Domingo de Pascua 3 A - Comentarios de Sabios y Santos: con ellos preparamos la Acogida de la Palabra de Dios durante la celebración de la Misa dominical
Recursos adicionales para la preparación
A su disposición
Comentario a las tres lecturas
Comentario teológico: Pablo VI - La Resurrección física de Jesucristo
(Humanitas 54)
Santos Padres: San Agustín - Lc 24,13-35: El Camino comenzó a hablar con
ellos en el camino
Santos Padres: Melitón de Sardes, obispo (s. II) - Cristo resucitó - es
nuestra salvación
Aplicación: José María Castillo - ¿Cómo, donde y en quién está presente y
actúa el Señor resucitado?
Ejemplos
Falta un dedo: Celebrarla
comentarios a Las Lecturas del Domingo
Comentario a las tres lecturas
La
primera lectura (Hch
2,14a.22-33) es un fragmento del primer gran discurso misionero de Pedro
dirigido a Israel. Los discursos del libro de los Hechos pretenden ayudar al
lector a profundizar en el sentido de los acontecimientos narrados y a
descubrir el fundamento último de ellos: la muerte y resurrección de Jesucristo
como evento salvador para toda la humanidad. En el trozo que se proclama hoy en
la liturgia es fácil descubrir tres partes: (a) Invitación a escuchar:
"Israelitas escuchen" (v. 22a); (b) Exposición del acontecimiento:
Dios ha resucitado a Jesús Nazareno (v. 22b-24); (c) Testimonio de la
Escritura: Sal 16,8-11 (vv. 25-28).
Pedro
inicia invitando a la escucha: "Israelitas escuchen" (v. 22a). En la
tradición bíblica, sobre todo en la teología deuteronomista, la invitación a
"la escucha" introducía los grandes discursos divinos (cf. Dt 4,1;
5,1; 6,4; 9,1; etc.). Pedro, por tanto, presenta su discurso en continuidad con
las palabras divinas que en otro tiempo Yahvéh había dirigido a Israel a través
de Moisés y de los profetas. Se dirige a todo Israel, el pueblo destinatario de
las promesas, e inicia presentando una síntesis de la vida pública de Jesús
"el Nazareno". La praxis de Jesús es reveladora del misterio de Dios
y de su reino en cuanto que con sus milagros y signos ha inaugurado el tiempo
de la salvación y ha hecho presente el poder liberador de Dios (v. 22b). Después
de haber legitimado la dimensión divina de la praxis liberadora de Jesús, Pedro
denuncia la injusta muerte a la que lo condenaron precisamente los habitantes
de Jerusalén ("¡ustedes lo mataron, clavándolo en la cruz!"), por
medio de los "impíos" (literalmente: los "ánomos", los
"sin ley"), es decir, los romanos (v. 23). La acusación de los
habitantes de Jerusalén acerca de la muerte de Jesús, sin embargo, no tiene el
tono de una polémica antijudía, ni de una condena de Israel. Al respecto
comenta el conocido escriturista Jacques Dupont: "El tono es el de los
profetas de la Biblia, no el de un antisemitismo pagano". Las palabras de
Pedro van orientadas a suscitar el arrepentimiento del pueblo: a todo judío se
le abre la puerta de la conversión. El hecho de que la muerte de Jesús forme
parte del designio divino no excluye la responsabilidad y por tanto la
culpabilidad del hombre. Plan de Dios y libertad humana no se anulan
recíprocamente. A la denuncia de la muerte injusta de Jesús por manos de los
hombres, Pedro añade el anuncio de la obra de Dios que lo ha librado de la
muerte: "¡A éste, Dios le resucitó, librándolo de los dolores de la
muerte!" (v. 24). (En un famoso códice griego –el códice occidental– de
los Hechos de los Apóstoles se habla de "Hades" en lugar de
"muerte"). En cualquier caso, la afirmación fundamental del kerigma
cristiano se centra en la intervención poderosa de Dios que resucita a Jesús de
entre los muertos. Lucas habla de liberación de los "dolores de la
muerte" (ódines tou thánatos) en el v. 24. La palabra griega odin indica
los dolores del alumbramiento, los dolores que acompañan el parto (cf. Mt 24,8;
Mc 13,8; 1Tes 5,3), que en la escatología judía tardía habían llegado a ser
símbolo de la llegada del final de la historia. La imagen del v. 24 es única en
la Biblia, ya que normalmente es Dios quien da la vida: se representa la muerte
como una mujer que da a la luz a Jesús, y la resurreción como un nacimiento que
ocurre en el seno de la muerte. Esta última no ha podido impedir este
"parto", de igual forma que una mujer no puede retener en su seno al
hijo que está a punto de nacer. Dios ha puesto fin a "los dolores de la
muerte", arrancando a Jesús de sus entrañas: "era imposible que la
muerte lo retuviera en su poder" (v. 24).
El
núcleo central del discurso del Pedro es la Pascua de Cristo, que según una
práxis exegética de la comunidad cristiana primitiva se describe utilizando un
texto bíblico: el Salmo 16 (vv. 25-28). Se trata de un bellísimo cántico que
expresa la fidelidad gozosa del creyente y su certeza de salvación y felicidad
plena. Más allá de la precisa intuición del salmista Pedro asume el salmo como
emblema del acontecimiento pascual de Cristo. Las imagenes del cántico (la
contemplación del rostro divino, el camino de la vida, el gozo perfecto, la
permanencia a la derecha de Dios) adquieren valor mesiánico y son aplicadas a
Cristo Resucitado. De esta forma la resurrección del Señor se coloca en
continuación con la esperanza bíblica y se inserta dentro del inmenso proyecto
divino de salvación y de vida para todos.
La
segunda lectura (1 Pe 1,17-21)
es una invitación para que los cristianos vivan "con temor –es decir,
inspirados por la fe y el compromiso que de ella deriva– mientras dura su
condición de extranjeros" (1 Pe 1,17). Tal exhortación es la consecuencia
lógica del evento pascual de Cristo, que ha liberado al cristiano de una
existencia vacía y sin sentido (v. 18: "conducta idolátrica"), en
virtud de "la sangre de Cristo, cordero sin mancha y sin tacha... Dios lo
resucitó de entre los muertos... para que su fe y su esperanza estén puestas en
Dios" (1 Pe 1,19.21).
El
evangelio (Lc 24,13-35) nos
transmite hoy el bellísimo e inolvidable relato de los discípulos de Emaús: el
Resucitado se acerca a dos discípulos en el camino y permanece junto a ellos
explicándoles las Escrituras hasta el momento del gozoso reconocimiento. La
narración se articula en torno a dos escenas principales introducidas por la
misma expresión: (a) Lc 24,15: "Y sucedió mientras conversaban..." (kai
egéneto en tô homilein autois...); (b) Lc 24,30: "Y sucedió mientras se
sentó a la mesa ..." (kai egéneto en tô kataklithenai auton...). Lucas
indica los dos momentos esenciales de la liturgia cristiana: la palabra y el
sacramento, escucha de las Escrituras y liturgia eucarística.
Presentamos
un comentario al texto evangélico a partir de algunos momentos significativos
de la narración:
– El
camino y los ojos cerrados
El
relato presenta a los dos discípulos en camino, un símbolo bíblico que se
utiliza para indicar la existencia humana. La vida de todo hombre es
itinerancia y dinamismo que no se detiene y la Biblia revela constantemente que
Dios sale al encuentro del hombre para acompañarlo y caminar con él. En el
texto de Lucas es el Resucitado quien toma la iniciativa de acercarse a
aquellos hombres, desesperanzados y solitarios, revelando así la gratuidad del
encuentro y la particular comprensión lucana de la resurrección. Pero no basta
que Jesús sea cercano para que sea reconocido. El simple ver de los ojos no
basta: "sus ojos estaban cegados y no eran capaces de reconocerlos"
(v. 16). La experiencia del Señor Resucitado es una experiencia de fe que va
más allá de la simple percepción física. Los ojos de los discípulos se vuelven
capaces de ver solamente al final, después de que el oído, el órgano de la
escucha, haya cumplido su función. Es justamente al oído que se dirige el
anuncio de la resurrección. Después que hayan "escuchado" las
Escrituras explicadas por Jesús superarán la incapacidad para reconocerlo.
–
Jesús ilumina la realidad con la Biblia
Jesús
toma la iniciativa y comienza a platicar con los dos discípulos: "Àqué es
lo que vienen conversando por el camino?" (v. 17). Jesús les escucha. Y a
partir de la realidad de aquellos hombres comienza luego a explicarles la
Biblia para iluminarles el momento de desconsuelo y de fracaso que están
viviendo. Los dos discípulos seguramente conocían las Escrituras, pero no habían
logrado comprender su significado más profundo. Jesús Resucitado se las
explica, les explica el misterio del hombre y de Dios, de la historia y de los
últimos acontecimientos que han entristecido y ensombrecido sus corazones:
"Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó
lo que decían de él las Escrituras" (v. 27). El Resucitado se convierte
para siempre en el "exegeta" por excelencia de las antiguas
escrituras. Más tarde estos hombres comentarán: "ÀNo ardía nuestro corazón
mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" (v.
32). La Escritura, leída y meditada a la luz del Señor Resucitado, revela el
designio y los caminos de Dios en la historia.
– La
hospitalidad y el compartir el pan: se abren los ojos
La
hospitalidad y la acogida representan en la Biblia un valor de primera
importancia. La insistencia de Cleofás y su compañero refleja indudablemente la
generosa hospitalidad oriental: "Quédate con nosotros, porque es tarde y
está anocheciendo" (v. 29). En Oriente la hospitalidad es una
característica del hombre auténtico, del que sabe acoger a cualquiera y
prepararle un espacio en su casa y en su corazón lleno de gozo. En el texto de
Lucas parece ser sobre todo una condición para experimentar la presencia del
Resucitado, y las palabras de invitación del v. 29 una verdadera invocación
eclesial: "¡Quédate con nosotros!". A la acogida en la casa sigue la
fracción del pan (v. 30). El compartir el mismo pan es más que la hospitalidad.
El compartir la mesa en la Biblia es un hecho transformador: los comensales se
vuelven hermanos. Es como una ceremonia de alianza, de amistad, en la que se
pone en común el pan como signo de todos los bienes. Lucas, con la frase:
"tomó el pan, lo bendijo, lo partió..." (v. 30) está pensando en la
Eucaristía, el acontecimiento máximo de comunión entre Dios y el hombre, y
entre los hombres entre sí. Jesús ha elegido el símbolo de la mesa y del pan
compartido como signo del don de su vida al hombre. Este ambiente de amistad y
de acogida, de fe y de fraternidad, es condición imprescindible para
experimentar al Resucitado: "Entonces se les abrieron los ojos" (v.
31).
– De
Emaús a Jerusalén
Después
que han reconocido al Señor Resucitado ellos mismos han resucitado: ahora están
llenos de valor, no de miedo; regresan a Jerusalén y no continúan huyendo; la
fe ha ocupado el lugar de la desconfianza y la incredulidad. Ahora vuelven
llenos de esperanza y son portadores de una palabra de vida: "contaban lo
que les había ocurrido por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el
pan" (v. 35). En medio de la noche no dudan en iniciar el camino de
regreso, llenos de gozo y de vida, para contar a los hermanos la extraordinaria
experiencia.
Nos han emocionado profundamente las palabras tan afectuosas y llenas de
confianza que el Rdo. P. Dhanis nos ha dirigido en vuestro nombre, y damos
gracias al Señor por la oportunidad que nos concede de reunirnos con
especialistas altamente cualificados de la exégesis de la teología y de la
filosofía, congregados para poner en común fraternalmente sus
investigaciones sobre el misterio de la Resurrección de Cristo. Sí,
verdaderamente nos alegra mucho este Simposium, facilitado por la amable
hospitalidad del Instituto Santo Domingo de la Via Cassia, y felicitamos a
los responsables y a todos los participantes, a quienes acogemos de todo
corazón, gozosos de expresarles nuestra gran estima, al mismo tiempo que
nuestra particular benevolencia y nuestros mejores deseos.
Para responder a vuestra expectación, quisiéramos indicaros con toda
sencillez algunas ideas que nos sugiere este tema capital de la Resurrección
de Jesús, que tan acertadamente habéis escogido como objeto de vuestros
trabajos.
1. Ante todo, ¿es preciso manifestaros la importancia radical que concedemos
a este estudio, la misma importancia que le conceden todos nuestros hijos y
hermanos cristianos; y nos atreveríamos a decir, incluso que le concedemos
más que todos ellos, dado el puesto en que el Señor nos ha colocado dentro
de su Iglesia como testigo y guardián privilegiado de la fe? Todos vosotros
estáis convencidos de ello.
Toda la historia evangélica está centrada en la Resurrección: ¿Qué serían
sin ella los mismos Evangelios, que anuncian «la buena nueva del Señor
Jesús»? ¿No encontramos en ella la fuente de toda la predicación cristiana,
desde el «kerygma» primitivo, que nació precisamente del testimonio de la
Resurrección? (cf. Hch 2, 32).
¿No polariza toda la epistemología de la fe, que perdería su consistencia
sin ella, según las palabras del apóstol san Pablo: «Si Cristo no ha
resucitado... vana es nuestra fe» (cf. 1Co 15, 1-4)?
¿No es la Resurrección la única que da sentido a toda la liturgia, a
nuestras celebraciones eucarísticas, asegurándonos la presencia del
Resucitado que celebramos en la acción de gracias: «Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu Resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Anámnesis)?
Sí, toda la esperanza cristiana está basada sobre la Resurrección de Cristo,
en la que está «anclada» nuestra misma resurrección con Él. Más aún, ya
hemos resucitado con Él (cf. Col 1, 3); toda nuestra vida cristiana está
tejida con esta certeza inconmovible y con esta realidad oculta, con la
alegría y el dinamismo que ellas engendran.
2. No es extraño que este misterio tan fundamental para nuestra fe, tan
prodigioso para nuestra inteligencia, haya suscitado siempre, junto al
interés apasionado de los exégetas, una «contestación» pluriforme a lo largo
de toda la historia. Este fenómeno se manifestaba ya en vida del evangelista
san Juan, que juzgó necesario precisar que Tomás, el incrédulo, había sido
invitado a tocar con sus manos la huella de los clavos y el costado herido
del Verbo de la Vida resucitado (cf. Jn 20, 24-29).
Y desde entonces, ¿cómo no evocar los intentos de una «gnosis» que renacía
continuamente bajo múltiples formas, deseando penetrar este misterio con
todos los recursos del espíritu humano, esforzándose por reducirlo a las
dimensiones de unas categorías plenamente humanas? Tentación muy
comprensible, ciertamente, y sin duda inevitable, pero con una tendencia muy
inquietante a vaciar insensiblemente todas las riquezas y la importancia de
lo que, ante todo, es un hecho: la Resurrección del Salvador.
También en nuestros días –y no es precisamente a vosotros a quienes debemos
recordarlo– vemos cómo esta tendencia manifiesta sus últimas consecuencias
dramáticas, llegándose a negar, incluso entre los fieles que se dicen
cristianos, el valor histórico de los testimonios inspirados o, más
recientemente, interpretando de forma puramente mítica, espiritual o moral,
la Resurrección física de Jesús. ¿Cómo no nos ha de doler profundamente el
efecto destructor que estas discusiones deletéreas tienen para tantos
fieles? Pero proclamamos con toda energía que estos hechos no nos dan miedo
porque, hoy como ayer, el testimonio «de los Once y de sus compañeros» es
capaz, con la gracia del Espíritu Santo, de suscitar la verdadera fe: «El
Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34-35).
3. Animados por estos sentimientos, observamos con gran respeto el trabajo
hermenéutico y exegético que científicos cualificados, como vosotros,
realizan sobre este tema fundamental. Esta actitud es conforme a los
principios y normas que la Iglesia católica ha establecido para los estudios
bíblicos;bástenos recordar aquí las conocidas encíclicas de nuestros
predecesores: Providentissimus Deus de León XIII, en 1893, y Divino afflante
Spiritu de Pío XII, en 1943, igual que la reciente Constitución dogmática
Dei Verbum, del Concilio Vaticano II. En ellas no sólo se reconoce la sana
libertad de investigación, sino que se recomienda también el esfuerzo
necesario para adaptar el estudio de la Sagrada Escritura a las necesidades
de hoy y para « descubrir realmente lo que el autor sagrado ha querido
afirmar»(cf. Dei Verbum, n. 12).
Esta perspectiva tiene en cuenta el mundo de la cultura y es fuente de
nuevos enriquecimientos para los estudios bíblicos. Nos alegra mucho que así
sea. La Iglesia, igual que siempre, aparece como guardiana celosa de la
revelación escrita; y hoy se muestra animada por una preocupación realista:
conocerlo todo y pensarlo todo con discernimiento, interpretando de forma
crítica el texto bíblico. De este modo, la Iglesia, procurando conocer el
pensamiento de los otros, intenta verificar su propio pensamiento y ofrecer
ocasiones de encuentros leales y reconfortantes a tantos espíritus que
buscan con sinceridad. Más aún, también la Iglesia encuentra dificultades
inherentes a la exégesis de los textos dudosos y difíciles, y experimenta la
utilidad de las diversas opiniones. Ya lo indicaba san Agustín: «Acerca de
las dificultades que contienen las Sagradas Escrituras y que Dios quiso que
existiesen para que nos esforzásemos en solucionarlas, es útil que haya
muchas sentencias y que cada uno las interprete a su modo, con tal de que
todas estén de acuerdo con la sana fe y la doctrina» (Ep. ad Paulinum, 149,
n. 34: PL 33, 644).
Y la Iglesia exhorta, siempre bajo la guía de san Agustín, a buscar las
soluciones mediante el estudio y la oración: «Hay que aconsejar a los
estudiosos de las Sagradas Letras no sólo el conocimiento de las diversas
expresiones de los libros sagrados... sino también, y esto es lo más
importante y necesario, que oren para entender» (De Doctrina christiana,
III, 56: PL 34, 89).
4. Pero volvamos al tema que es objeto de vuestro Simposium. Creemos que
este conjunto de análisis y reflexiones tiende a confirmar, con la ayuda de
nuevas investigaciones, la doctrina que la Iglesia mantiene y profesa con
respecto al misterio de la Resurrección. Como notaba con finura y delicadeza
el añorado Romano Guardini en una profunda meditación, los relatos
evangélicos subrayan «a menudo y con fuerza que Cristo resucitado es
distinto de como era antes de Pascua y distinto del resto de los hombres. En
las narraciones su naturaleza tiene algo de extraño. Su cercanía conmueve
profundamente, llena de estupor. Mientras que antes «iba» y «venía», ahora
se dice que «aparece», «de repente», junto a los peregrinos, que
«desaparece» (cf. Mc 16, 9-14; Lc 24, 31-36). Las barreras corporales no
existen ya para Él. No está limitado a las fronteras del espacio y del
tiempo. Se mueve con una libertad nueva, desconocida en la tierra... pero al
mismo tiempo se afirma claramente que es Jesús de Nazaret, en carne y hueso,
tal como vivió antes con los suyos, y no un fantasma...». Sí, «el Señor se
ha transformado. Vive de forma distinta a como vivía antes. Su existencia
presente nos resulta incomprensible. Y, sin embargo, es corporal, contiene a
Jesús todo entero... e incluso, a través de sus llagas, contiene toda su
vida vivida, la suerte que sufrió, su pasión y muerte». Por tanto, no se
trata solamente de una supervivencia gloriosa de su yo. Nos encontramos en
presencia de una realidad profunda y compleja, de una vida nueva, plenamente
humana: «La penetración, la transformación de toda la vida, incluido el
cuerpo, por la presencia del Espíritu... Se realiza en nosotros ese cambio
que llamamos fe y que, en vez de concebir a Cristo en función del mundo,
hace pensar en el mundo y en todas las cosas en función de Cristo... La
Resurrección desarrolla un germen que Él siempre llevó en sí». Diremos de
nuevo con Romano Guardini: sí, «necesitamos la resurrección y la
transfiguración para comprender realmente lo que es el cuerpo humano... En
realidad, sólo el cristianismo se ha atrevido a situar el cuerpo en las
profundidades más ocultas de Dios»(R. Guardini, El Señor, t. 2).
Ante este misterio nos quedamos llenos de admiración y de asombro, como ante
los misterios de la Encarnación y del nacimiento virginal (cf. San Gregorio
Magno, Hom. 26 in Ev., lectura del breviario del Domingo in albis). Por
tanto, dejémonos introducir con los Apóstoles en la fe en Cristo resucitado,
la única que puede traernos la salvación (cf. Hch 4, 12).
Tengamos también confianza absoluta en la seguridad de la Tradición que la
Iglesia garantiza con su magisterio, la Iglesia que fomenta el estudio
científico al mismo tiempo que sigue proclamando la fe de los Apóstoles.
Queridos señores, estas sencillas palabras al final de vuestros sabios
trabajos sólo pretendían animaros a proseguirlos con esta misma fe, sin
perder nunca de vista el servicio al Pueblo de Dios, todo él «reengendrado a
una viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos»
(1P 1, 3). En nombre de «aquel que estuvo muerto y ha vuelto a la vida», del
«testigo veraz, primogénito de los muertos» (Ap 2, 8 y 1, 5) os damos de
todo corazón, como prenda de abundantes gracias para la fecundidad de
vuestras investigaciones, nuestra Bendición Apostólica.
(Discurso del Papa Pablo VI a los participantes de un Simposio
Internacional. Sábado 4 de abril de 1970).
Santos Padres: San Agustín - Lc 24,13-35: El Camino comenzó a hablar
con ellos en el camino
Esta esperanza de la resurrección, este don, esta promesa, esta gracia tan
grande la vieron desaparecer de su alma los discípulos cuando murió Cristo.
Con su muerte, se les vino abajo toda su esperanza. Se les anunciaba que
había resucitado, y les parecían un delirio las palabras de quienes lo
anunciaban. ¡La verdad se había convertido en un delirio! Si alguna vez se
anuncia la resurrección en nuestro tiempo, y a alguno le parece que es un
delirio ¿no dicen todos que bastante desgracia tiene? ¿No lo detestan todos,
lo aborrecen, se apartan de él y no quieren escucharlo? Esto eran los
discípulos tras la muerte del Señor; lo que nosotros detestamos, eso eran
ellos. Los carneros poseían el mal que aborrecen los corderos.
Sus palabras indican dónde tenían el corazón estos dos discípulos a quienes
se apareció el Señor y que tenían los ojos enturbiados, lo que les impedía
el reconocerlo. La voz es indicadora de lo que pasa en el alma; mas para
nosotros, pues para Jesús hasta el corazón estaba abierto. Conversaban
acerca de su muerte. Se les agregó como un tercer viajero, y el Camino
comenzó a hablar con ellos durante el camino; tomó parte en su conversación.
Sabiéndolo todo, les pregunta de qué van hablando, para conducirlos,
fingiendo no saber, a la confesión. Ellos le dicen: ¿Sólo tú eres peregrino
en Jerusalén, y no sabes lo que ha sucedido en la ciudad en estos días con
Jesús de Nazaret que era un gran profeta? (Lc 24,18-19). Ya no le llaman
Señor, sino sólo profeta. Eso pensaban que había sido, después que le vieron
morir. Aún le honraban como a un profeta; aún no le reconocían como Señor no
sólo de los profetas, sino también de los ángeles. Cómo, le dicen, nuestros
ancianos y jefes de los sacerdotes lo entregaron para condenarlo a muerte.
He aquí que ya han pasado tres días desde que estas cosas sucedieron.
Nosotros esperábamos que él iba a redimir a Israel (Lc 24,18-21). ¿A esto
conduce todo su trabajo? Esperabais, ¿habéis perdido ya la esperanza? Veis
que la habían perdido. Comenzó, pues a exponerles las Escrituras para que
reconociesen a Cristo precisamente allí donde lo habían abandonado. Al verlo
muerto, perdieron la esperanza en él. Les abrió las Escrituras para que
advirtiesen que, si no hubiese muerto, no hubiera podido ser el Cristo. Con
textos de Moisés, del resto de las Escrituras, de los profetas, les mostró
lo que les había dicho: Convenía que Cristo muriera y entrase en su gloria
(Lc 24,26-27). Lo escuchaban, se llenaban de gozo, suspiraban; y, según
confesión propia, ardían; pero no reconocían la luz que estaba presente.
¡Qué misterio, hermanos míos! Entra en casa de ellos, se convierte en su
huésped, y el que no había sido reconocido en todo el camino, lo es en la
fracción del pan. Aprended a acoger a los huéspedes, pues en ellos se
reconoce a Cristo. ¿O ignoráis que, si acogéis a un cristiano, le acogéis a
él? ¿No dice él mismo: Fui huésped, y me acogisteis. Y cuando se le
pregunte: Señor, cuándo te vimos huésped?, responderá: Cuando lo hicisteis
con uno de mis pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,35.38.40). Por tanto,
cuando un cristiano acoge a otro cristiano, sirve un miembro a los restantes
miembros, se alegra de ello la Cabeza y considera como dado a sí misma lo
que se otorgó a cada uno de sus miembros. Demos de comer en esta tierra a
Cristo hambriento, démosle de beber cuando sienta sed, vistámosle si está
desnudo, acojámosle si es peregrino, visitémosle si está enfermo. Son
necesidades del viaje. Así hemos de vivir en esta peregrinación, donde
Cristo está necesitado. Personalmente está lleno, pero siente necesidad en
los suyos. Quien personalmente está lleno, pero necesitado en los suyos,
conduce a sí a los necesitados. En él no habrá hambre, ni sed, ni desnudez,
ni enfermedad, ni peregrinación, ni fatiga, ni dolor.
No sé lo que habrá allí, pero sé que estas cosas no existirán. Estas cosas
que no existirán allí las conozco; en cambio, lo que hemos de encontrar, ni
el ojo lo vio, ni el oído lo oyó, ni subió al corazón del hombre (1 Cor
2,9). Podemos amarlo, podemos desearlo; en esta peregrinación podemos
suspirar por tan gran bien, pero no podemos pensarlo ni expresarlo de manera
digna con palabras. Yo, al menos, no puedo. Por tanto, hermanos míos, buscad
a alguien que pueda, si es que podéis encontrarlo, y llevadme a mí como
discípulo a vuestro lado. Sólo sé que como dice el Apóstol, quien es
poderoso para hacer en nosotros más de lo que pedimos o pensamos (Ef 3,20),
nos llevará al lugar donde se haga realidad lo que está escrito: Dichosos
los que habitan en tu casa; te alabarán por los siglos de los siglos (Sal
83,5). Toda nuestra ocupación será la alabanza de Dios. ¿Qué vamos a alabar
si no lo amamos? También amaremos lo que veremos. Veremos, pues, la verdad,
y la verdad misma será Dios a quien alabaremos. Allí encontraremos lo que
hoy hemos cantado. Amen: es verdad; Aleluya: alabad al Señor.
(San Agustín, Sermón 236,2-3)
Santos Padres: Melitón de Sardes, obispo (s. II) - Cristo resucitó -
es nuestra salvación
El misterio de Pascua es a la vez nuevo y antiguo, eterno y
pasajero, corruptible e incorruptible, mortal e inmortal. Antiguo según la
ley, pero nuevo según la Palabra encarnada. Pasajero en su figura, pero
eterno por la gracia. Corruptible por el sacrificio del cordero, pero
incorruptible por la vida del Señor. Mortal por su sepultura en la tierra,
pero inmortal por su resurrección de entre los muertos.
La ley es antigua, pero la Palabra es nueva. La figura es pasajera, pero la
gracia eterna. Corruptible el cordero, pero incorruptible el Señor, el cual,
inmolado como cordero, resucitó como Dios. Porque él fue como cordero
llevado al matadero, y sin embargo no era un cordero; y como oveja
enmudecía, y sin embargo no era una oveja; en efecto, ha pasado la figura y
ha llegado la realidad: en lugar de un cordero tenemos a Dios, en lugar de
una oveja tenemos un hombre, y en el hombre, Cristo, que lo contiene todo.
El sacrificio del cordero, el rito de la Pascua y la letra de la ley tenían
por objetivo final a Cristo Jesús, por quien todo acontecía en la ley
antigua y, con razón aún mayor en la nueva economía. La ley se convirtió en
la Palabra y de antigua se ha hecho nueva (ambas salieron de Sión y de
Jerusalén) El mandamiento se transformó en gracia y la figura en realidad;
el cordero vino a ser el Hijo; la oveja, hombre, y el hombre Dios.
El Señor, siendo Dios, se revistió de la naturaleza de hombre: sufrió por el
que sufría, fue encarcelado en bien del que estaba cautivo, juzgado en lugar
del culpable, sepultado por el que yacía en el sepulcro. Y, resucitando de
entre los muertos, exclamó con voz potente: «¿Quién tiene algo contra mí?
¡Que se me acerque! Yo soy quien he librado al condenado, yo quien he
vivificado al muerto, yo quien hice salir de la tumba al que ya estaba
sepultado. ¿Quién peleará contra mí? Yo soy —diceCristo—, el que venció la
muerte, encadenó al enemigo, pisoteó el infierno, maniató al fuerte, llevó
al hombre hasta lo más alto de los cielos; yo, en efecto, que soy Cristo.
Venid, pues, vosotros todos, los hombres que os halláis enfangados en el
mal, recibid el perdón de vuestros pecados. Porque yo soy vuestro perdón,
soy la Pascua de salvación, soy el cordero degollado por vosotros, soy
vuestra agua lustral, vuestra vida, vuestra resurrección, vuestra luz,
vuestra salvación y vuestro rey. Puedo llevaros hasta la cumbre de los
cielos, os resucitaré, os mostraré al Padre celestial, os haré resucitar con
el poder de mi diestra.
YO SOY LA PASCUA
Mas ahora venid todas las naciones de los hombres
manchadas por los pecados,
y recibid la remisión de los pecados.
Porque Yo soy vuestro perdón,
Yo soy la pascua de la salvación,
Yo soy el cordero que ha sido inmolado por vosotros.
Yo soy vuestra vida,
Yo soy vuestra resurrección,
Yo soy vuestra luz,
Yo soy vuestra salvación,
Yo soy vuestro rey.
Yo soy el que os conduce hasta las alturas de los cielos,
Yo soy el que os mostraré al (que es) Padre desde los siglos,
Yo soy el que os resucitaré por mi diestra.
El es el que hizo el cielo y la tierra,
el que formó al principio al hombre,
el que fue anunciado por la ley y los profetas,
el que se encarnó en una virgen,
el que fue suspendido en un madero,
el que fue sepultado en la tierra,
el que resucitó de entre los muertos,
y el que subió a las alturas de los cielos,
el que está sentado a la diestra del Padre,
el que tiene poder de juzgarlo y de salvarlo todo,
aquél por el cual el Padre hizo lo que existe
desde el comienzo y por los siglos.
El es el Alfa y el Omega,
él es el principio y el fin,
comienzo inexplicable y fin incomprensible;
él es el Cristo,
él es el rey,
él es Jesús,
él es el estratega,
él es el Señor,
el que resucitó de entre los muertos,
el que está sentado a la derecha del Padre.
El es el portador del Padre y el Padre lo lleva a él (en sí).
A él la gloria y el poder por los siglos. Amén.
[Melitón de Sardes, obispo sobre la pascua, paz al que escribió y al que lee
y a los que aman al Señor con simplicidad de corazón.]
Aplicación: José María Castillo - ¿Cómo, donde y en quién está
presente y actúa el Señor resucitado?
Es un hecho que la resurrección de Jesús constituye el acontecimiento
central de nuestra fe cristiana. Pero es un hecho también que ese
acontecimiento central de la fe cristiana no parece estar en el centro de la
vida de los creyentes. Por lo menos, a primera vista, no se tiene la
impresión de que los cristianos lo entiendan y lo vivan así. Hay otras cosas
que interesan más al común de los mortales bautizados. Y conste que me
refiero a cosas estrictamente religiosas: la pasión del Señor, la devoción a
la Virgen y a los santos, determinadas prácticas religiosas, etc.
Sin embargo, a mí me parece que no deberíamos precipitarnos a la hora de dar
un juicio sobre esta cuestión. Porque, sin duda alguna, se trata de un
asunto más complicado de lo que parece en un primer momento. Por eso, valdrá
la pena analizar, ante todo, de qué maneras el Resucitado debe estar
presente en la vida y el comportamiento de los creyentes, según el Nuevo
Testamento, para poder, desde ahí, sacar luego las consecuencias.
La persecución: predicar la resurrección es entrar en conflicto
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos informa de que los discípulos de
Jesús eran perseguidos por causa de la resurrección, exactamente por
predicar que Cristo había resucitado: "el comisario del templo y los
saduceos, muy molestos porque enseñaban al pueblo y anunciaban que la
resurrección de los muertos se había verificado en Jesús, les echaron mano
y, como era ya tarde, los metieron en la cárcel hasta el día siguiente"
(Hech 4,1-3). Más claramente aún, si cabe, cuando los apóstoles son llevados
ante el tribunal y testifican valientemente la resurrección (Hech 5,30-32),
provocan la irritación en los dirigentes religiosos, que deciden acabar con
ellos (Hech 5,33). Y lo mismo pasa en el caso de Esteban: cuando éste
confiesa abiertamente que ve a Jesús resucitado en el cielo "de pie a la
derecha de Dios" (Hech 7,56), la reacción no puede ser más brutal: "Dando un
grito estentóreo, se taparon los oídos y, todos a una, se abalanzaron sobre
él, lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearle" (Hech
7,57-58). Y otro tanto cabe decir por lo que se refiere a Pablo, que
confiesa por dos veces que fue llevado a juicio precisamente por predicar la
resurrección (Hech 23,6; 24,1).
Ahora bien, este conjunto de datos plantea un problema. Porque la verdad es
que actualmente nadie es perseguido, encarcelado y asesinado por predicar la
resurrección. Es más, parece que el tema de la resurrección es uno de los
temas más descomprometidos y menos peligrosos que hay en el evangelio. De
donde se plantea una cuestión elemental: ¿será que no entendemos ya lo que
significa la resurrección del Señor?, ¿será, por lo tanto, que no la
predicamos como hay que predicarla?
Para responder a esta cuestión, empezaré recordando cómo presentan los
apóstoles y discípulos la resurrección de Jesús. En este sentido, lo más
importante es que la presentan en forma de denuncia. Una denuncia directa,
clara y fuerte: Vosotros lo habéis matado, pero Dios lo ha resucitado (Hech
3,15; 4,10; 5,30; 13,30). Por lo tanto, se trata de un anuncio que, en el
momento de ser pronunciado, tiene plena actualidad. Es decir, no se trata de
una cuestión pasada, que se recuerda y nada más, sino que es un asunto que
concierne y afecta directamente a quienes oyen hablar de ello. Más aún, es
un asunto gravísimo, que, en el fondo, equivale a decir lo siguiente: Dios
le da la razón a Jesús y os la quita a todos vosotros. Porque, en
definitiva, la afirmación según la cual "Dios lo ha resucitado" (Hech
2,24-32; 3,15-26; 4,10; 5,30 ,30; 10,40; 13,30.34.37), viene a decir que
Dios se ha puesto de parte de Jesús, está a favor de él y le ha dado la
razón, aprobando así su vida y su obra.
Por consiguiente, parece bastante claro que predicar la resurrección y vivir
ese misterio consiste, ante todo, en portarse de tal manera, vivir de tal
manera y hablar de tal manera que uno le da la razón a Jesús y se la quita a
todos cuantos se comportan como se comportaron los que asesinaron a Jesús.
Pero, es claro, eso supone una manera de vivir y de hablar que incide en las
situaciones concretas de la vida. Y que incide en tales situaciones en forma
de juicio y de pronunciamiento: a favor de unos criterios y en contra de
otros; a favor de unos valores y en contra de otros; a favor de unas
personas y en contra de otras; y así sucesivamente.
De donde resulta una consecuencia importante, a saber: la primera forma de
presencia y actuación del resucitado en una persona y en una comunidad de
creyentes consiste en ponerse de parte de Jesús y de su mensaje, en el
sentido indicado. Por lo tanto, se trata de una forma de presencia y de
actuación que inevitablemente resulta conflictiva, como conflictiva fue en
el caso de los primeros creyentes, que se vieron perseguidos por causa de su
fidelidad al anuncio del resucitado.
Y todo esto, en definitiva, quiere decir lo siguiente: Jesús fue perseguido
y asesinado por defender la causa del ser humano, sobre todo por defender la
causa de los pobres y marginados de la tierra, contra los poderes e
instituciones que actúan en este mundo como fuerzas de opresión y
marginación. Por lo tanto, se puede decir que cuantos sufren el mismo tipo
de persecución que sufrió Jesús, esos son quienes viven la primera y
fundamental forma de presencia del resucitado en sus vidas, mientras que,
por el contrario, quienes jamás se han visto perseguidos o molestados,
quienes siempre viven aplaudidos y estimados, ésos se tienen que preguntar
si su fe en la resurrección no es, más que nada, un principio ideológico con
el que a lo mejor se ilusionan engañosamente. He ahí un criterio importante,
fundamental incluso, para compulsar y medir nuestra propia fe en Jesús
Resucitado.
El triunfo de la vida: el Resucitado está presente donde la vida lucha
contra la muerte
La enseñanza de San Pablo sobre la resurrección se centra, sobre todo, en un
punto esencial, a saber: que la resurrección cristiana es el triunfo
definitivo de la vida sobre la muerte. Así fue en el caso de Jesús. Y así es
también en la situación, en la vida y en la historia de cada creyente (Rom
6,4.5.9; 7,4; 2 Cor 5,15; Fil 3,10-11; Col 2,12). Porque, en definitiva, el
destino del cristiano es el mismo destino de Jesús.
Por otra parte, hay que tener muy en cuenta, cuando hablamos de la
resurrección, que no se trata solamente del triunfo de la vida en la "otra
vida", sino del triunfo de la vida sobre la muerte ya desde ahora, en las
condiciones y en la situación de nuestro mundo y de nuestra historia. En
este sentido, la afirmación de la carta a los Colosenses resulta magistral:
"Fue él quien os asoció a su resurrección por la fe en la fuerza de Dios que
lo resucitó a él de la muerte. Y a vosotros, muertos como estabais por
vuestros delitos y por no extirpar vuestros bajos instintos, Dios os dio
vida con él" (Col 2,12-13). En este texto, los verbos están en pasado. Lo
cual quiere decir que el acontecimiento ya se ha producido: la vida ha
triunfado ya sobre la muerte. Y se expresa en el triunfo sobre los delitos y
sobre los bajos instintos a los que va sometiendo progresivamente, hasta su
expansión definitiva y última, que acontecerá en el "más allá".
Ahora bien, todo esto quiere decir que la resurrección se vive y se hace
presente donde la vida lucha contra la muerte, donde las fuerzas de la vida
vencen a las fuerzas de la muerte. Pero aquí conviene que seamos lúcidos y
no nos dejemos engañar. Porque en esta vida hay dos clases de fuerzas que
empujan hacia la muerte: de una parte, están las fuerzas que son
absolutamente inevitables, porque no dependen en absoluto de la libertad y
de la voluntad de los hombres y mujeres; pero están, por otra parte, las
fuerzas evitables, las que dependen directa o indirectamente de la libre
determinación de las personas, A las primeras pertenecen, por ejemplo, el
envejecimiento o una catástrofe natural; a las segundas pertenecen las
guerras, las condiciones economices, sociales y políticas y todo lo que, en
definitiva, está a nuestro alcance.
Vistas así las cosas, hay que decir que la resurrección se hace presente y
se manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere por evitar la muerte que
está a nuestro alcance y por suprimir el sufrimiento que se puede evitar. Y
aquí es donde, sobre todo, tiene que hacerse patente y tangible la fe en la
resurrección: sufriendo por suprimir el sufrimiento y hasta muriendo por
evitar la muerte. De tal manera que la fe en la resurrección es lo que tiene
que ser en la medida en que se acerca a esta forma de praxis, es decir, en
la medida en que se acerca a este compromiso práctico con la vida y en favor
de la vida.
Desde este punto de vista, hay que denunciar todas las formas de evasión y
alienación que, en último término, se vienen a reducir a una fe más o menos
teórica y colocada solamente en el "más allá", mientras que asistimos, en el
"más acá", al terrible espectáculo del sufrimiento y de la muerte con la
conciencia de que eso no concierne propiamente a nuestra fe en el
resucitado. Seguramente consiste en eso uno de los peligros más serios que
amenazan a la fe: se acepta teóricamente lo que no está a nuestro alcance,
mientras que no se presta atención a lo que prácticamente sí está en nuestra
mano. Por la sencilla razón de que lo primero no compromete a nada, mientras
que lo segundo constituye una amenaza terrible para nuestra propia
seguridad. "¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?" (Hech 1,11). Sin
duda, estas palabras angélicas, dirigidas a los primeros discípulos de,
Jesús, deberían convertirse en lema para muchos cristianos. Para todos los
que tranquilizan su conciencia con la fe en la otra vida, mientras que esta
vida se desangra por mil heridas abiertas.
Pero hay más. Jesús es la vida (Jn 14,6). De tal manera que él es la
resurrección precisamente porque él mismo es la vida (Jn 11,25). No
olvidemos que resucitar supone vivir antes. Luego se puede decir, con todo
derecho, que Jesús es la plenitud de la resurrección porque él fue antes la
plenitud de la vida. Por eso su presencia y su contacto curaba a los
enfermos y resucitaba a los muertos. Por eso su tarjeta de presentación y su
documento de identidad es la buena noticia de la vida para todo lo que en
este mundo es muerte y actúa a favor de la muerte (Mt 11,2-6; Le 4,17-18).
De donde resulta que comprometerse por la fe en Jesús es lo mismo que
comprometerse por la lucha en favor de la vida. Por una vida más humana, más
plena, más feliz y más completa en todos los órdenes de la vida.
La esperanza: no hay fracaso, ni muerte -por el Reino- que nos pueda hundir
Es sin duda alguna el aspecto más frecuentemente destacado en las cartas
apostólicas. Seguramente porque esta cuestión representaba una dificultad
muy fuerte en aquella sociedad y en aquella cultura, nada propensa a la
aceptación de este tipo de cosas (cf. Hech 17,32). Por eso los autores del
Nuevo Testamento tuvieron que insistir especialmente en este punto (Jn 5,24;
11,25-26; Rom 8,11. 1 Cor 6,14; 15,12-15; 2 Cor 1,9; 4,14; Ef 2, 5-6; Col
2,12; 3,1; 1 Tes 1,10; 4,14; 2 Tim 2,8; 1 Pe 1,3). Hasta el punto de llegar
a decir que quien presta su adhesión incondicional a Jesús "no sabrá nunca
lo que es morir" (Jn 8,51).
Pero, en realidad, ¿qué es lo que nos viene a decir todo esto? Ante todo,
nos viene a decir que nuestra vida no está condenada al fracaso y la
frustración, sino que, por el contrario, quienes creemos en Jesús tenemos,
por eso mismo, asegurada la pervivencia, por encima de la aplastante
evidencia de la muerte. Por lo tanto, nos viene a decir que allí "donde se
estrellan todas las esperanzas humanas" (J. Moltmann), allí precisamente
empieza la esperanza de los creyentes. Y, por consiguiente, nos viene a
decir que no hay fracaso ni frustración que nos pueda hundir, por muy
sombrío que se presente el horizonte, incluso cuando tenemos delante una
cosa tan inevitable como es la muerte o una realidad tan aplastante como el
fracaso de un condenado a la más humillante de las ejecuciones.
Pero, si es que somos coherentes, tenemos que sacar hasta la última
consecuencia de todo este planteamiento. Porque lo absurdo sería esperar
contra la muerte, pero no soportar la contradicción de todo lo que es menos
que la muerte. Es más, todo esto nos indica también que la esperanza
cristiana no consiste en eliminar la contradicción. Porque no consiste en
eliminar la muerte. Pero es el triunfo sobre la muerte, a pesar de la misma
muerte. Pues lo mismo en todo lo demás. En los fracasos de la vida, en las
contradicciones grandes y pequeñas, en la oposición que con frecuencia
experimentamos de la manera que sea. Con tal, claro está, que se cumpla una
condición: que se trate de fracasos, frustraciones y oposición al reino de
Dios, al proyecto de Jesús sobre la historia y la humanidad. Por eso, en la
medida en que nuestras aspiraciones coinciden con ese proyecto, no tenemos
derecho al desaliento y menos aún a la falta de esperanza.
La consecuencia inmediata, que de aquí se sigue, es de una enorme
actualidad. Con frecuencia encontramos en la vida a personas o grupos que se
cansan de luchar, porque se han decepcionado a fuerza de fracasos y
contradicciones. Por supuesto, una reacción así es comprensible. Pero es
comprensible solamente cuando las cosas se miran sin fe. Por eso, cuando en
un tiempo de desencanto como el actual vemos a tantos que dicen "¡basta ya!"
y se dedican a vegetar en posiciones más o menos cómodas, hay que
preguntarse dónde está la fe de esa gente, dónde está su profundidad
cristiana y dónde está su esperanza. Porque -hay que decirlo una vez más- la
esperanza de los cristianos no es solamente esperanza en la vida del cielo,
sino también, y precisamente por eso, esperanza en el reino de Dios que ya
se ha hecho presente en la tierra, en la vida y en la historia.
Consecuencias: ¿en qué "lugares" se hace presente el Resucitado?
Empezaba yo estas páginas preguntando si realmente se puede decir que la fe
en la resurrección ocupa el centro de la vida de los creyentes. Ahora
tenemos ya suficientes elementos de juicio para responder a esa cuestión.
Y, ante todo, después de todo lo dicho, está bastante claro que la fe en la
resurrección no consiste en el mero convencimiento teórico e inoperante de
quien sabe que existe la otra vida y cree mentalmente en ese asunto. La fe
en la resurrección entraña esencialmente la presencia y la actuación del
Resucitado en quien tiene esa fe. Ahora bien, después de todo lo que hemos
dicho aquí, se puede afirmar que el Resucitado se hace presente en aquellos
que le dan la razón a él y se ponen de su parte, en aquellos que luchan en
favor de la vida y contra las fuerzas de muerte que actúan en la sociedad y
en la historia, y en aquellos que, a pesar de todos los pesares, no se dejan
ni vencer ni aun siquiera acobardar por la contradicción y el
enfrentamiento, vengan de donde vengan. Pero, en realidad, ¿quiénes son esas
personas?
1. No los que "saben" sino los que "actúan". Por supuesto no son los que
saben todo eso y se limitan a saberlo, sino los que actúan en la vida de
acuerdo con esos principios, aun cuando ellos se los formulen de otra
manera. Aquí, por supuesto, hay que hacer mención expresa de los creyentes
anónimos, es decir, de todos aquellos hombres y mujeres de buena voluntad,
que desde sus propios presupuestos -dadas las posibilidades concretas de
cada cual- actúan de hecho en favor de todo lo que actuó Jesús, aun cuando
ni siquiera se hayan enterado de la existencia histórica del mismo Jesús. Y,
por el contrario, hay que hablar también de los que, con razón, pueden ser
calificados como "ateos religiosos", es decir, aquellos hombres y mujeres de
mala voluntad, que. se sirven de las creencias y de la práctica de la
religión para justificar comportamientos de insolidaridad y actuaciones
opuestas a todo lo que defendió Jesús.
2. Un tipo de hombre con talante utópico. Por otra parte, es claro que esta
manera de entender la fe en la resurrección nos ofrece, como resultante, un
determinado tipo de persona. Porque, a fin de cuentas, cada uno viene a
configurarse de acuerdo con aquello en lo que de verdad cree o con aquello
que constituye la base, de sus convicciones más profundas. Ahora bien, el
tipo de persona que surge de la fe en la resurrección es, en primer lugar,
un ser humano, con un marcado talante utópico, porque todo lo que defendió
Jesús hasta la muerte es, en definitiva, una formidable utopía, la utopía de
una sociedad verdaderamente fraternal y solidaria donde terminan por
imponerse los valores del Reino de Dios.
3. Inconformista frente a la realidad. En tercer lugar, el tipo de ser
humano que surge de la fe en la resurrección es un profundo inconformista
frente a la realidad tan desagradablemente injusta y contradictoria que
tenemos que presenciar todos los días en nuestro mundo y en nuestra
sociedad. Teniendo en cuenta que no se trata solamente del inconformismo
frente al pecado, sino además frente a las fuerzas de opresión, de
sufrimiento y de muerte que, con frecuencia, generan las instituciones con
sus dinamismos a veces muy despersonalizados.
4. Inevitablemente conflictivo. En cuarto lugar, el tipo de ser humano que
surge de la fe en la resurrección es inevitablemente un ser humano
conflictivo. Porque en la medida en que se toman en serio las dos
características anteriores, en esa misma medida se provoca, antes o después,
el enfrentamiento y la contradicción. Por lo tanto, no se trata del
individuo complicado y difícil, que hace difícil también la convivencia, a
resultas de la conflictividad que él vive. Se trata, por el contrario, del
constructor de la paz, que se enfrenta a todos los violentos de la tierra.
5. Mirada puesta en el futuro. Y por último, el tipo de ser humano que surge
de la fe en la resurrección es el ser humano que cree en el futuro de la
vida y de la historia. Y por eso, tiene su mirada puesta en el futuro, más
que en la nostálgica consideración del pasado. Pero teniendo presente que no
se trata solamente del futuro último, el futuro que trasciende a toda
historia, sino el futuro histórico, el futuro de la tierra y de la creación,
que es el futuro de cuantos trabajan por una humanidad mejor y un mundo más
habitable.
6. "Cor inquietum". Y para terminar, un texto apasionado y apasionante de J.
Moltmann, el teólogo de la esperanza:
«Creer significa rebasar, en una esperanza que se adelanta, las barreras que
han sido derribadas por la resurrección del crucificado. Si reflexionamos
sobre esto, entonces esa fe no puede tener nada que ver con la huida del
mundo, con la resignación y los subterfugios. En esta esperanza, el alma no
se evade de este valle de lágrimas hacia un mundo imaginario de gentes
bienaventuradas, ni tampoco se desliga de la tierra. Pues, para decirlo con
palabras de Ludwig Feuerbach, la esperanza sustituye el más allá sobre
nuestro sepulcro en el cielo por el más allá sobre nuestro sepulcro en la
tierra, lo reemplaza por el futuro histórico, por el futuro de la
humanidad... La fe se introduce en esta contradicción, y con ello se
convierte a sí misma en una contradicción contra el mundo de la muerte. Por
esto la fe, cuando se dilata hasta llegar a la esperanza, no aquieta sino
que inquieta, no pacifica sino que impacienta. La fe no aplaca el cor
inquietum, sino que ella misma es ese cor inquietum en el ser humano. El que
espera en Cristo no puede conformarse ya con la realidad dada, sino que
comienza a sufrir a causa de ella, a contradecirla. Paz con Dios significa
discordia con el mundo, pues el aguijón del futuro prometido punza
implacablemente en la carne a todo presente no cumplido» (Teología de la
Esperanza, Salamanca 1969, 26-27).
Después de todo lo que hemos dicho aquí, y a la luz de estas palabras de
Moltmann, podemos llegar a nuestra última conclusión: el resucitado se hace
presente y actúa en la historia precisamente en aquellos hombres y mujeres
que tienen ese cor inquietum, esa impaciencia. Aun cuando ellos no lo sepan
decir con estas palabras o con otras parecidas. Porque aquí no es cuestión
de saberes o de palabras. Es cuestión de una fe que inquieta, que
impacienta, y que empuja hacia el futuro de la humanidad, con el firme
convencimiento de que la utopía es posible.
(José María CASTILLO)
Tuve un sueño. Me parecía caminar sobre la arena de una playa al lado del
Señor Jesús. Nuestros pasos dejaban en la arena una doble serie de huellas:
las mías y las de Jesús. Pensé que cada uno de mis pasos representaba un día
de mi vida. Entonces, siempre en sueño, me di vuelta para volver a ver todas
aquellas huellas en la arena, y me fijé que a veces en lugar de dos series
de huellas, aparecía solamente una. Rehice todo el camino de mi vida y con
asombro me di cuenta que los trechos de mi existencia, en que aparecía una
sola serie de huellas, correspondían a los días más tristes de mi
existencia. Días de angustia y de tristeza, de rabia y mal humor, días de
pruebas y de sufrimientos.
Entonces le dije a mi Señor Jesús: "Tú nos has prometido quedarte con
nosotros todos los días de nuestra vida. ¿Por qué no cumpliste con tu
promesa y me dejaste solo precisamente en los días más difíciles de mi vida,
cuando más yo necesitaba tu presencia?
Y el Señor me contestó sonriendo. "Hijo mío, yo no he dejado de amarte ni un
solo instante de tu vida. Las huellas que tu ves en los días más difíciles
de tu vida y que aparecen solas, son las mías. En aquellos días yo te
llevaba en mis brazos.
Para comprender mejor la relación entre la providencia de Dios y nuestra
libertad, puede ser útil pensar que comúnmente, somos como un niño pequeño
que Dios toma de la mano y lo sostiene cuando amenaza de caer. Si un niño de
pocos años se encuentra en medio del tráfico tumultuoso de una ciudad, tiene
miedo y se desespera. Pero si camina a lado de su padre o su madre que lo
tiene bien estrecho en su grande mano, ya no llora ni se desespera; se
siente seguro y camina sorteando piedras y charcos.
Pero a veces Dios nos levanta y toma en sus brazos llevándonos a salvación.
Lo único que Dios nos pide es que tengamos confianza en él y no nos dejemos
arrastrar por el miedo y la angustia como si estuviéramos solos sin su
paterna presencia. Dios Padre nunca duerme, siempre vigila para nuestro bien
aunque normalmente nos deja aparentemente solos para que podamos desarrollar
todas nuestras capacidades..
(Cortesía: NBCD y iveargentina.org)