Padre Cantalamessa: Nosotros predicamos a Cristo Jesús como Señor (2 Corintios 4,5). La fe en Cristo hoy
PREPARA LA FIESTA
Preparación a la Navidad por el predicador de la Casa Pontificia, el padre
Raniero Cantalamessa OFM Cap. sobre el tema
* * *
Primera predicación de Adviento a la Casa Pontificia
LA FE EN CRISTO
HOY Y EN EL INICIO DE LA IGLESIA
Santo Padre, dos cosas siento necesidad de hacer en este momento: darle las
gracias por la confianza que se me ha otorgado al pedirme que continúe con
mi encargo de Predicador de la Casa Pontificia y expresarle mi total
obediencia y fidelidad, como sucesor de Pedro.
Creo que no hay un modo más bello de saludar el inicio de un nuevo
pontificado que el de recordar e intentar reproducir el hecho en el que
Cristo fundó el primado de Pedro. Simón se convierte en Kefa, Roca, en el
momento en que, por revelación del Padre, profesa su fe en el origen divino
de Jesús. "Sobre esta piedra -así San Agustín parafrasea las palabras de
Cristo- edificaré la fe que has profesado. Sobre el hecho de que has dicho:
"Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo", edificaré mi Iglesia" [1].
Por esto he pensado elegir "la fe en Cristo" como tema de la predicación de
Adviento. En esta primera meditación desearía intentar trazar la que me
parece que es la situación en acto en nuestra sociedad acerca de la fe en
Cristo y el remedio que la Palabra de Dios nos sugiere para afrontarla. En
los sucesivos encuentros meditaremos sobre qué nos dice hoy a nosotros la fe
en Cristo de Juan, de Pablo, del Concilio de Nicea y la fe experimentada de
María, su Madre.
1. Presencia - ausencia de Cristo
¿Qué papel tiene Jesús en nuestra sociedad y en nuestra cultura? Pienso que
se puede hablar, al respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. En cierto
nivel -el de los mass-media en general- Jesucristo está muy presente, nada
menos que una "Superstar", según el título de un conocido musical sobre él.
En una serie interminable de relatos, películas y libros, los escritores
manipulan la figura de Cristo, a veces bajo pretexto de fantasmales nuevos
documentos históricos sobre él. El Código Da Vinci es el último y más
agresivo episodio de esta larga serie. Se ha convertido ya en una moda, un
género literario. Se especula sobre la vasta resonancia que tiene el nombre
de Jesús y sobre lo que representa para amplia parte de la humanidad para
asegurarse gran publicidad a bajo coste. Y esto es parasitismo literario.
Desde cierto punto de vista podemos por lo tanto decir que Jesucristo está
muy presente en nuestra cultura. Pero si miramos hacia el ámbito de la fe,
al que él pertenece en primer lugar, notamos, al contrario, una inquietante
ausencia, si no hasta rechazo de su persona.
Ante todo a nivel teológico. Una cierta corriente teológica sostiene que
Cristo no habría venido para la salvación de los judíos (a los que les
bastaría permanecer fieles a la Antigua Alianza), sino sólo para la de los
gentiles. Otra corriente sostiene que él no sería necesario tampoco para la
salvación de los gentiles, teniendo éstos, gracias a su religión, una
relación directa con el Logos eterno, sin necesidad de pasar por el Verbo
encarnado y su misterio pascual. ¡Hay que preguntarse para quién es aún
necesario Cristo!
Más preocupante todavía es lo que se observa en la sociedad en general,
incluidos los que se definen "creyentes cristianos". ¿En qué creen, en
realidad, aquellos que se definen "creyentes" en Europa y otras partes?
Creen, la mayoría de las veces, en la existencia de un Ser supremo, de un
Creador; creen que existe un "más allá". Pero ésta es una fe deísta, no aún
una fe cristiana. Teniendo en cuenta la famosa distinción de Karl Barth,
ésta es religión, no aún fe. Diferentes investigaciones sociológicas
advierten este dato de hecho también en los países y regiones de antigua
tradición cristiana, como la región en la que yo mismo nací, en las Marcas.
Jesucristo está en la práctica ausente en este tipo de religiosidad.
Incluso el diálogo entre ciencia y fe, que ha vuelto a ser tan actual,
lleva, sin quererlo, a poner entre paréntesis a Cristo. Aquél tiene de hecho
por objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no
tiene ahí ningún lugar. Sucede lo mismo también en el diálogo con la
filosofía, que ama ocuparse de conceptos metafísicos más que de realidades
históricas.
Se repite en resumen, a escala mundial, lo que ocurrió en el Areópago de
Atenas, con ocasión de la predicación de Pablo. Mientras el Apóstol habló
del Dios "que hizo el mundo y todo lo que hay en él" y del cual "somos
también estirpe", los doctos atenienses le escucharon con interés; cuando
comenzó a hablar de Jesucristo "resucitado de entre los muertos"
respondieron con un educado "sobre esto ya te oiremos otra vez" (Hch
17,22-32).
Basta una sencilla mirada al Nuevo Testamento para entender cuán lejos
estamos, en este caso, del significado original de la palabra "fe" en el
Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y confiere
el Espíritu Santo (Ga 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en
Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección. También para
Juan la fe que "que vence al mundo" es la fe en Jesucristo. Escribe: "¿Quién
es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?" (1
Jn 5,4-5).
Frente a esta nueva situación, la primera tarea es la de hacer, nosotros los
primeros, un gran acto de fe. "Tened confianza, yo he vencido al mundo" (Jn
16,33), nos dijo Jesús. No ha vencido sólo al mundo de entonces, sino al
mundo de siempre, en aquello que tiene en sí de reacio y resistente al
Evangelio. Por lo tanto, ningún miedo o resignación. Me hacen sonreír las
recurrentes profecías sobre el inevitable fin de la Iglesia y del
cristianismo en la sociedad tecnológica del futuro. Nosotros tenemos una
profecía bastante más autorizada a la que atenernos: "El cielo y la tierra
pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mt 24,35).
Pero no podemos permanecer inertes; debemos ponernos manos a la obra para
responder de manera adecuada a los desafíos que la fe en Cristo afronta en
nuestro tiempo. ¡Para re-evangelizar el mundo post-cristiano es
indispensable, creo, conocer el camino seguido por los apóstoles para
evangelizar el mundo pre-cristiano! Las dos situaciones tienen mucho en
común. Y es esto lo que querría ahora intentar sacar a la luz: ¿cómo se
presenta la primera evangelización? ¿Qué vía siguió la fe en Cristo para
conquistar el mundo?
2. Kerigma y didaché
Todos los autores del Nuevo Testamento muestran presuponer la existencia y
el conocimiento, por parte de los lectores, de una tradición común
(paradosis) que se remonta al Jesús terreno. Esta tradición presenta dos
aspectos, o dos componentes: un componente llamado "predicación", o anuncio
(kerigma) que proclama lo que Dios ha obrado en Jesús de Nazaret, y un
componente llamado "enseñanza" (didaché) que presenta normas éticas para un
recto actuar por parte de los creyentes [2]. Varias cartas paulinas reflejan
este reparto, porque contienen una primera parte kerigmática, de la que
desciende una segunda parte de carácter parenético o práctico.
La predicación, o el kerigma, es llamada el "evangelio" [3]; la enseñanza, o
didaché, en cambio es llamada la "ley", o el mandamiento, de Cristo, que se
resume en la caridad [4]. De estas dos cosas, la primera -el kerigma, o
evangelio-- es lo que da origen a la Iglesia; la segunda -la ley, o la
caridad- que brota de la primera, es lo que traza a la Iglesia un ideal de
vida moral, que "forma" la fe de la Iglesia. En este sentido, el Apóstol
distingue su obra de "padre" en la fe, frente a los corintios, de la de los
"pedagogos" llegados detrás de él. Dice: "He sido yo quien, mediante el
Evangelio, os engendré en Cristo Jesús" (1 Co 4,15)
La fe, por lo tanto, como tal, florece sólo en presencia del kerigma, o del
anuncio. "¿Cómo podrán creer -escribe el Apóstol hablando de la fe en
Cristo-- sin haberle oído? ¿Cómo podrán oírle sin que se les predique?" (Rm
10,14). Literalmente: "sin alguno que proclama el kerigma" (choris
keryssontos). Y concluye: "Por tanto la fe viene de [la escucha de] la
predicación" (Rm 10,17), donde por "predicación" se entiende la misma cosa,
esto es, el "evangelio" o el kerygma.
En el libro Introducción al cristianismo, el Santo Padre Benedicto XVI,
entonces profesor de Teología, arrojó la luz en las profundas implicaciones
de este hecho. Escribe: "En la fórmula "la fe proviene de la escucha"... se
enfoca claramente la distinción fundamental entre fe y filosofía... En la fe
se tiene una precedencia de la palabra sobre el pensamiento... En la
filosofía el pensamiento precede a la palabra; ésta es por lo tanto un
producto de la reflexión, que después se intenta expresar en palabras... La
fe en cambio se acerca siempre al hombre desde el exterior... no es un
elemento pensado por el sujeto, sino a él dicho, que le llega no como
pensado ni pensable, interpelándole y comprometiéndole" [5].
La fe viene por lo tanto de la escucha de la predicación. ¿Pero cuál es,
exactamente, el objeto de la "predicación"? Se sabe que en boca de Jesús
aquél es la gran noticia que hace de fondo en sus parábolas y de la que
brotan todas sus enseñanzas: "¡Ha llegado a vosotros el Reino de Dios!".
Pero ¿cuál es el contenido de la predicación en boca de los apóstoles? Se
responde: ¡la obra de Dios en Jesús de Nazaret! Es verdad, pero existe algo
aún más concreto, que es el núcleo germinativo de todo y que, respecto al
resto, es como la reja del arado, esa especie de espada ante el arado que
rompe en primer lugar el terreno y permite al arado trazar el surco y
remover la tierra.
Este núcleo más concreto es la exclamación: "¡Jesús es el Señor!",
pronunciada y acogida en el estupor de una fe "statu nascenti", esto es, en
el acto mismo de nacer. El misterio de esta palabra es tal que ella no puede
ser pronunciada "sino bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Co 12,3). Sola,
ella hace entrar en la salvación a quien cree en su resurrección: "Porque si
confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios
le resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rm 10,9).
"Como la estela de un navío -diría Ch. Péguy-- va ampliándose hasta
desaparecer y perderse, pero comienza con una punta que es la punta misma
del navío", así -añado yo-- la predicación de la Iglesia va ampliándose,
hasta constituir un inmenso edificio doctrinal, pero comienza con una punta
y esta punta es el kerigma: "¡Jesús es el Señor!".
Por lo tanto aquello que en la predicación de Jesús era la exclamación: "¡Ha
llegado el reino de Dios!", en la predicación de los apóstoles es la
exclamación: "¡Jesús es el Señor!". Y sin embargo ninguna oposición, sino
continuidad perfecta entre el Jesús que predica y el Cristo predicado,
porque decir: "¡Jesús es el Señor!" es como decir que en Jesús, crucificado
y resucitado, se ha realizado por fin el reino y la soberanía de Dios sobre
el mundo.
Debemos entendernos bien para no caer en una reconstrucción irreal de la
predicación apostólica. Después de Pentecostés, los apóstoles no recorren el
mundo repitiendo siempre y sólo: "¡Jesús es el Señor!". Lo que hacían,
cuando se encontraban anunciando por primera vez la fe en un determinado
ambiente, era, más bien, ir directos al corazón del evangelio, proclamando
dos hechos: Jesús murió - Jesús resucitó, y el motivo de estos dos hechos:
murió "por nuestros pecados", resucitó "para nuestra justificación" (Cf. 1
Cor 15,4; Rm 4,25). Dramatizando el asunto, Pedro, en los Hechos de los
Apóstoles, no hace sino repetir a quienes le escuchan: "Vosotros matasteis a
Jesús de Nazaret, Dios le ha resucitado, constituyéndole Señor y Cristo"
[6].
El anuncio: "¡Jesús es el Señor!" no es por lo tanto otra cosa sino la
conclusión, ahora implícita ahora explícita, de esta breve historia, narrada
en forma siempre viva y nueva, si bien sustancialmente idéntica, y es, a la
vez, aquello en lo que tal historia se resume y se hace operante para quien
la escucha. "Cristo Jesús... se despojó de sí mismo... obedeciendo hasta la
muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó... para que toda lengua
confiese que Cristo Jesús es el Señor" (Flp 2, 6-11).
La proclamación "¡Jesús es el Señor!" no constituye por lo tanto, ella sola,
la predicación entera, pero es su alma y, por así decirlo, el sol que la
ilumina. Ella establece una especie de comunión con la historia de Cristo a
través de la "partícula" de la palabra y hace pensar, por analogía, en la
comunión que se opera con el cuerpo de Cristo a través de la partícula de
pan en la Eucaristía.
Llegar a la fe es el repentino y estupefacto abrir los ojos a esta luz.
Evocando el momento de su conversión, Tertuliano lo describe como un salir
del gran útero oscuro de la ignorancia, sobresaltándose a la luz de la
Verdad [7]. Era como la apertura de un mundo nuevo; la primera Carta de
Pedro lo define como pasar "de las tinieblas a la admirable luz" (1 P 2,9;
Col 1,12 ss.).
El kerigma, como explicó bien el exégeta Heinrich Schlier, tiene un carácter
asertivo y autoritativo, no discursivo o dialéctico. No tiene necesidad, por
lo tanto, de justificarse con razonamientos filosóficos o apologéticos: se
acepta o no se acepta, y basta. No es algo de lo que se pueda disponer,
porque es eso lo que dispone de todo; no puede estar fundado por alguno,
porque es Dios mismo quien lo funda y es eso lo que hace después de
fundamento a la existencia [8].
El pagano Celso, en el siglo II, escribe de hecho indignado: "Los cristianos
se comportan como quienes creen sin razón. Algunos de ellos no quieren
tampoco dar o recibir razón en torno lo que creen y emplean fórmulas como
éstas: "No discutas, sino cree; la fe te salvará. La sabiduría de este siglo
es un mal y la simpleza es un bien"" [9].
Celso (que aquí aparece extraordinariamente cercano a los modernos
partidarios del pensamiento débil) querría, en sustancia, que los cristianos
presentaran su fe de manera dialéctica, sometiéndola, esto es, en todo y
para todo, a la investigación y a la discusión, de forma que ella pueda
entrar en el marco general, aceptable también filosóficamente, de un
esfuerzo de autocomprensión del hombre y del mundo que permanecerá siempre
provisional y abierto.
Naturalmente, el rechazo de los cristianos a dar pruebas y aceptar
discusiones no se refería a todo el itinerario de la fe, sino sólo a su
inicio. Ellos no rehuían, tampoco en esta época apostólica, la confrontación
y "dar razón de su esperanza" (Cf. 1 P 3,15) también a los griegos (Cf. 1 P
3,15). Los apologistas del siglo II-III son la confirmación de ello.
Solamente pensaban que la fe misma no podía surgir de aquella confrontación,
sino que debía precederla como obra del Espíritu y no de la razón. Ésta
podía, como mucho, prepararla y, una vez acogida, mostrar su
"razonabilidad".
En el principio, el kerigma se distinguía, hemos visto, de la enseñanza
(didaché), como también de la catequesis. Estas últimas cosas tienden a
formar la fe, o a preservar su pureza, mientras que el kerigma tiende a
suscitarla. Él tiene, por así decirlo, un carácter explosivo, o germinativo;
se parece más a la semilla que da origen al árbol que al fruto maduro que
está en la cima del árbol y que, en el cristianismo, está constituido más
bien por la caridad. El kerigma no se obtiene en absoluto por concentración,
o por resumen, como si fuera la médula de la tradición; sino que está
aparte, o, mejor, al inicio de todo. De él se desarrolla todo lo demás,
incluidos los cuatro evangelios.
Sobre este punto se tuvo una evolución debida a la situación general de la
Iglesia. En la medida en que se va hacia un régimen de cristiandad, en el
cual todo en torno es cristiano, o se considera tal, se advierte menos la
importancia de la elección inicial con la que se pasa a ser cristiano, tanto
más que el bautismo se administra normalmente a los niños, quienes no tienen
capacidad de realizar tal opción propia. Lo que más se acentúa, de la fe, no
es tanto el momento inicial, el milagro de llegar a la fe, cuanto más bien
la plenitud y la ortodoxia de los contenidos de la fe misma.
3. Redescubrir el kerigma
Esta situación incide hoy fuertemente en la evangelización. Las Iglesias con
una fuerte tradición dogmática y teológica (como es, por excelencia, la
Iglesia Católica), corren el riesgo de encontrarse en desventaja si por
debajo del inmenso patrimonio de doctrina, leyes e instituciones, no hallan
ese núcleo primordial capaz de suscitar por sí mismo la fe.
Presentarse al hombre de hoy, carente frecuentemente de todo conocimiento de
Cristo, con todo el abanico de esta doctrina es como poner una de esas
pesadas capas de brocado de una vez en la espalda de un niño. Estamos más
preparados por nuestro pasado a ser "pastores" que a ser "pescadores" de
hombres; esto es, mejor preparados a nutrir a la gente que viene a la
iglesia que a llevar personas nuevas a la Iglesia, o repescar a los que se
han alejado y viven al margen de ella.
Ésta es una de las causas por las que en ciertas partes del mundo muchos
católicos abandonan la Iglesia Católica por otras realidades cristianas; son
atraídos por un anuncio sencillo y eficaz que les pone en contacto directo
con Cristo y les hace experimentar el poder de su Espíritu.
Si por un lado es de alegrarse que estas personas hayan encontrado una fe
experimentada, por otro es triste que para hacerlo hayan abandonado su
Iglesia. Con todo el respeto y la estima que debemos tener por estas
comunidades cristianas que no son todas sectas (con algunas de ellas la
Iglesia Católica mantiene desde hace años un diálogo ecuménico, ¡cosa que no
haría ciertamente con las sectas!), hay que decir que aquellas no tienen los
medios que tiene la Iglesia Católica de llevar a las personas a la
perfección de la vida cristiana.
En muchos todo sigue girando, desde el principio hasta el final, en torno a
la primera conversión, al llamado nuevo nacimiento, mientras que para
nosotros, católicos, esto es sólo el inicio de la vida cristiana. Después de
eso debe llegar la catequesis y el progreso espiritual, que pasa a través de
la negación de uno, la noche de la fe, la cruz, hasta la resurrección. La
Iglesia Católica tiene una riquísima espiritualidad, innumerables santos, el
magisterio y sobre todo los sacramentos.
Es necesario, por lo tanto, que el anuncio fundamental, al menos una vez,
sea propuesto entre nosotros, nítido y enjuto, no sólo a los catecúmenos,
sino a todos, dado que la mayoría de los creyentes de hoy no ha pasado por
el catecumenado. La gracia que algunos de los nuevos movimientos eclesiales
constituyen actualmente para la Iglesia consiste precisamente en esto. Ellos
son el lugar donde personas adultas tienen por fin la ocasión de escuchar el
kerigma, renovar el propio bautismo, elegir conscientemente a Cristo como
propio Señor y salvador personal y comprometerse activamente en la vida de
su Iglesia.
La proclamación de Jesús como Señor debería hallar su lugar de honor en
todos los momentos fuertes de la vida cristiana. La ocasión más propicia son
tal vez los funerales, porque ante la muerte el hombre se interroga, tiene
el corazón abierto, está menos distraído que en otras ocasiones. Nada como
el kerigma cristiano tiene qué decir al hombre, sobre la muerte, una palabra
a la medida del problema.
El kerigma resuena, es verdad, en el momento más solemne de cada Misa:
"Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!".
Pero, por sí sola, ésta es una sencilla fórmula de aclamación. Se ha dicho
que "los evangelios son relatos de la pasión precedidos por una larga
introducción" (M. Kahler). Pero, extrañamente, la parte originaria y más
importante del evangelio es la menos leída y escuchada en el curso del año.
En ningún día festivo, con multitud de pueblo, se lee en la iglesia la
Pasión de Cristo, excepto el Domingo de Ramos en el que, por la duración de
la lectura y la solemnidad de los ritos, ¡no hay tiempo para pronunciar al
respecto una consistente homilía!
Ahora que ya no hay misiones populares como una vez, es posible que un
cristiano no escuche jamás, en su vida, una predicción sobre la Pasión. Sin
embargo es precisamente ella la que normalmente abre los corazones
endurecidos. De ello se tuvo demostración con ocasión de la proyección de la
película de Mel Gibson "La Pasión de Cristo". Ha habido casos de detenidos,
que siempre habían negado ser culpables, que tras visionar la cinta
confesaron espontáneamente su delito.
4. Elegir a Jesús como Señor
Hemos partido de la pregunta: "¿qué lugar ocupa Cristo en la sociedad
actual?"; pero no podemos terminar sin plantearnos la cuestión más
importante en un contexto como éste: "¿qué lugar ocupa Cristo en mi vida?".
Traigamos a la mente el diálogo de Jesús con los apóstoles en Cesarea de
Filipo: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? ...Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?" (Mt 16,13-15). Lo más importante para Jesús no
parece ser qué piensa de él la gente, sino qué piensan de él sus discípulos
más cercanos.
He aludido antes a la razón objetiva que explica la importancia de la
proclamación de Cristo como Señor en el Nuevo Testamento: ella hace
presentes y operantes en quien la pronuncia los eventos salvíficos que
recuerda. Pero existe también una razón subjetiva, y existencial. Decir
"¡Jesús es el Señor!" significa tomar una decisión de hecho. Es como decir:
Jesucristo es "mi" Señor; le reconozco todo derecho sobre mí, le cedo las
riendas de mi vida; no quiero vivir más "para mí mismo", sino "para aquél
que murió y resucitó por mí" (Cf. 2 Cor 5,15).
Proclamar a Jesús como propio Señor significa someter a él toda región de
nuestro ser, hacer penetrar el Evangelio en todo lo que hagamos. Significa,
por recordar una frase del venerado Juan Pablo II, "abrir, más aún, abrir de
par en par las puertas a Cristo".
Me ha ocurrido a veces ser huésped de alguna familia y he visto lo que
sucede cuando suena el telefonillo y se anuncia una visita inesperada. La
dueña de la casa se apresura a cerrar las puertas de las habitaciones
desordenadas, con la cama sin hacer, a fin de conducir al invitado al sitio
más acogedor. Con Jesús hay que hacer exactamente lo contrario: abrirle
justamente las "habitaciones desordenadas" de la vida, sobre todo la
habitación de las intenciones... ¿Para quién trabajamos y por qué lo
hacemos? ¿Para nosotros mismos o para Cristo, por nuestra gloria o por la de
Cristo? Es la mejor forma de preparar en este Adviento una cuna acogedora a
Cristo que viene en Navidad.
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[1] S. Agustín, Sermón 295,1 (PL 38,1349).
[2] Cf. C. H. Dodd, Storia ed Evangelo (Historia
y Evangelio) , Brescia, Paideia, 1976, pp. 42 ss.
[3] Cf., por ejemplo, Mc 1,1; Rm 15,19; Gal 1,7.
[4] Cf. Gal 6,2; 1 Cor 7,25; Jn 15,12; 1 Jn 4,21.
[5] J. Ratzinger, Introduzione al cristianesimo
(Introducción al cristianismo), Brescia, Queriniana, 1969, pp. 56 s.
[6] Cf. Hch 2,22-36; 3,14-19; 10,39-42.
[7] Tertuliano, Apologeticum, 39, 9: "ad lucem
expavescentes véritatis" .
[8] H. Schlier, Kerygma e sophia (Kerygma y
sophia) , en Il tempo della Chiesa (El tiempo de la Iglesia) , Bolonia 1968,
pp. 330-372.
[9] En Orígenes, Contra Celsum, I, 9.