Solemnidad de Corpus Christi A - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios proclamada durante la celebración de la Misa
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Exégesis: José María Solé - Roma, C.F.M. - sobre las tres lecturas
Comentario sobre las tres
lecturas
Comentario Teológico: P. Carlos M. Buela, I.V.E. - El sacrificio de
Jesucristo
Santos Padres: San Agustín I - El sacramento de la Eucaristía.
Santos Padres: San Agustín II - Discurso sobre el pan de vida (Jn 6,56-57)
Aplicación: Benedicto XVI El misterio se manifiesta en la celebración
Aplicación: San
Alberto Hurtado - La Eucaristía
Aplicación: San Juan de Ávila - ¡Dios nos libre de comulgar mal!
Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - "El que coma de este pan vivirá
para siempre"
Ejemplos
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Las Lecturas del Domingo
Exégesis: José María Solé - Roma, C.F.M. - sobre las tres lecturas
DEUTERONOMIO 8, 2-3. 14-16:
El Deuteronomista profundiza sobre los hechos de la peregrinación del
Desierto. Y encuentra en ellos ricas enseñanzas teológicas:
- Las muchas pruebas y sufrimientos del Desierto fueron un recurso
pedagógico de Dios: "Reconoce que así como un Padre corrige a su hijo así te
ha corregido Yahvé tu Dios" (5). En el Libro de la Sabiduría se da esta
misma interpretación: "Les probaste como padre que corrige; les probaste y
corregiste con misericordia" (Sab 11, 9). Israel, sometido a una larga serie
de pruebas, aprendió humildad y sumisión a los planes de Dios y a su santa
Ley, confianza y abandono a su Providencia. Los cuarenta años de
peregrinación le humillaron, le purificaron, le forjaron.
- Una muestra evidente de la amorosa Providencia de Dios fue el prodigio del
"maná" (3). El maná era el alimento cotidiano, la mesa que el Padre disponía
a sus hijos. Al comer aquel alimento milagroso entendían claro cómo cuidaba
de ellos su Padre del cielo y cómo debían ellos serles fieles. Aprendían que
muy superior al pan que alimenta la vida corporal es el pan de la Palabra de
Dios (3). Jesús recordará a sus Apóstoles cómo es éste su alimento (Jn 4,
34).
- Este "maná", signo y figura preciosa del que a nosotros nos alimenta, el
Pan Eucarístico, queda así ponderado y explicado por el Sabio: "Alimentaste
a tu pueblo con pan de ángeles; y les proporcionaste del cielo, sin fatiga,
pan apropiado que poseía todo sabor, y amoldado a todo paladar. Este
alimento tuyo demostraba a tus hijos tu dulzura; y amoldándose al deseo del
que se presentaba, se cambiaba según el gusto que cada uno quería. Para que
aprendieran tus hijos a quienes amaste, Señor, que no son las diversas
especies de frutos las que alimentan al hombre, sino que es tu Palabra quien
guarda a los que confían en Ti" (Sab 16, 20, 26). Si tal pudo decirse del
maná, ¿qué diremos del Pan que a nosotros nos alimenta? Nuestro Pan sí que
de verdad es la "Palabra" de Dios: el Verbo de Dios hecho carne. De Él nos
alimentamos los que ahora en la Nueva Alianza formamos el Pueblo de Dios
peregrinante.
1 CORINTIOS 10, 16-17:
San Pablo expone a los corintios los valores de la Eucaristía:
Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Banquete, Sacramento-Presencia de Cristo.
- "El cáliz que consagramos y el pan que partimos" son nuestro Banquete
Sagrado. El banquete sagrado completaba siempre el sacrificio de una
víctima. La Eucaristía es el Sacrificio de Cristo que místicamente se inmola
por nosotros y se nos entrega en comida. Bebemos el cáliz y comemos el pan
de la Eucaristía; y con esto entramos en comunión con Cristo (16). Y
formamos con Él un único Cuerpo. Comulgar sin caridad es sacrilegio contra
Cristo y contra su Cuerpo Místico.
- La Eucaristía es una actualización siempre nueva del único drama Redentor;
es una realidad permanente fuera del tiempo, en la que nos es permitido
participar efectivamente, aunque en forma sacramental. Porque participar en
el misterio pascual es ponernos en comunión real con Cristo: morir con Él,
resucitar con Él. Hay quien habla de la "contemporaneidad" de Cristo: "Los
misterios de la Redención hagámoslos presentes" (Paulo VI: 9-IV-69).
Qui verus aeternusque Sacerdos, formara sacrificii perennis instituens,
hostiam tibi se obtulit salutarem, et nos, in sui memoriam, praecepit
offerre (Praef)
- El Novus Ordo Missae nos torna a recordar este valor de
Sacrificio-Banquete-Presencia real que tiene la Eucaristía: "En la
celebración de la Misa, en la que se perpetúa el Sacrificio de la Cruz,
Cristo está realmente presente: en la misma asamblea reunida en su nombre;
en la persona del ministro; en su palabra; y de modo sustancial y continuo
bajo las especies eucarísticas" (n 7). Y otra vez: "En la Última Cena,
Cristo instituyó el Sacrificio y Banquete pascual, por el que el Sacrificio
de la Cruz se hace continuamente presente en la Iglesia, cuando el
sacerdote, actuando in Persona Cristi, hace lo mismo que el mismo Señor hizo
y mandó a sus discípulos que hicieran en memoria suya" (48).
- A la vez subraya Pablo cómo este Sacramento, al unirnos con Cristo, nos
une a todos en comunión (17). "La Eucaristía es el Sacramento de la plena
unidad de la Iglesia: Caritatisquasifigurativum et effectivum" (Tom III, 83,
49; 97, 3, 6). Significa la caridad y la realiza: "La gracia específica de
este Sacramento es precisamente la unidad del Cuerpo Místico. La Eucaristía
es figura y causa de esta unidad" (Paulo VI: 25-V-67): Quo
venerabilimysteriotuosfidelesalendosanctificas, ut humanum gemís,
quodcontinetunusorbis, una fidesilluminet, caritas una con jungat (Praef.).
JUAN 6, 51-59:
El Discurso de Jesús en que se proclama "Pan de Vida" tiene su mejor clima
en la Fiesta de Corpus:
- El "maná" del Desierto era sólo signo y figura. Prefiguraba el de verdad
"Pan del cielo" que Jesús, Nuevo Moisés, daría al Pueblo de la Nueva Alianza
como viático de peregrinación: Cujuscarnem pro nobisimmolatamdumsumimus,
roboramur (Praef.).
- Jesús no sólo nos da este "Pan". Él mismo es el Pan que todos debemos
comer. Es nuestro Pan vivificante: como Palabra de Dios (35), como Víctima y
Redentor (52), y como "Sacramento" en que nos va a dejar su carne y su
sangre para alimento y vida de todos los redimidos (53-59): Et fusum pro
nobissanguinem, cum potamus, abluimur (Praef.).
- Jesús intenta elevar a su zona-la espiritual-a sus oyentes. Estos, siempre
a ras de tierra al principio, piensan sólo en pan material (34) y luego en
un canibalismo repugnante (53. 61). La solución será la carne de Cristo
glorificada (27. 63). Nos dará Jesús su carne hecha "Espíritu vivificante"
(1 Cor 15, 45). La manducación es, sí, real, pero espiritual. Le comemos y
le asimilamos con la fe y con el Sacramento (34. 35). El Verbo divino ya
glorificado en su naturaleza humana (carne) es el vehículo por el que nos
llega la vida divina (58). Es de verdad nuestro Rey.
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona,
1979, pp. 141-144)
Comentarios sobre las
tres lecturas
La primera lectura (Dt 8,2-3.14-16) evoca el
camino de Israel en el desierto, que es interpretado aquí como una prueba,
una prueba que ha humillado a Israel (vv. 2-3). En el desierto el pueblo ha
experimentado radicalmente “el hambre”; es decir, ha sentido corporalmente
su fragilidad y su limitación, a través de la necesidad de “comer” para
poder subsistir. Pero sobre todo ha vivido la experiencia de ser alimentado
por otro: Dios le ha dado un alimento que el hombre no puede procurarse con
sus propias fuerzas. Por eso el texto del Deuteronomio invita a recordar el
maná, “un alimento que tú no conocías, ni tampoco conocieron tus
antepasados” (Dt 8,3). Israel, en efecto, fue sostenido con un alimento
desconocido, ya que el maná es un “pan que llueve del cielo” (Ex 16,4), en
vez de brotar de la tierra. Este pan es un signo de aquello que hace vivir
al hombre verdaderamente. Por eso, comprende el signo del maná solamente
quien reconoce que el hombre vive no sólo de pan (de aquello que brota de la
tierra y entra en la boca del hombre), sino también y sobre todo de la
palabra del Señor, de “lo que sale de la boca de Dios” (que viene del cielo)
para entrar allí donde el hombre puede acogerla, en el oído y en el corazón
(cf. Dt 8,3).
Esta es la gran lección de aquella comida del desierto. En la experiencia de
su impotencia y de su fragilidad, Israel ha descubierto un signo modesto
pero eficaz del amor de Dios. En la vivencia del desierto, cuando se caen
todos los apoyos humanos y se prueba la humillación de la propia
insuficiencia, se hace también la experiencia de la presencia (invisible)
del Padre que provee amorosamente a las necesidades del hijo. El desierto ha
enseñado a Israel que debe “comer”, es decir, que debe aceptar y apropiarse
de aquel pequeño signo de Dios para sobrevivir. Acoger este don es ya
superar la prueba del desierto.
El maná se debía recoger día a día (Ex 16,18), sin preocuparse por el
mañana. Acumular era inútil, más bien el alimento que se conservaba en mayor
cantidad de lo que era estrictamente necesario, llegaba a pudrirse (Ex
16,19-20; cf. Lc 12,13-21.29-31). A Israel se le enseñaba así a tener una
infinita confianza en la providencia misericordiosa de Dios. En el desierto,
el israelita era llamado a la fe-confianza. Para superar la prueba del
desierto debía aceptar sólo aquello que Dios le donaba para el hoy, sin
preocuparse por el mañana (cf. Mt 6,26-29).
Si el desierto es una prueba, también el bienestar y la posesión de la
tierra son un riesgo para Israel (Dt 8,7-20). El capítulo 8 del Deuteronomio
enfrenta también este peligro. El pueblo vive en gran prosperidad material,
con bellas casas, mucho ganado, plata y oro (Dt 8,12-13). Esta situación de
bienestar, fruto de la acción salvífica de Dios, paradójicamente se vuelve
peligrosa: se corre el riesgo del “olvido” del Señor. Se puede llegar a
perecer, no a causa del alimento o por escasa protección contra los
enemigos, como en el desierto, sino que se puede llegar a morir porque falta
la verdad interior, porque se llega a olvidar a Yahvéh (Dt 8,14). El corazón
se vuelve “arrogante” (Dt 8,14) cuando el hombre olvida a Dios, se construye
ídolos a los que adora, y se postra delante de lo que es bello, fuerte y
placentero. Por eso el Deuteronomio hace un llamado a la “memoria” del
pueblo, para “que no se olvide del Señor, su Dios” (Dt 8,14). El recordar la
liberación de la esclavitud de Egipto por medio de la mano potente del Señor
(Dt 8,14), como también el recuerdo de la experiencia humillante pero
necesaria del desierto (v. 16), tienen la función esencial de colocar como
fundamento de la existencia la presencia amorosa del Señor en la historia.
El pueblo deberá “recordar” siempre la experiencia esencial del desierto,
cuando vivía en total dependencia de Dios. El israelita está llamado a poner
como base de su existencia, no el bienestar material y la prosperidad
económica, sino aquel don que no perece, el don de la palabra divina. La
palabra del Dios que “hizo brotar para ti agua de la roca maciza y te ha
alimentado en el desierto con el maná, un alimento que no conocieron tus
antepasados, a fin de humillarte y probarte, para después hacerte feliz” (Dt
8,15b-16).
La segunda lectura (1 Cor 10,16-17) nos coloca
delante del misterio de otra comida que es alimento fundamental para la vida
del cristiano y de la comunidad eclesial: el cuerpo y la sangre de Cristo.
Se trata probablemente del testimonio más antiguo del Nuevo Testamento sobre
el misterio de la Eucaristía. En esta breve alusión eucarística, Pablo
subraya sobre todo la dimensión de “participación” y de “comunión” que se
deriva del hecho de tomar el cuerpo y la sangre del Señor. La participación
en la eucaristía crea, en efecto, una comunión con Cristo tan profunda, que
produce y sostiene la comunión con los hermanos. Se trata de una observación
teológica fundamental para evitar que la celebración eucarística se vuelva
un rito vacío y deje de ser auténtica “comunión con el cuerpo y la sangre
del Señor”. La comunión con Cristo en la Eucaristía se verifica en las
relaciones de fraternidad y de justicia que crea el sacramento entre los
hombres. “Pues si el pan es uno solo y todos compartimos ese único pan,
todos formamos un solo cuerpo” (1 Cor 10,17).
La Eucaristía, memorial de la entrega de amor de Jesús, crea un profundo
vínculo teologal de amor entre los hermanos y, por tanto, debe ser vivida
por los creyentes con el mismo espíritu de donación y de caridad con que el
Señor “entregó” su cuerpo y su sangre en la cruz por “vosotros”. La
celebración eucarística abraza y llena toda la historia dándole un nuevo
sentido: hace presente realmente a Jesús en su misterio de amor y de
donación en la cruz (pasado); la comunidad, obediente al mandato de su
Señor, deberá repetir el gesto de la cena continuamente mientras dure la
historia “en memoria mía” (1Cor 11,24) (presente); y lo hará siempre con la
expectativa de su regreso glorioso, “hasta que él venga” (1 Cor 11,26)
(futuro). El misterio de “comunión” y “participación” de la Eucaristía nace
del amor de Cristo que se entrega por nosotros y, por tanto, deberá siempre
ser vivido y celebrado en el amor y la entrega generosa, a imagen del Señor,
sin divisiones ni hipocresías.
El evangelio (Jn 6,51-58) corresponde a la última parte del
discurso que Juan pone en boca de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Jesús
se presenta como “el pan vivo bajado del cielo”, que comunica la vida a
quien lo “come” (v. 51). En el v. 58 se añade una explicación ulterior:
“Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el pan que comieron sus
antepasados. Ellos murieron; pero el que coma de este pan, vivirá para
siempre”. El maná dado por Dios en el desierto (cf. primera lectura), en
realidad, anunciaba el verdadero “pan” que es Jesús, dado por Dios y que se
da así mismo hasta la muerte a fin de realizar nuestro paso de la muerte a
la vida.
Cuando el texto evangélico afirma: “el pan que yo daré es mi carne para la
vida del mundo” (v. 51), “carne” (griego: sarx) designa la condición terrena
de Jesús. El mundo encuentra la vida en la medida en que acepta y se adhiere
incondicionalmente a Jesús, la Palabra que se ha hecho carne (Jn 1,14), el
Hijo salvador del mundo (Jn 4,42). Se afirma con fuerza, en primer lugar, el
efecto vivificante de la encarnación (“mi carne”) y de la muerte de Jesús
(“yo daré”) como fuente de vida para el mundo. (Sólo en un segundo momento
se puede hacer de estas palabras una lectura derivada de carácter
sacramental-eucarístico). En los vv. 53-56 se profundiza sobre la misma
temática: “Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no
tendrán vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna... mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El
que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. Los términos
“carne” y “sangre” vuelven a evocar la condición humana del Hijo del hombre;
y los verbos “comer” y “beber” aluden de nuevo al acto de adhesión sin
reservas a Cristo que se ha entregado a la muerte por la salvación del
mundo.
El texto joánico es una invitación a acoger en la fe el don de la entrega de
Jesús en la cruz para darnos la vida, que crea ya en nuestra condición
histórica una comunión recíproca y misteriosa entre Cristo y el creyente,
que Juan designa con el verbo “permanecer” (v. 56: “El que come mi carne y
bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”). Quien cree en Jesús y vive en
comunión de fe y amor con él, quien se alimenta de su palabra y se ha
abierto a su misterio de entrega en la cruz, se ve introducido
misteriosamente en el horizonte de la amistad divina. Este “permanecer”
mutuo que se produce entre Cristo y el creyente es quizás el mensaje más
profundo del cuarto evangelio. Al manifestar la comunión del discípulo con
el Hijo, el evangelista piensa en aquella otra relación, eterna y
originaria, que es la comunión entre el Padre y el Hijo. La relación
Padre-Hijo es el modelo y la fuente de la inmanencia y de la comunión
recíproca entre Jesús y el discípulo: “Como el Padre que me envió posee la
vida y yo vivo por él, así también, el que me coma vivirá por mí” (v. 57).
Toda vida, toda comunión, tanto la del Padre y del Hijo, como la del Hijo y
el creyente, tiene su origen en el Padre, que “posee la vida”. Así como el
Hijo es enviado y vive por el Padre, el creyente que “come el pan”, que es
Jesús, vivirá por él.
El cuarto evangelio describe así la realidad culminante de la eterna alianza
entre Dios y el hombre, realizada en Jesucristo. Un misterio de amor y de
comunión que se actualiza y se experimenta de forma excepcional en el
misterio de la Cena del Señor. Es indudable el eco eucarístico presente en
el discurso de Cafarnaún. Ciertamente el sentido original del texto
evangélico hay que buscarlo en el llamado que Juan hace a creer en el Hijo
del hombre, que ha vivido entre nosotros y se ha entregado a sí mismo,
sufriendo la muerte para la vida del mundo. Ahora bien, todo esto se realiza
en forma sacramental en la comunión eucarística con el cuerpo y la sangre
del Señor. En la acción simbólica de “comer” el pan y “beber” de la copa del
Señor (cf. 1 Cor 11,26) se hace presente aquel misterio del que habla Juan
en el evangelio: “el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo
en él” (Jn 6,56). En la Eucaristía, el creyente no sólo significa y expresa
su fe en el misterio del Hijo del Hombre, que ha bajado del cielo y ha dado
la vida al mundo, sino que encuentra el alimento para esa misma fe. “Comer”
sacramentalmente el pan de la vida es entrar en comunión con Aquel que ha
bajado del cielo y ha dado la vida al mundo.
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Comentario Teológico: P. Carlos M. Buela, I.V.E. - El sacrificio de
Jesucristo
También decimos que la Misa es el memorial (o memoria) de la Pasión del
Señor.
El sacerdote es el hombre que hace el memorial.
De ahí que en todas las Plegarias eucarísticas se diga: "Por eso, Padre,
nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo [1] santo, al celebrar este memorial
de la muerte gloriosa de Jesucristo..." ; "Así, pues, Padre, al celebrar
ahora el [2] memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo..." ; "Por eso,
Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión [3] salvadora de tu Hijo"
; "Por eso, Padre de bondad, celebramos ahora el memorial de nuestra
redención, [4] recordamos la muerte de Cristo..." ;"Por eso, Padre de
Bondad, celebramos ahora el memorial de nuestra [5] reconciliación..."
;"Así, pues, al hacer el memorial de Jesucristo... y celebrar su muerte y[6]
resurrección..." ;"Señor, Dios nuestro, tu Hijo nos dejó esta prenda de su
amor. Al celebrar, pues el memorial de [7] su muerte y resurrección..." .
6. Distintos tipos de memorial
Hay tres tipos de memoriales:
a. El memorial mundano. Al estilo del Lincoln Memorial, el Jefferson
Memorial, en Washington; o el Queen Victoria Memorial en Londres; o el
memorial al holocausto a la Shoah levantado en Uruguay, son monumentos que
nos recuerdan hechos pasados. Si se lo compara con el memorial del Nuevo
Testamento no son dos especies del mismo género, sino son dos géneros
distintos.
b. En el Antiguo Testamento. De manera parecida, así entendían el memorial
en el Antiguo Testamento (así lo entendieron los protestantes) como un mero
recuerdo, pero en este caso, que de alguna manera actualiza el hecho pasado
al ser como signo de la continua ayuda de Dios en el presente y promesa de
futuras ayudas. Con más precisión, el memorial del Antiguo Testamento se
relaciona con el memorial del Nuevo como lo imperfecto con lo perfecto.
Al memorial en el Antiguo Testamento se lo llamaba "zikkaron", palabra que
los Orientales la tradujeron al griego con el término "anámnesis" (ana=de
nuevo y mnesis =recuerdo). Ellos hacían memoria de las intervenciones
milagrosas de Dios en el pasado, reviviéndolas de alguna manera, como ser:
- la salida de Egipto, con la comida ritual del Cordero Pascual (fiesta
Pascual);
- la permanencia en el desierto, dejando la casa para vivir siete días en
tiendas de campaña (fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas);
- la entrada en la Tierra Prometida, llena de frutos, ofreciendo a Dios las
primicias de los mismos (fiesta de las Semanas o de las Cosechas, que era
cincuenta días después de Pascua).
c. El Memorial en el Nuevo Testamento.
La otra concepción de Memorial es la del Nuevo Testamento.
La Misa, en el momento de la Consagración, es un Memorial, pero con un
elemento que lo caracteriza esencialmente. No es un mero recuerdo, sino que
es un recuerdo eficaz, que produce lo que recuerda.
Aquí el Sacrificio de la Cruz del Señor se perpetua hasta el fin de los
tiempos. Por eso enseña el Concilio de Trento: "que la memoria (del
sacrificio de la Cruz) se perpetuaría hasta el fin de los siglos"(enseñanza
que repite el Catecismo de la Iglesia Católica[81), en la Santa Misa.
Es lo mandado por el Señor: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19; 1Cor 11,24)
¿Qué es "hacer esto"? Es convertir el pan en su Cuerpo entregado y el vino
en su Sangre derramada; es hacer presente la transustanciación de la Cena y
el Sacrificio de la Cruz. El sacerdote obrando in persona Christi hace lo
que Cristo mandó y para lo que le dio el poder sacerdotal, por la imposición
de manos: eso es hacer el memorial...se lo celebra para cumplir el mandato
del Señor: Haced esto en memoria mía (Cuando se hace públicamente el
memorial, se lo llama conmemoración).
Ahora bien, aunque toda la Misa es memorial, especialmente lo es la Plegaria
eucarística o anáfora, y, sobre todo, es memorial en el sentido eficaz del
Nuevo Testamento, la consagración en la que el sacerdote obra "in persona
Christi".
2. El memorial de la consagración
Qué es lo que se hace en la consagración? En la consagración, al
transustanciar separadamente el pan y el vino, se hacen dos cosas:
a. La inmolación, o sea, el acto del sacrificio eucarístico; y,
b. la oblación, es decir, el ofrecimiento del sacrificio;
Luego de la consagración se hace la aclamación memorial: "Anunciamos tu
muerte", donde decimos con palabras lo que de hecho ocurrió en la doble
consagración de la Sangre separada del Cuerpo. Este anuncio realizado con el
hecho de la doble consagración, luego es expresado con las palabras de la
aclamación memorial.
Por extensión, de lo ocurrido en la consagración, se llama memorial a la
oración que sigue a la consagración, y que explicita, aún más, lo hecho.
Es decir, que son dos los momentos del Memorial: la inmolación y la
oblación. Por eso dice el sacerdote: "Al celebrar ahora el memorial", e
inmediatamente, "te ofrecemos...", esto último, además del sacerdote
ministerial, lo hacen los bautizados por medio del sacerdote y junto con él.
[9]
3. La inmolación
Distingue muy bien Santo Tomás entre sacrificios, oblaciones y lo que no es
ni lo uno ni lo otro.
1º. Respecto a los sacrificios: "... se ha de decir que propiamente se dicen
sacrificios cuando sobre las cosas ofrecidas a Dios se hace algo, como
cuando se mataban los animales, como cuando el pan se parte, y se come, y se
bendice. Y esto lo dice el mismo nombre, puesto que sacrificio se dice
cuando el hombre "hace algo sagrado".
2º Respecto a las oblaciones: "Pero se dice directamente oblación cuando se
ofrece algo a Dios, aún cuando nada se hace sobre la cosa: como cuando se
dice ofrecer dinero o panes en el altar, sobre los que no se hace nada, por
donde todo sacrificio es oblación, pero no al revés. (En el Comentario a los
Salmos enseña lo mismo: "Todo sacrificio es oblación, pero no toda oblación
es sacrificio"[10]). Las primicias son oblaciones porque eran ofrecidas a
Dios como se lee en Deut 26, pero no eran sacrificios porque nada sagrado se
hacía sobre ellas".
3º Sobre lo que no es ni lo uno ni lo otro: "Y los diezmos, propiamente
hablando, no son sacrificios ni [11] oblaciones, porque no se ofrece
directamente a Dios sino a los ministros del culto".
Eso más que debe hacerse a la simple oblación para que llegue a ser
sacrificio es la inmolación entendida en sentido amplio -como indican los
ejemplos que pone Santo Tomás: -occisión para los animales; -consumisión
para los alimentos; -efusión para los líquidos; -división y fracción para
los sólidos, etc. Y la inmolación ha de realizarse de modo diverso, según
que la víctima esté "en especie propia" -como en los ejemplos dichos-, o "en
especie ajena", como en el Cuerpo y Sangre de Cristo en la Misa.
Respecto al sacrificio incruento de la Misa, la Revelación pública y oficial
de Dios, declara que hay inmolación: "Este es el cáliz de mi sangre que es
derramada por vosotros" (cf. Lc 22,20; Mt 26,28; Mc 14,24). "Ekchynnómenon",
dice el texto griego, es decir, "derramada".
O sea, que la sangre de Cristo, aunque contenida en el cáliz eucarístico,
del cual no se derrama... ¡Es derramada! ¿Cómo puede ser? ¡Es derramada
porque es misteriosamente separada del cuerpo!f-12].
Por eso, fundamentándose en la Revelación, el Concilio de Trento afirmó
solemnemente: "En este divino sacrificio se contiene e incruentamente se
inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente
en el altar de la Cruz"[13]. E "...instituyó una Pascua nueva, que era él
mismo, que habría de ser [14] inmolado por la Iglesia por ministerio de los
sacerdotes bajo signos visibles...".[15]
Enseñaba Tertuliano, Cristo: "es inmolado de nuevo". Y San Agustín: "...se
inmoló una sola vez en sí mismo... sin embargo, en el sacramento se inmola
todos los días"[16]. San Pedro Crisólogo: "Este es el cordero que todos los
días y perennemente es inmolado para ser nuestro [17] banquete".
En la Plegaria Eucarística III: "...por cuya inmolación...".
Al estar, por razón de las palabras, bajo la especie de pan, sólo el Cuerpo,
y bajo la especie de vino, sola la Sangre, se sigue que en la Eucaristía
está vigente una misteriosa separación de la Sangre del Cuerpo, o sea, en
cada Misa hay una inmolación mística presente: ¡Por eso la Misa es
"verdadero y propio sacrificio", como enseña el Concilio de Trento[18]!
Además, la inmolación mística presente es memorial de la inmolación cruenta
pasada del Calvario: ¡Y así es la Misa sacrificio relativo al único
sacrificio absoluto de la Cruz!
Por tanto, en cada Misa: "incruentamente se inmola..."f-19] el mismo
Jesucristo.
En la Santa Misa ocurre la misma inmolación realizada en la cruz, aunque en
especie ajena. Jesucristo con su Sangre derramada y su Cuerpo entregado, o
sea, Jesucristo en estado de víctima, se hace presente bajo las especies
sacramentales. La inmolación ocurre en el momento de la transustanciación,
que sólo la realiza Cristo por medio de su sacerdote ministerial. En este
sentido enseña Pío XII: "Aquella inmolación incruenta con la cual, por medio
de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en
estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto
representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la [20] representación
de todos los fieles".
Como ya hemos dicho: Jesucristo instituyó de tal manera la Eucaristía, que
en el momento de la doble consagración, es decir, de la transustanciación
del pan y, separadamente, de la transustanciación del vino, por la fuerza de
las palabras de la consagración, se pone directamente su Cuerpo bajo la
especie de pan y su Sangre bajo la especie de vino. Esta separación
sacramental de la Sangre de Cristo respecto de su Cuerpo es como su muerte o
inmolación mística o incruenta, que como por imagen real representa,
objetivamente, la muerte de Cristo en la cruz.
Entonces debemos considerar que Cristo al inmolarse ofrece"al Eterno Padre
los deseos y sentimientos [21] religiosos en nombre de todo el género
humano" y se ofrece como Víctima a nuestro favor: "Al ofrecer a Sí [22]
mismo en vez del hombre sujeto a culpa" . La enseñanza del Apóstol: Tened
entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (Flp 2,5)exige a los
verdaderos discípulos de Cristo, que quieren participar de la mejor manera
en el santo Sacrificio de la Misa, tres cosas:
a. Exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre
es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino Redentor cuando se ofrecía
en Sacrificio: "Es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma [231
Majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de
gracias".
b. Exige que, de alguna manera, "adopten la condición de víctima,
abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose
voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada[241
uno sus propios pecados"
.
c. Exige que nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz juntamente con
Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo:Estoy crucificado con
Cristo (Ga 2,19). Hasta poder llegar a ser: "Víctima viva para [251 alabanza
de tu gloria".
En este sentido, participar de la Misa es subir todas las veces un poco más
al Calvario, es aprender a victimizarnos con la divina Víctima, es
crucificarnos un poco más con el Crucificado, es descubrir la importancia
insubstituible de morir a nosotros mismos como el grano de trigo, es
inmolarnos a nosotros mismos como víctimas. Inmolación de nosotros mismos
que no se reduce sólo al Sacrificio litúrgico, sino que, como quieren los
Príncipes de los Apóstoles, debe ser en todo tiempo: También vosotros, cual
piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un
sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por
mediación de Jesucristo (1Pe 2,5) y Os exhorto, pues, hermanos, por la
misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva,
santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual (Ro 12,1).
Cuando se participa de la Misa con gran piedad y atención: "No podrá menos
de suceder sino que la fe de cada uno actúe más vivamente por medio de la
caridad, que la piedad dé fortaleza y arda, que todos y cada uno se
consagren a procurar la divina gloria, y que, ardientemente deseosos de
asemejarse a Jesucristo que sufrió [26 tan acerbos dolores, se ofrezcan como
hostia espiritual con su Sumo Sacerdote y por su medio".
En el caso de las almas consagradas esta muerte debe ser más total, más
perfecta, más delicada, más sustancial, más íntegra: "Debemos morir
totalmente al propio yo. Hay tres momentos en la perfecta abnegación de sí
mismo: la mortificación cristiana, el espíritu de sacrificio, y la muerte
total al propio yo. A este tercer momento es muy difícil remontarse. Se
logra mediante un trabajo permanente. Se trata de morir para vivir: Estáis
muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3,3). La vida
de Cristo fue una muerte continua, cuyo último acto y consumación fue la
Cruz.
Por diversos grados de muerte se establece en nosotros la vida mística de
Cristo:
- muerte a los pecados, incluso a los más ligeros y a las menores
imperfecciones;
- muerte al mundo y a todas las cosas exteriores;
- muerte a los sentidos y al cuidado inmoderado del propio cuerpo; -muerte
al carácter y a los defectos naturales: no hablar u obrar según propio
humor, o capricho, mantenerse siempre en paz y en posesión de sí mismo;
- muerte a la voluntad propia y al propio espíritu: someter la voluntad a la
razón, no dejarse llevar por el capricho o las fantasías, no obstinarse en
el propio juicio, saber escuchar, estar siempre alegres con lo que Dios nos
da;
- muerte a la estima y amor de nosotros mismos: al amor propio; -muerte a
las consolaciones espirituales, que un día Dios retira completamente, y al
alma todo le molesta, todo le fastidia, todo le fatiga, la naturaleza grita,
se queja, se enfurece;
- muerte a los apoyos y seguridades con relación al estado de nuestra alma:
experimentar el abandono de Dios; -muerte a toda propiedad en lo que
concierne a la santidad: entera desnudez. Ya no se ven los dones, ni las
virtudes, sólo los[27 pecados, la propia nada" .
En la inmolación de Cristo en la Misa, adquieren su significado más profundo
los votos religiosos que hacen [28] que el religioso sea un verdadero
holocausto, es decir, un sacrificio que se consume totalmente sin reservarse
nada para sí. [29]
También hay que decir que la Misa es un "sacrificio vivo" ,o sea:
- no como los sacrificios del Antiguo Testamento que no daban la gracia;
- no como los sacrificios que terminan con la occisión de la víctima;
- es un sacrificio vivo, porque la víctima es gloriosa;
- porque se mantiene la oblación del Sacerdote principal;
- porque la Víctima permanece viva después de la inmolación;
- porque engendra vida y vida en abundancia (Jn 10,10), al aplicársenos los
méritos del sacrificio de Cristo en la cruz
- porque clama en favor de la vida: al destruir los pecados y al promover el
bien;
- porque el Sacerdote es eterno;
- en fin, porque es sacrificio de Aquel que es la Vida(Jn 14,6).
De ahí que todo verdadero participante de la Misa es un invicto defensor de
la cultura de la vida. El sacrificio vivo impele, necesariamente, a defender
la vida, a proclamar la vida, a celebrar la vida.
4. La oblación [30]
Es un elemento esencial del sacrificio: "Todo sacrificio es oblación". Es el
ofrecimiento del sacrificio. De hecho se ofrece el sacrificio en el mismo
momento de la consagración, o sea, en el mismo rito de la inmolación. El
ofrecimiento a Dios de la Víctima se hace visible en el momento de poner el
pan consagrado y el cáliz sobre el altar: "Mas al poner el sacerdote sobre
el altar la divina víctima, la ofrece a Dios Padre como una oblación para
[31] gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de la Iglesia" . De
hecho, este acto, se lo conoce con muy distintos nombres: Ofrecer,
ofertorio, ofrecimiento, ofrenda, oblata, cosa ofrecida, oblación, etc. La
oblación es el acto del sacrificio por el que se ofrece la Víctima a Dios.
Tres son los oferentes del Sacrificio de la Misa, como veremos por extenso
más adelante.
5. Los bautizados ofrecen la Víctima
Los fieles por el Bautismo se configuran con Cristo sacerdote y por el
carácter bautismal son consagrados al culto divino, participando de esa
forma, a su manera, del sacerdocio de Cristo. Los bautizados ofrecen el
Sacrificio por muchas razones, algunas más bien remotas:
a. Al asistir a los sagrados ritos alternan sus oraciones con las del
sacerdote;
b. Al ofrecer a los ministros del altar el pan y el vino;
c. Al hacer con sus limosnas que el sacerdote ofrezca por ellos el
Sacrificio.
Pero la razón más íntima es que ofrecen la Víctima. Este es el punto más
importante de la participación de los fieles en el Sacrificio de la Misa.
6. En todas las Misas
Un laico, una religiosa, un sacerdote... que tuviese conciencia de que
ofrece la Víctima de toda Misa vería eucaristizada toda su vida. ¡Nunca
estaría solo! ¡Jamás se sentiría estéril! ¡Sería el mayor obrador de la paz!
¡Su vida tendría una plenitud inaudita! ¡Sería peregrino de todas las
Iglesias, de todos los altares y de todos los sagrarios!
Es de destacar que esta participación en todas las Eucaristías válidas que
se celebran incluye a todos los ritos (copto, armenio, maronita,
ucranio...), pero aún de las Misas válidas que celebran los ortodoxos
(griegos, rusos, coptos, armenios...).
Ésta es la grandeza del sacerdocio católico: Hace el Memorial sacramental
que realiza eficazmente lo que recuerda, o dicho de otra manera, hace el
Memorial que causa lo que recuerda, de modo eficaz.
Por eso en verdad la Eucaristía es un monumento del sacrificio de Cristo en
la Cruz, pero un¡monumento vivo!, pleno, objetivo no-subjetivo, memorial
litúrgico y sacramental, verdadera inmolación sacramental, que actualiza
perennemente la gran obra de la Redención de los hombres.
(BUELA, C., Nuestra Misa, EDIVE, San Rafael (Mendoza, Argentina), 2010,
Párrafo 2º. Memorial p. 127 - 139)
[1] Plegaria Eucarística I, 107.
[2] Plegaria Eucarística II, 120.
[3] Plegaria Eucarística III, 127.
[4] Plegaria Eucarística IV, 137.
[5] Plegaria Eucarística V, pág. 1039.
[6] Plegaria Eucarística de la reconciliación I,
pág. 1063.
[7] Plegaria Eucarística de la Reconciliación II,
pág. 1069.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1366.
[9] Se han dado tres respuestas a la pregunta por
la esencia del sacrificio. El rito esencial del sacrificio consiste:
1. -en la comunión;
2. -en la oblación; y
3. -en la inmolación.
Estas son, también, las respuestas sobre la
esencia del sacrificio de la Misa.
1. Algunos la hacen consistir en la comunión como Francisco S. Bellord,
Anselmo Stolz…
2. Otros, la hacen consistir en la oblación como
G. Schmidt, Berulle, Mauricio De la Taille, Mario Lepin, Graneris…
3. La mayoría de los teólogos están en la línea
del sacrificio-inmolación -que implica la oblación y que tiene a la comunión
como parte integrante- distintas variantes: Casel, Lugo, Franzelin,
Buathier, Capello, Lamiroy, San Roberto Belarmino, San Alfonso de Ligorio,
Suarez, Scheeben, Brinktrine, Mercier, Nicolussi, Hugon, Vázquez, Goetzmann,
Lebreton, Lesétre, Coghlan…
Dentro de esta última línea, la doctrina de la
inmolación místico sacramental es la que recibe más adhesiones: Billot,
Labauche, Grimal, Van Michel, Tanquerey, Lercher, Hervé... Alastruey,
AnsgarioVonier, Héris, De Faulconnier, Augier, Diekamp, Poschmann, Hoffmann,
Masure, Filograssi,
Roschini, Garrigou-Lagrange, Cordovani, A.
Piolanti, G. Sartori, Ludwig Ott, etc. (Cfr. A. PIOLANTI, El Sacrificio de
la Misa…, o.c., pp. 33-72).
[10] In Psalm. 39, n. 4.
[11] S. Th.,II-II, 85, 3, 3.
[12] ANTONIO PIOLANTI, El sacrificio de la Misa…,
o.c., p. 30.
[13] DH 1743.[14] DH 1741.
[15] De pudicia9; Pl 2, 1050.
[16] Epis. 98, 9; Pl 33, 363.
[17]Sermón5, 6: "Hic est vitulus, qui in epulum
nostrum cotidie ac iugiter inmolatur...".
[18] DH 1751;Cfr. Catecismo de la
IglesiaCatólica, n. 1366; JuAN PABLO II, Eclessia de Eucaristia, n. 13.
[19] DH 1743.
[20] PíO XII, Carta Encíclica "Mediator Dei", n.
59. Colección de Encíclicas Pontificias, Editorial Guadalupe (Buenos Aires
1967) 1730.
[21] Ibidem, n. 52. [22] Ibidem. [23] Ibidem.
[24] Ibidem.
[25] Plegaria Eucarística IV, 137.
[26] PíO XII, Carta Encíclica "Mediator Dei", n.
62, ed. cit., 1731.
[27] Constituciones del Instituto "Servidoras del
Señor y de la Virgen de Matará", 213.
[28] cfr. SANTO TOMáS DE AquINO,S.TH., II-II,
186, 1.
[29] Plegaria eucarística III, 127.
[30] SANTO TOMáS DE AquINO, S. Th., II-II, 85, 3,
ad 3.
[31] PíO XII, PíO XII, Carta Encíclica "Mediator
Dei", n. 59, ed. cit., 1730.
[32] Gn 2, 8
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Santos Padres: San Agustín I - El sacramento de la Eucaristía.
Tengo bien presente mi promesa. Os había prometido a los que habéis sido
bautizados explicaros en la homilía el sacramento del Señor, que ahora ya
veis y del que participasteis en la noche pasada. Debéis conocer lo que
habéis recibido, lo que vais a recibir y lo que debéis recibir a diario.
Este pan que vosotros veis sobre el altar, santificado por la palabra de
Dios, es el cuerpo de Cristo. Este cáliz, mejor, lo que contiene el cáliz,
santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo. Por medio de
estas cosas quiso el Señor dejarnos su cuerpo y sangre, que derramó para la
remisión de nuestros pecados. Si lo habéis recibido dignamente, vosotros
sois eso mismo que habéis recibido. Dice, en efecto, el Apóstol: Nosotros
somos muchos, pero un solo pan, un solo cuerpo. He aquí cómo expuso el
sacramento de la mesa del Señor: Nosotros somos muchos, pero un solo pan, un
solo cuerpo. En este pan se os indica cómo debéis amar la unidad. ¿Acaso
este pan se ha hecho de un solo grano? ¿No eran, acaso, muchos los granos de
trigo? Pero antes de convertirse en pan estaban separados; se unieron
mediante el agua después de haber sido triturados.
Si no es molido el trigo y amasado con agua, nunca podrá convertirse en esto
que llamamos pan. Lo mismo os ha pasado a vosotros: mediante la humillación
del ayuno y el rito del exorcismo habéis sido como molidos. Llegó el
bautismo, y habéis sido como amasados con el agua para convertiros en pan.
Pero todavía falta el fuego, sin el cual no hay pan, ¿Qué significa el
fuego, es decir, la unción con aceite? Puesto que el aceite alimenta el
fuego, es el símbolo del Espíritu Santo. Poned atención a lo que se lee en
los Hechos de los Apóstoles; ahora comienza a leerse este libro; hoy
comienza el libro denominado Hechos de los Apóstoles. Quien quiera progresar
tiene cómo hacerlo. Cuando os reunís en la Iglesia, evitad las habladurías
necias y prestad atención a la Escritura. Nosotros somos vuestros libros.
Estad atentos, pues, y pensad que en Pentecostés ha de venir el Espíritu
Santo. Y ved cómo vendrá: mostrándose en lenguas de fuego. Él nos inspira la
caridad, que nos hará arder para Dios y despreciar el mundo, quemará nuestro
heno y purificará nuestro corazón como si fuera oro. Después del agua llega
el Espíritu Santo, que es el fuego, y os convertís en el pan, que es el
cuerpo de Cristo. Y así se simboliza, en cierto modo, la unidad.
He aquí el orden propio de los misterios. En primer lugar, después de la
oración, se os exhorta a tener el corazón levantado. Es lo que conviene a
los miembros de Cristo. Pues, si os habéis convertido en miembros de Cristo,
¿dónde está vuestra cabeza? Los miembros tienen una cabeza. Si la cabeza no
hubiese ido delante, los miembros no le seguirían. ¿Adónde fue nuestra
cabeza? ¿Qué habéis proclamado al recitar el símbolo? Al tercer día resucitó
de entre los muertos, subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre.
Así, pues, nuestra cabeza está en el cielo. Por eso, cuando se os dice:
Levantemos el corazón, respondéis: Lo tenemos levantado hacia el Señor. Y
para que este tener el corazón levantado hacia el Señor no lo atribuyáis a
vuestras fuerzas, a vuestros méritos, a vuestros sudores, siendo un don de
Dios, después que el pueblo ha respondido: Tenemos nuestro corazónlevantado
hacia el Señor, el sacerdote u obispo que hace de oferente continúa: Demos
gracias al Señor nuestro Dios, por el corazón que tenemos en alto. Démosle
gracias, porque, si él no nos lo hubiese concedido, lo tendríamos en la
tierra. Y vosotros lo atestáis respondiendo: "Es digno y justo que demos
gracias a quien ha hecho que tengamos el corazón levantado hacia nuestra
cabeza."
Luego, después de la santificación del sacrificio de Dios, puesto que él ha
querido que nosotros mismos seamos su sacrificio, como lo demostró al
establecer aquel primer sacrificio de Dios, y nosotros... -es decir, el
signo de la realidad- lo que somos, he aquí que, cuando se ha terminado la
santificación,decimos la oración del Señor, que habéis aprendido y recitado
de memoria. A continuación de ella se dice: La paz esté con vosotros, y los
cristianos se intercambian el ósculo santo, que es la señal de la paz. Tenga
lugar en la conciencia lo que indican los labios; es decir, como tus labios
se acercan a los de tu hermano, de idéntica manera tu corazón no debe
alejarse del suyo.
Grandes son estos misterios; grandes en verdad. ¿Queréis saber cómo se nos
confían? Dice el Apóstol: Quien come el cuerpo de Cristo o bebe la sangre de
Cristo indignamente, es reo del cuerpo y de la sangre del Señor. ¿En qué
consiste recibirlo indignamente? En recibirlo con desprecio, en recibirlo en
plan de burla. No te parezca vil por el hecho de ser visible. Lo que ves
pasa, pero lo que manifiesta, que es invisible, no pasa, sino que permanece.
Ved que se le recibe, se le come, se consume. ¿Se consume, acaso, el cuerpo
de Cristo? ¿Se consume, acaso, la Iglesia o los miembros de Cristo? En
ningún modo. Aquí son purificados, allí son coronados. Por tanto,
permanecerá lo que se significa aunque se vea pasar lo que lo significa.
Recibidlo, pues, de manera que penséis en ello, mantengáis la unidad en el
corazón y tengáis siempre vuestro corazón fijo en lo alto. No esté vuestra
esperanza en la tierra, sino en el cielo; vuestra fe esté segura en Dios,
sea agradable a Dios, pues lo que aquí creéis aunque no veis, lo veréis allí
donde el gozo no tendrá fin.
(SAN AGUSTÍN, Sermones(4º) (t. XXIV), Sermón 227, BAC Madrid 1983, 285-88)
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Santos Padres: San Agustín II - Discurso sobre el pan de vida (Jn
6,56-57)
1. Según hemos oído al leérsenos el santo evangelio, nuestro Señor
Jesucristo nos exhortó a comer su carne y a beber su sangre, prometiéndonos
la vida eterna. De los que habéis escuchado estas palabras, no todos las
habéis entendido; pero los ya bautizados y fieles sabéis lo que dijo; en
cambio, los que entre vosotros se llaman catecúmenos u oyentes, lo oyen
leer; mas ¿acaso han podido entenderlo? A unos y otros se dirige hoy este
sermón. Los que ya comen la carne del Señor y beben su sangre, mediten lo
que comen y lo que beben, no vayan, según el Apóstol, a comer y beber su
propia condenación. Los que todavía no comulgan, apresúrense a venir a este
banquete, al que se hallan invitados. En estos días, los magistrados
reparten víveres; Cristo lo hace a diario; su mesa es aquella que se alza en
el centro de la iglesia.
¿Por qué razón, catecúmenos, no os llegáis al banquete de la mesa que tenéis
a la vista? Tal vez ahora mismo, mientras se leía el evangelio, decíais
dentro de vosotros: "¿Qué significan las palabras: Mi carne es verdadera
comida y mi sangre es verdadera bebida? ¿Cómo se come la carne y cómo se
bebe la sangre del Señor? ¿Entendemos nosotros lo que dice?" ¿Quién te cerró
la puerta para que lo ignores? Está velado; más, si quieres, te será
revelado. Haz la profesión y tendrás resuelta la cuestión. Los fieles ya
entienden lo que dijo el Señor; tú, en cambio, te llamas catecúmeno, te
llamas oyente, y eres sordo. Tienes abiertos los oídos del cuerpo, pues oyes
las palabras que se dijeron; pero aún tienes cerrados los oídos del corazón,
pues no entiendes lo que se ha dicho. No discuto; expongo llanamente la
verdad. La Pascua está ahí; inscríbete para el bautismo. Si la festividad no
te mueve a ello, muévate la curiosidad de saber lo que ha dicho: Quien come
mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Para saber lo mismo
que yo, qué significa eso, llama, y se te abrirá. Y como te digo: "Llama, y
se te abrirá", así llamo para que me abras; llamo a tu corazón haciendo
sonar mis palabras en tus oídos.
2. Si deben ser exhortados los catecúmenos, hermanos míos, a que no dilaten
venir a la gracia inmensa de la regeneración, ¿cuánta mayor solicitud no
desplegaremos en disponer a los fieles para que les aproveche aquello a que
se llegan, y así no coman ni beban estos manjares para su propia
condenación? Para no comer ni beber en daño irremediable suyo, vivan bien;
exhortadlos a ello, no de palabra, sino con vuestras costumbres, y así los
que aún no recibieron el bautismo se apresuren a seguiros; pero de modo que
no mueran al imitaros. Los casados guardad la fe conyugal a vuestras mujeres
y dadles lo que de ellas exigís. Exiges castidad a tu esposa; dale ejemplo,
no consejos. Tú eres el guía, mira a dónde vas; debes ir por donde ella
pueda seguirte sin peligro; aún más: debes andar por donde quieras ande tu
mujer. Le pides fortaleza al sexo menos fuerte; ambos tenéis la
concupiscencia de la carne; el más fuerte sea primero en vencerla.
Sin embargo, doloroso es decir que muchos varones son aventajados por las
mujeres. Guardan ellas castidad, y ellos no quieren guardarla; y en ese
mismo no guardarla cifran ellos su dignidad de hombres, cual si la fortaleza
del sexo consistiera en ser más fácilmente vencido por el enemigo. Es esto
una lucha, un combate, una contienda. El varón es más fuerte que la mujer;
el varón es la cabeza de la mujer; y la mujer lucha y vence, ¡y tú sucumbes
ante el adversario! Se mantiene firme el cuerpo, ¡y la cabeza rueda por los
suelos! Los que aún no tenéis mujer y, sin embargo, os acercáis a la mesa
del Señor y coméis la carne de Cristo y bebéis su sangre, si habéis de
casaros, reservaos para vuestras esposas. Tal como queréis vengan ellas a
vosotros deben encontraros ellas. ¿Qué joven no quiere tomar una mujer
casta?
Y si ha de aceptar a una doncella, ¿quién no la desea intacta? La buscas
intacta, sé tú intacto; la quieres pura, no seas tú impuro. No es ello
posible para ella e imposible para ti; y de ser imposible para ti, también
lo es para ella. Más ella puede ser pura; luego su ejemplo te dice que no es
imposible. Ella lo puede porque Dios la gobierna. Más glorioso fueras tú en
hacer como ella. ¿Por qué más glorioso? Porque a ella la guarda la
vigilancia de sus padres, el mismo rubor de su frágil sexo la refrena, y, en
fin, teme las leyes que tú no temes. Luego, sí tú lo hicieras, serías más
glorioso, porque, de hacerlo, es por temor de Dios. Ella tiene mucho que
temer fuera de Dios, tú a Dios solamente, si bien ese a quien temes tú es
mayor que todos. Y se ha de temer en público y en privado. ¿Sales? Te ve.
¿Entras? Te ve. ¿Alumbra la candela? Te ve. ¿Está apagada? Te ve; y te ve
cuando entras en tu cuarto y cuando estás a solas en tu corazón. Teme, teme
al que no te pierde de vista, y a lo menos sé casto por el temor; o bien, si
quieres pecar, halla donde no te vea y haz allí tu voluntad.
3. Los que habéis hecho voto de pureza, castigad más severamente el cuerpo y
no le dejéis la rienda suelta ni aun para lo permitido; en tal modo que os
abstengáis no sólo de la unión ilícita, sino también de las lícitas miradas.
Sea cualquiera vuestro sexo, acordaos los hombres y las mujeres de hacer
sobre la tierra vida de ángeles. Los ángeles no se casan ni toman mujer, y
tales seremos nosotros después de resucitados. ¡Cuánto mejores vosotros
empezando a ser antes de la muerte lo que serán los hombres después de la
resurrección! Sed fieles a vuestro estado, porque Dios guarda para vosotros
honores especiales. Se ha comparado la resurrección de los muertos a las
estrellas del cielo. Una estrella del cielo se distingue de otra en el
brillo, según el Apóstol; así también será la resurrección de los muertos.
No brillarán, pues, igual la virginidad, la castidad conyugal y la santa
viudez. Brillarán diversamente, pero todas estarán allí. Ni es idéntico el
esplendor, más el cielo será común.
4. Reflexionando, pues, sobre vuestra condición, guardando lo profesado,
llegaos a la carne del Señor, acercaos a la sangre del Señor. Quien tenga
conciencia de ser de otro modo, no se llegue. Compungíos más con mis
palabras. Congratúlanse los que saben guardar para su cónyuge lo que de su
cónyuge exigen; y los que saben guardar una total continencia, si así lo han
prometido a Dios; más quienes me oyen decir: "El que no guarde la castidad,
no se llegue a este pan", se entristecen. Yo no querría decir esto; pero
¿qué hago? ¿He de silenciar la verdad por temor al hombre? Si esos siervos
no temen al Señor, ¿voy a no temerle yo tampoco, cual si no supiera se ha
dicho: Siervo inútil y perezoso, tenías obligación de dar, para recibir yo
lo mío con sus réditos? Ya lo he dado,Señor y Dios mío; ya he dado tu dinero
en tu presencia, y en presencia de tus ángeles y de todo el pueblo, porque
temo tu juicio. Helo dado; exige tú. Aunque yo no lo diga, tú lo has de
hacer. Yo mejor te digo: "Señor, lo he dado"; convierte tú, perdona tú...
Haz castos a los que fueron impúdicos, para que juntos podamos alegrarnos
delante de ti cuando vengas a juzgar al que dio y a los que lo recibieron.
¿Os agrada esto? Agrádeos de veras. Todos los impúdicos enmendaos ahora que
vivís. Yo puedo hablaros la palabra de Dios, más a los impúdicos que
perseveren en su maldad, no podré librarlos del juicio y de la condenación
de Dios.
(SAN AGUSTÍN, Sermones(3º) (t. XXIII), Sermón 132, 1-4, BAC Madrid 1983,
167-72)
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Aplicación: Benedicto XVI El misterio se manifiesta en la
celebración
Queridos hermanos y hermanas:
Después del tiempo fuerte del año litúrgico, que, centrándose en la Pascua
se prolonga durante tres meses - primero los cuarenta días de la Cuaresma y
luego los cincuenta días del Tiempo pascual-, la liturgia nos hace celebrar
tres fiestas que tienen un carácter "sintético": la Santísima Trinidad, el
Corpus Christi y, por último, el Sagrado Corazón de Jesús.
¿Cuál es el significado específico de la solemnidad de hoy, del Cuerpo y la
Sangre de Cristo? Nos lo manifiesta la celebración misma que estamos
realizando, con el desarrollo de sus gestos fundamentales: ante todo, nos
hemos reunido alrededor del altar del Señor para estar juntos en su
presencia; luego, tendrá lugar la procesión, es decir, caminar con el Señor;
y, por último, arrodillarse ante el Señor, la adoración, que comienza ya en
la misa y acompaña toda la procesión, pero que culmina en el momento final
de la bendición eucarística, cuando todos nos postremos ante Aquel que se
inclinó hasta nosotros y dio la vida por nosotros. Reflexionemos brevemente
sobre estas tres actitudes para que sean realmente expresión de nuestra fe y
de nuestra vida.
Así pues, el primer acto es el de reunirse en la presencia del Señor. Es lo
que antiguamente se llamaba "statio". Imaginemos por un momento que en toda
Roma sólo existiera este altar, y que se invitara a todos los cristianos de
la ciudad a reunirse aquí para celebrar al Salvador, muerto y resucitado.
Esto nos permite hacernos una idea de los orígenes de la celebración
eucarística, en Roma y en otras muchas ciudades a las que llegaba el mensaje
evangélico: en cada Iglesia particular había un solo obispo y en torno a él,
en torno a la Eucaristía celebrada por él, se constituía la comunidad,
única, pues era uno solo el Cáliz bendecido y era uno solo el Pan partido,
como hemos escuchado en las palabras del apóstol san Pablo en la segunda
lectura (cf. 1 Co 10, 16-17).
Viene a la mente otra famosa expresión de san Pablo: "Ya no hay judío ni
griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). "Todos vosotros sois uno". En estas
palabras se percibe la verdad y la fuerza de la revolución cristiana, la
revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta
precisamente alrededor de la Eucaristía: aquí se reúnen, en la presencia del
Señor, personas de edad, sexo, condición social e ideas políticas
diferentes.
La Eucaristía no puede ser nunca un hecho privado, reservado a personas
escogidas según afinidades o amistad. La Eucaristía es un culto público, que
no tiene nada de esotérico, de exclusivo. Nosotros, esta tarde, no hemos
elegido con quién queríamos reunirnos; hemos venido y nos encontramos unos
junto a otros, unidos por la fe y llamados a convertirnos en un único
cuerpo, compartiendo el único Pan que es Cristo. Estamos unidos más allá de
nuestras diferencias de nacionalidad, de profesión, de clase social, de
ideas políticas: nos abrimos los unos a los otros para convertirnos en una
sola cosa a partir de él. Esta ha sido, desde los inicios, la característica
del cristianismo, realizada visiblemente alrededor de la Eucaristía, y es
necesario velar siempre para que las tentaciones del particularismo, aunque
sea de buena fe, no vayan de hecho en sentido opuesto. Por tanto, el Corpus
Christi ante todo nos recuerda que ser cristianos quiere decir reunirse
desde todas las partes para estar en la presencia del único Señor y ser uno
en él y con él.
El segundo aspecto constitutivo es caminar con el Señor. Es la realidad
manifestada por la procesión, que viviremos juntos después de la santa misa,
como su prolongación natural, avanzando tras Aquel que es el Camino. Con el
don de sí mismo en la Eucaristía, el Señor Jesús nos libra de nuestras
"parálisis", nos levanta y nos hace "procedere", es decir, nos hace dar un
paso adelante, y luego otro, y de este modo nos pone en camino, con la
fuerza de este Pan de la vida. Como le sucedió al profeta Elías, que se
había refugiado en el desierto por miedo a sus enemigos, y había decidido
dejarse morir (cf. 1 R 19, 1-4). Pero Dios lo despertó y le puso a su lado
una torta recién cocida: "Levántate y come -le dijo-, porque el camino es
demasiado largo para ti" (1 R 19, 5. 7).
La procesión del Corpus Christi nos enseña que la Eucaristía nos quiere
librar de todo abatimiento y desconsuelo, quiere volver a levantarnos para
que podamos reanudar el camino con la fuerza que Dios nos da mediante
Jesucristo. Es la experiencia del pueblo de Israel en el éxodo de Egipto, la
larga peregrinación a través del desierto, de la que nos ha hablado la
primera lectura. Una experiencia que para Israel es constitutiva, pero que
resulta ejemplar para toda la humanidad.
De hecho, la expresión "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre
vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3) es una afirmación
universal, que se refiere a todo hombre en cuanto hombre. Cada uno puede
hallar su propio camino, si se encuentra con Aquel que es Palabra y Pan de
vida, y se deja guiar por su amigable presencia. Sin el Dios-con-nosotros,
el Dios cercano, ¿cómo podemos afrontar la peregrinación de la existencia,
ya sea individualmente ya sea como sociedad y familia de los pueblos?
La Eucaristía es el sacramento del Dios que no nos deja solos en el camino,
sino que nos acompaña y nos indica la dirección. En efecto, no basta
avanzar; es necesario ver hacia dónde vamos. No basta el "progreso", si no
hay criterios de referencia. Más aún, si nos salimos del camino, corremos el
riesgo de caer en un precipicio, o de alejarnos más rápidamente de la meta.
Dios nos ha creado libres, pero no nos ha dejado solos: se ha hecho él mismo
"camino" y ha venido a caminar juntamente con nosotros a fin de que nuestra
libertad tenga el criterio para discernir la senda correcta y recorrerla.
Al llegar a este punto, no se puede menos de pensar en el inicio del
"Decálogo", los diez mandamientos, donde está escrito: "Yo, el Señor, soy tu
Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No
habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20, 2-3). Aquí encontramos el
tercer elemento constitutivo del Corpus Christi: arrodillarse en adoración
ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por
amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y
hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se
inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno,
por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante
el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el
único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de
entregar a su Hijo único (cf. Jn 3, 16).
Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como
buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado
ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo
quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente
Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a
la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más
breve. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión
eucarística; en ella el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de
verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos
postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos
transforma.
Por eso, reunirnos, caminar, adorar, nos llena de alegría. Haciendo nuestra
la actitud de adoración de María, a la que recordamos de modo especial en
este mes de mayo, oramos por nosotros y por todos; oramos por todas las
personas que viven en esta ciudad, para que te conozcan a ti, Padre, y al
que enviaste, Jesucristo, a fin de tener así la vida en abundancia. Amén.
(Homilía del Papa Benedicto XVI en el atrio de la Basílica de San Juan de
Letrán el jueves 22 de mayo de 2008)
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Aplicación: San Alberto Hurtado - La Eucaristía
Cuál es, hermano, la aspiración suprema del hombre, no digo de cual o tal
persona determinada, sino del género humano como tal? La posesión del bien;
de todos los bienes; del Sumo Bien. El hombre desde sus comienzos ha
aspirado a ser Dios. Esta búsqueda de la divinidad ha movido sus actividades
como la luna las mareas. Si alguna filosofía no tiene esta preocupación
religiosa, como el existencialismo sartriano y antes el epicureísmo y el
estoicismo, su visión de la vida será necesariamente triste y vacía. Esta
ansia de divinidad en el hombre no nace de una pura especulación
intelectual, sino que es un recuerdo inconsciente de la historia de la
humanidad. Dios hizo divino al hombre. Esta vida divina estaba en él como en
germen, como en una semilla que debía florecer. El primer hombre era feliz:
tenía paz, paz consigo mismo, paz con la naturaleza. Una tentación podía
asaltarlo, y de hecho lo asaltó y lo venció: quiso ser Dios, no por gracia
de lo alto, sino por sus propias fuerzas. Quiso independizarse de la
voluntad divina. Ser autónomo como Dios. El hombre se retiró de Dios para
ser Dios por sus propios medios, y la vida divina que se escondía en él
desapareció de su alma, y el hombre se encontró hombre y nada más que
hombre.
Durante muchos siglos la humanidad ha tratado de reconquistar la divinidad
perdida. Lo ha intentado por la violencia pretendiendo dominar al mundo y
reducirlo a la esclavitud. Mujeres, jóvenes y niños han sido sus víctimas,
pero al fin no podía menos de decir: ¡mañana moriremos ! Otros pretendieron
divinizarse por la sabiduría: estudiaron y discutieron, y al fin
desesperados, llegaron a dudar de la existencia de todo saber: tal es el
escepticismo antiguo, el pragmatismo y el relativismo de nuestros días.
Almas más nobles comprendieron que si el hombre no podía solo llegar hasta
Dios; quizá Dios querría bajar hasta él. Para conseguirlo, le ofrecieron sus
mejores dones para recordar a Dios que comprendían sus debilidades, sus
faltas, sus pecados. Segregaron hombres que sirvieran de intermediarios
entre ellos y Dios: los llamaron sacerdotes. Su misión era el sacrificio.
Esta tentativa tampoco tuvo resultado, pues el sacerdote era un hombre como
los demás y no podía unirlos con Dios. El altar del sacrificio no era Dios,
sino un puro símbolo. La víctima ofrecida jamás fue precio digno para
redimir al hombre de la ofensa hecha al propio Dios. Las religiones todas,
antes de la venida de Jesús, fueron una hermosa aspiración de unir al hombre
con Dios, pero nada más. Esa unión no se lograba. La raza humana necesitaba
un Salvador y los hombres cumbres de los antiguos pueblos griegos y romanos,
vislumbraban esa verdad que había sido confiada al pueblo hebreo y que sus
profetas recordaban con insistencia.
Ese Salvador, Dios en su misericordia, nos lo concedió. La segunda persona
de la Santísima Trinidad se encarnó y la benignidad de Dios apareció en
carne humana. En Jesús tenemos un hombre de nuestra raza que es a la vez
Dios; tenemos un altar en que ofrecer un sacrificio: el Cuerpo de Cristo
unido a la divinidad. Tenemos una víctima de valor divino y que los hombres
pueden ofrecer por sí mismos, porque es uno de ellos. El sacrificio de
Cristo, Jefe de la humanidad, salvará la humanidad. La suprema aspiración
del hombre, ser Dios, podrá realizarse. Unidos nosotros a Él participaremos
de la vida divina, oculta en esta tierra, sin velos en la gloria, herencia
de los hijos, de los hermanos de Jesús, el Primogénito del Padre.
El supremo sacrificio de Cristo fue su inmolación en la cruz, el Viernes
Santo, por la humanidad. Su Sangre redentora nos libró del pecado y nos
abrió las puertas del Cielo. Pero la noche antes de su pasión, Jesús quiso
anticipar místicamente su inmolación. En el momento solemne de la cena
pascual tomó el pan y lo bendijo dando gracias a su Padre Dios. En seguida
tomó el vino y lo cambió en su propia sangre, sangre que iba a ser derramada
por los pecados del mundo. Y en virtud de sus palabras, Jesús que
consagraba, estaba a la vez presente en ese pan y en ese vino que nosotros
en adelante podríamos ofrecer al Padre de los cielos como el verdadero
sacrificio de la humanidad. Por eso nos dice solemnemente: "Haced esto en
memoria mía" (Lc 22,19).
La Iglesia desde entonces ha estimado que la Eucaristía tiene la gracia de
las gracias: Dios presente en nuestros altares para ser ofrecido por
nosotros, para ser recibido en nuestras almas y unirnos a Él. La suprema
aspiración del hombre, ser Dios, está por fin realizada. Dios en la persona
de su Hijo hecho hombre nos asimila, nos transforma en Él, nos permite
participar de su vida. Esta vida la recibimos en semilla, no en flor, la
flor vendrá el día de nuestra resurrección, participación de la resurrección
de Cristo.
Con el sacrificio de Cristo nace una nueva raza, raza que será Cristo en la
tierra hasta el fin del mundo. Los hombres que reciben a Cristo se
transforman en Él. "Vivo yo, ya no yo, Cristo vive en mí", decía San Pablo
(Gál 2,20), y vive en mi hermano que comulga junto a mí, y vive en todos los
que participamos de Él. Formamos todos un solo Cristo. Vivimos su vida,
realizamos su misión divina. Somos una nueva humanidad, la humanidad en
Cristo. Estrechamente unidos, más que por la sangre de familia, por la
sangre de Cristo formamos el Cuerpo místico de Cristo, y en Cristo y por
Cristo y para Cristo vivimos en este mundo.
De aquí nuestro profundo optimismo, nuestro sentido de triunfadores, pues en
Cristo hemos iniciado la victoria que iremos completando cada uno de
nosotros y será perfecta al final de los tiempos.
La Eucaristía es el centro de la vida cristiana. Por ella tenemos la Iglesia
y por la Iglesia llegamos a Dios. Cada hombre se salvará no por sí mismo, no
por sus propios méritos, sino por la sociedad en la que vive, por la
Iglesia, fuente de todos sus bienes. ¡Qué débil aparece el socialismo y el
comunismo frente a esta visión tan estupenda de la unidad cristiana!
Por la Eucaristía-sacramento, descienden sobre los fieles todas las gracias
de la encarnación redentora; por la Eucaristía-sacrificio, sube hasta la
Santísima Trinidad todo el culto de la Iglesia militante. Sin la Eucaristía,
la Iglesia de la tierra estaría sin Cristo.
Por la Eucaristía, esta tierra de la encarnación se hizo el centro del
mundo.
Por ella, el Hijo permanecerá entre nosotros no por unos cuantos años
fugitivos, sino para siempre. Mediante la Eucaristía, Cristo permanece
siempre presente en medio de su Pueblo, para acabar por su Iglesia.
A la vista de la creación, Dios piensa siempre en su Hijo. Él es la imagen
del Dios invisible, el Primogénito de toda creatura, el principio y el fin
de todas las cosas, en la tierra, en el cielo y hasta en los infiernos. Por
Él todo ha sido creado: las cosas visibles e invisibles: los tronos, las
dominaciones, los principados, las potestades... (cf. Col 1,16); Plugo al
Padre hacer residir en Él toda plenitud, reconciliar todas las cosas por Él
y en Él, que ha pacificado por su sangre derramada sobre la cruz todo lo que
está en la tierra y en los cielos. Dios no ve el mundo sino a través de
Cristo. La Eucaristía es el medio para unirnos a Él, es la colocación a
nuestro alcance de todos los beneficios de la encarnación redentora.
Toda la obra de Cristo se perpetúa en el mundo por la Hostia: mediante ella
desciende la vida a las almas y eleva las almas hasta Dios. La Comunión
realiza este descenso de la Trinidad hasta los hombres por Cristo. El
sacrificio de la Misa eleva los hombres identificados con el Hijo, hasta el
Seno del Padre.
La presencia real, la razón, los sentidos, nada ven en la Eucaristía, sino
pan y vino, pero la fe nos garantiza la infalible certeza de la revelación
divina; las palabras de Jesús son claras: "Este es mi Cuerpo, esta es mi
Sangre" y la Iglesia las entiende al pie de la letra y no como puros
símbolos. Con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, creemos los
católicos, que "el cuerpo, la sangre y la divinidad del Verbo Encarnado"
están real y verdaderamente presentes en el altar en virtud de la
omnipotencia de Dios.
El cuerpo y el alma de Cristo, permanecen inseparablemente unidos a la
persona del Verbo, el cual nos trae al Padre y al Espíritu, en la
indivisible unión de la Trinidad. Todo el misterio del Verbo encarnado está
contenido en la Hostia, con los encantos inefables de la humanidad y la
infinita grandeza de la divinidad, una y otra veladas.
In cruce latebat sola Deitas
At hic latet simul et humanitas.
El Cristo Eucarístico se identifica con el Cristo de la historia y de la
eternidad.
No hay dos Cristos sino uno solo. Nosotros poseemos en la Hostia al Cristo
del sermón de la montaña, al Cristo de la Magdalena, al que descansa junto
al pozo de Jacob con la samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al
Cristo resucitado de entre los muertos y sentado a la diestra del Padre. No
es un Cristo el que posee la Iglesia de la tierra y otro el que contemplan
los bienaventurados en el cielo: ¡una sola Iglesia, un solo Cristo!
¡Qué bien expresa esta doctrina el Ave Verum!:
"Te saludo, verdadero Cuerpo nacido de María Virgen,
Que verdaderamente ha sufrido
Y ha sido inmolado en la cruz por el hombre.
Cuyo costado traspasado manó sangre y agua
Haz que te gustemos
En la prueba de la muerte.
¡Oh dulce Jesús!
¡Oh Jesús lleno de bondad!
¡Oh Jesús Hijo de María! Amén".
Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros, debería
revolucionar nuestra vida. No tenemos nada que envidiar a los apóstoles y a
los discípulos de Jesús que andaban con Él en Judea y en Galilea. Todavía
está aquí con nosotros. En cada ciudad, en cada pueblo, en cada uno de
nuestros templos; nos visita en nuestras casas, lo lleva el sacerdote sobre
su pecho, lo recibimos cada vez que nos acercamos al sacramento del Altar.
Como dice un distinguido teólogo nuestras manos de sacerdotes y nuestros
labios de comulgantes pueden tocar la humanidad de Cristo, su carne dolorida
en la cruz, sus nervios y sus huesos molidos, su cabeza, otrora coronada de
espinas. El Crucificado está aquí y nos espera y nos espera.
La misma sangre redentora fluye sobre todas las generaciones que pasan. El
alma de Cristo está en la Hostia. Todas sus facultades humanas conservan en
ella la misma actividad que en la Gloria. Nada escapa a la mirada
comprensiva de Cristo: ni el mundo de los espíritus ni la creación material,
ni el movimiento más imperceptible de las almas en el Cielo, en la tierra y
hasta en los infiernos.
La vida Eucarística de Jesús es una vida de amor. Del corazón de Cristo, sin
cesar, suben al Padre los ardores de una caridad infinita. La Trinidad
encuentra en el Cristo de la Hostia, una gloria sin medida y sin fin.
¡Qué cierta resulta la palabra de Jesús dirigida a nosotros, con tanta razón
como a los judíos: En verdad, en verdad, hay alguien en medio de nosotros
que vosotros no conocéis (cf. Jn 14,6-9). Absorbidos por nuestros negocios y
por el torbellino de la vida ¿quién piensa que junto a nosotros está el Dios
Redentor? Él ha venido a los suyos y los suyos no lo han conocido!
El Verbo nunca está solo, el Padre y el Espíritu permanecen siempre con Él.
"¿No creéis que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?" (Jn 14,10).
Toda la vida de la Trinidad está en la Hostia.
"Cristo da a cada hombre en particular la misma vida de la gracia que ha
comunicado al mundo por su advenimiento visible", enseña Santo Tomás. Si
tuviésemos fe, los milagros del Evangelio serían hechos cotidianos. El
Cristo de Tiberíades seguiría irguiéndose sobre las olas para apaciguar la
tempestad en nuestras almas. En nuestros momentos de dolor oiríamos la misma
voz del Salvador: Vosotros los fatigados y extenuados venid todos a mí (cf.
Mt 11,28). "Si alguien tiene sed que venga a Mí y beba" (Jn 7,37). Una sola
condición se requiere: tener sed.
De la Eucaristía, espera la Iglesia para sí y para cada uno de sus fieles,
fuerza victoriosa para todas las situaciones de su vida militante, aún en
los días del anti-Cristo.
Al contacto de la carne de Cristo, el hombre se hace puro, las pasiones
animales no dominan ya su vida. El Cristo virgen le enseña a vivir en la
carne, superando la carne. En nuestra época corrompida hay sin embargo, tal
vez como en ninguna otra época de la historia, multitud de jóvenes de ambos
sexos que crecen puros porque comulgan con frecuencia. Llevan a Dios en su
cuerpo como en un templo vivo de la Trinidad. ¡Cuántas confidencias de
estudiantes, de obreros, de empleados, de hombres de los medios más diversos
nos revelan que la pureza del mundo es un milagro de la Hostia! El Cristo de
la Eucaristía virginiza las almas y si han perdido la pureza, se las retorna
tan inmaculada como en los santos. El ser manchado, pero arrepentido, que se
acerca con humildad pero con amor al Cristo de Magdalena, siente en él una
fuerza inmensa para luchar contra las fuerzas del pecado.
La Hostia deposita en nuestro cuerpo mortal un germen de inmortalidad
"¡Quien come mi carne y bebe mi sangre posee la vida eterna y yo le
resucitaré en el último día!" (Jn 6,54). Como nos lo revela San Pablo, el
Señor Jesús transformará nuestro cuerpo vil y abyecto haciéndolo conforme a
su Cuerpo Glorioso (cf. Flp 3,21).
La sangre de Cristo virginiza no sólo el cuerpo, sino también el alma con la
pureza de Jesús. Él obra una purificación a veces total de las faltas
pasadas, de la pena debida a los extravíos y aún de las tendencias viciosas
o mal sanas que en nosotros persisten después del pecado. Más aún, al
acercarnos al Cristo del altar como al Cristo en la Cruz, sentiremos
desarrollarse en nosotros el espíritu de sacrificio, esencia del Evangelio:
"Si alguno quiere venir en pos de Mí que tome su cruz todos los días y que
me siga" (Mt 16,24). Un alma permanece superficial mientras que no ha
sufrido. En el misterio de Cristo existen profundidades divinas donde no
penetran por afinidad sino las almas crucificadas. La auténtica santidad se
consuma siempre en la cruz. Muchos cristianos se quejan de la tibieza de sus
comuniones, del poco fruto que obtienen de su contacto con Cristo. Olvidan
que la verdadera preparación a la Comunión no se reduce a simples actos de
fervor, sino que consiste principalmente en una comunión de sufrimientos con
Jesús. El que quiere comulgar con provecho, que ofrezca cada mañana una gota
de su propia sangre para el cáliz de la redención.
Hermanos: he aquí el inmenso don que Jesús dejó al alcance de nuestras
almas. La gran palanca para su santificación, el medio más eficaz para
realizar la divinización de nuestras vidas. Mañana como en Pentecostés,
descenderá el Espíritu Santo más copiosamente a nuestros espíritus. Que Él
nos haga claro el sentido de las palabras de Jesús, que Él nos dé a entender
que Jesús nos llama y nos aguarda y que depuesto todo fútil razonamiento nos
acerquemos mañana y nos sigamos acercando todos los días de nuestra vida a
reavivar nuestra alma en la sangre del Cordero, hasta el día glorioso en que
nos unamos con Él en la gloria del Padre Amén.
(San Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, pp. 296-302)
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Aplicación: San Juan de Ávila - ¡Dios nos libre de comulgar mal!
Y así como quien no comulga debe guardarse de juzgar ni impedir al que
comulga, así el que comulga mirará mucho cómo comulga, porque no coma su
juicio y condenación. (El Santo relata sus visiones)
Había
en una ciudad un clérigo que estaba en pecado mortal, y no por eso
dejaba de comulgar cada día; y estando un día diciendo misa, cuando pone las manos sobre el ara, vino fuego del cielo y quemóle
ambas manos. Este y otros grandes males han acaecido por llegarse los
hombres allí sucios. En un lugar estaba un hombre casado y era un mal
hombre, que estaba en pecado mortal; y fue a confesarse con su cura, y él
estaba en tal indisposición, que le dijo el cura que no comulgase; y no
bastó esto, sino que otro día fue a comulgar entre otros. Cuando el cura le
vio que venía a comulgar, no pudiendo hacer otra cosa, dijo: 'Dios juzgue
entre mí y ti', porque, aunque el otro se llegaba indispuesto, no puede
negar el cura el santo sacramento al que se lo pide en público (por razón
del secreto de la confesión). Comulgólo, y luego, antes que acabase de pasar
el Santísimo Sacramento, al instante cayó muerto, y llevaron los diablos su
ánima; y abriéronle, y hallaron el Santísimo Sacramento en la boca. Yo sé de
una persona que se llegó a comulgar con mala conciencia, y le fue dicho de
parte de Dios que, si no rogara un santo del cielo por él, morirá en el
altar, comulgando. ¡Dios nos libre de comulgar mal! Qui manducat indigne, et
bibit, reuserit carnis et sanguinis Domini. Dice San Ambrosio en este paso:
'Será castigado por la muerte del Señor, porque hace salir en balde su
muerte; y también porque come en pecado, semejable a los que le mataron'.
¿Cómo comulgar bien?
-Padre, ¿pues qué remedio para comulgar bien? ¿Qué haríamos para llegarnos
dignamente a recibir el Santísimo Sacramento? -Toda la vida había de
enderezarse para el día que hubieses de comulgar; no había de haber otro
cuidado sino: '¡Oh que tengo de comulgar!, ¿cómo viviría yo ahora sin
ofender a Dios? ¿Cómo me guardaría yo limpio para el día que tengo de
recibir a Dios?' Habían de guardarse los ojos, no hiciesen mal al alma; los
oídos, de oír cosa mala, que dañarle pudiese; la lengua, de hablar; todos
los sentidos se habían de guardar. Vive con cuidado. Dos días antes
aparéjate, mira tu conciencia, acúsate de lo que te hallares culpado. Piensa
un paso de la pasión cual tú quisieres; desmenúzalo, mira el amor con que
Cristo lo padecía por ti, mira el tormento, las lágrimas, la sangre que por
ti derramó; piensa en esto, que eso quiere decir lo que mandaba la ley, que
comiesen el cordero asado. Piensa en Jesucristo asado en fuego de tormentos
por amor tuyo. Eso es comer asado. Vete luego a confesar. Después de
confesado, piensa antes que recibas el Santísimo Sacramento el paso mismo
que pensaste antes; haz cuenta que tienes a Jesucristo delante de tus ojos
atormentado, como le pensaste antes en tu rincón.
Confiesa antes, y no digas más de lo que te agravia tu conciencia. No seáis
escrupulosos; ni miréis en unas nonadillas; no dejéis de comer por eso. Di:
si tú dieses un manjar muy preciado a uno y, por un pelito que venía en él,
no lo quisiese comer, el que esto hiciese, ¿qué dirían de él? ¡Ah!, hombres
hay que entre el altar y el lugar donde se confiesan les levanta el diablo
mil dudas y mil zancadillas, y de todas diz que se han de confesar, y no
hacen sino ir y venir. No seáis así, dejá esas motillas; aunque se os
acuerde algo allí, si no es pecado mortal, no os curéis de ello, que otro
día lo confesaréis; dejad esas nonadas. No quiere el diablo más para hacerte
dudar; no pares en esas niñerías, sino, confesando lo mejor que pudieres,
llégate en paz a comulgar.
-Padre, ¿qué pensaré? - ¿No te lo dije? El amor con que Jesucristo se te da
allí, el amor con que padeció por ti. Recíbelo.
(San Juan de Ávila, Obras Completas II, BAC, Madrid, 1953, Pág. 927-929)
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Aplicación: P. Gustavo Pascual, I.V.E. - "El que coma de este pan
vivirá para siempre"
Cuando Dios creó, hizo un lugar de delicias para el hombre, el paraíso
terrena [32], y en medio plantó el árbol de la vida y el árbol de la ciencia
del bien y del mal [33]. El hombre pecó desobedeciendo a Dios que le
había prohibido comer del árbol del conocimiento del bien[34] y del mal
porque el día que comiese moriría. El hombre no obedeció a Dios y comió del
árbolf-35], por lo [36] [37] lo cual, entró la muerte en el mundo . Entonces
Dios para que no comiese del otro árbol, el de la vida [38] mandó custodiar
por un querubín.
El hombre lleva sobre sí la maldición de la muerte y ha buscado a lo largo
de la historia librarse de ese yugo. Ha buscado sustancias químicas para
vivir para siempre, ha hecho pactos con el demonio, se ha congelado para
vivir más, ha hecho manipulaciones genéticas con tal fin, busca librarse y
no puede...
¿Cuál es el remedio a la muerte y el secreto para vivir para siempre? La
Eucaristía. Tres pasajes del Evangelio: [39]
"Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para
siempre" .
"El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna"[40].
"El que coma de este pan vivirá para siempre"[41].
¿Por qué la Eucaristía nos da vida eterna? Porque la Eucaristía es Jesús.
Jesús es Dios, el Hijo eterno que ha tomado carne en el tiempo para morir en
la cruz y su carne es la que comemos para vivir eternamente. [42] [43] [44]
Jesús es la Vida , es la resurrección y la vida, es el pan de vida.[45] Y el
que come a Jesucristo vive por Él, así como Jesús vive por el Padre .
Recibimos la vida de Dios en nosotros por la Eucaristía y esta vida es
eterna. Recibimos al mismo Jesús, su presencia real "éste es mi cuerpo [...]
ésta es mi sangre"[46], "el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna"[47].
Recibimos al mismo Jesús sacrificado por nosotros "cuerpo entregado, sangre
derramada"[48] y "el pan que voy a dar es mi carne para la vida del
mundo"[49].
Recibimos al mismo Jesús bajo las apariencias de pan, como sacramento.
"Tomad y comed [...] tomad y [50] [51] bebed" , "porque mi carne es
verdadera comida y mi sangre verdadera bebida".[52]
Es el verdadero pan, no como el maná que a pesar de haberlo comido los
Padres murieron . Es como el maná que posee todas las delicias. Porque la
Eucaristía es el cielo comenzado y el cielo es la saciedad de todo lo que
deseamos en esta vida. El cielo es la unión perfecta y eterna con Dios, la
comunión con Dios para siempre. Eso es la Eucaristía cuando la recibimos.
"Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá para
siempre".
Jesús en la Eucaristía se nos da tal cual está en el cielo: cuerpo, sangre,
alma y divinidad. Vivo, es decir, resucitado. Es el verdadero maná, el
verdadero pan bajado del cielo. El que come a Jesús en la Eucaristía vive
para siempre porque Jesús le comunica su misma vida divina, su misma vida
eterna. Al recibir a Jesús sacramentado recibimos una prenda de la vida
eterna. Recibimos el fruto del árbol de la vida y se nos deja expedito el
camino a este árbol. El querubín que lo custodia deja paso a los cristianos
que desean alimentarse de este árbol porque han sido llamados por el Padre
celestial[53].
Vida eterna? Sí, vida eterna. Lo vuelve a repetir en el v. 58: "el que coma
este pan vivirá para siempre". Y qué es este pan? Este pan es el cuerpo de
Jesús. Y ¿qué es este vino? La sangre de Jesús. Es necesario comer el cuerpo
y beber la sangre de Jesús para tener vida eterna. Y no nos escandalicemos
como los judíos del tiempo de Jesús a quienes les dijo Jesús reafirmando
esta verdad: "en verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo
del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi
carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna". Es necesario comer la carne y
beber la sangre de Jesús para entrar en comunión con Él y participar de la
vida divina y por tanto de la vida sin fin.
Y ¿cuándo se nos dará la vida eterna? Ya se nos da en Jesús. "Yo soy la
resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el
que vive y cree en mí, no morirá jamás"[54]. Se nos da en cada Eucaristía
bien recibida porque en ella recibimos al mismo Jesús tal cual está en el
cielo sentado a la derecha del Padre.
(P. Gustavo Pascual, I.V.E.)
[32] Gn 2, 8 [33] Gn 2, 9 [34]
Gn 2, 17 [35] Gn 3, 6 [36] Gn 3, 19 [37] Gn 3, 22
[38] Gn 3, 24 [39] Jn 6, 51 [40] Jn 6, 54 [41] Jn 6, 58
[42] Jn 14, 6 [43] Jn 11, 25 [44] Jn 6, 35.48 [45] Jn 6,
57 [46] Mt 26, 26.28 [47] Jn 6, 54 [48] Cf. Lc 22, 19-20
[49] Jn 6, 51 [50] Cf. Mt 26, 26-27 [51] Jn 6, 55 [52] Cf.
Jn 6, 58 [53] Cf. Jn 6, 37 [54] Jn 11, 25-26
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Ejemplos
Las
cosas que cuenta San Juan de Avila acerca de los que comulgan en estado de
pecado mortal