Paul Claudel - Bajo la mano de Dios: Testimonio de su Conversión
"El hombre se forma interiormente con el ejercicio y se
forja respecto a lo exterior mediante choques" (Art poétique). Estas
palabras de Paul Claudel definen admirablemente lo que fue la esencia de la
vida de este gran poeta y dramaturgo francés. En ellas está fijada su
trayectoria vital en toda su síntesis y profundidad. Son palabras de uno de
los grandes poetas de este siglo XX, son pues pórtico y también desarrollo
de algo intensamente vivido.
Claudel luchó durante su existencia en la búsqueda de
su verdadera vida, pero también fue la misma vida la que le golpeó
encaminándole por sendas y cimas que jamás hubiera alcanzado por su propio
pie.
Nació en 1868. Licenciado en Derecho y en Ciencias
Políticas, después empezó la carrera diplomática, representando a su país
brillantemente por todo el mundo.
Hijo de un funcionario y de una campesina, fue el más
pequeño de una familia compuesta por dos hermanas más. El ambiente en que se
desarrolla su vida le marcará con fuerza en su infancia y adolescencia.
Siempre recordará sus primeros años con cierta amargura: un ambiente
familiar muy frío le lleva a replegarse sobre sí mismo y, como consecuencia,
a iniciarse en la creación poética. Paul Claudel se hace en la soledad; ésta
le marcará para toda su vida.
También incidirá con fuerza en su espíritu el ambiente
de Francia en su época: profundamente impregnado por la exaltación del
materialismo y por la fe en la ciencia. Las lecturas de Renan, Zola... y
especialmente su paso por el liceo Louis-le-Grand y la visión de la muerte
de su abuelo, crean en él un estado de angustia en el que la única certeza
es la de la nada en el más allá. Allí se hunde en el pesimismo y la
rebeldía.
En medio de ese aire enrarecido y de esa ausencia de
horizontes, el joven Claudel se ahoga, y su inquietud hace que no se resigne
a morir interiormente. Busca aire desesperadamente: le llegan bocanadas en
la música de Beethoven, y de Wagner, en la poesía de Esquilo, Shakespeare,
Baudelaire; y, de repente, la luz de Arthur Rimbaud: "Siempre recordaré esa
mañana de junio de 1886 en que compré el cuaderno de La Vogue que contenía
el principio de Las iluminaciones. Fue realmente una iluminación para mí.
Finalmente salía de ese mundo horrible de Taine, de Renan y de los demás
Moloch del siglo XIX, de esa cárcel, de esa espantosa mecánica totalmente
gobernada por leyes perfectamente inflexibles y, para colmo de horrores,
conocibles y enseñables. (Los autómatas me han producido siempre una especie
de horror histérico). ¡Se me revelaba lo sobrenatural!" (J. Rivière et P.
Claudel: Correspondance (1907-1914). 142).
Fue el encuentro con un espíritu hermano del suyo, pero
que le abría inmensas perspectivas a su vida más profunda y personal que
hasta ese momento desconocía. Pero su habitual estado de ahogo y
desesperación continuó siendo el mismo.
Y ese mismo año, el acontecimiento clave en su vida: es
la Navidad de 1886. Él mismo narrará, veintisiete años después, lo sucedido:
"Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a
Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba
a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un
diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia
para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo,
apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a
la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las
Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño
seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban
cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre
la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha
del lado de la sacristía.
Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha
dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí,
con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una
convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna
clase de duda, que después, todos Tos libros, todos los razonamientos, todos
los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir
verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia,
de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al
intentar, como he hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron
a este instante extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin
embargo, formaban un único destello, una única arma, de la que la divina
Providencia se servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un
pobre niño desesperado: "¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad?
¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como
yo! ¡Me ama! ¡Me llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el
canto tan tierno del Adeste aumentaba mi emoción.
¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un
sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas
permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde
estaban y yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica
seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y
fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el
asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie
y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es
que había salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias
para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía
incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única
comparación que soy capaz de encontrar, para expresar ese estado de desorden
completo en que me encontraba, es la de un hombre al que de un tirón le
hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño,
en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y mis gustos era
lo más repugnante, resultaba ser, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo
que de buen o mal grado tenía que acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin
que yo tratara de oponer toda la resistencia posible!
Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir
que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se
omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que
abandonar, una tras otra, las armas que de nada me servían. Esta fue la gran
crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur
Rimbaud escribió: "El combate espiritual es tan brutal como las batallas
entre los hombres. ¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan fácilmente
la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El
pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de
todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a
la verdad, me retraían de todo.
Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de
Navidad, después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me
parecían ahora tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga
alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera
vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la
Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo
conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese
impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada
palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las
impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo
reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul,
entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si
yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no
necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había
pasado yo mi "temporada". Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el
Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto
del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de
revelárseme?" ("Mi conversion". 10-13.).
Una carta de 1904 a Gabriel Frizeau demuestra que el
recuerdo de ese instante de Navidad estaba ya fijado entonces: "Asistía a
vísperas en Notre-Dame, y escuchando el Magnificat tuve la revelación de un
Dios que me tendía los brazos".
"Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo
resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que
se abría ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía
manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a
todos mi conversión y decírselo a mis padres... manifestarme como uno de los
tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me
sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí
una mano firme.
No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo
católico. (...) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis
estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y
majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!".
Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades
Las citas son de 'Claudel visto por sí mismo', de
Paul-André Lesort.
Cortesía de www.interrogantes.net