de estas tinieblas; porque ni Dios había
venido manchado por el pecado, ni la Virgen había dado a luz su carne con la
herencia del pecado. Y como si se le dijese: ¿Por qué, pues, mueres, si no
tienes pecado, que lleva consigo la condenación a la muerte?, al punto
añadió: Pero para que el mundo conozca que amo al Padre y que obro según la
orden que me dio el Padre, levantaos, vámonos de aquí. Sentado hablaba a los
que con El estaban sentados a la mesa. Vayamos, dijo, ¿adónde sino al lugar
en que había de ser entregado a la muerte Aquel que no tenía ningún motivo
para morir? Pero tenía el mandato del Padre para ir a la muerte, como aquel
de quien estaba predicho: Pagaba entonces los hurtos que yo no había
cometido; pagando la deuda de la muerte El, que no tenía tal deuda, para
librarnos a nosotros de la muerte que debíamos. Porque había arrebatado el
pecado a Adán cuando, engañado por su presunción, extendió su mano hacia el
árbol para usurpar el nombre de la divinidad, que no se concede, y que el
Hijo de Dios tiene por naturaleza, no por usurpación.
(SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIV), Tratados
77-79, BAC, Madrid, 1965, pp. 345-361)
Santos Padres: San Juan Crisóstomo - El que me ama guardará mis palabras
El que no me ama no guarda mis enseñanzas. Y la doctrina que habéis oído no
es mía, sino del Padre que me ha enviado. De modo que quien no guarda mis
mandamientos no me ama a Mí ni a mi Padre. Si el signo del amor es guardar
los mandamientos, y éstos son también del Padre, quien los guarda ama no
solamente al Hijo sino también al Padre. Pero, Señor: ¿cómo tu enseñanza es
tuya y no es tuya? Quiere decir: Yo no hablo nada fuera de lo que el Padre
quiere que hable; y no hablo nada de Mí mismo, fuera de su voluntad.
Estas cosas os he dicho estando con vosotros. Como esas cosas eran oscuras y
otras no las entendían los discípulos, y en muchas andaban dudosos, para que
no se conturbaran de nuevo ni dijeran: ¿De qué preceptos se trata?, les
quita toda ansiedad diciendo: El Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el
Padre en mi nombre, Él os lo enseñará todo. Como si les dijera: Ahora se os
dicen muchas cosas quizá oscuras; pero ese Maestro os aclarará todo. Con la
expresión: El permanecerá con vosotros, les daba a entender que Él se
marcharía. Más luego, para que no se entristezcan dice que mientras El
permanezca con ellos y no venga el Espíritu Santo, no serán capaces de
entender nada elevado y sublime.
Les habla así preparándolos para que lleven su partida con magnanimidad, ya
que ella les acarreará grandes bienes. Y con frecuencia lo llama Paráclito,
o sea Consolador, a causa, de las tristezas que entonces los afligían oyendo
tales cosas y pensando en las dificultades y luchas y en la partida de Él. Y
así los con-suela de nuevo diciendo: La paz os dejo. Como si dijera: ¿Qué
daño puede veniros de las mundanas perturbaciones si estáis en paz conmigo?
Porque esta paz no es como la otra. La paz exterior con frecuencia es dañosa
e inútil y en nada aprovecha. Yo, en cambio, os doy una paz que guardaréis
entre vosotros mismos, y os hará más fuertes. Pero como de nuevo repitiera
la expresión: Os dejo, que es propia de quien se ausenta y esto podía
perturbarlos, nuevamente les dice: No tengáis ya más el corazón angustiado y
pusilánime. ¿Adviertes cómo ellos en parte por el amor y en parte por el
miedo se hallaban conturbados?
Habéis oído que os dije: Me voy al Padre y vuelvo a vosotros. Si me amáis,
os gozaríais en verdad de que me vaya al Padre, porque el Padre es mayor que
Yo. Pero esto ¿qué consuelo o qué gozo podía proporcionarles? Entonces ¿qué
es lo que les quiere decir? Nada sabían aún ellos de lo que era la
resurrección ni tenían de Cristo la debida opinión; ¿ni cómo la podían tener
cuando ni siquiera sabían que Él había de resucitar? En cambio, del Padre
tenían una gran idea. Es pues como si les dijera: Si teméis por Mí como si
no pudiera defenderme; si no confiáis en que Yo después de la crucifixión
pueda volver a veros, a pesar de todo eso convenía que os alegrarais oyendo
que voy al Padre, pues voy a quien es mayor y desde allá puedo remediarlo
todo.
Habéis oído que os dije. ¿Por qué añadió esto? Fue como decirles: De tal
manera confío en la empresa llevada a cabo, que no temo predecirlo. Así os
he dicho esto y lo que luego sucederá: Os lo he dicho antes de que suceda
para que cuando, suceda creáis que Yo soy. Es decir: ¿podíais acaso saberlo
si, Yo no os lo dijera, o podía Yo decirlo si no confiara en que sucederá?
¿Observas cómo atempera su lenguaje a la capacidad de los oyentes? Lo mismo
cuando dijo: ¿Pensáis acaso que no puedo rogar a mi Padre y al punto pondría
a mi disposición doce legiones de ángeles? , habló conformándose con la
opinión de sus oyentes. Pues nadie que esté en su juicio asevera que no pudo
defenderse y que necesitó del auxilio de los ángeles. Sino que, pues lo
tenían como solo hombre, dijo: Doce legiones de ángeles. Y sin embargo le
bastó con una pregunta para echar por tierra al enemigo.
Si alguno afirmara que el Padre es mayor en cuanto es principio del Hijo, no
le contradiremos. Pero esto no hace que el Hijo sea de otra substancia. Es
como si dijera: Mientras Yo estuviere acá, es justo que vosotros penséis que
me encuentro en peligro; pero si voy al Padre, confiad, pues ya estaré
seguro, puesto que a Él nadie puede vencerlo. Pero todo eso lo decía
abajándose a la rudeza de los discípulos. Como si dijera: Por mi parte, Yo
confío y para nada me preocupa la muerte. Por lo cual añade: Estas cosas os
he dicho antes de que sucedan. Puesto que vosotros no podéis aún comprender
lo que os digo acerca de eso, os traigo el consuelo haciendo referencia al
Padre, al cual vosotros llamáis grande.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan (2), Homilía
LXXV (LXXIV), Tradición México 1981, p. 265-67).
Aplicación: R.P. Alfredo Sáenz, S.J. - La promesa del Espíritu Santo
y la Inhabitación Trinitaria
En este sexto domingo de Pascua la Iglesia nos propone para nuestra
reflexión este riquísimo pasaje tomado del largo sermón de despedida de
Nuestro Señor a los Apóstoles durante la Última Cena, y que sólo narra San
Juan Evangelista.
Ubiquémonos primero en el contexto. Cristo, de cara a su inminente Pasión, y
ante la consternación y aturdimiento de sus discípulos, que perciben
claramente el final próximo y trágico, abre a éstos los tesoros ocultos de
su corazón y les transmite los secretos más profundos de la sabiduría que el
Padre le ordenó manifestar a los hombres.
Ante todo, Cristo nos exhorta al amor, a la caridad, la más grande de las
virtudes teologales, y el vínculo de la perfección. Pero Nuestro Señor es
realista. Sabe que es muy fácil al ser humano, que depende en gran medida de
la sensibilidad y de su imaginación, ilusionarse y creer efectivamente que
ama con amor de caridad, sin que esto pase en muchos casos de un mero estado
afectivo y sensible.
Dios no se mueve en el plano ilusorio sino en la realidad, pues Él es el que
es; por consiguiente lo que Él pide no es tanto un amor afectivo, que en
algunas ocasiones puede faltar, sino sobre todo efectivo: "El que me ama
será fiel a mi palabra", nos dice en este evangelio; y en otra oportunidad:
"El que me ama cumplirá mis mandamientos". El tema de la caridad efectiva es
muy caro a San Juan Evangelista, el Apóstol del amor, quien sabía bien en
qué consiste la caridad, y que ha gustado repetir hasta el cansancio esta
verdad fundamental: "Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de
obra y de verdad".
Todas estas cosas parecen muy evidentes y sabidas, pero es necesario
repetirlas siempre, tal como lo hace la Sagrada Escritura, por la fragilidad
del hombre caído, inherente al estado en que se encuentra la humanidad, y
también por las características especiales de la época que nos toca vivir,
en la cual, so capa de un sedicente amor cristiano, se cometen las más
grandes aberraciones en medio de una descarada hipocresía. Esta es tal vez
la nota más característica del mundo moderno, la hipocresía de aquellos que
a pesar de las categóricas enseñanzas de Cristo, tratan de tergiversar de
todas maneras el mensaje del Señor. No por nada este mundo se ve poblado de
eufemismos. Así, por ejemplo, no se duda en llamar "planificación familiar"
al crimen horrendo del aborto, o "adultez" y "madurez" al desenfreno de las
pasiones más bajas del ser humano, o "amor amplio y sin barreras" a la
aceptación de la homosexualidad y el lesbianismo, etc.
Pero no nos quedemos en lo bajo y negativo. Levantemos la mirada, y pasemos
a considerar las maravillas que Dios tiene prometidas a aquellos que lo
aman.
Para decirlo de entrada y en bloque: a aquel que lo ama, Nuestro Señor le
promete no sólo una cierta benevolencia o condescendencia por parte de la
divinidad, lo cual ya ubicaría al Cristianismo muy por encima de toda
religión pagana; ni siquiera le promete simplemente su amor. A lo que se
compromete es a enviarle el Amor, así con mayúscula, o sea el amor
substancial y personal, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Amor
de Dios en Dios, el Espíritu Santo.
Trátase de una doctrina elevadísima, que constituye el corazón y el núcleo
del Cristianismo. Para que se pueda apreciar en alguna medida su
importancia, relataremos un episodio que desde la primera vez que lo leímos
nos causó una profunda impresión, y que creemos arroja abundante luz sobre
todo esto.
En el siglo pasado vivió en Rusia un santo monje, o staretz, como allí les
denominan, llamado Serafín de Sarov. Este santo, canonizado luego de su
muerte por la Iglesia Ortodoxa Rusa, luego de décadas de soledad y
penitencia, abandonó su retiro en los últimos años de su vida para dedicarse
a atender a los numerosísimos peregrinos que de todas partes acudían para
recibir de él una palabra de vida, e incluso para ser curados milagrosamente
de diversas dolencias y males. Un buen día fue a visitar a San Serafín un
laico llamado Motovilov, quien desde su juventud se había visto atormentado
por la siguiente pregunta: ¿cuál es el sentido y el fin de la vida
cristiana? Acicateado por esta cuestión recorrió toda Rusia, consultando a
los más diversos personajes y dignatarios eclesiásticos, sin encontrar la
respuesta que lo satisfaciera. Hasta que un día, cansado de tanto recorrer,
decidió ir a ver al santo eremita de Sarov. San Serafín no necesitó que
Motovilov le formulase la pregunta, sino que simplemente le dijo poco más o
menos lo siguiente: "Querido hijo, sé qué es lo que te trae por aquí. La
respuesta a la cuestión que te has planteado es ésta: el fin y el objeto de
la vida cristiana no consiste en los ayunos, las vigilias o las penitencias,
sino en la adquisición del Espíritu Santo". San Serafín pasó del dicho al
hecho, y tomando a Motovilov por los hombros, lo hizo participar
experimentalmente de la inhabitación del Santo Espíritu, así como del gozo y
de la paz que Él trae al alma.
Tal es el fin y el objeto de nuestras vidas, adquirir el Espíritu Santo, al
Dios vivo y verdadero, inhabitante en lo más profundo de nuestras almas. Y
si el Espíritu Santo nos inhabita, también lo harán las otras dos Personas
de la Santísima Trinidad, pues donde está una están las tres: "Iremos a él y
habitaremos en él", nos dice Jesús en el evangelio de hoy. Ésta es la
doctrina de la inhabitación trinitaria, la cúspide y culminación de la
revelación cristiana, y la razón de ser de la Encarnación del Verbo: "Yo he
venido para que tengáis vida, y la tengáis en abundancia".
Si la inhabitación trinitaria nos comunica la vida divina, su efecto
inmediato no puede ser sino uno: la divinización del hombre, o theosis, como
la llaman los Padres griegos. Ésta parece una expresión arriesgada para
nosotros, cristianos de comienzos del siglo XXI, mucho más acostumbrados a
una religión de pequeñas devociones sensibles y de un mero cumplimiento de
preceptos negativos. Sin embargo, es absolutamente verdadera. Como enseñan
los Padres, Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser
Dios. Dios por participación y por gracia, no por naturaleza, como el
Increado, se sobreentiende.
Ésta es, en consecuencia, la verdadera imagen del cristiano, la de un ser
que recibió en el bautismo la semilla de la divinidad en su alma, y que
procura por medio de sus actos libres, y mediante esa misma gracia, hacerla
crecer y desarrollarse hasta convertirse en un árbol frondoso y divino
"donde anidan los pájaros del cielo".
Dada esta verdad fundamental, se comprenden las restantes palabras de
Nuestro Señor en el presente evangelio: "El Paráclito... os enseñará todo".
El Espíritu Santo es el Paráclito, o sea el coestante, el sostén, como
traduce el P. Castellani, el soporte personal y divino que acompaña al
cristiano en gracia durante toda su vida. Es, por lo tanto, el Maestro
divino, el Maestro por antonomasia, que ilumina interiormente el alma y le
recuerda todo lo que Cristo enseñó, muchas veces con palabras inefables.
Esto no significa, por supuesto, que el cristiano pneumatizado se
independiza del Magisterio y de los buenos pastores, sino todo lo contrario:
ese sello divino e interior es el que le permitirá discernir entre la verdad
y el error, entre el buen y el mal pastor, y reconocer en aquél la voz del
Divino Maestro. Los aspectos pneumático y jerárquico de la Iglesia no se
oponen dialécticamente, como a muchos les gusta pensar, sino que se
complementan, e interpenetran incluso, a semejanza de las divinas Personas
de las que son participación.
La consecuencia inmediata de todo esto no puede ser otra que la alegría, la
paz y la serenidad de un alma poseída por Dios, y radicalmente separada de
lo mundano, más cerca de la eternidad que del tiempo: "Os dejo la paz, os
doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No os inquietéis ni temáis!" A
esta altura sería ya redundante hablar, como arriba lo hemos indicado, de la
falsificación que el mundo moderno ha hecho de la palabra paz,
convirtiéndola en sinónimo de aburguesamiento y de comodidad, cuando no de
cobardía, en el plano individual, e incluso del más burdo imperialismo u
opresión camuflada de una nación sobre otra, en el plano social. La paz
verdadera es algo esencialmente interior al hombre, fruto de su amistad con
Dios, y que sólo en un segundo momento se irradia hacia el exterior e
impregna lo social.
Finalmente, reflexionemos por un instante en las misteriosas palabras que
dice el Señor en nuestro texto evangélico, palabras que han hecho correr
ríos de tinta... y de sangre, por tratarse de uno de los apoyos
escriturísticos de la más grande herejía aparecida en los primeros siglos de
la Iglesia, el arrianismo, que no está tan muerta como puede parecer. Nos
referimos evidentemente a las palabras: "El Padre es más grande que yo".
¿Cómo deben interpretarse? Evidentemente, si se saca la frase de contexto,
recurso tan caro a los protestantes y racionalistas bíblicos de todas las
épocas, llegaremos a una conclusión herética, negadora de la Trinidad y de
la divinidad de Cristo. La solución no resulta difícil si se aplican dos
principios elementales de la sana exégesis: la Escritura debe comprenderse
en su conjunto, y el texto más oscuro ha de interpretarse a la luz del más
claro. Si Cristo había dicho poco antes que el Padre está en Él y que Él
está en el Padre, más aún, que el Padre y Él son uno, el texto que nos ocupa
debe entenderse a la luz de aquellas palabras, y de la enseñanza constante
de la Iglesia acerca de la igualdad de las Personas en la Trinidad.
¿Qué quiso entonces decir Nuestro Señor? Según señala acertadamente el P.
Castellani, Cristo está aquí hablando como Dios-hombre, por lo tanto
"anonadado", como dice San Pablo, velando su gloria divina. Ése es el precio
que el Verbo pagó por redimimos. Pero ese ocultamiento de la divinidad
duraría poco más. Cuando el Señor profiere estas palabras, ya está en el
umbral de su Pasión. Pronto moriría y vencería a la muerte, resucitando con
su cuerpo glorioso, para luego ascender con éste al seno de la Santísima
Trinidad, que como Verbo nunca dejó.
Ahora sí se entienden las palabras del Señor: "Si me amarais, os alegraríais
de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es mayor que yo". Si me
amarais, os alegraríais de que cumpla mi misión, venza al demonio y a la
muerte y manifieste toda mi gloria, incluso en mi naturaleza humana. También
la gloria del cristiano, a semejanza del divino Maestro, es morir y
resucitar por su nombre, y así glorificar a Dios.
Que por la iluminación de su Paráclito, el Señor nos conceda profundizar en
estas verdades y hacerlas vida en nosotros de modo que así podamos alcanzar
la gloria que Él predestinó para los suyos desde toda la eternidad.
(ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida - Homilías Dominicales y festivas ciclo
C, Ed. Gladius, 1994, pp. 163-168)
Aplicación: R.P. Leonardo Castellani - Dios que inhabita en nosotros
(Jn 14, 23-29)
Hemos visto el Domingo pasado que Judas Tadeo, el Otro Judas, interrumpió el
Sermón-Despedida de Cristo diciendo: “Y bueno, vamos a ver, ¿por qué
demonches te mostrarás a nosotros y al mundo no?”.
Habla con la idea mesiánica vulgar del triunfo externo y terreno del Rey
Mesías; idea que a los fariseos los llevó al error y al furor, y que no
estaba ausente de los Apóstoles: era uno de esos prejuicios comunes. Es
exactamente lo que dijeron cuando comenzó a hacer los primeros milagros:
“¡Muéstrate al mundo!”, “¡Publicidad, publicidad! ¡Propaganda!”. Ellos
esperaban la Epifaneia, la Manifestación espectacular y gloriosa, que en las
mentes groseras o apasionadas significaba el “nacionalismo”; o sea, la
sublevación general, la expulsión de los Romanos, la independencia, la
instauración de la Nueva Israel de los Profetas y de la Nueva Jerusalén,
“Visión de Paz”.
Pero los Apóstoles consternados estaban escuchando entonces una cosa
diferente: Cristo hablaba de otra clase de paz, no de la paz después de la
victoria, sino de una misteriosa derrota. Hablaba de caridad fraterna, no de
guerra; del Espíritu Santo, no de Judas Macabeo; de que el mundo iba a
triunfar y ellos habían de entristecerse, de que se iba y no lo verían más;
del Príncipe de este mundo, el que no tiene parte alguna en Él, pero al cual
no dice que Él va a arrollar; al contrario. Cristo habla de cosas
desconocidas, lejanas y espirituales. ¿Y el Reino de Israel?
Cristo no responde directamente a Judos Tadeo, no discute: hubieran podido
argüirle con el Rey de sus parábolas, con el Sultán que hace el convite de
bodas y excluye furiosamente a los remisos, el Sultán que hace pasar a
cuchillo a los que se le sublevan... ¿Jesús mismo no se había proclamado
heredero directo de David y mayor que Salomón?
Cristo responde indirectamente: repite los cuatro o cinco temas de este
Coloquio-Testamento, como un gran sinfonista: su vuelta al Padre, la venida
del Espíritu de Dios, el momentáneo triunfo del mundo... añadiendo tres
cosas raras, que son tres grandes puntos teológicos: la inhabitación de Dios
en el hombre (“Si alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y
vendremos en él y haremos en él mansión”), la función del Espíritu Santo
(“El Parácleto, que mandará el Padre en mi nombre, él os ensenará todo, y os
sub-recordará todas cuantas cosas yo os dije”) y por fin una palabra
inesperada: “El Padre es mayor que yo.”
La venida en nosotros del Padre y el Hijo no es otra cosa que el Espíritu
Santo: que es el lazo inseparable del Padre y su Verbo, el amor de Dios en
Dios. No fue desconocida a los filósofos y místicos paganos una habitación
de Dios en el hombre: “Est Deus in nobis, agitante calescimus illo”, dijo
Ovidio, repitiendo un tema poético común, que está ya en Lucrecio1 P. S. –
“Efectivamente, el verso citado es de Ovidio, Fastorum, 1. VI, v. 5 El
dístico completo reza así: “Est Deus in nobis agitante calescimus illo
Impetus hic sacrae semina mentís habet” (Pbro. Dr. Lucas Tapia, profesor de
Humanidades).
[En las ediciones anteriores, esta nota, y la que ahora lleva el número 98,
estaban incluidas en un anexo titulado “Erratas”. Al final del mismo se leía
la siguiente declaración del autor: “Se agradecerá al lector que avise
cualquier error, errata, o lapsus de este libro al Autor, calle Caseros 796,
Buenos Aires. Agradecimiento al Pbro. Enrique A. Villamil de Gualeguay, y
también al Pbro. Abel Suquilvide, de Guanaco, al Dr. Rodolfo J. Charchaflié,
a Bachicha Beccar Varela y otros que me han indicado varias erratas de la 1.
edición (1 de mayo de 1958). N. del E. ].; y Séneca Estoico en su Epístola
LXIII: “¿Te asombras de que un hombre vaya a los dioses? Pues un dios viene
a los hombres, más aún “en” los hombres: ninguna sin un dios hay mente
buena.” Mas el judío Filón habla continuamente del Dios que habita nuestra
mente. Pero hablan de una cosa muy distinta de la de Cristo, de esta
presencia invisible, personal y amorosa.
Lucrecio habla de la naturaleza, y concretamente en este punto de la acción
de Venus, la diosa del instinto amoroso; Ovidio habla de la inspiración
poética, atribuida a la Musa Polimnia; Séneca de acuerdo a la teoría estoica
entiende una especie de moción general y providencia vaga; y Filón llama
“dios” a la razón del hombre bien informada y orientada hacia el bien.
Cristo en cambio habla de la “gracia”, una realidad que nos injerta en Dios
como un sarmiento en una cepa; de una vida humana vuelta divina de un modo
humilde e imperceptible, como en la Encarnación. Y esta presencia no es una
nueva revelación, ni una visión, ni un éxtasis metafísico pasajero, como en
Plotino y los neoplatónicos; es algo que está humildemente, cuotidianamente,
prosaicamente en todos los que están en gracia, por sencillos que sean: “Si
alguien me ama”...
Eso es el Espíritu Santo en nosotros; no nos hace grandes filósofos. No hace
nada nuevo: nos sub-giere, nos “recuerda desde abajo” –como dice el texto
griego– simplemente todo lo que Cristo dijo. ¿Y para qué, entonces? ¿No
basta decirlo Cristo? Y sin embargo nos enseña todo, todo de nuevo. Porque
una cosa es la voz exterior, otra la voz interior: otra y la misma. Hemos
visto que la fe se compone como de dos elementos: primero los hechos
históricos y la doctrina que nos viene de afuera; después –y al mismo
tiempo– la iluminación y el consentimiento que nosotros hacemos colaborando
con Dios: el consentimiento a la gracia. “¿Cómo creerán si no oyen? –dice
San Pablo– ¿Y cómo oirán sin predicante? La fe viene del oído”... De hecho
vemos que la predicación en algunos no hace ningún efecto; porque un hombre
puede llevar un caballo al río, pero ni diez hombres pueden hacerlo beber si
no quiere. O mejor dicho, no es que no haga ningún efecto, es que hace
efectos contrarios a la fe, efectos de resistencia en muchos. Bajo la actual
indiferencia religiosa, un furor sordo o una nostalgia sorda encueva. Ella
será invisible en las masas, pero se abre lugar y sale a luz en la
literatura contemporánea, por ejemplo, sobre todo en el sector que hemos
llamado literatura de pesadilla2, La desesperación actual no es la
desesperación pagana del viejo Catulo o del viejo Lucrecio: es más aguda y
está orientada. Una sorda nostalgia de la fe palpita en Kafka o en Simona
Weil; un furor contra la fe en Joyce o en Andreief; y toda clase de ídolos
muertos o supersticiones incluso pueriles en las masas descristianadas. Lo
que va a salir de esto, yo no lo sé. “El que no me ama, no guarda mis
palabras.” No tendrá paz, tendrá una paz falsa, “como la da el mundo. Yo os
dejo la paz, os doy mi paz, no como la da el mundo”.
“El Padre es mayor que yo”. Ésta es la palabra de que se prevalieron los
arrianos para negar la divinidad de Cristo: herejía de los primeros siglos,
que duró cinco siglos, cundió en el Ejército Romano y entre los reyes
bárbaros (Leovigildo, Recaredo) y amenazó ahogar la Iglesia; pero hay
arrianos sutiles o burdos aún hoy: muchos de los protestantes y modernistas
–si no todos– son arrianos, o nestorianos o socinianos hoy día. “Si me
amarais, os alegraríais de que vaya al Padre; porque el Padre es mayor que
yo.” ¡Vaya una razón!
Cristo no se va a contradecir cada diez minutos: estaba repitiéndoles con
insistencia que Él y el Padre eran uno, que lo que Él les decía lo decía el
Padre, que el que lo veía a Él veía también al Padre, y que el Espíritu
Santo era el Espíritu de Él y del Padre. Esta palabra divergente: “Mi Padre
es mayor que yo” tendrá pues explicación... Tiene tres explicaciones.
Dicen algunos Santos Padres (Atanasio, Gregorio Nacianzeno) y Tertuliano que
Cristo se dice menor que el Padre porque procede del Padre en la eterna
generación divina. Eso era llamarse menor en un sentido enteramente impropio
y aun equívoco; que por lo demás nada tiene que ver con el discurso actual y
disuena de él. ¡Valiente consuelo para los Apóstoles! ¡Ininteligible! Por lo
demás, tampoco sabían ellos todavía la Trinidad claramente.
Segunda, decir que Cristo entonces “habló como hombre y no como Dios”,
evasiva con que se descartan algunos comentaristas baratos, es justamente lo
que diría un arriano; y es absurdo en este caso. Jamás habló Jesús como puro
hombre; ni podía tampoco, sin fingir o mentir.
La exégesis de San Cirilo de Jerusalén es la buena: Cristo habla como
Dioshombre, y como hombre que está en esa situación particular: frente a su
Pasión y Muerte, presto a ser hecho no sólo varón de dolores sino “gusano y
no hombre”: cosas que al Padre no podían alcanzar; mas cuando volviera al
Padre, sería igual al Padre aun en ese aspecto de la gloria ya inconmutable.
Volvería a reasumir su divinidad que nunca dejó, oculta ahora a los ojos de
la carne, y como vaciada según la palabra de San Pablo: “exinanivit
semetipsum”, se aniquiló a sí mismo, tomando figura de siervo. Mas lo que
tenían los Apóstoles delante de los ojos era esa figura de siervo; y de
acuerdo a eso había que hablarles.
Entonces sí la frase es un consuelo y encaja perfectamente en el contexto.
Los Apóstoles podían alegrarse por amor a Cristo de saber que iba a superar
su dura tortura y derrota, asimilándose después al Padre incluso con su
misma naturaleza humana: “Porque mi Padre está ahora mejor que yo, aunque
seamos iguales...” quiso decir Cristo.
¿Así que Dios mora en nosotros? No me parece los días de viento Zonda. No se
ve mucho Dios en Sisebuta. No se ve la gracia los días de elecciones. “Creo
en la gracia porque no la veo”, dijo César Pico; lo cual es exacto; se cree
lo que no se ve; pero si de ninguna manera la viéramos, no podríamos creer
en ella. La vemos a veces en sus efectos, por lo menos en sus efectos
totales. Los Apóstoles vieron venir al Espíritu en forma de viento impetuoso
y lenguas de fuego. Después del día de Pentecostés los Apóstoles cambian,
parecen otros hombres: “Iban gozosos delante del Sinedrio a padecer por el
nombre de Cristo contumelia” los que no querían creer ni a la Magdalena ni a
la Santas Mujeres ni a Pedro, los que no acababan de creer ni el día de la
Ascensión, los que huyeron despavoridos del Sinedrio cuarenta días antes.
Pedro negó a Cristo y después fue mártir. Pablo persiguió a los cristianos y
después convirtió a la gentilidad. Una fuerza sobrehumana propaga y sostiene
la Iglesia.
En la vida de cualquier cristiano no hay milagros; pero puede ser que mirada
en su conjunto no deje de ser algo milagrosa. Vivió cristianamente, tropezó,
cayó, se levantó, creyó, esperó, acabó y se fue; no dejó nada en la
Historia; pero... hizo lo que otros declaran imposible, perseveró en lo que
otros tienen por locura, duró derecho a través de las vicisitudes de la
vida, no perdió la línea y temblaba el suelo, fue una cosa igual a sí misma
cuando en cada hombre hay tantos hombres diversos, y en el mundo tantos
contrastes e incoherencias. Parecía que había una voz escondida en su
fragilidad infinita, un silbo, un compás, un Apoyo y un Co-estante; que eso
significa en griego Parácleto: el que está junto: el Apoyo, el Co-estante.
Cosa curiosa: cuando creó a la mujer, Dios dijo que hacía una “ayuda” para
el hombre; y la palabra con que se designa aquí al Espíritu de Dios es
“ayuda”; “Parácleto” puntal, soporte, refuerzo.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires,
1977, pp. 144-150)
(1) El hexámetro, atribuido en la primera edición
de Lucrecio, que reza “Est Deus in nobis, agitante calescimus illo”, no está
en el poema De Natura Rerum, única obra de Lucrecio –por lo menos en el
texto crítico establecido por Alfred Ernout para Les Belles Lettres de
París, año 1935, que acabamos de recorrer verso por verso–. La idea sí que
está en Lucrecio, y por cierto que como una de las ruedas maestras de su
pensamiento, principalmente en la invocación: “Aeneadum genetrix hominum
divonque voluptas Alma Venus... “ (1. I, v.1), y en la mitad del Libro IV,
v. 1058 seq.: “Haec venus est nobis “ Nosotros copiarnos la cita equivocada
(el verso probablemente de Ovidio) de un exégeta llamado A. Durand, el cual
probablemente la copió, según la santa costumbre de los eruditos, de otro
exegeta, el cual la copió de otro, que era un vago que citaba de memoria no
teniéndola buena. Así se han creado cosas pintorescas y aun portentosas en
el mundo de las letras, como observa Belloc: “Inaccuracy is a God... A t
least, sume God guides it... Inaccuracy is a very fruitfull and powerfull
creator of things. It not only creates legends, it creates words There are
hosts and crowds of words... through the inspiration of inaccuracy, which is
blown into meo by this God of whom I speak...”, “On Inaccuracy” en el libro
On, p.100, Methuen Ldon. cuarta edición, año 1927. Hemos citado con todo
cuidado; sin embargo, si alguno nos recita, le recomendamos verifique sus
referencias.
(2) Ver nota 55.
Aplicación: R.P. Miguel A. Fuentes, I.V.E. - Inhabitación trinitaria
y gracia santificante
Dice Nuestro Señor en la Última Cena: Si alguno me ama, obedecerá mi
palabra, y el mi Padre lo amará, y nosotros vendremos a él y haremos una
morada en él... El Consolador, el Espíritu Santo que el Padre mandará en mi
nombre, os enseñará toda cosa y os recordará todo lo que yo os he dicho (Jn
14,23).
Estas palabras nos llenan de consuelo y nos recuerdan de dos verdades de
nuestra fe que lamentablemente no todo cristiano conoce como debiera: la
inhabitación trinitaria y la gracia santificante.
«Inhabitación trinitaria» quiere decir que la Santísima Trinidad, Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo, habitan, están presentes, hacen su morada, en
el alma del que vive en gracia. «Gracia» es, en cambio, ese don misterioso
que nos hace Dios, para que pueda venir la Santísima Trinidad a nuestra
alma.
1. La inhabitación trinitaria
Es una verdad de fe que Dios está presente en el alma del justo, es decir,
del que está en gracia. Lo hemos escuchado del Evangelio de hoy. Pero esto
lo repite la Sagrada Escritura en muchos lugares: El que vive en caridad...
Dios está en él (1Jn 4,16); ¿No sabéis... que Dios habita en vosotros? (1Co
3,16-17); El Espíritu Santo... que mora en nosotros (2Tim 1,14).
Es verdad que Dios está en todas las cosas, y que Jesucristo está presente
con su cuerpo, alma, sangre y divinidad en la Eucaristía. Pero de un modo
especial está en el alma del que vive en gracia.
Uno puede preguntarse ¿para qué? Responde Santo Tomás: «para que uno pueda
gozar y disfrutar de Dios». Así como el avaro se goza en las riquezas que
posee, así como la madre se goza y disfruta con el hijo pequeño que tiene
entre sus brazos, así Dios viene a nuestra alma:
- para que disfrutemos de Él;
- para que podamos hablar con Él: como un hijo habla con su Padre, como el
amigo con su amigo, como la esposa con su esposo;
- para que podamos escucharlo y así se convierta en nuestro maestro (os
enseñará todas las cosas);
- para que nunca estemos solos;
- para que lo que será el Cielo después de esta vida, empiece ya en ésta.
2. La gracia santificante
Y ¿qué es la gracia? La gracia o gracia santificante es un don de Dios. Es
una realidad espiritual sobrenatural que Dios infunde en nuestra alma. La
Escritura habla de ella de distintas maneras: San Pedro la describe diciendo
que es una participación de la naturaleza divina en nosotros (cf. 2Pe 1,4);
San Pablo la llama «nueva creación», «hombre nuevo»; San Juan la llama «vida
eterna en nosotros».
Como es una realidad espiritual, nos es muy difícil imaginarla. Pero es una
realidad, y está presente en el alma de quien no tiene pecado. Y de aquí su
nombre: gracia quiere decir al mismo tiempo «regalo» y también «brillo,
belleza». Es un regalo divino por el cual el alma se embellece. La gracia,
es por eso, descrita por los santos como luz, belleza, calor, fuego.
¿Para qué hace Dios esto? Precisamente para que podamos recibir en nuestras
almas a la Santísima Trinidad. ¿Cómo puede venir Dios, que es totalmente
espiritual, totalmente santo, infinito, a quien no pueden contener los
cielos, ante quien caen de rodillas los ángeles... cómo puede venir al alma
pobre, miserable, pequeña, débil, de un ser humano? Debe primero prepararla,
para que sea capaz de contener a Dios.
Y para esto es la gracia. Es como el nido que Dios mismo se prepara en el
corazón del hombre, para poder luego anidar en él. Es más Dios comienza a
habitar en el alma en el mismo momento en que nos da la gracia: vienen
juntos, desaparecen juntos: Dios deja de estar en el alma, cuando el alma
pierde la gracia.
¿Cuándo nos da Dios la gracia? Ante todo en el bautismo. Esa es la primera
vez. Y Dios la da para siempre, para que tengamos el alma en gracia y a Dios
en el alma para siempre. Pero si la perdemos por el pecado (se pierde por
cualquier pecado mortal) por su infinita misericordia, nos devuelve la
gracia en el sacramento de la confesión, en el momento en que nos borra
nuestros pecados.
Por eso, cuando nos preguntan ¿qué quiere decir estar en gracia? Y
respondemos «no tener pecado mortal», decimos la mitad y la mitad más pobre:
es infinitamente más que no tener pecado. Es como si dijéramos que un
palacio es un lugar donde no hay chanchos o basura... Es más que eso, no hay
chanchos ni basura, y hay, en cambio, orden, limpieza y un rey. Describimos
la gracia por lo negativo, pero hay que hablar de ella por lo que tiene de
positivo.
Por eso es que frente a un alma en gracia, el mismo demonio huye aterrado.
No puede sostenerse en su presencia. Santa Teresita a los cuatro años tuvo
un sueño que le quedó impreso para siempre en la memoria. Ella lo cuenta
así: «Soñé que paseaba sola por el jardín. De pronto cerca de la glorieta,
vi dos feos diablos que bailaban sobre un barril. Al verme clavaron en mí
sus ojos, y en un abrir y cerrar de ojos los vi encerrarse en el barril,
poseídos de terror. Escaparon y por una rendija se ocultaron en el sótano.
¿Qué les había picado? Viéndoles tan cobardes, quise saber qué temían. Me
acerqué a la ventana y vi que corrían por las mesas sin saber dónde huir
para esconderse de mi mirada. De vez en cuando se aproximaban a la ventana y
espiaban, al verme cerca volvían a correr despavoridos como auténticos
condenados. Yo creo que Dios se sirvió para mostrarme que un alma en gracia,
no debe temer al demonio, tan cobarde ante la presencia de una niña».
Todos podemos deducir aquí la importancia que esto tiene. Estar en gracia,
debe ser nuestro mayor anhelo, nuestro único deseo. Y nuestra única tristeza
ha de venir por no poseer esa gracia. Pidamos a Dios que siempre nos conceda
el vivir cumpliendo sus mandamientos, para así —al no tener pecado— podamos
vivir en gracia y tener presente en nuestras almas al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo.
Aplicación: Beato Juan Pablo Magno - Fidelidad al Evangelio
1. Fidelidad al Evangelio
La lectura de hoy del Evangelio de San Juan hace referencia al discurso de
adiós del Cenáculo el Jueves Santo, cuando Cristo anunció su partida a los
Apóstoles para prepararles a este hecho.
Al anunciar su marcha de esta tierra a los Apóstoles, Cristo dice así: “El
que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y
haremos morada en él” (Jn 14,23). Pensad en el significado y fuerza de la
enseñanza que transmitió Cristo durante su misión mesiánica en la tierra.
Dicha enseñanza nos une perennemente no sólo a nuestro Redentor, sino
también al Padre: “La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre
que me envió” (Jn 14,24).
Por tanto con la fuerza de esta enseñanza el Padre viene a quienes la
siguen, viene a la Iglesia el Hijo junto con el Padre y el Padre junto con
el Hijo.
La fidelidad a la enseñanza que nos ha transmitido Cristo es la fuente de la
relación vivificante con el Padre a través del Hijo.
Dejada la tierra, Cristo sigue en unión constante con su Iglesia a través de
la enseñanza transmitida a los Apóstoles.
Por esto precisamente es tan fundamental para la Iglesia observar con
fidelidad dicha enseñanza. De este empeño rinde testimonio el primer
Concilio Apostólico. El afán de los sucesores de los Apóstoles no es otro
que el de que la Iglesia se mantenga en la enseñanza que Cristo le
transmitió y que a través de la fidelidad a la enseñanza “moren” en la
comunidad de los fieles el Padre junto con el Hijo.
2. La función del Espíritu Santo
El segundo pensamiento del Evangelio de hoy está relacionado con el Espíritu
Santo: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi
nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn
14,26).
De modo que por segunda vez oímos hablar de “enseñanza”. Sabemos ya cuál es
el significado de esta enseñanza verdadera transmitida por Cristo a la
Iglesia a fin de unirla con el Padre y el Hijo. Esta enseñanza y esta
doctrina han sido confiadas a los Apóstoles y a sus sucesores. Pero al mismo
tiempo el Espíritu Santo que manda el Padre en nombre del Hijo custodia a la
manera divina la misma doctrina y su misma enseñanza. El Espíritu enseña a
la Iglesia de modo invisible y conserva en la memoria y en la enseñanza de
la Iglesia todo lo que Cristo transmitió a los hombres de parte del Padre.
Por medio de lo que es el Espíritu Santo junto a la Iglesia y a través de la
ayuda que Él presta a su enseñanza, el Padre y el Hijo pueden “morar”
siempre en las almas de los fieles.
3. El Espíritu Santo, “morada en las almas”
El tercer pensamiento del Evangelio nos habla de la marcha del Maestro que
podía levantar inquietud y temor en el corazón de los Apóstoles. Cristo sale
al encuentro de tal inquietud y temor diciendo: “Que no tiemble vuestro
corazón ni se acobarde” (Jn 14,27). Y al mismo tiempo les da seguridad:
“Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se
turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27).
Les da la paz cuando son ya inminentes los acontecimientos que les iban a
sacudir hondamente.
Les da esa paz que el “mundo no puede dar”, precisamente gracias al hecho de
que Él se va al Padre. Esta marcha es el comienzo de la nueva venida del
Espíritu Santo:
“Habéis oído que os he dicho: "Me voy y volveré a vosotros." Si me amarais,
os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que
yo” (Jn 14,28).
Esta separación marca el comienzo de la venida permanente de Cristo en el
Espíritu Santo.
A quien sigue sus enseñanzas viene el Padre junto con el Hijo y ambos
establecen su morada en ellos.
Y el Espíritu Santo, custodiando esta enseñanza en la inteligencia y en el
corazón de los discípulos, hace que Cristo esté siempre con su Iglesia. Y el
Padre está siempre con ella por medio de Cristo.
Precisamente en esto reside la fuente de la paz de la Iglesia aun en las
experiencias, sobresaltos y persecuciones más fuertes. A veces el corazón
humano se altera y teme, pero la Iglesia se mantiene en la paz divina que le
dio Cristo a la hora de partir.
Y todos los días en la Santa Misa, la Iglesia recuerda esta paz. Pide esta
paz para sí y para los hombres.
Esta paz es también un gustar anticipado de la paz perfecta y felicidad de
la Ciudad Santa de que se habla en la segunda lectura. Dicha Ciudad Santa,
la Jerusalén que desciende de Dios, contiene en sí la plenitud de la gloria
divina. Es asimismo el destino eterno del hombre y la realización cumplida
de la Iglesia terrena.
Oremos ardientemente con las palabras del Salmista: “El Señor tenga piedad y
nos bendiga,/ ilumine su rostro sobre nosotros;/ conozca la tierra tus
caminos,/ todos los pueblos tu salvación” (Sal 66).
(Homilía de JUAN PABLO II en la parroquia de Santa Mónica, (Ostia), el 8 de
mayo de 1983)
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La presencia de Cristo en
el alma
Cuando Cristo les dice a sus discípulos que se va nace en ellos una
tentación de futuro: ¿qué será de nosotros sin el Maestro? Tentación que los
lleva a la inseguridad, al miedo y a la tristeza. Y Cristo compadecido de
ellos sale al paso de la tentación prometiéndoles acompañarlos.
Todo el capítulo 14 de San Juan es una consolación a los discípulos por
medio de promesas para disipar el estado en el que quedaron después de
revelarles su partida.
Comienza el capítulo diciendo “no se turbe vuestro corazón” y en esta frase
se resume todo lo que Cristo va a decir en el resto del capítulo.
En el pasaje que estamos meditando es la promesa de seguir viviendo
espiritualmente con ellos.
Jesús va a quedarse con ellos. Es el tiempo que va desde su resurrección y
ascensión hasta su segunda venida. Es la presencia de Cristo en la Iglesia y
en cada alma. Presencia reservada a los fieles. Presencia real pero no
sensible, sino, espiritual, vital y mística.
¡Qué seguridad y que consuelo inmenso tener a Dios uno y trino habitando en
nosotros y que Cristo no se vaya de nuestro lado! Ahora Cristo está junto a
nosotros con una presencia más poderosa que cuando vivía en la tierra y en
su condición mortal. Está sentado a la diestra del Padre, es decir, Cristo,
el hombre-Dios, tiene la misma dignidad y poder que el Padre.
En todo caso, lo que se puede deducir de ello es que los discípulos no se
sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo
inaccesible y lejano.
Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. Están seguros
de que el Resucitado (como Él mismo había dicho, según Mateo), está presente
entre ellos, precisamente ahora, de una manera nueva y poderosa. Ellos saben
que “la derecha de Dios”, donde Él está ahora “enaltecido”, implica un nuevo
modo de su presencia, que ya no se puede perder; el modo en que únicamente
Dios puede sernos cercano.
La alegría de los discípulos después de la “ascensión” corrige nuestra
imagen de este acontecimiento. La “ascensión” no es un marcharse a una zona
lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos
experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera.
Por eso San Pablo exclamaba sabiéndose junto a Cristo y amado por Él:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?,
¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?
[…] en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy
seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni
lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni
otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús Señor nuestro”.
Cuando los miedos y las tristezas nos atormenten pensemos en esta verdad que
no es promesa como fue para los apóstoles sino realidad presente. Cristo,
junto con el Padre y el Espíritu Santo moran en nosotros.
Cristo sólo deja de manifestarse y vivir en nosotros cuando dejamos de
amarlo, cuando dejamos de cumplir sus mandamientos, cuando nos dejamos
atrapar por el mundo.
* * *
El que ama a Cristo cumple sus mandamientos y escucha sus enseñanzas.
El que ama a Cristo es amado por Cristo y por el Padre.
Al que ama a Cristo, Cristo se le manifiesta y hace su morada en él junto
con el Padre.
El amor está en las obras. Se manifiesta cumpliendo lo que Cristo manda. Y
para obrar lo que Cristo manda hay que escuchar a Cristo.
Los Evangelios narran lo que Cristo enseñó y mandó.
El amor a Cristo surge de una relación íntima con Él, de un conocimiento
profundo de su vida. Conocimiento que se da por la lectura y meditación de
las Sagradas Escrituras y sobre todo por un conocimiento personal con Jesús
en la oración.
El amor a Jesús, nos dice el Evangelio, trae dos gracias: Jesús se
manifiesta al que lo ama y hace su morada en él. Viene a él junto con el
Padre y el Espíritu Santo.
Cada obra hecha por amor, cada acto de amor en la oración, da luz al hombre
y produce una nueva venida de la Santísima Trinidad.
Lo que dificulta el amor a Dios y al prójimo es nuestro egoísmo. Por eso al
darnos sus mandamientos Dios nos da la herramienta para vencer nuestro
egoísmo que nos mueve a hacer lo que queremos. Los mandamientos nos
encaminan, aunque sea por el temor, a vencer nuestro egoísmo y a someternos
al querer de Dios. Hay un primer paso para salir de nosotros mismos y es
vivir en Dios porque cumplir los mandamientos es someter nuestra voluntad a
la de Dios.
Y el cumplimiento de los mandamientos nos lleva al amor de Cristo. Y cuando
Cristo es amado nos ilumina y se da a conocer y viene a nosotros y esto
produce en nosotros un crecimiento en el amor y nos saca de nosotros.
Cuando nos enamoramos de Cristo y vivimos en comunicación con Él, y con el
Padre y el Espíritu Santo que habitan en nosotros, sucede lo siguiente: cada
vez vamos saliendo más de nosotros mismos para vivir en Dios y cuando
vivimos en Dios vivimos en el amor y el amor expulsa el temor y el amor
reemplaza a los mandamientos.
Es paradójico, pero salir de nosotros es entrar en nosotros. Dejar el
egoísmo es renunciar al yo exterior para vivir en el yo más profundo que es
donde mora Dios uno y trino.
El verdadero amor al prójimo que es el que nos hace salir de nosotros mismos
nace de la unión con Dios en nuestro interior y sólo será verdadero amor al
prójimo cuando nazca de ese amor que hay entre Dios y nosotros. El verdadero
acto de amor al prójimo es un impulso que produce un acto de amor a Dios en
nuestro interior. Ese acto es una chispa que nos hace encendernos al
exterior en un fuego inextinguible que abraza a nuestros hermanos.
Esos actos de amor no son tan razonados cuanto impulsivos sin negar que sean
más voluntarios aún que los razonados. Unos son más humanos, los primeros,
los otros más divinos, son movidos por el Espíritu Santo.
Aplicación: San Bernardo - “Vendremos a él y haremos morada en él”
“El Padre y yo, decía el Hijo, vendremos a él, es decir, en el hombre que es
santo, y vendremos a morar en él”. Y yo creo que el profeta no se ha
referido a otro cielo cuando ha dicho: “Tú que habitas en los santos, tú la
gloria de Israel” (Sl 24 Vulg). Y el apóstol Pablo dice claramente: “Por la
fe, Cristo habita en nuestros corazones” (Ef 3,17). No es de extrañar, pues,
que Cristo se complazca en habitar en este cielo. Puesto que, si para crear
el cielo invisible sólo tuvo necesidad de su palabra, tuvo que luchar para
adquirir el otro cielo, y murió para rescatarlo. Por eso, después de todos
estos trabajos, habiendo realizado su deseo, dice: “Esta es mi mansión por
siempre, aquí viviré, porque la deseo” (sl 131,14)…
Ahora “¿por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas?” (sl 41,6).
¿Piensas encontrar en ti un lugar para el Señor? ¿Qué lugar hay en nosotros
que sea digno de tan gran gloria? ¿Qué lugar sería digno para recibir su
majestad? ¿Acaso sólo puedo adorarlo en el lugar en que sus pasos se
detuvieron? ¿Quién me concederá, al menos, poder seguir las huellas de un
alma santa “que él se escogió como heredad”? (sl 32,12)
Que se digne derramar en mi alma el ungüento de su misericordia, de tal
manera que también yo sea capaz de decir: “Correré por el camino de tus
mandatos cuando me ensanches el corazón” (sal 118,32). ¿Acaso podré, yo
también, mostrar en mi “una gran sala bien preparada, en la que pueda comer
con sus discípulos? (Mc 14,15) o por lo menos “un lugar donde reclinar la
cabeza”(Mc 8,20).
(San Bernardo (1091-1153), monje cisterciense y doctor de la Iglesia, Sermón
27, 8-10 )
Aplicación: Directorio Homilético - Sexto domingo de Pascua
CEC 2746-2751: la oración de Cristo en la Última Cena
CEC 243, 388, 692, 729, 1433, 1848: el Espíritu Santo, abogado/consolador
CEC 1965-1974: la nueva Ley perfecciona la Ley antigua
CEC 865, 869, 1045, 1090, 1198, 2016: la Jerusalén celeste
LA ORACION DE LA HORA DE JESUS
2746 Cuando ha llegado su hora, Jesús ora al Padre (cf Jn 17). Su oración,
la más larga transmitida por el Evangelio, abarca toda la Economía de la
creación y de la salvación, así como su Muerte y su Resurrección. Al igual
que la Pascua de Jesús, sucedida "una vez por todas", permanece siempre
actual, de la misma manera la oración de la "hora de Jesús" sigue presente
en la Liturgia de la Iglesia.
2747 La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración
"sacerdotal" de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable
de su sacrificio, de su "paso" hacia el Padre donde él es "consagrado"
enteramente al Padre (cf Jn 17, 11. 13. 19).
2748 En esta oración pascual, sacrificial, todo está "recapitulado" en El
(cf Ef 1, 10): Dios y el mundo, el Verbo y la carne, la vida eterna y el
tiempo, el amor que se entrega y el pecado que lo traiciona, los discípulos
presentes y los que creerán en El por su palabra, la humillación y la
Gloria. Es la oración de la unidad.
2749 Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su
sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la
"hora de Jesús" llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación.
Jesús, el Hijo a quien el Padre ha dado todo, se entrega enteramente al
Padre y, al mismo tiempo, se expresa con una libertad soberana (cf Jn 17,
11. 13. 19. 24) debido al poder que el Padre le ha dado sobre toda carne. El
Hijo que se ha hecho Siervo, es el Señor, el Pantocrator. Nuestro Sumo
Sacerdote que ruega por nosotros es también el que ora en nosotros y el Dios
que nos escucha.
2750 Si en el Santo Nombre de Jesús, nos ponemos a orar, podemos recibir en
toda su hondura la oración que él nos enseña: "Padre Nuestro". La oración
sacerdotal de Jesús inspira, desde dentro, las grandes peticiones del
Padrenuestro: la preocupación por el Nombre del Padre (cf Jn 17, 6. 11. 12.
26), el deseo de su Reino (la Gloria; cf Jn 17, 1. 5. 10. 24. 23-26), el
cumplimiento de la voluntad del Padre, de su Designio de salvación (cf Jn
17, 2. 4 .6. 9. 11. 12. 24) y la liberación del mal (cf Jn 17, 15).
2751 Por último, en esta oración Jesús nos revela y nos da el "conocimiento"
indisociable del Padre y del Hijo (cf Jn 17, 3. 6-10. 25) que es el misterio
mismo de la vida de oración.
243 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de "otro Paráclito"
(Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn
1,2) y "por los profetas" (Credo de Nicea-Constantinopla), estará ahora
junto a los discípulos y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn
14,16) y conducirlos "hasta la verdad completa" (Jn 16,13). El Espíritu
Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al
Padre.
388 Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad
del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de
alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída
narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta
historia que sólo se manifiesta a la luz de la Muerte y de la Resurrección
de Jesucristo (cf. Rm 5,12-21). Es preciso conocer a Cristo como fuente de
la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito,
enviado por Cristo resucitado, es quien vino "a convencer al mundo en lo
referente al pecado" (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor.
692 Jesús, cuando anuncia y promete la Venida del Espíritu Santo, le llama
el "Paráclito", literalmente "aquél que es llamado junto a uno", "advocatus"
(Jn 14, 16. 26; 15, 26; 16, 7). "Paráclito" se traduce habitualmente por
"Consolador", siendo Jesús el primer consolador (cf. 1 Jn 2, 1). El mismo
Señor llama al Espíritu Santo "Espíritu de Verdad" (Jn 16, 13).
729 Solamente cuando ha llegado la Hora en que va a ser glorificado Jesús
promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección
serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres (cf. Jn 14, 16-17.
26; 15, 26; 16, 7-15; 17, 26): El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito,
será dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el
Padre en nombre de Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque él ha
salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará
con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y
nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de él; nos
conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo
acusará en materia de pecado, de justicia y de juicio.
1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en lo referente
al pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el
Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el
Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del
arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, DeV
27-48).
1848 Como afirma S. Pablo, "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia"
(Rm 5,20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para
convertir nuestro corazón y conferirnos "la justicia para vida eterna por
Jesucristo nuestro Señor" (Rm 5,20-21). Como un médico que descubre la
herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta
una luz viva sobre el pecado:
La conversión exige la convicción del pecado, y éste, siendo una
verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del
hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la
gracia y del amor: "Recibid el Espíritu Santo". Así, pues, en este
"convencer en lo referente al pecado" descubrimos una "doble dádiva": el don
de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El
Espíritu de la verdad es el Paráclito (DeV 31).
III LA LEY NUEVA O LEY EVANGELICA
1965 La ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley
divina, natural y revelada. Es obra de Cristo y se expresa particularmente
en el Sermón de la montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por él
viene a ser la ley interior de la caridad: "Concertaré con la casa de Israel
una alianza nueva...pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las
grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Hb 8,8-10; cf Jr
31,31-34).
1966 La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante
la fe en Cristo. Obra por la caridad, utiliza el Sermón del Señor para
enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la
gracia de hacerlo:
El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor
pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de S. Mateo,
encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida
cristiana...Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la
vida cristiana (S. Agustín, serm. Dom. 1,1):
1967 La Ley evangélica "da cumplimiento" (cf Mt 5,17-19), purifica, supera,
y lleva a su perfección la Ley antigua. En las "Bienaventuranzas" da
cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al "Reino de
los Cielos". Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta
esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de
corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando así los caminos
sorprendentes del Reino.
1968 La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. El
Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de
la Ley antigua, extrae de ella las virtualidades ocultas y hace surgir de
ella nuevas exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade
preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el
corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (cf Mt 15,18-19),
donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras
virtudes. El Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la
imitación de la perfección del Padre celestial (cf Mt 5,48), mediante el
perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo
de la generosidad divina (cf Mt 5,44).
1969 La Ley nueva practica los actos de la religión: la limosna, la oración
y el ayuno, ordenándolos al "Padre que ve en lo secreto" por oposición al
deseo "de ser visto por los hombres" (cf Mt 6,1-6. 16-18). Su oración es el
Padre Nuestro (Mt 6,9-13).
1970 La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre "los dos caminos"
(cf Mt 7,13-14) y la práctica de las palabras del Señor (cf Mt 7,21-27);
está resumida en la regla de oro: "Todo cuanto queráis que os hagan los
hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas"
(Mt 7,12; cf Lc 6,31).
Toda la Ley evangélica está contenida en el "mandamiento nuevo" de Jesús (Jn
13,34): amarnos los unos a los otros como él nos ha amado (cf Jn 15,12).
1971 Al Sermón del monte conviene añadir la catequesis moral de las
enseñanzas apostólicas, como Rm 12-15; 1 Co 12-13; Col 3-4; Ef 4-5, etc.
Esta doctrina trasmite la enseñanza del Señor con la autoridad de los
apóstoles, especialmente exponiendo las virtudes que se derivan de la fe en
Cristo y que anima la caridad, el principal don del Espíritu Santo. "Vuestra
caridad sea sin fingimiento...amándoos cordialmente los unos a los
otros...con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación;
perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos;
practicando la hospitalidad" (Rm 12,9-13). Esta catequesis nos enseña
también a tratar los casos de conciencia a la luz de nuestra relación con
Cristo y con la Iglesia (cf Rm 14; 1 Co 5-10).
1972 La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que
infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque
confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos;
ley de libertad (cf St 1,25; 2,12), porque nos libera de las observancias
rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente
bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo
"que ignora lo que hace su señor", a la de amigo de Cristo, "porque todo lo
que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15), o también a la
condición de hijo heredero (cf Gál 4,1-7. 21-31; Rm 8,15).
1973 Más allá de los preceptos, la Ley nueva contiene los consejos
evangélicos. La distinción tradicional entre mandamientos de Dios y consejos
evangélicos se establece por relación a la caridad, perfección de la vida
cristiana. Los preceptos están destinados a apartar lo que es incompatible
con la caridad. Los consejos tienen por fin apartar lo que, incluso sin
serle contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de la caridad
(cf S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2, 184,3).
1974 Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad
que nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud
espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los
preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más
directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de
cada uno:
(Dios) no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente los
que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos, las
ocasiones, y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la
que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos
los consejos, y en suma de todas leyes y de todas las acciones cristianas,
la que da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor (S. Francisco de
Sales, amor 8,6).
Ejemplos para iluminar la Palabra
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¿Dónde encontrar a Dios?
(Cortesía: iveargentina.org et alii)