El cansancio de los sacerdotes es como el incienso, «sube directamente hasta el corazón del Padre»
Francisco centró la homilía de la misa crismal del Jueves Santo, celebrada a
las nueve y media de la mañana en la Basílica de San Pedro, sobre el
cansancio sacerdotal.
El Señor "piensa y se preocupa tanto" de los sacerdotes "porque sabe que la
tarea de ungir a un pueblo fiel es dura, no es fácil, nos lleva al cansancio
y a la fatiga. Lo experimentamos en todas sus formas, desde el cansancio de
la labor apostólica cotidiana hasta la enfermedad y la muerte, e incluso
hasta el martirio", dijo el Papa.
Así reciben en el cielo la fatiga de los sacerdotes
"¡El cansancio de los sacerdotes! ¿Sabéis cuántas veces pienso en esto, en
el cansancio de todos vosotros? Pienso mucho, especialmente cuando el
cansado soy yo. Rezo por los que trabajais en medio del pueblo fiel que os
ha sido confiado, muchos en lugares muy abandonados y muy peligrosos",
continuó el Pontífice antes de añadir unas bellas palabras de consuelo:
"Nuestro cansancio es como el incienso que sube silenciosamente al cielo,
nuestro cansancio va directo al corazón del Padre, y estad seguros de que la
Virgen Maria se da cuenta de este cansancio y se lo hace notar enseguida al
Señor. Ella, como madre, sabe comprender cuándo sus hijos están cansados y
no se fija en nada más. ´Bienvenido, descansa y ya hablaremos. ¿No estoy yo
aquí, que soy tu madre.?´, nos dirá siempre que nos acerquemos a ella. Y a
su hijo le dirá, como en Caná: ´No tienen vino´".
Seguidamente Francisco animó a los sacerdotes a vencer "la tentación de
descansar de cualquier manera, como si el cansancio no fuese cosa de Dios.
¡No caigamos en esta tentación! Nuestra fatiga es preciosa a los ojos de
Dios, que nos acoge y nos pone en pie". Por eso también "una clave de la
fecundidad sacerdotal está en el modo en el que descansamos y en cómo
sentimos que Nuestro Señor trata nuestro cansancio".
Planteó entonces a los presentes algunas preguntas al respecto a modo de
reflexión: "¿Sé descansar recibiendo el amor, la gratitud y el cariño que me
da el pueblo de Dios o busco cansancios más refinados, no los de los pobres
sino los que ofrece el mundo del consumo? ¿Sé pedir ayuda a algún sacerdote
sabio? ¿Sé descansar de mí mismo, de mi autoexigencia, de mi
autocomplacencia, de mi autorreferencialidad? ¿Sé conversar con Jesús, con
el Padre, con la Virgen, con San José, con mis santos protectores y amigos?"
El corazón del sacerdote, roto de emociones
Luego destacó cómo las tareas habituales del sacerdote "implican nuestra
capacidad de compasión, son tareas en las que nuestro corazón es movido y
conmovido. Nos alegramos con los novios que se casan, reímos con el bebé que
traen a bautizar, acompañamos a los jóvenes que se preparan para el
matrimonio y a las familias, nos apenamos con el que recibe la unción en la
cama del hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido... ¡Tanto
afecto castiga el corazón del pastor!"
"Para nosotros", continuó, "las historias de nuestra gente no son un
noticiario: conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que pasa en su
corazón, y el nuestro se nos va deshilachando, se va partiendo en miles de
pedacitos".
Tres tipos de cansancio, dos buenos y uno malo
De ahí la fatiga del sacerdote, que el Papa clasificó en tres tipos.
"Un cansancio de la gente", que es "una gracia que está al
alcance de todos los sacerdotes. ¡Qué bueno es esto! La gente ama, quiere y
necesita a sus pastores. El pueblo fiel no nos deja sin tarea, salvo que uno
se esconda en la oficina o ande por la ciudad en un coche con cristales
tintados. Este cansancio es bueno, es un cansancio sano, es el cansancio del
sacerdote con olor a oveja pero con sonrisa de papá que contempla a sus
hijos... ¡nada que ver con esos que huelen a perfume caro y te miran de
lejos y desde arriba!".
Luego señaló un segundo tipo: "Hay otro cansancio, el cansancio de
los enemigos. El demonio y sus secuaces no duermen, y como sus
oídos no soportan la palabra de Dios, trabajan para acallarla o
tergiversarla. Aquí el cansancio es más arduo: no sólo se trata de hacer el
bien con toda la fatiga que conlleva, sino que hay que defender al rebaño y
defenderse uno mismo contra el mal. El Maligno es más astuto que nosotros, y
es capaz de tirar en un momento lo que construimos con paciencia en mucho
tiempo. Tenemos que pedir la gracia de aprender a neutralizar el mal, no
arrancar la cizaña, no pretender defender como superhombres lo que sólo el
Señor puede defender. Todo esto nos ayuda a no bajar los brazos ante la
espesura de la iniquidad, ante la burla de los malvados".
Por último ("y digo por último para que esta homilía no os canse demasiado",
bromeó el Papa en este punto), está "el cansancio de uno mismo":
"Es quizá el cansancio más peligroso, porque los otros vienen del hecho de
estar expuestos, de salir para ungir y pelear, sin embargo este cansancio de
uno mismo es autorreferencial, es la desilusión de uno mismo, pero no mirada
de frente con la serena alegría de quien se descubre pecador necesitado de
perdón, porque éste pide ayuda y va adelante, se trata del cansancio de
querer y no querer, de haberse jugado todo y luego añorar los ajos y las
cebollas de Egipto, el jugar con la ilusión de ser otra cosa. A este
cansancio me gusta llamarlo coquetear con la mundanidad espiritual. Y cuando
uno se queda solo, se da cuenta de cuántos sectores de la vida quedaron
impregnados por esta mundanidad, y hasta nos da la impresión de que ningún
baño la puede limpiar. Aquí sí puede haber cansancio malo. La palabra del
Apocalipsis nos indica la causa: has sufrido, has trabajado, has
perseverado, pero tengo contra ti que has dejado el primer amor. Sólo el
amor da descanso. Lo que no se ama, cansa, y a la larga, cansa mal".
Lavar los pies, purificación del seguimiento
Francisco explicó finalmente cómo la ceremonia del lavatorio de los
pies que llevó a cabo Jesucristo es una "purificación del seguimiento",
limpia las manchas y heridas que quedan en los pies "en el camino que hemos
hecho en Su nombre". Son "heridas de guerra" y "suciedad del trabajo" que Él
"besa y lava para que nos sintamos alegres, plenos, sin temores ni culpas, y
nos animemos a ir hasta los confines del mundo a llevar esta Buena Nueva a
los más abandonados, sabiendo que Él está con nosotros toodos los días hasta
el fin del mundo".
"Y, por favor", suplicó el Papa resumiendo la intención de su homilía,
"pidamos la gracia de aprender a estar cansados, muy cansados".
Texto íntegro de la homilía del Papa en la Santa Misa crismal del Jueves
Santo 2015
«Lo sostendrá mi mano y le dará fortaleza mi brazo» (Sal 88,22), así piensa
el Señor cuando dice para sí: «He encontrado a David mi servidor y con mi
aceite santo lo he ungido» (v. 21). Así piensa nuestro Padre cada vez que
«encuentra» a un sacerdote. Y agrega más: «Contará con mi amor y mi lealtad.
Él me podrá decir: Tú eres mi padre, el Dios que me protege y que me salva»
(v. 25.27).
Es muy hermoso entrar, con el Salmista, en este soliloquio de nuestro Dios.
Él habla de nosotros, sus sacerdotes, sus curas; pero no es realmente un
soliloquio, no habla solo: es el Padre que le dice a Jesús: «Tus amigos, los
que te aman, me podrán decir de una manera especial: ”Tú eres mi Padre”»
(cf. Jn 14,21). Y, si el Señor piensa y se preocupa tanto en cómo podrá
ayudarnos, es porque sabe que la tarea de ungir al pueblo fiel es dura; nos
lleva al cansancio y a la fatiga. Lo experimentamos en todas sus formas:
desde el cansancio habitual de la tarea apostólica cotidiana hasta el de la
enfermedad y la muerte e incluso a la consumación en el martirio.
El cansancio de los sacerdotes... ¿Sabéis cuántas veces pienso en esto: en
el cansancio de todos vosotros? Pienso mucho y ruego a menudo, especialmente
cuando el cansado soy yo. Rezo por los que trabajais en medio del pueblo
fiel de Dios que les fue confiado, y muchos en lugares muy abandonados y
peligrosos. Y nuestro cansancio, queridos sacerdotes, es como el incienso
que sube silenciosamente al cielo (cf. Sal 140,2; Ap 8,3-4). Nuestro
cansancio va directo al corazón del Padre.
Estén seguros que la Virgen María se da cuenta de este cansancio y se lo
hace notar enseguida al Señor. Ella, como Madre, sabe comprender cuándo sus
hijos están cansados y no se fija en nada más. «Bienvenido. Descansa, hijo
mío. Después hablaremos... ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?», nos dirá
siempre que nos acerquemos a Ella (cf. Evangelii gaudium, 286). Y a su Hijo
le dirá, como en Caná: «No tienen vino».
Sucede también que, cuando sentimos el peso del trabajo pastoral, nos puede
venir la tentación de descansar de cualquier manera, como si el descanso no
fuera una cosa de Dios. No caigamos en esta tentación. Nuestra fatiga es
preciosa a los ojos de Jesús, que nos acoge y nos pone de pie: «Venid a mí
cuando estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28). Cuando
uno sabe que, muerto de cansancio, puede postrarse en adoración, decir:
«Basta por hoy, Señor», y claudicar ante el Padre; uno sabe también que no
se hunde sino que se renueva porque, al que ha ungido con óleo de alegría al
pueblo fiel de Dios, el Señor también lo unge, «le cambia su ceniza en
diadema, sus lágrimas en aceite perfumado de alegría, su abatimiento en
cánticos» (Is 61,3).
Tengamos bien presente que una clave de la fecundidad sacerdotal está en el
modo como descansamos y en cómo sentimos que el Señor trata nuestro
cansancio. ¡Qué difícil es aprender a descansar! En esto se juega nuestra
confianza y nuestro recordar que también somos ovejas. Pueden ayudarnos
algunas preguntas a este respecto.
¿Sé descansar recibiendo el amor, la gratitud y todo el cariño que me da el
pueblo fiel de Dios? O, luego del trabajo pastoral, ¿busco descansos más
refinados, no los de los pobres sino los que ofrece el mundo del consumo?
¿El Espíritu Santo es verdaderamente para mí «descanso en el trabajo» o sólo
aquel que me da trabajo? ¿Sé pedir ayuda a algún sacerdote sabio? ¿Sé
descansar de mí mismo, de mi auto-exigencia, de mi auto-complacencia, de mi
auto-referencialidad? ¿Sé conversar con Jesús, con el Padre, con la Virgen y
San José, con mis santos protectores amigos para reposarme en sus exigencias
—que son suaves y ligeras—, en sus complacencias —a ellos les agrada estar
en mi compañía—, en sus intereses y referencias —a ellos sólo les interesa
la mayor gloria de Dios—? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección
del Señor? ¿Argumento y maquino yo solo, rumiando una y otra vez mi defensa,
o me confío al Espíritu que me enseña lo que tengo que decir en cada
ocasión? ¿Me preocupo y me angustio excesivamente o, como Pablo, encuentro
descanso diciendo: «Sé en Quién me he confiado» (2 Tm 1,12)?
Repasemos un momento las tareas de los sacerdotes que hoy nos proclama la
liturgia: llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los
cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y
proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías agrega: curar a los de
corazón quebrantado y consolar a los afligidos.
No son tareas fáciles, exteriores, como por ejemplo el manejo de cosas
—construir un nuevo salón parroquial, o delinear una cancha de fútbol para
los jóvenes del Oratorio... —; las tareas mencionadas por Jesús implican
nuestra capacidad de compasión, son tareas en las que nuestro corazón es
«movido» y conmovido. Nos alegramos con los novios que se casan, reímos con
el bebé que traen a bautizar; acompañamos a los jóvenes que se preparan para
el matrimonio y a las familias; nos apenamos con el que recibe la unción en
la cama del hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido...
Tantas emociones, tanto afecto, fatigan el corazón del Pastor. Para nosotros
sacerdotes las historias de nuestra gente no son un noticiero: nosotros
conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que les está pasando en su
corazón; y el nuestro, al compadecernos (al padecer con ellos), se nos va
deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, y es conmovido y hasta parece
comido por la gente: «Tomad, comed». Esa es la palabra que musita
constantemente el sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel:
«Tomad y comed, tomad y bebed...». Y así nuestra vida sacerdotal se va
entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios... que
siempre cansa.
Quisiera ahora compartir con vosotros algunos cansancios en los que he
meditado.
Está el que podemos llamar «el cansancio de la gente, de las multitudes»:
para el Señor, como para nosotros, era agotador —lo dice el evangelio—, pero
es cansancio del bueno, cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que
lo seguía, las familias que le traían sus niños para que los bendijera, los
que habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se
entusiasmaban con el Rabí..., no le dejaban tiempo ni para comer. Pero el
Señor no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario, parecía que se
renovaba (cf. Evangelii gaudium, 11). Este cansancio en medio de nuestra
actividad suele ser una gracia que está al alcance de la mano de todos
nosotros, sacerdotes (cf. ibíd., 279). ¡Qué bueno es esto: la gente ama,
quiere y necesita a sus pastores! El pueblo fiel no nos deja sin tarea
directa, salvo que uno se esconda en una oficina o ande por la ciudad en un
auto con vidrios polarizados. Y este cansancio es bueno, es sano. Es el
cansancio del sacerdote con olor a oveja..., pero con sonrisa de papá que
contempla a sus hijos o a sus nietos pequeños. Nada que ver con esos que
huelen a perfume caro y te miran de lejos y desde arriba (cf. ibíd., 97).
Somos los amigos del Novio, esa es nuestra alegría. Si Jesús está
pastoreando en medio de nosotros, no podemos ser pastores con cara de
vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores aburridos. Olor a oveja y
sonrisa de padres... Sí, bien cansados, pero con la alegría de los que
escuchan a su Señor decir: «Venid a mí, benditos de mi Padre» (Mt 25,34).
También se da lo que podemos llamar «el cansancio de los enemigos». El
demonio y sus secuaces no duermen y, como sus oídos no soportan la Palabra,
trabajan incansablemente para acallada o tergiversarla. Aquí el cansancio de
enfrentarlos es más arduo. No sólo se trata de hacer el bien, con toda la
fatiga que conlleva, sino que hay que defender al rebaño y defenderse uno
mismo contra el mal (cf. Evangelii gaudium, 83). El maligno es más astuto
que nosotros y es capaz de tirar abajo en un momento lo que construimos con
paciencia durante largo tiempo. Aquí necesitamos pedir la gracia de aprender
a neutralizar: neutralizar el mal, no arrancar la cizaña, no pretender
defender como superhombres lo que sólo el Señor tiene que defender. Todo
esto ayuda a no bajar los brazos ante la espesura de la iniquidad, ante la
burla de los malvados. La palabra del Señor para estas situaciones de
cansancio es: «No temáis, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Y por último —para que esta homilia no os canse— está también «el cansancio
de uno mismo» (cf. Evangelii gaudium, 277). Es quizás el más peligroso.
Porque los otros dos provienen de estar expuestos, de salir de nosotros
mismos a ungir y a pelear (somos los que cuidamos). Este cansancio, en
cambio, es más auto-referencial; es la desilusión de uno mismo pero no
mirada de frente, con la serena alegría del que se descubre pecador y
necesitado de perdón: este pide ayuda y va adelante. Se trata del cansancio
que da el «querer y no querer», el haberse jugado todo y después añorar los
ajos y las cebollas de Egipto, el jugar con la ilusión de ser otra cosa. A
este cansancio, me gusta llamarlo «coquetear con la mundanidad espiritual».
Y, cuando uno se queda solo, se da cuenta de que grandes sectores de la vida
quedaron impregnados por esta mundanidad y hasta nos da la impresión de que
ningún baño la puede limpiar. Aquí sí puede haber cansancio malo. La palabra
del Apocalipsis nos indica la causa de este cansancio: «Has sufrido, has
sido perseverante, has trabajado arduamente por amor de mi nombre y no has
desmayado. Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor» (2,3-4). Sólo
el amor descansa. Lo que no se ama cansa y, a la larga, cansa mal.
La imagen más honda y misteriosa de cómo trata el Señor nuestro cansancio
pastoral es aquella del que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el
extremo» (Jn 13,1): la escena del lavatorio de los pies. Me gusta
contemplarla como el lavatorio del seguimiento. El Señor purifica el
seguimiento mismo, él se «involucra» con nosotros (cf. Evangelii gaudium,
24), se encarga en persona de limpiar toda mancha, ese mundano smog untuoso
que se nos pegó en el camino que hemos hecho en su nombre.
Sabemos que en los pies se puede ver cómo anda todo nuestro cuerpo. En el
modo de seguir al Señor se expresa cómo anda nuestro corazón. Las llagas de
los pies, las torceduras y el cansancio son signo de cómo lo hemos seguido,
por qué caminos nos metimos buscando a sus ovejas perdidas, tratando de
llevar el rebaño a las verdes praderas y a las fuentes tranquilas (cf. ibíd.
270). El Señor nos lava y purifica de todo lo que se ha acumulado en
nuestros pies por seguirlo. Eso es sagrado. No permite que quede manchado.
Así como las heridas de guerra él las besa, la suciedad del trabajo él la
lava.
El seguimiento de Jesús es lavado por el mismo Señor para que nos sintamos
con derecho a estar «alegres», «plenos», «sin temores ni culpas» y nos
animemos así a salir e ir «hasta los confines del mundo, a todas las
periferias», a llevar esta buena noticia a los más abandonados, sabiendo que
él está con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,21).
Y sepamos aprender a estar cansados, pero ibien cansados!