La Pasión de Cristo I
Primera predicación de Cuaresma
Reflexiones sobre algunos aspectos
de la Pasión de Cristo
«Preso de la angustia,
oraba más intensamente» (Lc 22, 44)
Raniero Cantalamessa O.F.M.Cap.
1. Bautizados en su muerte
En las meditaciones de Adviento procuré
sacar a la luz la necesidad que tenemos, en el momento actual, de redescubrir el
kerygma, esto es, ese núcleo original del mensaje cristiano en presencia
del cual florece normalmente el acto de fe. De este núcleo, la Pasión y muerte
de Cristo representa su elemento fundamental.
Desde el punto de vista objetivo o de la fe, es la resurrección, no la muerte de
Cristo, el elemento calificador: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto,
escribe San Agustín; esto lo creen también los paganos y los réprobos; todos lo
creen. Pero lo verdaderamente grande es creer que él ha resucitado. La fe de los
cristianos es la resurrección de Cristo» [1]. Pero desde el punto de vista
subjetivo o de la vida, es la pasión, no la resurrección, el elemento para
nosotros más importante: «De las tres cosas que constituyen el sacratísimo
triduo – crucifixión, sepultura y resurrección del Señor -, nosotros, escribe
también San Agustín, realizamos en la vida presente el significado de la
crucifixión, mientras tenemos por fe y esperanza lo que significan la sepultura
y la resurrección» [2].
Se ha escrito que los Evangelios son «relatos de la Pasión precedidos de una
larga introducción» (M. Kahler). Pero lamentablemente ésta, que es la parte más
importante de los Evangelios, es también la menos valorada en el curso del año
litúrgico, pues se lee una sola vez al año, en Semana Santa, cuando por la
duración de los ritos, es además imposible detenerse a explicarla y comentarla.
En un tiempo la predicación sobre la Pasión ocupaba un lugar de honor en toda
misión popular; hoy, que estas ocasiones han pasado a ser raras, muchos
cristianos llegan al final de su vida sin haber subido jamás al Calvario...
Con nuestras reflexiones cuaresmales nos proponemos colmar, al menos en pequeña
medida, esta laguna. Queremos estar un poco con Jesús en Getsemaní y en el
Calvario para llegar preparados a la Pascua. Está escrito que en Jerusalén había
una piscina milagrosa y el primero que se zambullía en ella, cuando sus aguas se
agitaban, era sanado. Nosotros debemos arrojarnos ahora, en espíritu, en esta
piscina, o en este océano, que es la pasión de Cristo.
En el bautismo hemos sido «bautizados en su muerte», «con él sepultados» (Rm 6,
3 s): aquello que sucedió una vez místicamente en el sacramento, debe realizarse
existencialmente en la vida. Debemos darnos un baño saludable en la pasión para
ser renovados por ella, revigorizados, transformados. «Me sepulté en la pasión
de Cristo, escribe la Beata Angela de Foligno, y se me dio la esperanza de que
en ella encontraría mi liberación» [3].
2. Getsemaní, un hecho histórico
Nuestro viaje a través de la Pasión empieza, como el de Jesús, desde Getsemaní.
La agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos es un hecho afirmado, en los
Evangelios, sobre cuatro columnas, esto es, por los cuatro evangelistas. Juan,
en efecto, también habla de ello, a su manera, cuando pone en boca de Jesús las
palabras: «Ahora mi alma está turbada» (que recuerdan «mi alma está triste», de
los sinópticos) y las palabras: «¡Padre, líbrame de esta hora!» (que recuerdan
el «aparta de mí este cáliz», de los sinópticos) (Jn 12, 27 s.). También hay un
eco de ello, como veremos, en la Carta a los Hebreos.
Es algo completamente extraordinario que un hecho tan poco «apologético» haya
encontrado un puesto tan relevante en la tradición. Sólo un acontecimiento
histórico, fuertemente afirmado, explica la relevancia dada a este momento de la
vida de Jesús. Cada uno de los evangelistas dio al episodio una coloración
diferente según su propia sensibilidad y las necesidades de la comunidad para la
que escribía. Pero no añadieron nada verdaderamente «ajeno» al hecho; más bien
cada uno sacó a la luz algunas de las infinitas implicaciones espirituales del
hecho. No hicieron, como se dice hoy, eis-egesis, sino exegesis.
Las que, según la letra, son, en los Evangelios, afirmaciones contrastantes y
excluyentes recíprocamente, no lo son según el Espíritu. Si está ausente una
coherencia exterior y material, no falta en cambio una profunda concordia. Los
Evangelios son cuatro ramas de un árbol, separadas en la copa, pero unidas en el
tronco (la tradición común oral de la Iglesia) y, a través de él, en la raíz,
que es el Jesús histórico. La incapacidad de muchos estudiosos de la Biblia de
ver las cosas a esta luz depende, en mi opinión, de la ignorancia respecto a lo
que sucede en los fenómenos espirituales y místicos. Son dos mundos regidos por
leyes distintas. Es como si uno quisiera explorar los cuerpos celestes con los
instrumentos de exploración submarina.
Un eminente exégeta católico, Raymond Brown, quien supo conjugar de forma
ejemplar rigor científico y sensibilidad espiritual en el estudio de la Biblia,
resume así el contenido del episodio inicial de la Pasión:
«Jesús que se separa de sus discípulos, la angustia de su alma al rogar que el
cáliz se apartara de él, la amorosa respuesta del Padre que envía un ángel para
sostenerle, la soledad del Maestro que tres veces encuentra a sus discípulos
dormidos en lugar de orar con él, el valor expresado en la resolución final de
ir al encuentro del traidor: tomada de los diversos evangelios esta combinación
de dolor humano, apoyo divino y ofrecimiento solitario de sí ha contribuido
mucho a hacer que los creyentes en Jesús le amen, convirtiéndose en objeto de
arte de meditación» [4].
El núcleo originario en torno al cual se desarrolló toda la escena de Getsemaní
parece haber sido el de la oración de Jesús. El recuerdo de una lucha de Jesús
en la oración ante la inminencia de su Pasión hunde sus raíces en una tradición
antiquísima, de la que dependen tanto Marcos como las otras fuentes [5], y es en
este aspecto sobre el que deseamos reflexionar en la presente meditación.
Los gestos que él hace son los de una persona que se debate en una angustia
mortal: «caía en tierra», se levanta para ir donde sus discípulos, vuelve a
arrodillarse, después se alza de nuevo... suda como gotas de sangre (Lc 22, 44).
De sus labios sale la súplica: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta
de mi este cáliz» (Mc 14, 36). La «violencia» de la oración de Jesús en la
inminencia de su muerte destaca sobre todo en la Carta a los Hebreos, en la que
se dice que Cristo, «en los días de su vida mortal, ofreció ruegos y súplicas
con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte» (Hb 5, 7).
Jesús está solo, ante la perspectiva de un dolor enorme que está a punto de caer
sobre él. La «hora» esperada y temida del combate final con las fuerzas del mal,
de la gran prueba (peirasmos), ha llegado. Pero la causa de su angustia
es más profunda aún: él se siente cargado de todo el mal y las indignidades del
mundo. Él no ha cometido este mal, pero es lo mismo, porque lo ha asumido
libremente: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1 P 2, 24), esto es (según
el sentido que esta palabra tiene en la Biblia), en su propia persona, alma,
cuerpo y corazón a la vez. Jesús es el hombre «hecho pecado», dice San Pablo (2
Co 5, 21).
3. Dos formas distintas de luchar con Dios
Para quitar todo pretexto a la herejía arriana, algunos antiguos Padres
explicaron el episodio de Getsemaní en clave pedagógica con la idea de la
«concesión» (dispensatio): Jesús no experimentó verdaderamente angustia y
pavor, sólo quiso enseñarnos cómo vencer con la oración nuestras resistencias
humanas. En Getsemaní, escribe San Hilario de Poitiers, «Cristo no está triste
por sí y no ruega por sí, sino por aquellos a quienes advierte de que oren con
atención, para que no se cierna sobre ellos el cáliz de la pasión» [6].
Después de Calcedonia y, sobre todo, tras la superación de la herejía
monotelita, ya no se siente la necesidad de recurrir a esta explicación. Jesús
en Getsemaní no reza sólo para exhortarnos a nosotros a que lo hagamos. Ora
porque, siendo verdadero hombre, «en todo semejante a nosotros, menos en el
pecado», experimenta nuestra misma lucha frente a lo que repugna a la naturaleza
humana [7].
Pero aunque Getsemaní no se explique entonces sólo con la intención pedagógica,
es cierto que tal preocupación estaba presente en la mente de los evangelistas
que nos transmitieron el episodio, y es importante para nosotros recogerla. No
se puede separar, en los Evangelios, la narración del hecho del llamamiento a la
imitación. «Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus
huellas», dice la Carta de Pedro (1 P 2, 21).
La palabra «agonía» dicha de Jesús en Getsemaní (Lc 22, 44) hay que entenderla
en el sentido originario de lucha, más que en el actual de agonía. Llega el
tiempo en que la oración se transforma en combate, fatiga, agonía. No hablo, en
este momento, de la lucha contra las distracciones, o sea, de la lucha con
nosotros mismos; hablo de la lucha con Dios. Esto ocurre cuando Dios te pide
algo que tu naturaleza no está lista para darle y cuando la acción de Dios se
hace incomprensible y desconcertante.
La Biblia presenta otro caso de lucha con Dios en la oración y es muy
instructivo comparar entre sí los dos episodios. Se trata del combate de Jacob
con Dios (Gn 32, 23-33). También el escenario es muy parecido. El combate de
Jacob se desarrolla de noche, al otro lado de un vado –el de Yabboq--, e
igualmente el de Jesús tiene lugar de noche, al otro lado del torrente Cedrón.
Jacob aleja de sí a esclavos, esposas e hijos; para quedarse solo, Jesús se
aparta también de los últimos tres discípulos para orar.
¿Pero por qué lucha Jacob con Dios? Aquí está la gran lección que debemos
aprender. «No te suelto – dice – hasta que no me hayas bendecido», o sea, hasta
que no hagas cuanto te pido. Y aún: «Dime tu nombre». Está convencido de que,
usando el poder que da conocer el nombre de Dios, podrá prevalecer sobre su
hermano Labán, quien le sigue. Dios le bendice, pero no le revela su nombre.
Jacob lucha por lo tanto para plegar a Dios a su voluntad; Jesús lucha para
plegar su voluntad humana a Dios. Lucha porque «el espíritu está pronto, pero la
carne es débil» (Mc 14, 38). Surge espontáneamente preguntarse: ¿a quién nos
parecemos nosotros, cuando oramos en situaciones de dificultad? Nos parecemos a
Jacob, al hombre del Antiguo Testamento, cuando, en la oración, luchamos para
inducir a Dios a que cambie de decisión, más que para cambiar nosotros mismos y
aceptar su voluntad; para que nos quite esa cruz, más que para ser capaces de
llevarla con él. Nos parecemos a Jesús si, aún entre los gemidos y la carne que
suda sangre, buscamos abandonarnos a la voluntad del Padre. Los resultados de
las dos oraciones son muy diferentes. A Jacob Dios no le da su nombre, pero a
Jesús le dará el nombre que está sobre todo nombre (Flp 2, 11).
A veces, perseverando en este tipo de oración, sucede algo extraño que es bueno
conocer para no perder una ocasión preciosa. Las partes se invierten: Dios se
convierte en quien ruega y tú en aquel a quien se ruega. Te pones a rezar para
pedir algo a Dios y, una vez en oración, te das cuenta poco a poco de que es él,
Dios, quien tiende su mano hacia ti pidiéndote algo. Has ido a pedirle que te
quite aquel aguijón de la carne, aquella cruz, aquella prueba, que te libre de
esa función, de aquella situación, de la cercanía de aquella persona... Y he
aquí que Dios te pide precisamente que aceptes esa cruz, esa situación, esa
función, a esa persona.
Una poesía de Tagore ayuda a entender de qué se trata. Es un mendigo quien habla
y relata su experiencia. Dice más o menos así: Había estado pidiendo de puerta
en puerta por la calle de la ciudad, cuando desde lejos apareció una carroza de
oro. Era la del hijo del Rey. Pensé: ésta es la ocasión de mi vida; y me senté
abriendo bien el saco, esperando que se me diera limosna sin tener que pedirla
siquiera; más aún, que las riquezas llovieran hasta el suelo a mi alrededor.
Pero cuál no fue mi sorpresa cuando, al llegar junto a mí, la carroza se detuvo,
el hijo del Rey descendió y extendiendo su mano me dijo: «¿Puedes darme alguna
cosa?». ¡Qué gesto el de tu realeza, extender tu mano!... Confuso y dubitativo
tomé del saco un grano de arroz, uno solo, el más pequeño, y se lo di. Pero qué
tristeza cuando, por la tarde, rebuscando en mi saco, hallé un grano de oro,
solo uno, el más pequeño. Lloré amargamente por no haber tenido el valor de dar
todo [8].
El caso más sublime de esta inversión de las partes es precisamente la oración
de Jesús en Getsemaní. Él ruega que el Padre le aparte el cáliz, y el Padre le
pide que lo beba para la salvación del mundo. Jesús da no una, sino todas las
gotas de su sangre, y el Padre le recompensa constituyéndole, también como
hombre, Señor, de modo que «una sola gota de esa sangre basta para salvar el
mundo entero» (una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere).
4. «Preso de la angustia, oraba más intensamente»
Estas palabras fueron escritas por el evangelista Lucas (22, 44) con una clara
intención pastoral: mostrar a la Iglesia de su tiempo, sometida también ya a
situaciones de lucha y de persecución, qué enseñó a hacer el Maestro en tales
apuros.
La vida humana está sembrada de muchas pequeñas noches de Getsemaní. Las causas
pueden ser numerosísimas y distintas: una amenaza que se perfila para nuestra
salud, una incomprensión del ambiente, la indiferencia de quien tenemos cerca,
el temor a las consecuencias de algún error cometido. Pero puede haber causas
más profundas: la pérdida del sentido de Dios, la abrumadora conciencia del
propio pecado e indignidad, la impresión de haber perdido la fe. En resumen, lo
que los santos han llamado «la noche oscura del espíritu».
Jesús nos enseña qué es lo primero que hay que hacer en estos casos: recurrir a
Dios con la oración. No hay que engañarse: es verdad que Jesús, en Getsemaní,
busca también la compañía de sus amigos, pero ¿por qué la busca? No para que le
digan palabras buenas, para distraerse o para que le consuelen. Pide que le
acompañen en la oración, que recen con él: «¿Con que no habéis podido velar
conmigo ni siquiera una hora? Velad y orad» (Mt 26, 40).
Es importante observar cómo empieza la oración de Jesús en Getsemaní, en la
fuente más antigua, que es Marcos: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti» (Mc
14, 36). El filósofo Kierkegaard hace al respecto reflexiones iluminadoras.
Dice: «La cuestión decisiva es que para Dios todo es posible». El hombre cae en
la verdadera desesperación sólo cuando ya no tiene ante sí posibilidad alguna,
ninguna tarea, cuando, como se dice, no hay nada que hacer. «Cuando uno
desvanece, se manda en busca de agua de Colonia, gotas de Hoffmann; pero cuando
uno desespera, hay que decir: “Hallad una posibilidad, ¡halladle una
posibilidad!”. La posibilidad es el único remedio; dadle una posibilidad y el
desesperado recobra las ganas, se reanima, porque si el hombre se queda sin
posibilidad es como si le faltara el aire. A veces la inventiva de una fantasía
humana puede bastar para hallar una posibilidad; pero al final, cuando se trata
de creer, sólo sirve esto: que para Dios todo es posible» [9].
Esta posibilidad siempre al alcance de la mano para un creyente es la oración.
«Orar es como respirar» [10]. ¿Y si ya se ha orado sin éxito? ¡Orar más! Orar
prolixius, con mayor insistencia. Se podría objetar que, sin embargo, Jesús
no fue escuchado, pero la Carta a los Hebreos dice exactamente lo contrario:
«Fue escuchado por su piedad». Lucas expresa esta ayuda interior que Jesús
recibió del Padre con el detalle del ángel: «Entonces, se le apareció un ángel
venido del cielo que le confortaba» (Lc 22, 43). Pero se trata de una prolepsis,
de una anticipación. La verdadera gran escucha del Padre fue la resurrección.
Dios, observaba Agustín, escucha aún cuando... no escucha, esto es, cuando no
obtenemos lo que estamos pidiendo. Su retraso en atender es ya una escucha, para
podernos dar más de lo que le pedimos [11]. Si a pesar de todo seguimos orando
es señal de que nos está dando su gracia. Si Jesús al final de la escena
pronuncia su resuelto: «¡Levantaos! ¡Vamos!» (Mt 26, 46), es porque el Padre le
ha dado más que «doce legiones de ángeles» para defenderle. «Le ha inspirado,
dice Santo Tomás, la voluntad de sufrir por nosotros, infundiéndole el amor»
[12].
La capacidad de orar es nuestro gran recurso. Muchos cristianos, incluso
verdaderamente comprometidos, experimentan su impotencia ante las tentaciones y
la imposibilidad de adaptarse a las altísimas exigencias de la moral evangélica
y concluyen, a veces, que no pueden y que es imposible vivir integralmente la
vida cristiana. En cierto sentido tienen razón. Es imposible, en efecto, por sí
solos, evitar el pecado; se necesita la gracia; pero además la gracia – se nos
enseña – es gratuita y no se la puede merecer. ¿Qué hacer entonces:
desesperarse, rendirse? Dice el Concilio de Trento: «Dios, dándote la gracia, te
manda hacer lo que puedes y pedir lo que no puedes» [13].
La diferencia entre la ley y la gracia consiste precisamente en esto: en la ley
Dios dice al hombre: «¡Haz lo que te mando!»; en la gracia, el hombre dice a
Dios: «¡Dame lo que me mandas!». La ley manda, la gracia demanda. Una vez
descubierto este secreto, Agustín, que hasta entonces había luchado inútilmente
para ser casto, cambió de método, y más que luchar con su cuerpo empezó a luchar
con Dios. Dijo: «Oh Dios, tú me mandas que sea casto; pues bien, ¡dame lo que
mandas y mándame lo que quieras!» [14]. ¡Y sabemos que obtuvo la castidad!
Jesús dio por adelantado a sus discípulos el medio y las palabras para unirse a
él en la prueba, el Padre Nuestro. No hay estado de ánimo que no se refleje en
el «Padre Nuestro» y que no encuentre en él la posibilidad de traducirse en
oración: el gozo, la alabanza, la adoración, la acción de gracias, el
arrepentimiento. Pero el «Padre Nuestro» es sobre todo la oración de la hora de
la prueba. Hay una semejanza evidente entre la oración que Jesús dejó a sus
discípulos y la que él mismo elevó al Padre en Getsemaní. Él nos dejó, en
realidad, su oración.
La oración de Jesús empieza como el Padre Nuestro, con el grito: «¡Abbá, Padre!»
(Mc 14, 36), o «Padre mío» (Mt 26, 39); prosigue, como el Padre Nuestro,
pidiendo que se haga su voluntad; pide que pase de él este cáliz, como en el
Padre Nuestro pedimos ser «librados del mal»; dice a sus discípulos que recen
para no caer en tentación y nos hace concluir el Padre Nuestro con las palabras:
«No nos dejes caer en la tentación».
¡Qué consuelo, en la hora de la prueba y de la oscuridad, saber que el Espíritu
Santo sigue en nosotros la oración de Jesús en Getsemaní, que los «gemidos
inenarrables» con que el Espíritu intercede por nosotros, en esos momentos,
llegan al Padre mezclados con los «ruegos y súplicas con poderoso clamor y
lágrimas» que el Hijo le elevó al sobrevenirle «su hora»! (Hb 5, 7).
5. En agonía hasta el fin del mundo
Debemos recoger una última enseñanza antes de despedirnos del Jesús de
Getsemaní. San León Magno dice que «la pasión se prolonga hasta el fin de los
siglos» [15]. Le hace eco el filósofo Pascal en la célebre meditación sobre la
agonía de Jesús:
«Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo. Durante este tiempo no hay
que dormir.
Yo pensaba en ti en mi agonía: esas gotas de sangre las derramé por ti.
¿Quieres costarme siempre sangre de mi humanidad, sin que tu derrames una
lágrima?
Yo soy más amigo tuyo que tal o cual, porque he hecho por ti más que ellos, y
ellos no sufrirían jamás lo que he sufrido por ti, nunca morirían por ti en el
momento de tu infidelidad y de tus crueldades, como he hecho yo y estoy
dispuesto a hacer en mis elegidos y en el Santo Sacramento» [16].
Todo esto no es un simple modo de hablar o una constricción psicológica;
corresponde misteriosamente a la verdad. En el Espíritu, Jesús está también
ahora en Getsemaní, en el pretorio, en la cruz. Y no sólo en su cuerpo místico –
en quien sufre, es apresado o asesinado –, sino, de una forma que no podemos
explicar, también en su persona. Esto es verdad no «a pesar de» su resurrección,
sino precisamente «a causa» de la resurrección que ha hecho al Crucificado
«viviente en los siglos». El Apocalipsis nos presenta al Cordero en el cielo «de
pié», o sea resucitado y vivo, pero con los signos todavía visibles de su
inmolación (Ap 5, 6).
El lugar privilegiado donde podemos encontrar a este Jesús «en agonía hasta el
fin del mundo» es la Eucaristía. Jesús la instituyó inmediatamente antes de ir
al Huerto de los Olivos para que sus discípulos pudieran, en toda época, hacerse
«contemporáneos» de su Pasión. Si el Espíritu nos inspira el deseo de estar una
hora al lado de Jesús en Getsemaní esta Cuaresma, la forma más sencilla de
llevarlo a cabo es pasar, en la tarde del jueves, una hora ante el Santísimo
Sacramento.
Esto no debe, evidentemente, hacernos olvidar el otro modo en que Cristo «está
en agonía hasta el fin del mundo», esto es, en los miembros de su cuerpo
místico. Es más, si queremos dar concreción a nuestros sentimientos hacia él, el
camino obligado es precisamente hacer a alguno de ellos lo que no podemos hacer
con él que está en la gloria.
La palabra Getsemaní se ha convertido en el símbolo de todo dolor moral. Jesús
todavía no ha sufrido en su carne; su dolor es del todo interior, y sin embargo
no suda sangre más que aquí, cuando es su corazón, no aún su carne, el que es
aplastado. El mundo es muy sensible a los dolores corporales, se conmueve
fácilmente por ellos; lo es mucho menos ante los dolores morales, de los que a
veces hasta se burla tomándolos por hipersensibilidad, autosugestiones,
caprichos.
Dios se toma muy en serio el dolor del corazón y así deberíamos hacer también
nosotros. Pienso en quien ve roto el lazo más fuerte que tenía en la vida y se
encuentra solo (más frecuentemente sola); en quien es traicionado en los
afectos, está angustiado ante algo que amenaza su vida o la de un ser querido;
en quien, injustamente o con razón (no hay mucha diferencia desde este punto de
vista), se ve señalado, de un día para otro, en el escarnio público. ¡Cuántos
Getsemaní escondidos en el mundo, tal vez bajo nuestro mismo techo, en la puerta
de al lado, o en la mesa de trabajo de al lado! Es tarea nuestra identificar a
alguien en esta Cuaresma y hacernos cercanos a quien se encuentra allí.
Que Jesús no tenga que decir entre estos, sus miembros: «Espero compasión, y no
la hay, consoladores, y no encuentro ninguno» (Sal 68, 21), sino que pueda, al
contrario, hacernos sentir en el corazón la palabra que recompensa todo: «A mí
me lo hicisteis».
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[1] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 120, 6: CCL 40, p. 1791.
[2] S. Agustín, Cartas, 55, 14, 24 (CSEL 34,2, p. 195).
[3] Il libro della B. Angela da Foligno, Quaracchi, Grottaferrata 1985,
p. 148.
[4] R. E. Brown, The Death of the Messiah. From Gethsemane to the Grave. A
Commentary on the Passion Narratives in the Four Gospels, I, Doubleday, New
York, 1994, p. 216.
[5] Brown, p. 233.
[6] Cfr. S. Hilario de Poitiers, De Trinitate, X, 37.
[7] Cfr. S. Máximo, Confesor, In Mattheum 26,39 (PG 91, 68).
[8] Tagore, Gitanjali, 50 (trad. ital. Newton Compton, Roma 1985, p. 91).
[9] S. Kierkegaard, La malattia mortale, parte I, C, (Opere, a cargo de
C. Fabro, pp. 639 ss.
[10] Ib. p. 640
[11] S. Agustín, Sobre la Primera Carta de Juan, 6, 6-8 (PL 35, 2023 s.).
[12] S. Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 47, a. 3.
[13] Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, n. 1536.
[14] S. Agustín, Confesiones, X, 29.
[15] S. León Magno, Sermo 70, 5: PL 54, 383
[16] B. Pascal, Pensamientos, n. 553 Br.