Discurso del Papa Francisco al Congreso de Estados Unidos 2015
Aplaudido 37 veces por los presentes
Señor Vicepresidente,
Señor Presidente,
Distinguidos Miembros del Congreso, Queridos amigos:
Les agradezco la invitación que me han hecho a que les dirija la palabra en
esta sesión conjunta del Congreso en «la tierra de los libres y en la patria
de los valientes». Me gustaría pensar que lo han hecho porque también yo soy
un hijo de este gran continente, del que todos nosotros hemos recibido tanto
y con el que tenemos una responsabilidad común.
Cada hijo o hija de un país tiene una misión, una responsabilidad personal y
social. La de ustedes como Miembros del Congreso, por medio de la actividad
legislativa, consiste en hacer que este País crezca como Nación. Ustedes son
el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están llamados a defender y
custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la búsqueda constante y
exigente del bien común, pues éste es el principal desvelo de la política.
La sociedad política perdura si se plantea, como vocación, satisfacer las
necesidades comunes favoreciendo el crecimiento de todos sus miembros,
especialmente de los que están en situación de mayor vulnerabilidad o
riesgo. La actividad legislativa siempre está basada en la atención al
pueblo. A eso han sido invitados, llamados, convocados por las urnas.
Se trata de una tarea que me recuerda la figura de Moisés en una doble
perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del Pueblo de Israel
simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la conciencia de
unidad por medio de una legislación justa. Por otra parte, la figura de
Moisés nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la dignidad
trascendente del ser humano. Moisés nos ofrece una buena síntesis de su
labor: ustedes están invitados a proteger, por medio de la ley, la imagen y
semejanza plasmada por Dios en cada rostro.
En esta perspectiva quisiera hoy no sólo dirigirme a ustedes, sino con
ustedes y en ustedes a todo el pueblo de los Estados Unidos. Aquí junto con
sus Representantes, quisiera tener la oportunidad de dialogar con miles de
hombres y mujeres que luchan cada día para trabajar honradamente, para
llevar el pan a su casa, para ahorrar y –poco a poco– conseguir una vida
mejor para los suyos. Que no se resignan solamente a pagar sus impuestos,
sino que –con su servicio silencioso– sostienen la convivencia. Que crean
lazos de solidaridad por medio de iniciativas espontáneas pero también a
través de organizaciones que buscan paliar el dolor de los más necesitados.
Me gustaría dialogar con tantos abuelos que atesoran la sabiduría forjada
por los años e intentan de muchas maneras, especialmente a través del
voluntariado, compartir sus experiencias y conocimientos. Sé que son muchos
los que se jubilan pero no se retiran; siguen activos construyendo esta
tierra. Me gustaría dialogar con todos esos jóvenes que luchan por sus
deseos nobles y altos, que no se dejan atomizar por las ofertas fáciles, que
saben enfrentar situaciones difíciles, fruto muchas veces de la inmadurez de
los adultos. Con todos ustedes quisiera dialogar y me gustaría hacerlo a
partir de la memoria de su pueblo.
Mi visita tiene lugar en un momento en que los hombres y mujeres de buena
voluntad conmemoran el aniversario de algunos ilustres norteamericanos.
Salvando los vaivenes de la historia y las ambigüedades propias de los seres
humanos, con sus muchas diferencias y límites, estos hombres y mujeres
apostaron, con trabajo, abnegación y hasta con su propia sangre, por forjar
un futuro mejor. Con su vida plasmaron valores fundantes que viven para
siempre en el alma de todo el pueblo. Un pueblo con alma puede pasar por
muchas encrucijadas, tensiones y conflictos, pero logra siempre encontrar
los recursos para salir adelante y hacerlo con dignidad. Estos hombres y
mujeres nos aportan una hermenéutica, una manera de ver y analizar la
realidad. Honrar su memoria, en medio de los conflictos, nos ayuda a
recuperar, en el hoy de cada día, nuestras reservas culturales.
Me limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham Lincoln, Martin
Luther King, Dorothy Day y
Thomas Merton.
Estamos en el ciento cincuenta aniversario del asesinato del Presidente
Abraham Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado
incansablemente para que «esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una
nueva aurora de libertad». Construir un futuro de libertad exige amor al
bien común y colaboración con un espíritu de subsidiaridad y solidaridad.
Todos conocemos y estamos sumamente preocupados por la inquietante situación
social y política de nuestro tiempo. El mundo es cada vez más un lugar de
conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta atrocidad, cometida
incluso en el nombre de Dios y de la religión. Somos conscientes de que
ninguna religión es inmune a diversas formas de aberración individual o de
extremismo ideológico. Esto nos urge a estar atentos frente a cualquier tipo
de fundamentalismo de índole religiosa o del tipo que fuere. Combatir la
violencia perpetrada bajo el nombre de una religión, una ideología, o un
sistema económico y, al mismo tiempo, proteger la libertad de las
religiones, de las ideas, de las personas requiere un delicado equilibrio en
el que tenemos que trabajar. Y, por otra parte, puede generarse una
tentación a la que hemos de prestar especial atención: el reduccionismo
simplista que divide la realidad en buenos y malos; permítanme usar la
expresión: en justos y pecadores. El mundo contemporáneo con sus heridas,
que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas las
polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán
de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir
alimentando el enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y
del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice:
No.
Nuestra respuesta, en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de paz y
de justicia. Se nos pide tener el coraje y usar nuestra inteligencia para
resolver las crisis geopolíticas y económicas que abundan hoy. También en el
mundo desarrollado las consecuencias de estructuras y acciones injustas
aparecen con mucha evidencia. Nuestro trabajo se centra en devolver la
esperanza, corregir las injusticias, mantener la fe en los compromisos,
promoviendo así la recuperación de las personas y de los pueblos. Ir hacia
delante juntos, en un renovado espíritu de fraternidad y solidaridad,
cooperando con entusiasmo al bien común.
El reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una renovación del espíritu de
colaboración que ha producido tanto bien a lo largo de la historia de los
Estados Unidos. La complejidad, la gravedad y la urgencia de tal desafío
exige poner en común los recursos y los talentos que poseemos y empeñarnos
en sostenernos mutuamente, respetando las diferencias y las convicciones de
conciencia.
En estas tierras, las diversas comunidades religiosas han ofrecido una gran
ayuda para construir y reforzar la sociedad. Es importante, hoy como en el
pasado, que la voz de la fe, que es una voz de fraternidad y de amor, que
busca sacar lo mejor de cada persona y de cada sociedad, pueda seguir siendo
escuchada. Tal cooperación es un potente instrumento en la lucha por
erradicar las nuevas formas mundiales de esclavitud, que son fruto de
grandes injusticias que pueden ser superadas sólo con nuevas políticas y
consensos sociales.
La política responde a la necesidad imperiosa de convivir para construir
juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses
particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus
intereses, su vida social. No subestimo la dificultad que esto conlleva,
pero los aliento en este esfuerzo.
En esta sede quiero recordar también la marcha que, cincuenta años atrás,
Martin Luther King encabezó desde Selma a Montgomery, en la campaña por
realizar el «sueño» de plenos derechos civiles y políticos para los
afro-americanos. Su sueño sigue resonando en nuestros corazones. Me alegro
de que Estados Unidos siga siendo para muchos la tierra de los «sueños».
Sueños que movilizan a la acción, a la participación, al compromiso. Sueños
que despiertan lo que de más profundo y auténtico hay en los pueblos.
En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra
persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad.
Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los
extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les
hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes
de inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos vivieron aquí mucho
antes que nosotros no siempre fueron respetados. A estos pueblos y a sus
naciones, desde el corazón de la democracia norteamericana, deseo
reafirmarles mi más alta estima y reconocimiento. Aquellos primeros
contactos fueron bastantes convulsos y sangrientos, pero es difícil
enjuiciar el pasado con los criterios del presente. Sin embargo, cuando el
extranjero nos interpela, no podemos cometer los pecados y los errores del
pasado. Debemos elegir la posibilidad de vivir ahora en el mundo más noble y
justo posible, mientras formamos las nuevas generaciones, con una educación
que no puede dar nunca la espalda a los «vecinos», a todo lo que nos rodea.
Construir una nación nos lleva a pensarnos siempre en relación con otros,
saliendo de la lógica de enemigo para pasar a la lógica de la recíproca
subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros. Confío que lo haremos.
Nuestro mundo está afrontando una crisis de refugiados sin precedentes desde
los tiempos de la II Guerra Mundial. Lo que representa grandes desafíos y
decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma, en este continente, las
miles de personas que se ven obligadas a viajar hacia el norte en búsqueda
de una vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un anhelo de vida
con mayores oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos para
nuestros hijos? No debemos dejarnos intimidar por los números, más bien
mirar a las personas, sus rostros, escuchar sus historias mientras luchamos
por asegurarles nuestra mejor respuesta a su situación. Una respuesta que
siempre será humana, justa y fraterna. Cuidémonos de una tentación
contemporánea: descartar todo lo que moleste. Recordemos la regla de oro:
«Hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes»
(Mt 7,12).
Esta regla nos da un parámetro de acción bien preciso: tratemos a los demás
con la misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados. Busquemos
para los demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros.
Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser acompañados. En
definitiva: queremos seguridad, demos seguridad; queremos vida, demos vida;
queremos oportunidades, brindemos oportunidades. El parámetro que usemos
para los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros. La regla
de oro nos recuerda la responsabilidad que tenemos de custodiar y defender
la vida humana en todas las etapas de su desarrollo.
Esta certeza es la que me ha llevado, desde el principio de mi ministerio, a
trabajar en diferentes niveles para solicitar la abolición mundial de la
pena de muerte. Estoy convencido que este es el mejor camino, porque cada
vida es sagrada, cada persona humana está dotada de una dignidad inalienable
y la sociedad sólo puede beneficiarse en la rehabilitación de aquellos que
han cometido algún delito. Recientemente, mis hermanos Obispos aquí, en los
Estados Unidos, han renovado el llamamiento para la abolición de la pena
capital. No sólo me uno con mi apoyo, sino que animo y aliento a cuantos
están convencidos de que una pena justa y necesaria nunca debe excluir la
dimensión de la esperanza y el objetivo de la rehabilitación.
En estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes, no
puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios
Dorothy Day, fundadora del
Movimiento del trabajador católico. Su activismo social, su pasión por la
justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el Evangelio, en
su fe y en el ejemplo de los santos.
¡Cuánto se ha progresado, en este sentido, en tantas partes del mundo!
¡Cuánto se viene trabajando en estos primeros años del tercer milenio para
sacar a las personas de la extrema pobreza! Sé que comparten mi convicción
de que todavía se debe hacer mucho más y que, en momentos de crisis y de
dificultad económica, no se puede perder el espíritu de solidaridad
internacional. Al mismo tiempo, quiero alentarlos a recordar cuán cercanos a
nosotros son hoy los prisioneros de la trampa de la pobreza. También a estas
personas debemos ofrecerles esperanza. La lucha contra la pobreza y el
hambre ha de ser combatida constantemente, en sus muchos frentes,
especialmente en las causas que las provocan. Sé que gran parte del pueblo
norteamericano hoy, como ha sucedido en el pasado, está haciéndole frente a
este problema.
No es necesario repetir que parte de este gran trabajo está constituido por
la creación y distribución de la riqueza. El justo uso de los recursos
naturales, la aplicación de soluciones tecnológicas y la guía del espíritu
emprendedor son parte indispensable de una economía que busca ser moderna
pero especialmente solidaria y sustentable. «La actividad empresarial, que
es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para
todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde instala
sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos de
trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común» (Laudato si’,
129). Y este bien común incluye también la tierra, tema central de la
Encíclica que he escrito recientemente para «entrar en diálogo con todos
acerca de nuestra casa común» (ibíd., 3).
«Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío
ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a
todos» (ibíd., 14).
En Laudato si’, aliento el esfuerzo valiente y responsable para «reorientar
el rumbo» (N. 61) y para evitar las más grandes consecuencias que surgen del
degrado ambiental provocado por la actividad humana. Estoy convencido de que
podemos marcar la diferencia y no tengo alguna duda de que los Estados
Unidos –y este Congreso– están llamados a tener un papel importante. Ahora
es el tiempo de acciones valientes y de estrategias para implementar una
«cultura del cuidado» (ibíd., 231) y una «aproximación integral para
combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y
simultáneamente para cuidar la naturaleza» (ibíd., 139). La libertad humana
es capaz de limitar la técnica (cf. ibíd., 112); de interpelar «nuestra
inteligencia para reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar
nuestro poder» (ibíd., 78); de poner la técnica al «servicio de otro tipo de
progreso más sano, más humano, más social, más integral» (ibíd., 112). Sé y
confío que sus excelentes instituciones académicas y de investigación pueden
hacer una contribución vital en los próximos años.
Un siglo atrás, al inicio de la Gran Guerra, «masacre inútil», en palabras
del Papa Benedicto XV, nace otro gran norteamericano, el monje cisterciense
Thomas Merton. Él sigue siendo fuente de inspiración espiritual y guía para
muchos. En su autobiografía escribió: «Aunque libre por naturaleza y a
imagen de Dios, con todo, y a imagen del mundo al cual había venido, también
fui prisionero de mi propia violencia y egoísmo. El mundo era trasunto del
infierno, abarrotado de hombres como yo, que le amaban y también le
aborrecían. Habían nacido para amarle y, sin embargo, vivían con temor y
ansias desesperadas y enfrentadas». Merton fue sobre todo un hombre de
oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió
horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de
diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones.
En tal perspectiva de diálogo, deseo reconocer los esfuerzos que se han
realizado en los últimos meses y que ayudan a superar las históricas
diferencias ligadas a dolorosos episodios del pasado. Es mi deber construir
puentes y ayudar lo más posible a que todos los hombres y mujeres puedan
hacerlo. Cuando países que han estado en conflicto retoman el camino del
diálogo, que podría haber estado interrumpido por motivos legítimos, se
abren nuevos horizontes para todos
Esto ha requerido y requiere coraje, audacia, lo cual no significa falta de
responsabilidad. Un buen político es aquel que, teniendo en mente los
intereses de todos, toma el momento con un espíritu abierto y pragmático. Un
buen político opta siempre por generar procesos más que por ocupar espacios
(cf. Evangelii gaudium, 222-223).
Igualmente, ser un agente de diálogo y de paz significa estar verdaderamente
determinado a atenuar y, en último término, a acabar con los muchos
conflictos armados que afligen nuestro mundo. Y sobre esto hemos de ponernos
un interrogante: ¿por qué las armas letales son vendidas a aquellos que
pretenden infligir un sufrimiento indecible sobre los individuos y la
sociedad? Tristemente, la respuesta, que todos conocemos, es simplemente por
dinero; un dinero impregnado de sangre, y muchas veces de sangre inocente.
Frente al silencio vergonzoso y cómplice, es nuestro deber afrontar el
problema y acabar con el tráfico de armas.
Tres hijos y una hija de esta tierra, cuatro personas, cuatro sueños:
Abraham Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una libertad que se vive
en la pluralidad y la no exclusión;
Dorothy Day, la justicia social y los
derechos de las personas; y
Thomas Merton, la capacidad de diálogo y la
apertura a Dios.
Cuatro representantes del pueblo norteamericano.
Terminaré mi visita a su País en Filadelfia, donde participaré en el
Encuentro Mundial de las Familias. He querido que en todo este Viaje
Apostólico la familia fuese un tema recurrente. Cuán fundamental ha sido la
familia en la construcción de este País. Y cuán digna sigue siendo de
nuestro apoyo y aliento. No puedo esconder mi preocupación por la familia,
que está amenazada, quizás como nunca, desde el interior y desde el
exterior. Las relaciones fundamentales son puestas en duda, como el mismo
fundamento del matrimonio y de la familia. No puedo más que confirmar no
sólo la importancia, sino por sobre todo, la riqueza y la belleza de vivir
en familia.
De modo particular quisiera llamar su atención sobre aquellos componentes de
la familia que parecen ser los más vulnerables, es decir, los jóvenes.
Muchos tienen delante un futuro lleno de innumerables posibilidades, muchos
otros parecen desorientados y sin sentido, prisioneros en un laberinto de
violencia, de abuso y desesperación. Sus problemas son nuestros problemas.
No nos es posible eludirlos. Hay que afrontarlos juntos, hablar y buscar
soluciones más allá del simple tratamiento nominal de las cuestiones. Aun a
riesgo de simplificar, podríamos decir que existe una cultura tal que empuja
a muchos jóvenes a no poder formar una familia porque están privados de
oportunidades de futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos
otros, por el contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven
disuadidos de formar una familia.
Una Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo
Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus hombres «soñar»
con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como intentó hacer
Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la causa de los
oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo; siendo fruto de
una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo contemplativo de
Merton.
Me he animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio cultural,
del alma de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando forma y
crezca, para que los jóvenes puedan heredar y vivir en una tierra que ha
permitido a muchos soñar. Que Dios bendiga a América.